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miércoles, 7 de octubre de 2009

ESTEBAN CABAÑAS - DE LO DULCE Y LO TURBIO / BIBLIOTECA VIRTUAL CERVANTES (LIBRO DIGITAL)

DE LO DULCE Y LO TURBIO
1er Concurso de Novela Club Centenario
1er premio Categoría «A»

ESTEBAN CABAÑAS
Asunción - 1997
para Lía, a quien he soñado.
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GUANABARA Y ELVIRA PINEDA
** No quiero comprender. No veo sino brumas. La costa refulge al amanecer como si me llamara, más allá del borde, más allá de esa línea en que la arena desgaja su innumerable polvo al viento, al suave aire de la mañana. El cuerpo de Osorio luce ahora -y es un decir- un color de higo maduro. Un tenue brillo de fruta soleada, surcada por hilos de un marrón violáceo, un flujo arrebatado que no pudo salir aún con tanto agujero. El torrente interior murió congelado antes de emerger de su carne. Las correas del pabellón de campaña han sido abandonadas en el suelo y hay una que señala o parece indicar el lugar en que fue detenido. Incluso, las manchas se han esparcido desde allí hasta este mismo lugar donde Osorio ha caído. En torno, brota el silencio. El silencio invadido desde adentro, desde esa voz que habla por la espalda, desde atrás, ladeándose en el inasible humo de las quemazones. Ese fragor que nos demanda la duda al cerrar los ojos y empujar con el dedo, lentamente, ese inmenso paisaje desplomado sobre el mar abierto en una gran herradura, una boca verde, espumosa, bajo un cielo fulgurante y eterno.
** ¿Qué hay en el silencio que promete ese preciso instante? ¿Qué hay ahí en ese cuerpo que yace sin vida y sin embargo, habla? ¿Qué cosas dice? Con calzas y jubón de raso blanco, coleto requemado con cordones de seda blanca, gorra de terciopelo blanco, camisa labrada con hilos de oro y capa negra de paño, así ataviado -tal cual consta en el Archivo de Indias de Sevilla-, paseó por la playa con un aire de animal emplumado, pero en un relámpago todo cambió. Ahora la gorra se ha deslizado hacia la izquierda y un charco de sangre inunda el principesco atuendo. Aquí las telas encharcadas yacen confundidas. En el limpio silencio de esa mañana clara sólo el cartel rojo irrumpe sobre su pecho con una muestra de palabras obscenas, jeroglíficos, letras latinas: las primeras en esa playa sin término.
** Si he visto toda la escena, en este momento no la recuerdo. Se me antoja un sueño, una pesadilla. Cuarenta puñaladas de un solo golpe como apiñándose urgentes, incisivas, por atrás, por el pecho, en los bajos, donde la carne no opone resistencia y el metal se desliza abriendo un labio rojizo, tembloroso y fugaz. ¿Qué hay en esas bocas de las heridas que apenas han cerrado? ¿Qué rezuman? ¿Es que gritan clemencia? «Confesión, confesión» se oyó en el instante del tránsito.
** Los que alargaron el puño. Los venidos de la sombra. Unos han huido. Otros se han visto demorados por la escritura sobre el papel sangriento que, con premura, han fijado sobre los restos de Osorio. Cumplida la faena, se escurren. Es posible que estén preparando la mortaja. Se han ido con el temor y la angustia creciendo por delante de estas palmeras salvajes. Sólo Elvira está allí al lado del cuerpo, hecha un jirón, demudada de espanto. Hace un gesto extraño, pero nadie intenta descifrarlo.
** «¿Qué tiempo es?» alguien pregunta. El murmullo tenaz no deja entender la respuesta. Miro la playa. Al lado del cuerpo ondea un ropaje de tela aplastada sobre el pecho. Es Elvira a quien nadie ha podido apartar de Osorio. Hay en ella un ademán de despedida pues, al decidir abandonarnos, nos ha dispuesto en el revés del asunto: somos nosotros los que de alguna manera nos quedamos solos.
** «¿Qué», me digo, «hemos dejado nuestras pequeñas cosas para enfrentarnos otra vez, más allá de la nada?».
** Miro por última vez el cuerpo de Osorio. Su soberbia ha concluido.
** «Serás vengado», me oigo pensar en el vacío. No sé cómo ni cuándo, pero aquí muy adentro me veo discurrir, cual si yo mismo estuviere ausente del conciliábulo que se realiza dentro de mí. Me he negado a leer el texto infamante. Allí pude usar el albedrío, sin embargo, hay algo que me ha sido impuesto. Me pregunto qué.
** Los veo regresar: Ayolas, el preferido, Salazar, Medrano, Luján y otros. Aún conservan en las manos crispadas huellas de los puñales. Traen la sarga que fuera usada para el matalotaje cargado en Sevilla, en Cádiz, en Sanlúcar de Barrameda. Es de un color desvanecidamente amarillo, de urdimbre rayada, asaltada por dedos invisibles. Ahora envolverán el tumulto de un corazón saturado.
** Impávido, Ayolas me recibe con una larga mirada, instalada en el escozor del aire que milita sobre la costa oceánica. A Salazar se lo ve menos fortalecido después de esa mañana de cacería. El más perdido. Ya han previsto la partida. Todo se realiza con esa premura que esconde lo turbio dentro de lo diáfano. Cuajado en el umbral del día, la escoria de la jornada navegará con nosotros hasta el final del mundo.
** Don Pedro prohíbe que lo entierren: «Un traidor no merece confesión ni tumba», vocifera.
** Ayolas mudamente me pide lealtad, ya que soy depositario de su poder y, al mismo tiempo, nos une una extraña amistad. Don Pedro retorna a una especie de serenidad sólo cuando abandona su tienda. Ésta es desarmada con celeridad y ya a bordo, se despliegan las velas de «La Magdalena» y se enarbola la cruz borgoñona, el siniestro escudo puesto en vez del de Castilla, el más amado. Aunque soy vizcaíno sin reniego y a tanta honra.
** Vamos al sur. Osorio ha quedado atrás frente a esa errática costa de arena y oro, de verde suculento, de montaña de una sola pulida piedra. Osorio navega hacia las entrañas acuosas y feraces que alimentan la sinuosidad del tiempo. Nosotros lo hacemos hacia el sur. Cuando lleguemos al sitio llamado Santa Catalina sabremos la razón de ese nombre. Osorio jamás conocerá el de esa Bahía donde quedó anclado para siempre. Pero por encima de todo, está la angustia de haber expirado en un lugar ignoto en el que uno deja el corazón destrozado. Lo único real es ahora la silueta que se pierde. Distingo a lo lejos a Elvira cavando un pozo con una lentitud exasperante, como si fuera a no acabar nunca. Tengo el ojo cual un farol helado que se derrite.
**/**
EL OJO
** Osorio, el más gentil. Todos lo imaginábamos con un brillo y una jornada provista; el más garboso, de meditada y apacible presencia. De sonrisa leal, el más cercano. «Todos los de la nao eran sus amigos», habría dicho Ayolas. Ya que reclutó a cuanto amigo, pariente y conocido tenía en Andalucía para esta Armada.
** (Yo sé que voy a escribir esta historia de un hilo solo, de principio a rabo. De jocunda raíz a sol y canto. De sol para los mustios. De cal para los cegados. La yerba que se enreda me llega hasta los tuétanos, rasga su filo de papel acerado. Sé que escribiré sin detenerme. La flecha sólo se clava cuando llega. Abro la puerta, entro, siento el picaporte, toco la frágil hoja. La escritura me arde desde su más profundo acoso).
** Vuelvo a Osorio. Solía cantar. Su voz nocturna, aislada en el desierto del agua, remaba sus palabras en lentísimas coplas, atesoradas en su aldea en medio de las ríspidas sierras y rememoradas ahora en este viaje pleno de euforia.
** En medio del aterido espacio donde nos reuníamos al fin de la tarea, distribuidos los haceres, calmada la furia del viento, en esas noches cada uno volvía, en querencia interior, sosegadamente, junto a su propia gente, al lado de los rostros que palpitan en el fondo del cuenco en que comemos. Entonces Osorio, surgiendo de la nomadía de nuestros pensamientos, ordenaba un rebrote de alegría, de otras razones que la razón no entendía y que, a borbotones, veíamos surcar acompañando la estela de nuestro paso. A veces la saloma se hundía en el aire entonada por todos.
** En otras ocasiones, Osorio era designado lector para iletrados. En tales veces su voz juvenil emergía bajo su sombrero de catite, impecable, y en medio de la gente pasaban las aventuras del «Caballero Cifar», el «Amadís de Gaula», las «Jergas de Esplandían», el «Palmerín de Oliva», el «Tirante el Blanco». También prestaba estos escritos a quienes los pidieren, pues es de todos la pasión por los romances de caballería.
** ¡Qué alto señor! ¡Qué osadía en su laborioso empeño! ¡Qué mancebo sin pausas! Enfrentado al claro espacio y al transparente cielo. Acababa de cumplir veinticinco años.
** (¿Por qué escribir ahora? ¿Qué motivos me impulsan? ¿Será porque recuerdo el ojo de Ayolas auscultando el fervor que surgía de todos nosotros hacia la persona de Osorio? ¿O es apetencia del que trenza cuidadosamente los jeroglíficos de la lengua?).
** «Santiago y Libertad» era su lema.
** «¿Qué tiene que obedecer la gente de esta Armada a don Pedro? Que cada uno haga lo que quiera». Dicen que dijo Osorio. Pronto lo delató Ayolas y seguidamente lo confirmó Juan de Cáceres.
. “Los grandes de España
. pueden perderse mañana”,
. –canturreaba Osorio.
** Pero el ojo de Ayolas preguntaba. Era un ojo lleno de sospecha y temor. Si esa camaradería de la tripulación intentaba una feroz disputa por los sitios encumbrados; por los privilegios otorgados por el adelantado don Pedro de Mendoza. De tribulaciones parecidas se le poblaba la mollera. Aunque ¿no era evidente que Ayolas ocupaba, a todas luces, el lugar preferido del gobernador? ¿Por qué ese ojo repleto de envidias flotaba en la penumbra, parecido a una uva recelosa, violácea, cargada de rumores, a punto de explotar? Un ojo, cual un punto de luz, en la sombra de los escuetos cortinajes, a estribor, como una señal, escondiendo la mirada que incuba la tormenta. Esa mirada volviéndose más oscura cuando se posaba en Osorio, que en esa hora disponía su verborosa presencia para contento y alivio de la tripulación en esa travesía sin término, opaca y gris, donde el aburrimiento carcome con su diente de plomo y de cenizas.
** Osorio era joven, rico, defendía a los humildes, diciendo: «Por el menor de los soldados que iba en la Armada había de perder la vida». Se recordó -en la ocasión- que algo semejante dijo Padilla a Juan Bravo. Don Pedro lo nombró maestre de campo puesto que él se ocupaba de las cosas de la guerra, en lo que era un experto. Había batallado en las campañas de Hungría y Roma. ¿Alguien vio a Osorio discutir un sitial de privilegio entre los capitanes reales? Quizá cada quien guardara en sus talegos la esperanza de verlo dirigir la espléndida coraza que avanzaba hacia el confín del mundo. Al parecer esa inquietud poblaba la cabeza de los principales al verlo tan gustosamente plantado en medio de los caballeros en tercería con toda la navegación, contando con el primero y hasta el último de los mazapanes. Pero, ¿qué se intuía en esa acción de Osorio?
**/**
LA CENA
** Al llegar a Santa Catalina, esa región llena de presagios, de puros remolinos, de corrientes furibundas, como si allí se concentrara un genio consciente de su insignificancia pero repleto de ira, supe que don Pedro convocaba a una cena. Aunque no fui invitado, me pusieron inmediatamente en conocimiento que esa noche, él, en su función de adelantado, convocaba a su grupo mayor, ahora ya sin Osorio.
** A la tarde, antes de la hora, me había encontrado en la puerta de popa con Ayolas.
** -Gracias -dijo mirándome como la otra vez. Sentí esos ojos atravesando el espacio que rodeaba el borde del andarivel del comando, justo de donde pretendí asirme. No porque me sintiera desfallecer sino en mi natural manera vivo atajándome, soportando este vaivén marino, ahora aumentado ostensiblemente al estar en aguas recias.
** -¿A qué se debe? -murmuré seguro por la sujeción y la distancia.
** -Y... cuando se mira y se calla... -contestó evitando concluir la frase-. De todas formas, la discreción fue oportuna -añadió.
** Sentí, de pronto, un brusco malestar. La sensación que Ayolas se había petrificado y usando de sus maneras, dulces aunque rígidas, buscaba alargar la conversación. Quería escudriñar. Indagar cosas. Yo miraba sus manos, las mismas manos reproducidas innumerablemente igual a esas imágenes de Oriente que uno alcanzaba a ver en las rúas de Lisboa ofrecidas por algún burlador al costo ínfimo de unos pocos maravedís, a lo más, un castellano de oro.
** Un largo silencio comenzó a sedimentarse. Y aunque detenidos los dos en ese vislumbre convulso del atardecer, sentíamos el humus del silencio subir como una nube erotizada de tentáculos y alfileres donde uno demoraba el dedo con un imperceptible temblor y sin una palabra. En esta ocasión agradecí ese silencio no tan oportuno pero infinitamente más tranquilizador. Ayolas iba de tocador con un vestuario especial para la cena. No portaba luvas.
** Me deslicé por el pasillo más aplastado que oruga en el connubio crepuscular, convencido de que los ojos del preferido nunca se borrarían de mi espalda sino río arriba, cuando suceda lo que tendrá que suceder.
** Desde ese momento, decidí mantener ante Ayolas una actitud expectante y dual. No podía enjuiciarle ni perdonarle. Permanecí en la sombra, con esa discreción que él señala y que es más bien una presencia silenciosa, pero no elusiva.
** Una xaqueca se me instaló entre nariz, ojo y nuca; triángulo de fierro tenaz y defensivo. Para no borbollar ideas ni enclaustrar las palabras. Sólo un dolor constante que disfrutaba saltando de un ángulo a otro, cercenando toda posible conversación interior, desfablando el aura y corrompiendo el discurrir.
** Mientras arreciaba la reunión en el castillo de proa, a la izquierda del cuarto de derrota, uno se devanaba la sesera en busca de una menudencia, de una pista entre el constante fluir del murmullo y el sonido de cuencos y copas silenciados por la mullida trama de la zofra. La cena, que había congregado a siete personas, llegó a su clímax en ese momento.
** Y recórcholis, en el mismo minuto en que el tono de la componencia iba in crescendo, tornó el viento a aullar como en un laberinto, las olas respondieron con un golpear en las fundas y no hubo nada sino aquietar los ánimos (las ánimas) y ponerse en paz en medio de la marea. Y aunque no oíamos (ya éramos dos los que arrimábamos la oreja en el cascallar de los entablamentos) ni entendíamos nada, sí, posiblemente, tuvimos al unísono la certitud de que la cena tenía un motivo amenazador. Lo confirmaríamos tres días más tarde.
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