PUERTA
Autora: YULA
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Imprenta Omega, 1994.
En nombre de mi esposo,
hijos
y nietos.
hijos
y nietos.
POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS...
* «Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras. Los aparecidos pueblan todas las literaturas: están en el Zendavesta, en la Biblia, en Homero, en Las Mil y una Noches. Tal vez los primeros especialistas en el género fueron los chinos».
En América la literatura fantástica aparece de manera definida en el Siglo XIX. Curiosamente, en el Paraguay la mayoría de los narradores escribe novelas y cuentos realistas, aun cuando nuestros relatos orales y nuestra mitología están llenos de extraños personajes y de aparecidos de ambulantes por selvas vírgenes o durante siestas de sol calcinante, enceguecedor. Hubiera sido natural que ese rico folklore influyera en nuestra imaginación y lógico sería que los escritores le sacaran provecho a sus raíces, a sus fuentes, estando, como están, al alcance de la fantasía. Causa extrañeza este hecho, teniendo en cuenta, por otra parte, la influencia de escritores como Poe, Kafka, Borges, Cortázar, Bioy Casares, Arreola, H. G. Wells y muchos otros autores de ficciones fantásticas. Lo cierto es que no son historias fáciles de escribir y, al contrario de lo que cree el común de los lectores, no son formas de evasión sino la búsqueda de una realidad más profunda.
* Yula Riquelme de Molinas enfrentó estos y muchos otros desafíos cuando escribió su sobrecogedora novela PUERTA; organizada en diecinueve capítulos titulados de modo poco frecuente en la actualidad. La obra gira en torno al deseo (¿obsesión?) del narrador-protagonista, cuyo nombre desconocemos, de cambiar su oficio, sus circunstancias, su vida misma. Son visiones de trasmundos en los que la creadora yuxtapone lo real a situaciones oníricas y fantásticas. Por contraste, el resultado es excelente.
* El protagonista sin nombre y de sexo igualmente desconocido -casi hasta el final de la novela- intenta bloquear ultrajes, sentimientos de culpa, propósitos de redención, haciendo un viaje por tiempos y espacios alterados. Va encontrándose con escenarios y criaturas sobrenaturales, engendrados por alucinantes cavilaciones que transmutan sueños y realidades.
* ¿Todos los espectros de la obra nacen y viven sólo en la mente delirante de ese ser humano sin nombre? ¿Son tal vez el fruto de una conciencia crítica, cercada inexorablemente por una vida denigrante? ¿O pierde el tino porque se enfrenta a un futuro incierto, desconocido...? ¿Acaso es explicable que personajes fantásticos y cotidianos estén reunidos, vida y muerte amalgamadas? Cada lector deberá encontrar su propia respuesta, mientras respira una atmósfera densa, por momentos asfixiante. Yula se nos revela maestra en este recurso difícil de resolver. En el último capítulo, titulado «De mí», utiliza eficazmente la sorpresa. Sorpresa mitigada por la sutil preparación que nos hace la autora en los capítulos anteriores.
* Yula Riquelme de Molinas escribió una novela llena de puertas que se abren y cierran y por las que nos introduce con persuasión hacia mundos donde no caben las ostentaciones verbales. Utiliza frases cortas, expresiones ambiguas, descripciones detalladas. El lenguaje preciso es, sin embargo, rico. Equilibra de este modo su pródiga y envidiable imaginación. El estilo viene a ser el resultado de una vocación clásica cautivadoramente traspasada de fantasía.
* PUERTA es un libro tumultuoso, fascinante, lleno de peripecias. Difícilmente nadie abandone su lectura antes del final. No debe sorprendemos, pues la autora ya ha dado pruebas de incuestionable talento. Basta recordar que entre los años 1987 y 1993 obtuvo diez premios nacionales e internacionales de cuento y poesía. Publicó un libro de poemas titulado «Los moradores del vértice» (1976). Sus relatos figuran en antologías, diarios y revistas.
* Esta primera novela de Yula Riquelme de Molinas es un notable y ejemplar aporte a la literatura paraguaya. Creemos que de ahora en más otros escritores entrarán por la PUERTA de las difíciles ficciones fantásticas. No sólo son expresiones de deseo, son también predicciones.
NEIDA DE MENDONÇA - Asunción, febrero de 1994
* «Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras. Los aparecidos pueblan todas las literaturas: están en el Zendavesta, en la Biblia, en Homero, en Las Mil y una Noches. Tal vez los primeros especialistas en el género fueron los chinos».
En América la literatura fantástica aparece de manera definida en el Siglo XIX. Curiosamente, en el Paraguay la mayoría de los narradores escribe novelas y cuentos realistas, aun cuando nuestros relatos orales y nuestra mitología están llenos de extraños personajes y de aparecidos de ambulantes por selvas vírgenes o durante siestas de sol calcinante, enceguecedor. Hubiera sido natural que ese rico folklore influyera en nuestra imaginación y lógico sería que los escritores le sacaran provecho a sus raíces, a sus fuentes, estando, como están, al alcance de la fantasía. Causa extrañeza este hecho, teniendo en cuenta, por otra parte, la influencia de escritores como Poe, Kafka, Borges, Cortázar, Bioy Casares, Arreola, H. G. Wells y muchos otros autores de ficciones fantásticas. Lo cierto es que no son historias fáciles de escribir y, al contrario de lo que cree el común de los lectores, no son formas de evasión sino la búsqueda de una realidad más profunda.
* Yula Riquelme de Molinas enfrentó estos y muchos otros desafíos cuando escribió su sobrecogedora novela PUERTA; organizada en diecinueve capítulos titulados de modo poco frecuente en la actualidad. La obra gira en torno al deseo (¿obsesión?) del narrador-protagonista, cuyo nombre desconocemos, de cambiar su oficio, sus circunstancias, su vida misma. Son visiones de trasmundos en los que la creadora yuxtapone lo real a situaciones oníricas y fantásticas. Por contraste, el resultado es excelente.
* El protagonista sin nombre y de sexo igualmente desconocido -casi hasta el final de la novela- intenta bloquear ultrajes, sentimientos de culpa, propósitos de redención, haciendo un viaje por tiempos y espacios alterados. Va encontrándose con escenarios y criaturas sobrenaturales, engendrados por alucinantes cavilaciones que transmutan sueños y realidades.
* ¿Todos los espectros de la obra nacen y viven sólo en la mente delirante de ese ser humano sin nombre? ¿Son tal vez el fruto de una conciencia crítica, cercada inexorablemente por una vida denigrante? ¿O pierde el tino porque se enfrenta a un futuro incierto, desconocido...? ¿Acaso es explicable que personajes fantásticos y cotidianos estén reunidos, vida y muerte amalgamadas? Cada lector deberá encontrar su propia respuesta, mientras respira una atmósfera densa, por momentos asfixiante. Yula se nos revela maestra en este recurso difícil de resolver. En el último capítulo, titulado «De mí», utiliza eficazmente la sorpresa. Sorpresa mitigada por la sutil preparación que nos hace la autora en los capítulos anteriores.
* Yula Riquelme de Molinas escribió una novela llena de puertas que se abren y cierran y por las que nos introduce con persuasión hacia mundos donde no caben las ostentaciones verbales. Utiliza frases cortas, expresiones ambiguas, descripciones detalladas. El lenguaje preciso es, sin embargo, rico. Equilibra de este modo su pródiga y envidiable imaginación. El estilo viene a ser el resultado de una vocación clásica cautivadoramente traspasada de fantasía.
* PUERTA es un libro tumultuoso, fascinante, lleno de peripecias. Difícilmente nadie abandone su lectura antes del final. No debe sorprendemos, pues la autora ya ha dado pruebas de incuestionable talento. Basta recordar que entre los años 1987 y 1993 obtuvo diez premios nacionales e internacionales de cuento y poesía. Publicó un libro de poemas titulado «Los moradores del vértice» (1976). Sus relatos figuran en antologías, diarios y revistas.
* Esta primera novela de Yula Riquelme de Molinas es un notable y ejemplar aporte a la literatura paraguaya. Creemos que de ahora en más otros escritores entrarán por la PUERTA de las difíciles ficciones fantásticas. No sólo son expresiones de deseo, son también predicciones.
NEIDA DE MENDONÇA - Asunción, febrero de 1994
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DE LA PUERTA
DE LA PUERTA
. Caía la tarde cuando con pasos precipitados llegué a la esquina. La misma donde un poco después empezaría a cambiar mi vida. Por fuerza tuve que detenerme a esperar la oportuna señal del semáforo. Mientras con absoluto desinterés, echaba un vistazo al jardín que se extendía a mi costado. Entonces aquello empezó: Sin motivo, mi atención quedó atrapada en un montón de florecillas silvestres. Decididamente provocativas y muy fecundas, ellas me llamaban desde cualquier rincón. El césped estaba exuberante, crecido; así como la tupida vegetación del parque. Todo reverdecía en definitivo abandono. Yo comprobé que ese mundo salvaje y vigoroso había conseguido sacudir mi indiferencia. De pronto, una arrogante escalinata de mármol muy gastado, sabe Dios por cuántas pisadas ilustres, condujo mis ojos hasta la puerta principal. Era una puerta antiestética, ¡de mal gusto! Como si eso fuese poco; modesta, carente de estilo. Parecía nueva. Se la notaba pintada con aceite barato. En su plana superficie sobresalía un moderno picaporte de acero inoxidable. Resultaba ofensivo el contraste que ofrecía la puerta incrustada en las paredes de aquella mansión antigua, construida evidentemente en el siglo pasado. El pórtico semejaba un feo parche en una cara linda, más todavía, teniéndose en cuenta la rica arquitectura que ostentaba la casa. Exhibía signos de remodelación en su fachada frontal, sin embargo, eso no justificaba la falta de armonía. ¿Quiénes la habitarán?, me pregunté. A la caza de alguna respuesta, corrí a investigar perdido el control. Salvé el jardín en dos zancadas: Sin aliento, me encontré de pie frente a la puerta. Accioné el picaporte; aquella cedió feliz de la vida. Al punto me metí dentro. Sin más ni más, me puse a encender las luces. Mi vista abarcó -del otro lado del inmenso y vacío vestíbulo- un salón de amplias proporciones, amueblado apenas. Austero en exceso. La sobriedad del entorno consiguió que yo me imaginara participando de una ceremonia monacal. Sentí frío, y ese olor característico de las habitaciones cerradas durante bastante tiempo. Deduje que allí nadie vivía: Una espesa capa de polvo se amontonaba sobre todas las cosas; aun así, la pintura se veía flamante y los muebles también. La sensación de estar en una casa abandonada, lejos de atemorizarme, azuzó mi curiosidad y me obligó a seguir avanzando... Sin vacilaciones me dirigí hacia una puerta interior. La abrí. Detrás encontré un ancho y misterioso pasillo que se prolongaba indefinidamente... Por primera vez, tuve la certeza de estar invadiendo un sitio prohibido. Fue por eso quizá, por lo que me filtré con precaución en el cuarto de la izquierda. Allí las luces estaban encendidas. Yo me distraje contemplando una espectacular estantería de madera noble, oscura; abarrotada hasta el techo con libros muy viejos, de esmerada encuadernación artesanal. Intenté acercarme. La atmósfera enrarecida me lo impidió. Descubrí algo alarmante: Contra la pared, en ángulo, había una cama, sobre ella, un hombre con los ojos cerrados. Al notar su presencia, quise huir, pero me detuvo la sorpresa, causada por la dificultad de conciliar esa regia biblioteca repleta de valiosos ejemplares, con el humilde lecho de hierro oxidado y otros bártulos de ordinaria factura, que allí coexistían. No obstante, como el hombre dormía plácidamente, parecía inofensivo. Yo recuperé la confianza y sorteando esa abigarrada variedad de cosas, me dispuse a trasponer la puerta más cercana. Volví a encontrarme con una pieza semejante a la anterior. En ella abundaba la misma mezcla de muebles e idéntico desorden. O quizá peor, porque superpuestos los trastos, mantenían el equilibrio, no sé por causa de qué fenómeno. Mi asombro iba en aumento: Allí también encontré camas ocupadas. Había tres, cada una con su respectivo inquilino. Debo saludar al amo de casa, resolví instintivamente y pasé a la habitación posterior. Esta no se diferenciaba de las ya visitadas. Aunque iba perdiendo fuerza la soltura que en un principio me permitió irrumpir en la vieja mansión, algo desconocido luchaba en mí con el descabellado propósito de sostener el primer impulso. Sin embargo eran muchos los insólitos acontecimientos y empecé a titubear... Después, cuando acepté que había cometido el más grande error de mi vida, quise salir corriendo. No pude hacerlo, porque me fue imposible descubrir el camino que me llevara a deshacer lo andado. Así, peregrinando entre escaleras tortuosas que subían o bajaban en caprichoso revuelo, fui pasando de un cuarto a otro, todos ellos idénticos en la rara contraposición de objetos y personas. Había perdido las esperanzas cuando imprevistamente, al abrir otra de las múltiples puertas que surgían a mi paso, me encontré afuera. Sentí que una atracción ineludible me obligaba a seguir adelante. Y a pesar de que el exterior no era ni mucho menos, aquel frondoso jardín que había admirado a mi llegada, respiré con alivio. Aunque se me cortó el aliento en el trayecto y a duras penas absorbí un aire espeso, caliente. Entonces, trastabillando, avancé con cautela. El patio se mostraba agresivo pero tentador... Era un tenebroso agujero destechado, sujeto a la misma regla estrafalaria. Allí se sobreponían desperdicios y ornamentos de toda índole. Tropezando con cajones, botellas vacías o sugestivas estatuas de mármol, llegué hasta un muro que limitaba la propiedad. Haciendo uso de cuanto armatoste me fue posible acumular, subí. Cuando mis manos tocaron el borde, me impulsé hacia arriba con mucha expectativa. Estaba escrito que ése no era el final. Del otro lado se ensanchaba un abismo inacabable. ¡Nada alcancé a descubrir!, y fue allí donde recordé que por controlar mi entorno, no había mirado hacia el cielo en ningún momento. Con pánico lo busqué, por supuesto, ¡no estaba! Mi vista se elevó sin límite alguno. No pude dar con nada que lo identificase. En procura de la fórmula que me indicara por fin la salida de este mundo alucinante, descendí y retorné a la casa. ¿Qué otra cosa me quedaba por hacer? Adentro continuaría persiguiendo esa bendita puerta de calle celosamente escondida. Cuando puse los pies bajo techo, un tropel de figuras silenciosas desbarató mis ilusiones: Descubrí con sorpresa que el panorama había variado por completo. Los que dormían cuando salí al patio, ahora estaban levantados; cada uno realizaba diversas actividades dentro de un marco excéntrico. ¿Cuál de ellos sería el amo de casa? Todos se movían aceleradamente; ensimismados en sus tareas cotidianas. Esto no resultaba sencillo, menos aún, comprensible. Los personajes que se entrecruzaban eran absorbidos por las paredes, se superponían sin interrupción y traspasaban sin ninguna dificultad todo obstáculo que surgía en su camino. Sus vestidos eran distintos entre sí, en lo que a moda se refiere. En cuanto a época y calidad, no existía relación alguna. Tampoco en lo concerniente a sus faenas y actitudes. Cada uno iba a lo suyo sin la menor preocupación de lo que ocurría en derredor. Me era imposible reaccionar. ¡Qué interpretación podía darse a esta serie de hechos extraordinarios? Cada cosa en su momento, ya vendrán las explicaciones cuando menos las espere, me dije, tratando de superar el mal rato. Fue por eso tal vez, por lo que en medio de la confusión, conseguí darme cuenta de que las horas pasaron con toda prisa: La luz del día se iba filtrando por las ventanas, se desparramaba en libertad, proporcionando a la casa un aspecto delirante. Hice un cálculo mental del tiempo que llevaba transcurrido, y pude recordar que la noche apenas caía cuando llegué a la casa. Entonces, si pasaron más de doce horas, ¿cómo yo no sentía el peso de aquella velada? ¿Sería posible que...? Un enjambre de niños interrumpió mis reflexiones. Estos atravesaron mi cuerpo como si yo fuese un fantasma. ¿Serían ellos los que carecían de materia? No sabía qué actitud asumir. Puedo asegurar que en ese momento dudé de mi propia existencia. Con recelo espié por los cuatro costados buscando una respuesta. Todo se me complicó... Nada había que pudiera servirme de contacto con la realidad: Los extraños seres continuaban invadiendo los cuartos y corredores; lo más llamativo era la marcada diferencia en sus indumentarias. Unos lucían atuendos muy lujosos, de época bastante anterior a la actual. Otros, no menos distinguidos, se aproximaban a nuestra moda de hoy. También noté que muchos, ¿la mayoría?, vestían con relativa modestia. La parquedad de sus túnicas, hizo que yo los relacionara de inmediato con alguna congregación paupérrima y arcaica. Por supuesto, ante aquellos dispares estilos, no pude menos que apreciar una diferente dimensión de tiempo, incompatible con esta circunstancia. Otra cosa que no dejaba de sorprenderme, era la intensa actividad que ellos desplegaban al unísono, en cualquiera de los espacios que mi vista recorría. Se superponían en aparente sincronización de movimientos, y la evidencia de que actuaban sin enterarse de la situación del otro, aparecía como lo más sugestivo. Este conglomerado de imágenes era absorbente... Tanto, que yo también empecé a trajinar por las habitaciones integrando la masa, sin ninguna coordinación de mi parte. Luego de pasar un buen rato en ese estado, recuperé mi voluntad y afanosamente busqué de nuevo la salida. Esta vez con la intención de acceder a ella por medio de los singulares personajes. Entonces descubrí que aquellos no me oían, no me veían. ¿Quiénes eran? ¿Qué cosa representaban con sus vestiduras incompatibles y ese extraño acontecer fuera de toda lógica? ¿Cuál sería el secreto? ¿Dónde se ocultaba el amo de casa? Ante estas incógnitas, me sentí impotente y mis pretensiones de escapar a tanto desatino, se esfumaron de a poco entre las rancias paredes de la mansión.
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DEL AMO DE CASA
. De súbito, un adolescente, casi un niño todavía... me tendió su mano y sonrió con malicia. Vestía como en las viejas fotografías y la expresión de sus ojos se revelaba perversa. Sin embargo, era alguien que se aproximó a mí y yo no podía elegir. Con temor evité el roce de sus dedos. ¡Solamente el hecho de imaginar su contacto me produjo escalofríos! El chico pareció no prestarle atención a mis reacciones y empezó a dar pasos acelerados. Yo resbalaba detrás, pero lo seguía obediente, intentando vencer el miedo para mantener la calma. Caminábamos uno tras otro, dejando de lado muebles y gentes. No le volví a ver el rostro cínico y su espalda, aunque estrecha, conformaba mi único panorama. Delgado, cimbreante, se deslizaba con prisa. ¿Acudía a una cita preconcebida? ¿Era su destino tan incierto como el mío? Yo deseaba con ansias que su intención fuese salir a la calle. Bruscamente se detuvo ante una puerta cerrada. Noté que no la había visto en mi recorrido anterior. Tomando coraje, traté de acercarme hasta donde me permitía mi aprensión: Pausadamente tiró el picaporte, la antigua puerta de dos hojas se abrió sin hacer ruido. Comprobé que el silencio desde un principio había sido completo. El jovenzuelo se dio vuelta, me miró fijamente a los ojos, volvió a sonreír. Ahora, con ironía, con acentuada burla. Y fingiendo un ademán caballeroso, me ofreció el paso. Intolerable fue el desencanto al notar que frente a mí aparecía otra puerta de menor tamaño, perfectamente cerrada. Quise protestar en voz alta. No se escucharon mis palabras: ¡Tampoco yo podía hablar en ese sitio! Y mientras luchaba con mi impotencia, el amo de casa descorrió el cerrojo de la otra puerta. Esta cedió de igual forma que la anterior: ¡calladamente! La misma operación fue repetida varias veces con otras tantas puertas de diversos materiales, modelos y matices, hasta que llegué a acostumbrarme y adquirí el valor necesario para responder a la sonrisa cruel de mi diabólico anfitrión: Haciendo gala de una valentía inesperada, me encargué de abrir la puerta de turno, suponiendo que todo eso, era sólo un juego de niños. Allí, donde yo esperaba encontrar sin duda una puerta más, surgió el vacío aterrador. Mi vista se extendió sin barreras; en amplitud interminable... Si daba un paso al frente, ¡abordaría el infinito! Con prisa, retrocedí de un salto y miré angustiosamente a mi compañero. Este parecía observar mi actitud desde una lejana dimensión. Estaba esfumándose..., ¡casi irreconocible! Había perdido sus colores naturales. Era apenas una nebulosa gris con apariencia de ser humano. No me fue posible encontrarle los ojos malvados ni la sonrisa burlona. Únicamente pude notar que hacía un gesto extravagante, una inclinación versallesca, al descubrir su mano derecha en la parte central de su cuerpo semi borroso. Y desapareció. Por un momento, fue nula mi capacidad de razonar. Pero reaccioné enseguida. Yo no podía permanecer en ese estado de inacción. Tenía que hacer un esfuerzo, intentar algo que me ayudase a huir. Con el ánimo recuperado, empecé a cerrar una a una las puertas que habíamos abierto y regresé por el mismo camino que nos condujo a ese lugar. En el trayecto, pensé que el condenado muchacho era mi única salvación. ¡Debo encontrarlo!, decidí, y me dispuse a dar con él. Cuando eso ocurra de alguna manera me va a oír. Gritaré para demostrarle autoridad. «Nada de juegos», iba a ser la consigna. Él debería creer que yo no lo temía. Mientras así reflexionaba, iban surgiendo a mi paso todos los fantásticos moradores de la casa. Sabía que con ellos era insostenible una conversación. No actuaban como seres independientes, yo desconocía la extraña virtud que me los mostraba visibles. Pero al muchacho pude individualizarlo. Eso le daba importancia. ¡Él tenía que ser el amo! ¿Dónde se ocultaba? Intenté hallarlo sin éxito. Tuve que admitir que se había ido... Tras este fracaso, tomé conciencia de que no contaba con ayuda alguna, y me dispuse a pasar revista mental, pormenorizada a la casa. Abrigaba la esperanza de encontrar por lo menos una pista que me indicara la salida. Con los cinco sentidos puestos en la empresa, hice el recorrido imaginario por orden de aparición: Allí estaba el jardín exuberante. Después, aquella rústica puerta de calle. El vestíbulo vacío. El salón escueto, sacramental, aunque manteniendo visos reales, como único exponente en toda la mansión. ¿Por qué? ¿Cuál era la diferencia que lo desmembraba? ¡Basta de análisis!, me dije y visité con el pensamiento esa especie de rica biblioteca con aspecto de dormitorio que, mucho me había sorprendido de entrada. Deduje que ésa era la clave: ¡Allí tenía que llegar! La realidad no estaba lejos de ese aposento. Mi objetivo sería desde ahora, dar con aquel cuarto. Comencé a buscarlo atentamente. La confusión era posible, porque si todas las habitaciones poseían similares características, no resultaría tarea fácil hallar justamente ésa. Me cerré a todas las demás sensaciones y, con el fervor que despertaba en mí el ansia de huir, conseguí mi propósito. Luego de largas expediciones por ese territorio fascinante, espectral, llegué a la biblioteca y la descubrí intacta. Dócilmente abierta a mis ojos, ¡la encontré al fin! Los magníficos libros que fueron mi tentación cuando aún no sabía la extraña experiencia que me tocaría vivir en esa casa, continuaban inamovibles. Herméticos, alineados con esmero, ellos constituían el único detalle que conservaba su armonía en la pieza salpicada de trastos. Una atmósfera impenetrable los guardaba... ¿De quién? ¿Por qué? Nadie despejaría esta incógnita. ¡No todavía! Así lo comprendí, como si desde el fondo de los siglos, alguien me hablara... Y a partir de ese instante, ya no tuve ningún problema. Incluso la puerta que daba al corredor estaba totalmente abierta, así como yo la había dejado. Fui hasta el salón. En él nada original sucedía, sólo corroboré que era de construcción nueva. El vaho penetrante de la humedad al mezclarse con los olores de cal y pintura fresca, me resultaba insoportable. Tal vez, porque yo venía de un lugar donde el sentido del olfato era innecesario. El contraste hizo que me tapase las narices. Avancé con paso veloz. Iba pisando residuos de cemento en los mosaicos: Mis zapatos chirriaron con sonido desapacible. Algunos sillones fraileros con sus rígidos respaldos de barrotes torneados ocupaban los rincones; había también unas cuantas mesas de madera tosca, coherentemente situadas. Esta normal distribución me llenó de confianza. Sin pensarlo dos veces, crucé el vestíbulo y con toda tranquilidad abrí la puerta. Una vez en la calle, mis ojos atentos observaron los pormenores de nuestro mundo cotidiano: Transeúntes, automóviles, luces en las esquinas, en las ventanas de los edificios, en los carteles callejeros, en las estrellas del cielo... ¿Luces? ¿Estrellas? ¿Cómo, si había amanecido sólo un momento antes que yo saliera? ¡La noche no pudo llegar así, de improviso! ¿Qué sucedía? ¿Es que aún no acabaron los desbarajustes? Completamente fuera de mí, me acerqué a un hombre que pasaba, le pregunté la hora. No sé con qué actitud despavorida lo habré sorprendido, porque me miró cortésmente, para luego modificar su expresión. Después, como contagiado de mis temores, balbuceó unas palabras que no entendí, para proseguir su camino poco menos que corriendo. ¿Acaso leyó en mi rostro la experiencia que me tocó vivir? Otra vez tambaleaba mi razón. ¡Basta!, ahora debo aceptar que todo quedó atrás definitivamente. Es preciso hablar con alguien ya mismo. Saber por lo menos la hora exacta. En plena calle todo se presentaba con visos reales. ¡Claro! Si lo que sucedió dentro de la casa escapaba a lo natural, lo más lógico sería que el tiempo afuera no hubiese variado tanto. Quizá solamente transcurrieron minutos, o por lo menos el lapso que se emplea en atravesar de punta a punta una vivienda cualquiera, además de establecer por educación, un trato breve con el amo de casa. Acababa de sacar esos resultados, cuando pasé otra persona que no se hizo problemas para contestarme. Es temprano, fue lo primero que pensé al obtener respuesta. Comprendí por eso, que empezaba a recuperar la calma. No me asustó comprobar que en la casa, tanto la dimensión de tiempo como la de espacio, eran otras. ¡Absolutamente diferentes! Bueno, ¡a seguir andando!, exclamé optimista. Nada había que temer en medio de la vereda llena de personas cabales, de ruidos, de aromas... Pero una sensación extraña. Un interés ajeno a mi voluntad, hacía que yo quisiese continuar complicándome con lo mismo. Porque en lugar de cruzar la avenida y alejarme de todo, seguía de pie en la acera, tratando de vislumbrar por detrás de las ventanas lo que ocurría dentro de la casa. Quería saber. No me conformaba sin explicaciones. (¿Fue algo que se ofreció a mis ojos por una circunstancia especial o sucedía que esos seres espectrales moraban constantemente allí?) Sin pensar en otra cosa que no fuese mi enorme deseo de descifrar la incógnita, volví a cruzar el jardín, comencé a inspeccionar la mansión: Atisbaba ansiosamente por entre las rendijas de las persianas. La oscuridad era intensa, nada pude entrever. Menos aún, hallar indicios de sus misteriosos pobladores. Acepté el fracaso sólo por el momento. Había decidido regresar a la mañana siguiente para comprobar mis apreciaciones a la luz del día. Caminando despacito, me alejé entre las horribles estantiguas que danzaban con las sombras de los árboles. Parecían títeres desmadejados. Un resplandor fosforescente ponía marco a sus figuras. Pensé que al menos en este caso, yo debería tener por seguro que todo era producto de mi resentida imaginación. Tan resentida, que no pude conciliar el sueño durante esa noche que se me consumió en vigilia.
DEL AMO DE CASA
. De súbito, un adolescente, casi un niño todavía... me tendió su mano y sonrió con malicia. Vestía como en las viejas fotografías y la expresión de sus ojos se revelaba perversa. Sin embargo, era alguien que se aproximó a mí y yo no podía elegir. Con temor evité el roce de sus dedos. ¡Solamente el hecho de imaginar su contacto me produjo escalofríos! El chico pareció no prestarle atención a mis reacciones y empezó a dar pasos acelerados. Yo resbalaba detrás, pero lo seguía obediente, intentando vencer el miedo para mantener la calma. Caminábamos uno tras otro, dejando de lado muebles y gentes. No le volví a ver el rostro cínico y su espalda, aunque estrecha, conformaba mi único panorama. Delgado, cimbreante, se deslizaba con prisa. ¿Acudía a una cita preconcebida? ¿Era su destino tan incierto como el mío? Yo deseaba con ansias que su intención fuese salir a la calle. Bruscamente se detuvo ante una puerta cerrada. Noté que no la había visto en mi recorrido anterior. Tomando coraje, traté de acercarme hasta donde me permitía mi aprensión: Pausadamente tiró el picaporte, la antigua puerta de dos hojas se abrió sin hacer ruido. Comprobé que el silencio desde un principio había sido completo. El jovenzuelo se dio vuelta, me miró fijamente a los ojos, volvió a sonreír. Ahora, con ironía, con acentuada burla. Y fingiendo un ademán caballeroso, me ofreció el paso. Intolerable fue el desencanto al notar que frente a mí aparecía otra puerta de menor tamaño, perfectamente cerrada. Quise protestar en voz alta. No se escucharon mis palabras: ¡Tampoco yo podía hablar en ese sitio! Y mientras luchaba con mi impotencia, el amo de casa descorrió el cerrojo de la otra puerta. Esta cedió de igual forma que la anterior: ¡calladamente! La misma operación fue repetida varias veces con otras tantas puertas de diversos materiales, modelos y matices, hasta que llegué a acostumbrarme y adquirí el valor necesario para responder a la sonrisa cruel de mi diabólico anfitrión: Haciendo gala de una valentía inesperada, me encargué de abrir la puerta de turno, suponiendo que todo eso, era sólo un juego de niños. Allí, donde yo esperaba encontrar sin duda una puerta más, surgió el vacío aterrador. Mi vista se extendió sin barreras; en amplitud interminable... Si daba un paso al frente, ¡abordaría el infinito! Con prisa, retrocedí de un salto y miré angustiosamente a mi compañero. Este parecía observar mi actitud desde una lejana dimensión. Estaba esfumándose..., ¡casi irreconocible! Había perdido sus colores naturales. Era apenas una nebulosa gris con apariencia de ser humano. No me fue posible encontrarle los ojos malvados ni la sonrisa burlona. Únicamente pude notar que hacía un gesto extravagante, una inclinación versallesca, al descubrir su mano derecha en la parte central de su cuerpo semi borroso. Y desapareció. Por un momento, fue nula mi capacidad de razonar. Pero reaccioné enseguida. Yo no podía permanecer en ese estado de inacción. Tenía que hacer un esfuerzo, intentar algo que me ayudase a huir. Con el ánimo recuperado, empecé a cerrar una a una las puertas que habíamos abierto y regresé por el mismo camino que nos condujo a ese lugar. En el trayecto, pensé que el condenado muchacho era mi única salvación. ¡Debo encontrarlo!, decidí, y me dispuse a dar con él. Cuando eso ocurra de alguna manera me va a oír. Gritaré para demostrarle autoridad. «Nada de juegos», iba a ser la consigna. Él debería creer que yo no lo temía. Mientras así reflexionaba, iban surgiendo a mi paso todos los fantásticos moradores de la casa. Sabía que con ellos era insostenible una conversación. No actuaban como seres independientes, yo desconocía la extraña virtud que me los mostraba visibles. Pero al muchacho pude individualizarlo. Eso le daba importancia. ¡Él tenía que ser el amo! ¿Dónde se ocultaba? Intenté hallarlo sin éxito. Tuve que admitir que se había ido... Tras este fracaso, tomé conciencia de que no contaba con ayuda alguna, y me dispuse a pasar revista mental, pormenorizada a la casa. Abrigaba la esperanza de encontrar por lo menos una pista que me indicara la salida. Con los cinco sentidos puestos en la empresa, hice el recorrido imaginario por orden de aparición: Allí estaba el jardín exuberante. Después, aquella rústica puerta de calle. El vestíbulo vacío. El salón escueto, sacramental, aunque manteniendo visos reales, como único exponente en toda la mansión. ¿Por qué? ¿Cuál era la diferencia que lo desmembraba? ¡Basta de análisis!, me dije y visité con el pensamiento esa especie de rica biblioteca con aspecto de dormitorio que, mucho me había sorprendido de entrada. Deduje que ésa era la clave: ¡Allí tenía que llegar! La realidad no estaba lejos de ese aposento. Mi objetivo sería desde ahora, dar con aquel cuarto. Comencé a buscarlo atentamente. La confusión era posible, porque si todas las habitaciones poseían similares características, no resultaría tarea fácil hallar justamente ésa. Me cerré a todas las demás sensaciones y, con el fervor que despertaba en mí el ansia de huir, conseguí mi propósito. Luego de largas expediciones por ese territorio fascinante, espectral, llegué a la biblioteca y la descubrí intacta. Dócilmente abierta a mis ojos, ¡la encontré al fin! Los magníficos libros que fueron mi tentación cuando aún no sabía la extraña experiencia que me tocaría vivir en esa casa, continuaban inamovibles. Herméticos, alineados con esmero, ellos constituían el único detalle que conservaba su armonía en la pieza salpicada de trastos. Una atmósfera impenetrable los guardaba... ¿De quién? ¿Por qué? Nadie despejaría esta incógnita. ¡No todavía! Así lo comprendí, como si desde el fondo de los siglos, alguien me hablara... Y a partir de ese instante, ya no tuve ningún problema. Incluso la puerta que daba al corredor estaba totalmente abierta, así como yo la había dejado. Fui hasta el salón. En él nada original sucedía, sólo corroboré que era de construcción nueva. El vaho penetrante de la humedad al mezclarse con los olores de cal y pintura fresca, me resultaba insoportable. Tal vez, porque yo venía de un lugar donde el sentido del olfato era innecesario. El contraste hizo que me tapase las narices. Avancé con paso veloz. Iba pisando residuos de cemento en los mosaicos: Mis zapatos chirriaron con sonido desapacible. Algunos sillones fraileros con sus rígidos respaldos de barrotes torneados ocupaban los rincones; había también unas cuantas mesas de madera tosca, coherentemente situadas. Esta normal distribución me llenó de confianza. Sin pensarlo dos veces, crucé el vestíbulo y con toda tranquilidad abrí la puerta. Una vez en la calle, mis ojos atentos observaron los pormenores de nuestro mundo cotidiano: Transeúntes, automóviles, luces en las esquinas, en las ventanas de los edificios, en los carteles callejeros, en las estrellas del cielo... ¿Luces? ¿Estrellas? ¿Cómo, si había amanecido sólo un momento antes que yo saliera? ¡La noche no pudo llegar así, de improviso! ¿Qué sucedía? ¿Es que aún no acabaron los desbarajustes? Completamente fuera de mí, me acerqué a un hombre que pasaba, le pregunté la hora. No sé con qué actitud despavorida lo habré sorprendido, porque me miró cortésmente, para luego modificar su expresión. Después, como contagiado de mis temores, balbuceó unas palabras que no entendí, para proseguir su camino poco menos que corriendo. ¿Acaso leyó en mi rostro la experiencia que me tocó vivir? Otra vez tambaleaba mi razón. ¡Basta!, ahora debo aceptar que todo quedó atrás definitivamente. Es preciso hablar con alguien ya mismo. Saber por lo menos la hora exacta. En plena calle todo se presentaba con visos reales. ¡Claro! Si lo que sucedió dentro de la casa escapaba a lo natural, lo más lógico sería que el tiempo afuera no hubiese variado tanto. Quizá solamente transcurrieron minutos, o por lo menos el lapso que se emplea en atravesar de punta a punta una vivienda cualquiera, además de establecer por educación, un trato breve con el amo de casa. Acababa de sacar esos resultados, cuando pasé otra persona que no se hizo problemas para contestarme. Es temprano, fue lo primero que pensé al obtener respuesta. Comprendí por eso, que empezaba a recuperar la calma. No me asustó comprobar que en la casa, tanto la dimensión de tiempo como la de espacio, eran otras. ¡Absolutamente diferentes! Bueno, ¡a seguir andando!, exclamé optimista. Nada había que temer en medio de la vereda llena de personas cabales, de ruidos, de aromas... Pero una sensación extraña. Un interés ajeno a mi voluntad, hacía que yo quisiese continuar complicándome con lo mismo. Porque en lugar de cruzar la avenida y alejarme de todo, seguía de pie en la acera, tratando de vislumbrar por detrás de las ventanas lo que ocurría dentro de la casa. Quería saber. No me conformaba sin explicaciones. (¿Fue algo que se ofreció a mis ojos por una circunstancia especial o sucedía que esos seres espectrales moraban constantemente allí?) Sin pensar en otra cosa que no fuese mi enorme deseo de descifrar la incógnita, volví a cruzar el jardín, comencé a inspeccionar la mansión: Atisbaba ansiosamente por entre las rendijas de las persianas. La oscuridad era intensa, nada pude entrever. Menos aún, hallar indicios de sus misteriosos pobladores. Acepté el fracaso sólo por el momento. Había decidido regresar a la mañana siguiente para comprobar mis apreciaciones a la luz del día. Caminando despacito, me alejé entre las horribles estantiguas que danzaban con las sombras de los árboles. Parecían títeres desmadejados. Un resplandor fosforescente ponía marco a sus figuras. Pensé que al menos en este caso, yo debería tener por seguro que todo era producto de mi resentida imaginación. Tan resentida, que no pude conciliar el sueño durante esa noche que se me consumió en vigilia.
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DE LA CASA
DE LA CASA
. Afortunadamente me levanté con nuevos bríos. Tras unos sorbos de buen café saboreado al paso, partí con destino a la casa. Me planté frente a la puerta. Permanecí en suspenso. Dudaba entre si dedicarme a espiar por las ventanas o penetrar directamente. No niego que sentía temor, pero mi curiosidad era tan grande que aplacaba otras sensaciones. Pretendí abrir la puerta. Esta, contrariamente a su hospitalidad del día anterior, se mantuvo firme, cerrada. ¡Ni a los empujones cedió! No me acobardé, me quedaban las ventanas. Algo veré desde afuera, supuse y me abrí paso entre las margaritas rozagantes y las malezas del jardín. Me entretuve en el parque deambulando por el costado accesible de la casa. Era muy temprano. Gracias a eso, no me topé con nadie a quien llamase la atención mi comportamiento por demás extraño. Resultaba exagerada la altura de los balcones, sólo en puntas de pie se podía vichear. Las persianas estaban desvencijadas y pude, así, mirar entre algunas tablillas que faltaban. Mi asombro iba en aumento mientras recorría con los ojos desorbitados las habitaciones desnudas: ¡Ni muebles ni gente, nada, nadie! Luego vi el patio interior a través del último cuarto. Se asomaba limpio, con sus pérgolas vacías y sus arriates de arena expuestos al sol. De todos modos, en el salón principal nada había variado. Este no participaba del extravagante juego, ¿o no era un juego? Su austera prestancia se ofrecía sin modificaciones. Los amplios vitrales descubiertos lo mostraban a simple vista. También el frondoso jardín donde ahora me encontraba, mantenía su irresistible encanto de ayer por la tarde. Mi desconcierto crecía a pasos agigantados. ¿Cómo catalogar lo ocurrido? ¿Qué significado darle? Al parecer, todo había terminado. De modo que, si no estaba allí la respuesta, lo prudente sería abandonar el lugar y olvidar para siempre aquellos absurdos acontecimientos. No resultaba fácil iniciar la retirada. Crucé la calle con la intención de alejarme. En la acera opuesta cambié de idea: Me propuse investigar la menor anormalidad que fuese capaz de sugerirme algo. Los minutos pasaban sin que nada se mostrase diferente a las costumbres de cualquier barrio residencial desplazando lánguidamente sus primeras horas del día: Niños escolares. Los suficientes automóviles. Algunos perros ladrando detrás de los portones. Dos mucamas apoyadas en sus escobas en plena charla matinal. Caballeros de traje y corbata rumbo al trabajo. Un vendedor de periódicos. Y yo. Yo, al acecho... ¡Estoy perdiendo el tiempo!, recapacité. En mi reloj las manecillas me señalaron las ocho en punto de la mañana. Si continuaba en esa estúpida actitud de espera, mi cita se malograría. ¡A buena hora!, sonreí. Total, no tengo ganas de eso... De súbito, sentí que un sistema de atracción desconocido, poderoso; proyectaba sus ondas sobre mí. Apaciblemente, sin ofrecer resistencia, fui otra vez hacia la puerta. No tuve necesidad de abrirla, ésta me esperaba desplegada y acogedora. Pasé al interior. Como de costumbre, no había nadie allí. Sólo el inhóspito y gran salón con aires de monasterio. Sin entretenerme, lo dejé atrás. Abrí la puerta que me interesaba. No me distraje, avancé... Sonó un golpe seco a mis espaldas. Como despertando de un profundo sueño, giré en busca del ruido. El eco descabellado hacía su ronda entre las nebulosas de mi cerebro. ¿Qué causa lo hizo posible en ese lugar que, justamente, se destacaba por su aterrador silencio? Por lo visto no existían reglas en aquel sitio. Las cosas sucederían cuando menos se las esperase: Recostado en la puerta clausurada, el chico se balanceaba con gesto socarrón. ¿Deseas asustarme?, le pregunté con la voz calmada. No tienes necesidad de cerrar la puerta; continué en el mismo tono. Yo me siento a gusto aquí. ¡Por eso he vuelto! Al oír mi última frase él me miró con sorna y haciendo un ademán sobrador, me dio a entender que si yo había regresado, no era por mi gusto sino por el suyo. ¿Retornó el silencio?, quise saber. Lo que tengas que decir, dímelo con palabras. Tus modales me resultan desagradables, nada hospitalarios. ¿No piensas que si eres tú quien me trae a esta casa, deberías hacer un esfuerzo y mostrarte un poco más amable conmigo? Nada respondió. Desoyendo mis reproches se dejó tragar por los tablones de la puerta. Mi soledad era espantosa pero bienvenida. No existía un sólo indicio de la presencia de los otros personajes. Como ya conocía el camino circulé por los pasillos interiores, husmeando dentro de las habitaciones vacías, sin falso respeto. Una autonomía que no lograba descifrar, me permitió adueñarme de la situación: Me encargué de abrir todas las puertas y ventanas, para que el aire y el sol se metiesen a su entero capricho en cada cuarto. Me había entregado de lleno a mi tarea de ventilación cuando de pronto percibí que alguien, desde el exterior, contemplaba mis movimientos. ¿Qué respondería yo, si acaso quisiera conocer el motivo de mi presencia en esa casa que no era la mía? La sensación tomó cuerpo. Me acerqué a una de las ventanas para constatar mis sospechas. No vi a nadie y con la tranquilidad recuperada abandoné el balcón, retrocediendo de espaldas, sin dejar de mirar el maravilloso paisaje que acababa de descubrir. Era un magnífico parque que se extendía al otro costado de la casa, en el ala interna. Una larga y blanca muralla lo separaba de la humilde casita vecina. Este jardín era inmenso, muy cuidado. Lleno de flores primorosas, fuentes de mármol, estatuas, árboles y..., ¡lo vi! Sí, allá estaba. En la copa del árbol más elevado. De pie, sobre una plataforma de madera, su inconfundible figura se recortaba entre el follaje. Mientras, con una de sus manos recogía las ramas; con la otra, me llamaba riendo, provocativo. Era él. Sólo ese infernal adolescente podía causarme tantos sobresaltos. ¿Qué nombre tendría? ¿Llegaría alguna vez a conocerlo de verdad? Buscando respuestas, decidí acceder a su invitación y fui hacia él. Cuando alcancé los pies del árbol, ya mi anfitrión estaba en tierra. No lo vi bajar. No sé cómo lo hizo. Sólo recuerdo que usó apenas el tiempo que se gasta en repasar con la mirada esa distancia. Debo aceptarlo así, me impuse como una obligación. Si todo en él era sorprendente, irreal, lo indicado sería admitirlo sin juzgarlo. Yo tenía que evitar a toda costa la angustia que su desatinada presencia me causaba. De modo que lo recibí a mi lado, con afecto, y lo miré de frente: Vestía un traje de terciopelo negro. ¡Privilegiado en su apostura! No podía hacerme a la idea de relacionarlo con cualquiera de los jovencitos que yo solía tratar. Indudablemente perteneció a otra época. ¿A cuál? Primorosas puntillas bordeaban la pechera y los puños de su alba camisa. Los pantalones caían hasta media pierna y se rozaban con las tensas y también blanquísimas medias de seda. Al llegar a sus zapatos, noté que éstos eran de renegrido charol. No hubo palabras de por medio. Otra vez me ofreció su mano..., que no acepté. Nada más que un segundo después, cuando quise darme cuenta, estaba ascendiendo con él, rumbo a la copa del árbol. De alguna forma habíamos subido, aunque nunca podría explicarme cómo. Porque si para su descenso empleó un tiempo ínfimo, todo lo contrario ocurrió en el trayecto de la elevación. Íbamos aterradoramente despacio, con una lentitud horrible, inacabable... Tenía yo la vaga impresión de que estábamos en un ascensor, (esto, por encontrar alguna semejanza) ya que mis pies no se posaban en nada ni mis ojos divisaban vallas que se le interpusiesen... Sentía que luchábamos contra una fuerza casi infranqueable, a la que sin embargo, conseguíamos vencer. Lo más extraordinario era mi indiscutible seguridad de estar viajando horizontalmente. Cosa inaudita, puesto que nos dirigíamos hacia arriba. Abruptamente, la agotadora expedición terminó y los dos quedamos exhaustos. Imaginé que habíamos retrocedido en el tiempo. Tal vez no me equivocaba... Ese calor asfixiante, gracias al cual llegué a sospechar que estábamos encerrados en alguna caja de blindadas paredes, había cedido el paso a una brisa fresca, muy agradable. Y mientras mi extenuado cuerpo reposaba tendido sobre los tablones, yo trataba desesperadamente de sobreponerme. ¡Hojas y más hojas salían a mi encuentro! Por donde mirase, sólo verde espesura... Mi acompañante, quien desde el mismo instante en que tomáramos contacto con aquella plataforma, habíase mostrado inerte, comenzó a cobrar vida. Su recuperación, aunque lenta en un principio, culminó cuando éste, enérgicamente se puso de pie y apartando con ambas manos un sector del tupido follaje, me señaló con arrogancia la casa. Sí, allá abajo estaba la casa abierta de par en par... ¡Con sus salones recargados de bellos atavíos! ¡Cuánto movimiento en el jardín! Una gran muchedumbre de aspecto servicial se afanaba en la decoración del parque. Usaban globos brillantes y guirnaldas de vistosos colores. Comprendí que preparaban una fiesta porque todos andaban deprisa, atareados con los últimos retoques. La casa resplandecía por sus cuatro costados, la tarde empezaba a declinar. Sería por consiguiente, una celebración nocturna. Entonces, pude comprender las galas de mi anfitrión, su atuendo refinado, su apostura. Lo que no entendí, era la marcada diferencia que existía entre esta casa y la que yo conocía. Algo saltaba a la vista: Ambas eran la misma. Solamente que a ésta se la veía distinta por donde se la mirase. El jardín lucía mucho más importante, ¡magnífico! Tenía como ornamento principal un par de suntuosas fuentes de mármol, en cuyo interior, sendos surtidores copiaban la silueta de alguna diosa: Silenciosos chorros de agua cristalina se derramaban eternamente... No faltaban rosales a los pies de cada balcón ni setos de ligustro dibujando complicados laberintos. Y más estatuas: Una gallarda colección de esculturas en tamaño natural, semejaba una jauría de perros dispuestos a la caza... Desde arriba, cada detalle se me ofrecía con claridad. Hasta pude distinguir un minúsculo portón incrustado en la pared lindera, el cual, aparentemente, hacía de nexo con la casita de al lado. Debe de ser la vivienda de la servidumbre, supuse, y seguí observando con meticulosa atención. Había olvidado por completo cualquier otra cosa que no fuese la casa y sus contornos. Y sufrí, porque supe que, con el correr del tiempo, toda aquella belleza se iría perdiendo...
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* De la puerta / Del amo de casa / De la casa / Del otro tiempo / De Nicolás / De las confidencias / De las «Excursiones» / De Felisa / De la biblioteca / Del infinito / De la soledad / De Federico / De la visión / De la Candelaria / Del juego / De la Fotobiogena / De los maestros / De los manuscritos / De mí.
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