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lunes, 8 de marzo de 2010

MABEL PEDROZO - MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES


MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS
Autoras:
AMANDA PEDROZO,
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Edición digital:
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
El Lector, 1996.
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MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS

«Mujeres al teléfono»


Silvina
* Metió la cajita de cartón en el fondo de la mochila, detrás del cuaderno de música, entre la goma de borrar y la lapicera fuente. Hubiese preferido dejarla sobre el pupitre, pero le daba miedo que le hiciesen preguntas (de la idea de arrojarla camino a casa se fue olvidando tan pronto se percató de cómo todo el mundo la seguía con la vista). Cuando llegó era mediodía. Tendría que mostrárselo. Seguro pondría cara de disgusto y la obligaría a tirarla a la basura, pero ya lo sabría y todo volvería a ser lo de siempre. Lo haría enseguida la viese. Mientras tanto, el segundo cajón de la gaveta fue el lugar que eligió para guardar el paquete envuelto en papel con membrete del Ministerio de Salud.
* Silvina supo que la adolescencia no es cosa buena en la víspera de la Navidad, cuando el jarabe marrón de la primera menstruación la postró en un estado de vergüenza insuperable. Terminaba de colocar las figuras de barro en el cerro de lona del pesebre cuando lo sintió. Nunca se pudo acostumbrar. «Ya podés tener hijos», le dijo Matilde, y ella lo entendió como lo que más tarde sería. Una maldición.
* Matilde era su madre. La suya era una de esas casas donde no quedaba nada por vivir. Grandes puertas en arco, techo de dos aguas, tela metálica en las ventanas, piezas húmedas, un corredor donde el sol se amontonaba en verano y los bichos se guarecían de la lluvia en otoño. Había dos zaguanes, un patio cargado de pájaros, un pozo. Allí vivió la abuela. A Silvina le molestaba su recuerdo. «Muchacha para nada», solía decirle. «Hija del pecado». No la quiso. De no ser por el miedo a su maldad, ni siquiera hubiese asistido a su entierro. Recordaba sus pasos en el cuarto, su olor a gente muerta persiguiéndola por la casa.
* La abuela le habló de su padre. Un tropero. Vino al barrio con el contingente que trajo el frigorífico nacional y se fue con ellos cuando la Municipalidad exigió el traslado. Matilde escondió su amor los nueve meses que duró el embarazo, y lo hubiese hecho también después si hubiese sido posible, pero no lo fue. Del disgusto de la abuela la protegió la coraza de silencio que desde entonces llevó consigo. No volvió a mezclar sus sentimientos con nadie. Ni siquiera con Silvina. Ingresó en la Legión de María y condujo su vida y la de su casa dentro de las oraciones y los sollozos nocturnos. De todo, era lo que más molestaba a la muchacha. ¿Por qué lloraba su madre? Nunca se atrevió a preguntárselo. Debe ser soledad, pensaba. Le faltaban años para comprender que ya ni siquiera era eso.
* Eran las cuatro de la tarde cuando Silvina dejó la pila de cubiertos en el agua enjabonada de la pileta, se secó las manos con el delantal amarrado a su cintura, se enganchó las zapatillas de goma apostadas (como un gato) en el umbral de la cocina y se dirigió a la puerta. Le daba miedo esa casa. Siempre estaba viéndola. Era el hermano de Lucía, su compañera de banco en el Liceo. Traía el cuaderno de anotador en cuyo rótulo cuadrado unas letras redondas declaraban su nombre y el segundo año de secundario que cursaba.
* -Te manda decir que muchas gracias. Que no pudo venir porque tuvo que acompañar a mamá al mercado.
* El muchacho tenía varios centímetros más que ella, era delgado, sus pies eran grandes y sus ojos amables. No era la primera vez que lo veía. Acompañaba a Lucía a misa de domingos. Una vez le mandó una esquela. Silvina jamás supo qué decía. «Él sólo te quiere mandar saludos», la tranquilizó Lucía. Estaban en el baño del colegio. Cuando el chorro del inodoro se llevó los restos de la correspondencia, las muchachas sellaron el secreto con aquella amistad excluyente.
* -Gracias. Decile que nos vemos mañana en el colegio.
* Cuando se acercó para buscar el cuaderno, el muchacho no retrocedió. Cerró los ojos y sintió cómo algo terrible le iba oprimiendo el estómago -Silvina olía a sábanas limpias-. La dejó acercarse hasta rozar los hilos sueltos de su cabellera con los labios, y sin tocarla, sin hacer más gesto que el de permitirse vivir, la besó en la punta de la boca. Silvina no dijo nada. Ni siquiera se apartó. Sólo estuvo allí hasta que el muchacho y las luces de la tarde desaparecieron en una sola carrera por los fondos de la calle. Luego, recogió el anotador abandonado en la superficie del pilarcito del portón y se dirigió a la casa. Tendría que terminar con los cubiertos. Matilde quería encontrar la casa en orden.
* -¿Qué te pasa? Estás callada.
* La muchacha levantó el rostro echado sobre el plato de sopa. La noche se había instalado con sus estrellas en el patio y con su aire de tristeza en la casa. Eran las siete y media. Las mujeres cenaban. ¿Acaso ya lo sabía? Alguien pudo verla en el portón. Pero no fue su culpa. No podía adivinar lo que él iba a hacer. Su madre llevaba una blusa de batista con cuello de encaje, una falda oscura, zapatillas de goma. Su melena canosa recogida con una hebilla le daba más de los cuarenta que tenía. Era delgada y sombría.
* -Me duele un poco la barriga.
* -¿Quién vino a la tarde?
* No cabía duda. Alguien se fue con el chisme. Seguro la detuvieron en la calle y le contaron. Tenía que mentirle. Matilde jamás le perdonaría.
* -Una compañera de colegio. Le presté el anotador y vino a devolvérmelo.
* No le daba miedo mentirle. Lo había hecho muchas veces. Pero esta vez era diferente. Esta vez sabía que estaba haciendo lo correcto.
* Terminaron sus alimentos en silencio. Matilde ayudó a llevar los cubiertos a la cocina, cerró las puertas, encendió las velas frente a las imágenes de santos amontonadas sobre la mesa de noche y la esperó, su cara comida por la oscuridad.
* En aquel momento la muchacha estaría retirando los restos del estofado con la esponja humedecida en lavandina. Colocaría los cubiertos en la orilla de la pileta y los iría secando con giros ahuecados. Primero los vasos (para que no les quede el olor a comida), los cuchillos, los tenedores, los dos platos. Un ruido de afuera la pondría a la orilla de la ventana, los pies en punta, los ojos muy abiertos. A la vista de la noche, lo recordaría.
* Fue la primera vez que sintió en la boca algo sin sabor. Ni dulce, ni salado, ni amargo. Una sensación de tibieza casi repulsiva mojándole la lengua. Se lo dijo. Él la calló con un beso más profundo, más doliendo en el estómago como si todo tuviese que ver, y las piernas doliendo, y los ojos abandonados a una noche que era puro dolor. Lo conoció en la despensita. Lo recordaba porque era el aniversario de la Virgen de las Mercedes y las calles del barrio estaban adornadas con banderitas de colores. Andrés. Olía a vacas. «¿Te acompaño?», se ofreció. Ella terminaba de cumplir veinticuatro años. Era costurera y trabajaba a destajo para una fábrica de ropas.
* Salieron juntos a la calle sin dirigirse la palabra, ella con la bolsa de los mandados, él con el paquete de cigarrillos Benson y la cajita de cerillas. Se dijeron sus nombres. «Sos linda», dijo él, y lo volvió a repetir en el patio baldío donde la besó con todas sus fuerzas. No tenían nada en común. Él era grande y moreno. Ella pequeña, temerosa, una mujer marcada de antemano por la tristeza.
* Silvina terminó de lavar los cubiertos. Eran las ocho de la noche. Frente a la ventana que daba al patio levantó el dedo todavía enjabonado con el agua de los cubiertos y se lo pasó por la boca. Sus labios estaban tibios. Afuera, bajo el cielo desnudo, una legión de bichos cantaba desordenadamente.
* -¿Estás dormida, mamá?
* Sabía que no. Quería decirle lo de la cajita que repartieron en el colegio. De todas maneras le explicarían en la reunión de padres del viernes, pero era mejor ponerla al tanto de una vez. Cuando le trajo el aviso sobre la cátedra de Educación Sexual casi la saca del colegio, y hasta tuvo que intervenir la profesora guía para hacerla entrar en razón. Las cosas son así, señora. Ahora a los chicos se les explica desde temprano, para que vayan sabiendo. En todos los colegios es igual. Finalmente la convencieron. Y nunca volvieron a tocar el tema. Hasta ahora.
* -¿Mamá?
* Quizás mañana, a la vuelta del colegio, pensó la muchacha. En el mismo cuarto, Matilde escuchaba el ruido de la ropa deslizándose por el cuerpo de su hija, derramándose por la cintura, trabándose en las caderas que comenzaban a despegarse hacia una vida diferente donde seguramente habría hijos, un hombre, alguien en medio de la noche como un náufrago, abandonado a sus piernas.
* Siempre le dijo que no es bueno dormirse sin nada puesto. Silvina no le hacía caso. Se demoraba con los deberes, con los cubiertos, inventaba ocupaciones de último momento para llegar cuando las velas se ahogaban en los candelabros y entonces lo hacía. Se sacaba todo y dormía como una perdida, con los senos rozando las sábanas, con el sexo humedeciéndose en los vapores de la madrugada. Cuando sonaban los primeros gallos, buscaba el camisón debajo de la almohada y esperaba el ruido de las zapatillas de su madre para terminar de abrocharse.
* Matilde hundió su rostro en la almohada. Fue lo que más la avergonzó del amor. La desnudez. Sufría como si fuese entonces cuando lo recordaba. Fue dos días después del primer beso. Lo vio ir y venir frente a la ventana de la sala de costura donde pegaba lentejuelas a un vestido de novia, hasta que inventó un pretexto para salir de la casa y fue tras de él. Lo llamó por su nombre a la hora exacta en que el sol salpicaba sus últimas luces sobre el empedrado y se dejó llevar por sus manos de tropero, sus dedos callosos que empujaron la puerta del hospedaje donde unos extraños se quedaron viéndola sabiendo a lo que venía, sus brazos de hombre cayendo sobre ella como el más negro de los puñales.
* -¿Estás despierta, mamá?-. Silvina se restregó los ojos con la manga suave del camisón. Podía distinguir la respiración alterada de Matilde en el otro extremo del dormitorio.
* -Dejame dormir. No me siento bien. Hoy no voy a ir a la fábrica.
* -¿Querés que vaya a avisar?
* -No. Quiero que te vayas al colegio y me dejes dormir.
* Así era a veces. Se quedaba metida en ese cuarto donde la soledad olía a remedios para la tos, diluida en la oscuridad engañosa de las persianas corridas, de los ruidos de la noche demorándose bajo las camas. Silvina llenó el termo de café y lo dejó sobre la mesa -por si se le antojaba-. Se calzó los mocasines negros, buscó la mochila y se dirigió a la puerta. Una sensación extraña, la misma que volvería a sentir más tarde, en ese mismo lugar, le erizó la piel.
* Lucía la buscó antes de la entrada. «Tengo un mensaje para vos», le susurró al oído durante la formación, después del himno nacional. La muchacha sintió cómo sus mejillas enrojecían.
* Aprovecharon la clase de Castellano. «Él te quiere, Silvina». Eso le dijo. «Nada más habla de vos. Dice que está enamorado. Que se va a morir si no le hacés caso. ¿Es cierto que te besó?». Ocupaban el segundo lugar en la fila del medio del segundo B, por eso la profesora se dio cuenta y les llamó la atención. Lucía no se dio por vencida. Abrió el cuaderno de tareas en la última página y escribió: «Te manda decir que después del almuerzo te espera en la despensa».
* El amor siempre estuvo reservado a las otras chicas. A las que tenían permiso para ir a las excursiones. A la misma Lucía, tan consentida por sus padres. A las muchachas de los colegios privados. Cuando le pasó a ella, apenas dejó el cuaderno sobre la mesa de la sala y aplastó con las manos las burbujas transparentes del jabón en polvo de la pileta, se sintió como una extraña en esa vida donde jamás hubo visitas de amigos, ropa nueva, un halago por sus calificaciones. Nunca protestó, ni siquiera cuando Matilde le prohibió el honor de portar la insignia del colegio en el desfile del día de la juventud. No entendía por qué lo hacía, pero no iba a pedirle explicaciones a su madre.
* El silbido de la campanilla puso fin al recreo. Eran la nueve y media de la mañana. Silvina se llevó la mano a la frente, enganchó el flequillo entre sus dedos y lo sujetó a un lado con una hebilla que sacó del bolsillo del uniforme. Los labios de Lucía le recordaban al muchacho moviéndose en su boca con el desamparo de un pececito extraviado. Volvieron al aula.
* -Decile que no vaya. Mamá me va a descubrir. Que no me haga eso. Decile que le mando pedir por favor.
* Las clases transcurrieron con más prisa de la usual, o quizás era sólo Silvina tan distraída con sus nuevas emociones, que no podía seguir la rutina de los cambios de cátedras, los deberes para mañana y los nuevos ejercicios de matemáticas. Lucía se dio cuenta. «Me parece que vamos a ser cuñadas», le dijo. A la salida vino la confesión final.
* -Te mentí. Él me pidió. Ahí está.
* Recostado contra la muralla de ladrillos despintados del colegio, el muchacho ardía bajo el sol del mediodía. Eran cinco cuadras y media, siete si tomaban el camino del frigorífico, y quizás podría pedirle que la dejase seguir sola las últimas tres cuadras, así se evitaba la mirada de los vecinos. Silvina se acercó al muchacho aguantándose las ganas de llorar. «Te vine a espera», dijo él colocándose a su lado.
* Cuando se atrevieron a dirigirse la palabra, ya habían hecho la mitad del camino. Él se acercó a sus manos con el cuidado de quien no quiere despertar a alguien, enlazó sus dedos entre los suyos y la arrastró hasta el muro del frigorífico oculto entre una fila de tupidos arbustos. «Quiero que ahora me beses vos», le dijo al oído, rozándole con la lengua el flequillo desprendido del sujetador. Ella se acercó, liberó sus dedos y los subió hasta sus hombros, y entonces le acercó sus labios que olían a goma de mascar y helado de frutilla. Sus hermosos labios de niña.
* Cuando el muchacho, emocionado, quiso sujetarla por la cintura, Silvina escapó de sus brazos y no dejó de correr hasta que empujó con una mano el portón de madera de su casa. La trancó y se dirigió a la puerta. Fue cuando la entornó que sintió aquella extraña sensación, el mismo escalofrío de la mañana.
* La sala, como siempre, estaba obscura. Silvina no terminó de bajar la mochila sobre la mesa cuando un último instinto la hizo girar en dirección a la figura que en loca carrera caía sobre ella. La muchacha todavía retenía en la boca la emoción de su beso, el que fue ella quien dio pegada al cuerpo tembloroso del hermano de Lucía, cuando el primer chorro de sangre le tapó la garganta. Fue lo único que sintió, pero Matilde siguió golpeando con el martillo hasta que dejó de distinguir bajo las manos el rostro de su hija. En el suelo, a unos pasos del cuerpo tendido, la cajita de condones con membrete del Ministerio de Salud que la cátedra de Educación Sexual distribuyó entre las alumnas del Liceo, fue el único testigo de la masacre. La etiqueta rezaba: «Prevenga el Sida».
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Un cajón para mamá
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* El señor Rodríguez empujó la puerta con cautela. Eran las cuatro de la tarde del verano más polvoriento del barrio. Una niña de tez blanca y ojos café que le llegaba a las rodillas, se colgaba de su mano derecha. Ambos vestían de negro.
* El dependiente, atraído por la campanita de cristal del mostrador, se limpió las manos pegajosas de lustre con un trapo humedecido en aguarrás, se prendió el último botón de la camisa blanca y arrastró su cuerpo fofo hasta la sala. No le gustaba tratar con los deudos. Nunca apreciaban su trabajo.
* Subió los cuatro escalones sumergidos en la oscuridad de la carpintería, atravesó el olor a rosas del pequeño cuarto iluminado con cirios eléctricos y se quedó viendo al señor Rodríguez que comenzaba a sentir un cosquilleo molesto en el dedo índice de la mano derecha.
* Sabía que vendría. No lo conocía, como a casi todos en ese barrio que con los años dejó de ser aquel en el que había vivido, pero la señora de la limpieza le comentó sobre el fallecimiento. A dos calles. Se trataba del familiar de un funcionario de Aduanas.
* -Sólo vendo cajones. Alguien tendrá que ocuparse de la formolización -dijo ahorrándose a propósito los pésames o algún saludo que pudiese ocasionarle la demora de una conversación. El señor Rodríguez sintió cómo el dolor del índice se extendía hasta el pulgar.
* -Queremos el féretro -respondió.
* -Venga conmigo -indicó el anciano volviendo sus pasos hasta el cuarto de los cirios. El olor a rosas impregnado en el ambiente se descomponía en los rincones.
* -¿Dónde? -preguntó el señor Rodríguez. La niña levantó un brazo y señaló hacia el ojo de la oscuridad (hasta entonces el dependiente no se había percatado de su presencia). El señor Rodríguez afiló la vista. Las formas siniestras de los féretros comenzaron a despegarse de la masa negra del cuarto, y por un momento, por el único en todo el día, el señor Rodríguez se inquietó.
* -¿Qué medida?
* -1,68; 53 kilos.
* -¿Panteón o tierra?
* -Panteón.
* -¿Cobertura acolchada?
* -Sí. Puede ser.
* Al señor Rodríguez comenzaba a preocuparle seriamente el cosquilleo en el índice derecho, pero no iba a molestar a la pequeña sostenida con firmeza a sus dedos acalambrados.
* -Aquellos. Los del fondo tienen la medida que busca.
* Las tres figuras caminaron en medio de las filas de féretros hacia el lugar indicado. El anciano se adelantó. Destrabó la puerta de uno de los ataúdes y se hizo a un lado. La niña estiró la mano que le quedaba libre hacia el interior de la caja recubierta de terciopelo negro. Sus dedos de manteca se deslizaron por encima de la cobertura. Sus ojos se levantaron hasta alcanzar los de su padre.
* -Este. Lo mandaremos llevar en media hora.
* El anciano escuchó la puerta de calle cerrándose tras los últimos pasos en el piso de baldosas. A su lado, como una boca con olor a rosas pasadas, el ataúd descubierto parecía a punto de tragarlo.
* El señor Rodríguez estaba cansado. Cuando acabó de cenar subió en silencio las escaleras que llevaban a los dormitorios. La niña lo acompañaba. El señor Rodríguez la obligó a cepillarse los dientes, la metió en la cama y le dio un beso. No olvidó dejar la luz prendida y la puerta abierta.
* El olor a lavanda de su cuarto le devolvió una tranquilidad que por poco había olvidado. Se desvistió, programó el despertador, levantó la colcha prolijamente extendida sobre la cama y se acostó. No pudo evitar el recuerdo de las piernas depiladas de su mujer rozándole la espalda.
* Se apretó los ojos contra la almohada. Tendría que buscar una niñera. Alguien de confianza. Tendría que ocuparse de la criatura como lo hacía su madre. La nena se portó como una mujercita. No lloró. En ningún momento. Ni siquiera cuando le soltó la mano para abrir el candado del panteón. Y eso que se pasó el día prendida a él...
* El señor Rodríguez se incorporó al ritmo de su pensamiento. Buscó en la oscuridad el botón de la luz. Un índice amoratado, hinchado, le devolvió la sensación de dolor de la tarde. Cuatro pequeñas cortaduras verticales, ¿rastros de uñas?, le marcaban el dedo.
* En la habitación de al lado, replegada hacia la cabecera de la cama (con la lucidez de quien atravesó las secuencias del miedo) la niña de ojos café identificaba el olor inconfundible a rosas podridas que la madrugada instalaba en la casa.
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Mujeres al teléfono
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* Apartó la frazada de su rostro con un gesto lánguido. ¿Quién podía ser? No había derecho. Los domingos son días para uno. Buscó en el desorden del cuarto el círculo familiar del reloj. Eran las siete de la mañana del 9 de julio. También era invierno y una llovizna suave volaba encima de los techos.
* Antes de cerrar los ojos pensó por un instante en su madre, allá, tan lejos. ¿También llovería en Puerto Casado? Su mirada de gente buena recorriendo la casa donde antes estuvieron los hijos, el amor para toda la vida de su padre, los retratos de los parientes colgados de las paredes. Su madre que olía a talco. «No te podés ir», le escuchó decir la última vez que la vio. Fue la única mujer del mundo a la que quiso en su vida, pero no se quedó. Vino a la ciudad y aprendió, como todo el mundo, a cuidar de sí misma.
* Susana esperó un poco, la respiración caliente pegada a la sábana, y estuvo así hasta tomar conciencia de que quien fuese, no tenía intenciones de colgar el teléfono y dejarla dormir. Se incorporó de golpe, como los sonámbulos, técnica aprendida como la mejor para apartarse de las almohadas. Bajó los pies hasta la alfombra y un frío de menos de 3 grados la hizo tiritar. Buscó la bata de lana guiada por la escasa claridad que venía de la sala y se dirigió al teléfono. Una voz de mujer le preguntó su nombre.
* -Soy Susana. ¿Qué desea?-. Alguien lloró del otro lado del tubo.
* -Perdón... ¿Se siente mal? ¿Quiere hablar conmigo? -Estaba totalmente despierta. Por segunda vez en aquel día pensó en su madre, pero el llanto del teléfono no le resultaba familiar. ¿Una broma quizás? No. Alguien le lloraba en serio al oído.
* -Si no habla voy a colgar...
* -Discúlpeme... No quise... Discúlpeme...
* -¿No se habrá equivocado de número, señora?
* -No. Usted es Susana. Yo sólo quiero saber... ¿Sabe que yo siempre la admiré? Una vez me quedé frente a una vidriera. «Esos cuadros son de Susana Santos», me dijo Enrique, y yo le pedí que me comprara uno. ¿Se da cuenta?
* -No entiendo de qué me habla.
* -No se haga la burra... ¡No! ¡No me cuelgue! ¡Perdóneme, por favor!... Estoy tan nerviosa. No sé cómo me atreví a llamarla. Es que todo se me vino encima. Estoy desesperada...
* Cuando vio por primera vez aquella sala, Susana se imaginó de pie, como estuvo tantas veces, alumbrada con las luces rojas de los letreros de la calle. Eran 150 dólares por mes, mucho más de lo que podía tentar con un par de cuadros, pero de todas maneras lo tomó y lo fue decorando a su manera, con sus discos de Serrat, el sillón de mimbre donde se refugiaba cuando las luces de los edificios acorralaban la tarde, los libros de su vida. Después vinieron las lámparas, los almohadones que usaba de sofá, las cortinas con ruedos en relieve, su mesa de trabajo. Pintaba niños. Un crítico comentó de una de sus exposiciones que esos chicos representaban la conexión ineludible entre el talento de la artista y el instinto de la madre. No lo entendió. Le hubiese bastado con saber si el cuadro le había agradado.
* -Señora... No sé qué decirle. No sé qué le pasa... ¿La conozco?
* Una vez la llamó un suicida. «En este momento tengo una pistola apuntando a mi cabeza», le dijo, y ella comenzó a entender que esa ciudad con su costanera y sus catedrales, sus comidas de paso, sus tiendas de ropas y su tráfico congestionado hacía propicia la desgracia. Nunca supo si el chico lo hizo.
* -¿Es posible que una persona a la que yo siempre consideré buena, sea amiga de hombres casados? ¿Usted es la amante de mi marido, señorita Susana...?
* Un llanto todavía más quejumbroso le heló las venas. Lo que le faltaba. Una esposa traicionada llamándola a las 7 de la mañana de uno de los domingos más fríos del año, para amargarla con gimoteos. Sin embargo, no le caía mal la señora.
* Hablaba bajito, la voz alterada por el llanto, los buenos modales en serio conflicto con la rabia. Susana la imaginó en una sala grande donde se podría estar descalza sin sentir cómo los pies cambiaban de color. Seguro habría olor a café, flores secas en una mesita de vidrio, el cuadro de un jardín de ligustrinas zarandeado por la lluvia. También habría un pavimento de hojas grises en el patio y las gotas redondas de la lluvia temblando en la cuadra. La luz blanca de un relámpago le alumbró en la cara.
* -No hablo de mi vida con extraños -dijo Susana. Sus pies estaban helados. La señora siguió llorando un rato más. Después vino la historia. Un amor de facultad. La vida compartida con tanta frecuencia que el matrimonio llegó sin sobresaltos. Los primeros meses, los desayunos en la cama y las noches llenas de suspiros. Antes de los hijos llegaron al hastío, la terrible certeza de la equivocación.
* -Pero yo lo amo, Susana. Él sabe que no puede dejarme.
* -Búsquelo entonces.
* -No puedo. Le tengo miedo.
* -Vaya por él a la oficina. Póngase linda. Entre sin avisar y túmbese en sus brazos.
* -¿Usted cree...?
* -No sé. Es peor no intentar nada. Y ahora déjeme dormir. Estoy muerta de frío.
* -Usted es una buena persona, Susana. Perdóneme por haberla molestado.
* Cuando despertó, quién sabe cuánto tiempo después (todavía era domingo), en los techos seguía lloviendo y en el cuarto las lámparas se habían encendido. Susana buscó entre las frazadas el olor a café con leche de su boca, se pegó a su cuerpo de sobretodo mojado y se dejó acariciar como una malcriada. «Yo tampoco puedo vivir sin él», pensó mientras apartaba las hojas de ligustrinas incrustadas por la lluvia en el pelo suave, en el amado pelo de Enrique.
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. Enlace al ÍNDICE de la versión digital de Mujeres al teléfono y otros cuentos en BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
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  • «Mujeres al teléfono» - Mabel Pedrozo : Silvina / Un cajón para mamá / Síndrome / Barrilete / Mujeres al teléfono / Infidelidad / Página 22 (para Soledad) / Harén / Muerte para dos / Disgusto / Cita en el casino / Princesa / Extremos / Espejo (Historia de un vampiro)

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