Recomendados

lunes, 8 de marzo de 2010

TERESA LAMAS CARÍSIMO DE RODRÍGUEZ ALCALÁ - TRADICIONES DEL HOGAR / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES


Autora:
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay), [s.n.], 1921.
.
Vengadora
(Primer premio en el concurso de cuentos nacionales
de «El Diario», año 1919)
* El teniente Bazarás había sido comisionado para practicar un reconocimiento de las posiciones enemigas y capturar algunos centinelas de quienes se necesitaba obtener informes. Tratábase de una comisión difícil y arriesgada. Era necesario atravesar un largo estero si se quería eludir la vigilancia que los aliados ejercían sobre los lugares de acceso fácil. Bazarás tenía un temple de alma capaz de las mayores audacias. Amaba el peligro, le entusiasmaban los lances atrevidos, iba a tentar la muerte con el mismo ánimo alegre y confiado que a una fiesta. Debía partir al caer la noche para que las sombras amparasen su expedición. Antes de emprender la marcha fue a despedirse de su madre que corría con él las vicisitudes de la guerra, siguiéndole de campamento en campamento, volando a su lado en los combates, animosa y lista para recibirlo en sus brazos cuando le tocara caer, si le tocaba.
* Era la señora de Bazarás una hermosa anciana, del tipo físico y moral, ya raro, de nuestras abuelas Capaz de las más infinitas ternuras, lo era también de los más inauditos heroísmos. Resplandecía en su rostro esa noble expresión de altivez que es el sello inconfundible de los linajes de vieja capa. Tenía blanca como una flor de samuhú la escasa cabellera y surcada la faz por profundas arrugas que hablaban de dolor y de experiencia. Sentada en una silla de madera, junto a la puerta del ranchito improvisado en medio del bosque, cerca del campamento, la anciana hilaba a la luz exigua del crepúsculo. Como todas nuestras abuelas, no hubiera sabido qué hacer del tiempo si no lo empleara en esa clásica labor de los viejos y austeros hogares paraguayos.
* -Mamá, dame tu bendición...
* -¿Adónde vas, mi hijo?
* -El general acaba de confiarme una comisión difícil y debo partir ya.
* La anciana atrajo hacia sí al hijo que idolatraba, lo beso larga y efusivamente en la frente, sin decir una palabra, y mientras el joven se alejaba, elevando los ojos al cielo lo bendijo, trazando en la sombra la santa señal de la cruz.
* -¡Dios y la Virgen te bendigan, mi hijo, y te me devuelvan vivo!
* Carlos, el teniente, era su orgullo y su motivo de vivir. Muerto su esposo como un héroe en un horrible entrevero al arma blanca, y muertos dos hijos más en un legendario asalto, en Carlos había concentrado todas sus ternuras y todos sus orgullos. No era él, sin embargo, el único hijo que le quedaba, y cuando la anciana pensaba en el otro, su noble frente pensativa y triste se nublaba, suspiraba su pecho, y una lágrima rebelde traicionaba su voluntad de ser fuerte...
* Tomó la silla y entró en el ranchito. En el fondo, sobre el cimiento de un árbol cortado para el efecto, una vela ardía al pie de una imagen de Nuestra Señora de los Milagros que ella trajera de su casa solariega de la Asunción y la acompañaba en sus peregrinaciones en pos de los ejércitos. Se prosternó ante la Virgen hincando las rodillas en la húmeda tierra del piso y se puso a orar con intensísimo fervor. Oraba por su hijo que en ese momento exponía una vez más su vida. Horas tras horas pasaron sin que interrumpiera el rezo, ni cambiase de postura, sumida en éxtasis en su ardiente clamor al cielo. De cuando en cuando pasaba por delante del rancho una patrulla que iba a recorrer las líneas exteriores del campamento, y los soldados, viendo rezar a la anciana, acallaban conmovidos el rumor de sus armas para no turbar su plegaria.
* ¡Silencio! ¡Ni una palabra, ni el menor!
* Se habían desmontado para evitar que el fuerte chapotear de los caballos en el fango denunciase su presencia al enemigo que montaba la guardia a muy corta distancia. Estaban en pleno estero. Las aguas verduscas, sobre las hacía cabriolas la luz de la luna, estaban heladas en aquella cruda noche invernal. A veces, uno de los pájaros que anidaban en los cortaderales del estero, se espantaba al paso de los soldados, y éstos tenían que permanecer largo rato quietos, sumergidos en la pestilente charca para que los centinelas, despabilados por el repentino vuelo del ave, no descubriesen su presencia. Otras veces, una víbora salía de su guarida del pajonal para atacarlos, y era terrible la escena que se desarrollaba entonces. Para evitar todo ruido, tomaban el peligroso animal y le apretaban la cabeza con todas las fuerzas, convulsivamente, hasta matarlo en silencio, sin respirar siquiera. Si el reptil mordía a un hombre, éste sacaba el cuchillo y estoicamente se rebanaba la parte mordida y seguía avanzando sin exhalar una queja, sin lanzar un suspiro...
* * *
* Quiso gritar y no pudo. Unas manos de hierro le apretaron la garganta, otras le arrebataron las armas y le tendieron en tierra. Y como ese centinela, tres más habían caído en poder de los soldados de Bazarás, sin tener tiempo ni para dar un grito. El campamento enemigo estaba sumido en el silencio, más profundo y a Bazarás se le ocurrió ir a despertar a los dormidos batallones llevándoles un ataque con sus cincuenta hombres. Sentía ya la fruición de caer de improviso, como un torbellino, dar una sableada de las que tanto le gustaban y retirarse luego, dejando atrás el pánico y las huellas de sus sables.
* En eso se oye un rumor de caballería que avanza, y el teniente y los suyos sólo tienen tiempo para echarse en tierra ocultándose en un matorral. Un capitán con varios oficiales aparece, se detiene y llama a gritos a los centinelas. Nadie le responde, hasta que, de repente, los paraguayos, obedeciendo a la señal de un leve silbido, saltan del matorral, y unos con sus lanzas y otros con sus sables acuchillan a la partida. Sólo escapa con vida el capitán, aunque herido, después de herir a su vez al teniente Bazarás. Cunde pronto la alarma en el campo enemigo y los nuestros se echan en seguida en el estero cuyos laberintos sólo ellos conocen. Llevan consigo cuatro centinelas enemigos.
* * *
* Amanece cuando el bravo oficial, después de dar el parte correspondiente a su jefe y de presentarle los centinelas capturados, se dirige a ver a su madre. Esta rezaba todavía, inmóvil ante la Virgen, cuando, antes de oír ningún paso, un presentimiento que únicamente las madres saben tener, le advierte que su hijo retorna. Se incorpora y corre a su encuentro dando gracias a Dios que se lo devuelve. Lo abraza tiernamente y sólo después de los primeros transportes se da cuenta de que Carlos está herido. Se alarma, pero con extraordinaria fortaleza de espíritu se domina, examina la herida, comprueba que no es grave y ella misma se pone a curarlo, que dos años de guerra la han enseñado a contener una hemorragia y a conjurar una infección.
* El teniente está triste y silencioso y su madre lo advierte. Quiere darle ánimos y le dice que su herida es insignificante y que pronto podrá renovar sus hazañas.
* -No, mamá -contesta- no es eso lo que me tiene triste y abatido. Yo pude matar al que me hirió antes de darle tiempo para defenderse; pero cuando lo reconocí, se me heló la sangre en las venas, me temblaron las manos, creí que me iba a estallar el corazón y una súbita fiebre me hizo arder la cabeza. Mientras recobraba la serenidad me alcanzó con su espada y huyó. ¡Si supieras quién fue mi heridor, madre mía!...
* La anciana tembló de pies a cabeza primero; luego, echando centellas por los ojos, rugió más que preguntó:
* -¿Era él? ¿Lo viste por fin?
* -Sí. Es capitán de los aliados.
* Y sobre madre e hijo cayó una densa sombra de dolor, de tristeza, de vergüenza...
* * *
* Se peleaba duramente en Curupayty, la más espantosa batalla de la guerra. Un puñado de paraguayos, en comparación con las imponentes columnas incesantemente renovadas de los enemigos, defendía las trincheras inmortales con heroísmo estupendo. Una mujer con aires inconfundibles de matrona a pesar de la humildad de sus vestidos, recorre la línea de la defensa, alcanzando agua a los heridos y balas a los tiradores cuando ello es menester. Sus ojos febriles miran hacia la parte exterior de la trinchera, como buscando algo. De pronto un aire de resolución suprema endereza su cuerpo y relampaguea en sus pupilas. Se precipita sobre el parapeto mismo, toma un fusil cargado, ocupa un puesto que acaba de dejar libre un soldado que cae herido y hace fuego. Carga nuevamente el arma y dispara otra vez. Luego arroja el fusil y corre hacia donde el teniente Bazarás, ya repuesto de su herida, se bate como un león, y sin que se altere el acento de su voz, serena, solemne, implacable como la justicia misma, exclama:
* -Pedro acaba de morir...
* -¿Lo viste tú mamá?
* -Sí. Lo he buscado entre los asaltantes y al verlo no sé qué terrible voz resonó en mi alma. Vi el cadáver de tu padre y de tus dos hermanos muertos defendiendo nuestra bandera; vi tu sangre de la otra noche; vi el infortunio inmenso de nuestra pobre patria y no pude contenerme: un impulso más fuerte que mi voluntad puso un fusil en mis manos, le aseché, le tiré y él cayó al golpe de mi tiro...
* Sólo entonces cedió la fortaleza de la anciana. Y sintiéndose madre, rompió a llorar amargamente, no sé si de dolor o de vergüenza...
.
El retrato
* Nuestros soldados peleaban duramente allá abajo. La capital paraguaya estaba sumida en letal tristeza, atenta solo al rumor doliente que venía de los campos de batalla. Con el batallón 49, famoso en los anales de la guerra, había marchado a engrosar las filas de combatientes la mejor juventud de la Asunción. Fue una tarde memorable aquella en que el 40, mandado por Díaz, partió de la capital. Organizado apresuradamente, antes de salir a campaña fue sometido a una intensa instrucción militar que sus hombres recibieron en la antigua plaza San Francisco -hoy Uruguaya- donde los caballeros asuncenos marchaban y contramarchaban marcialmente, se desplegaban en guerrillas y simulaban cargas heroicas a la vista de sus familias que acudían en tropel para verlos evolucionar. Pocas semanas bastaron para adiestrar a aquellos futuros héroes en el manejo de las armas y en las evoluciones militares. Vino la orden de partir. La ciudad toda voló al puerto a ver embarcarse a la brillante mozada que dejando los halagos del hogar iba a correr la suerte de la sangrienta campaña. Manos trémulas y pañuelos empapados de lágrimas se alzaron como bendiciones en la angustia de la despedida, mientras lentamente los barcos soltaban sus amarras y los cobres de una música militar daban al aire las notas violentas de una bulliciosa galopa.
* -No quiero que vayas al puerto a despedirme -le había dicho mi abuelo paterno a su esposa que rivalizaba con él en el esfuerzo heroico y generoso de aparecer serena.
* -Temo que me falte coraje y no quiero que me vean flaquear.
* Ella guardó silencio. Preparaba con prolijidad que su zozobra no lograba distraer las cosas que el soldado tenía que llevar, desde los abrigos indispensables y los yuyos de la farmacopea casera de eficacia tan encarecida por la tradición, hasta las golosinas predilectas del guerrero que la joven esposa había cocinado con cariño. Cuando el sargento de su compañía, un amigo y vecino suyo, llegó a buscarlo, el abuelo se despidió tiernamente de los suyos, dio, ya en marcha, los últimos consejos a los tres hijitos que le miraban pasmados y calle del Sol abajo -hoy Villarrica- se perdió de vista. Tuvo la entereza de no volver ni una sola vez la cabeza.
* * *
* Fue una tarde en que Mme. Lynch estaba de visita en casa de mis abuelos, que aún se conserva, tal como ellos la mandaron edificar, en la calle Villarrica y Ayolas, esquina sudeste. En el testero de la sala, un retrato de cuerpo entero del esposo ausente daba a mi abuela la ilusión de la amada compañía. Los ojos vivísimos y los labios sonrientes parecían animar la imagen con un soplo de vida y en la impecable elegancia del conjunto, que fuera distintiva del soldado, la figura adquiría un relieve fascinante. Mme. Lynch hablaba de las novedades que un cargamento que acababa de llegarle por Puerto Suárez, después de un viaje de más de un año, le trajera de París. Ponderaba, sobre todo, la preciosura y riqueza del vestido que tenía puesto, cuyo color gris perla sentábale admirablemente. Una vieja negra esclava servía una taza de chocolate cuando en un movimiento torpe, resbaló y cayendo junto a Mme. Lynch dejó volcar el contenido de la chocolatera sobre su falda. La Lynch lanzó un grito de horror al contemplar el estrago. La esclava, aterrorizada, pedía perdón con infantil espanto, mientras su ama, entre graves recriminaciones a la autora del daño, procuraba repararlo lo mejor que podía. A la explosión de ira de la Lynch y a los lamentos de la esclava siguió un silencio penoso. El soberbio vestido había quedado inservible. En la lividez de su semblante y en la dureza de su sonrisa convulsiva, se reflejaba el íntimo furor que devoraba a la damnificada.
* Como para poner términos a la escena, en ese momento ocurrió una cosa rara. Mi abuela, que siempre ocupaba un sillón situado frente al retrato, notó que éste sufría una ligera oscilación. Creyó al principio que fuera ilusión de sus ojos, pero observando bien comprobó que el cuadro se movía. Presa de un inexplicable sobresalto llamó la atención de la Lynch sobre el fenómeno y cuando ésta corroboraba que, efectivamente, el cuadro se inclinaba, el retrato cayó estrepitosamente al suelo.
* Y fue aquello una cosa asombrosa. Sostenida estaba la tela por un fuerte cordón prendido a una escarpia firmemente clavada en el sólido muro. Serradas estaban las puertas y ventanas, por lo cual no cabía la suposición de que una ráfaga de viento hubiera ocasionado la caída del cuadro: ¿a qué podría atribuirse el hecho?
* Las dos señoras se quedaron abismadas en la superstición del misterio. Hasta la esclava olvidó su reciente espando para caer de rodillas rezando un rosario. Fue mi abuela la que rompió el silencio para decir entre dos sollozos que le arrancó un íntimo y repentino presentimiento:
* -¡José María ha muerto! Me lo dice el corazón.
* Y levantando el retrato humedeció el óleo, al besarlo, con un torrente de lágrimas.
____
* Dos días después la larga pitada de un vapor que llegaba sacudía con una emoción extraña el corazón de la dama. Tuvo la certeza de que el barco traía para ella noticias terribles y dejando la labor en que su espíritu industrioso empleaba el tiempo no reclamado [20] por el cuidado de la casa, se echó a la calle para correr al puerto. No había andado dos cuadras cuando el llamado de una voz amiga la detuvo. Era un oficial que llegaba de los campamentos.
* -¿Y mi esposo, qué sabe de mi esposo? -preguntó ella atropelladamente y a gritos.
* -Para usted traigo un mensaje del Mariscal, doña Teresa. Le hace decir el señor Presidente que «el porteño -llamaban así a mi abuelo don José María Lamas por su proverbial elegancia y sus frecuentes viajes a Buenos Aires- supo morir tan guapamente como bailaba el minué en el Club Nacional...
* -Ya me lo tenía dicho el corazón -exclamó anegada en llanto la joven viuda. Y luego, en un minuto de tregua-: ¿cuándo murió? -preguntó al oficial amigo que, conmovido ante su dolor, guardara silencio.
* -El 2 de mayo a las 5 de la tarde, en Estero Bellaco.
* -Sí, el 2 de mayo a las 5 de la tarde -replicó maquinalmente la infeliz-. El mismo día y la misma hora en que se desplomó misteriosamente su retrato.
. . . . . . . . . . . . . . . . .
* El cuadro de la tradición familiar se conserva aún en el hogar de mis mayores, salvado de todas las peripecias de la «Residenta» durante la cual su dueña lo guardo como un tesoro no desprendiéndose de él jamás. Y hoy, cuando observo la fulgurante expresión de sus ojos y la acicalada pulcritud del porte todo, del que se destacan las cuidadas patillas, siento una singular sugestión al imaginarme al bizarro caballero, que según las crónicas de aquel tiempo dirigiera memorables cotillones en el Club Nacional, peleando en algún ensangrentado matorral, descalzos los pies, abierta sobre el pecho la desgarrada camisa, el uniforme hecho girones, cubierto de sudor y estremecido de heroísmo, hasta caer trasmutando con su último aliento un soplo de vida al retrato que en el hogar presidía las largas y tristes horas de la espera...
**/**

.

Visite la GALERÍA DE LETRAS
del PORTALGUARANI.COM
Amplio resumen de autores y obras
de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario