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miércoles, 27 de enero de 2010

LA DOMA DEL JAGUAR. Autor: HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.


LA DOMA DEL JAGUAR
(Enlace con datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción,
Editorial El Lector, [s.a.].
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PRÓLOGO
* Este volumen consta de una veintena de piezas. Las primeras aspiran a ser cuentos. De estos cuentos, dos son de pura invención: El Patriarca y su anatema y Cuadros póstumos. Los relatos que tienen por protagonista al Rojo Scott, se los debo al Rojo Scott, esto es, a un viejo amigo de ascendencia escocesa, de vida azarosa y heroica (nunca exenta de buen humor) a quien atribuyo el apellido Scott aunque su verdadero apellido no sea menos escocés. Las botas del prisionero, relato de la guerra del Chaco, no es de mi invención. Mejor dicho, casi todo el cuento excepto el desenlace, evoca sucesos verídicos de aquella campaña. Este cuento se publicó en La Nación de Buenos Aires el 16 de diciembre de 1962, bajo el título de Las botas del mayor, ilustrado por Orlando Pierri.
* Las piezas amparadas por el pretencioso título de En busca del tiempo perdido son todas autobiográficas. También lo son las publicadas bajo el título de Varia, excepto, claro está, el Coloquio ya entre Sombras cuyo escenario se describe en el Canto IV del Infierno. (versos 25-151). Es el Limbo.
* Tanto En busca del tiempo perdido como en Varia hay una fusión de géneros. Se puede ilustrar este aserto con un par de ejemplos. En traje de marinero, allá en los años veinte... la evocación es autobiográfica. Un niño -el autor- va a una vieja casona con su madre; allí, en un salón de la casona, se ve rodeado por unas ancianas hieráticas y siente el congruo fastidio; algunas lo besan en la mejilla y él cree sentir en ésta una humedad desagradable. Pero cuando el niño abandona el salón y en el jardín se ve rodeado de muchachas jóvenes y hermosas que bailan en corro en torno a él, entonces él descubre la Belleza. La Belleza en dramático contraste con lo experimentado poco antes. Y este descubrimiento es evocado primero en prosa y luego en verso. ¿No tiene algo de cuento esta página autobiográfica de la niñez?
* Algo parejo acontece en las páginas autobiográficas relativas a la guerra del Chaco (1932-1935) y a la vida intelectual adulta, la vida universitaria.
* Consideremos la que llamaremos aventura en la Universidad de Oxford. El protagonista ya no es un niño ni un escolar: es un hombre maduro, un profesor que representa en un Congreso de hispanistas a la Universidad de Washington. Ya ha publicado varios libros y ensayos en revistas de América y Europa. Es dos veces doctor y ha alcanzado ya la máxima jerarquía académica. Estos detalles, debe subrayarse, son necesarios para la cabal comprensión de la «aventura».
* En Oxford, conforme a una antigua tradición, es despertado violentamente, al rayar el día, con gritos destemplados por un sirviente de la universidad, por un steward. Es que le han asignado una habitación que se cierra por fuera y que tiene, además, apariencia de calabozo gótico. El lector juzgará si en las páginas sobre Oxford, donde hay hasta un adarme de crítica literaria, no hay también algo de cuento... Podría yo aducir otros ejemplos de entre estas piezas de carácter misceláneo. Pero el lector curioso -y benévolo- los encontrará sin ayuda de nadie.
* El apéndice transcribe tres juicios críticos de Manuel Alvar, Ángel Mazzei y Elvio Romero.
* Estos tres juicios versan sobre mi libro de cuentos El ojo del bosque. Manuel Alvar, lingüista y crítico eminente de la Real Academia Española, problematiza la definición de cuento en su análisis del citado libro, análisis que como es de esperarse tiene interés literario. Manuel Alvar declara hacia el final de su breve ensayo que esa mi obra narrativa le ha hecho pensar en Poe unas veces y otras en Valle-Inclán. Algo bien diferente asevera Ángel Mazzei, distinguido crítico y refinado poeta, (detector zahorí de influencias, coincidencias, confluencias), que, desde 1966 ha comentado varios libros míos, y a quien aprovecho esta oportunidad para agradecerle la generosidad y brillantez de su estimativa. Tocante a los maestros que El ojo del bosque le ha hecho recordar, son éstos muy diferentes de los nombrados por Manuel Alvar, lo cual a su vez tiene interés literario. Incluyo el mensaje de Elvio Romero en homenaje a una amistad iniciada allá por los años cuarenta...
H. R. A.
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LA DOMA DEL JAGUAR
* Al hacerme cargo del obraje maderero en el Alto Paraná necesitaba urgentemente un capataz. Convoqué una junta de peones la misma mañana en que desembarqué del vaporcito y subí la escarpada barranca.
* -¿Quién es el más bruto de todos ustedes? -les pregunté sin ambages. Los veinticuatro forajidos se miraron entre sí como para calibrarse recíprocamente. Dos nombres oí murmurar antes de oír la respuesta categórica: los nombres de Toribio Vera y de Antenor Frutos.
* -¿Quién es el más bruto de estos dos? -inquirí yo, serio. Yo observaba impasible a los veinticuatro, sentado en mi banquito de urundey que desde entonces sería mi sitial en la selva. Difícil elegir entre Vera y Frutos, si éstos eran sus verdaderos nombres. Los dos debían igual número de muertes; los dos como todos aquellos fugitivos de la justicia de uno o más de los tres países limítrofes, habían cambiado de identidad por lo menos una vez. Yo ya no era inexperto en mi trato con criminales. Casi tres años en la inmunda cárcel capitalina me habían enseñado cómo ganar la confianza de esta gente. Cada cual tiene su punto flaco. Había también aprendido a descubrir y a apreciar en renombrados asesinos cualidades nada malas. Ahora iba a comprobar que en plena jungla paranaense no faltaba una ética, una ética en algunos aspectos nada despreciable. Matar no estaba mal mirado. Se mataba por necesidad o por hombría o lo que se entendía por hombría de bien o de mal. Pero no se toleraba el robo. Existía una cierta honradez en que se podía confiar. Por otra parte, la deslealtad, la traición eran consideradas abominables.
* * *
* Como perseguido político me vi obligado a refugiarme en aquella selva salvaje del Alto Paraná. Yo estaba algo desconcertado. Conocía bien el río Paraná desde Corrientes hasta Posadas y Encarnación. Un río anchísimo, tranquilo, de un color azul plata y con verdísimas islas. Pero subiendo hacia el norte, hacia donde estaba mi obraje, el río se hacía angosto y oscuro entre murallones altísimos, de hasta más de cien metros por encima de las aguas. A los pies de estos murallones de basalto o arenisca, se retorcía un caudal hirviente en remolinos, ya no azul como más abajo sino de un color gris y triste. Así me pareció. Además tan retorcido es el voraginoso cauce que los ojos no pueden complacerse en la visión de un panorama extenso de agua más o menos turbulenta. En los innumerables recodos del Alto Paraná la vista se estrella contra esos gigantescos paredones sobrevolados por aves de rapiña. Porque entre recodo y recodo, entre vueltas y revueltas no se ve más espacio de agua que el que alcanza una pedrada.
* -Me espera una vida perra en estas selvas -pensé- aquí jaguares y pumas no han de ser más feroces que los bandidos que las infestan.
* Por esto me armé de todo el valor de que era capaz para enfrentarme con los veinticuatro individuos que serían los peones a mi mando. La cárcel, sin embargo, mi larga reclusión en una cárcel de criminales como si yo fuese uno de ellos, me permitió saber en poco tiempo que yo podía hombrearme con los ex convictos del Alto Paraná.
* Al terminar la junta con los peones les prometí comunicarles mi decisión al día siguiente. Y así lo hice. El capataz sería Toribio Vera. Toribio Vera, bizco, rengo, ladino, sonreía casi todo el tiempo. Su sonrisa, al prolongarse en la mejilla izquierda, se unía a una morada cicatriz. La puñalada que años antes le había abierto la mejilla, sólo se le había detenido detrás de la oreja, de la oreja izquierda, se entiende. Le faltaba el lóbulo. Pero la negra y apelmazada melena de Toribio Vera disimulaba bastante bien la ausencia del lóbulo.
* -Señor Toribio Vera -le dije cuando estuvimos solos a la sombra de un altísimo lapacho-. He pensado en usted; soñé con usted. Cuando sueño, respeto mis sueños. Siempre dicen algo. Usted, después de mí será el amo de este monte.
* Traté de hundirle la mirada en los ojos bizcos sin poder apresarle las dos pupilas marrones al mismo tiempo. Pero saqué en claro de aquel mirar torcido que Toribio Vera aceptaba con gusto el nombramiento. No preguntó nada acerca del sueldo o las condiciones del empleo; sólo quería ser un jefe; mandar. Yo, por instrucciones de gente de Buenos Aires les ofrecí una paga generosa a él y a los demás trabajadores.
* Intuí que no me había equivocado en la elección. Me dijo él con su sonrisa incesante A usted le gusta también mi socio Antenor Frutos. Me di cuenta, patrón. ¿No lo va a nombrar usted mi segundo?
* Yo me reí con fuerza en el aire todavía fresco de la mañana de abril.
* -Usted es vivo, Toribio Vera. Vamos a entendernos bien. Yo ya había resuelto que Antenor Frutos sería nuestro guardaespaldas.
* -¿Y cuál es mi obligación más importante, patrón?
* -Meter bala o cuchillo a quien quiera robar rollos.
* -Aquí los nuestros no van a robar nada. Garantido. Somos leales en el obraje.
* -¿Y la gente de otros obrajes?
* -Allí está el problema... Los del otro lado del Monday...
* -Bueno, a esos ladrones no hay que perdonar.
* Antenor Frutos se presentó de golpe, salido de la maraña, ante mi banquito de urundey como si hubiera oído lo que habíamos dicho Toribio Vera y yo.
* Antenor Frutos, de unos treinta años, tenía un aire inocente y era simpático. Moreno y afable, fornido, musculoso, parecía todo menos un delincuente de nada honorable foja de servicios.
* -Usted, Antenor Frutos será Obrajero Segundo. Tengo ahí en mi carpa un regalo para ustedes dos ahora que somos tres la autoridad en el bosque. Entré en mi carpa y salí enseguida con un calibre 44 niquelado para cada uno. Toribio y Antenor lucirían la insignia de su autoridad.
* Tuve la buena suerte de que algo pasara esa misma mañana poco después de la investidura de los dos obrajeros.
* -Vamos a dar una vuelta por el monte -les dije.
* -Vamos.
* Y nos metimos en la maraña bajo la fronda de lapachos, cedros y otros árboles de unos treinta a cuarenta metros de altura. Tuve la buena suerte, digo, de que de pronto topáramos entre los troncos rojos de curupay, los del color ámbar de los cedros y los de color vino tinto de los urundey, con un corpulento jaguar o tigre americano. Tendría bien más de dos metros de largo incluyendo en su extensión su elástica cola. Fiera de color canela con manchas negras y rosetas de oscuro borrón en el centro. Le vi la nariz y el labio inferior rojizo. Creí que era un leopardo, de más de cien kilos... En ese momento no pude ni debí pensar en detalles. Detrás de mí venían dos baqueanos. Alcé el winchister a la cara y disparé.
* El primer impacto debió ser en la frente; el segundo en la boca rugidora. Tan rápido fue todo eso que antes de caer el animal, yo lo remataba con tres plomos de mi 44. Mis acompañantes no tuvieron tiempo de intervenir.
* Fingí no darle importancia al incidente; noté sin embargo que aquella primera hombrada impresionó favorablemente a los dos veteranos monteros.
* Las selvas del Alto Paraná eran terribles en aquellos tiempos, unos cincuenta años atrás. Terribles y fascinantes por su vegetación suntuosa. Había fieras como jaguares, pumas y onzas; había víboras de mordedura instantánea o casi instantáneamente mortal; había tarántulas que atrapaban pajaritos y se los comían. Urdían una red; la víctima quedaba presa en la red; la negra araña, peluda, lenta, inexorable, devoraba entonces a su presa. La tarántula era para mí un símbolo de la selva devoradora de mensús.
* * *
* El trabajo día tras día, arduo, muy arduo, nunca era aburrido. Había que elegir los grandes árboles que serían convertidos en rollos. Había que calcular bien la trayectoria de su caída. El ruido de las hachas que hendían los troncos en el aire verde y dorado de sol, me parecía una potente música.
* Yo me instalé en una buena carpa comprada en Corrientes. Mis comodidades eran un catre, una mesa, dos sillas, las perchas para mis ropas y mis rifles, y el armario de mi despensa. Tenía un pequeño bar con varias botellas de caña y alguna de cognac.
* El bizco Vera resultó excelente capataz, trabajador, respetuoso, honrado. Lo mismo nuestro guardaespaldas Antenor Frutos. Este último cuidaba de mi carpa, encendía mi lámpara a kerosén, fumigaba los mosquitos y otros bichos del bosque. Vera y Frutos me confiaron algunos episodios de su vida antes de recalar en los bosques del Alto Paraná. Riñas en bailes de pueblo. Los dos habían estado en la cárcel de la capital de donde pudieron escaparse sin otro incidente que una puñalada a un guardia, cosa que resultó indispensable. Me hablaron de gente bien conocida en la cárcel. Comprobamos los tres que teníamos amigos comunes. Poco después de la fuga de Vera y Frutos, a mí me tocó ser encerrado en el mismo establecimiento, en la celda 14. Mis amigos fueron los muy famosos hermanos de Ajos, hábiles en el manejo del hacha no para derribar árboles como allí en la selva, sino a seres humanos. Otros de mis amigos de encierro fue el notorio asesino Amancio Legal. Con ellos yo jugaba al truco y nos pegábamos buenos tragos de caña.
* Nunca les dije a Vera y Frutos ni a nadie que yo conocía muy bien la cárcel y sus más conspicuos presidiarios no por haber cometido crímenes comunes sino por conspirar contra la dictadura.
* * *
* Al cabo tres meses en el obraje me sentía a gusto en la selva. Ya era bastante experto en mi trabajo. Vera y Frutos hacían cumplir mis órdenes al pie de la letra. Yo ponía especial cuidado en lo tocante a la alimentación de los peones y hasta en asegurar que no faltara tabaco, por ejemplo, y la caña dominical, de mejor calidad que la entonces al uso en los obrajes. Viajaba yo a menudo Paraná abajo y volvía con abundantes provistas.
* Gracias a Vera y Frutos, que eran respetados por todos, las relaciones en el obraje entre peones y jefes llegaron a ser cordiales. La conducta de los peones era ejemplar. No se dio un solo caso de hurto y de riñas. Durante varios días yo abandonaba mi carpa y me iba, como dije, río abajo para traer provistas. Jamás me robaron una botella de caña o una caja de cartuchos de rifle o de revólver. Y nunca eché de menos ninguna suma de dinero.
* Había en la selva un personaje importante a quien yo no conocía y que resolví conocer. Se trata de un tipo arisco y temido. Era cazador de tigres, onzas, leones y otros animales tan salvajes como él. Lo llamaban Caraí Gervasio Aguirre. Caraí significa señor; es un título señoril de que él solamente gozaba en la selva. Vivía apartado de todos los peones y sólo tenía tratos con los macateros del río que amarraban sus embarcaciones en nuestra barraca.
* Caraí Gervasio Aguirre se había construido una fortaleza en pleno bosque. Gruesos troncos de urundey formaban los muros de su refugio. El techo era también de esa misma madera dura. Este cubría dos oscuras piezas. Y éstas tenían troneras abiertas a los cuatro puntos cardinales. Una empalizada protegía la fortaleza; mejor dicho era la barbacana de la fortaleza, encerrando un área circular de unos treinta metros de diámetro. También de la madera más dura, de urundey, la empalizada tenía un solo portón provisto de pesados cerrojos, un par de grandes candados aseguraba los cerrojos.
* Caraí Aguirre armaba sus trampas de cazador con precisión y astucia consumadas. El tigre, la onza, el puma caían presos en las garras de acero de sus trampas mimetizadas en la maleza. Allí, en una desigualdad del terreno del matorral verdísimo, ponía un trozo de carne cuyo olor recorría la selva con las brisas. El jaguar, la onza, el puma olían la carnada fatal y venían hacia donde Caraí Aguirre los acechaba armado de sus rifles. Cuando el animal caía en la trampa el cazador le disparaba en las fauces abiertas para no dañar sus pieles de gala. Caraí Aguirre tenía predilección por los jaguares y los pumas. Llevaba las pieles de las fieras por él mismo desolladas a un muellecito que él había construido a un costado de la barraca. Los comerciantes fluviales le dejaban dinero y provistas en trueque de las pieles. Estas llevaban escrito su precio en un cartoncito cosido al extremo de las colas vaciadas.
* Era, pues, Caraí Gervasio, cazador y peletero.
* Un día vino temprano el bizco Vera a matear conmigo a la entrada de mi carpa.
* -Usted patrón conoció bien a los hermanos Ojeada de allá, ¿verdad? Eso de allá quería decir la Cárcel Pública, prisión entonces mucho peor que la cárcel que hoy tenemos. (Cárcel -para Vera y para Frutos- era algo así como Alma máter para un egresado de Oxford o Princeton).
* -Los Ojeda, buena gente -contesté yo-. Nunca hacían trampa en el juego y la caña que conseguían era también para los amigos. Tenían mucha fama allá. Todo el mundo quería jugar con ellos. Cuando había pelea a cuchillo, los Ojeda servían de réferes. Ellos no peleaban. Si alguien se atrevía a desafiarlos sería hombre muerto al primer envite.
* -Hablando de aquí, patrón. Caraí Aguirre no lo quiere a usted. Me he enterado bien. Creo que tiene envidia, que tiene celos de usted. Ha oído hablar bien de usted en el monte y en el río. A lo mejor va a provocarlo a usted.
* -No le tengo miedo -contesté- hombre a hombre, frente a frente. No hay peligro. A traición es otra cosa -agregué. Conversamos largo rato sobre Caraí Aguirre aquella mañana. Caraí Aguirre no tenía mujer. Antes, sí había tenido una correntina buena moza. Pero la correntina se metió con otro hombre. Caraí Aguirre despachó al macho con un tiro en la cabeza y a ella la cosió a puñaladas. Esto fue lejos de aquí, por Caaguazú. Un hijo de esa mujer lo visita de vez en cuando. Tenía también un sobrino. A este sobrino tuvo que matarlo sin muchas ganas. Resulta que Caraí Aguirre quiso hacerse fama de, de...
* Yo adiviné que Vera quería decir algo como invulnerable. Y era cierto. ¿Qué hizo Caraí Aguirre para conseguir esta fama? Según Toribio Vera, a uno de sus revólveres le sacó el plomo de cuatro de las seis balas. El sobrino, un día de fiesta -había gente no se recuerda porqué- hizo la prueba que había tramado a iniciativa de su tío. Este le dejó jugar con el revólver sin los cuatro plomos. Y de repente el sobrino, a corta distancia, disparó cuatro veces al pecho de Caraí Aguirre. Después le devolvió el Smith & Wesson. Caraí Aguirre entonces disparó dos veces sobre un par de botellas que colgaban de una rama. Las botellas se hicieron añicos.
* La gente estaba ya borracha pero lo mismo se quedó muy impresionada. Creció la fama de Caraí Aguirre. Desde aquel día se lo llamo Caraí.
* Pero el sobrino tuvo la funesta idea de amenazar una vez a su tío diciéndole que contaría la verdad sobre la farsa de los cuatro tiros sin plomo. Y entonces un solo disparo con plomo bastó para desgraciar al imprudente.
* * *
* Yo debía tener un enfrentamiento con el hombre de la fortaleza. Y una tarde de marzo en que el cielo estaba aborrascado, sin vacilar más fui a la fortaleza.
* Al llegar al portón de urundey lancé un grito llamando a Caraí Gervasio por su nombre y apellido. Encaramándome hasta la más alta madera, asomé la cabeza hacia la fachada de la vivienda. Casi al mismo tiempo se abrió la tronera de enfrente y salió fuera una escopeta de dos caños seguramente cargada para caza mayor.
* -¡Tire el revólver hacia adentro y empuje después el portón! -El portón estaba sin tranca.
* La tronera sólo dejaba ver el arma de dos caños. Yo hice pie en tierra y dejé mi calibre 44 bajo el portón.
* -¡Empuje y entre! -me llegó cortante una orden brutalmente autoritaria. Cuando desarmado yo traspuse el umbral, se abrió la puerta frontal de la casa. En el vano, Caraí Gervasio con torva faz me encañonaba su arma empavonada.
* -¿Qué quiere usted?
* -Conocerle y tomar con usted unos tragos. Somos vecinos.
* -Pase adelante.
* Ya dentro y sin dejar el arma a un lado, me mostró un banco bajo seguramente obra de sus manos.
* Su apariencia me sorprendió. Lo había imaginado muy diferente. Los hombros con joroba se le venían hacia adelante. Cojo de un pie, tenía la cabeza grande. Feo, feísimo, la mirada de sus ojos claros inyectados en sangre era cazurramente burlona y cruel. Vestía camisa de dril, pantalón de montar y polainas curiosamente bien lustradas. Del cinturón le pendían dos revólveres, los dos no lejos el uno del otro. Le cruzaba el pecho una canana con proyectiles de winchister y cartuchos de escopeta.
* Aunque el corcovado emanaba ferocidad y grosería, yo estaba tranquilo, sereno y hasta divertido. Tuve de pronto la semiseguridad de que nada grave iba a pasar. Aunque en las dos habitaciones de la vivienda no había mucha luz natural ni artificial, no perdía detalle de lo que me rodeaba. Noté que en la pieza contigua a la en que él y yo estábamos había una especie de bunker no subterráneo, con muros y techo de gruesos troncos, troncos del mismo color rojizo de las paredes de la fortaleza. Noté que este bunker también tenía troneras. Calculé que se levantaba un metro y medio sobre el nivel del piso.
* A uno y otro lado de la habitación en que él y yo estábamos, había trofeos de caza -cabezas embalsamadas de pumas y jaguares-; cubrían el piso pieles de grandes fieras con sus respectivas cabezas que no parecían muertas. Noté que Caraí Gervasio era dueño de un verdadero arsenal: rifles y escopetas colgaban en cruz, bajo las fauces feroces de los félidos ya mencionados. Cajas de proyectiles ocupaban rincones de la habitación contigua. Esto pude ver cuando Caraí Gervasio se levantó de golpe y abrió dos de las troneras-ventanas cercanas al bunker.
* -Don Gervasio, le traigo un regalito, regalo de buen vecino de estos bosques. Y le tendí una botella de caña de Piribebuy encorchada en la destilería de origen y con el lacre de esa misma procedencia.
* Sabía yo que no iba a beber una gota de esa botella si ya hubiera sido abierta antes. Famoso por lo desconfiado, hombre siempre a la defensiva, si una liana del bosque le tocaba el rostro creía que una víbora lo atacaba...
* Caraí Aguirre aceptó el regalo con un gracias más masticado que proferido.
* -Esta caña es muy especial, Caraí Aguirre. Mucho mejor que las que llegan del Brasil y de otros lugares. Yo traigo aquí en mi caramañola otro litro de igual calidad. Le invito a que brindemos el uno por el otro y que hoy comencemos una leal amistad.
* Caraí Aguirre esgrimió un punzón que por allí guardaba y, agujereado el corcho, pudo verter el líquido dorado y traicionero en un vaso de vidrio. Yo mientras tanto me servía a mí mismo en un vasito de aluminio que llevaba atado a mi caramañola. Pero debo advertir que mi caña, mi litro de caña, era tres cuartos de agua del río y el resto aguardiente. En aquel tiempo yo me tomaba un cuarto de caña sin apenas achisparme.
* Vacié casi de un trago largo todo mi vasito y volví a llenarlo enseguida para brindar, por segunda vez, con casi idénticas palabras:
* -Por caraí Gervasio Aguirre.
* Caraí Aguirre apreció en el acto la calidad de la caña y en media hora se despachó más de un cuarto del elixir de Piribebuy. Entonces ya comenzó a cambiar de actitud; se mostró casi amable y comunicativo. De pronto, ceremoniosamente, le comuniqué que por una razón especial yo quería conocerlo desde hacía ya tiempo. Un homónimo o tocayo suyo, le dije, el famoso explorador de la selva amazónica, Lope de Aguirre, era para mí un personaje extraordinario. Recientes lecturas me permitieron deslumbrarlo con mi erudición: unos pocos datos y algunas vagas referencias librescas. Lope de Aguirre, nacido en Ocaña en 1519, se distinguió en el Perú castigando a indios rebeldes y luego en guerras entre españoles tan anárquicos como él. En 1560 se unió a la expedición mandada por don Pedro de Ursúa en busca de El Dorado. Habiendo llegado al Amazonas, incitó a una rebelión que depuso y costó la vida a Pedro de Ursúa. Lope de Aguirre entonces asumió el mando. No le dije a Caraí Aguirre que Lope de Aguirre ordenó la muerte de todos los que se le opusieron, entre los cuales había varios sacerdotes. Le expliqué a Caraí Aguirre el mito de El Dorado. Y él me oía con admiración. Tampoco mencioné la creencia según la cual Lope de Aguirre mató a su propia hija, antes de ser capturado y ejecutado en 1561.
* Yo, segurísimo de no emborracharme con mi caña aguada, menudeaba los tragos y hablaba ya con la desenvoltura de la incipiente embriaguez. Él, para no ser menos, menudeaba los suyos con mucha mayor potencia etílica. No sé en qué momento comenzó a caer una lluvia torrencial, súbita y huracanada. No le prestamos atención. Estábamos eufóricos; él, más que yo porque su euforia era verdadera y la mía más fingida que auténtica aunque no dejara de ser del todo euforia.
* Caraí Gervasio Aguirre sonreía con sonrisa que intentaba ser alegre pero que no dejaba de ser feroz. Ponderaba la riqueza de mi guaraní y me decía una y otra vez:
* ¡Quién hubiera dicho que usted fuera tan criollo con esa cara de gringo que tiene! Ya me habían dicho que usted es buen tirador y que es veterano de la guerra del chaco.
* Y la cara de Caraí Aguirre se fue descomponiendo con la embriaguez progresiva. Sus ojos claros con algunos reflejos amarillos me recordaban el jaguar cazado días atrás.
* Ya no sé a la altura de qué libación, aquel hombre jaguar, ambidiestro, quiso exhibir -como era su costumbre- la pasmosa agilidad de sus manos analfabetas. Sin ponerse de pie, desenfundó sus dos revólveres y los lanzó al aire. Uno de ellos, el de la izquierda, cayó sin dispararse sobre una piel de puma; al otro, el de la derecha, lo empuñó y con él me apuntó un largo instante. El cañón del arma, dirigido hacia mi rostro, apenas temblaba.
* Cuando volvió por fin los dos revólveres a sus fundas, lanzó una risotada.
* -Usted mi amigo es valiente: ni parpadeó. Pero esta vez el de la izquierda se me escapó.
* Haría más de una hora que conversábamos sin un tema preciso, a base de exclamaciones, de palabrotas y de toses, cuando me fue evidente que ya no se sentía muy seguro en su asiento, una silla de cuero sin curtir.
* Masculló que él al fin se encontraba con un señor; que yo no era como los demás; yo era un hombre muy leído, muy culto, muy... Usted, usted... usted.
* Yo uní mi firme vaso al suyo vacilante, y lo invité a un brindis de señores. Me confió, como quien revela un secreto, que él no quería nada más que su libertad. Nada más que ser amo de sí mismo y no tener más ley que su voluntad.
* -Yo me he hecho respetar. Estoy bien aquí en este monte, en esta fortaleza. Aquí me llaman caraí.
* La botella se le había vaciado. Y vi de pronto que se desmoronaba cayendo sobre una de sus pieles de jaguar.
* Me agaché sobre él como quien examina el cadáver de un tigre. Le saqué los dos revólveres de su funda y se los puse sobre la mesa; junto a ellos coloqué la botella vacía. De pronto se me ocurrió que Caraí Aguirre llevaría otra arma consigo. No me equivoqué. Bajo el cinturón, cubierto por la parte posterior de la camisa de dril, escondía un revólver 38, caño corto.
* La lluvia golpeaba con masas de agua el techo y las paredes de la fortaleza. La fortaleza estaba a oscuras ya. Encendí una lámpara de kerosén. Fui hacia la cama del borracho, agarré la almohada y destendí una frazada. Puse la almohada entre el piso y la cabeza dormida. Y tapé al forajido inerme porque ya hacía frío.
* Cuando salí a la lluvia recuperé mi ya embarrado revólver, junto al portón que el viento abría y cerraba furiosamente.
* * *
* Días después Caraí Gervasio Aguirre apareció temprano, en la entrada de mi carpa.
* -¡Amigo! -me dijo como saludo-. ¡Qué bien lo hemos pasado la otra tarde!
* -¡Caraí Aguirre! -exclamé sonriendo cortésmente.
* -No: usted no me llame Caraí Aguirre. ¡Yo soy para usted solamente Gervasio Aguirre, su vecino y servidor!
* (No lejos de mi carpa, vi a Toribio Vera y a Antenor Frutos listos para entrar en acción si fuera necesario).
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EL PATRIARCA Y SU ANATEMA
* Don Francisco Arias, hijo mayor de campesinos acomodados y muy devotos, y hermano de cuatro muchachas robustas y de buen parecer, prostituidas en plena adolescencia, resolvió consagrar su vida a la virtud. Sus cuatro hermanas rameras o semirrameras habían deshonrado a la familia no por necesidad sino por vergonzosa lujuria. Don Francisco creyó recibir un mensaje del cielo, más de una vez, en su primera juventud. En sueños alguien le dijo que tuviera solamente una mujer y que se cuidara de las demás. Él debía fundar una familia de Arias temerosos de Dios y de conducta impecable. Don Francisco, pues, cuando todavía era Francisco a secas, al conocer a María del Rosario Cuevas, Hija de María, no tuvo dudas de que ella era la única mujer que debería ser suya. La conoció en una procesión de Semana Santa. Como Hija de María, una medallita llevaba ella sobre el casto pecho colgada de una cinta de seda rosa.
* Con timidez, con respeto, sin atreverse a mirarla a los ojos y menos aún deleitarse en la apreciación visual de un cuerpo bien formado, de firmes senos y bien torneadas piernas, Francisco le habló de su ilusión de formar una familia ejemplar. A María del Rosario Cuevas la impresionó hondamente lo que le dijo aquel buen mozo, labrador de tierras fértiles y de figura varonil nada común en aquellos pagos y acaso en muchos otros.
* Él y ella sabían leer y escribir y sabían el catecismo mejor que todos los mozos y mozas del lugar. La única maestra del pueblo, Isabel Gómez, la que los había alfabetizado, beata muy piadosa, presidenta o directora o algo así de las Hijas de María, había infundido en ambos aunque en años diferentes un parecido fervor religioso. Francisco Arias y María del Rosario Cuevas se casaron en la iglesita del pueblo un Domingo de Resurrección. La suerte quiso que un prestigioso obispo, en gira pastoral por la comarca, les diera la bendición.
* El escenario rural de los amores de Francisco y María del Rosario, de los amores y de los frutos de sus amores cabe decir -porque estos fueron diecisiete hijos, diez varones y siete mujeres- se sitúa en lo que antes fuera un pueblo algo apartado de las principales rutas del país. El lugar se llamaba entonces Capiípe-ry. Los diecisiete hijos engendraron setenta y nueve nietos; y estos a su vez, treinta y nueve bisnietos.
* Francisco Arias heredó de sus padres un buen número de hectáreas de bien probada fertilidad. Un hermoso campo de tierra labrantía donde, como queda insinuado, se podía sembrar y cosechar gran copia y variedad de frutos. Temprano cada mañana, excepto los domingos, Francisco iba a su trabajo, en tiempo de arada, detrás de sus bueyes y siempre seguido de un par de perdigueros. En la cocina del rancho había mateado con su mujer y esta le había hecho un desayuno de huevos fritos con cebolla. Él se llevaba al campo un par de huevos duros con su poquito de sal, para el refrigerio de media mañana; María del Rosario, casi siempre encinta, se quedaba en casa a cuidar de los chicos y del gallinero, de la huertita y el jardín en torno a la vivienda. Los dos primeros hijos fueron gemelos. No había padre más feliz en Capiípe-ry ni en leguas a la redonda que el fornido, musculoso y bronceado labriego, buen cristiano aspirante a patriarca. Porque ya antes de tener media docena de hijos, Francisco tuvo sueños proféticos. Esto ocurrió poco después de conseguir un ejemplar de la Biblia, no se sabe si de la católica o de la protestante. Francisco se limitó durante meses a leer los primeros cinco libros, el Pentateuco de Moisés. Tan fascinado quedó con la lectura del Génesis, del Éxodo y los otros tres libros atribuidos a Moisés que él creía escuchar la voz misma del Salvado de las Aguas, no en idioma español sino el mismo idioma del Santo del Sinaí. En sueños ya aludidos como proféticos, él se creyó llamado a ser un patriarca como los del Viejo Testamento. ¿Podría llegar a asemejarse a los antiguos patriarcas, con algo de Abraham, de Isaac, de Jacob? Francisco, cristiano, no iba, no, a imitar a aquellos grandes hombres en algo que le resultaba objetable, prohibido por la Nueva Ley: la poligamia. Su puritanismo (1) no se explicaba el que nada menos que Abraham, esposo de Sara, engendrara a Ismael en la esclava Agar, ni que Jacob, el de la escala por la cual los ángeles subían y bajaban, y, esposo de Lía y de Raquel engendrara hijos en esclavas de una y otra.
* Él, Francisco Arias engendraría hijos solamente en su legítima esposa María del Rosario Cuevas y Dios le haría el fundador si no de una villa, de un pueblo en la comarca de Capiípe-ry. Claramente había oído en sueños que estaba llamado a un alto destino y que una mujer y nada más que una mujer debería ser suya. Otra, que en vida de María del Rosario, cohabitara con él, sería anatema.
* * *
* Francisco sembraba maíz, porotos, mandioca, algodón, zapallos y otras cosas que se presentaran a las posibilidades agrícolas de su heredad. Tenía en su establo tres vacas lecheras y en su gallinero quince o más gallinas ponedoras. Esto, fue en los comienzos de su patriarcado. A medida que su mujer daba a luz a más y más hijos, la chacra fue creciendo en tamaño y el establo y el gallinero en número de huéspedes. Infatigable el gran Francisco Arias. ¿Y qué decir de la hija de María, cuya virginidad celosamente preservada hasta la noche del día de sus bodas, había inaugurado desde entonces una saludable industria de humanidad, producto de una serie ininterrumpida de partos felices?
* Porque en estos no había nunca contratiempos ni, entre uno y otro, pérdidas de nonatos. En madres casadas y solteras de la comarca esto de las pérdidas era suceso corriente. No así en el caso de María del Rosario. El labrador gozaba recorriendo lentamente sus plantíos, sobre todo cuando el cielo estaba muy azul y el sol encendía las mieses. A uno y otro lado de su heredad se erguían grandes árboles. Eran sus lapachos que florecían impetuosamente año tras año, y sus mangos de espesa fronda, grávidos de infinitas frutas. Cerraban el paisaje rural, en todos los rumbos de la Rosa, innumerables cocoteros que sacudían en la brisa sus lacias melenas verdes.
* Al recorrer sus maizales, el enérgico perfil del labriego, bajo el sombrero de paja dorada, sujeto al mentón con un barbijo de cuero trenzado, tenía, bien antes de la vejez, una gravedad y una dignidad patriarcales.
* «Esto es mío» -se decía, y se corregía enseguida-: «Esto es nuestro.»
* Francisco advirtió allá por el duodécimo embarazo de María del Rosario que su fertilísima consorte daba muestras de cansancio. ¿Qué ocurrirá? Pues sencillamente que ella hubiera querido vivir siquiera unos seis meses o más con su forma natural, su lindo talle, su agraciada silueta. Cosa imposible con tanto embarazo sin cuartel. María del Rosario, que ya empezaba a llamarse Ña María a fuerza de estar rodeada de Doce Vástagos, lectora apasionada de la Biblia por influjo de su marido, le dijo a este un buen día:
* -Mirá, hay algo que no aprobás en los patriarcas de la Biblia. Por ejemplo, que Jacob tuviese dos esposas, Lía y Raquel y que cada una de ellas le diera a su marido mujeres de segundo orden, como Balay Celfa. Estas mujeres tuvieron hijos y claro que Lía y Raquel se tomaron un descanso. Pero yo, Francisco, no tengo como Lía y Raquel ninguna esclava que ofrecerte.
* El Señor hizo estéril a Raquel un tiempo y después la volvió fecunda. Yo en cambio siempre ando fecunda, demasiado fecunda. La juventud se me va en preñeces deformes y hasta la cara que Dios me dio se me arruga antes de tiempo. Vos, mientras tanto, vos estás cada día mejor.
* -María del Rosario, ¿cómo podés decir esas cosas? Nuestros hijos son una bendición de Dios. Vos estás más chusca y más linda que nunca; tus hermosos ojos ya no son dos solamente, son muchos más en las caras de nuestros hijos. Anoche leíamos juntos que cuando Abraham tenía ya noventa y nueve años se le apareció el Señor y le dijo que le daría de su esposa, Sara, un hijo. Sara tenía noventa años...
* -Sí, sí recuerdo eso -contestó María del Rosario-. Aquí en la Biblia tengo marcada la página. Oíme. -y leyó-: «Abraham se postró sobre su rostro y sonriose, diciendo en su corazón: ¿Conque a un viejo de cien años le nacerá un hijo?, ¿y Sara de noventa años ha de parir?» -Mirá: vos no sos Abraham ni yo soy Sara, felizmente; vos sos un hombre joven y yo estoy muy lejos de los noventa años de Sara. ¿A quién se le ocurre querer ser como esa gente de antes?
* Francisco, con uno de sus hijos dormido en sus brazos hacía grandes esfuerzos para desvanecer esas ideas de la mente de su esposa. -Ella -repetía él- había hecho con él un pacto: crear una gran familia, acaso fundar algo más que una villa, acaso todo un pueblo. Dios proveería.
* -Mirá Francisco -insistía ella- a veces pienso en que si vos querés un batallón de hijos, pues podrías tenerlos con ayuda de otras mujeres.
* -¡Jesús! ¡Me estás diciendo que debo cometer adulterio! El adulterio es un pecado horrible...
* -Según parece decir la Biblia, los patriarcas cometían ese pecado a cada rato y nadie se escandalizaba...
* Conversaciones como estas se repetían de vez en cuando a la luz de la lámpara mbopí o de una o más velas de sebo, después de la cena. Francisco, convertido en todo un predicador, lograba persuadir a su mujer que ellos dos eran una pareja fuera de lo común y que vivían conforme a la voluntad de Dios. Y ella se dejaba convencer no sólo por teologías más o menos ortodoxas sino porque estaba enamorada de su hombre y, claro, ella también era devota, y además muy celosa, aunque quisiera disimularlo.
* El caso de un agricultor como Francisco Arias y el de su mujer María del Rosario, no era ni es corriente en los países del tercer mundo, o de cualquier mundo. Francisco sobre todo tenía una fe religiosa que debería entenderse como especialísima gracia divina. Y en cuanto a su inteligencia hay que decir algo semejante. La Biblia, en cuya lectura hallaba inspiración y fortalecimiento de su fe, le enseñó a hablar en un idioma cada vez más culto y poético. María del Rosario, primeramente por su gestión del marido y luego por propio y creciente entusiasmo, hizo como él, de los libros de la Biblia, su única biblioteca y su única fuente de cultura. Sí, de cultura, porque marido y mujer, de tanto empaparse en la literatura del libro santo superaban en sano criterio, buen hablar y dominio de una lengua hermosa a cuantos habitantes había en la comarca. Eran el asombro no ya de los campesinos más prósperos sino de la gente de la gran ciudad que conocían a ambos prolíficos esposos.
* Nadie se enteró en la comarca de que Francisco Arias sufrió durante largo tiempo las más terribles tentaciones. Fue durante el decimoquinto embarazo de su esposa. ¿Terribles tentaciones? Bueno, es una manera de llamar a algo que no sería nada terrible en otros casos. Además, Francisco Arias fue cayendo poco a poco hasta que cayó del todo en la última de sus tentaciones.
* Sucedió que Selva Del Valle, muchacha virgen, todavía adolescente, de extraordinaria figura, ojos de un negror y de un brillo sin igual y de una sonrisa en la más tentadora de las bocas, pasase un día por la chacra del agricultor. Nunca había visto él mujer tan perfectamente linda, graciosa y simpática. Francisco sintió que los ojos negros, tan profundamente negros de ella y tan intensamente dulces, le penetraban el pecho y le herían el corazón. Con estas palabras, más o menos, se describió a sí mismo el embrujo de Selva Del Valle sobre su alma pecadora. La noche del día del primer encuentro con Selva, leyó él en el Cantar de los cantares: «Aparta de mí tus ojos, pues esos me han hecho salir fuera de mí, y me arroban... Tus pechos son como dos cervatillos mellizos, que están paciendo entre blancas azucenas...»
* Suspendió la lectura porque se llegó a él María del Rosario dando de mamar a un bebé rosado y hambriento.
* * *
* El Comisario Ramón Vidal, pariente de María del Rosario y amigo desde la infancia de Francisco Arias, admiraba al agricultor, aunque sus pujos de patriarca le parecieran algo ridículos. Con frecuencia visitaba a su amigo, a quien secretamente tachaba de santón. María del Rosario, prima de Ramón Vidal, convidaba a este con mbeyú, chipa u otras golosinas del rojo tatacuá u horno que ella tenía cerca de la cocina a la intemperie.
* El Comisario quería siempre recorrer los sembrados.
* -Vos, Francisco, más que agricultor sos un jardinero.
* -Mi mujer, tu prima, es la jardinera. ¿Viste sus rosales, sus claveles, sus santarritas?
* -Sí, -solía argüir el Comisario-. He visto muchas veces el jardín que cuida tu señora. Pero vos, mirá esta obra tuya: ¡Estos regadíos, esos maizales, esos mandiocales! No sé cómo hacés para que no te ataquen las plagas.
* -Yo no trabajo solo en mis chacras. Cada uno de mis hijos cultiva su parcela. Mis hijos y mis yernos.
* -Vos sos un amigable componedor, como se dice, entre los miembros de tu enorme familia. La gente dice que los hijos te han salido bien. Esto es cierto pero es más cierto que vos los mantenés en paz y arreglás sus diferencias, y hoy por hoy, no existen aquí rivalidades y las cuñadas y concuñadas se llevan bien.
* -Gracias. Sos muy amable. Pero no olvides que en mi cocué, yo no trabajo solo: yo trabajo con mis bueyes Tigre y Colibrí. Yo personalmente los alimento con mandioca y pomelo. Cuando los voy a uncir al yugo, bajan la cabeza y me miran amistosamente.
* -Nunca he visto bueyes mejores que los tuyos. Son formidables.
* -Gracias otra vez. Vos sabés que María del Rosario y yo queremos ser buenos cristianos...
* -Todo el mundo lo sabe. Y todo el mundo sabe que ustedes leen la Biblia, que son los únicos que leen la Biblia.
* El día que así conversaban, una tarde apacible de abril, el visitante y el labrador estaban en el sesteadero, cerca del huerto-jardín de María del Rosario.
* -Voy a dar de cenar a Tigre y Colibrí -dijo de pronto el dueño de casa. Tigre y Colibrí reposaban calmosamente en la tierra endurecida con agua y escoba. Los bueyes acogieron al amo con ronquidos cariñosos. Hilillos de densa saliva les colgaban de los belfos.
* -Tiene suerte este Francisco -pensó el Comisario-. Hasta los bueyes lo quieren con amor más de perro que de buey. Conocí el otro día a Selva, su sobrina. Mañana iré a visitarla.
* * *
* Agricultor progresista, hombre práctico deseoso de mejorar sus cultivos y diversificar los productos de las chacras, Francisco viajaba a la capital y allí compraba toda suerte de insecticidas para combatir los bichos. De la capital había traído un buen arado que fue novedad en toda la comarca circunvecina, el primer arado de su clase. Pronto sus hijos y sus yernos tuvieron cada uno su arado de marca igual.
* Una de las razones de estos viajes era mantenida en secreto. A pocos kilómetros de la capital había una casita limpia y bien pintada con su huerta y jardín cuidados con esmero. Allí vivía una muchacha muy agraciada y de hermoso rostro, que ya había parido más de un hijo cuyo padre no era conocido en el contorno. La hermosa muchacha se llamaba Selva Del Valle y ella acogía cariñosamente a su tío, el apuesto Francisco Arias. Nadie dudaba de que Francisco Arias fuera su tío, hermano él de la madre de la buena moza. Este embuste se aceptaba sin malicia alguna. En cuanto a los hijos de Selva, que no nacían precisamente por generación espontánea, esto es, sin fecundación de varón, a poco de nacidos y ya destetados, iban a engrosar el patriarcado de los Arias de Capiípe-ry, presuntamente enviados desde las Misiones. Francisco y María del Rosario los acogían amorosamente, y eso que ella no era otra Lía ni otra Raquel. Francisco, sí había pactado con las prácticas de Jacob, no pareciéndole del todo perversa su unión secreta con la bellísima Selva, soltera y de buena fama.
* ¿Qué había pasado? Francisco en el capítulo 11 del Segundo Libro de Samuel leyó la historia del Rey David y de Betsabé, mujer de Urías: «Entretanto, sucedió que un día, levantándose David de su cama después de la siesta, se puso a pasear por el terrado del palacio, y vio en otra casa de enfrente una mujer que se estaba bañando en su baño y era de extremada hermosura. Envió, pues, el rey a saber quién era aquella mujer, y le dijeron que era Betsabé, mujer de Urías, heteo. David la hizo venir a su palacio, habiendo enviado primero a algunos que la hablasen de su parte; y entrada que fue a su presencia, durmió con ella; la cual volvió preñada a su casa, diciendo: He concebido...»
* El hijo del adulterio murió al séptimo día por voluntad del Señor, pero luego Betsabé parió otro hijo y este fue nada menos que Salomón, el sabio de los sabios. Francisco durmió con Selva Del Valle y de ella tuvo varios hijos. El primer hijo de Francisco y Selva, murió como el de Betsabé y de David, al séptimo día.
* El labrador como el rey poeta, hizo también penitencia. Penitencia secreta, pero no renunció a Selva Del Valle.
* Y aconteció que Selva Del Valle, pasados algunos años se enojó con su presunto tío -no se sabe por qué- y se juró nunca más yacer con él.
* * *
* El Comisario Vidal, que descubrió por puro azar el domicilio de Selva Del Valle, la visitó más de una vez en la casita limpia con huerta y jardín. Esto sucedió mientras las relaciones de Francisco y Selva marchaban viento en popa. El Comisario Ramón Vidal quedó prendado de Selva apenas la vio en el primer encuentro.
* -¿Comisario de Capiípe-ry? Allí vive mi tío Francisco Arias.
* Sí, me nombraron Comisario después que vine de Formosa. ¿Y vos sos la sobrina de mi amigo Francisco Arias? -preguntó él [a] su vez.
* Selva, nada indiferente ante Vidal, creyó disimular su turbación dando un grito a su perro: -¡Fuera! ¡Déjese de hinchar, perro sobón! Francisco interpretó la turbación de Selva como causada por el examen técnico de los encantos de la moza a que él la estaba sometiendo.
* Selva por su parte admiraba las manos largas, duras, insinuantes del Comisario, su rostro de hombre apuesto y ese mirar suyo mezcla de simpatía y concupiscencia; ese mirar que la acariciaba como ya palpándola; le gustaba y le disgustaba a un tiempo la manera cálida, como confidencial con que le hablaba, seguro él de que la seducción era cuestión de tiempo, de poco tiempo.
* * *
* El plan patriarcal de Francisco y de María del Rosario se estaba llevando acabo con un éxito que hubieran envidiado acaso algunos patriarcas del Pentateuco. ¿Qué agricultor no se sentiría feliz con diecisiete hijos, setenta y nueve nietos y treinta y nueve bisnietos todos sanos y fuertes? Se diría que las diecisiete fracciones de la heredad de los Arias fueran año tras año bendecidas por el cielo porque la prosperidad era evidente en viviendas y chacras. Llegó el momento en que Francisco no distinguía bien entre nietos y bisnietos pululantes en las tierras labrantías.
* Las cifras indicadas respecto a hijos, nietos y bisnietos crecían con independencia de los partos locales. Y es que don Francisco acogía a criaturas que llegaban del fondo de las Misiones. Eran hijos de primos hermanos y sin ninguna duda miembros consanguíneos de la familia de los Arias. Todos se parecían a don Francisco y a los hijos, nietos y bisnietos del patriarca.
* Este pensaba ya en dar a su pueblo un nombre bíblico bien famoso: Nuevo o Nueva Algala, (no estaba seguro en cuanto al género) Algala fue el primer campamento de los israelitas en la llanura del Jordán, después que cruzaron este río. Fue el lugar de la primera Pascua y siempre lugar sagrado de los hebreos. Allí Josué, sucesor de Moisés, y todo el pueblo comieron panes ácimos hechos de trigo del país.
* Todo marchaba bien en este o esta Algala tropical de Francisco Arias y María del Rosario Cuevas.
* Pero un día triste desaparecieron misteriosamente los bueyes Tigre y Colibrí. Fueron robados subrepticiamente y carneados a pocos kilómetros de las chacras de los Arias. Froilán Arias, el hijo menor del patriarca, fue quien descubrió las dos cabezas de los bueyes, los ojos de vidrio, los cuernos sin punta, en un gran charco de sangre endurecida. La cabeza con sus cuernos. Nada más.
* Francisco hacía algunos días que andaba melancólico y taciturno. La pérdida ahora de sus dos pacientes bueyes, fue un golpe durísimo. Por primera vez en su vida adulta se tendió en una hamaca y allí quedó varios días, hablando a solas, en pacífico delirio. María del Rosario, estupefacta, le ofreció brebajes medicinales de yuyos del campo. Francisco, sombrío, sin decir nada se los bebía para complacerla.
* -Marido -le dijo una noche después de leer en voz alta la historia de Booz y de Ruth moabita-: que no vengan más criaturas de las Misiones. Hay aquí bastantes Arias; vos te estás haciendo viejo y yo ya no soy joven como Ruth. Hemos tenido casi veinte hijos y no sé cuántos nietos. Vos sos un patriarca; yo una anciana. ¡Yo no soy una Ruth moabita!
* El patriarca, algo delirante, contestó:
* -Vos sos como Sara, esposa de Abraham. A Abraham el Señor le prometió: «Vendrás a ser padre de muchas naciones...»
* -Vos no sos Abraham ni Booz, vos sos vos, el marido de una pobre vieja, una mujer que dio de mamar un río de leche...
* -Me han carneado los bueyes... -gimió Francisco-.Yo no soy Abraham pero sí soy Booz...
* -¿Qué disparate estás diciendo?
* -Yo soy Booz -repitió Francisco. Y agregó ya en pleno delirio-: Yo he perdido a mi Ruth. ¡He perdido mis bueyes! ¡Sólo me dejaron sus cuernos!
* Y no dijo nada más, felizmente, porque pensaba en Selva Del Valle. En la hermosa Selva, que había roto con él y que ahora dormía con Ramón Vidal. El Comisario a instancias de Selva, había hecho carnear los bueyes Tigre y Colibrí.
* El patriarca, tendido ahora en su catre de cuero trenzado, en delirio de días y noches, repetía: ¡Anatema! ¡Anatema!
* 1994
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Enlace al ÍNDICE de "LA DOMA DEL JAGUAR" en la GALERÍA DE LETRAS del PORTALGUARANI.COM
Prólogo
La doma del jaguar
El patriarca y su anatema
El Rojo Scott en Piré-Tú
El tesoro de la Casa Scott
Las botas del prisionero
Cuadros póstumos
La mujer blanca
En busca del tiempo perdido
En traje marinero, allá en los años veinte...
Escuela primaria
Más sobre la vida en Babia: en la Escuela Normal
Guerra civil
1922-1923
Varia
El rengo león da el último Zarpazo
Estigarribia y Franco en Carandayty
Coloquio ya entre sombras (... la selva dico di spiriti spessi)
Amanecer sobre las momias
En la universidad de Oxford: 1962
En la universidad de Oxford
En la universidad de Oxford
La Universidad de Wisconsin
Aparición del ángel
- I - Aparición del ángel
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Apéndice - Tres juicios críticos
Lo que es otro horizonte -Por Manuel Alvar de la Real Academia Española
La insignia de la fe - Por Ángel Mazzei
Elvio Romero

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