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jueves, 15 de julio de 2010

OSCAR PINEDA - LA BATALLA QUE NUNCA OCURRIÓ / Fuente: CAMILLE Y OTROS CUENTOS por OSCAR PINEDA



LA BATALLA QUE NUNCA OCURRIÓ
Cuento de
OSCAR PINEDA
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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LA BATALLA QUE NUNCA OCURRIÓ
Sucedió. Sí sucedió, aunque no lo crean, hace como mil años atrás, cuando el mundo era muy diferente a como es hoy en día. No lo duden ni un solo instante, porque sucedió. Eran dos pueblos pujantes, vitales, tenaces y orgullosos como el duro roble en su plenitud, como las aguas cuando bajan torrenciales de las altas montañas en el deshielo, como la fuerza de los vientos cuando corren libres en el descampado. Ambos tenían una cultura parecida, con los mismos valores, virtudes y defectos, aunque sus topónimos eran de raíces diferentes al igual que sus orígenes étnicos. Unos tenían la tez y los ojos claros, y los otros los tenían oscuros; unos eran altos y enérgicos y los otros de estatura regular, un poco anchos y muy fuertes; unos cantaban sus glorias y exaltaban el nacionalismo, y los otros loaban a sus héroes y mistificaban su noble ascendencia. Los dos pueblos eran apasionados y altivos, y la valentía, el coraje, inclusive ante lo irreversible, se descontaba desde la más tierna infancia. Eran pueblos guerreros y glorificaban de sobremanera el arte de la guerra, los hechos de armas y las hazañas heroicas.
Katma, el de la frente de halcón, era el rey de Ananki, el pueblo que habitaba desde siglos atrás el fértil cañón de Manukia. Savarus cabellera de León, por su parte, era el monarca de Varosno, el reino que poblaba el valle florido de Rajuli. Entre estas dos hermosas y fértiles hondonadas naturales se extendía el sombrío valle de la Luna, extenso campo desértico, desolado y seco en cualquier estación del año. Allí nunca llovía, ni crecía nada, ni vivía nada, a no ser por unas hormigas que gustaban de molestar a cuanto se aventuraba por esas ignotas regiones y unas hierbas malignas de color marrón sucio que no servían ni para adorno. Todo este enorme territorio se hallaba encuadrado entre las altas Montañas Negras por el norte y el este y los Cerros Blancos por el sur, mientras que por el oeste, en el sentido opuesto del valle de la Luna se extendía el mar azul de Ratma...; por lo menos, así se llamaban en ese entonces, hoy no sé qué nombres les pusieron...

Todo comenzó cuando uno de los dos pueblos, no recuerdo cuál ni me está permitido el escribirlo, quiso un poco más de tierra en un pequeño cañón aledaño que estaba colonizando poco a poco, y el otro pueblo se sintió ofendido y afrentado al enterarse de esta acción que, en principio, podía considerarse de inocente y sin mala intención hacia el otro. Sin embargo, los acontecimientos posteriores vinieron a desmentir esto. Al poco comenzaron las primeras escaramuzas con suerte dispar. A veces, ganaba uno una batalla y en el siguiente encuentro perdía. Los dos tenían fuerzas análogas y bríos similares, por lo que la suerte de las armas les era dispar.
Un año después, los dos pueblos que habían vivido y comerciado durante siglos como buenos vecinos, se odiaban intensamente, a tal punto que pronunciar el solo nombre del otro era anatema, o maldición imposible de reproducir en tan pocas líneas. Muchas familias, en ambos pueblos, ya tenían muertos de los encuentros, por lo que el odio se volvió inconciliable. Todo lo del otro pueblo era repugnante e intolerable abominación y viceversa. Todos pensaron que en ese espacio físico era imposible que siguieran existiendo los dos pueblos. Uno de los dos tenía que desaparecer hasta los cimientos y cualquiera de ellos opinaba que tenía que hacer hasta lo imposible para eliminar completamente al otro. Ambos pueblos comprendieron, dentro de los afanes bélicos calenturientos y las decisiones rápidas y precipitadas, regadas profusamente de un nacionalismo exasperado, que no había otro camino que la guerra total hasta las últimas consecuencias. Enviaron sus emisarios con banderas blancas para parlamentar y fijaron el día 20 de Betam, del calendario vigente en aquella época, para el decisivo encuentro, el definitivo cruce de armas. El lugar elegido: el yermo inhóspito y deshabitado bien llamado Valle de la Luna.
El día anterior nadie durmió y todos dejaron sus faenas rutinarias y se dedicaron concienzudamente a preparar hasta la última de sus aneas. Fabricaron arcos, flechas y dardos, limpiaron sus lanzas y hachas de guerra, limaron el filo de sus alabardas, lustraron sus yelmos, petos y escudos y desplegaron al viento sus estandartes de batalla. La heroica espada salió de su vaina y el traicionero puñal vio la luz del día.
El 20, todos, en ambos pueblos, madrugaron y se pusieron en movimiento. Todos, absolutamente todos, hombres, mujeres, niños y ancianos, movidos por un odio ciego hacia el otro pueblo. Ambos pueblos eran amantes de los caballos y los perros, por lo que éstos también siguieron a sus amos, listos para entrar en combate. Los bebés de pecho fueron con sus madres que iban atrás de sus hijos, esposos y padres. Lo mismo hicieron los otros animales que conformaban sus ganados. Lo único que no fue detrás de sus dueños en pos de la batalla, fueron las edificaciones, los muebles, los objetos de las casas y los sembradíos de verduras, todos ellos sin capacidad de moverse, ni razonar ni pensar. Uno y otro pueblo quedaron completamente desiertos, sin ningún alma.
Al amanecer, ambos pueblos estaban uno frente al otro lanzándose maldiciones, insultos e imprecaciones de todo tipo. Los dos ejércitos estaban formados en líneas paralelas de batalla, y a sus costados todos los demás componentes de los pueblos. Los reyes y los generales arengaron con bravura y fanatismo a su gente, prometiéndoles la gloria y la victoria. A las diez de la mañana, en ambos lados, sonaron al mismo tiempo los sonidos de "al ataque" y se dio comienzo a la sangrienta batalla. La infantería chocó con la infantería, la caballería con la caballería y cuando todo estaba indeciso, los dos pueblos al unísono salieron a pelear por su ejército. Las mujeres combatieron con las mujeres, los ancianos con los ancianos y los niños con los niños. Los hombres combatieron por sus mujeres y las mujeres por sus hombres; los hijos por sus padres y los padres por sus hijos. Las matronas peleaban con las matronas, los agricultores con los agricultores, los troperos con los troperos, los artesanos con los artesanos, los artistas con los artistas, los sirvientes con los sirvientes, los albañiles con los albañiles, los comerciantes con los comerciantes, los escribientes con los escribientes y los perros con los perros. Todos pelearon sin importar edad, ni sexo ni condición física ni social. La masacre duró todo el día y fue terrible. Miembros cercenados, huesos rotos, órganos descoyuntados, cuerpos desmembrados y sangre y vísceras abundantes y por doquier. Cuando llegaron las sombras de la noche toda la extensión del campo de batalla era una enorme necrópolis. Ya nadie estaba en pie, aunque muchos todavía se lamentaban y lloraban desde su fatal posición en el suelo. El último que murió lo hizo en las primeras horas del día siguiente, no se sabe si era de Ananki o de Varosno. Murieron en total, de un lado 52.954 personas, y del otro 53.212. También fallecieron en total 15.177 caballos y 8.982 perros, entre otros tantos animales domésticos. Todos tuvieron una muerte violenta, propia de una batalla violenta. Y en la muerte todas sus partes, sus sustancias, sus líquidos, se juntaron, se abrazaron, se revolvieron, se retortijaron, se fundieron. La sangre era igual de roja para todos.
Absolutamente nadie sobrevivió a la Gran Batalla del Valle de la Luna, entonces nadie pudo narrar las glorias guerreras de ambos pueblos, el sacrificio heroico de sus líderes. Es como si fuera que nunca existió. Nadie sabe que el rey Katma murió valientemente atravesado por una docena de flechas enemigas; ni que el osado monarca Savaros pereció cuando un cruce de alabardas le cercenó la cabeza. Nadie sabe que el bravo general Kiamanu de los Ananki consiguió derribar a cinco caballeros enemigos antes de ser atravesado de lado a lado por un recio espadón mandoble de hierro, ni que el coronel de caballería Liraju, paladín guerrero de Varosno entregó su vida luego de haber recibido 27 heridas y haber matado a casi todos sus ofensores. Nadie cantó jamás la gloria de los guerreros, ni el sacrificio de las mujeres, ni el holocausto de los niños, ni la dación final de los ancianos. Los bardos nunca supieron de este suceso épico y trágico a la vez y los libros de historia jamás contaron lo que no sabían. De esta batalla jamás se escribió ni una línea, ni una palabra, ni una letra. No está registrado ni en delicado papiro, ni en rugoso papel, ni en roca sólida, ni en madera perenne. Nunca se levantó ningún monumento, ni lápida ni nada de nada que memore el hecho o a los caídos. No hubo ningún testigo, ningún recuerdo porque todos, absolutamente todos, estaban muertos. Ni los vientos, que en mi tiempo nos decían que la primavera estaba por venir, que las flores estaban por brotar, supieron de estos terribles hechos. Solo los dioses, en su infinita sabiduría, escribieron en el Libro de Cuentas de la Vida hasta el último movimiento del último dedo del último habitante de ambos pueblos. Décadas más tarde, exploradores de otras civilizaciones encontraron los pueblos vacíos tal como lo dejaron sus pobladores la víspera de la batalla, pero del encuentro bélico nada. Los pueblos fantasmas levantaron en las generaciones de visitantes todo tipo de conjeturas, a través de diez siglos. Algunos hasta llegaron a decir que una enfermedad súbita los había matado a todos mientras que otros aseguraron que fueron a otros mundos en naves fantásticas. Nunca supieron la verdad.
En el Valle de la Luna sopló, dos días después de la batalla, una tormenta de arena que cubrió hasta el último de los cuerpos, como se hace normalmente en un cementerio. La sangre derramada, que era de más de 500.000 litros, contribuyó a humedecer la arena de ese desierto y la carne en putrefacción sirvió de abono. Los vientos frescos que bajaban de las montañas llevaron semillas de los otros valles y en el desierto pronto brotaron el pasto, las plantas y los árboles, que atrajeron las nubes y las lluvias periódicas. Cien años después, el lugar era un tímido bosque y hoy, a más de mil años, según acabo de ver, es una frondosa selva florida, cubierta de malezas y animales de todo tipo, y partida en dos por un hermoso arroyo lleno de peces, que trae las aguas de las Montañas Negras y las lleva hasta más allá de los Cerros Blancos. Todo un ecosistema, como lo llaman hoy día.
¿Y quién soy yo que les cuento todo esto? Soy el Escribiente Real y Juez Supremo del Reino, magnate en mi tiempo y secretario privado de uno de los dos reyes que combatieron y sucumbieron en ese terrible día. Un día brillé como el sol dentro de la corte, mi palabra tenía la fuerza de la sentencia, y el boato era mi constante compañía. Se me servían los alimentos en cubiertos de oro, mis ropas eran de plata y mis joyas solo eran superadas por las de la familia real. Mis servicios eran muy bien pagados y me encontraba en la cumbre de la escala social. En aquel tiempo me llamaban El Justo, porque siempre trataba de escribir lo más veraz posible; por ese motivo tampoco ahora puedo, ni se me permite, tomar partido. No se engañen, a pesar de todo lo que alguna vez fui, de toda la magnificencia que llegué a concentrar, de todo lo esplendente que pude ser, yo también terminé muerto en esa batalla, al igual que todos los otros. Si mal no recuerdo, ¿cómo olvidarlo?, luego de haber matado y rematado a un sirviente del bando opuesto con mi estoque, fui lanceado repetidamente por un escribiente que sabía usar más diestramente el arma que la pluma. Si la memoria no me falla fue como a las seis de la tarde, cerca de un promontorio seco y rocoso, el único que corona el lugar, donde me subí para tratar de observar mejor todo lo que pasaba y poder así registrarlo en los libros para la posteridad. Pero no tuve suerte y la muerte también me alcanzó al igual que a todos los otros. Quien me mató a mí pocos minutos después también cayó muerto y otro lo mató, a su vez al que lo mató a él, y así sucesivamente hasta completar la población total de Varosno y Ananki. Era como cuando uno hecha una pieza de dominó y luego todos los otros lo siguen en la misma dirección. Lo que llaman hoy día "reacción en cadena".
Y si estoy muerto, ¿cómo es que les cuento todo esto? Porque los dioses son misericordiosos y compasivos y entonces me despertaron de mi sueño de eternidad, de mi pesada carga de hirientes silicios, de mis molestosos sufrimientos sin fin que me sacuden como pesadilla perpetua, como torturante recuerdo, y me ordenaron a escribir estas líneas para toda la humanidad. Para ello juntaron, como lo hace un artesano que pacientemente moldea el barro, los cinco billones de partículas de polvo que alguna vez constituyeron mi glorioso y malogrado cuerpo mortal, y le insuflaron vida por 24 horas para acometer con mi pingüe experiencia y mi humilde testimonio el importante quehacer de contar lo que vieron mis ojos y sintieron mis carnes ese día fatal... Me cuentan que hoy hay armas, que llaman nucleares, que pueden con el sólo toque de un botón borrar todo el mundo conocido, hasta una docena de veces. Que hay otras que llaman biológicas y químicas, igual de dañinas tanto para el hombre como para toda la naturaleza. Que si todas esas se llegan a disparar, después no habrá tormentas de arena, ni lluvias otoñales, ni vientos alisios que lleven semillas, ni plantas que den sus frutos, ni flores olorosas para admirarlas. No habrá más día ni noche. Nadie quedará para apreciar las estrellas, ni la aurora, ni el ocaso. Se acabará el arte y la poesía, el progreso y la industria. Todo, absolutamente todo, se habrá perdido para siempre. Y ya no despertaran a nadie, mil años después, de su sueño eterno, para contarles las terribles desgracias de la guerra porque ya no habrá nadie a quien contarlas. Los dioses no pueden ni quieren intervenir en el destino de los hombres y de la humanidad, pero cada tanto dan avisos y ponen ejemplos. Hoy, soy yo el elegido para esta delicada misión de ser el mensajero de los dioses, de su voz y de su consejo, y ellos han decidido que esta batalla, que para todos nunca existió, sea desempolvada, recordada, conmemorada y que del aprendizaje de sus errores se busquen la tranquilidad corporal que trae el sosiego y la templanza espiritual que aporta la paz. La guerra no trae nada bueno, y la pasión enceguece a los hombres. La guerra entre los Varosnos y los Ananki, como todas las otras guerras, era la guerra para acabar definitivamente con todas las guerras. Y ya vieron en qué resultó todo. En verdad les digo que mucho más grande es el Príncipe de la Paz que el Señor de la Guerra y que de nada le sirve al hombre la gloria ni la conquista si es que no tiene existencia para disfrutarla, ni vida para vivirla... se los digo yo, que en vida fui El Escribiente Real, El Justo, y ahora soy un pobre pecador, que por sus millones de partículas dispersas, gime doliente en la oscuridad por toda la eternidad...
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LANZAMIENTO DEL LIBRO : “Por la presente les invito al lanzamiento de mi libro "CAMILLE Y OTROS CUENTOS" a llevarse a cabo en la Biblioteca Municipal Don Augusto Roa Bastos, el Viernes 7 de Agosto, a las 19:00 Hs. Desde ya, agradezco su asistencia. Saludos cordiales”. - OSCAR PINEDA
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Fuente: CAMILLE Y OTROS CUENTOS
Cuentos de OSCAR PINEDA
Con auspicios del FONDEC
Editorial Servilibro,
Asunción – Paraguay,
2009 (99 páginas)
Amplio resumen de autores y obras
de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.

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