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viernes, 30 de abril de 2010

RENÉE FERRER - LA SECA Y OTROS CUENTOS / Texto de los cuentos: TARDE DE DOMINGO y EL DELATOR.

LA SECA Y OTROS CUENTOS
Por
RENÉE FERRER
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS en
Ediciones Alta Voz,
Asunción-Paraguay 2005
Apoya esta edición:
Universidad Íberoamericana
Ilustración de tapa: “EL ERIZO”, acrílico sobre tela,
de
MARGARITA MORSELLI
Comentarios y Propuestas didácticas:
ESTHER GONZÁLEZ PALACIOS.


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ÍNDICE
ACERCA DE ESCRIBIR CUENTOS
TARDE DE DOMINGO // LA EXPOSICIÓN // LA CURA // SAMBA // LA CASA DEL CUADRO // EL SUEÑO DE LA REINA DE SABA // LA VISITA // NILO // LA VENGANZA // Y.. ANDA POR AHÍ NOMÁS // HELENA // LA CONFESIÓN // EL OVILLO // SANTA // BIOPSIA // EL DELATOR // CRÓNICA DE UNA MUERTE // LA SENTENCIA // LA SECA // LA COLECCIÓN DE RELOJES
COMENTARIOS Y PROPUESTAS DIDÁCTICAS
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TARDE DE DOMINGO
** Era un hombre magro, de cabellos crespos y estatura regular; la chispa celeste de sus ojos denotaba 51 una inteligencia ágil, desperdiciada tras un escritorio impersonal durante toda una vida de oficinista; de escasas palabras pero de conversación agradable cuando le interesaba el tema, que generalmente recaía sobre la mecánica, la política o las elucubraciones religiosas. Una vida modesta en su casa ataviada de glorietas, el póquer con los amigos cada semana; la conducta correcta dentro de la rutina más honorable y el orgullo de tres hijos universitarios conformaban los rasgos sobresalientes de su existencia. No se le conocían devaneos amorosos, ni dificultades económicas excesivas, hasta que se le enfermó la mujer.
** Ahora sentía en el pecho un fuego insaciable, un desasosiego ininterrumpido que le roía las vísceras. Los días se repetían cruelmente en su memoria, y en ese deshacerse del tiempo vivido tropezaba invariablemente con sentimientos ambiguos, malsanos. No entendía muy bien por qué se le habían borrado de la mente los momentos amables, que de seguro tuvieron que presentarse alguna vez a lo largo de su vida. Los gestos humanitarios, que sin duda tuvo, no rozaban nunca su recuerdo. Su pensamiento recaía siempre en la congoja.
** La cabeza le dolía con tenacidad, y entre los alfilerazos que le acribillaban las sienes se colaba la resaca de antiguas mezquindades. Hacía tiempo que no hablaba con nadie, aunque solía observar caras amigas que, al tratar de alcanzar, parecían eludirlo. ¿O era él quien se alejaba? No lograba entender. En cambio, siempre zumbaban a su alrededor rostros que hubiera querido evitar; gente dudosa, de pensamientos turbios también. Que envidiaran sus glorietas, su escritorio pasado de moda, sus libros de contabilidad, le parecía un sarcasmo feroz. ¡Que lo envidiaran a él, que nunca sobresalió en nada! Eso le dolía. Cuando lo despidieron por un motivo que ya no recordaba, se encerró en el patio trasero de su casita a podar las enredaderas dentro del más estricto anonimato. Y así pasaron sus días hasta que se le enfermó la mujer.
** Era insoportable retornar cada día a la habitación donde estaba la enferma, desfallecida sobre la cama matrimonial; con los ojos abiertos y fijos y sin dirigirle la palabra para nada. Le angustia ese silencio donde rebota su conversación. Evidentemente sus palabras no le llegaban. Era como si estuviera sorda o hubiera perdido la razón. ¿Habría perdido la razón? No lo sabía. De cualquier manera, no parecía otra cosa que una planta desgajada por la enfermedad. Sus hijos tampoco notaban su presencia, solo se ocupaban de ella. Cuando se les acercaba, seguían conversando como si evitaran verlo o no existiera. La sospecha de que le hacían el vacío por algún motivo incierto le ahondaba el sufrimiento. Los seguía por toda la casa, un poco a la distancia, como temiendo algo. Necesita de afecto, de una palabra; necesita desesperadamente del contacto tibio, físico, concreto de la carne.
** De noche, cosa extraña, la oscuridad huía de sus ojos. No conseguía la penumbra suficiente para dormir y se quedaba desvelado horas enteras condenado a la claridad; esa claridad que lo cegó desde aquella tarde, perdida un poco entre tantos recuerdos. No podía abandonar ni siquiera un momento su oficio agobiante de testigo oculto: siempre en vigilia, siempre acechante, escuchándolo todo, distinguiendo casi el pensamiento de los demás. Una luz carente de alegría delineaba, sin embargo, con despiadada nitidez sus viejos defectos. Estaba cansado pero no podía dormir; hambriento, y le repugnaba la comida; el agua quemaba sus labios, aunque la sed le desorbitara los ojos. Era extraño verse retornar siempre a la misma habitación para encontrar siempre el mismo silencio. Nadie le hace caso; su mujer está ahí, enredada en su propia telaraña, con los ojos brumosos, vacíos de tan abiertos. Lo llamaba sí, de vez en cuando; y cuando acudía, se desbarrancaba hacia la inconciencia; al poco rato lo llamaba otra vez, con esa voz impersonal de los enfermos que ya se han olvidado de sí mismos. Él permanecía a su lado como un intruso, sin saber qué hacer. Al rato se alejaba evitando mirar el crucifijo sobre la cabecera de la enferma.
** Se sentía arder. Ese fuego le llegaba en oleaje sucesivo desde los huesos hasta la piel, como si una ponzoña ardiente se le hubiera instalado definitivamente en la carne. Todo le dolía, pero no encontraba los remedios en el botiquín: ni aspirinas, ni sedantes, ni aquellos paquetitos de hierbas trituradas que su mujer solía comprar de tanto en tanto. Nada encontraba en la casa desde que ella cayó enferma. La ausencia de sus cuidados le dolía en la piel. La buscaba, obstinadamente la buscaba en los rincones familiares, en el patio, sabiéndola sin embargo inmóvil en su cuarto.
** Algo se asoma al borde de su memoria sin lograr imponerse del todo: la sospecha de algo vergonzoso y ruin. Aquella tarde era domingo y le pesaba. Se alejó de la casa con esa brasa encendida que acostumbraba tener dentro de las órbitas. Le urgía el deseo de rezar y no podía; de entrar en una iglesia, arrodillarse, pedir perdón, pero algo amordazaba sus impulsos, como si las oraciones aprendidas en su tiempo de niño hubieran quedado sepultadas con su infancia. Cuando se hizo grande, dejó de creer en Dios, pero ahora quería encontrarlo y se perdía en los laberintos de su propia desesperación. Una puerta se cerraba con estrépito cada vez que lo buscaba, y en ese destierro permanente de la bondad divina se sentía insoportablemente desdeñado. Vagamente comprendió que era demasiado tarde, y se enredó en el miedo.
** Aquella tarde era domingo. Como una brizna en el aire caliente del verano, volvió a los mismos parajes, arrastrado por el viento desparejo de un siniestro deseo. Un deseo de volver. Aquella pradera casi azul, donde jugaban los niños, se veía tan distante a pesar de estar ahí, que tuvo la vaga sospecha de que le estaba vedada. Parecía una pesadilla de hermosura de la cual quedara al margen. Se sentía trastornado; llegó a pensar que era otro: un desconocido, un extraño, un doble.
** Como entonces, aquella tarde era domingo. Sobre el pasto la gente seguía sentada con indolencia demorando la partida, indiferente a su paso, ajena al desatino de su corazón. Con las camisas desprendidas, sus vestidos alegres, hombres y mujeres parecían una prolongación del atardecer, contentos y agradecidos por esas delicias simples que no cuestan nada. De pronto los odió. Le molestaba la frescura suelta de sus voces, el eco de la felicidad. El guardia comenzó a cerrar los portones avisando a la gente que eran las seis; en las jaulas los animales se echaban a descansar como si supieran que su tarea cotidiana estaba cumplida, y él, como un exiliado en domingo, hizo su última recorrida.
** Casi de noche salió del Jardín Botánico, bordeando lentamente sus linderos. Un impulso urgente lo arrastra a ese lugar a pesar del corcoveo de su voluntad, que se resiste inútilmente con repugnancia. Como una niebla lo envolvió el recuerdo de aquella otra tarde de domingo, agobiándolo con su densidad intolerable.
** Reconoció vagamente el paraje. Orilló los matorrales polvorientos, y en la vereda de arena se tropezó con las mismas piedras. Entre el deseo de llegar y el de estar lejos, la totalidad de su ser se desgarraba. Era por allí, por allí cerca, lo presentía, lo palpaba en el aire. Continuó. La noche se iba tragando poco a poco los últimos jirones de la tarde. Se le agudizó la desazón y creyó que no resistiría esa tortura por más tiempo.
** Clavado en la vereda se quedó de pronto: el pulso encabritado bajo la hinchazón de las venas, la boca más seca, más amarga. La emoción lo fue resquebrajando a medida que comprendía. Finalmente lo vio. En el lugar exacto del suceso el vecindario había levantado una pequeña capillita: una casita baja, rosada, insignificante como él. En el alero del techo se erguía una cruz de madera enlazada por el paño blanco, que la piedad de una beata había almidonado. Recobró por un instante a su madre planchando los manteles de la Iglesia de la Virgen del Rosario, allá lejos, en sus siete años. Adentro, resguardada por una puertecita de vidrio, ardía vacilante una vela de sebo. Un grito se le quedó en la garganta para avivarle el sufrimiento. Se dobló sobre sí mismo hasta tocar el suelo, y sollozando reconoció el lugar exacto donde meses atrás, una tarde de domingo, se había pegado un tiro.
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EL DELATOR
** Lo que le voy a contar le servirá seguramente para enriquecer ese ensayo suyo sobre la indignidad del hombre, pero también puede ayudarle a meditar sobre cómo el destino, cuyos designios permanecen indescifrables a nuestro humano entendimiento, parece a veces responder a la ley de la causa y el efecto, aunque en estos intervenga, independientemente, el caprichoso azar.
** Yo tenía hace tiempo un campito en las afueras, adonde iba más por aliviar tensiones que de otra manera me hubieran puesto irremediablemente horizontal, que por motivos de trabajo. Mis idas recurrentes a la colonia me llevaron a un bar donde hice unos pocos amigos. Soy hombre de palabra escueta y me intimida entrar en confianza, pero la mirada incisiva y penetrante de Don Pantaleón, la parca discreción de su lengua, me ganaron enseguida. Usted no se imagina lo difícil que fue para mí el encuentro que tuve con él hace poco más de diez años.
** Cuando me senté a su lado aquella tarde candente aún de retardado sal, Don Pantaleón inclinó la cabeza sobre el vaso de caña en la mesa de un bar despoblado de conversación y de testigos. Se hundió en un mutismo extraño, fijos los ojos sobre una mancha azucarada, donde se hacinaban las moscas enturbiando el aire con sus giros zumbadores. La voz no le salía, aunque la presentí revolcándosele adentro, pugnando por liberar sin saber cómo su densa carga de congoja. A mí tampoco las cosas se me hacían fáciles, pues guardaba tras mi reserva un secreto nefasto. Ninguno habló durante largo rato, aunque un evidente deseo de confidencia nos tensaba a los dos.
** Al cabo me dijo que se sentía ruin, que no pudo evitarlo, ni entendía por qué lo había hecho. Desde su tono cavernoso me llegaban las palabras con una demorada pesadumbre, golpeando el laberinto oscurecido de mi mente, que también tenía su preocupación escondida. Cualquiera hubiera dicho que no lo escuchaba, o tal vez que lo hacía con demasiada atención. Le musité unas frases que se le pasaron inadvertidas. Creí que no me oyó cuando le anuncié que tenía algo que decirle, atormentado como estaba por aquella culpa atroz. Solo después comprendí que prefirió hablar primero.
** Las pausas se demoraban sobre los dispersos transeúntes que entraban en la noche inminente, cargada de aguaceros. La indecisión espesaba aquella vez el diálogo habitual de los domingos. La muchacha encargada de servir paseaba su aburrimiento con aire adormilado entre las mesas vacías, haciendo más patenté la quietud, y en el retazo de campo encuadrado en la ventana el tiempo goteaba ininterrumpidamente su carga de silencios.
** Como regresando de un sueño me miró. Tengo que contárselo a alguien, me repetía con angustiada insistencia. Y yo también, aunque me costase, debía decírselo. Mentalmente lo hacía cada vez que él vacilaba, pero el sonido de mi voz se apeaba a último momento de mis labios. Era como si sobre dos líneas paralelas jugase la confesión su contrapunto.
** Empezó recordando a un malevo, amigo suyo: el Trampero. Habían sido compañeros en el Chaco durante la conscripción, cuando la camaradería del cuartel entretejió su urdimbre de afectos y confianza. La vida los llevó después por caminos divergentes: Don Pantaleón era hombre de bien, establecido desde hacía muchos años en un paraje cercano; un campesino de ley, como él mismo se autocalificaba con orgullo; y el otro, un cuatrero de esos que hacen historia, a quien el temor o la secreta admiración de la gente envolvió con la aureola de intocable. En el mismo valle había robado la caballada de Don Miguel Rotela hacía unos meses; poco después se alzó con un centenar de novillos de Don Emeterio, matando al capataz; despobló retiros, asoló estancias, sin contar los parajes norteños, desde donde llegaba bordeando pulperías trasnochadas la sombra de sus hazañas. No había quien no hubiera puesto alguna cabeza a su servicio.
** El hombre dilataba la conversación evitando el meollo del asunto. El calor impregnó de vahos aguardentosos la voz que parecía complacerse en la tardanza del rodeo. Yo interiormente se lo agradecía porque de ese modo demoraba, aunque fuese un poco, la noticia que le tenía reservada. Me contó que días atrás, por una desgraciada casualidad, se enteró de que el Trampero tenía pensado robar La Agraciada. En rueda de truco se coló la incidencia, justo frente a él, que generalmente no jugaba y esa noche se había arrimado de puro hastío. Poseído por una malsana inquietud se cercioró de los detalles, indagó día, hora, lugar exacto del abigeato, e impulsado por una fuerza incomprensible, se lo contó todo al comisario.
** No puedo perdonármelo, me decía una y otra vez. El Trampero, además de ladrón, era su amigo. Aquel viejo vínculo pesaba ahora sobre su delación para ahondar remordimientos y recuerdos. Traté de justificarlo, aliviarle la quemazón de la conciencia con razones que yo mismo desmerecía. Tal vez fue su intención congraciarse con el Jefe Político, comprar la vigilancia de los conscriptos para su campo, o sentirse importante compartiendo un secreto con la autoridad. ¿Quién puede en realidad bucear con acierto en la confusa marea de los móviles inconscientes?
** Nada de eso me justifica, me respondió cortante, avergonzado, visiblemente arrepentido. Encerrado en el rancho se pasó el día, evitando el encuentro con la gente, hasta que no aguantó más y me buscó en el bar.
** En el techo se encendió un foco mortecino que alguna vieja batería ayudaba a parpadear. Su voz me llegaba como desde lejos. Del día y lugar estaba seguro, pero no de quiénes lo acompañarían esta vez. Los matones de siempre, seguramente, los que hacen el trabajo ingrato y se aprovechan de paso de cuanta mujercita encuentran desprevenida. A estas horas el robo estaría consumado; prefería no saberlo, esperanzado aún en cualquier imprevisto que torciera los planes.
** Fíjese, yo lo escuchaba cada vez más alarmado, con mi noticia amordazada todavía. Me aseguró que esa vileza no se le despegaría ya de la piel. Cuando concluyó, me escrutó desde sus ojos aguachados esperando a su vez mi confidencia.
** No sé cómo pude mantenerle la mirada hasta el final. Con reticencia se derramaron mis palabras. Empecé diciéndole que sabía lo del Trampero. El robo de La Agraciada se venía gestando desde hacía tiempo, y cada cual tenía su sospecha. El Trampero era un hombre que se regodeaba con el riesgo de ser descubierto y la certeza de que ninguna delación lo pondría en la cárcel. Quería robar a sabiendas de todo el mundo y salir indemne como era hábito en su trajinada vida de malevo impávido. El robo se produjo como estaba previsto, la noche antes. Se lo llevaron todo, salvo las ovejas y los chanchos. Algunos incautos del valle se plegaron, animados por jugosas promesas de reparto. Pero esta vez hubo tiroteo y hubo sangre. Ni un solo parpadeo le delataba el pensamiento. El Comisario estaba advertido y en el entrevero murieron dos. Tuve que decirle entonces que el más joven era su hijo.
** Aquella noche una lluvia torrencial esfumó los contornos de los montes arrastrando los restos de recientes incendios. Se empapó la paja de los techos, y en el rancho de Don Pantaleón la viga más alta gimió largamente bajo el peso de un balanceo siniestro.
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