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sábado, 27 de marzo de 2010

RODRIGO DÍAZ-PÉREZ - INCUNABLES - Prólogo: FRANCISCO E. FEITO / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES


INCUNABLES
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Palma de Mallorca, Luis Ripoll, 1987
Edición digital:
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PRÓLOGO INCUNABLES O LA DIALÉCTICA
ENTRE LA MEMORIA QUE INVENTA
Y LA MEMORIA INVENTADA
Por FRANCISCO E. FEITO
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** La literatura, se nos ha hecho creer, es un discurso inefable elaborado sobre la intimidad más exclusiva de que nos pueda proveer la conciencia de ser dueños de una sensibilidad inexpresable en términos racionales por cuanto supone otra forma de conocimiento. Esa verdad interior se podría resumir diciendo que existen tantas historias como individuos, tantas sensibilidades como personas. Es decir, que somos piezas de un puzzle con límites semejantes a los del resto de las piezas, pero con un interior siempre distinto. Cada uno asume su propia y exclusiva historia (de su vida, de su sensibilidad), mediante un artilugio ideológico al que llamamos «memoria» que, concebido como un arma de doble filo, tiene su salida de emergencia en el «olvido».
** Dentro de este engranaje puede adelantarse que Incunables, colección de diez relatos de la más variada temática, uno de los cuales le da título al libro, es la obra de un escritor, Rodrigo Díaz-Pérez, especialmente sensible, quien guardando memoria de sus impresiones vitales, les da forma e impregna de su propio espíritu (¿mensaje?) con el fin de expresar sus sobrecogimientos más profundos, asombros éstos que ha venido explorando obsesivamente en toda su obra anterior -poesía y prosa- con «la misma preocupación, (con) el mismo estado de ánimo... (con) idéntico sentimiento hacia su país, el Paraguay... arrasado por guerras y revoluciones, y sus secuelas...», como ha dicho su editor, Luis Ripoll, al referirse a su segundo libro de relatos titulado Ruidos y leyendas.
** El valor de esta expresión, pues, reside en la indefinible armonía que existe entre aquello que se dice y aquello que ha sido; en ese «adiós perfecto» que pretende recuperar todo lo buscado y todo lo vivido, otorgando a lo que toca una calidad distinta, universal, unas veces ajena y otras pegada al curso cotidiano de la historia. Y, precisamente en este asalto que el autor perpetra en el ámbito de la memoria, empieza a hacerse claro el poder iluminador de su discurso. Tomemos como ejemplo el primer cuento del libro, La sequía, donde el milagro de la enajenación de «la vieja» y la perplejidad o el hechizo de un tiempo y unos sucesos mitificados (por un lado Colá -nieto de la vieja- mártir de la Guerra del Chaco; por el otro, los agentes de la autoridad tratando de llevar a cabo una conscripción imposible; y, al final, la pesadumbre de los soldados y la generosidad del jefe), se rompen inesperadamente al asumirlos recreando el ámbito del conocimiento -el lugar del texto- con el apasionamiento de la experiencia -que es el vacío. Lo que llama la atención es la dignidad inquebrantable, la fortaleza de carácter y la fibra moral de «la vieja» en medio de la hostilidad del medio ambiente -«la sequía»- y de los agentes del poder.
** Rodrigo Díaz-Pérez no está fascinado por los hombres como miembros de una comunidad sino por el hombre en la comunidad, por el individuo como unidad final en sí mismo. Éste es el caso del teniente Amílcar Fernández en No hay rastros, quien no vacila en obtener una nueva certificación de nacimiento adulterando su edad de 14 a 19 años para poder inscribirse como voluntario en el ejército durante el conflicto del Chaco. Después, la muerte heroica en campaña...; pero «nadie supo nada del teniente Fernández, quien sigue siendo un misterio y una leyenda hasta hoy». Este cuento es una digna contrapartida de «La sequía», pero no obstante su conmovedor dramatismo, los protagonistas de estas dos narraciones no tienen nada en común con la tragedia griega, pues se dirigen a su destino inexorable por pasiones heredadas o causadas por la tradición o por el entorno, pasiones que se expresan en una súbita explosión o por medio de una lenta liberación de, tal vez, restricciones de varias generaciones. Sin embargo, aunque no son textos de un engagement al uso, pues no hay mensaje explícito ni recetas ni optimismo progresista, a veces llevan la denuncia hasta términos escalofriantes con un humor que no es ni fácil ni superficial, sino humillante. Idénticos parámetros se les puede aplicar a «El maestro» con ese final inesperado: «Seguimos luchando... NO PASARÁN» (esta última frase tomada a préstamo del título de un cuento de Ingavi y otros cuentos), el cual, más que el texto de una tarjeta postal, suena con la rotundidad de un grito rebelde lleno de coraje y de rabia en el contexto en que está usado. Y también a Incunables, donde la crítica solapada al discurso del poder omnímodo se hace a través de un gigantesco salto al absurdo en la figura de Nerón. En este caso no puede olvidarse que el relato fantástico deviene el discurso comunitario más amplio y más inverosímil, en donde se concentra todo lo que no puede decirse en la literatura oficial. Además, en esta realidad ambigua sobre la que está construido el cuento, el fuego, como agente purificador, es un símbolo fundamental, gracias al cual se producirá -eventualmente- el rito de liberación del protagonista acosado por las huestes pretorianas; o del hombre en su agonía existencial tratando de sobrevivir en un mundo desfavorablemente adverso.
** En Te acordás hermano se nos habla de una peña bohemia del año 98 reunida en el entonces café de moda llamado «El retorno» (el retorno a la patria después de un exilio árido), por cuyo salón, además de autores de tangos, pintores de lapachos, libreros y poetas romántico-modernistas repletos de decadencia finisecular, se concentran y pasan campesinos vendiendo golosinas, mendigos, plagas de moscas y la policía de turno en busca de la mordida propicia. Toda esta revelación discontinua de hechos despoja a la trama de su estructura de suspense a la que ya estábamos acostumbrándonos, pues la tensión nace no de la progresiva complicación de la acción -que no la hay-, sino a través de la colocación de los fragmentos anecdóticos y descriptivos, que en definitiva reflejan un mundo que se desintegra moral y estéticamente.
** Por otra parte, puede decirse que «La sueca y el lago» es un cuento de atmósfera en el cual a veces cuesta distinguir entre el sueño y la realidad. El autor se vale de procedimientos poéticos y oníricos que se cruzan con las anécdotas realistas y las cubren o transfiguran. Es un trasmundo que tiene una existencia propia, que en definitiva implica y revela un mundo exterior, el de San Bernardino. La prosa descriptiva, preciosista, morosa, acompañada de largos viajes mentales, puede inducir al lector a creer que la narración es un sueño largo e ininterrumpido, una cadena de sucesos, experiencias y sensaciones, que nacen, viven y mueren en la imaginación de Cristina la protagonista. Sin embargo, esa gran capacidad que posee para vivir su mundo interior goza de un referente fiel, real e histórico porque, en última instancia, el Paraguay está expresado en ésta y en casi todas las narraciones del autor.
** Como en toda muestra de arte que se precie de tal, no falta en este volumen lo autobiográfico o los autorretratos, esas esferas de la identidad que se miran a sí mismas desde sus propios restos, desde el residuo, de sus reproducciones simuladas, esos desechos minúsculos fuera de serie en la serie. Para el caso «El temporal de verano» (también con un final imprevisto), con la presencia paternal e ineludible de don Viriato, «sus ojos azules y remotos», sus archivos, su enorme colección de cartas, hasta los documentos de don Nicolás Díaz y Pérez (el cronista de Badajoz); y, «Después del diluvio» con los gemelos alemanes Rudy y Willy, compañeros de juego del narrador-niño, son un fiel exponente de esta modalidad.
** Dos cuentos muy similares en técnica, en los cuales el arte de dar verosimilitud a lo absurdo a través de lo onírico, son: «Ruelle des colombes» y «Pic-nic». Rodrigo Díaz-Pérez captura los sueños, los embalsama, los resucita y los suelta luego en el mundo de la vigilia. En ambos cuentos (y también de muchas maneras en «Incunables»), el escritor consigue que el orbe cotidiano se afloje del todo y por los intersticios se cuelen ráfagas de una realidad extra-humana, de un universo de cosas que empiezan a asediarnos casi de contrabando, casi sin que nos demos cuenta, ya que no hay ni un solo gesto de asombro en las narraciones que indiquen diferencias entre lo real y lo quimérico.
** En fin, que una vez recorridos los caminos que nos propone este libro, se produce una revelación: toda la textura narrativa se convierte en una especie de lugar sagrado dispuesto siempre para el encuentro entre la perplejidad y el misterio. El escritor aplica entonces -sobre la memoria hecha imagen, sobre aquella fijación de lo fugaz y perecedero- una visión más ceremoniosa. Entiende el recuerdo como una magnitud superior llena de posibilidades y sugestiones; mas, en muchas coyunturas no puede sustraerse a certificar el drama íntimo que por ella circula, su implacable fluir más allá de la soledad, del vacío, de la muerte y de la nada.
** Por supuesto que esta revelación dista mucho de ser la última palabra ni estas interpretaciones terminan aquí. Es necesario que el lector establezca una conversión auténtica con todos y cada uno de los relatos, que los escuche y permita que salga a flote lo que cada uno tenga que decir. Pues, es precisamente en la confrontación de la otredad del texto, en la relación dialógica texto/lector-intérprete, en oír su diferente punto de vista, desde donde podremos avanzar en su conocimiento e ir modificando perspectivas hacia una comprensión cada vez más liberada de prejuicios. Este acercamiento o aún enfrentamiento con otros horizontes es el único que nos va a hacer conscientes de nuevas asunciones que de otra manera podrían no producirse.
Elizabeth, New Jersey, 13 de marzo de 1987.
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LA SEQUÍA
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** No se movía ni una hoja. Los árboles del patio subsistían suspendidos en el silencio brillante del verano untuoso y cruel. Los pájaros con los picos entreabiertos oteaban la tierra escudriñando ilusoriamente algún vestigio de humedad. La capa del suelo rojo exponía grietas enormes que parecían agrandarse más cada día y dibujaba en forma caprichosa un raro mapa de una geografía exótica y polvosa. ¡Esta sequía que acompaña esta guerra, tan interminable como la guerra misma!
** La vieja se tambaleaba a causa de sus múltiples achaques y por el peso de sus años incontables. Con un gran esfuerzo y hasta con dolor, se arrastraba con una palangana desportillada llena de agua para regar las pocas plantas que aún no habían perecido. El batallar del riego parecía cansarla cada vez más y más. Pero le gustaba observar algún vestigio de verde en la casa.
** La trajeron de muy pequeña, hacia fines de la guerra grande, de la lejana Villa de Curuguaty, que antes había servido de refugio a Artigas, pero durante la guerra sucumbió al igual que muchas otras poblaciones del interior del país por donde asolaron los rapai.
** Con la ayuda de Colá, su nieto, logró levantar un rancho en Villa Aurelia y entre los dos hicieron una huerta donde sembraron tomates, repollos y lechugas. Después, quedó sola y siguió cuidando su huerta, cada vez más pequeña, al alcance de sus fuerzas.
** Esa noche no pudo dormir por el calor. Las paredes del rancho rezumaban un agua de color marrón. Miró el nicho de barro pintado de azul, y por un rato se quedó en profundo trance. Oraba con unción. Desde el techo de paja caían gotas. Era el barro mezclado con escarcha. Un desmoronamiento gradual que no le preocupaba. En última instancia un poco de rocío era siempre una ayuda para sus plantas. Se levantó temprano para ver sus repollos y los otros almácigos. Las hojas estaban alicaídas y habían soportado hasta el día anterior los fogonazos constantes e implacables del sol. La vieja sabía que los repollos estaban muy débiles, menudos, y de ahí a que arrepollasen sólo Dios podría decir.
** Miraba la huerta impasible. Los surcos profundos de su cara morena, los cabellos grises y lisos, su cuerpo pequeño y arrugado vigilaban la existencia del rancho. Mejor, daban savia en cierta forma a su kulata-jobai, su rancho rodeado de laureles, timbós y lapachos.
** Llegaba hasta el pozo lentamente con la marcha imprecisa de sus pasos pequeños, y descargaba los baldes de agua en la sufrida palangana. La tarea casi ritual de rociar apenas con algunas gotas de agua fresca las plantas de su huerta, le producía gran placer. Se podía adivinar en su rostro algo así como una sonrisa o un gesto apacible.
** Una tarde de calor enervante fue al pozo. Lanzó el balde y al levantarlo escuchó un crujido diferente al de la roldana. Notó que el peso que iba tirando era muy superior al de otras veces. Con desfalleciente dificultad logró desaguar el balde y arrojó el contenido en la palangana, que en vez de agua, era un lodo gris, denso y mucilaginoso; la vieja no quiso creer. Miró el pozo desde el brocal y no vio el brillo familiar del cielo o el reflejo del sol. Frente a sus ojos, un ciego túnel le robó sus esperanzas. Miró arriba. Una bóveda azul, clara e impasible. El sol estaba entrando y el arrebolado vespertino con todos sus matices del naranja al rojo, iluminaba el patio... «Si estuviera mi nieto ¡cuánto hubiese hecho!». Volvió despacio al huerto y miró sus verduras con tristeza. «Alguna vez va a llover, no es posible que esta sequía dure toda la vida...».
** Pensaba o rezaba. Era difícil saberlo. Pareciera que hablase a sus almácigos sedientos. «Mi nieto querido, no llueve, el patio se pone más triste cada día, se va secando todo...».
** Serían las cuatro de la tarde cuando varios uniformados de cara entre hosca e indiferente golpearon al portón. La vieja tardó mucho rato en llegar hasta ellos. Vino arrastrándose y tratando de ver con su ceño arrugado lo que sucedía en la calle. Al principio vio bultos indefinidos y no pudo distinguir muy bien las formas. Después comprendió que era un grupo de personas que hablaban. Uno de ellos en forma brusca gritó:
** -Aquí vive un emboscado y tenemos orden de llevarlo.
** La vieja no entendió de qué hablaban ni qué significaba la imprevista aparición de tanta gente. Calladamente levantó el alambre enrollado que trancaba el portón.
** -Pasen -dijo-, como si comprendiera que era una obligación ceder ante la autoridad.
** Varios soldados y un policía local empujaron el portón que se abrió con dificultad. Los palos de abajo arañaban la tierra. Tuvieron que alzar el portón para que cediese y después levantarlo de nuevo para cerrarlo. Una vez dentro del patio, el que actuaba de jefe del grupo se dirigió a la anciana y le dijo:
** -Vamos a revisar toda la casa. Por la comisaría local sabemos que usted guarda a un emboscado.
** La vieja no dijo nada. Miraba a los soldados que estaban uniformados de verde oliva, al policía y al jefe, con cierto dejo de perplejidad. Y no perdió la calma en lo más mínimo.
** -Pasen che karaí kuéra -les dijo-, y miren todo lo que quieran.
** Hablaba con cierta tristeza y muy quedamente.
** Los soldados entraron en el rancho, fueron al patio, examinaron la huerta, registraron los alambrados, el laurel centenario con sus ramas exuberantes y florecidas, el tatakuá medio arruinado y con restos de ceniza remota. Entraron después en las piezas y precipitadamente husmearon los cajones, los armarios desvencijados, los colchones, las basuras, en fin todo lo que existía en el rancho. Uno de los soldados salió trayendo un pantalón gris y un saco roto en el lomo.
** -Y esto, ¿a quién pertenece? -inquirió en forma triunfal, como queriendo decir que por fin había hallado algo comprometedor.
** El policía agregó:
** -Yo sabía que había más gente en esta casa. No trate de embromarnos. Cuéntenos de una vez por todas a qué hora vuelve el que buscamos y lo esperaremos aquí.
** La vieja no contestó enseguida. Pensó un largo rato. Como si se esforzara por hallar una respuesta adecuada. No le salían las palabras con facilidad. Cerraba los ojos y movía la cabeza.
** -Conteste de una vez y no nos haga perder el tiempo -dijo un soldado.
** La vieja seguía como dudando sin responder. Finalmente mirando al policía pudo balbucear confusamente algunas palabras:
** -Colá suele venir por las noches, especialmente cuando hay amenazo. No siempre es posible que venga. Depende de muchas cosas -y calló.
** El policía habló con los soldados. El jefe, articulando claramente las palabras, se dirigió a la vieja:
** -Tráiganos unas sillas y tereré pues vamos a esperar a Colá. Seguro que él viene cada noche. Y usted no nos quiere contar la verdad. En todo el país hay gente que se esconde, hasta en los aljibes. Tenemos orden de llevar a todos los que se hallen en edad militar. ¿No sabe usted que estamos en guerra con Bolivia?
** La vieja no contestó. Después de un rato, se escuchó el clas clas de su zapatilla de tela cuadriculada llena de remiendos. Volvió empujando una silla. Uno de los soldados la ayudó y trajo otra.
** -Es todo lo que tengo. No me las rompan por favor.
** Retornó a su pieza y trajo yerba, una guampa y una bombilla:
** -En el cántaro hay agua.
** Un soldado trajo el cántaro de la cocina. Se pasaban la guampa por turno, casi sin hablarse entre ellos.
** -A veces vale la pena esperar -dijo el policía-, pues ya van siendo escasos los que logran esconderse. Últimamente en la campaña reclutamos varios miles y la guerra no lleva trazas de terminar.
** El jefe, que sin dudas tenía prisa, se levantó y volvió a dirigirse a la vieja:
** -Mire abuela, ¿por qué no nos cuenta de una vez dónde está Colá? Si usted nos ayuda, todos saldremos ganando.
** La vieja al parecer no comprendió lo que acababa de oír y contestó como hablando consigo misma:
** -Y sigue sin llover. ¡Qué difícil la vida! ¡Antes me ayudaba Colá pero ahora estoy tan sola!
** El policía que estaba atento a lo que decía la vieja le contestó con brusquedad:
** -Todas las noches la escuchan a usted hablar con alguien. Tenemos informes, así que no trate ahora de esconder la verdad... ¿Entiende?
** Pasó un largo rato de quietud. El tereré corría y se notaba impaciencia en el policía y en el jefe.
** Súbitamente la vieja miró el cielo y se puso eufórica: a lo lejos se escuchaban truenos y se veían relámpagos. Iba a llover y bien pronto.
** -¡Va a venir Colá! -gritó-. Siempre que llueve viene a verme. ¡Qué alegría, me hallo tanto! -exclamó mirando a los soldados, al jefe y al policía.
** Al cabo de un rato un aguacero violento arremetió con furia y tuvieron que entrar al rancho, hacinados, pues no había espacio para todos. El techo de paja tenía enormes goteras y en ciertas partes de la pieza en que dormía la anciana era como estar dentro de una jaula de alambres. El jefe miró la pared de barro del rancho y leyó algo que estaba enmarcado. Parecía un recorte a primera vista. Le tocó el hombro al policía. Y éste, a medida que leía, se iba quedando serio. Los colores de su cara fueron reemplazados por un amarillo verdoso. No era un recorte sino una comunicación del alto comando del ejército. La firma era ilegible pero el texto estaba claro. Los demás soldados por orden del jefe fueron leyendo lo mismo. El chubasco iba disminuyendo gradualmente y al poco tiempo el sol volvió a brillar. De a uno, fueron saliendo todos del rancho. El jefe se acercó a la vieja y con raro acento le tendió un billete de cien pesos y le dijo:
** -Perdone abuela.
** Al salir cerraron el portón y escucharon a la vieja que gritaba llena de júbilo:
** -¡Colá, mi querido nieto, por fin viniste! ¡Tanta falta hacías en medio de la sequía!
** En el patio las plantas de tomate habían ganado algún color. La tierra olía a yerbas, a vientos y a flor de laurel...
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INCUNABLES
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** Estoy tratando de recordar. No es fácil. Los escombros de las ráfagas perdidas retoñan y no me dejan tranquilo. Debo, no obstante, reconstruir esta enmarañada existencia. Levantaré las costras y volarán las legañas que obstruyen mi vista. Ya está: era una antigua edición de Suetonio. Quizá un ejemplar incunable perdido en el bosque. Veo más claro. La casa estaba rodeada de árboles frondosos que cada día crecían más y más, tratando de expandirse a costa de los muros y de las ventanas. Sí. Gaius Tranquillus Suetonius. Sin fecha y con una tapa de pergamino. El título borroso con la pasta de los siglos, y una tinta de colores imprecisa, quizá marrón. De vita caesarum. Todas las mañanas, cuando despertaba miraba el forro amarillo cubierto de polvo denso y ancestral. Sin embargo ese día estaba dispuesto a leer la obra. Escrita en latín con traducciones al español antiguo a contrapágina. Las polillas se habían tragado varias vidas romanas pero no se animaron con Nerón. Al poco rato empecé a toser. ¡El polvo! Esa ceniza de los libros viejos me hace tanto daño. En el fondo los libros añosos tienen su mecanismo defensivo y acuden al polvo. Comprendo. Quieren dormir, buscan la paz después de tantos siglos. Y trato de huir. Debo hallar una solución. ¿No habrá un ejemplar editado por la colección Austral? Rastreo ansiosamente listas y muestrarios. No hay nada. Voy a escribir a la Biblioteca del Congreso. Ellos poseen todo pero me llevará tiempo y para cuando me respondan mi interés ya se habrá desvanecido como las ondas de los lagos en la arena clara de las costas. No. Debo seguir leyendo el libro con polvos irritantes y cuando algún texto español lo halle roto o destruido por el tiempo y las polillas, lucharé con mi herrumbrado latín. Pero, ¿para qué leer a Suetonio precisamente? Existen numerosas versiones de vidas romanas no paralelas escritas hoy día y vertidas al español contemporáneo. Y ahora llega todo claro, como si despertara de un sueño. Quise poner de vuelta el Suetonio con su lomo arrugado y sus serrines milenarios. Y no entraba. El espacio se había encogido. O el libro se había hinchado.
** Traté de hacer un lugar empujando con ambas manos. Me faltaba una tercera mano para colocar el libro en su hueco habitual. No me fue posible. Y el libro quedó fuera del estante. Abierto en la página 787, Nerón. Comencé a leer la vida de este curioso monstruo. Lentamente, con algunas preocupaciones. En seguida recordé la orden «quemen París, incendien todo» y debo confesar que me corrió un frío por el espinazo. Quise cerrar el libro pero no pude. Me rodeaban cerca de veinte militones con sus ropas marciales, sus lanzas puntiagudas y prominentes rodillas. Las lanzas (parecían alabardas) progresivamente acumuladas, me cercaron. Estaban resueltos a todo. Cualquier movimiento falso de mi parte era mi fin. Finis vitae. Dejé el libro en el suelo. Fui violentamente empujado hasta la puerta. Con las lanzas me herían la espalda y no me quedaba más recurso que morder el absurdo y evitar todo tipo de defensa. Me esperaba una carroza. A golpes me tiraron al asiento de atrás, un espacio pequeño. Me obligaron a encogerme y quedé de rodillas.
** -¡Cristiano, cristiano! -me gritaban desde la plaza del foro las multitudes enloquecidas mientras la carroza se desplazaba a gran velocidad. La guardia pretoriana fustigaba los caballos sin compasión. La vista a veces se me nublaba y no podía distinguir las formas ni precisar los lugares. Y no quería negarlo. Era cristiano. Me bautizaron en las catacumbas y eso hoy es pecado.
** -¡Perro cristiano! -Los improperios zumbaban a mi paso y no me daban tiempo para organizar mis pensamientos. Pero... ¿Qué había hecho? Yo sólo quise leer un poco de historia romana escrita por un discípulo de Plinio. Examinar la verdad narrada por un testigo. Me hice de coraje. La muerte es la vida eterna. Miré a las masas aullantes con desprecio. Era un trecho largo. Me empujaron a patadas por pasadizos secretos, se abrieron puertas enormes de maderos imponentes, pasamos por salas resguardadas por robustos quintos imperiales. Por fin llegamos. Estaba frente a Nerón. Su cuello muscular con venas prominentes, irradiando vitalidad, me amedrentó, debo confesarlo sin vergüenza.
** -Leyendo a Suetonio ¿Verdad?
** -Sí.
** -¿No sabe que me deja mal ante la historia?
** -No llegué aún al final de su vida.
** -¡Ese final es sólo mío!
** Nerón estaba exasperado y sulfuroso. Dio la orden sin hablar. El pulgar fue suficiente. Me sacaron a bandazos brutales y a tumbos llegué a un sótano donde me soltaron como a una bestia. Allí estaban mis amigos hacinados y mudos. Eran despojos humanos.
** -Nos van a quemar -murmuró Corina.
** -No, nos lanzarán a los leones.
** Una cruz toscamente labrada hendía un gran espacio en la pared. Nos unía el símbolo y nos ayudaba a llegar al final llenos de esperanzas. Yo no pensaba nada. Un blanco total. ¿Qué puedo añadir? Miré a los que me rodeaban. Caras tristes y entregadas, definitivamente resueltas a soportarlo todo. Agucé el oído.
** -¡Escuchen, los leones! -Eran rugidos alarmantes.
** Un frío silencioso y una augusta resignación. ¡Dios mío! ¡Hermanos judíos, cristianos hagamos algo!
** Estaba rodeado de espectros llenos de polvos sepulcrales. Con gran resignación, empujé el libro en su lugar. Tenía las manos empapadas de aceite y barro. Me levanté agotado. Afuera soplaba un vientecillo muy suave. Se habían ido los abortos pretorianos. La casa quedó en silencio. Me dejaron solo. Respiré hondo. Sí. Estaba libre. Por un rato pensé que tenía los dedos llenos de sarna. Aprendí que hasta los libros eran peligrosos. Por eso los queman los dictadores. Y si se libran de éstos, existe el acecho secular de las polillas. La verdad es que hacen falta nuevas ediciones. Sin polillas, sin ratas, ni gusanos ni cucarachas repulsivas. ¿Para qué sirven las ediciones princeps y los incunables si están llenos de infamias y de relatos horrorosos? Convendría tener una caja de fósforos, ya que a veces las cerillas conducen a una ruta luminosa...
1987
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