Selección de cuentos de
YO SOY EL TIEMPO
Primer Premio de la Municipalidad
de la Ciudad de Buenos Aires (1970)
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Fuente: ÚLTIMO DOMICILIO CONOCIDO
Autora: ESTER DE IZAGUIRRE
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
Autora: ESTER DE IZAGUIRRE
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],
Editorial Coraje, [1990].
Editorial Coraje, [1990].
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PRÓLOGO
MARÍA GRANATA
* Hay en estas narraciones la angustia que proponen el ser y el tiempo, su siempre inexacta conjunción.
* La anécdota transparenta en cada caso un fondo metafísico gracias al cual la realidad pierde sus límites convencionales y se expande bellamente hasta ocupar un área que podríamos llamar irrealidad pero que por cierto es sólo la aureola del acaecer humano. Ester de Izaguirre, que es poeta, sabe asir los soplos, cosa muy difícil; sabe rescatar imágenes intactas como quien levantara del suelo una visión caída hace tiempo y la hiciera volar, como debe hacerse con los recuerdos, con las figuras suspendidas en la memoria, para que no queden estancados. Recordar es transfigurar, y es también descubrir; es, de algún modo, crear una marea. Y esto es lo que hace la autora de «Yo soy el tiempo».
* Se advierte en cada una de estas páginas una tumultuosa mansedad. El conjunto de elementos trágicos, de cargas obsesivas, de desentrañamientos del ser, alcanza sin excepción la extendida serenidad que da la lucidez. El sacudimiento está contenido, salvaguardado por la atmósfera apacible que lo envuelve. Porque Ester de Izaguirre ha sabido dar forma y espesor a una atmósfera dulce, con ráfagas de aromas silvestres y en la que aparecen con frecuencia las fulguraciones del encantamiento. Pero como la tarea no ha sido encomendada sólo a la imaginación, este encantamiento proviene principalmente de la capacidad de transferir la intimidad, más aún, la subjetividad, con el movimiento natural de algo que fluye. Como si el yo no saliera de sí mismo abruptamente sino que se derramara.
* Tal condición es definitoria de este libro; hasta tal punto que personajes y hechos irreales no pertenecen al ámbito de la ficción; son maneras de ser de un yo profundo y participan de la naturalidad, precisamente porque sus raíces están fijadas en vivencias y no en trabajosos suelos intelectuales. Ester de Izaguirre no plantea enigmas, no traza el contorno volátil de las teorías; simplemente narra, se confiesa. De ahí que el lector oiga también su voz, un acento trémulo que se incorpora al estremecimiento que provoca cada uno de los cuentos aquí reunidos.
* Toda confesión supone una hermosa humildad. También esto se advierte a lo largo de estas narraciones, ricas en matices, en trasfondos, en repentinos resplandores. Una humildad que es sabiduría y sustancia de amor y que de pronto sabe dar a lo trascendente la formulación de lo cotidiano, despojándolo de su peso. Poder éste de un espíritu esencialmente poético, válido de un lenguaje revelador en el que la metáfora pasa como un pájaro en vuelo -que es la manera de quedar- y en el que el contenido conceptual pierde las formas otorgadas por el razonamiento y se convierte en un temblor que quizá dura más tiempo que los demás.
* Ester de Izaguirre dice pero fundamentalmente sugiere; expone y propone. Su mundo es complejo y no oscuro, ya que la suya es una magia diáfana. La tortura pierde aquí su exasperación pero guarda la acumulación de estados que llevan a ella, desde una subjetividad que recibe el misterio y desde una objetividad que lo acepta.
* Hay en estas narraciones la angustia que proponen el ser y el tiempo, su siempre inexacta conjunción.
* La anécdota transparenta en cada caso un fondo metafísico gracias al cual la realidad pierde sus límites convencionales y se expande bellamente hasta ocupar un área que podríamos llamar irrealidad pero que por cierto es sólo la aureola del acaecer humano. Ester de Izaguirre, que es poeta, sabe asir los soplos, cosa muy difícil; sabe rescatar imágenes intactas como quien levantara del suelo una visión caída hace tiempo y la hiciera volar, como debe hacerse con los recuerdos, con las figuras suspendidas en la memoria, para que no queden estancados. Recordar es transfigurar, y es también descubrir; es, de algún modo, crear una marea. Y esto es lo que hace la autora de «Yo soy el tiempo».
* Se advierte en cada una de estas páginas una tumultuosa mansedad. El conjunto de elementos trágicos, de cargas obsesivas, de desentrañamientos del ser, alcanza sin excepción la extendida serenidad que da la lucidez. El sacudimiento está contenido, salvaguardado por la atmósfera apacible que lo envuelve. Porque Ester de Izaguirre ha sabido dar forma y espesor a una atmósfera dulce, con ráfagas de aromas silvestres y en la que aparecen con frecuencia las fulguraciones del encantamiento. Pero como la tarea no ha sido encomendada sólo a la imaginación, este encantamiento proviene principalmente de la capacidad de transferir la intimidad, más aún, la subjetividad, con el movimiento natural de algo que fluye. Como si el yo no saliera de sí mismo abruptamente sino que se derramara.
* Tal condición es definitoria de este libro; hasta tal punto que personajes y hechos irreales no pertenecen al ámbito de la ficción; son maneras de ser de un yo profundo y participan de la naturalidad, precisamente porque sus raíces están fijadas en vivencias y no en trabajosos suelos intelectuales. Ester de Izaguirre no plantea enigmas, no traza el contorno volátil de las teorías; simplemente narra, se confiesa. De ahí que el lector oiga también su voz, un acento trémulo que se incorpora al estremecimiento que provoca cada uno de los cuentos aquí reunidos.
* Toda confesión supone una hermosa humildad. También esto se advierte a lo largo de estas narraciones, ricas en matices, en trasfondos, en repentinos resplandores. Una humildad que es sabiduría y sustancia de amor y que de pronto sabe dar a lo trascendente la formulación de lo cotidiano, despojándolo de su peso. Poder éste de un espíritu esencialmente poético, válido de un lenguaje revelador en el que la metáfora pasa como un pájaro en vuelo -que es la manera de quedar- y en el que el contenido conceptual pierde las formas otorgadas por el razonamiento y se convierte en un temblor que quizá dura más tiempo que los demás.
* Ester de Izaguirre dice pero fundamentalmente sugiere; expone y propone. Su mundo es complejo y no oscuro, ya que la suya es una magia diáfana. La tortura pierde aquí su exasperación pero guarda la acumulación de estados que llevan a ella, desde una subjetividad que recibe el misterio y desde una objetividad que lo acepta.
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PUNTOS DE VISTA
* Allí, en Plaza Miserere, urgida por la espesa llovizna que daba imprecisión a la hora de la tarde, ascendí al ómnibus que me conduciría al centro. Mientras el guarda me entregaba el boleto llamó mi atención la risa afectada de aquel joven, que, sentado en uno de los asientos transversales, parecía compartir su diversión con alguien, ¿con quién? No hallé otro lugar desocupado y me senté, no sin aprensión, junto al risueño pasajero. Él continuaba riendo con una risa que por momentos se acoplaba a un chistido opaco en un intento de querer ahogarla con la mano. La recta de su mirada se quebraba en la ventanilla del frente, pero era tal la sensación de correspondencia que concebí el absurdo de un invisible interlocutor. No había lugar a dudas, se trataba de un enfermo mental.
* Parecía muy joven y estaba bien vestido. Descansaba sobre sus rodillas una tela pintada. Pude observarla porque, con pueril disimulo, realmente interesado en mostrármela, la tenía inclinada hacia mí. En ella, bajo un cielo gris y rosa avanzaba una larga caravana de hombres y lanzas; al fondo, inclinado bajo el peso de la cruz iba el Nazareno, y su manto era el único matiz púrpura; lejos y arriba, el Gólgota punzado por las cruces de los dos ladrones.
* Busqué una palabra que pudiera confortarlo y además, confieso, sentí curiosidad por saber qué pensaba y probar su capacidad de coherencia. Pena y expectación me impulsaron y resbaló al fin la difícil pregunta referida a su cuadro:
-¿Lo pintó usted?
-Sí.
-¿Lo copió de otro cuadro?
-No; de la historia.
* Sonreí de manera idiota. Estábamos a la recíproca.
-¿Ya expuso en alguna parte?
-Se equivoca -dijo-, no pinto para exponer ni para que usted me diga que esto es extraordinario; por ahora lo dejaré como está, sin marco.
-Ese cielo es toda una lección de sabiduría -añadí- y ha mostrado con él un aspecto inédito, no ya de la realidad, como todos los artistas, sino de lo trascendente.
-¿Trascendente? ¿Y qué cree que es el cielo? -me demandó.
-La antítesis -aventuré vacilante- de todo esto; la serenidad, la plenitud...
-No me venga con Platón ni con Plotino. Estoy harto de arquetipos y... ¿quién me asegura que allá dejaré de sentir?
-¿Y qué quiere usted dejar de sentir?
-Todo. Como Job maldigo la hora en que nací. Vivo saciado de mediocridad. Colman mis ojos, mi olfato, mis oídos. Nada me enseñaron sino a desear la muerte y a temerla. Yo no soy Prometeo, yo no puedo ignorar el miedo. Únicamente ése no sufre -dijo señalando a un niño en brazos de su madre- pero ya verá cuando empiece a ejercitar eso que los filósofos llaman «razón» y escriben con mayúscula.
-Malos vientos, ya pasarán -respondí contagiada de su angustia, pero me repuse y hablé un largo rato; le dije que como la borrasca anticipa una atmósfera fresca y limpia, así su crisis era un eslabón de esa larga cadena de evoluciones que es el ser humano. Que luchara por algo grande y noble. Que se acercara a ese Dios que su genio intuía. Y le hablé del cielo, no del que nuestros ojos ven y donde se pierde entre vértigos nuestro cerebro, sino del otro, que siendo parecido en infinitud, puede caber en la ceñida capacidad del pecho. El milagro y la realidad, el paraíso y la tierra se me volcaron por los labios como la ambrosía de un cáliz colmado.
-Usted lo tendrá todo -concluí levantándome con los ojos húmedos- porque ha logrado con trazos y colores lo que yo jamás he conseguido con mis oraciones -y señalé con gesto cansado el cuadro ya definitivamente caído en el asiento.
* Y mientras mi cuerpo oscilaba entre sobretodos y tapados, luchando como un cestiario por llegar a la puerta trasera del ómnibus, agregó en voz alta, pausada y segura, importándole un ardite la opinión de los que lo escuchaban:
-Adiós señora, hasta que nos veamos en el cielo.
* Sonreí mientras todo el pasaje me miraba con ojos interrogantes.
* Apresuradamente salvé la distancia que me separaba del local donde la conferencia ya había comenzado.
* A los dos días me sorprendió un artículo del más importante matutino: «El joven y talentoso siquiatra, satisfecho con las experiencias obtenidas en su contacto directo con gente de la ciudad, realizadas con el fin de completar una estadística de salud mental, destacó el caso de una mujer que en un ómnibus, presa de patológico misticismo, dio una respuesta inusitada a su test «Gólgota».
* Dejé caer el diario, anonadada. Una ráfaga fría me abofeteó. Cerré maquinalmente la ventana, porque me pareció que por ella entraba el aire pernicioso que escapa por los resquicios de los templos abandonados.
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* Parecía muy joven y estaba bien vestido. Descansaba sobre sus rodillas una tela pintada. Pude observarla porque, con pueril disimulo, realmente interesado en mostrármela, la tenía inclinada hacia mí. En ella, bajo un cielo gris y rosa avanzaba una larga caravana de hombres y lanzas; al fondo, inclinado bajo el peso de la cruz iba el Nazareno, y su manto era el único matiz púrpura; lejos y arriba, el Gólgota punzado por las cruces de los dos ladrones.
* Busqué una palabra que pudiera confortarlo y además, confieso, sentí curiosidad por saber qué pensaba y probar su capacidad de coherencia. Pena y expectación me impulsaron y resbaló al fin la difícil pregunta referida a su cuadro:
-¿Lo pintó usted?
-Sí.
-¿Lo copió de otro cuadro?
-No; de la historia.
* Sonreí de manera idiota. Estábamos a la recíproca.
-¿Ya expuso en alguna parte?
-Se equivoca -dijo-, no pinto para exponer ni para que usted me diga que esto es extraordinario; por ahora lo dejaré como está, sin marco.
-Ese cielo es toda una lección de sabiduría -añadí- y ha mostrado con él un aspecto inédito, no ya de la realidad, como todos los artistas, sino de lo trascendente.
-¿Trascendente? ¿Y qué cree que es el cielo? -me demandó.
-La antítesis -aventuré vacilante- de todo esto; la serenidad, la plenitud...
-No me venga con Platón ni con Plotino. Estoy harto de arquetipos y... ¿quién me asegura que allá dejaré de sentir?
-¿Y qué quiere usted dejar de sentir?
-Todo. Como Job maldigo la hora en que nací. Vivo saciado de mediocridad. Colman mis ojos, mi olfato, mis oídos. Nada me enseñaron sino a desear la muerte y a temerla. Yo no soy Prometeo, yo no puedo ignorar el miedo. Únicamente ése no sufre -dijo señalando a un niño en brazos de su madre- pero ya verá cuando empiece a ejercitar eso que los filósofos llaman «razón» y escriben con mayúscula.
-Malos vientos, ya pasarán -respondí contagiada de su angustia, pero me repuse y hablé un largo rato; le dije que como la borrasca anticipa una atmósfera fresca y limpia, así su crisis era un eslabón de esa larga cadena de evoluciones que es el ser humano. Que luchara por algo grande y noble. Que se acercara a ese Dios que su genio intuía. Y le hablé del cielo, no del que nuestros ojos ven y donde se pierde entre vértigos nuestro cerebro, sino del otro, que siendo parecido en infinitud, puede caber en la ceñida capacidad del pecho. El milagro y la realidad, el paraíso y la tierra se me volcaron por los labios como la ambrosía de un cáliz colmado.
-Usted lo tendrá todo -concluí levantándome con los ojos húmedos- porque ha logrado con trazos y colores lo que yo jamás he conseguido con mis oraciones -y señalé con gesto cansado el cuadro ya definitivamente caído en el asiento.
* Y mientras mi cuerpo oscilaba entre sobretodos y tapados, luchando como un cestiario por llegar a la puerta trasera del ómnibus, agregó en voz alta, pausada y segura, importándole un ardite la opinión de los que lo escuchaban:
-Adiós señora, hasta que nos veamos en el cielo.
* Sonreí mientras todo el pasaje me miraba con ojos interrogantes.
* Apresuradamente salvé la distancia que me separaba del local donde la conferencia ya había comenzado.
* A los dos días me sorprendió un artículo del más importante matutino: «El joven y talentoso siquiatra, satisfecho con las experiencias obtenidas en su contacto directo con gente de la ciudad, realizadas con el fin de completar una estadística de salud mental, destacó el caso de una mujer que en un ómnibus, presa de patológico misticismo, dio una respuesta inusitada a su test «Gólgota».
* Dejé caer el diario, anonadada. Una ráfaga fría me abofeteó. Cerré maquinalmente la ventana, porque me pareció que por ella entraba el aire pernicioso que escapa por los resquicios de los templos abandonados.
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EL CUADRO
* Recuerdo que a la entrada de mi cuarto de entonces, y a la derecha, estaba el viejo ropero y más allá la cama de bronce que heredé de mi bisabuela. Yo era la única administradora de ese mundo allá por mis once, doce... (¿Cuántos años tendría entonces?). Hay épocas en que la vida no parece una escalera en la que cada año es un escalón, sino un tobogán en el que la velocidad del descenso embota la conciencia del tiempo.
* Y mi tobogán comenzó cuando a mi tía Eudora se le ocurrió colgar en una de las paredes, el cuadro con el rostro de aquel niño-hombre, aquel Delfín de Francia, que fue durante muchos meses mi primera visión de la mañana y la última, antes de que las sombras pasaran su esfumino por el aire. Estaba en el lugar menos visible desde la puerta. Con su modesto marco de madera lustrada, parecía más una fotografía que la reproducción de un retrato, por la fidelidad con que reflejaba los rasgos: el mentón prematuramente enérgico, los labios finos en los que una sonrisa se insinuaba y la mirada que parecía regresar de la historia, a ese ámbito de un oscuro hogar americano. Yo tenía la certeza de que observaba cada detalle con la seguridad del que ha logrado, después de una búsqueda denodada de siglos, hallar el eslabón que une las circunstancias parecidas en la vida de la gente, de las ciudades y de las cosas.
Mientras lo miraba él parecía, a su vez, observarme a mí.
* Aunque al contemplar los rostros pintados tenemos la certeza de que esa mirada no se dirige a nosotros, la limpidez cobalto de los ojos del Delfín, se proyectaba en los míos con tristeza.
* Luego el colegio, los juegos con amigas me distrajeron y llegué a olvidarme por unas semanas del pequeño príncipe.
* Un día, durante la cálida siesta provinciana, y mientras estaba en el comedor haciendo mis deberes, me dirigí, movida por un impulso, a mi habitación, donde, mientras paseaba la mirada por las paredes, me pregunté qué había ido a hacer a ese lugar.
* Tenía la incómoda impresión de haberme olvidado de algo importante. De pronto, al ver los ojos del Delfín en la semipenumbra del cuarto, tuve la certeza de que había ido allí a mirar el cuadro.
* A esa edad, no nos preocupan ciertas actitudes. Nada parece anormal en esa época de la vida en que la fantasía y la realidad tienen una lógica común, en que la magia es el rumbo no vergonzante de la existencia, de manera que entré de lleno a ese mundo vedado a la familia. Ya tenía un amigo. No podía hablarle pero mis pensamientos le comunicaban mis pequeños fracasos, mi incomunicación con mis padres, mi timidez y mis temores. Todo. Nada quedaba en el tintero de mi imaginación. Y durante ese diálogo callado -porque sin duda algo recíproco nos unía- me arrodillaba frente al cuadro, me cruzaba de brazos, inclinaba la cabeza hasta apoyar la barbilla en el pecho y cerraba los ojos para que nada me distrajera de mi perfecta comunión con el misterio.
* En esa actitud orante me sorprendió un día mi madre. No me dijo nada, pero desde entonces me observó con preocupación. Sé lo que seguramente pensaría: «Mi hija está pasando por la edad difícil y es indudable que algo no marcha en ese cerebro. Se la ha tomado con ese monigote del cuadro que mi hermana ha traído vaya a saber de qué anticuario».
* Después deduje que había pensado así, porque una tarde al llegar del colegio, arrojé mis útiles sobre una silla y corrí a mi cuarto. Con los ojos brillantes y casi con desesperación oí a la indiferencia de mi madre traducirse en palabras:
-Le di un golpe con el plumero y se cayó. Como se rompió el vidrio, quemé el grabado.
* El «por qué, por qué asesinos» vibró seguramente en los oídos de todos durante el largo mes que duró mi convalescencia. Inmóvil, hipnotizada por el trozo de pared donde la nada se manifestaba por una mancha de humedad, empecé a mejorar el día en que a la pregunta invariable del médico: «¿Qué te duele?, ¿qué sentís?». «Nada, doctor, no me duele nada».
* Poco a poco recobré la alegría y el color, y la extraña experiencia quedó relegada, entre las oscilaciones sicológicas de mi difícil adolescencia.
* Después de algunos años me casé y nos fuimos a vivir a Buenos Aires. La vida transcurría entre viajes, deportes y lecturas, no compartidos con mi marido, quien se dedicaba a administrar una pequeña quinta y a añorar los hijos que no pude darle.
Con ansiedad casi febril reinicié mis interrumpidos estudios humanísticos y al concluirlos obtuve una beca para estudiar en la Universidad de Madrid. Eso me brindó la ansiada oportunidad de conocer Europa.
* Al terminar mis tareas en España, me radiqué durante dos meses en Italia, donde realizaba excursiones a los lugares menos visitados por los turistas, a las más apartadas villas. Llegué a uno de esos castillejos que hay en los alrededores de Roma convertidos en museos. Me impresionó la solemnidad de la fachada más propia de un templo que de una pinacoteca. Ya de recorrida, al pasar de uno a otro de sus dilatados recintos, a través de un penumbroso pasillo, sentí el contacto de una mano en mi hombro izquierdo.
* Recuerdo que a la entrada de mi cuarto de entonces, y a la derecha, estaba el viejo ropero y más allá la cama de bronce que heredé de mi bisabuela. Yo era la única administradora de ese mundo allá por mis once, doce... (¿Cuántos años tendría entonces?). Hay épocas en que la vida no parece una escalera en la que cada año es un escalón, sino un tobogán en el que la velocidad del descenso embota la conciencia del tiempo.
* Y mi tobogán comenzó cuando a mi tía Eudora se le ocurrió colgar en una de las paredes, el cuadro con el rostro de aquel niño-hombre, aquel Delfín de Francia, que fue durante muchos meses mi primera visión de la mañana y la última, antes de que las sombras pasaran su esfumino por el aire. Estaba en el lugar menos visible desde la puerta. Con su modesto marco de madera lustrada, parecía más una fotografía que la reproducción de un retrato, por la fidelidad con que reflejaba los rasgos: el mentón prematuramente enérgico, los labios finos en los que una sonrisa se insinuaba y la mirada que parecía regresar de la historia, a ese ámbito de un oscuro hogar americano. Yo tenía la certeza de que observaba cada detalle con la seguridad del que ha logrado, después de una búsqueda denodada de siglos, hallar el eslabón que une las circunstancias parecidas en la vida de la gente, de las ciudades y de las cosas.
Mientras lo miraba él parecía, a su vez, observarme a mí.
* Aunque al contemplar los rostros pintados tenemos la certeza de que esa mirada no se dirige a nosotros, la limpidez cobalto de los ojos del Delfín, se proyectaba en los míos con tristeza.
* Luego el colegio, los juegos con amigas me distrajeron y llegué a olvidarme por unas semanas del pequeño príncipe.
* Un día, durante la cálida siesta provinciana, y mientras estaba en el comedor haciendo mis deberes, me dirigí, movida por un impulso, a mi habitación, donde, mientras paseaba la mirada por las paredes, me pregunté qué había ido a hacer a ese lugar.
* Tenía la incómoda impresión de haberme olvidado de algo importante. De pronto, al ver los ojos del Delfín en la semipenumbra del cuarto, tuve la certeza de que había ido allí a mirar el cuadro.
* A esa edad, no nos preocupan ciertas actitudes. Nada parece anormal en esa época de la vida en que la fantasía y la realidad tienen una lógica común, en que la magia es el rumbo no vergonzante de la existencia, de manera que entré de lleno a ese mundo vedado a la familia. Ya tenía un amigo. No podía hablarle pero mis pensamientos le comunicaban mis pequeños fracasos, mi incomunicación con mis padres, mi timidez y mis temores. Todo. Nada quedaba en el tintero de mi imaginación. Y durante ese diálogo callado -porque sin duda algo recíproco nos unía- me arrodillaba frente al cuadro, me cruzaba de brazos, inclinaba la cabeza hasta apoyar la barbilla en el pecho y cerraba los ojos para que nada me distrajera de mi perfecta comunión con el misterio.
* En esa actitud orante me sorprendió un día mi madre. No me dijo nada, pero desde entonces me observó con preocupación. Sé lo que seguramente pensaría: «Mi hija está pasando por la edad difícil y es indudable que algo no marcha en ese cerebro. Se la ha tomado con ese monigote del cuadro que mi hermana ha traído vaya a saber de qué anticuario».
* Después deduje que había pensado así, porque una tarde al llegar del colegio, arrojé mis útiles sobre una silla y corrí a mi cuarto. Con los ojos brillantes y casi con desesperación oí a la indiferencia de mi madre traducirse en palabras:
-Le di un golpe con el plumero y se cayó. Como se rompió el vidrio, quemé el grabado.
* El «por qué, por qué asesinos» vibró seguramente en los oídos de todos durante el largo mes que duró mi convalescencia. Inmóvil, hipnotizada por el trozo de pared donde la nada se manifestaba por una mancha de humedad, empecé a mejorar el día en que a la pregunta invariable del médico: «¿Qué te duele?, ¿qué sentís?». «Nada, doctor, no me duele nada».
* Poco a poco recobré la alegría y el color, y la extraña experiencia quedó relegada, entre las oscilaciones sicológicas de mi difícil adolescencia.
* Después de algunos años me casé y nos fuimos a vivir a Buenos Aires. La vida transcurría entre viajes, deportes y lecturas, no compartidos con mi marido, quien se dedicaba a administrar una pequeña quinta y a añorar los hijos que no pude darle.
Con ansiedad casi febril reinicié mis interrumpidos estudios humanísticos y al concluirlos obtuve una beca para estudiar en la Universidad de Madrid. Eso me brindó la ansiada oportunidad de conocer Europa.
* Al terminar mis tareas en España, me radiqué durante dos meses en Italia, donde realizaba excursiones a los lugares menos visitados por los turistas, a las más apartadas villas. Llegué a uno de esos castillejos que hay en los alrededores de Roma convertidos en museos. Me impresionó la solemnidad de la fachada más propia de un templo que de una pinacoteca. Ya de recorrida, al pasar de uno a otro de sus dilatados recintos, a través de un penumbroso pasillo, sentí el contacto de una mano en mi hombro izquierdo.
* Volví la cabeza creyendo que sería alguno de los pocos visitantes que andaban por allí, pero no vi a nadie a mi lado. Apenas el último resplandor de la tarde, que a través de los cristales de un ventanal, dejaba su toque irisado sobre un cuadro. No pude sino mirarlo intensamente, sin asombro, como a un viajero largamente esperado, porque allí, como antes, hierático y perfecto, el rostro del Delfín de Francia me devolvía en su mirada el tiempo perdido. Las horas vividas sin vivir desde mi infancia. Eso que todos los hombres buscan y a veces no encuentran nunca.
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LA CERTEZA
* Falta sólo una hora para llegar a mi casa. Los postes del alambrado pasan raudos mientras algunas mariposas -siempre hay cosas difíciles de impedir- detienen violentamente su vuelo en el parabrisas de mi coche. Nada como los toboganes del camino para pensar y pensar. Se puede recorrer el planisferio y hasta el universo. Revuelvo el antro de la memoria y la caja de regalos del futuro. Sueño. Y deshago mis sueños con la misma facilidad con que mis hijos hacen y destruyen monigotes de plastilina. En algunas ocasiones mi fantasía me hace sentir satisfecho. En otras, las imágenes me molestan y quiero ahuyentarlas pero no puedo y ahí queda inamovible, el fracaso, la caída o el simple enfrentamiento a un rostro desagradable: ¿de qué paraíso o de qué infierno perdidos vendrán a la imaginación esas facciones que no existen a nuestro alrededor? Deduzco que, de veras, el cerebro es incontrolable y que el inconsciente obtiene a menudo triunfos parciales aunque molestos, sobre la conciencia y la voluntad.
* Más postes y sembrados, las primeras casas se me acercan cuando tomo la curva de la feria donde están descargando ganado de algunos camiones. Y demasiado velozmente, también, llego al paso a nivel donde la barrera automática con vía de escape, está baja. No puedo frenar. Es demasiado tarde. Giro el volante en brusco movimiento que me produce un dolor agudísimo en el brazo izquierdo. Estoy atrapado por el tren que ya se ve como adherido a la puerta delantera del auto. Es como si desde siempre hubiera visto a través de la ventanilla esa cara de cíclope que ahora me fagocita sin remedio. Pero no me aplasta sino que con su enorme mandíbula de hierro, con un chirriar que se impone a toda otra sensación de angustia, me arrastra no sé cuántos siglos por las vías hasta arrojarme a un costado, en medio de espesos cardales.
* Antes de que se acerquen los que vienen del lado de la estación y los pasajeros del tren que -al fin- se ha detenido, salgo del coche y empiezo a caminar hacia casa. No me importa la hora, ni el estado del auto y olvido casi por completo la impresión de la catástrofe vivida. Camino como cuando en la ruta las cosas impresionan mi sensibilidad. Me llama la atención la serenidad del cielo y una desacostumbrada sensación de libertad.
* No me extraña, por lo tanto, que mi mujer y mis hijas, pasen por mi lado, sin verme, camino a la estación ni tampoco al seguirlas desandando el itinerario propuesto, me emociona llegar al lugar donde hay un coche destrozado. Y menos aún ver que allí, confundido entre las cuerinas rotas del tapizado y la chapa informe, yace mi propio cuerpo. Flojo, definitivamente relajado como si fuera sólo un traje que conserva tibio, por algún tiempo, la forma de su dueño.
* Tampoco me asombra el hecho de seguir pensando, discurriendo, cuando liberado de todo contacto material me pierdo por el camino de acceso, arbolado de tilos. Voy solo ya, hacia no sé qué destino, con la certeza de mi certidumbre.
* Falta sólo una hora para llegar a mi casa. Los postes del alambrado pasan raudos mientras algunas mariposas -siempre hay cosas difíciles de impedir- detienen violentamente su vuelo en el parabrisas de mi coche. Nada como los toboganes del camino para pensar y pensar. Se puede recorrer el planisferio y hasta el universo. Revuelvo el antro de la memoria y la caja de regalos del futuro. Sueño. Y deshago mis sueños con la misma facilidad con que mis hijos hacen y destruyen monigotes de plastilina. En algunas ocasiones mi fantasía me hace sentir satisfecho. En otras, las imágenes me molestan y quiero ahuyentarlas pero no puedo y ahí queda inamovible, el fracaso, la caída o el simple enfrentamiento a un rostro desagradable: ¿de qué paraíso o de qué infierno perdidos vendrán a la imaginación esas facciones que no existen a nuestro alrededor? Deduzco que, de veras, el cerebro es incontrolable y que el inconsciente obtiene a menudo triunfos parciales aunque molestos, sobre la conciencia y la voluntad.
* Más postes y sembrados, las primeras casas se me acercan cuando tomo la curva de la feria donde están descargando ganado de algunos camiones. Y demasiado velozmente, también, llego al paso a nivel donde la barrera automática con vía de escape, está baja. No puedo frenar. Es demasiado tarde. Giro el volante en brusco movimiento que me produce un dolor agudísimo en el brazo izquierdo. Estoy atrapado por el tren que ya se ve como adherido a la puerta delantera del auto. Es como si desde siempre hubiera visto a través de la ventanilla esa cara de cíclope que ahora me fagocita sin remedio. Pero no me aplasta sino que con su enorme mandíbula de hierro, con un chirriar que se impone a toda otra sensación de angustia, me arrastra no sé cuántos siglos por las vías hasta arrojarme a un costado, en medio de espesos cardales.
* Antes de que se acerquen los que vienen del lado de la estación y los pasajeros del tren que -al fin- se ha detenido, salgo del coche y empiezo a caminar hacia casa. No me importa la hora, ni el estado del auto y olvido casi por completo la impresión de la catástrofe vivida. Camino como cuando en la ruta las cosas impresionan mi sensibilidad. Me llama la atención la serenidad del cielo y una desacostumbrada sensación de libertad.
* No me extraña, por lo tanto, que mi mujer y mis hijas, pasen por mi lado, sin verme, camino a la estación ni tampoco al seguirlas desandando el itinerario propuesto, me emociona llegar al lugar donde hay un coche destrozado. Y menos aún ver que allí, confundido entre las cuerinas rotas del tapizado y la chapa informe, yace mi propio cuerpo. Flojo, definitivamente relajado como si fuera sólo un traje que conserva tibio, por algún tiempo, la forma de su dueño.
* Tampoco me asombra el hecho de seguir pensando, discurriendo, cuando liberado de todo contacto material me pierdo por el camino de acceso, arbolado de tilos. Voy solo ya, hacia no sé qué destino, con la certeza de mi certidumbre.
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Enlace a ÍNDICE del libro Selección de cuentos de Yo soy el tiempo en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
Prólogo
Puntos de vista
El cuadro
Los que no comprenden
El hermano
El gusto de la lluvia
La certeza
La colmada soledad
Vivir es darse tiempo
El verdugo
Holocausto
Prólogo
Puntos de vista
El cuadro
Los que no comprenden
El hermano
El gusto de la lluvia
La certeza
La colmada soledad
Vivir es darse tiempo
El verdugo
Holocausto
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Enlace al CATÁLOGO POR AUTORES
de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES
en el www.portalguarani.com
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