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miércoles, 2 de diciembre de 2009

JOSEFINA PLÁ - PAPAGALLO / Fuente: LA MURALLA ROBADA

PAPAGALLO (Cuento)
Fuente:
LA MURALLA ROBADA
(Colección de cuentos)
Por
JOSEFINA PLÁ
Biblioteca de Estudios Paraguayos
Universidad Católica – Volumen 28
Asunción-Paraguay – 1989
Consultas:
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PAPAGALLO
A mi nieta Josefina, que sólo conoce el pollo Pechugón
** Había sido un hermoso gallo blanco. Las patas amarillas. La cresta muy roja, y muy grande. Más todavía de notar porque la cresta, a pesar de su desmesurada altura, era derecha, se mantenía vertical en sus buenos ocho centímetros, finamente recortada, como festoneada en un derroche de crestones góticos. Era un hermoso gallo, cuya clarinada tenía el don de despertar y suscitar a la redonda las irritadas respuestas de otros gallos cercanos ocultos en el secreto de los patios. De cuando en cuando alguno de esos gallos, escapado de sus dominios por no sabemos qué misteriosas vías, aparecía de pronto en nuestro patio corriendo tras una gallina que pregonaba escandalosamente y escandalizada su afirmación de virtud y fidelidad al amo y marido. El gallo blanco avanzaba entonces hecho una exhalación, en alto como una bandera la roja cresta: atacaba con pico y espuelas al intruso, y pronto del episodio lo único que restaba era un tímido revuelo de plumas sueltas, posándose en el suelo con pereza, mientras el reivindicado esposo iniciaba la danza circular de la conquista en torno a la hipócrita gallina.
** Un año, dos, cinco y más, el gallo blanco, el codiciado Leghorn, fue el monarca indiscutido del barrio. Un día, por fin, comenzó a declinar. Su bello plumaje níveo se tornaba día a día de un más lánguido amarillento; las patas, que parecieron de oro, habíanse vuelto costrosas y polvorientas: los espolones pasaban de pulido marfil a añoso cuerno; se combaban sin gracia. Y hasta su infaltable canto de las madrugadas parecía traer consigo el resabio asmático de los inviernos transcurridos. El arrogante gallo blanco perdía indiscutiblemente su realeza, y se convertía en un pobre gallo que trataba, a fuerza de severos gorgoteos a sus odaliscas, mantenerlas en la ilusión de su esplendorosa varonía y de su belleza masculina.
** Seguía así como único señor de nuestra media docena de gallinas, entre las cuales había una tan vieja como él, de arrugada carilla de bruja y cresta enredada como cabellera de comadre. El no veía los alifafes de ella, y ella y las otras más jóvenes le hacían creer que seguía siendo el hermoso, el arrogante, el audaz, el incansable Papagallo.
** Mamá había querido matar el gallo blanco más de una vez, echándole la culpa de que las gallinas, según decía, ponían cada vez menos.
** Papá se había opuesto. Se resistía a dar prosaico fin cocineril a un ave que había sido tan hermosa y que tantas satisfacciones había proporcionado a la casa con su infatigable actuación de pater familias gallináceo. La existencia semi gratuita compartida con la vieja gallina -fueron el par que inaugurara el gallinero- era a modo de una honrosa jubilación para Papagallo.
** Hasta que un día malhadado se hizo oír cerca un gallo joven, bataraz, poco lucido, pero audaz: livianito y de genio provocador, recién llegado por lo visto a un gallinero de la vecindad. Empezó a cantar una mañana, así no más, y ya no terminó. Papagallo echó bilis por el pico aquellos días, empeñado en contestar lo más alto que podía al provocativo canto madrugador y persistente del bataraz.
** -Aquí estoy yo, y no hay otra cresta que la mía -parecía decir el bataraz.
** -Se olvida, amigo, que yo estoy aquí todavía y que no me chupo el espolón -parecía contestar emberrechinado Papagallo.
** Los desafíos se cruzaban cada cinco minutos por encima de cercas y de patios; claros como el día.
** Hasta que una mañana, no sé cómo, el gallo bataraz escapó de su gallinero, saltó cercas y muros y cruzó la calzada, para apersonarse, retador en el propio reducto de Papagallo, resuelto a vencer o morir.
** Papagallo acudió todo lo de prisa que le permitían sus mohosas bisagras a defender a sus odaliscas, la añosa como las jóvenes. La pelea fue desde el comienzo desigual. Papagallo con sus espolones combados, torpón, caía y se levantaba pesadamente: el otro, ágil y liviano, saltaba y acosaba al viejo caballero. Cuando acudimos al escándalo en el gallinero, Papagallo, pobre Quijote, estaba por tierra y el intruso lo picoteaba despiadadamente, fuera de todas las reglas del juego. Puse en fuga de un puntapié digno de tarjeta roja al intruso, haciendo gol con él por sobre el cerco, y acudí a Papagallo, que aún gorgoteaba algo lastimosamente, dirigido al mundo más que a sus gallinas; algo así como "déjenme no más, que yo solo me basto". Pero no se bastaba ya ni a sí mismo. No lograba ponerse en pie. Se caía de costado, lamentablemente abierto el pico, ronco el hálito en la alborotada garganta. Lo dejé en el suelo y fui a buscar un poco de agua. Cuando llenaba una latita en la cocina, mamá me llamó.
** -¿Qué querés, mamá?
** -El botón de la camisa de tu papá se me ha caído debajo del armario. Vení a buscarlo.
** -Mamá, Papagallo está que se ahoga, y...
** -¡Primero el botón...!
** Dejé la latita y fui a buscar el botón. De mala gana lo puse en manos de mamá. Se le cayó al suelo, hubo que buscarlo de nuevo. Salí por fin corriendo, tomé mi latita de agua, en busca de Papagallo. Pero cuando llegué a su lado, Papagallo se moría. Su pico, antes amarillo como el oro, se hincaba en el suelo; sus patas escamosas se engarfiaban, sus alas rozaban con seco ruido la tierra...
** Lloré la muerte de mi hermoso gallo blanco. Lo enterré en el patio. Tres años después se excavó el sitio para plantar un mandarino. Acudí, celoso del descanso de Papagallo. Pero las palas no sacaron a luz ni siquiera una pluma.
** El mandarino creció, dio fruta... Y, hombre crecido ya, cada vez que como una de esas mandarinas, me parece oír, no sé dónde, desde lejos, el canto triunfal mañanero de Papagallo.
1949.

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