Recomendados

viernes, 29 de enero de 2010

LA CATEDRAL SUMERGIDA. Autor: AUGUSTO CASOLA / Prólogo: FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH / Presentación: JOSÉ ANTONIO BILBAO / Versión digital

LA CATEDRAL SUMERGIDA
Autor:
AUGUSTO
CASOLA
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Ediciones La República, [1984].



PRÓLOGO
* Augusto Casola (EL LABERINTO, 1972; 27 SILENCIOS 1975) afirma con este libro, LA CATEDRAL SUMERGIDA, una presencia creadora cada vez más definida. Creo que también cada vez más punzante. Su novela inicial anticipaba un diseño narrativo cuyos trazos fundamentales se ven ahora -como es frecuente esperar de un autor joven aunque no siempre lleguen a cumplirse los vaticinios- decididamente firmes. Estos trazos no se agotan en un repertorio funcional de instrumentos formales, en la utilería retórica que corre siempre el riesgo de quedarse o en la sola profusión o en la novedad sola. Implican, en lo esencial, una visión, un ámbito de existencia que resumen una totalidad. Esta visión y este ámbito son, en Casola, la cotidianidad, ese espacio vital múltiple y vario del acontecimiento que se nos enmascara, ocultándose, en una unidimensionalidad falsa, no por equivoca, sino por muda.
* El espacio de lo cotidiano es, pues, a mí modo de ver, el lugar en que Casola escoge, no que encuentra, sus significantes. Desde luego, lo cotidiano es el contexto en el que nos constituimos como hombres. Es también el lugar en el que la historia se pulveriza en sus determinantes. Nuestro ser hombres en medio de una historia que nos transcurre -somos su paso, su hueco, su polvareda- se desdobla, traduciéndose con erratas, en la objetividad de lo cotidiano.
* Casola asume precisamente esta objetividad -urgencias biológicas, imposiciones de la costumbre y otras humanidades o residuos- y la hace estallar por acumulación hiperbólica de sí misma. Es decir: como un globo lleno de aire que, al anularse como límite, se descubre sólo como portador -enmascarador- del vacío. De la inmensa, sí bien repetitiva, población de situaciones y formas (o de situaciones-forma) que constituyen esta objetividad, Casola se apropia de algunos signos: la vejez, por ejemplo, que se formaliza en objetos que remiten a un pasado devorador que erosiona el presente borrando las diferencias. O el sueño, la alucinación, la ebriedad o la locura que no ejercen en su contenido de mundo ninguna transmutación, sino que lo exageran, lo multiplican, revelando, por acumulación frenética, su perversidad, su nulidad o su absurdo.
* Un autor -que es un hombre con su hambre y con su don, con la peculiaridad de que su don viene de su hambre- es una conciencia dentro de una historia. Su tentación diabólica específica está en llegar a considerarse, de buena fe, conciencia de esa historia. Lo grato de Casola es que él parece estar ajeno a esta tentación que acosa, en especial, al escritor latinoamericano. Él está y se siente estar en una historia, una historia que le interpela y a la que juzga enjuiciándose a sí mismo. Esta historia es, en su base, la de un hombre de clase media asuncena y, en segundo lugar, la de una sociedad en su conjunto que sufre la crisis, pero que la sufre en el espacio -que es tiempo detenido- de una enajenación. Esa situación de duermevela, de irrealidad (por emposamiento de realidad insignificante), de totalidad malsana, de identidades por confusión, de no-lenguaje, en suma, constituye el significado de la cotidianidad capturada por la escritura de Casola.
* Esta lectura del texto implícito de LA CATEDRAL SUMERGIDA es, que duda cabe, cuestionable. Es por completo cierto que debe haber otras, situadas a diversos niveles semióticos. Una de esas otras lecturas, la única imprescindible para Ud. es la de Ud. mismo.
* Comience ahora esa estimulante aventura, esa enriquecedora tarea. No sería improbable que, al final, nos volviésemos a encontrar.
Julio, 1983 - FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH
.
PRESENTACIÓN
* Presentar un libro es una faena grata al espíritu, aunque a veces entrañe un riesgo crítico cuando quien lo bautiza no es desmenuzador de textos ni analista profesional.
* Augusto Casola me ha elegido -él sabrá por qué razones- para que lo ponga ante Uds. en este día en que otro fruto de sus vigilias y reflexiones ve la luz después de un largo proceso de gestación.
* Casola no es un desconocido en el difícil ministerio de las letras, pues como poeta y fabulador tiene notorios antecedentes en libros publicados como «El Laberinto», su novela primigenia, que obtuvo el primer premio en un concurso de narrativa. No se quedó allí, varado, regodeándose con el beneficio de la distinción y la publicación de su obra, sino que fiel a una acendrada vocación persiste en la tarea emprendida.
* Ahora, en este acto, con sello editorial de La República, presenta su tomo de cuentos que titula «La Catedral Sumergida». En un cuento, con el mismo nombre, el autor teje una fantasía erótica, algo que parece un sueño irreal o una pesadilla sexual, en un templo sumergido, relacionándolo con el impresionismo de la célebre pieza musical de Debussy. Este cuento no condice con el impacto real, a veces desolado, de los otros, fundados en la vida, extraídos de hechos diarios, en que la compleja trama de una humanidad doliente se extiende sobre hombres y mujeres como inmensa telaraña que los aprisiona entre sus hilos sutiles, pero asfixiantes. Como dice el crítico Francisco Pérez Maricevich en el prólogo de esta primera edición

«lo cotidiano es el contexto en el que nos constituíamos como hombres. Es también el lugar en el que la historia se pulveriza en sus determinantes. Nuestro ser hombres en medio de una historia que nos transcurre -somos su paso, su hueco, su Polvareda- se desdobla, traduciéndose con erratas, en la objetividad de lo cotidiano».
* Los cuentos de Casola agregan a nuestra escasa narrativa, un hito más. Pero cabe considerar que el autor no se fija en mitos ni trata de hacer un realismo mágico en el que las irrealidades son primordiales y las realidades, secundarias. En las páginas de este libro no hay juegos de palabras ni una morosa delectación en describir paisajes ni hacer literatura barroca. Es más, podría decir con honrada sinceridad, que Casola huye, como de un fantasma, de todo barroquismo. Su pintura, su escritura, se ciñe al hecho directo, en forma tal que quien lo lee se siente sorprendido por esa descarnada actitud de marginar lo poético, que sería arrequive, para clamar, por medio de la prosa, en lo dolorosamente prosaico que es el vivir en un mundo caótico, triste y tan duramente inhumano por ser, valga el término, demasiado humano en una dimensión opuesta a todo romanticismo. No todo lo que escribe Casola en sus 20 cuentos ocurre en la ciudad, devoradora de vidas. También hay escenarios campesinos, con personales atados a la tierra, dependientes de ella, Situados en un entorno que al menos tiene aristas coloridas y no grises.
* En suma, nuestro autor, ingeniero de profesión, mensura tipos y psicologías diversas, para ofrecernos una muestra, planificada, de las vicisitudes del hombre.
* Casola, es miembro del Pen Cub del Paraguay y la entidad, a través del que estas deshilvanadas reflexiones hace, se siente honrada en presentar este libro de un conspicuo socio.
JOSÉ ANTONIO BILBAO - 5-Abril-1984 - Presidente del P.E.N. Club del Paraguay
.
LA MADRUGADA DEL DÍA SIGUIENTE
La luna tempranera de las tres de la tarde, moneda incompleta, cuarto creciente, especie de mancha transparente, extemporánea sobre el cielo brillante y azul, soplo de viento que agita el verdín y el calor, enmarcan la hora en la cual Luciano inicia la cochura del chipá, que alienta en un humo oloroso y blanco, volviendo constantemente la cabeza hacia el sendero polvoriento, esperando, como hace todas las tardes de luna tempranera.
-¿No llegó todavía?
-Ya te dije que no puede, que no va a venir más, contesta su mujer, mientras acomoda en el canasto, la primera hornada de la tarde.
-Yo sé que va a venir -insiste Luciano y aspira el sahumerio que brota del horno de adobe y arcilla colorada- ¡Vos qué sabés! Te digo que va a venir nomás, porque ayer soñé una cosa rara y seguro que es buen anuncio.
La luna premonitoria sigue desvaída en el cielo intenso de la tarde cuando Luciano saca la segunda hornada, tan apetitosa, que apenas puede resistir el impulso de meter uno de los panecillos en la boca. Lo detiene la mirada dura de su mujer.
-Hoy vendimos mucho -comenta ella-. El segundo canasto ya se acabó.
Luciano se rasca el cuello, torturado por los mbarigüí: -¡Cómo pican estos bichos! -exclama- Me parece que va a llover un día de éstos.
La mujer carga el aromático manjar en el canasto grande que trajo la chica. El bolsillo delantero del delantal abulta en billetes apelotonados y su cuerpo, ancho y ondulante, se mueve con lento vaivén de las nalgas, al caminar.
Volviéndose hacia el hombre que sigue dándose palmadas dice: -No te hagas ilusiones. Hace tres meses que sigue éste calor y no hay esperanza de que cambie. Mirá nomás cómo está el cielo... Esos bichos te pican de puro hambrientos.
Luciano ceba el tereré en la guampa ornamentada con sus iniciales.
-A mí me parece que no pasa otra semana sin lluvia. Hay muchas nubes: el sudor resbala sobre las mejillas del hombre y marca, en su rostro, una larga cicatriz rosada que se abre paso entre la polvareda que forma una segunda epidermis sobre su piel, antes de gotear en la camisa transpirada.- Te estaba contando pues ese sueño raro que tuve -le dice a su mujer sorbiendo la infusión. Yo no aparecía, pero había un perro blanco, muerto, que se caía de espaldas en un precipicio.
-Yo no entiendo de sueños -la mujer coloca el canasto sobre la cabeza de la chica y siente como le crujen los huesos raquíticos-. Esta es la última tirada -dice-. A ver si vendés pronto porque después quiero que levantes la ropa, antes que sea de noche.
Luciano deja la guampa a un lado y queda mirando el camino que sigue la muchacha. El apteraó, aplastado sobre su cabeza, se confunde con los cabellos desgreñados: -Va a venir por ahí- señala con el mentón-. Vos no me creés pero yo sé lo que te digo. Ese sueño que tuve...
-¿Porqué no te levantás y hacés algo? -responde Gumersinda con voz agria-. No sé lo que te pasa por ahora. Vos sabés bien que no puede ser -se dirige al rancho balanceando las nalgas inmensas-. Luciano, dejate de soñar y vení a tomar cocido o qué, ¿querés? No sé lo que vas a conseguir repitiendo siempre la misma cantinela.
El hombre levanta la vista hacia el cielo y vuelve a bajarla hasta sus pies descalzos.
-A la pucha que no me dejas en paz...
-Si te dejo, vas a estar todo el día haraganeando en esa silleta y hay un montón de cosas que hacer. Mirá nomás cómo está la casa. Hace años que nadie le pinta y el catre ese donde duerme la ñorsa va a caerse un día de éstos. Tiene todos los tornillos flojos y vos, lo único que querés, es estar ahí, sin hacer nada.
-Le estoy esperando, nomás -responde Luciano sin abandonar la mirada soñadora.
Quedaron muy lejos, en el horizonte de los recuerdos, los días en que Luciano iba a los bailes pueblerinos, persiguiendo muchachas y trabándose en discusiones por asunto de naipes o polleras. Al juntarse con Gumersinda, dejó todo eso para trabajar en su capuera y en la producción casi industrial del chipá, que logró alcanzar renombre hasta en la capital. En esa época, Luciano era incansable.
Construyó el rancho y, cuando Gumersinda descubrió su estado de gravidez, el hombre duplicó la actividad de los hornos, contratando gente que lo ayudara a fabricar y a vender el producto, llegando a enviar cien tiradas por día, que distribuían las camionetas, provistas de altoparlantes, anunciadores del sabor.
María Isabel conocía a su padre por el olor a tabaco, mezclado con el aroma del chipá recién hecho y por las interminables frases cariñosas pronunciadas con voz gruesa, en la dulce entonación de su idioma ancestral. A los tres meses reían juntos, a los seis, ella gateaba entre las piernas de Luciano y las montañas de chipá, acumuladas en el patio y de las cuales, María Isabel, probaba algunos trocitos que derretía entre sus encías sin dientes. Por momentos, Luciano dejaba de amasar, introducir y sacar del horno los panecillos y se dedicaba a jugar, diciendo cuantas ternuras pasaban por su cabeza, a las que María Isabel respondía con largas carcajadas sin dientes, de puro contento, sin entender nada.
El día de su primer cumpleaños, la casa estaba completa, con olor a pintura fresca hasta en el patio, donde los árboles lucían un aspecto alegre después del blanqueo de sus troncos. El pueblo, unas treinta familias, fue invitado a festejar el acontecimiento, y desde las ocho de la mañana, el rancho reluciente, se convirtió en el centro del desfile multicolor de matronas engalanadas y señores que, al influjo de los aperitivos, convertían sus bocas en torbellino de risas o se dedicaban a relatar anécdotas gloriosas de los años de guerra, mientras sus mujeres atendían a los niños, el asado, los chorizos, las morcillas, yendo de aquí para allá y sirviendo las bebidas que corrían en abundancia. Para la ocasión, Luciano hizo traer ciento cincuenta docenas de globos en la variedad más increíble que pudo imaginar y, durante una semana, la chiquilinada se pasó inflándolos hasta sentir los pulmones empequeñecidos, la boca seca y las rodillas temblorosas, pero al llegar el gran día, colgaban del techo, en las ventanas, de los árboles, en cada rincón de la casa, hasta la carreta y los cuernos de los bueyes se adornaron con globos inmensos.
Después del chocolate (que Gumersinda preparó en una olla gigante de cincuenta litros) y las chipitas con cada una de las letras del nombre de su hija, Luciano y los demás invitados varones, se sentaron a truquear hasta la noche. Se encendieron los faroles a querosén y a los sones de la orquesta, contratada en la capital, bailaron los jóvenes, que no iban a desperdiciar esa oportunidad que quizás no volvería a repetirse.
Cerca de las tres de la mañana, la nena despertó sobresaltada, con sus ojos negrísimos atravesando la oscuridad que no comprendía. Bajó de la cuna, cruzó el pastizal entre las parejas que bailaban, se acercó a Luciano que no la vio y siguió caminando, hacia el bosque, atraída por los miles de ruidos, apenas audibles, de los animales nocturnos y el crujir de la hojarasca, pisada por sus pies helados. Se internó en la maraña de yuyos y ramazonas fantasmales, en pos del llamado que la despertó del sueño. Cruzó el arroyo, dejó marcas de unos dedos pequeñitos en la arena blanca de la orilla y se perdió en la oscuridad indecisa de la madrugada del día siguiente a su primer cumpleaños.
Se dieron cuenta cuando la mamá fue a ver si la nena estaba mojada para cambiarle los pañales. Nadie supo decir nada ni la vio. Luciano y cuantos hombres podían estarse en pie, iniciaron la búsqueda desesperada de la niña que se internó en la selva, sin importarle los globos, ni la música, ni la torta de tres pisos, ni su futuro en el rancho junto a sus padres, ni nada sino el insistente requerimiento del bosque que la impulsó a mezclarse con la maleza, dejando impreso sus dedos redondos, en la arena del venero como prueba de esa extraña nostalgia.
Nueve días después, rendidos por la fatiga y Luciano presa de una angustia desconsolada, volvieron a la casa que aún tenía algunos globos, desinflados y tristes, colgados de las ramas dormidas de los árboles.
-Ha de volver -exclamó sentándose en la hamaca- una criatura así no puede irse tan lejos. A lo mejor se quedó dormida dentro de algún tronco, en el bosque, pero seguro que va a volver...
Gumersinda limpió la casa, quitó los residuos de la fiesta, salpicó con agua de balde el piso de ladrillos y salió al patio, respirando a pleno pulmón, mientras de sus ojos caían lágrimas silenciosas y en la boca, le daban vueltas y vueltas las palabras que necesitaba decir a gritos, sin hallar el cauce por donde dejarlas escapar.
-Va a volver uno de estos días -le contestó Luciano cuando ella quiso saber, después de siete meses de la desaparición si debía guardar luto por la hija-. Se viste negro por los muertos y María Isabel no está muerta, así que déjate de preguntar macanas.
Gumersinda encendió esa noche tres velas a San Judas Tadeo y rezó un rosario porque fuesen ciertas las alucinaciones de su marido. Desde aquel día en que fueron a buscar a su hija sin hallarla, le seguían persiguiendo las lágrimas y dándole vueltas en la boca las palabras que no podía pronunciar.
Volvieron a preparar chipá, el negocio anduvo bien y Luciano no recordó más a su hija hasta tres años después, el día de su cumpleaños.
-Hoy cumple cuatro -le dijo a su mujer.
-Cuatro ¿qué?
-María Isabel -respondió Luciano muy serio tenemos que preparar la fiesta.
-Pero si no está.
-Ya sé, pero ha de venir.
-No viene más, Luciano, te digo que no viene más.
El hombre no le dirigió la palabra en todo el día, pese a los esfuerzos de la mujer, que procuraba reconciliarse con el marido, uniendo a él su dolor común.
Gumersinda sentía que las viejas palabras iban a brotar, mezcladas con el aire refulgente del campo verde, fresco, oloroso. Salir, aunque Luciano se negara obstinado a reconocer esa realidad, acaso superior a su capacidad de resistencia.
La hora de los mosquitos y el chillido de los grillos tomó a Luciano sentado en la silleta del patio, frente a los hornos sin humo, en melancólico trasluz de rojo fuego, que extendía los brazos, desgarrando el vientre de la selva. Estaba quieto, formando parte del crepúsculo que huía entre el alboroto desafinado de pájaros invisibles y los cambiantes matices de una naturaleza triste, con la camisa desabotonada, flotando en la brisa. Así lo vio su mujer, al acercarse con un tazón de chocolate que había pedido y le escuchó decir, en voz baja, las palabras que abrieron ante ella todo el universo de su desolación, las que durante años anduvieron revolcándose bajo el paladar de Gumersinda.
-Mi hijita..., mi pobre hijita -al tiempo que de sus ojos, fijos en alguna lejanía interior, caían dos lágrimas impregnadas de los reflejos del recuerdo, provenientes de la línea perdida del arroyo, donde quedaron las formas de unos dedos pequeñísimos.
Estiró otra silleta y se sentó a su lado, en la penumbra, bebieron juntos el chocolate, dejando pasar las horas, hasta que la oscuridad fue completa y sólo una espesa vía láctea de luciérnagas inquietas, emitía destellos intermitentes al reflejar, sobre la superficie del campo, el brillo de las estrellas.
Al volver la chica con el canasto vacío, Gumersinda la esperaba en el mecedor de mimbre, que se deshacía en chirridos, al arrastrar su cuerpo de matrona, para delante y hacia atrás, en una sucesión inacabable de vaivenes.
-Aquí te dejo la plata, la señora -dijo.
-Bueno, andá a bañarte ahora antes que haga más fresco.
Luciano se acercó a su mujer sentándose en el otro sillón.
-¿Qué estás pensando? -preguntó.
-Nada ¿y vos?
-Nada.
Permanecieron sin hablar, escuchando a la muchacha sacar el agua del pozo, el ruido de la roldana, su deslizarse de pies descalzos sobre la arena del patio, cómo vaciaba el contenido del cubo en la palangana grande, el chapoteo del líquido, alzado con las manos para mojar el cuerpo teñido de luna.
Casi podían oír cómo tiritaba al frío contacto y el deslizarse de la toalla sobre su piel. Se puso los zapatos, el vestido color ciclamen y fue a sentarse frente al portón. Recién entonces, la pareja de ancianos, se percató del largo silencio que los había envuelto en una tenue capa de armiño impalpable. Luciano encendió un cigarro, aspiró el humo de tabaco fuerte, secado al sol, recorrió con la vista las paredes del rancho vacío, cada hendidura, cada recova desconchada y, sin poder soportar por más tiempo el hábito que pesaba sobre sus años de esperar inútilmente el sueño de la juventud, dijo, dejando gotear las palabras:
-No vino, otra vez..., mañana puede ser.
-Puede ser, Luciano, puede ser -contestó su mujer y permanecieron silenciosos, mirando la noche, con los ojos tristes y desolados, que en aquella madrugada, se opacaron para siempre.
.
Whisky & ice
Le digo «Delcy» y ella me mira con sus ojos, negros y sin emoción, fijos en los míos, acostumbrados como están a mirar sin ver, con la opacidad que se les habrá contagiado del tiempo que lleva trabajando en esa whiskería -últimamente, si uno analiza bien, se da cuenta que las denominaciones de las cosas, los lugares, las personas y las actividades que se desarrollan o ellas desarrollan, han sido rebautizadas, con nombres más sofisticados y eufemísticos, a los que estábamos acostumbrados en mi juventud.
Así, a los advenedizos se los llama consecuentes, a los ursos, financistas. A los ladrones, estafadores, coimeros y otras alimañas afines, se les confiere la cualidad de portentos comerciales. A los chiquilines petulantes y mal educados se les dice conflictuados, a las casas de cita, moteles y a los quilombos, whiskería. Podría seguir mencionando nuevas designaciones de las viejas costumbres, usos y sitios, si no fuera porque me resulta fastidioso dar la impresión de ser un cínico de ingenio, lo que no soy, o al menos, ingenioso, aclaro, antes de recibir el comentario de algún avisado observador de los que hay por ahí. Solamente a las reas se les sigue llamando putas, sin retaceos.
Le llamo «Delcy» y me mira entre los destellos de las luces estroboscópicas, música beat y jóvenes in. Yo solía decir antes música moderna, nuevaoleros, etcétera, pero se quedaba sin entenderme, por eso, cuando dije «Delcy», no me asombró que me observara de tan lejos, con sus pupilas estáticas en el pestañeo de las luces, sin dar importancia a lo que oía, ni a la música beat del casetero, que desliza sus melodías entre los dedos de las parejas que bordean la pista donde nadie baila, absortas en las caricias preliminares, matizadas con las risas agudas de las mujeres.
Las piezas tienen luz roja, filtrada por los agujeros de los ojos y bocas de las máscaras de isopor que les sirve de pantalla y son toda la iluminación, cuando uno entra a los tropezones con la silla o la cama hecha por décima vez y me dice: -Tenés que pagarme antes
-No -respondo- mejor cuando terminemos.
-El patrón quiere que se cobre adelantado.
-Así no quiero. Te voy a dar después.
La música sigue sonando y llega algo diluida hasta nosotros. Ya no digo «Delcy». La acaricio y desprendo el bretel de su corpiño. Ella ríe, con esa risa opaca y afectada, de tanto andar en la penumbra.
-¡Si ya me conocés! -exclamo haciéndome el molesto- No sé porqué me pedís que te pague antes.
-El otro día me jodieron
-Aha...
Me acuesto después de haber puesto mis ropas sobre el respaldo de la silla. Su piel desnuda adquiere la coloración púrpura que vomitan las máscaras. En el salón siguen las risas, las conversaciones en voz baja y los dedos que investigan entre las minifaldas, que exhiben muslos y bragas, teñidas de historias nostálgicas.
Digo «Delcy» pero no me escucha. Canturrea la melodía que atraviesa las rendijas de la puerta cerrada tras la cual, está otra habitación con su pareja, la latita de cerveza medio tibia sobre la mesita de noche, su ropa a un costado sobre la silla, la mediabombacha y las botas blancas, bajo la cama.
Cierro los ojos sin decir nada pues ya no es Delcy, sino una masa sudorosa de carne marchita unida a la mía, que desprende, al transpirar, su olor a jabón y perfume baratos, y me contagia esa languidez de su mirada sin vida, oscura, inerme a causa de los reflejos rojos que brotan de dos esquinas de la habitación. Hacemos el amor con rabia -lo digo así para no resultar chocante- como si cada acción, cada movimiento, buscara separarnos, con una intensidad en la que nada tienen que ver las emociones y tratando de lograr lo antes posible ese placer obtuso y alucinado, proveniente de ésta masturbación de a dos, en la cual, el último gemido está cuajado del sabor amargo aposentado en nuestra angustiosa soledad, más vasta y desolada tras esa cópula lasciva, que culmina en la caricatura grotesca de un orgasmo sin ternura, condicionado a los reflejos involuntarios de mi cesión.
No digo más nada. Enciendo dos cigarrillos y dejo uno entre sus labios. Vuelvo a dar una mirada accidental a las máscaras, que siguen brillando con su risa fija y repulsiva, al humo que sale de nosotros y se expande en el ambiente, como extoplasma de nuestros cuerpos y a la palma de mis manos, en las cuales, olfateo su aroma peculiar, antes de repetir «Delcy», en un susurro final que permanece colgado de las sombras.
Ella no habla. Mejor. Prefiero que siga así, de ser posible desde que la saludo hasta la hora de despedirme. Puede ser que un día me anime a decirle:
-Apagá la luz esa, por favor, no quiero verte -pero tengo miedo a que me mal interprete y se enoje conmigo. Pero me doy cuenta que comienza a ponerse inquieta. Va a hablar. Ya se levanta. Tiene las botas puestas. Saco del bolsillo un billete arrugado que le alcanzo sin abrir la boca. Yo sigo tendido para verla vestirse con prisa. Arregla sus cabellos largos.
-Vamos pues afuera -exclama, sin más preámbulos.
-Ya enseguida.
Es poco más de las once y empiezan a llegar otros hombres que, al encontrar pareja, forman extrañas figuras chinescas en la semioscuridad de luces estreboscópicas -digo bien, ahora. En un rincón veo a Delcy tomada del brazo de un tipo corpulento, cuya grasitud excede su cintura y cuelga siguiendo la circunferencia del vientre, por encima de los límites del pantalón. Yo tomo otra cerveza, sentado en uno de los divanes y la veo dirigirse hacia el cuarto que acabamos de abandonar. El gordo ríe y la abraza, como si quisiera aplastarla, Delcy, ríe.
-No, gracias, salí recién, nomás. Estoy tomando una cerveza nomás.
Parece frustrada cuando vuelve a la pista, con el gordo detrás suyo, serio y jadeante, observando a su alrededor, como si temiera encontrarse con algún conocido, tal vez, y enseguida escapa hacia la calle.
¿Todavía no te fuiste?
-No. Estoy haciendo tiempo.
-¿Querés entrar otra vez?
-No.
-Dame un cigarrillo, entonces.
Va al encuentro de un nuevo cliente. Tiene buena planta y me alegro por Delcy -echa humo por los agujeros de la nariz y sonríe entre sus labios pálidos, los ojos negros, negros, clavan la vista atónita en los chisporroteos de las luces giratorias, las luces negras, las luces estroboscópicas o como quieran llamarlas mientras continúa la música, las risas y los ajustes de precio entre Delcy y un caballero muy elegante de traje y corbata floreada que fuma cigarro, mientras otro tipo se divierte introduciéndole la mano por debajo de la minifalda y canturrea, haciéndose el desentendido.
- ¡No pues! -dice Delcy y se vuelve a medias. El caballero la sigue al cuarto mientras el cargoso repite su juego con otra de las chicas.
Yo salgo dando paso a cinco muchachos barullentos que ahora llegan, con olor a alcohol y despedida de soltero. Salgo y voy, por las calles que me alejan de Delcy, que debe estar con el elegante, encamados, la corbata sobre la silla, su pollera sobre la silla, sus olores mezclados, impregnándolo todo y las botas blancas, bajo la cama.
.
Enlace al ÍNDICE del libro La catedral sumergida en la GALERÍA DE LETRAS del PORTALGUARANI.COM
  • Prólogo / Presentación / La madrugada del día siguiente / Whisky & ice / La hija chica / La herencia / Pedazo de sol / La catedral sumergida / Crónica para el álbum familiar / Nombre y apellido / Retrato / La placa / El padre del Luisón / Participación / La espiral / El comprador de sueños / La pieza vacía / Su único fantasma / El escritor y su arte / Con música funcional / La estampilla / Tacuaral

.
Enlace al CATÁLOGO POR AUTORES
del portal LITERATURA PARAGUAYA
de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES

en el www.portalguarani.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario