Autora: ESTER DE IZAGUIRRE
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Tapa: OLGA BLINDER
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],
Editorial Coraje, [1990].
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«Lo que hay que enseñarle al esclavo es que aborrezca su estado y
se desprecie y se indigne; que ame la libertad más que su vida.
No es cuestión de ciencia, no es ciencia la que hace falta, sino conciencia.
El hombre libre buscará la ciencia sin que se lo recomienden.
El prisionero resuelto a evadirse buscará la lima que corte la reja.
Aprender a leer es encontrar la lima.
¿Un libro?...
Cosa admirable, si el libro corta la cadena y desnuda el espíritu».
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Estudio sobre «Último domicilio conocido»
Enrique Anderson Imbert
* «Ester de Izaguirre -dije en el prólogo a su sexto poemario: Judas y los demás, 1981- se destaca en el cuadro de la poesía contemporánea por el modo de configurar sus sentimientos. Neorromántica, existencialista -en esto emparentada con otros poetas de la generación del 40- no imitó a nadie. Se sintió vivir, contempló sus vivencias y en un íntimo soliloquio objetivó en forma artística su subjetividad».
* Es la subjetividad de una persona extraordinariamente rica, compleja, original. Quienes tienen el privilegio de conocerla admiran la feliz combinación de cualidades. Es hipersensible. Es imaginativa. Es devota. Es inteligente. Es noble. Es graciosa. Es espontánea. Es franca. Es versátil. En fin, es única; y su carácter -raíz de una concepción del mundo también peculiar- se manifiesta tanto en sus poemas como en sus cuentos.
* Ahora veremos cómo toda una brillante constelación de emociones e intuiciones se desplaza del verso a la prosa. El desplazamiento discurre por el mismo cielo. Después de todo, la única diferencia entre el verso y la prosa radica en el ritmo: en el verso, unidades rítmicas independientes de la sintaxis; en la prosa, unidades rítmicas articuladas con los miembros del pensamiento sintáctico-racional. Un cuento puede ser tan poético como un buen soneto. Sólo que el cuento pertenece al «género narrativo», no al «género lírico». En el género lírico la poeta Ester de Izaguirre se proyecta en una hablante imaginaria que al hablar a solas consigo misma despliega las formas de su efusividad. En cambio, en el género narrativo, la cuentista Ester de Izaguirre, aunque también se proyecta en una hablante imaginaria, está relatando acontecimientos pretéritos a un lector. Tanto el poema como el cuento son objetivaciones de la visión muy privada de Ester de Izaguirre, pero el cuento, por estar comprometido con una realidad pública -agentes de una acción que ha transcurrido en la naturaleza o en la sociedad- impresiona como si fuera más objetivo. Por lo menos, el cuento anda cargado de objetos: personajes, hechos, cosas, circunstancias geográficas e históricas. El lenguaje del cuento será discursivo, pero el cuento mismo no es un discurso lógico: las intuiciones, como en un poema, crean imágenes, y las imágenes crean la apariencia de sucesos positivos.
* Ester de Izaguirre, que es a mi juicio la mejor poeta de su generación, ha declarado que prefiere expresarse más en verso que en prosa; y no faltará crítico que procure probar esa preferencia con dos observaciones. Primera, que sus cuentos son muy cortos, lo cual prueba que quieren ceñirse a la brevedad de los poemas. Segunda, que de los cuentos que publica en la mayoría dicen «yo» (pronombre que se supone característico del género lírico) y sólo en muy pocos dicen «él», «ella», «ellos» o «ello» (pronombres que se suponen característicos del género narrativo). Pero a estas dos observaciones de algún posible crítico podríamos contraponerles dos contra-observaciones. Primera ¿por qué la brevedad de estos cuentos no han de probar más bien el afán de concisión de Ester de Izaguirre? Y segunda contra-observación, la mayor frecuencia del punto de vista del narrador protagonista no prueba nada porque, en el reino de la ficción, el «yo» nunca es autobiográfico. Cierto que Ester de Izaguirre ha explicado, en una conferencia sobre la génesis de sus cuentos y poemas, cómo pasó de lo vivido a lo imaginado. Autorizado así por las explicaciones de la misma autora, un crítico que la conozca personalmente podría entresacar de sus cuentos elementos anecdóticos: la infancia en Zárate («El Verdugo»), la vida familiar («Vivir es darse tiempo»), la pérdida de un ave real («Tuna»), la muerte de un gato real («Mea culpa»). Pero aún si la intención de Ester de Izaguirre hubiera sido autorretratarse en algunas de las protagonistas de sus cuentos, no lo habría conseguido. En el salto del plano de la vida al plano de la literatura se hubiera ficcionalizado. La mujer de carne, hueso y alma que es Ester de Izaguirre, al escribir un cuento, inventa a un narrador que, aún si se llamara Ester de Izaguirre, sería un personaje ficticio. La escritora real ha delegado en una narradora irreal la responsabilidad de narrar. Son inconfundibles. El uso del pronombre en primera persona no indica que el cuento sea una confesión. Tanto es así, que en los cuentos de Ester de Izaguirre a veces ese «yo» es de un varón («El Verdugo»). «El buen negocio», «La certeza», «Último domicilio conocido», de un dios («Yo fabulador, el verbo en presente») o de un perro («El gusto de la lluvia»). Y el crítico ingenuo que confunde a la narradora con la escritora se vería en apuros si se le preguntara dónde está Ester de Izaguirre en esos cuentos -«Holocausto», «Entre dos hormigas negras», «El verdugo»- que comienzan con la primera persona y terminan con la tercera.
* Quedamos, pues, en que la escritora real, Ester de Izaguirre, reaccionando a los estímulos que recibe de su ambiente, siente, imagina, piensa, habla y de pronto concibe un cuento. Para componerlo, su yo personal se divide. Ahora tenemos un segundo yo. Este «doble» -el narrador ficticio- transforma la realidad en símbolos. Hombres, cosas, hechos, situaciones, lugares, épocas que no son verbales pasan a ser pura verba. Con artificios lingüísticos la realidad queda representada en el texto. El cuento no se relaciona con una realidad extra-literaria. Es una creación artística autosuficiente que agota su significación en sí misma. Su valor no depende de la existencia o inexistencia de los asuntos que narra. No tiene sentido, pues, establecer una diferencia entre cuentos realistas y cuentos no realistas. El conocimiento que opera en los cuentos es intuitivo y estético, no lógico y práctico; por tanto, no se propone discriminar lo real de lo irreal, y lo verdadero de lo falso.
* Claro está que si un crítico estudia la literatura con los mismos supuestos lógicos y las mismas generalizaciones empíricas que valen para nuestro conocimiento del mundo real en que vivimos prácticamente, podría clasificar los cuentos de Ester de Izaguirre según que sus acontecimientos sean probables, improbables, posibles o imposibles. Obtendría de este modo una clasificación cuatripartita:
1) Cuento realista, con sucesos ordinarios, verosímiles, probables que reproducen la vida cotidiana tal como es. «Tuna», «Mea culpa». «Una sola voz, nada más».
2) Cuento lúdico, con sucesos extraordinarios, sorprendentes, improbables: el narrador se especializa en excepciones, coincidencias, excentricidades y efectos insólitos. «Puntos de vista», «La mosca», «El hermano» (¿también «Vivir es darse tiempo» y «Holocausto»?).
3) Cuento misterioso, con sucesos extraños, inciertos pero posibles; lo que ocurre está envuelto en una atmósfera de locura o de poesía que nos produce la ilusión de irrealidad. «Lo que nos comprenden». «El cuadro» «Entre dos hormigas negras». «Último domicilio conocido» (¿también «Vivir es darse tiempo»?).
4) Cuento fantástico, con sucesos sobrenaturales, absurdos, imposibles. El orden del universo queda alterado por la irrupción de un inexplicable factor mágico: «La certeza», «El dios completo», «Tiempos impares», «Yo fabulador, el verbo en presente» (¿también «El verdugo» y «El gusto de la lluvia?»).
* Esta clasificación que se basa en un criterio epistemológico, no estético, por inquirir qué es la verdad y no qué es la belleza, no le sirve a la crítica literaria. Dictamina si la realidad virtual que está dentro de un cuento corresponde o no a una realidad verificable fuera del cuento. O sea, que compara lo incomparable: una ficción lingüística con cosas a-lingüísticas. El crítico que usa esa clasificación afirma un modo científico de conocer y en cambio niega el modo poético de conocer. No se plantea (como supo hacer Ockham) el problema de la «doble verdad»: secundum rationem y secundum fidem. Para él, crítico racionalista, un ángel, un milagro, un fantasma son imposibles y por tanto el cuento que los contiene es fantástico. Pero el narrador que tiene fe en lo sobrenatural puede opinar ¿quién se lo va a prohibir? que los prodigios que ocurren en su cuento son posibles.
* Consideremos, por ejemplo, un cuento de Ester de Izaguirre, «El verdugo», que en la clasificación antedicha está incluido en la literatura fantástica. Sin embargo, informa sobre experiencias que, según ciertas creencias religiosas y ciertos estudios parasicológicos, son reales. En «El verdugo», la experiencia del «pensamiento que durante la noche viaja a cualquier lugar del espacio», un desdoblamiento de la personalidad: «¿Quién era realmente yo? ¿La que desde un sitio cualquiera recordaba en el presente, o la que regresaba al pretérito como si mi pensamiento fuese una energía capaz de deambular sin mí por cualquier parte?» El autor de este estudio descree de las facultades llamadas «Psi-Gamma» y «Psi-Kappa» y desconfía de toda proposición irracional y metaempírica pero no niega que cuentistas inspirados por la ilusión de sueños premonitorios, adivinaciones, transfiguraciones, supersticiones, telepatías, tiptologías, telekinesias, hiperestesias, fantasmogénesis, mancias, metempsicosis y espiritismos sean capaces de imaginar cuentos convincentes. C. G. Jung, en sus tesis Synchronizität als ein Prinzip akausaler Zusammenhänge, 1952 (Sincronicidad como un no-causal principio conjuntivo) defiende, alegando experiencias propias, la veracidad de casos similares al que Ester de Izaguirre refiere en el cuento que mencionamos más atrás y resumiremos más adelante. Por ejemplo, Jung dice que una vez estaba discutiendo sobre parasicología con Freud y se enojó tanto que, a distancia, hizo estallar una fuerte detonación en un estante de libros de psicoanálisis. En otra ocasión una paciente le estaba contando que había soñado que alguien le regalaba un escarabajo de oro y justo en ese instante Jung sintió un ruido en la ventana, la abrió y ¡oia! entró un escarabajo. Jung, siempre oscuro, bautizó a estas «exteriorizaciones psíquicas» con el término «sincronicidad», que significa «una ocurrencia simultánea de dos acontecimientos relacionados significativamente aunque no causalmente» o «una coincidencia en el tiempo de dos o más acontecimientos no relacionados entre sí que tienen un significado idéntico o semejante, coincidencia equivalente a la causalidad como principio explicativo». La «sincronicidad» surgiría, según Jung, de «arquetipos asentados en el inconsciente colectivo». Los arquetipos inconscientes invadirían la conciencia con fuertes emociones que, salteándose el tiempo y el espacio, facilitarían la ocurrencia de acontecimientos sincronísticos, inenarrables como no sea con vagos símbolos.
* El crítico que con rigurosa lógica interpretara las anormalidades parasicológicas como meras coincidencias, explicables por un elemental cálculo de probabilidades, podría sentirse tentado a calificar como «fantástico» el cuento «El verdugo» pero si Ester de Izaguirre, por el contrario, acepta como posible que una persona pueda proyectar en el tiempo imágenes reales de sí misma o recibir golpes de objetos reales muy lejanos en el espacio, se rehusará a calificarlos de fantásticos.
* Y ya es hora de que resumamos los cuentos de Ester de Izaguirre, comenzando con el aludido. En «El verdugo» el narrador-protagonista anota en un diario íntimo recuerdos de infancia. En su casa, en una remota ciudad, había un árbol, símbolo de toda esa infancia. Y ha soñado que los actuales inquilinos de la que fue su casa se preparan para talar ese árbol. En una segunda parte un narrador omnisciente termina el relato: derriban, en efecto, y al hacerlo se oye que un cuerpo trepado en las ramas también cae. Simultáneamente, la madre del que escribía el diario íntimo entra en su habitación y lo encuentra dormido, con señales en la cara de haberse caído y lesionado. ¿Coincidencia entre la caída de un árbol y el hematoma que aparece en la cara del dormido? ¿O dentro de un sueño un árbol soñado actúa físicamente sobre el soñador que lo sueña en el instante en que el árbol real cae en una ciudad muy lejana? ¿O es que...?
* Las acciones de los cuentos de Ester de Izaguirre son simples pero están bien entretejidos en una trama con principio, medio y fin. Generalmente, el desenlace es sorpresivo. Sorpresa. En «Puntos de vista» la situación queda súbitamente invertida: el personaje activo se convierte en pasivo. La narradora-protagonista, en un ómnibus, procura consolar a un presunto perturbado mental que está sentado a su lado. Luego averigua que éste, lejos de ser loco, era un siquiatra que la había estado tratando como a un caso patológico. Sorpresa. En «Entre dos hormigas negras» hay un inopinado desplazamiento de perspectivas. Comienza con el punto de vista de un narrador-protagonista: Marcelo, dotado de una aguda percepción visual, tan aguda que es capaz de distinguir en dos hormiguitas matices diferentes del «color negro», dona sus ojos para que después de su muerte sean usados por otro hombre. El cuento termina con el punto de vista de un narrador omnisciente: como consecuencia del trasplante de ojos, del cadáver de Marcelo al cuerpo de un pastor protestante, éste es capaz de distinguir, entre dos negros africanos, «la misma diferencia esencial entre dos hormigas negras». Sorpresa. En «Una sola voz, nada más», una mujer, acostada en la cama, espera un llamado telefónico que le diga «te amo». Por fin suena el teléfono. Quien la llama es un cliente desconocido que la cita en una esquina de la ciudad: la romántica mujer resulta ser una prostituta. Sorpresa. El «El hermano», Claudio oye que su hermano Jacinto le anuncia que dejará el duro trabajo en el campo para buscar mejor fortuna en la ciudad. Jacinto se va. Pasa el tiempo. Claudio recibe cartas optimistas hasta que un día regresa, no el hermano, sino un amigo, quien le informa que Jacinto, antes de morir, le encomendó que escribiese cartas optimistas en su nombre y sólo después de mucho tiempo comunicara en persona la fatal noticia. Sorpresa. En «La certeza» el narrador cuenta en primera persona que está manejando el automóvil a toda velocidad. Un tren lo atropella. El narrador continúa su viaje a pie. La mujer y los hijos corren hacia el lugar del accidente y pasan a su lado sin verlo. Él los sigue y de improviso descubre su propio cadáver. Sorpresa. En «Holocausto» un aviador reflexiona sobre su misión: bombardear un villorrio. Tiene escrúpulos de conciencia. Los resuelve arrojándose del avión con la esperanza de que los hombres, impresionados, se hagan pacifistas. Suicidio inútil, pues su cuerpo cae en el desierto y nadie se enterará de su trágico mensaje.
* Otros cuentos asombran, más que por el desenlace, por el tema. Por ejemplo, el tema pirandelliano de las relaciones entre el personaje y su autor. «No, nada de Pirandello», exclama irónicamente el personaje femenino de «Tiempos impares» al dirigirse al cuentista que la ha creado. Le declara su amor: «No podría escapar ya de mi fatum de personaje que vive un romance con su hacedor». El cuentista muere. Cien años después su libro de cuentos todavía es leído. Condenada a sobrevivir dentro del libro, la protagonista sigue enamorada de su autor. Variante del mismo tema es «Yo fabulador, el verbo en presente». El narrador -«el dios escriba»- cuenta la vida de uno de sus personajes: un tal Francisco Sierra, enamorado de una tal Esperanza Ramírez. Amor frustrado porque tienen que vivir en países diferentes. Francisco piensa en su destino, en las otras posibilidades de vida que pudo haber tenido y al fin se suicida. El «dios escriba» que desde su eternidad escribe cuentos sobre hombres que sólo duran en un tiempo sucesivo reflexiona en que quizá él, a su vez, sea personaje de otro cuento (¿de este que acabamos de leer?).
* Otro tema ingeniosamente tratado por Ester de Izaguirre es el del «doble», presente en algunos de los cuentos que ya comentamos, sobre todo en «Último domicilio conocido» el narrador, ciudadano de Buenos Aires, se topa en París con un alter ego. Frente a él experimenta la extraña impresión de estar viéndolo por adentro y, al mismo tiempo, de verse a sí mismo también por adentro. Ha ganado en profundidad, pero cuando el otro desaparece, el narrador deja de comprenderse y vuelve a ser superficial. Por eso, al regresar a Buenos Aires, le advierte a una amiga que el amor que se hagan será de piel a piel: habiendo perdido a su «doble», ya es incapaz de «ir más allá». En «Vivir es darse tiempo» la narradora protagonista acaba de mudarse de casa. Se entera de que allí se ha suicidado una mujer muy parecida a ella, también escritora y, como ella, desesperada por la esterilidad literaria. Decide trazar la biografía de la suicida. Crea y se salva. Es como si la otra, desde atrás, la hubiera rescatado del suicidio.
* Algunos cuentos, sea por el modo de caracterizar a los personajes, sea por las reflexiones sobre la conducta humana, son psicológicos. Cuento conmovedores «Ellos», sobre las nostalgias y amnesías de una anciana. «Tuna» -título del cuento- es el nombre de una cotorra que ha caído en una casa de familia: le falta un dedo de la patita izquierda. La familia acoge a la cotorra con cariño. Una noche, la cotorra se escapa. «¡Tuna!», y se la lleva a la casa. Pero a la patita izquierda no le falta ningún dedo. No importa. La segunda cotorra sustituirá a la primera. Total, en reencuentros como este el amor es ciego. En «La mosca» no hay análisis psicológicos, pero vemos directamente la corriente de sentimientos de una adolescente, a quien Pilar, su hermana mayor, inicia en el lesbianismo, y después se casa. La adolescente se venga entregándose al cuñado. Desde entonces vive atormentada hasta que con un cortapapel se suicida. En «Mea culpa» una mujer recurre a un veterinario para que cure al gato enfermo que recogió de la calle. La mujer está tan agobiada de trabajo -obligaciones con los hijos, con el marido- que desatiende al gato. Lo lleva al veterinario, esta vez para que con una inyección lo despene. Al llegar a su casa se recrimina por posibles olvidos para los suyos: para sus hijos, para su marido. Se siente culpable por todo lo que les negó, como al gato, y aludiendo no sólo al gato sino a todo lo que desatendió, para sobreponerse a su sentido de culpa se dice: «Pero si era sólo un pobre gato...». En «El buen negocio» un viajante de comercio, solterón, mediocre, quiere salir de la rutina. Hace un pacto (¿como el de Fausto con el Diablo?). Conoce a una mujer. Después de un mes de amor se separan. Ahora han pasado treinta años. La vida lo ha cargado de arrugas pero tuvo sus treinta días de intenso amor. Y el cuento concluye con esta reflexión: «La vida es una puntual cobradora. No importa -me digo-, yo también hice con ella un buen negocio». En «El cuadro» la narradora-protagonista cuenta el amor que sintió, a los once o doce años, por el Delfín de Francia, enmarcado en un cuadro. Entre la niña y la figura del Delfín hay una extraña comunicación. La madre, al advertirlo, destruye el cuadro. La niña se enferma. Años más tarde, ahora es una mujer adulta, viaja a Europa y en un museo descubre el retrato original. Recibe otra vez la mirada del Delfín y así reencuentra sus «horas vividas sin vivir».
* En los cuentos de Ester de Izaguirre abundan los rasgos impresionistas; es decir, la narradora presenta el mundo, no tal como es, sino tal como lo percibe («una ráfaga helada, interior, me abofeteó el rostro»; «la fotografía y el cine sólo tartamudeaban imágenes muertas»; «su paso torpe, como sí una pierna fuera castigando a la otra», etc.). Más frecuentes son los rasgos expresionistas; es decir, la narradora elabora inteligentemente ciertas impresiones sensoriales, las aclara en metáforas, continúa las metáforas en diminutas alegorías, y acaba por presentar el mundo, no tal como es, tampoco tal, como lo percibe, sino desfigurado por la violencia con que lo vive y lo imagina y lo piensa y lo quiere cambiar. El desarrollo de la metáfora moño-mariposa da el cuento «Los que no comprenden». Un loco ve en el moño de una niña la forma de una mariposa: cuando la niña, asustada, huye, le persigue, no a la niña, sino a su moño-mariposa. La sensación del sabor salado de una lágrima da el cuento «el gusto de la lluvia». Un perro cuenta un drama humano que no comprende bien. Echado debajo de un banco de la plaza, oye conversaciones de una pareja sentada arriba. El hombre abandona a una mujer para irse con otra más joven; la mujer abandonada llora; una lágrima cae sobre el perro, quien la lame y creyendo que es una gota de lluvia se asombra de su sabor salado: «Deduje que este otoño va a ser muy diferente. Ya está cambiando hasta el gusto de la lluvia». También es expresionista el cuento «El dios completo», donde una idea usa las impresiones como materiales para construir una especie de parábola. En un lugar que no figura en los mapas vive una colonia de longevos. Nadie ha muerto allí todavía. Adoran a un dios fenicio que vende favores a cambio de monedas, joyas y piedras preciosas. Encarnación, una santa mujer, sufre tanto por las desdichas ajenas que ofrece al dios mercader un convenio: si él hace que los enfermos no mueran, ella dejará de hablar, de comer, de beber. Convencido. Pero con tantos sacrificios Encarnación muere. Es la primera y única muerta en esa colonia de longevos. Muere sin saber que el dios mercader ha conseguido lo que deseaba -ahora será un dios completo- pues para adquirir más poder debía fundar su reino sobre el sacrificio de la mejor de sus criaturas. La visión de la vida de Ester de Izaguirre incluye la fe y el escepticismo, la compasión por la triste condición humana y la alegría de vivir, la seriedad y el humorismo. A veces sus ocurrencias cambian de estilo pero sin perder su originalidad. Por ejemplo, uno de los cuentos más profundos es «El castigo»; profundo por la inmersión existencial, psicológica y aún metafísica, en la personalidad de un necrófilo que emprende un viaje imaginario a la muerte, viaje sin retorno. Y en el mismo nivel de profundidad, pero contado en la superficie de una lengua chocarrera, vulgar, lunfarda es «Cuando fui joven, ya era viejo por dentro».
* Estos resúmenes -radiografías de esqueletos- no hacen justicia a la vivacidad con que los cuentos contonean sus bellos cuerpos. Los méritos de Ester de Izaguirre residen, más que en sus esquemas argumentales, en la prosa poética pero sin preciosismos con que nos comunica observaciones sobre sentimientos personalmente vividos.
Enrique Anderson Imbert
* «Ester de Izaguirre -dije en el prólogo a su sexto poemario: Judas y los demás, 1981- se destaca en el cuadro de la poesía contemporánea por el modo de configurar sus sentimientos. Neorromántica, existencialista -en esto emparentada con otros poetas de la generación del 40- no imitó a nadie. Se sintió vivir, contempló sus vivencias y en un íntimo soliloquio objetivó en forma artística su subjetividad».
* Es la subjetividad de una persona extraordinariamente rica, compleja, original. Quienes tienen el privilegio de conocerla admiran la feliz combinación de cualidades. Es hipersensible. Es imaginativa. Es devota. Es inteligente. Es noble. Es graciosa. Es espontánea. Es franca. Es versátil. En fin, es única; y su carácter -raíz de una concepción del mundo también peculiar- se manifiesta tanto en sus poemas como en sus cuentos.
* Ahora veremos cómo toda una brillante constelación de emociones e intuiciones se desplaza del verso a la prosa. El desplazamiento discurre por el mismo cielo. Después de todo, la única diferencia entre el verso y la prosa radica en el ritmo: en el verso, unidades rítmicas independientes de la sintaxis; en la prosa, unidades rítmicas articuladas con los miembros del pensamiento sintáctico-racional. Un cuento puede ser tan poético como un buen soneto. Sólo que el cuento pertenece al «género narrativo», no al «género lírico». En el género lírico la poeta Ester de Izaguirre se proyecta en una hablante imaginaria que al hablar a solas consigo misma despliega las formas de su efusividad. En cambio, en el género narrativo, la cuentista Ester de Izaguirre, aunque también se proyecta en una hablante imaginaria, está relatando acontecimientos pretéritos a un lector. Tanto el poema como el cuento son objetivaciones de la visión muy privada de Ester de Izaguirre, pero el cuento, por estar comprometido con una realidad pública -agentes de una acción que ha transcurrido en la naturaleza o en la sociedad- impresiona como si fuera más objetivo. Por lo menos, el cuento anda cargado de objetos: personajes, hechos, cosas, circunstancias geográficas e históricas. El lenguaje del cuento será discursivo, pero el cuento mismo no es un discurso lógico: las intuiciones, como en un poema, crean imágenes, y las imágenes crean la apariencia de sucesos positivos.
* Ester de Izaguirre, que es a mi juicio la mejor poeta de su generación, ha declarado que prefiere expresarse más en verso que en prosa; y no faltará crítico que procure probar esa preferencia con dos observaciones. Primera, que sus cuentos son muy cortos, lo cual prueba que quieren ceñirse a la brevedad de los poemas. Segunda, que de los cuentos que publica en la mayoría dicen «yo» (pronombre que se supone característico del género lírico) y sólo en muy pocos dicen «él», «ella», «ellos» o «ello» (pronombres que se suponen característicos del género narrativo). Pero a estas dos observaciones de algún posible crítico podríamos contraponerles dos contra-observaciones. Primera ¿por qué la brevedad de estos cuentos no han de probar más bien el afán de concisión de Ester de Izaguirre? Y segunda contra-observación, la mayor frecuencia del punto de vista del narrador protagonista no prueba nada porque, en el reino de la ficción, el «yo» nunca es autobiográfico. Cierto que Ester de Izaguirre ha explicado, en una conferencia sobre la génesis de sus cuentos y poemas, cómo pasó de lo vivido a lo imaginado. Autorizado así por las explicaciones de la misma autora, un crítico que la conozca personalmente podría entresacar de sus cuentos elementos anecdóticos: la infancia en Zárate («El Verdugo»), la vida familiar («Vivir es darse tiempo»), la pérdida de un ave real («Tuna»), la muerte de un gato real («Mea culpa»). Pero aún si la intención de Ester de Izaguirre hubiera sido autorretratarse en algunas de las protagonistas de sus cuentos, no lo habría conseguido. En el salto del plano de la vida al plano de la literatura se hubiera ficcionalizado. La mujer de carne, hueso y alma que es Ester de Izaguirre, al escribir un cuento, inventa a un narrador que, aún si se llamara Ester de Izaguirre, sería un personaje ficticio. La escritora real ha delegado en una narradora irreal la responsabilidad de narrar. Son inconfundibles. El uso del pronombre en primera persona no indica que el cuento sea una confesión. Tanto es así, que en los cuentos de Ester de Izaguirre a veces ese «yo» es de un varón («El Verdugo»). «El buen negocio», «La certeza», «Último domicilio conocido», de un dios («Yo fabulador, el verbo en presente») o de un perro («El gusto de la lluvia»). Y el crítico ingenuo que confunde a la narradora con la escritora se vería en apuros si se le preguntara dónde está Ester de Izaguirre en esos cuentos -«Holocausto», «Entre dos hormigas negras», «El verdugo»- que comienzan con la primera persona y terminan con la tercera.
* Quedamos, pues, en que la escritora real, Ester de Izaguirre, reaccionando a los estímulos que recibe de su ambiente, siente, imagina, piensa, habla y de pronto concibe un cuento. Para componerlo, su yo personal se divide. Ahora tenemos un segundo yo. Este «doble» -el narrador ficticio- transforma la realidad en símbolos. Hombres, cosas, hechos, situaciones, lugares, épocas que no son verbales pasan a ser pura verba. Con artificios lingüísticos la realidad queda representada en el texto. El cuento no se relaciona con una realidad extra-literaria. Es una creación artística autosuficiente que agota su significación en sí misma. Su valor no depende de la existencia o inexistencia de los asuntos que narra. No tiene sentido, pues, establecer una diferencia entre cuentos realistas y cuentos no realistas. El conocimiento que opera en los cuentos es intuitivo y estético, no lógico y práctico; por tanto, no se propone discriminar lo real de lo irreal, y lo verdadero de lo falso.
* Claro está que si un crítico estudia la literatura con los mismos supuestos lógicos y las mismas generalizaciones empíricas que valen para nuestro conocimiento del mundo real en que vivimos prácticamente, podría clasificar los cuentos de Ester de Izaguirre según que sus acontecimientos sean probables, improbables, posibles o imposibles. Obtendría de este modo una clasificación cuatripartita:
1) Cuento realista, con sucesos ordinarios, verosímiles, probables que reproducen la vida cotidiana tal como es. «Tuna», «Mea culpa». «Una sola voz, nada más».
2) Cuento lúdico, con sucesos extraordinarios, sorprendentes, improbables: el narrador se especializa en excepciones, coincidencias, excentricidades y efectos insólitos. «Puntos de vista», «La mosca», «El hermano» (¿también «Vivir es darse tiempo» y «Holocausto»?).
3) Cuento misterioso, con sucesos extraños, inciertos pero posibles; lo que ocurre está envuelto en una atmósfera de locura o de poesía que nos produce la ilusión de irrealidad. «Lo que nos comprenden». «El cuadro» «Entre dos hormigas negras». «Último domicilio conocido» (¿también «Vivir es darse tiempo»?).
4) Cuento fantástico, con sucesos sobrenaturales, absurdos, imposibles. El orden del universo queda alterado por la irrupción de un inexplicable factor mágico: «La certeza», «El dios completo», «Tiempos impares», «Yo fabulador, el verbo en presente» (¿también «El verdugo» y «El gusto de la lluvia?»).
* Esta clasificación que se basa en un criterio epistemológico, no estético, por inquirir qué es la verdad y no qué es la belleza, no le sirve a la crítica literaria. Dictamina si la realidad virtual que está dentro de un cuento corresponde o no a una realidad verificable fuera del cuento. O sea, que compara lo incomparable: una ficción lingüística con cosas a-lingüísticas. El crítico que usa esa clasificación afirma un modo científico de conocer y en cambio niega el modo poético de conocer. No se plantea (como supo hacer Ockham) el problema de la «doble verdad»: secundum rationem y secundum fidem. Para él, crítico racionalista, un ángel, un milagro, un fantasma son imposibles y por tanto el cuento que los contiene es fantástico. Pero el narrador que tiene fe en lo sobrenatural puede opinar ¿quién se lo va a prohibir? que los prodigios que ocurren en su cuento son posibles.
* Consideremos, por ejemplo, un cuento de Ester de Izaguirre, «El verdugo», que en la clasificación antedicha está incluido en la literatura fantástica. Sin embargo, informa sobre experiencias que, según ciertas creencias religiosas y ciertos estudios parasicológicos, son reales. En «El verdugo», la experiencia del «pensamiento que durante la noche viaja a cualquier lugar del espacio», un desdoblamiento de la personalidad: «¿Quién era realmente yo? ¿La que desde un sitio cualquiera recordaba en el presente, o la que regresaba al pretérito como si mi pensamiento fuese una energía capaz de deambular sin mí por cualquier parte?» El autor de este estudio descree de las facultades llamadas «Psi-Gamma» y «Psi-Kappa» y desconfía de toda proposición irracional y metaempírica pero no niega que cuentistas inspirados por la ilusión de sueños premonitorios, adivinaciones, transfiguraciones, supersticiones, telepatías, tiptologías, telekinesias, hiperestesias, fantasmogénesis, mancias, metempsicosis y espiritismos sean capaces de imaginar cuentos convincentes. C. G. Jung, en sus tesis Synchronizität als ein Prinzip akausaler Zusammenhänge, 1952 (Sincronicidad como un no-causal principio conjuntivo) defiende, alegando experiencias propias, la veracidad de casos similares al que Ester de Izaguirre refiere en el cuento que mencionamos más atrás y resumiremos más adelante. Por ejemplo, Jung dice que una vez estaba discutiendo sobre parasicología con Freud y se enojó tanto que, a distancia, hizo estallar una fuerte detonación en un estante de libros de psicoanálisis. En otra ocasión una paciente le estaba contando que había soñado que alguien le regalaba un escarabajo de oro y justo en ese instante Jung sintió un ruido en la ventana, la abrió y ¡oia! entró un escarabajo. Jung, siempre oscuro, bautizó a estas «exteriorizaciones psíquicas» con el término «sincronicidad», que significa «una ocurrencia simultánea de dos acontecimientos relacionados significativamente aunque no causalmente» o «una coincidencia en el tiempo de dos o más acontecimientos no relacionados entre sí que tienen un significado idéntico o semejante, coincidencia equivalente a la causalidad como principio explicativo». La «sincronicidad» surgiría, según Jung, de «arquetipos asentados en el inconsciente colectivo». Los arquetipos inconscientes invadirían la conciencia con fuertes emociones que, salteándose el tiempo y el espacio, facilitarían la ocurrencia de acontecimientos sincronísticos, inenarrables como no sea con vagos símbolos.
* El crítico que con rigurosa lógica interpretara las anormalidades parasicológicas como meras coincidencias, explicables por un elemental cálculo de probabilidades, podría sentirse tentado a calificar como «fantástico» el cuento «El verdugo» pero si Ester de Izaguirre, por el contrario, acepta como posible que una persona pueda proyectar en el tiempo imágenes reales de sí misma o recibir golpes de objetos reales muy lejanos en el espacio, se rehusará a calificarlos de fantásticos.
* Y ya es hora de que resumamos los cuentos de Ester de Izaguirre, comenzando con el aludido. En «El verdugo» el narrador-protagonista anota en un diario íntimo recuerdos de infancia. En su casa, en una remota ciudad, había un árbol, símbolo de toda esa infancia. Y ha soñado que los actuales inquilinos de la que fue su casa se preparan para talar ese árbol. En una segunda parte un narrador omnisciente termina el relato: derriban, en efecto, y al hacerlo se oye que un cuerpo trepado en las ramas también cae. Simultáneamente, la madre del que escribía el diario íntimo entra en su habitación y lo encuentra dormido, con señales en la cara de haberse caído y lesionado. ¿Coincidencia entre la caída de un árbol y el hematoma que aparece en la cara del dormido? ¿O dentro de un sueño un árbol soñado actúa físicamente sobre el soñador que lo sueña en el instante en que el árbol real cae en una ciudad muy lejana? ¿O es que...?
* Las acciones de los cuentos de Ester de Izaguirre son simples pero están bien entretejidos en una trama con principio, medio y fin. Generalmente, el desenlace es sorpresivo. Sorpresa. En «Puntos de vista» la situación queda súbitamente invertida: el personaje activo se convierte en pasivo. La narradora-protagonista, en un ómnibus, procura consolar a un presunto perturbado mental que está sentado a su lado. Luego averigua que éste, lejos de ser loco, era un siquiatra que la había estado tratando como a un caso patológico. Sorpresa. En «Entre dos hormigas negras» hay un inopinado desplazamiento de perspectivas. Comienza con el punto de vista de un narrador-protagonista: Marcelo, dotado de una aguda percepción visual, tan aguda que es capaz de distinguir en dos hormiguitas matices diferentes del «color negro», dona sus ojos para que después de su muerte sean usados por otro hombre. El cuento termina con el punto de vista de un narrador omnisciente: como consecuencia del trasplante de ojos, del cadáver de Marcelo al cuerpo de un pastor protestante, éste es capaz de distinguir, entre dos negros africanos, «la misma diferencia esencial entre dos hormigas negras». Sorpresa. En «Una sola voz, nada más», una mujer, acostada en la cama, espera un llamado telefónico que le diga «te amo». Por fin suena el teléfono. Quien la llama es un cliente desconocido que la cita en una esquina de la ciudad: la romántica mujer resulta ser una prostituta. Sorpresa. El «El hermano», Claudio oye que su hermano Jacinto le anuncia que dejará el duro trabajo en el campo para buscar mejor fortuna en la ciudad. Jacinto se va. Pasa el tiempo. Claudio recibe cartas optimistas hasta que un día regresa, no el hermano, sino un amigo, quien le informa que Jacinto, antes de morir, le encomendó que escribiese cartas optimistas en su nombre y sólo después de mucho tiempo comunicara en persona la fatal noticia. Sorpresa. En «La certeza» el narrador cuenta en primera persona que está manejando el automóvil a toda velocidad. Un tren lo atropella. El narrador continúa su viaje a pie. La mujer y los hijos corren hacia el lugar del accidente y pasan a su lado sin verlo. Él los sigue y de improviso descubre su propio cadáver. Sorpresa. En «Holocausto» un aviador reflexiona sobre su misión: bombardear un villorrio. Tiene escrúpulos de conciencia. Los resuelve arrojándose del avión con la esperanza de que los hombres, impresionados, se hagan pacifistas. Suicidio inútil, pues su cuerpo cae en el desierto y nadie se enterará de su trágico mensaje.
* Otros cuentos asombran, más que por el desenlace, por el tema. Por ejemplo, el tema pirandelliano de las relaciones entre el personaje y su autor. «No, nada de Pirandello», exclama irónicamente el personaje femenino de «Tiempos impares» al dirigirse al cuentista que la ha creado. Le declara su amor: «No podría escapar ya de mi fatum de personaje que vive un romance con su hacedor». El cuentista muere. Cien años después su libro de cuentos todavía es leído. Condenada a sobrevivir dentro del libro, la protagonista sigue enamorada de su autor. Variante del mismo tema es «Yo fabulador, el verbo en presente». El narrador -«el dios escriba»- cuenta la vida de uno de sus personajes: un tal Francisco Sierra, enamorado de una tal Esperanza Ramírez. Amor frustrado porque tienen que vivir en países diferentes. Francisco piensa en su destino, en las otras posibilidades de vida que pudo haber tenido y al fin se suicida. El «dios escriba» que desde su eternidad escribe cuentos sobre hombres que sólo duran en un tiempo sucesivo reflexiona en que quizá él, a su vez, sea personaje de otro cuento (¿de este que acabamos de leer?).
* Otro tema ingeniosamente tratado por Ester de Izaguirre es el del «doble», presente en algunos de los cuentos que ya comentamos, sobre todo en «Último domicilio conocido» el narrador, ciudadano de Buenos Aires, se topa en París con un alter ego. Frente a él experimenta la extraña impresión de estar viéndolo por adentro y, al mismo tiempo, de verse a sí mismo también por adentro. Ha ganado en profundidad, pero cuando el otro desaparece, el narrador deja de comprenderse y vuelve a ser superficial. Por eso, al regresar a Buenos Aires, le advierte a una amiga que el amor que se hagan será de piel a piel: habiendo perdido a su «doble», ya es incapaz de «ir más allá». En «Vivir es darse tiempo» la narradora protagonista acaba de mudarse de casa. Se entera de que allí se ha suicidado una mujer muy parecida a ella, también escritora y, como ella, desesperada por la esterilidad literaria. Decide trazar la biografía de la suicida. Crea y se salva. Es como si la otra, desde atrás, la hubiera rescatado del suicidio.
* Algunos cuentos, sea por el modo de caracterizar a los personajes, sea por las reflexiones sobre la conducta humana, son psicológicos. Cuento conmovedores «Ellos», sobre las nostalgias y amnesías de una anciana. «Tuna» -título del cuento- es el nombre de una cotorra que ha caído en una casa de familia: le falta un dedo de la patita izquierda. La familia acoge a la cotorra con cariño. Una noche, la cotorra se escapa. «¡Tuna!», y se la lleva a la casa. Pero a la patita izquierda no le falta ningún dedo. No importa. La segunda cotorra sustituirá a la primera. Total, en reencuentros como este el amor es ciego. En «La mosca» no hay análisis psicológicos, pero vemos directamente la corriente de sentimientos de una adolescente, a quien Pilar, su hermana mayor, inicia en el lesbianismo, y después se casa. La adolescente se venga entregándose al cuñado. Desde entonces vive atormentada hasta que con un cortapapel se suicida. En «Mea culpa» una mujer recurre a un veterinario para que cure al gato enfermo que recogió de la calle. La mujer está tan agobiada de trabajo -obligaciones con los hijos, con el marido- que desatiende al gato. Lo lleva al veterinario, esta vez para que con una inyección lo despene. Al llegar a su casa se recrimina por posibles olvidos para los suyos: para sus hijos, para su marido. Se siente culpable por todo lo que les negó, como al gato, y aludiendo no sólo al gato sino a todo lo que desatendió, para sobreponerse a su sentido de culpa se dice: «Pero si era sólo un pobre gato...». En «El buen negocio» un viajante de comercio, solterón, mediocre, quiere salir de la rutina. Hace un pacto (¿como el de Fausto con el Diablo?). Conoce a una mujer. Después de un mes de amor se separan. Ahora han pasado treinta años. La vida lo ha cargado de arrugas pero tuvo sus treinta días de intenso amor. Y el cuento concluye con esta reflexión: «La vida es una puntual cobradora. No importa -me digo-, yo también hice con ella un buen negocio». En «El cuadro» la narradora-protagonista cuenta el amor que sintió, a los once o doce años, por el Delfín de Francia, enmarcado en un cuadro. Entre la niña y la figura del Delfín hay una extraña comunicación. La madre, al advertirlo, destruye el cuadro. La niña se enferma. Años más tarde, ahora es una mujer adulta, viaja a Europa y en un museo descubre el retrato original. Recibe otra vez la mirada del Delfín y así reencuentra sus «horas vividas sin vivir».
* En los cuentos de Ester de Izaguirre abundan los rasgos impresionistas; es decir, la narradora presenta el mundo, no tal como es, sino tal como lo percibe («una ráfaga helada, interior, me abofeteó el rostro»; «la fotografía y el cine sólo tartamudeaban imágenes muertas»; «su paso torpe, como sí una pierna fuera castigando a la otra», etc.). Más frecuentes son los rasgos expresionistas; es decir, la narradora elabora inteligentemente ciertas impresiones sensoriales, las aclara en metáforas, continúa las metáforas en diminutas alegorías, y acaba por presentar el mundo, no tal como es, tampoco tal, como lo percibe, sino desfigurado por la violencia con que lo vive y lo imagina y lo piensa y lo quiere cambiar. El desarrollo de la metáfora moño-mariposa da el cuento «Los que no comprenden». Un loco ve en el moño de una niña la forma de una mariposa: cuando la niña, asustada, huye, le persigue, no a la niña, sino a su moño-mariposa. La sensación del sabor salado de una lágrima da el cuento «el gusto de la lluvia». Un perro cuenta un drama humano que no comprende bien. Echado debajo de un banco de la plaza, oye conversaciones de una pareja sentada arriba. El hombre abandona a una mujer para irse con otra más joven; la mujer abandonada llora; una lágrima cae sobre el perro, quien la lame y creyendo que es una gota de lluvia se asombra de su sabor salado: «Deduje que este otoño va a ser muy diferente. Ya está cambiando hasta el gusto de la lluvia». También es expresionista el cuento «El dios completo», donde una idea usa las impresiones como materiales para construir una especie de parábola. En un lugar que no figura en los mapas vive una colonia de longevos. Nadie ha muerto allí todavía. Adoran a un dios fenicio que vende favores a cambio de monedas, joyas y piedras preciosas. Encarnación, una santa mujer, sufre tanto por las desdichas ajenas que ofrece al dios mercader un convenio: si él hace que los enfermos no mueran, ella dejará de hablar, de comer, de beber. Convencido. Pero con tantos sacrificios Encarnación muere. Es la primera y única muerta en esa colonia de longevos. Muere sin saber que el dios mercader ha conseguido lo que deseaba -ahora será un dios completo- pues para adquirir más poder debía fundar su reino sobre el sacrificio de la mejor de sus criaturas. La visión de la vida de Ester de Izaguirre incluye la fe y el escepticismo, la compasión por la triste condición humana y la alegría de vivir, la seriedad y el humorismo. A veces sus ocurrencias cambian de estilo pero sin perder su originalidad. Por ejemplo, uno de los cuentos más profundos es «El castigo»; profundo por la inmersión existencial, psicológica y aún metafísica, en la personalidad de un necrófilo que emprende un viaje imaginario a la muerte, viaje sin retorno. Y en el mismo nivel de profundidad, pero contado en la superficie de una lengua chocarrera, vulgar, lunfarda es «Cuando fui joven, ya era viejo por dentro».
* Estos resúmenes -radiografías de esqueletos- no hacen justicia a la vivacidad con que los cuentos contonean sus bellos cuerpos. Los méritos de Ester de Izaguirre residen, más que en sus esquemas argumentales, en la prosa poética pero sin preciosismos con que nos comunica observaciones sobre sentimientos personalmente vividos.
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ELLOS
* Es cuando llueve como hoy, que recuerdo tanto aquella casa. Qué felices éramos con los chicos, Felipe, el mayor, Natalia, la segunda y Joaquín, el tercero. Qué clima de plenitud con Germán; «fuera de lo común» - decía nuestra vecina, la inglesa Simson al referirse a nuestra relación con mi marido-. Él no era demostrativo pero tenía un carácter jovial y emprendedor... ¿Cuánto tiempo habitamos esa casa de la calle Bonpland 1799? ¿Cuánto hace que tuve que abandonarla para vivir aquí, entre «ellos»? Mucho, mucho tiempo...
* Ayer, sin ir más lejos, pensé que quizás, volviendo a la casa todo podría transformarse. «A lo mejor aquello está intacto y si entro en ella, cada cosa se colocará en su lugar, y todas aquellas manos en mi mano».
* Me despierto siempre con dolor de cabeza, apenas tengo ánimo para caminar un poco por el patio, siempre despeinada porque... ¡ah! no les conté, otro de los inconvenientes que tengo en esta casa es que «ellos» se lo pasan robándome todo. Lo último que me sacaron fue el peine. Me lo quitan y me lo devuelven para desorientarme, para hacerme creer que estoy perdiendo la memoria... ¿quién recuerda más que yo cada detalle del pasado? Tengo en la retina hasta el color de las paredes de Bonpland... ¿y el fondo? Era el altar de ese templo. Yo planté sus árboles. Vi uno de los pinos descuajado por un viento de junio, vi el agujero que dejó en la tierra y el perfume de la resina con que se impregnó la lluvia de la tarde.
* ¿Cómo decirles a «ellos», sin escándalo, que quiero regresar aunque sea por una hora a aquella casa para ver si Germán y los chicos me reconocen?
* Además deseo poner mis pies sobre tierra segura. Aquí es como si pisara un terreno sísmico. Cada segundo tiene una inminencia de catástrofe. Cuando mis pies caminen la casa sabré a qué atenerme cuando llueva. Si puedo regresar volveré a ser aquella feliz mujer que fui, cuando mis hijos y mi marido me amaban, cuando en aquellas noches, gozosamente agotada, después de comidas, baños, mamaderas, los veía en sus cunas dormidos, y me iba yo también a hundirme en los brazos de Germán.
* Ya está decidido. Me iré. Yo sé a qué hora «ellos» se distraen o se alejan... ¿por qué lo creí tan difícil? ¿Por qué aguardé tanto tiempo para volver a la casa? ¿por qué permití que me enclaustraran en ésta, que nada tiene que ver conmigo? Salgo ahora que el vestíbulo está desierto... ¡taxi!
-¿Adónde va, señora?
-¿Adónde? a Bonpland 1799...
* Y este taxista también debe de ser uno de «ellos» porque me mira azorado, mira el número de la casa de la que huyo y me dice:
-Pero, señora, Bonpland 1799 es el número de la casa de la que usted ha salido.
* Es uno de «ellos», y también la desconocida que se asoma a la ventana a gritarme:
-¡Mamá, vení, ya te escapaste de nuevo!
* No quiero tener nada con esa secta. Se llaman «ellos» y nunca me comprenderán.
* Es cuando llueve como hoy, que recuerdo tanto aquella casa. Qué felices éramos con los chicos, Felipe, el mayor, Natalia, la segunda y Joaquín, el tercero. Qué clima de plenitud con Germán; «fuera de lo común» - decía nuestra vecina, la inglesa Simson al referirse a nuestra relación con mi marido-. Él no era demostrativo pero tenía un carácter jovial y emprendedor... ¿Cuánto tiempo habitamos esa casa de la calle Bonpland 1799? ¿Cuánto hace que tuve que abandonarla para vivir aquí, entre «ellos»? Mucho, mucho tiempo...
* Ayer, sin ir más lejos, pensé que quizás, volviendo a la casa todo podría transformarse. «A lo mejor aquello está intacto y si entro en ella, cada cosa se colocará en su lugar, y todas aquellas manos en mi mano».
* Me despierto siempre con dolor de cabeza, apenas tengo ánimo para caminar un poco por el patio, siempre despeinada porque... ¡ah! no les conté, otro de los inconvenientes que tengo en esta casa es que «ellos» se lo pasan robándome todo. Lo último que me sacaron fue el peine. Me lo quitan y me lo devuelven para desorientarme, para hacerme creer que estoy perdiendo la memoria... ¿quién recuerda más que yo cada detalle del pasado? Tengo en la retina hasta el color de las paredes de Bonpland... ¿y el fondo? Era el altar de ese templo. Yo planté sus árboles. Vi uno de los pinos descuajado por un viento de junio, vi el agujero que dejó en la tierra y el perfume de la resina con que se impregnó la lluvia de la tarde.
* ¿Cómo decirles a «ellos», sin escándalo, que quiero regresar aunque sea por una hora a aquella casa para ver si Germán y los chicos me reconocen?
* Además deseo poner mis pies sobre tierra segura. Aquí es como si pisara un terreno sísmico. Cada segundo tiene una inminencia de catástrofe. Cuando mis pies caminen la casa sabré a qué atenerme cuando llueva. Si puedo regresar volveré a ser aquella feliz mujer que fui, cuando mis hijos y mi marido me amaban, cuando en aquellas noches, gozosamente agotada, después de comidas, baños, mamaderas, los veía en sus cunas dormidos, y me iba yo también a hundirme en los brazos de Germán.
* Ya está decidido. Me iré. Yo sé a qué hora «ellos» se distraen o se alejan... ¿por qué lo creí tan difícil? ¿Por qué aguardé tanto tiempo para volver a la casa? ¿por qué permití que me enclaustraran en ésta, que nada tiene que ver conmigo? Salgo ahora que el vestíbulo está desierto... ¡taxi!
-¿Adónde va, señora?
-¿Adónde? a Bonpland 1799...
* Y este taxista también debe de ser uno de «ellos» porque me mira azorado, mira el número de la casa de la que huyo y me dice:
-Pero, señora, Bonpland 1799 es el número de la casa de la que usted ha salido.
* Es uno de «ellos», y también la desconocida que se asoma a la ventana a gritarme:
-¡Mamá, vení, ya te escapaste de nuevo!
* No quiero tener nada con esa secta. Se llaman «ellos» y nunca me comprenderán.
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ÚLTIMO DOMICILIO CONOCIDO
* Aunque no recuerdo la fecha, sé que fue en París, en la Rue Louis- le Grand frente al teatro Marigny donde estaban dando una comedia policial de Agatha Christie.
* Desde aquella tarde del enfrentamiento, no he tenido un instante de sosiego. ¿Por qué no le pedí la dirección? ¿Por qué no le anoté mi teléfono? ¿Cómo encontrarlo ahora si yo estoy confinado en este lugar de América, y él vaya a saber qué vientos y a dónde lo han llevado? Y todo por esta prisa de robot, por una entrevista sin importancia que no haría historia en mi vida.
* Cuando nos separamos me sorprendí mirando sin ver, las vidrieras del Boulevard des Capucines. Traté de analizarme. Me sentía como de regreso de un viaje a un lugar lejano del que no recordaba más que el clima, como de retorno de un sueño del que sólo quedaban jirones, piezas de un rompecabezas incompleto.
* Mientras tropezaba con transeúntes desprevenidos, con miradas sin destino, me acordé de la primera vez que estuve enfrentado a un espejo, igual al de las vidrieras de Benlux, que allí me devolvía una imagen de asombro y de cansancio. Reviví la circunstancia: me examinaba las facciones, la envoltura, el color de mi piel, la desproporción de mis bigotes, el color indefinido de mis ojos, y recuerdo que en aquella ocasión pensé por qué no podría existir en algún lugar del mundo alguien exactamente igual a mí, por adentro y por afuera. Y ¿cómo era yo interiormente? ¿Qué sabía de mí? Que era sensual, que amaba la vida, el color, la suavidad, la música, que deseaba amar. ¿Qué más? ¿Y los demás matices, y mis defectos, y mis sombras? ¿Y mis telones jamás descorridos ni siquiera en sueños? Mis eslabones perdidos ¿dónde buscarlos?
* Seguí caminando por la Rue Blanche. Al cruzar el Sena me detuve unos segundos a mirar sus aguas que corrían oleosas y oscuras y ya cubrían las márgenes transitables. Más adelante, un mendigo durmiendo sobre un enrejado del metro. ¿Qué hacer?¿Buscar en la guía telefónica el nombre que el desconocido me había dado, contratar a un detective o recorrer París casa por casa?
* Durante los días siguientes apenas estuve para dormir -sueño sobresaltado y ansioso- en mi ocasional albergue de Clichy. Deambulaba ávido, impotente, por museos, calles, restaurantes, lugares nocturnos para encontrarme con Marcel Frantin.
* En una oportunidad me pareció verlo por la Rue de l'Arbalette; corrí, lo tomé bruscamente de un brazo y cuando vi su rostro la decepción me arrancó lágrimas mientras hilvanaba una disculpa. «Nunca más, nunca más» me repetía.
Volví diferente a Buenos Aires. Con la inquietante sensación de haber perdido algo.
* Hoy me encontré en un café con Cecilia, la paciente, la que siempre espera.
-Estás pálido. Muerto de hambre, seguro. ¿Te repusieron en la oficina? ¿Cómo te fue por Europa?
* Mientras le oprimía las manos frías y suaves quise persuadirla:
-Hablemos de vos. O vamos a tu casa y no hablemos de nada.
-¿Para qué? ¿Así, sin palabras?
-¿Acaso no me conocés? Soy el mismo que despediste en Ezeiza. Ya nos sabemos de memoria todo el stock verbal. Vamos a tu casa y hagamos que nuestros cuerpos se digan cosas...
-Te desconozco -dijo Cecilia como si me viera por primera vez.
-Y antes ¿me conocías? -la desafié-. Yo no. Empecé a descubrirme. En París me enfrenté a mí mismo. Era igual. Nacimos el mismo día y sólo su nombre era diferente. Vieras, Cecilia, mientras nos acercábamos los dos, muertos de estupor y de admiración, nos fuimos deteniendo como hipnotizados, hasta encararnos. Él habló en francés, y yo, que nunca lo aprendí, le entendí hasta lo que no dijo. Y yo le hablé en castellano, hasta con lunfardos y me pescó íntegro ¿te das cuenta? Pero lo que no sé si vas a comprender es que cuando lo miraba, es decir, cuando me miraba en él, lo veía no sólo por afuera sino por adentro. Me vi por adentro. En la hora que duró nuestra charla me iba viendo todo. Supe con claridad lo que deseaba, mis miedos, mis pasiones y, maldito sea, dejar de verlo fue olvidarme de toda esa clarividencia. Se me cerraron de nuevo los telones y otra vez me estoy buscando.
* Escuchá, Cecilia -continué como rezando- porque ya no sé, otra vez, lo que quiero y si te quiero, porque perdí para siempre a Marcel Frantin cuando tenía la oportunidad de retenerlo, es que te pido que nuestros cuerpos, cotidianos, sabidos hasta el hartazgo, lloren con caricias esta impotencia de ir un poco más allá.
* Aunque no recuerdo la fecha, sé que fue en París, en la Rue Louis- le Grand frente al teatro Marigny donde estaban dando una comedia policial de Agatha Christie.
* Desde aquella tarde del enfrentamiento, no he tenido un instante de sosiego. ¿Por qué no le pedí la dirección? ¿Por qué no le anoté mi teléfono? ¿Cómo encontrarlo ahora si yo estoy confinado en este lugar de América, y él vaya a saber qué vientos y a dónde lo han llevado? Y todo por esta prisa de robot, por una entrevista sin importancia que no haría historia en mi vida.
* Cuando nos separamos me sorprendí mirando sin ver, las vidrieras del Boulevard des Capucines. Traté de analizarme. Me sentía como de regreso de un viaje a un lugar lejano del que no recordaba más que el clima, como de retorno de un sueño del que sólo quedaban jirones, piezas de un rompecabezas incompleto.
* Mientras tropezaba con transeúntes desprevenidos, con miradas sin destino, me acordé de la primera vez que estuve enfrentado a un espejo, igual al de las vidrieras de Benlux, que allí me devolvía una imagen de asombro y de cansancio. Reviví la circunstancia: me examinaba las facciones, la envoltura, el color de mi piel, la desproporción de mis bigotes, el color indefinido de mis ojos, y recuerdo que en aquella ocasión pensé por qué no podría existir en algún lugar del mundo alguien exactamente igual a mí, por adentro y por afuera. Y ¿cómo era yo interiormente? ¿Qué sabía de mí? Que era sensual, que amaba la vida, el color, la suavidad, la música, que deseaba amar. ¿Qué más? ¿Y los demás matices, y mis defectos, y mis sombras? ¿Y mis telones jamás descorridos ni siquiera en sueños? Mis eslabones perdidos ¿dónde buscarlos?
* Seguí caminando por la Rue Blanche. Al cruzar el Sena me detuve unos segundos a mirar sus aguas que corrían oleosas y oscuras y ya cubrían las márgenes transitables. Más adelante, un mendigo durmiendo sobre un enrejado del metro. ¿Qué hacer?¿Buscar en la guía telefónica el nombre que el desconocido me había dado, contratar a un detective o recorrer París casa por casa?
* Durante los días siguientes apenas estuve para dormir -sueño sobresaltado y ansioso- en mi ocasional albergue de Clichy. Deambulaba ávido, impotente, por museos, calles, restaurantes, lugares nocturnos para encontrarme con Marcel Frantin.
* En una oportunidad me pareció verlo por la Rue de l'Arbalette; corrí, lo tomé bruscamente de un brazo y cuando vi su rostro la decepción me arrancó lágrimas mientras hilvanaba una disculpa. «Nunca más, nunca más» me repetía.
Volví diferente a Buenos Aires. Con la inquietante sensación de haber perdido algo.
* Hoy me encontré en un café con Cecilia, la paciente, la que siempre espera.
-Estás pálido. Muerto de hambre, seguro. ¿Te repusieron en la oficina? ¿Cómo te fue por Europa?
* Mientras le oprimía las manos frías y suaves quise persuadirla:
-Hablemos de vos. O vamos a tu casa y no hablemos de nada.
-¿Para qué? ¿Así, sin palabras?
-¿Acaso no me conocés? Soy el mismo que despediste en Ezeiza. Ya nos sabemos de memoria todo el stock verbal. Vamos a tu casa y hagamos que nuestros cuerpos se digan cosas...
-Te desconozco -dijo Cecilia como si me viera por primera vez.
-Y antes ¿me conocías? -la desafié-. Yo no. Empecé a descubrirme. En París me enfrenté a mí mismo. Era igual. Nacimos el mismo día y sólo su nombre era diferente. Vieras, Cecilia, mientras nos acercábamos los dos, muertos de estupor y de admiración, nos fuimos deteniendo como hipnotizados, hasta encararnos. Él habló en francés, y yo, que nunca lo aprendí, le entendí hasta lo que no dijo. Y yo le hablé en castellano, hasta con lunfardos y me pescó íntegro ¿te das cuenta? Pero lo que no sé si vas a comprender es que cuando lo miraba, es decir, cuando me miraba en él, lo veía no sólo por afuera sino por adentro. Me vi por adentro. En la hora que duró nuestra charla me iba viendo todo. Supe con claridad lo que deseaba, mis miedos, mis pasiones y, maldito sea, dejar de verlo fue olvidarme de toda esa clarividencia. Se me cerraron de nuevo los telones y otra vez me estoy buscando.
* Escuchá, Cecilia -continué como rezando- porque ya no sé, otra vez, lo que quiero y si te quiero, porque perdí para siempre a Marcel Frantin cuando tenía la oportunidad de retenerlo, es que te pido que nuestros cuerpos, cotidianos, sabidos hasta el hartazgo, lloren con caricias esta impotencia de ir un poco más allá.
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EL CASTIGO
* Ya no le entusiasmaba escribir. Sin embargo era -lo que se dice- un escritor de nota. Tampoco, buscar a la mujer que respondiera a todos sus deseos, porque siempre, como una muralla, acababan por interponerse la pequeñez, la mentira, la cobardía, el egoísmo.
* Había envejecido en la búsqueda. Pero por más neurótico que fuera -sabía que la neurosis es el estado en el que no sirven las experiencias- ya se estaba convenciendo de que el amor, ese gran motor de la vida, no podía darse en esta tierra como él lo concebía.
* Muchas veces pensó en la muerte pero no se atrevió a enfrentarla voluntariamente. Creía en el más allá y en el castigo. No lo haría nunca, pero le rogaba a Dios que no demorara el final.
* Cuando subía a un avión su trasnochado romanticismo le hacía desear: «Que sea en este viaje». Después de todo lo halagaba la posibilidad de la noticia en los diarios: «En un desastre aéreo...» y no la crónica de una lenta enfermedad o de un accidente callejero. En el momento del «Fasten seat belt», mientras otros se aferraban con temor a los posabrazos, él se entregaba a la esperanza de una muerte a lo Saint Exupéry.
* Pero no se producía. Estaba preso en la vida y lo que es peor, nadie veía la cárcel:
-Te felicito por el reportaje tal.
-Leí lo de tu viaje a Oriente...
* Ya no le entusiasmaba escribir. Sin embargo era -lo que se dice- un escritor de nota. Tampoco, buscar a la mujer que respondiera a todos sus deseos, porque siempre, como una muralla, acababan por interponerse la pequeñez, la mentira, la cobardía, el egoísmo.
* Había envejecido en la búsqueda. Pero por más neurótico que fuera -sabía que la neurosis es el estado en el que no sirven las experiencias- ya se estaba convenciendo de que el amor, ese gran motor de la vida, no podía darse en esta tierra como él lo concebía.
* Muchas veces pensó en la muerte pero no se atrevió a enfrentarla voluntariamente. Creía en el más allá y en el castigo. No lo haría nunca, pero le rogaba a Dios que no demorara el final.
* Cuando subía a un avión su trasnochado romanticismo le hacía desear: «Que sea en este viaje». Después de todo lo halagaba la posibilidad de la noticia en los diarios: «En un desastre aéreo...» y no la crónica de una lenta enfermedad o de un accidente callejero. En el momento del «Fasten seat belt», mientras otros se aferraban con temor a los posabrazos, él se entregaba a la esperanza de una muerte a lo Saint Exupéry.
* Pero no se producía. Estaba preso en la vida y lo que es peor, nadie veía la cárcel:
-Te felicito por el reportaje tal.
-Leí lo de tu viaje a Oriente...
-Muy bueno tu cuento del domingo... ¡Qué imaginación!
* Imaginación. ¡Ahí estaba la clave! Ya que no podía morir de veras, se imaginaría la muerte. Trataría de soñarla, dormido o despierto. Así como urdía un relato, urdiría su propia novela. Si era capaz de crear un personaje con las palpitaciones de la vida, por qué no concebir su propio tránsito como a un personaje más. Claro, tendría que regresar, de vez en cuando, lo imaginado -ventajas de la ficción sobre la realidad-, pero qué importaba si podía abandonar por algún tiempo la rutina.
* Comenzaría esa misma noche el descenso o ascenso a la otra vida. Cerró los párpados para provocar el sueño. En otras oportunidades había experimentado con los sueños hasta el punto de soñar lo que se proponía. Lo invadió una lúcida somnolencia. Luego, su cuerpo quedó sobre la cama exánime, indefenso. Su espíritu o alma o energía -o como quiera llamársela- lo vio desde «afuera». Se desplazó en un giro parabólico. El aire, las cosas, la naturaleza estaban dentro de él. Él era un cosmos que envolvía al otro, como la pulpa de una fruta envuelve el carozo.
* Y no era oscuridad, puesto que lo envolvía otra forma de luz. La atmósfera era ubicua, disgregada, pura transición.
* En ese clima de extrañamiento algo permanecía como una antorcha iluminando los recuerdos de su condición anterior: Los pensamientos. De manera -pensó- que el cerebro era inútil, que Descartes estaba equivocado ya que él podía afirmar: «Je pense, quoique je ne suis pas». Sólo que ahora los pensamientos eran más nítidos, como si un limpiaparabrisas enlustreciera el cristal de los juicios y las evocaciones.
* Ya no contaba con los sentidos, pero como durante la existencia-vigilia había aprendido a intuir, entraba en la muerte, todo intuición, despojado y esencial. Se movía sin quererlo y sin darse cuenta.
-Dios mío -pensó- en esta dimensión, la voluntad no existe.
* Espectador de sí mismo, empezó a recordar a Elena, la mujer a la que más había amado. Y evocarla fue verla. Allí estaba en su cuarto de siempre, dispuesta a salir o aguardando a alguien. De improviso, ese alguien ya estaba allí, abrazándola.
* Quiso interponerse entre el cuerpo querido y el intruso. No pudo. Quiso hablar. Tampoco.
* Pensamiento e intuición condenados a cadena perpetua. Eso era él. Una marejada de ideas y de malos recuerdos. Además... ¿dónde estaba aquel cielo prometido? ¿la cohorte de ángeles, arcángeles, tronos y serafines? -a lo mejor no merecía esa visión celestial...- Ahora lo comprendía. Ellos estaban, sí, pero más allá de la muerte. Cada uno -arguyó- arrastra su cielo o su infierno desde la tierra. Nuestra alma sigue soñando lo que nuestro cuerpo fue: los santos acarrean su paz y su conformidad; los atormentados, sus desesperanzas.
* Empezó a sentir lo que en la vigilia se llama tristeza. En su espíritu había lágrimas, pero, sin ojos, no podía derramarlas. Tenía necesidad de caricias aunque fueran mentidas y carecía de piel para gozarlas. Tenía palabras, infinita cantidad de palabras para decirle a Elena; se le ocurrían cuentos fascinantes pero había muerto con él, el dios que nombraba y simbolizaba.
* Mientras justificaba los errores de los demás, que tanto le habían dolido, empezó a añorar aquel paraíso imperfecto de su cuerpo, aquella limitación que le daba la medida de lo ilimitado. Aquella realidad que dejaba margen para el sueño. Se sintió mal. Crecía en él la convicción de estar en el infierno, porque no ser y recordar lo que se fue, sentir y no poder expresar, es la máxima tiniebla.
* Rápido. Tenía que hacer algo. Se suponía que su viaje era con boleto de regreso, pero cómo hacer para revertir el prodigio si no contaba con su voluntad. Era suficiente que deseara acercarse al suelo para que sus alas invisibles batieran hacia arriba.
* Hizo el supremo esfuerzo de congregar sus sombras dispersas, de reunir los cristales rotos de su identidad y para ello trató de recordar, de representarse su cuerpo: su delgadez -sos un esqueleto-, le decía Elena. Sus miembros ágiles, su rostro regular -pintón-, le decían las chiquilinas. El pelo algo encanecido pero «entero». Sus manos de artista. Ese cuerpo era la estación de termini. Allí debería volver. No distraerse del objetivo. Todo lo demás eran espejismos, manzanas de Atalanta, cantos de sirena, tentaciones circeanas.
* Oyó una música -puro ritmo cardíaco-. Una melodía coral... ¡voz humana!... ¡si la reencontrara! Percepciones. Sintió el suave aroma de un alfalfar, luego el olor de su propio cuarto -a naftalina y perfume francés-. ¡Sí! ¡Era él! Allí estaba su cuerpo sosegado.
* Sólo le faltaba imaginar que despertaba. Hizo el intento.
* Quería soñar que despertaba de esa inducción ridícula. Parecía que ya se fundía en su cuerpo, pero, infructuosamente... La vastedad en que estaba era otra piel y no podía trasbordar, no podía salir de esa burbuja de eternidad. El templo -su cuerpo- que ya no aguardaba a ningún dios, se había convertido para él, en el cancerbero de la vida.
.
* Imaginación. ¡Ahí estaba la clave! Ya que no podía morir de veras, se imaginaría la muerte. Trataría de soñarla, dormido o despierto. Así como urdía un relato, urdiría su propia novela. Si era capaz de crear un personaje con las palpitaciones de la vida, por qué no concebir su propio tránsito como a un personaje más. Claro, tendría que regresar, de vez en cuando, lo imaginado -ventajas de la ficción sobre la realidad-, pero qué importaba si podía abandonar por algún tiempo la rutina.
* Comenzaría esa misma noche el descenso o ascenso a la otra vida. Cerró los párpados para provocar el sueño. En otras oportunidades había experimentado con los sueños hasta el punto de soñar lo que se proponía. Lo invadió una lúcida somnolencia. Luego, su cuerpo quedó sobre la cama exánime, indefenso. Su espíritu o alma o energía -o como quiera llamársela- lo vio desde «afuera». Se desplazó en un giro parabólico. El aire, las cosas, la naturaleza estaban dentro de él. Él era un cosmos que envolvía al otro, como la pulpa de una fruta envuelve el carozo.
* Y no era oscuridad, puesto que lo envolvía otra forma de luz. La atmósfera era ubicua, disgregada, pura transición.
* En ese clima de extrañamiento algo permanecía como una antorcha iluminando los recuerdos de su condición anterior: Los pensamientos. De manera -pensó- que el cerebro era inútil, que Descartes estaba equivocado ya que él podía afirmar: «Je pense, quoique je ne suis pas». Sólo que ahora los pensamientos eran más nítidos, como si un limpiaparabrisas enlustreciera el cristal de los juicios y las evocaciones.
* Ya no contaba con los sentidos, pero como durante la existencia-vigilia había aprendido a intuir, entraba en la muerte, todo intuición, despojado y esencial. Se movía sin quererlo y sin darse cuenta.
-Dios mío -pensó- en esta dimensión, la voluntad no existe.
* Espectador de sí mismo, empezó a recordar a Elena, la mujer a la que más había amado. Y evocarla fue verla. Allí estaba en su cuarto de siempre, dispuesta a salir o aguardando a alguien. De improviso, ese alguien ya estaba allí, abrazándola.
* Quiso interponerse entre el cuerpo querido y el intruso. No pudo. Quiso hablar. Tampoco.
* Pensamiento e intuición condenados a cadena perpetua. Eso era él. Una marejada de ideas y de malos recuerdos. Además... ¿dónde estaba aquel cielo prometido? ¿la cohorte de ángeles, arcángeles, tronos y serafines? -a lo mejor no merecía esa visión celestial...- Ahora lo comprendía. Ellos estaban, sí, pero más allá de la muerte. Cada uno -arguyó- arrastra su cielo o su infierno desde la tierra. Nuestra alma sigue soñando lo que nuestro cuerpo fue: los santos acarrean su paz y su conformidad; los atormentados, sus desesperanzas.
* Empezó a sentir lo que en la vigilia se llama tristeza. En su espíritu había lágrimas, pero, sin ojos, no podía derramarlas. Tenía necesidad de caricias aunque fueran mentidas y carecía de piel para gozarlas. Tenía palabras, infinita cantidad de palabras para decirle a Elena; se le ocurrían cuentos fascinantes pero había muerto con él, el dios que nombraba y simbolizaba.
* Mientras justificaba los errores de los demás, que tanto le habían dolido, empezó a añorar aquel paraíso imperfecto de su cuerpo, aquella limitación que le daba la medida de lo ilimitado. Aquella realidad que dejaba margen para el sueño. Se sintió mal. Crecía en él la convicción de estar en el infierno, porque no ser y recordar lo que se fue, sentir y no poder expresar, es la máxima tiniebla.
* Rápido. Tenía que hacer algo. Se suponía que su viaje era con boleto de regreso, pero cómo hacer para revertir el prodigio si no contaba con su voluntad. Era suficiente que deseara acercarse al suelo para que sus alas invisibles batieran hacia arriba.
* Hizo el supremo esfuerzo de congregar sus sombras dispersas, de reunir los cristales rotos de su identidad y para ello trató de recordar, de representarse su cuerpo: su delgadez -sos un esqueleto-, le decía Elena. Sus miembros ágiles, su rostro regular -pintón-, le decían las chiquilinas. El pelo algo encanecido pero «entero». Sus manos de artista. Ese cuerpo era la estación de termini. Allí debería volver. No distraerse del objetivo. Todo lo demás eran espejismos, manzanas de Atalanta, cantos de sirena, tentaciones circeanas.
* Oyó una música -puro ritmo cardíaco-. Una melodía coral... ¡voz humana!... ¡si la reencontrara! Percepciones. Sintió el suave aroma de un alfalfar, luego el olor de su propio cuarto -a naftalina y perfume francés-. ¡Sí! ¡Era él! Allí estaba su cuerpo sosegado.
* Sólo le faltaba imaginar que despertaba. Hizo el intento.
* Quería soñar que despertaba de esa inducción ridícula. Parecía que ya se fundía en su cuerpo, pero, infructuosamente... La vastedad en que estaba era otra piel y no podía trasbordar, no podía salir de esa burbuja de eternidad. El templo -su cuerpo- que ya no aguardaba a ningún dios, se había convertido para él, en el cancerbero de la vida.
.
UNA SOLA VOZ, NADA MÁS
* El salto de cama le dejaba al descubierto las voluptuosas pantorrillas. Tenía calzado un zapato. El otro, al caer, rompió el silencio del cuarto. Parecía dormida, como si el sueño la hubiese sorprendido de cualquier manera, jugando a las estatuas. Y quedó en la posición de una mujer aplastada contra el viento. Pero a no engañarse. No dormía. Con los brazos rodeaba la caja del teléfono, esperando que sonara y al fin escuchar la voz de él: voz somnolienta en la mañana, apresurada en la tarde, cálida en la noche: «¿Cómo lo pasaste? Deseo tanto verte». No oía más que el traqueteo del reloj que a veces tenía ritmo de comparsa o repetía palabras «noteolvides», «noteolvides», «noteolvides». Lo metió debajo de la almohada. Que se asfixie junto con las horas. «Nomeahogues», «nomeahogues», «nomeahogues». No habría clemencia. Allí tendría que aguantar hasta que él llamara.
* Sintió frío. Desganada fue a la cocina. Encendió el gas. Puso el café a calentar y se quedó esperando hasta que el líquido, al chillar, le cambió la mirada distraída. Lo bebió como si tuviera sed o hambre o deseo simplemente de llenarse la boca vacía, de colmarse ella, también vacía.
* Le pareció oír el teléfono. Soltó el pocillo y corrió. No. No era el teléfono. Era el maldito reloj que, a cualquier hora y a causa de la sordina de la almohada, sonaba a campanilla. Sonrió al recordar... Los dos estaban mirando el techo, acostados; él quizás indiferente; ella con ese sentimiento de pena que la embargaba cada vez que hacían el amor de ésta y de la otra manera y tenían que separarse.
-¿Sabés que parecés una chica de quince años? Es sorprendente; hay en vos algo intacto. Ella se rió irónica:
-Bueno, si en mí queda algo intacto... ¿adiviná qué es?
* Y en aquella otra ocasión envolviéndole la cintura con un movimiento pausado y seguro, buscándole los labios para vencerla una vez más. Y una vez más lo conseguía: nadaban en aguas profundas confundiendo sus piernas con las madréporas y con las algas sombreadas del abismo.
-Cuando se te ve caminar parecés tan alta y a mi lado sos apenas una piba.
* Y otro día (y aún el mismo día) en otra oscura intimidad, la voz del hombre era breve, cortante, precisa:
-Callate. No hablés. Dejame decir a mí. A vos te puedo contar cosas como a un taxista. Además, y no sé por qué, a tu lado siento paz. Toda vos sos una negación de la ansiedad que afuera me persigue. Todos me exigen, me emplazan. Sólo vos me tranquilizás.
* Y otro día y otro...
-Decime, nena, ¿yo te gusto?
-Sí, me gustás con locura.
-Con lo que te sobra...
* Ella vivió años a la espera de la palabra que los hombres dicen a las mujeres que quieren. Esas que se necesitan para aguantar el absurdo: «Te amo; no podría vivir sin vos; sos lo más importante que tengo».
* Nunca se lo dijo. Nunca. Y esa nubosa tarde de invierno, al verse en el espejo algunas arrugas y una leve hinchazón de los párpados, tuvo la certeza de que no podría aguantar un día más sin escuchar esas palabras.
* No necesitaba el reloj para saber que la noche había llegado. Se lo denunciaba el adormecimiento de los pregones callejeros. De pronto, como en un ataque de lucidez se encogió de hombros y aceptó el hecho de que pretendía un imposible. Pero la aceptación no duró mucho y se puso a repasar febrilmente los recuerdos... ¿Y si esas palabras habían sido pronunciadas y ella no se había dado cuenta? No. No las había oído ni en los momentos en que los hombres mienten para crear un clima propicio.
* Se sobresaltó cuando oyó la campanilla del teléfono. Una, dos, tres veces. Cuánto pensó en esa fracción de eternidad. Tal vez él deseaba venir a su casa en lugar de encontrarla en el sitio de siempre: «Hoy quiero verte allí, donde vivís, porque tengo que decirte... o mejor... te lo digo ahora; a mí que tanto me cuesta decir ciertas cosas, me ocurre que no puedo callar más: nadie quiso tanto como yo te quiero». Al fin. Ya podría envejecer. Y por qué no. Morir también.
El teléfono insistía. Levantó el tubo y no necesitó acercarlo demasiado para oír la voz impersonal:
-¿Podría darme con Nora?
-Soy yo -musitó, derrotada.
-Me dio tu número el Turco.
-¿Y?
-Quiero saber si tenés libre esta noche.
-Sí. ¿A qué hora te viene bien?
-A las diez en Lavalle y Esmeralda. Pero... ¿cómo te reconozco?
-Soy rubia y llevaré un tapado verde oscuro con cuello de piel -no quiso agregar «tengo cuarenta y dos años».
-¿Disponés de toda la noche o de algunas horas?
-Lo que te venga bien a vos.
-Y bueno, la haremos larga. Chau.
-Chau.
* Colgó el auricular. Sacó el reloj de su prisión. Miró los muebles del cuarto como si no los conociera, como si acabara de despertar. Empezó a ponerse las medias según lo hacía todas las noches, con la minuciosidad con que una niña viste a su mejor muñeca. En la ventana, el guiño rojo de un cartel luminoso.
* El salto de cama le dejaba al descubierto las voluptuosas pantorrillas. Tenía calzado un zapato. El otro, al caer, rompió el silencio del cuarto. Parecía dormida, como si el sueño la hubiese sorprendido de cualquier manera, jugando a las estatuas. Y quedó en la posición de una mujer aplastada contra el viento. Pero a no engañarse. No dormía. Con los brazos rodeaba la caja del teléfono, esperando que sonara y al fin escuchar la voz de él: voz somnolienta en la mañana, apresurada en la tarde, cálida en la noche: «¿Cómo lo pasaste? Deseo tanto verte». No oía más que el traqueteo del reloj que a veces tenía ritmo de comparsa o repetía palabras «noteolvides», «noteolvides», «noteolvides». Lo metió debajo de la almohada. Que se asfixie junto con las horas. «Nomeahogues», «nomeahogues», «nomeahogues». No habría clemencia. Allí tendría que aguantar hasta que él llamara.
* Sintió frío. Desganada fue a la cocina. Encendió el gas. Puso el café a calentar y se quedó esperando hasta que el líquido, al chillar, le cambió la mirada distraída. Lo bebió como si tuviera sed o hambre o deseo simplemente de llenarse la boca vacía, de colmarse ella, también vacía.
* Le pareció oír el teléfono. Soltó el pocillo y corrió. No. No era el teléfono. Era el maldito reloj que, a cualquier hora y a causa de la sordina de la almohada, sonaba a campanilla. Sonrió al recordar... Los dos estaban mirando el techo, acostados; él quizás indiferente; ella con ese sentimiento de pena que la embargaba cada vez que hacían el amor de ésta y de la otra manera y tenían que separarse.
-¿Sabés que parecés una chica de quince años? Es sorprendente; hay en vos algo intacto. Ella se rió irónica:
-Bueno, si en mí queda algo intacto... ¿adiviná qué es?
* Y en aquella otra ocasión envolviéndole la cintura con un movimiento pausado y seguro, buscándole los labios para vencerla una vez más. Y una vez más lo conseguía: nadaban en aguas profundas confundiendo sus piernas con las madréporas y con las algas sombreadas del abismo.
-Cuando se te ve caminar parecés tan alta y a mi lado sos apenas una piba.
* Y otro día (y aún el mismo día) en otra oscura intimidad, la voz del hombre era breve, cortante, precisa:
-Callate. No hablés. Dejame decir a mí. A vos te puedo contar cosas como a un taxista. Además, y no sé por qué, a tu lado siento paz. Toda vos sos una negación de la ansiedad que afuera me persigue. Todos me exigen, me emplazan. Sólo vos me tranquilizás.
* Y otro día y otro...
-Decime, nena, ¿yo te gusto?
-Sí, me gustás con locura.
-Con lo que te sobra...
* Ella vivió años a la espera de la palabra que los hombres dicen a las mujeres que quieren. Esas que se necesitan para aguantar el absurdo: «Te amo; no podría vivir sin vos; sos lo más importante que tengo».
* Nunca se lo dijo. Nunca. Y esa nubosa tarde de invierno, al verse en el espejo algunas arrugas y una leve hinchazón de los párpados, tuvo la certeza de que no podría aguantar un día más sin escuchar esas palabras.
* No necesitaba el reloj para saber que la noche había llegado. Se lo denunciaba el adormecimiento de los pregones callejeros. De pronto, como en un ataque de lucidez se encogió de hombros y aceptó el hecho de que pretendía un imposible. Pero la aceptación no duró mucho y se puso a repasar febrilmente los recuerdos... ¿Y si esas palabras habían sido pronunciadas y ella no se había dado cuenta? No. No las había oído ni en los momentos en que los hombres mienten para crear un clima propicio.
* Se sobresaltó cuando oyó la campanilla del teléfono. Una, dos, tres veces. Cuánto pensó en esa fracción de eternidad. Tal vez él deseaba venir a su casa en lugar de encontrarla en el sitio de siempre: «Hoy quiero verte allí, donde vivís, porque tengo que decirte... o mejor... te lo digo ahora; a mí que tanto me cuesta decir ciertas cosas, me ocurre que no puedo callar más: nadie quiso tanto como yo te quiero». Al fin. Ya podría envejecer. Y por qué no. Morir también.
El teléfono insistía. Levantó el tubo y no necesitó acercarlo demasiado para oír la voz impersonal:
-¿Podría darme con Nora?
-Soy yo -musitó, derrotada.
-Me dio tu número el Turco.
-¿Y?
-Quiero saber si tenés libre esta noche.
-Sí. ¿A qué hora te viene bien?
-A las diez en Lavalle y Esmeralda. Pero... ¿cómo te reconozco?
-Soy rubia y llevaré un tapado verde oscuro con cuello de piel -no quiso agregar «tengo cuarenta y dos años».
-¿Disponés de toda la noche o de algunas horas?
-Lo que te venga bien a vos.
-Y bueno, la haremos larga. Chau.
-Chau.
* Colgó el auricular. Sacó el reloj de su prisión. Miró los muebles del cuarto como si no los conociera, como si acabara de despertar. Empezó a ponerse las medias según lo hacía todas las noches, con la minuciosidad con que una niña viste a su mejor muñeca. En la ventana, el guiño rojo de un cartel luminoso.
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Enlace al ÍNDICE del libro Último domicilio conocido en la GALERÍA DE LETRAS del PORTALGUARANI.COM
Me despido de Asunción una vez más / Ellos / Último domicilio conocido / El castigo / Una sola voz, nada más / El Dios completo / Entre dos hormigas negras / La mosca / Tuna / Yo, fabulador, el verbo en presente / La morochita / El nombre en cuatro tiempos / El buen negocio / Tiempos impares / El neutrón / Mea culpa / Cuando fui joven ya era viejo por dentro / Estudio sobre «Último domicilio conocido»
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Me despido de Asunción una vez más / Ellos / Último domicilio conocido / El castigo / Una sola voz, nada más / El Dios completo / Entre dos hormigas negras / La mosca / Tuna / Yo, fabulador, el verbo en presente / La morochita / El nombre en cuatro tiempos / El buen negocio / Tiempos impares / El neutrón / Mea culpa / Cuando fui joven ya era viejo por dentro / Estudio sobre «Último domicilio conocido»
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Selección de cuentos de Yo soy el tiempo - Primer Premio de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires (1970)
Prólogo / Puntos de vista / El cuadro / Los que no comprenden / El hermano / El gusto de la lluvia / La certeza / La colmada soledad / Vivir es darse tiempo / El verdugo / Holocausto
Prólogo / Puntos de vista / El cuadro / Los que no comprenden / El hermano / El gusto de la lluvia / La certeza / La colmada soledad / Vivir es darse tiempo / El verdugo / Holocausto
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Enlace al CATÁLOGO POR AUTORES
del portal LITERATURA PARAGUAYA
de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES
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en el www.portalguarani.com
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