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miércoles, 21 de abril de 2010

ANDRÉS COLMÁN GUTIÉRREZ - EL ÚLTIMO VUELO DEL PÁJARO CAMPANA / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES




EL ÚLTIMO VUELO DEL PÁJARO CAMPANA
Editorial El Lector,
Asunción-Paraguay 1995
Edición digital:

**/**


«... este país misterioso y simple,
elemental como el fuego y como el agua,
por momentos melodioso o crepitante,
poseído casi todo el tiempo por estallidos de furia
o por las depresiones del desconsuelo.
Un país condenado al suplicio de la esperanza,
con su gente que vive como en castigo
en uno de los más hermosos
y apacibles lugares de la tierra;
de esos que se llevan su lugar a otro lugar
y se esconden en un recodo de la historia».
AUGUSTO ROA BASTOS,
Una isla rodeada de tierra.
**/**

A doña Nilda y en memoria de don Chiíto,
los dos seres maravillosos
que me dieron y me enseñaron la vida.

**

- I -
** ¿Qué carajo han hecho con mi país? se preguntaba Claudia Villasanti, veía desfilar la tierra desnuda y herida por la ventanilla de la camioneta, a casi cien kilómetros por hora. Una brisa ardiente, como de fuego, jugueteaba con su larga cabellera dorada. Le costaba reconocerse en ese desolado paisaje de desiertos calcinados y campos dormidos, asfixiada por la densa polvareda que penetraba hasta la profundidad de sus pensamientos. De vez en cuando, entre la niebla roja emergían rostros oscuros, fugaces. Mujeres cargadas de hijos que miraban con ojos de miedo desde los matorrales. El resto era una abrumadora sensación de ausencia, vacío y soledad.
** Puños crispados en el volante, la vista fija en los pozos del camino, Roberto Vázquez manejaba con aire absorto, con un cigarrillo entre los labios. Colgada del cuello llevaba la cámara fotográfica, lista para disparar, como si en cualquier momento, en medio de la nada, pudiera estallar algo indefinido que se convertiría en su pasaje hacia la gloria, un viaje a la inmortalidad a través de una certera diapositiva a color.
** ¿Cuánto hemos recorrido a través de este territorio de sombras?, se preguntaba Claudia. ¿Horas o siglos? ¿Mundos o kilómetros? En realidad había transcurrido apenas un día desde que El Oso Rodríguez, jefe de redacción de La Mañana, los llamó a su despacho y les encargó el reportaje para el suplemento dominical.
** -El brujo se llama Ecumenario y, por lo que cuentan, tiene 132 años de edad -les dijo, sin alzar la vista del papel que vomitaba la máquina del fax-. Vive en la colonia Yryvucai, en la Frontera Seca de Canindeyú. Dicen que adivina el futuro, saca gusanos por la boca y cura hasta el Sida con brebajes y oraciones. En fin, vayan a ver que hay de cierto en todo este asunto. Y si es un maldito charlatán... ¡denúncienlo!
** Claudia se puso feliz de que le dieran algo más interesante que escribir sobre mendigos sin hogar y basurales en la ciudad. Tenía 19 años, segundo curso de Ciencias de la Comunicación en la Católica, el pelo dorado revuelto y verdes ojos soñadores. Era bonita, rebelde y simpática. Incluso redactaba con cierto talento. Su único defecto era creer que el mundo se dividía entre buenos y malos, y que todos los problemas de la vida podían arreglarse con unas cuantas cuartillas borroneadas con la suficiente dosis de rabia y emoción. Roberto, en cambio, ya orillaba los cuarenta y había sido golpeado en tantas batallas periodísticas que de buen grado hubiera preferido quedarse en casa, tumbado en la hamaca, con una cervecita helada frente al televisor, pero las cuotas del Colegio de las niñas no le permitían despreciar los pagos de viático y horas extras por los viajes al interior.
** La rama de un árbol golpeó contra el parabrisas y el impacto los sobresaltó. El camino de tierra roja había desaparecido y ahora Roberto conducía la camioneta por un denso pastizal, esquivando vacas y tacurúes, hasta que una cortina de selva les cerró definitivamente el paso.
** -Aquí se termina el mundo -dijo el fotógrafo con voz cansada. Apagó el motor y se dejó caer contra el respaldo del asiento.
** Un silencio profundo empezó a crecer hasta volverse aterrador. Claudia buscó el papel donde El Oso les había dibujado un mapa surrealista y lo sacudió con las manos, levantando una pequeña nube de polvo. Lo dio vueltas por todos los costados, pero ni la selva, ni las vacas, ni los tacurúes figuraban en él.
** -¡Qué mbóre! -dijo, y no pudo evitar que se le quebrara un poco la voz-. Parece que erramos el camino...
** -No -respondió Roberto, mientras bostezaba-. Allí está el tronco con la calavera, pero no veo ninguna picada para entrar al monte.
** La muchacha miró hacia adelante y vio un cráneo de vaca incrustado entre las ramas de un árbol reseco. Un oscuro presagio le enturbió el alma.
** -¿Qué hora es?
** -Son las cinco menos veinte. En una hora más va a oscurecer.
** -¿Por qué no le preguntamos otra vez a algún poblador?
** -El último ser humano viviente quedó a varios kilómetros.
** -Pero... alguien tiene que andar por aquí. ¿No tienen dueños estas tierras abandonadas?
** -Esto es la Frontera Seca, querida. Aquí todo pertenece a los brasileños... Pero ellos viven en sus enormes mansiones de Río de Janeiro o Sao Paulo. Desde allá manejan sus fazendas por control remoto.
** -Entonces... ¿me podés decir qué carajo estamos haciendo aquí?
** -¡Ah... a mí no me preguntes! Fuiste vos la que quiso venir a hacer el reportaje.
** La muchacha hizo una mueca de dolor y con una fuerte palmada aplastó un enorme mbariguí que se había posado en su hombro derecho.

** Contempló asqueada su mano manchada por la sangre y las vísceras del insecto. Sintió que sus tripas se aflojaban.
** -Tengo ganas de ir al baño.
** -Allí tenés el monte, inmenso, todo para vos...
** -¡Wákala! ¿No será peligroso?
** -Más peligrosos son esos excusados de los ranchos campesinos. Podés encontrar hasta un Alien entre la mierda.
** Claudia descendió con pasos dudosos. Un viento suave le acarició la cara. El sol empezaba a acunarse entre los árboles y el cielo parecía pintado como para una fiesta de cumpleaños infantil. El calor comenzaba a bajar y eso le gustó, pero el vasto paisaje desierto seguía causándole una sensación de angustia que no conseguía explicar. Caminó hacia unos arbustos, a la entrada del monte. Miró hacia todos los lados, pero lo único que vio fue un taguató melancólico parado sobre un poste. Se ocultó entre la maleza, se desprendió el cinturón y se bajó los pantalones. Se sentó en cuclillas. Las hojas áridas le arañaban la piel. Cerró los ojos y disfrutó del placer de vaciarse sobre la tierra calcinada, envuelta en los vapores de sus propios líquidos. De pronto le asaltó la certera sensación de estar siendo observada. Giró la cabeza y pegó un grito de terror.
** Como a tres metros de distancia, detrás de unas enormes hojas de guembé, asomaba un rostro moreno, manchado con rayas de pintura blanca. Unas plumas verdes de loro le caían sobre el largo pelo negro. Tenía la piel desnuda y brillosa, un arco y varias flechas en la mano. Sonreía con aire siniestro, como un caníbal salvaje escapado de una película de Tarzán.
** La muchacha se incorporó aterrada, sin prenderse la ropa, y retrocedió lentamente hacia un árbol de urunde'y. Algo viscoso y tibio empezó a acariciarle la espalda. Se dio la vuelta, temiendo lo peor, y se encontró con una enorme víbora que colgaba de una rama.
** Roberto escuchó los alaridos y sacudió la cabeza para desperezarse. Miró a través del parabrisas y vio que Claudia salía corriendo de la espesura, con los pantalones desprendidos, mientras gritaba:
** -¡Socorro, Roberto! ¡Una tribu de salvajes! ¡Nos atacan!
** Detrás de ella corría el indio, con las flechas y la víbora.
** El fotógrafo abrió la guantera y sacó un revólver calibre 38. Se tiró del vehículo como en las películas policiales y apuntó hacia adelante. Disparó hacia cualquier parte y sintió que su brazo se sacudía como alcanzado por una descarga eléctrica.

** El indio se detuvo en seco y levantó las manos, dejando caer las flechas y la víbora.
** -¿Estás loco? ¡No dispares, boludo! ¿Qué querés hacer...? ¿Matarme?
** Roberto se arrodilló en el pastizal y aferró el arma con las dos manos, como había visto hacer muchas veces a Don Johnson en Miami Vice. Claudia se parapetó detrás de él, con la respiración agitada. Su pantalón seguía desprendido, dejando ver una pequeña bombachita roja y unos muslos blancos como leche. El indio la miró con deseo. La chica se ruborizó y se arregló la ropa.
Sin dejar de apuntarlo, Roberto se levantó y comenzó a acercarse. El indio llevaba el torso desnudo pero estaba vestido con unos jeans bastante nuevos que exhibían el sello Lee Cooper. Calzaba zapatillas Adidas, de un blanco inmaculado, como si estuviera en plena pista del Caracol Dance Club.
** -¡No te muevas! -ordenó el fotógrafo-. ¿Dónde está la víbora?
** -Allí, en el pasto. ¡Cuidado... estás a punto de pisarla!
** Roberto pegó un salto y otro tiro se perdió entre los árboles. La víbora sacó la cabeza entre los arbustos y lo miró con curiosidad. Después giró el cuerpo y se deslizó hacia los pies del indio, quien le tendió la mano y dejó que trepara, enroscándose por el brazo.
** -Pobrecita... ¡Te han asustado!
Roberto retrocedió unos pasos hacia la camioneta y volvió a apuntarlo con el revólver. Parecía que el arma le pesaba mucho.
** -¡No la sueltes...! -gritó, señalando a la víbora, en un tono que sonaba más a súplica que a orden.
** -¡Claro que no! -respondió el indio-. Con lo que me costó agarrarla.
** El fotógrafo miró con desconfianza hacia el monte, pero sólo alcanzó a divisar las hojas mecidas por el viento...
** -¿Dónde está el resto de la tribu?
** -¿Tribu? ¿Qué te creés...? ¿Que estamos en el África?
** -¿Qué pasó con los demás indios?
** -Viajaron ayer a Ciudad del Este para traer ordenadores y videograbadoras. Es lo que más compran los brasileños...
** -Vos no parecés un salvaje. ¿Por qué llevás la pintura y las plumas?
** -Les gusta a los turistas.

** -¿Y por qué atacaste a la chica en el monte?
** -¿Atacarla? Yo sólo quería venderle la víbora y las flechas...
** Claudia lanzó otro grito e hizo una mueca de rechazo. Roberto se asustó y casi disparó de nuevo.
** -¡Está bien, está bien...! -dijo el indio, con gesto apaciguador. Si no quieren, no importa... Los turistas brasileños pagan en dólares por una yarará como esta.
** -¿No es venenosa?
** -Mucho menos que la lengua del Gordo Benítez.
** Claudia dejó escapar una risita nerviosa. Roberto guardó la pistola en la cintura. Llamó al indio con un gesto amistoso.
** -Está bien. Acercate. ¿Cómo te llamás?
** -Mi nombre indígena es Guyrá Caigue. Pero los paraguayos me dicen Willy.
** -Ya veo. Suena más folclórico, ¿no? A lo mejor, podés ayudarnos. ¿Conocés a un brujo indio llamado Ecumenario?
** -Claro. Es mi papá. Pero no lo llamen brujo, porque no le gusta. Prefiere que le digan «médico naturalista».
** -¿Dónde vive?
** -Allí, al otro lado de ese monte.
** -Pero... ¿cómo se llega? No hay camino.
** -También... sólo a ustedes se les ocurre venir por el lado paraguayo. Antes había una picada, pero desde que los brasileños construyeron la autopista, ya nadie viene por aquí. Hay que cruzar la frontera, ir hasta la ciudad de Amizade y desde allí se llega por el asfalto hasta la puerta misma de nuestra casa. Ahora... si no les molesta caminar, pueden dejar la camioneta aquí. Cruzando el monte, llegaremos en menos de una hora, antes de que se vaya la luz del sol.
** -De acuerdo -dijo Roberto, con aire de alivio-. Vamos.
** Caminaban unos tras otros por un estrecho sendero abierto en medio del monte. Los últimos rayos del sol se filtraban como lluvias doradas entre los árboles. El indio iba adelante, con la víbora enrollada por el cuello como si fuera una bufanda y Claudia trataba de mantener una prudente distancia. Roberto iba detrás, con el enorme maletín fotográfico colgado del hombro, deteniéndose a cada rato para retratar a las bandadas de mariposas amarillas que jugaban distraídamente entre los ysypó.
** -Perdoname que te pregunte algo -dijo de pronto la periodista, con cierta vergüenza-. Parecés un muchacho muy inteligente. ¿Por qué andás semidesnudo por el monte, asustando a la gente?
Willy tardó un largo silencio en responder, como si le hubiera sorprendido la pregunta.
** -Estudié Ingeniería en Curitiba. El mismo día en que terminé la Facultad, un profesor me consiguió un contrato para trabajar como jefe de Mantenimiento en la represa de Itaipú. Llegué al Cantero de Obras y me presenté al encargado de Recursos Humanos. El tipo me miró la cara, leyó los papeles que yo llevaba en la carpeta y empezó a romperlos uno por uno. Después me dijo que hubo un gran malentendido y que ya no necesitaban peones. Que me iban a avisar cuando hubiera una vacancia para limpiar las letrinas.
** -¡Qué hijo de puta...! ¿Y vos qué hiciste?
** -Como él rompió mis papeles, entonces yo le rompí la cara de un sopapo. Llegaron varios guardias de seguridad, me dieron una feroz paliza y luego me tiraron al río Paraná desde el vertedero. Salí flotando cerca del Puente de la Amistad.
** -¿No los denunciaste?
** -En el Tribunal de Puerto Stroessner no me quiso recibir ni la empleada doméstica del secretario del juez. En Asunción, en el INDI, prometieron investigar el caso. Hasta ahora estoy esperando que lo hagan.
** -¿Cuando pasó eso?
** -Hace siete años, todavía durante la dictadura.
** -¿Y después no probaste trabajar en otro lugar?
** -¿Creés que sería diferente?
** -Bueno, la puta... -Claudia dudó antes de agregan- ahora hay democracia.
Willy se detuvo y encaró a la muchacha.
** -Mirá bien el color de mi piel... Ustedes, los paraguayos, vivieron bajo una dictadura durante 35 años y se creen que han batido un récord. Pero nosotros llevamos ya más de cinco siglos...

** Llegaron hasta un pequeño arroyito que se deslizaba sobre un lecho de piedras con un murmullo musical. Claudia se sentó en un tronco cruzado sobre el cauce a modo de puente, se quitó las sandalias y sumergió sus pies en el agua. Sintió una oleada de placer y tuvo ganas de quedarse allí para siempre, olvidada de todo.
** Roberto sonrió y le tomó varias fotos, se mojó el rostro y la cabeza, pero al ver que pasaba el tiempo y empezaba a oscurecer, trató de levantar a la muchacha. Ella se resistió. Forcejearon un rato, hasta que Claudia cayó sentada al agua. Willy los observaba, impasible, recostado contra un árbol, mientras acariciaba a la víbora. La periodista se levantó, fingiendo enojo, con la ropa toda mojada. Roberto trató de ayudarla, pero ella lo rechazó con un gesto. Se pusieron a caminar de nuevo detrás del indio.
** -Estás ensopada. ¿No tenés frío? -le preguntó Willy.
** -No. -respondió ella, divertida-. Al contrario. Me siento renovada.
** -Cuando lleguemos a casa te podés secar y cambiarte. Mi hermana te va a prestar ropa seca.
** -Gracias, no te preocupes. Decime, ¿cómo es tu papá? ¿Es verdad que tiene poderes mágicos?
** -Él es un Avá Payé, un chamán, el último Caraí Arandu entre los Mbya Guaraní. Tiene el poder para curar enfermedades del cuerpo y del alma. Conoce las propiedades curativas de más de mil variedades de plantas medicinales, pero lamentablemente ese conocimiento se va a ir con él cuando se muera...
** -Pero... vos sos inteligente. -intervino Roberto, que ahora caminaba casi al lado de Claudia- ¿Por qué no grabás todo lo que él sabe y después editás un libro? No sólo estarías rescatando la cultura de tu pueblo. Además puede ser un buen negocio. Esa clase de textos tiene gran demanda...
** -Es imposible -dijo Willy, con cierta amargura-. La sabiduría de los Avá Payé solo puede transmitirse entre los elegidos. Son personas predestinadas, que nacen con una marca en la espalda. Lastimosamente, en mi pueblo ya no hay elegidos. El último, Romualdo, un joven que iba a ser el sucesor de mi papá, fue asesinado por los militares en la reserva de Ygatimí, porque descubrió que estaban llevando un contrabando de madera al Brasil.
** ¿Y no hay posibilidad de que aparezca otro... elegido?
** -No sé... Cada día somos menos sobre la tierra. Y los pocos que quedan ya no quieren ser indios. Mi papá aún tiene esperanzas de que alguien aparezca. Por eso se resiste a morir. En noviembre va a cumplir 133 años de edad. Hace rato ya que llegó su hora, pero él le hace trampas a la muerte.
** -¡No puede ser! -exclamó Roberto-. Que querés que te diga, pero eso me huele a una gran bola...
** Claudia le pegó un codazo en las costillas a su compañero y lo miró con reproche.
** -Pídanle que les muestre su certificado de nacimiento -dijo Willy-. Allí está escrito claramente que nació en Villa San Isidro de Curuguaty, el 12 de noviembre de 1851. Tiene la firma del mismo don Carlos Antonio López, que era el presidente en esa época.
** -¿Y tu papá se ha de prestar a una entrevista? -preguntó Claudia.
** -Sí. A no ser que se encuentre en algún trance místico, él suele ser muy sociable. Tal vez no le guste que le tomen muchas fotografías...
** -¿Por qué? ¿Tiene miedo de que las fotos le roben el alma, como a la mayoría de los indios?
** -No, no. Lo que pasa es que él prefiere el vídeo. Le gusta verse retratado en colores, con sonido y en movimiento. Las fotos no tienen vida, dice. Hace poco vinieron a entrevistarlo unos reporteros de la Rede Globo, de Río de Janeiro, y luego le mandaron una copia del material. Se pasó varios días mirándolo y matándose de risa de sí mismo. En eso parece un niño.
** La luz del sol casi ya no penetraba entre el follaje y se hacía cada vez más difícil apreciar los contornos del camino. Claudia caminaba tropezándose entre las ramas que emergían del suelo y en una oportunidad perdió el equilibrio. El indio la sostuvo con una mano antes de que cayera al suelo. La víbora aprovechó para lamerle el rostro a la muchacha. Ella pegó un alarido.
** -¿Falta mucho para llegar? -preguntó Roberto-. Ya me duelen las entrepiernas de tanto caminar...
** -No. Ya llegamos. Es allí, después de esa arribada.
** Desembocaron en lo alto de una ladera, una especie de mirador natural desde donde se divisaba un verde y extenso valle. El sol acababa de ocultarse detrás de los cerros y un vasto mar de fuego llameaba en el horizonte. El aire era tan transparente que golpeaba la vista.
** Abajo, dos carreteras corrían juntitas, como disputando una eterna carrera a ninguna parte. Una de ellas era de asfalto reluciente, sembrada de carteles, luces y señales coloridas, por donde los vehículos se entrecruzaban a gran velocidad. La otra era de tierra roja, salpicada de charcos. Un terco y solitario camión cargado con rollos de madera ascendía roncamente por una empinada cuesta. En medio había un gran espacio baldío, cubierto de vegetación.
** -Es la Frontera Seca -explicó Willy-. La ruta asfaltada es la que construyeron los brasileños. El camino de tierra pertenece a los paraguayos.
** -¿Y el espacio del medio...? -preguntó Claudia.
** -Es la Tierra de Nadie, también conocida como El Rincón de los Muertos, porque allí suelen amanecer tendidos algunos cuerpos dejados por los «yagunsos», víctimas de ajustes de cuentas entre los mafiosos.
** -¡Nde rayóre! -exclamó la muchacha- Lindo lugar para quedarse a vivir.
** -Te parecerá tonto, pero a mí me parece uno de los lugares más bellos del Paraguay. Un poco más arriba está el Cerro Guazú, la cumbre sagrada que mis hermanos Pai Tavyterá consideran el Corazón del Mundo, el Centro del Universo. El lugar mágico donde fueron creados el primer hombre y la primera mujer.
** -¿Y la violencia? ¿No te preocupa?
** -Una vez que te acostumbrás, se te vuelve parte de la vida cotidiana, como el tereré de todas las mañanas.
** El eco de un estallido llegó desde alguna parte lejana. Claudia vio que el camión con rollos había acabado de subir la cuesta y ahora se desviaba del camino, internándose en la enmarañada vegetación de la Tierra de Nadie. El ruido del motor se detuvo y las opacas luces se apagaron.
** -Va a esperar que haya un poco más de oscuridad para cruzar la carretera -explicó Willy-. Así se van llevando nuestros montes.
** -Se están llevando el país, poco a poco -dijo Claudia, con aire de tristeza-. Tu casa, ¿dónde queda?
** -Allí abajo, ¿ves? Detrás de ese naranjal... Vamos, el camino va derechito hasta nuestra chacra.
** Empezaron a descender por un estrecho sendero de pedregullos hasta alcanzar un tupido mandiocal. A medida en que se acercaban, Claudia fue divisando las edificaciones. Primero un largo galpón con paredes de adobe y techo de paja que casi llegaba hasta el suelo. Era una construcción de estilo primitivo, con una forma parecida a las chozas indígenas guaraníes que ilustraban los libros de antropología. Sólo que esta sostenía encima el esqueleto metálico de una antena parabólica.
** Más allá había un tosco edificio con paredes de ladrillos y techo de zinc, mirando hacia la carretera. Colgado de la fachada, un colorido cartel de neón proclamaba:
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DON ECUMENARIO
Médico naturalista.
Predicciones, conjuros, curaciones, exorcismo.
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** Una jauría de perros flacuchentos salió a recibirlos con un coro de ladridos. Claudia buscó protección tras las espaldas del fotógrafo, pero Willy hizo un gesto con la mano y los perros se detuvieron en seco y se callaron de golpe. Luego se acostaron en el suelo y comenzaron a sollozar quedamente, como si acabaran de enterarse de una noticia muy triste.
** Oscurecía cuando llegaron hasta el frente de la casa, donde dos jóvenes, indígenas estaban sentados bajo el letrero de neón, bebiendo latas de cerveza Ohlsson's. Uno de ellos era de piel oscura, flaco y pequeño, con aspecto de cuervo. El otro era corpulento y atlético, de tez blanca y larga, cabellera color castaño. A Claudia le pareció una versión subdesarrollada del Kevin Costner que había visto en «Danza con Lobos».
** -¡Hola muchachos! -saludó Willy-. ¿Está mi padre en casa?
** -Sí, pero ya cerró el consultorio -respondió el Cuervo-. Se puso un poco mal esta tarde y dijo que por hoy ya no iba a atender a nadie.
** -Ellos son periodistas. Quieren hacerle una entrevista.
** -Va a ser difícil -comentó Kevin Costner, mientras quitaba otra cerveza de una conservadora-, el viejo entró en un trance místico de esos que le suelen durar largo rato.
** -¡Mierda, justo hoy! Voy a ver si puedo hablar con él. Decile a mi hermana que le consiga ropa seca a esta muchacha.
** Willy depositó a la víbora en el suelo y se dirigió al gran galpón del fondo. Cuando abrió la puerta, Claudia advirtió que desde el interior brotaba el resplandor de una fogata. Kevin Costner les pidió que aguarden un rato y entró a la casa. El Cuervo les invitó a sentarse en unos sillones de cuerdas de nylon y les ofreció cerveza.
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Enlace a El último vuelo del pájaro campana en BIBLIOTECA VIRTUAL CERVANTES
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