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miércoles, 31 de marzo de 2010

HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ - VERDAD OFICIAL Y VERDAD VERDADERA: «BORRADOR DE UN INFORME», DE AUGUSTO ROA BASTOS / Fuente: QUINCE ENSAYOS.


VERDAD OFICIAL Y VERDAD VERDADERA:
«BORRADOR DE UN INFORME»,
DE AUGUSTO ROA BASTOS
Autor: HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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Verdad oficial y verdad verdadera:
«Borrador de un informe», de Augusto Roa Bastos
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Uno de los cuentos en que culmina la maestría narrativa de Roa Bastos es «Borrador de un informe». Roa parece que se hubiera propuesto una serie de dificultades técnicas para exhibir la mencionada maestría, tal como un atleta que, en una carrera de obstáculos, multiplicara el número de estos a fin de hacer gala de la agilidad muscular con que los ha de ir salvando y suscitar el aplauso de los espectadores.
La técnica de «Borrador de un informe» es muy compleja. Hay un solo narrador, pero su narración es doble: una versión de los hechos la destina para un informe oficial, y esta versión es falsa o parcialmente falsa; la otra versión es la verdadera. Hay dos crímenes. Del primero se hace una relación exacta y, del segundo, una relación falsa. En la versión oficial, el autor del segundo crimen no parece ser ninguno de los dos posibles culpables, sino una víbora, una «yarará criminal». Pero, en rigor, el culpable es el narrador mismo, según se desprende de manera intencionalmente oscura de la segunda versión de los hechos, esto es, de la no oficial.
Basta lo dicho para sugerir que la técnica de este cuento constituye un experimento de modernidad narrativa. Roa, en efecto, pugna por lograr aquí un tipo de narración, en que el lector intervenga activamente para entender los hechos, para interpretárselos merced a un esfuerzo imaginativo mucho más «creador» que el exigido por la narrativa tradicional. El narrador-protagonista se desdobla, como queda dicho, para ofrecernos las dos versiones diferentes de los hechos y suscitar, al mismo tiempo, entre una y otra, algo como una zona penumbrosa de ambigüedad y de equívoco. Con el desdoblamiento del narrador, Roa obtiene así efectos muy sugestivos. Se puede decir que nos cuenta su cuento merced no a uno, sino a dos narradores: por una parte, el funcionario que emplea para su «informe» un lenguaje oficial y hasta medio jurídico; por otra, el hombre enfermo y perverso que se desnuda ante el lector como en una confesión sin destinatario identificable. Porque, si nos preguntamos a quién habla el narrador en la versión no oficial no podemos hallar respuesta. Roa no nos lo dice. Nunca nos enteraremos de si el narrador, al contar la verdad verdadera, está poniendo acotaciones al borrador del informe en que redacta la verdad oficial, o si solamente está leyendo ante uno o más oyentes aquel borrador y, aquí y allí, agregando párrafos no destinados al superior jerárquico. Tampoco sabemos si el narrador está solo, al componer su informe, y, en un soliloquio secreto, se dice a sí mismo la verdad verdadera.
Desde el punto de vista de la modernidad de la técnica, nos interesa subrayar que el desdoblamiento del narrador resulta en una intrigadora relativización de los hechos, en una querida ambigüedad de lo narrado que el lector debe iluminar con sus propias luces de obligado «coautor». Porque Roa se cuida de que los sucesos no resulten claros y en todo el relato hay como un sutil escamoteo de explicaciones directas e inequívocas de lo que ha pasado o está pasando.
Otro rasgo de modernidad en la técnica que emplea Roa se advierte en el intermitente avance del relato: hay retrospecciones que interrumpen el progreso lineal de lo narrado. Y este recurso narrativo desempeña una función artística muy hábilmente lograda. No se advierte en Roa, como en más de un autor, el prurito, a veces demasiado obvio, de «estar a la moda» con un a menudo arbitrario saltar hacia atrás y luego hacia adelante, o viceversa.
Lo dicho y lo insinuado más arriba tiene por objeto subrayar aquellas «dificultades» técnicas que indicamos Roa se ha puesto a sí propio para convertir su relato en un verdadero tour de force de maestría narrativa.
El análisis que paso a hacer en seguida apunta a elucidar el propósito del relato, el «mensaje» que este encierra, y a determinar si tal propósito se logra plenamente o no. También me interesa hacer hincapié en los aciertos estilísticos más notables de «Borrador de un informe».
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II
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El propósito de Roa es, sin duda, satirizar una vez más el régimen político de su país. Este régimen político aparece en el cuento como injusto, arbitrario, corrompido.
El narrador es un funcionario subalterno a quien su jefe, el delegado civil de Caacupé, nombra interventor con plenos poderes para mantener el orden durante las fiestas de la Virgen de Caacupé, patrona del Paraguay.
Ya al comienzo mismo del cuento se nos revela el desprecio que el interventor siente por el pueblo humilde que va peregrinando hasta el altar de la Virgen. Esta actitud despectiva es simbólica de las de los de arriba hacia los de abajo:
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...a estos haraganes cualquier pretexto les cuadra para estarse mano sobre mano
papando moscas y pensando en cualquier cosa menos en trabajar...
Después se quejan de su suerte.
Y así es como también toda esta sangre estancada en la desidia
y que va fermentando como las aguas de un pantano,
les cría bajo el pellejo malos humores que luego revientan
en hechos que ya no se pueden remediar....
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El país, según el narrador protagonista, se halla en plena prosperidad y progreso. Pero el gobierno tiene enemigos que tratan de derribarlo formando montoneras de agitadores y bandidos. Por eso el interventor ha tomado enérgicas medidas para evitar disturbios durante la fiesta: no sea que los montoneros aparezcan de súbito y hagan de las suyas.
Ahora bien, ¿quién representa a ese «gobierno progresista» en la región de Caacupé? Estamos lejos de la capital y de los ministros del Poder Ejecutivo. Roa entonces debe encarnar en el delegado civil del gobierno el símbolo del poder arbitrario y despótico que desde Asunción desgobierna el país. Este delegado civil, además, ha de ser militar, porque los militares son las bêtes noires contra las cuales el escritor dispara sus más iracundos dardos. Por esto, el delegado civil es un coronel, a quien sólo se llama en el «informe», simplemente, «el señor Coronel».
En la primera «acotación» al borrador del informe -llamémosla así- el interventor nos cuenta cómo el delegado civil le ha conferido plenos poderes: «Lo he designado interventor con plenos poderes. Vaya y tome de inmediato cartas en el asunto, insistió hincándome la punta de la fusta en el pecho».
(Esta fusta del «señor Coronel» será mencionada dos veces por el interventor en el relato de la escena de la delegación de poderes. Así Roa no escatima detalle para la figuración más cabal del militarismo mandón que satiriza).
A renglón seguido el coronel ordena a su interventor que se incaute de todas las urnas de los donativos que en dinero y en especie han de hacer los peregrinos de la Virgen. El lector inmediatamente supone, pues, que lo que iba a ir a la iglesia, va tener diferente destino.
Si el coronel es un mandón sin escrúpulos, el interventor es un funcionario adulón y rastrero. Él mismo nos revela su indigna condición en esa especie de soliloquio en que consiste la versión no oficial de los hechos que narra: cuando el delegado civil da sus órdenes fusta en mano, el subordinado dice que él murmura... «algo, alguna rastrera objeción respecto al procedimiento procesal». Y es entonces cuando la arbitrariedad del sistema satirizado se manifiesta en todo su cinismo:
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«Usted va representándome a mí» (contestó el Coronel)
apuntándome otra vez con la fusta.
«Va como delegado del delegado del gobierno».
Y después, para alentarme:
«Vaya y no se preocupe.
Le voy a dar la tropa que necesite para que me restablezca el orden».
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No se respeta, pues, procedimiento judicial alguno: es la fuerza bruta la que impone su voluntad con absoluto desprecio de las leyes. Y es ella la encargada de restablecer un orden no turbado todavía. La tropa que va a necesitar el interventor consistirá en doscientos hombres armados hasta los dientes, distribuidos en diez carros de asalto.
Roa, sin duda, recarga las tintas en este como en otros relatos. No parece verosímil que un delegado civil necesite, para el logro de sus fines, humillar así a un subordinado que, por otra parte, no es un soldado raso.
Pero aquí no acaba todavía la «sátira al régimen» que trae «Borrador de un informe»; hay algo más aún contra ese régimen, simbolizado ahora en el juez y en el alcalde de Caacupé, respectivamente. No ha de quedar títere con cabeza. Es lo que sigue:
Dos enmascarados, a altas horas de la noche, entran en la casa del párroco del pueblo para robar las urnas de los donativos antes que estas sean incautadas, según las instrucciones que ha recibido el interventor. El cura párroco, sorprendido a medianoche por los ladrones en la lectura del breviario, coge un rifle y dispara contra ellos. Estos, que apenas han logrado entreabrir lentamente la puerta de la alcoba del cura, caen muertos fuera de la habitación. Cuando, tras el tumulto que sigue a los disparos, se descubren los dos cadáveres enmascarados, nadie puede tocarlos hasta que llegue el alcalde, cuya presencia es legalmente necesaria en estos casos. Por consiguiente, bajo sus máscaras, los dos cadáveres quedan sin identificar.
¡Hay que esperar al alcalde! Pero el alcalde no aparece por ningún lado. Entonces hay que ir a llamar al juez. Pero nadie puede encontrar al juez. Pasan varias horas. Por fin, ya en pleno día, el sargento de la policía interviene: arranca los antifaces y todo el mundo ve que nada menos que la autoridad del pueblo, en la jurisdicción municipal y judicial, respectivamente, ha intentado el robo «en la Casa Parroquial, que es como la prolongación de la misma iglesia...».
Ahora bien, si todo el mundo se entera hasta de los detalles de la escandalosa intentona que resultó en dos muertes, algo en cierto modo más grave quedará secreto; me refiero a una tercera muerte que ocurre durante las solemnidades de la fiesta patronal. ¿Quién es el homicida? Nadie lo ha de saber, ni el mismo señor coronel. Insistamos aquí en que el criminal es el propio interventor, es decir, el «delegado del delegado del gobierno».
Sinteticemos ahora el relato del segundo de los dos sucesos principales que integran el argumento de «Borrador de un informe».
Entre los peregrinos de la Virgen se destaca dramáticamente una mujer que, vestida de harapos y cargando una cruz tan grande como una de las tres que un día fueron plantadas en el Calvario, llega a Caacupé. El interventor la ve avanzar por el camino, deteniéndose a trechos, como si lo hiciera en las estaciones de un nuevo viacrucis. Al observar de cerca las desnudeces de la mujer, visibles tras los desgarrones de los harapos, el narrador siente un malestar morboso cuya causa específica no se aclara nunca «clínicamente» en el cuento.
La peregrina acontece ser una famosa prostituta. (Nunca Roa nos dirá taxativamente que es ciega, pero varias veces insinúa en forma cada vez más comprensible que es completamente ciega: ver pp. 65, 73 y 74).
He dicho al comienzo de este análisis que la técnica de «Borrador de un informe» es muy compleja. Cabe ahora indicar que el argumento es uno de los más complejos que ha concebido Roa a lo largo de toda su carrera literaria. Veámoslo:
Ya hemos visto que el «informe» versa sobre dos homicidios impremeditados y ya hemos anunciado un tercer homicidio de que es culpable secreto el mismo narrador.
Los dos primeros homicidios no son esenciales en la economía del relato. El tercero, el asesinato de la prostituta ciega, sí lo es. Este homicidio hubiera bastado para argumento del cuento, porque constituye, en rigor, el cuento. Inversamente, los dos primeros homicidios hubieran dado materia suficiente para otro cuento.
Ahora bien: la habilidad narrativa de Roa hace posible, no obstante, que dos cuentos formen uno solo y que la unidad de este se logre cabalmente.
La ficción de un «informe», en efecto, posibilita que dos o más sucesos asuman la categoría de relatos autónomos según el énfasis que se les dé. Roa aprovecha el «género informe», como género literario capaz de abarcar una multiplicidad de «argumentos» a fin de dar mayor contundencia a su sátira. Visto así, este cuento nos resulta muy sui generis en su rica complejidad. Pero, sin duda, es el arte del cuentista el que convierte en obra de arte, «en género literario» de unidad lograda lo que en un «informe» pueda ser solamente multiplicidad pura, enumeración de hechos inconexos en estilo jurídico-burocrático.
Bien: la historia de la prostituta ciega y su ulterior asesinato exhiben a su vez una complejidad que requiere una síntesis nada breve:
Un vendedor ambulante sirio-libanés, comparece ante el delegado del gobierno para denunciar el robo de una víbora amaestrada gracias a la cual su oficio de mercachifle se hacía antes lucrativo. El interventor se desentiende con fastidio de la denuncia, aconseja al mercachifle que se busque otra víbora y que lo deje en paz. En vista de la indiferencia de la autoridad ante el hurto denunciado, el sirio-libanés sigue aquel consejo y se consigue otra víbora, una venenosa yarará del monte vecino al pueblo.
Todo esto está narrado conforme al procedimiento doble que ha escogido el escritor: una versión oficial para el coronel, y otra, mucho más reveladora, que no ha de incluirse en el «informe».
Efectivamente, hay algo que el coronel no ha de saber nunca, y es que el interventor y el mercachifle se hicieron amigos al poco tiempo y, luego, cómplices. El interventor confiará más de una misión al sirio-libanés. La primera de ellas será traer a la prostituta a la alcoba de aquél...
Hacia el final del cuento muchas cosas oscuras se aclaran casi del todo: el lector cae en la cuenta de que el interventor es impotente aunque se ve poderosamente atraído por la meretriz. Una perversión inconfesable (y no explicada) le exige las caricias de la mujer perdida. Esta, por su parte, al descubrir el secreto del impotente, no le oculta su desprecio. El interventor, humillado por la risa burlona de la mujer ciega, decide que esta muera. En la penúltima página del cuento nos enteramos de que durante varias noches la prostituta y su futuro asesino tuvieron citas secretas, no en la carpa donde aquella acostumbraba ejercer su antiquísimo oficio, sino -colegimos- en el edificio mismo de la Delegación, en la alcoba del interventor.
La última cita fue una trampa: llega la ciega, tropieza con muebles puestos exprofeso, camino de la cama, en el dormitorio y, finalmente, cerca de esta, es mordida por la yarará que en una urna ha sido colocada para que le hienda sus colmillos letales.
Roa no nos cuenta inequívocamente cómo han sucedido las cosas. Es el lector mismo quien debe reconstruir los hechos interpretando alusiones a ellos hábilmente diseminados aquí y allá. Se comprende, sin embargo, que el crimen ha sido una obra de arte tan extraordinaria de previsión y de astucia, que apenas parece verosímil.
He aquí mi interpretación de lo que debió de haber pasado: Mordida la prostituta por la yarará, y acallados los gritos y los golpes y los estertores que el interventor oyera tras la puerta de la alcoba que él había cerrado con llave, el cuerpo ya exánime de la mujer fue llevado a la carpa. ¿Quién lo llevó? ¿El interventor en persona? No lo sabemos. Lo cierto es que el pueblo entero debe de haber creído que la prostituta murió en su propia cama, bajo la carpa.
¿A quién se atribuyó el crimen? A dos sospechosos: al hombre que había robado la víbora al sirio-libanés, y al propio sirio-libanés. Ambos sospechosos niegan su culpabilidad y se acusan recíprocamente del homicidio.
El informe oficial, por otra parte, no incrimina ni al mercachifle ni al ladrón de la víbora. Es la víbora misma -la segunda víbora, porque hay dos víboras, como se recordará: una amaestrada, inofensiva, y otra, la hallada en el monte, con todo su veneno- la verdadera causante de la muerte.
¿Cómo se explica que la víbora pudiera llegar a la carpa de la prostituta? La versión oficial del interventor asegura que el ladrón creyó llevar a la carpa de la meretriz la víbora amaestrada, pero que en rigor no fue así: el mercachifle había cambiado las víboras antes que el ladrón de la sierpe amaestrada tuviera comercio carnal con la ciega en la carpa de esta.
Como se ve, las cosas son muy complicadas. El lector puede imaginarse que no sólo hubo dos cómplices en el asesinato de la prostituta, sino tres, el interventor, el sirio-libanés y el supuesto ladrón de la primera de las víboras. Estos -según ha de leer el coronel en el informe oficial- no merecen más que penas por delitos comunes. No son culpables del asesinato. La culpable es la víbora. Y, la víbora criminal, resulta que no puede ser hallada como «cuerpo del delito» porque ha desaparecido... La justicia, pues, está más ciega que nunca con respecto al crimen de la meretriz ciega.
¿Qué ha acontecido, en realidad de verdad? Este cuento de Roa es tan misterioso o más aún que muchos cuentos misteriosos de la nueva narrativa hispanoamericana. Más misterioso que algunos de, por ejemplo, Juan Rulfo. Lo único indubitable es que el interventor, el asesino, es un enfermo, un degenerado. Y esto es esencial en el relato como tal y, especialmente, como sátira.
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EL ESTILO
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En la segunda parte de «Borrador de un informe» se hallan algunos de los mejores cuadros logrados por el estilo de Roa Bastos. Vale la pena llamar la atención del lector, muy especialmente, sobre la visión que el escritor nos ofrece de María Dominga Otazú. (Tal es el nombre de la prostituta ciega).
Recordemos que ella aparece, por primera vez en el cuento, como contrita penitente. El lector, en la segunda parte aludida arriba, no sabe todavía ni quién es ni qué es la peregrina que ha de ir a postrarse a los pies de la Virgen. El narrador nos la describe así:
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Por la cuesta del cerro bajaba la mujer
cargando una cruz tan grande como la del Calvario.
Avanzaba despacio como una sonámbula en pleno día,
despegando con esfuerzo los pies del bleque que el sol
derretía sobre el balasto de la ruta en construcción.
La negra caballera, encanecida de polvo,
se le derramaba por la espalda hasta las caderas.
Vista de atrás y encorvada bajo el peso de la cruz en el opaco resplandor,
su silueta golpeaba a primera impresión con una inquietante semejanza al crucificado.
La desgarrada túnica se le pegaba al cuerpo en un barro rojizo,
especialmente del lado que cargaba la cruz,
dejando ver las magulladuras y escoriaciones del hombro y del cuello,
los senos grandes y desnudos zangoloteando bajo los andrajos.
De trecho en trecho se detenía un breve instante,
los ojos siempre fijos delante de sí,
para tomar aliento y borronearse con el antebrazo el sudor sanguinolento de la cara,
pero también como si esas detenciones formaran parte de su espasmódica marcha,
las escoriaciones en el extraño viacrucis de ese Cristo hembra....
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Así comienza a pintar Roa el cuadro que pronto se va a convertir en el blanco de todas las miradas de los peregrinos de la Virgen, especialmente cuando aparezcan por la carretera los diez carros de asalto al mando del interventor, con los doscientos hombres armados hasta los dientes.
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Era algo cercano a un sacrilegio -comenta el narrador- sin duda, pero la gente igual se paraba a mirarla; sobre todo, los hombres que pasaban en los coches de lujo y aminoraban la marcha para observar en detalle a la penitente que descendía en el camino como dormida, abrazada a la cruz, dejando tras ella esa estría brillante y sinuosa en el alquitrán recalentado....
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¡Qué poder expresivo el del pintor de este cuadro! Todo, o casi todo lo que hasta el último párrafo nos hace intuir Roa es de la más extremada piedad religiosa. ¿Es esta una Magdalena que trae a las solemnidades de la Virgen una edificación sin precedentes en la historia del santuario de Caacupé? El lector familiarizado con la obra de Roa no sabe a qué atenerse. Está, sí, dominado por la potencia sugestiva del cuadro: ve a la penitente, ve la cruz que la agobia, ve el sudor de sangre de este martirio autoimpuesto, ve la estría que el extremo del madero deja en la superficie ardiente de la carretera.
De pronto, la escena cambia ante sus ojos con la llegada del coche de la delegación seguido por los carros de asalto erizados de hombres de armas. (En este vía crucis faltaban soldados, ahora estos llenan el camino). Las bocinas de los once vehículos atruenan bajo el sol de fuego, entre la muchedumbre sudorosa: es una orden perentoria de despejar la carretera, y la multitud obedece, menos la mujer:

La única que siguió impávida en la calzada fue ella,
como si no oyera nada, como si nada le importara,
los ojos mortecinos, volcados para adentro, absortos en la pesadilla o la visión de su fe,
que tenía el poder de galvanizarla por entero en esa especie de trance de loca o de iluminada. Sólo esto podía explicar que por momentos su marcha se desviara hacia la banquina o,
en las curvas, avanzara en línea recta como si en realidad no viese la ruta,
o tal vez porque en la exaltación que la poseía sintiera que iba caminando a un palmo del suelo, en esa especie de levitación cataléptica de los hipnotizados...
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En el párrafo recién transcrito se insinúa por primera vez, aunque de manera tan vaga que apenas puede llamarse ello insinuación, que la peregrina es ciega. En rigor, lo que se suscita en el lector es la visión de una penitente sincera, trágicamente sincera, agobiada más que por el peso de la cruz, por la compunción de sus culpas.
¿Ha querido Roa dramatizar un paradójico episodio de religiosidad verdadera, o una sacrílega parodia de la marcha al Calvario que ha de servir de anuncio al más infame de los oficios? Hay, de todos modos, en la escena, una genuina emoción religiosa que sobrecoge a la multitud de los romeros si no a la ramera:
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Las bocinas volvieron a atropellar el aire caldeado,
pero ella no pareció darse por enterada;
simplemente siguió avanzando, encorvada, rígida, bajo la cruz,
perseguida por los trazos fulgurantes de los tábanos
y moscardones que revoloteaban a su alrededor.
Cada tantos pasos, la paradita consabida,
alguien se acercaba a darle de beber de una cantimplora,
a hacerle rectificar la desviación de su marcha,
y otra vez el extremo de la cruz continuaba rayando
la estela zigzagueante entre los dos plastos de las sandalias sobre el asfalto...
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Como se ve, surgen entre la muchedumbre nuevos Cirineos y Verónicas, porque el pueblo siente el espectáculo en el sentido sublime de su evocación. Entretanto, el interventor se llena de alarma porque teme que la peregrina, cerrando el paso a la autoridad y al escuadrón motorizado, suscite una reacción hostil para su persona y sus hombres detenidos en la carretera. Teme el interventor, como el procurador de Judea, un posible furor multitudinario, aunque por razones diferentes. Entonces ordena que callen las bocinas y que el coche y los diez carros de asalto avancen «por el costado aún no pavimentado del terraplén».
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En el silencio que siguió no se oyó más que el plaf... plaf...
de las sandalias despegándose una tras otra, sin apuro;
y no diré del zumbido de los moscones,
pero sí ese otro bordoneo constante,
un tono más bajo,
que después comprendí era producido por el arrastrarse del palo...
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Obsérvese cuán hábilmente Roa insiste en mencionar cruz, túnica y sandalias para conferir a su cuadro un patetismo inequívocamente bíblico.
Hasta aquí hemos leído transcripciones de párrafos del «informe». Esto es, de la versión oficial de los hechos, como queda dicho. La versión oficial, por otra parte, debe estar de acuerdo en casi su totalidad con la otra versión, con la verdadera, pues el interventor no puede menos de ser fiel cronista de sucesos que contemplaron miles de testigos. Hay algo, sin embargo, que sólo el narrador sabe y que nadie más debe saber. Por eso, al llegar este algo secreto, el interventor suspende el relato oficial y, entre paréntesis, cuenta lo que aconteció en su intimidad cuando pasó él muy cerca de la peregrina. (El coche en que iba avanzó por el terraplén casi rozando el cuerpo de la meretriz):
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(Fue entonces, al ver moverse las corvas gruesas, las ancas ampulosas bajo el hábito rotoso y empapado que las dibujaba como a pincel cuando comencé a sentir en la boca del estómago algo como un golpe de sed que todavía me vuelve por momentos, me seca y me llena la boca de saliva caliente. Era la primera vez que sentía una cosa así, y ya estaba temiendo que me viniera el ataque, que habitualmente me avisa con otra clase de síntomas. No quería hacer el ridículo delante de toda esa gente. Cuando me di cuenta tenías las uñas clavadas en el tapizado y las rodillas completamente mojadas).
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¡Ahora, sólo ahora, caemos en la cuenta de que el interventor es un enfermo! Al producirse esta revelación, Roa hace que en el cuadro la peregrina de súbito pierda su prestigio bíblico, y aparezca en toda su animalidad carnal: «las corvas gruesas, las ancas ampulosas...».
Y ahora veremos cómo el cuadro que nos pinta el escritor, se dinamiza cinematográficamente, digamos. Esto sucede en el momento en que el automóvil del interventor, evitando la carretera misma y marchando sobre el terraplén, pasa junto a la mujer y la deja atrás. El coche, sobre el terreno no pavimentado, da bruscos barquinazos y, entonces,

en los barquinazos, era la mujer la que parecía ahora encabritarse y avanzar a los brincos con la cruz; unos brincos que aumentaban aún más el obsceno zangoloteo de sus senos, de sus nalgas, y desparramaban la cabellera larguísima hasta taparle toda la cara con un manchón oscuro...
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La escena de la mujer que de pronto parece dar en su avance brincos violentos con la cruz al hombro está vista desde el automóvil. Está vista, repetimos, como en sucesión vertiginosa de imágenes cinematográficas. ¡Admirable detalle de técnica descriptiva! Roa se identifica con su personaje y desde él nos hace ver lo que pasa en el mundo exterior y en la intimidad de aquel. Porque es el caso que no son sólo los barquinazos los que producen la ilusión de que la mujer marcha «a los brincos». En rigor, contribuye a la visión de estos extraños esguinces en la ramera, la turbación morbosa del narrador, cuya mente anticipa con temor el ataque epiléptico mientras el zangoloteo de senos y nalgas se le vuelve más y más obsceno.
Detengámonos ahora un instante para comentar el estilo de lo que hemos llamado uno de los mejores «cuadros» que ha pintado Roa:
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Hemos subrayado lo vívida que es la descripción de la peregrina. No obstante, notemos que el escritor no ha recurrido a complicados efectos de lenguaje para lograr su propósito pictórico. En otros relatos Roa acumula comparaciones, metáforas y gran variedad de recursos estilísticos que su conocimiento de las posibilidades expresivas del idioma pone a disposición. Aquí no moviliza más que un mínimum de recursos retóricos. En el «cuadro» de la peregrina sobre la carretera y bajo la cruz, lo decisivo es el poder de sugestión de la índole misma de la escena descrita.
Esto y, además, el muy hábil enfoque sobre ciertos elementos constitutivos del cuadro: la cruz, la túnica, las sandalias, por un lado, evocadoras de otro «cuadro» de sublime prestigio; y, por otro, lo que contrasta con la santidad: las obscenas desnudeces de la meretriz.
La «sustancia» misma del cuadro que ha elegido pintar Roa se impone en sí con toda su energía expresiva, evocativa, sugeridora, y le permite prescindir al escritor de sus habituales alardes estilísticos. Sólo de vez en cuando el virtuoso del lenguaje que es Roa da aquí una pincelada, algún toque de gran originalidad estilística, con que enriquece nuestra intuición de la escena:
Recordemos que la mujer se detenía para tomar aliento y para -agrega el escritor- «borronearse con el antebrazo el sudor sanguinolento de la cara». En otra parte, «Las bocinas -leemos- volvieron a atropellar el aire caldeado».
Y poco después se nos hace ver a la peregrina «avanzando, encorvada, rígida, bajo la cruz, perseguida por los trazos fulgurantes de los tábanos y moscones».
Ahora bien: recordemos que el narrador no es Roa, sino el interventor, su rastrero protagonista. Veamos cómo el escritor le hace cambiar de lenguaje y tono, según las necesidades de la historia. El interventor nos ha dicho ya que la mujer se detenía de vez en vez como marcando las estaciones de un nuevo vía crucis. En la página 65 se refiere otra vez a esas detenciones. Pero lo hace ahora de manera distinta. «Cada tantos pasos, la paradita consabida, alguien que se acercaba a darle de beber».
«¡La paradita consabida!». ¡Qué expresivo y revelador resulta ese diminutivo, que minimiza ahora el sentido de lo antes manifestado! Roa hizo hablar a su personaje con otro lenguaje y tono en la página 64 cuando «las detenciones» eran como «estaciones». El lector, entonces, captó una visión impresionante de la escena: no sabía él aún que la penitente es una prostituta, ni que iba exhibiendo obscenamente sus desnudeces. El lenguaje del narrador era «oportuno» en la página 64: había de crear un efecto que muy luego sería destruido en la mente del lector. Produjo una intuición bien calculada por el autor del relato. Mas, como en la página 65 el relato ya ha avanzado bastante, y ya ha caído el lector en la cuenta de que las apariencias engañaban, ya es también oportuno llamar «paradita consabida» a cada detención de la supuesta penitente. El diminutivo, por otra parte, con la carga afectiva que aquí lleva, prepara lo que vendrá después.
El cuento, como queda dicho, narra dos sucesos, cada uno de los cuales hubiera podido constituir la materia propia de un cuento autónomo. Los dos sucesos han sido inventados para elaborar una acerba sátira. Efectivamente, los dos enmascarados que tratan de robar las ofrendas de los peregrinos en la casa del párroco, son nada menos que el alcalde y el juez de Caacupé. Y la mujer, cuya muerte se relata en el «informe» es víctima nada menos que del «delegado del delegado del gobierno...».
Roa, no obstante, ha querido infundir al segundo suceso un dramatismo más intenso. Los enmascarados aparecen como ladrones y como tales reciben inesperado castigo. Alcalde de monterilla el uno, y mero juez de paz el otro, no tienen la jerarquía del alto funcionario que es el interventor. Aquellos querían robar el dinero y demás ofrendas protegidos por el antifaz y por la noche; este va a robar a plena luz del día lo que los otros no pudieron, y llevará a cabo su propósito por orden expresa del coronel, y en forma «legal». Aquellos fueron ladrones: este será, además, asesino.
De aquí que Roa haga del interventor y de la prostituta los personajes verdaderamente centrales del cuento. De aquí que dramatice la penitencia de la peregrina en forma que va mucho más allá de todo costumbrismo y que la escena se cargue de no se sabe qué misteriosos equívocos.
El vía crucis, la multitud que socorre a la peregrina, la expectativa que esta suscita cuando hace detener el convoy del interventor y sus diez carros de asalto: todo esto se llena de un sentido que el lector no alcanza a penetrar a fondo, pero que le intriga, le interesa, le obliga a concentrar la atención a fin de descifrar un mensaje difícil.
Bien: en las dos últimas partes del cuento, la peregrina aparece como lo que realmente es: «una famosa rea del Guairá». Y es entonces cuando el lector se lleva todas las sorpresas que Roa le ha estado preparando desde el comienzo.
Volvamos al argumento:
El interventor hace una tarde su recorrido habitual por el pueblo y topa con la carpa en que la meretriz ejerce su oficio. (Hemos llegado a la página 73; el cuento comienza en la 61.) Y sólo ahora el narrador nos informa de que la penitente ejerce el oficio que ejerce y sólo ahora caemos en la cuenta de que es ciega.
Esa misma noche la prostituta visita al interventor. Viene vistiendo un vestido negro y tocada de un manto también negro. Viene, también, al parecer, llorando. De pronto, ante los ojos atónitos del hombre
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entreabrió el manto y con un hábil meneo dejó caer a sus pies el liviano vestido y apareció ante mí completamente desnuda, inundando el despacho con su olor a mujer pública, a hediondez de pecado, a esos pantanos que en ciertas noches nos atraen con su sombría pero irresistible pestilencia....
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(Hay en Roa un católico que sobrevive a la pérdida de la fe. Es muy posible que el autor de «El viejo señor obispo» -personaje inspirado por el tío (muy real) del escritor, monseñor Hermenegildo Roa-, es muy posible digo, que siga siendo católico en el sentido de haberlo sido antes entrañablemente. Esto explica en Roa Bastos un sentir profundo de cosas cristianas que en forma sacrílega, para más de un detractor, cristaliza en Hijo de hombre, por ejemplo. También el «cuadro» que hemos estado comentando, con su «Cristo hembra» y su genuino patetismo arraiga en el sentimiento cristiano. Que el escritor de pronto nos convierta el cuadro religioso en sacrílega farsa, no desmiente lo afirmado. En «Borrador de un informe» y otras ficciones de Roa, parece que descubrimos, a pesar de todos los pesares, el cristiano que sobrevive hoy en el escritor rebelde, humanitarista y predicador...)
Conviene ahora transcribir dos pasajes más para considerar, en sus momentos más felizmente expresivos, el estilo de «Borrador de un informe».
En el primero leeremos el relato de la reacción del interventor ante la súbita desnudez de la meretriz, y calaremos hondo en su sique enferma:
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El mareo del ataque de seguro ya me estaba viniendo porque del resto sólo me acuerdo borrosamente. En medio del retumbo que me ponía hueco y de las primeras pataletas, lo último que sentí es que caía a mi vez (como el liviano vestido), que ahora caigo, que seguiré cayendo ante ella, que mi cara golpea contra su vientre, contra sus muslos, como contra una pared, pero infinitamente suave y cálida, que la atravieso de cabeza con un sabor ácido en la boca, que caigo como sobre una blanda telaraña, que me deslizo por un conducto cada vez más estrecho hasta perder la respiración y el sentido...
Lástima que sobre esto, no pueda decirle una sola palabra a Taguató (el Coronel, su jefe); no lo comprendería tampoco, aunque le aclararía muchas cosas y de paso le divertiría mucho. Lo haría reír a carcajadas con esa manera que tiene de reírse de los demás, metiendo la mano entre las piernas y expectorando sus graznidos.
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Esta cita, como es obvio, no pertenece al «informe». Es parte, sí, de lo que el narrador se dice a sí mismo.
Ahora leemos otro pasaje. Este también pertenece al «soliloquio» del narrador. Cuenta en él lo que pasó después que la prostituta fue mordida por la yarará junto a la cama en que él y ella solían yacer noche tras noche. (La yarará estaba metida en una de las urnas de las ofertas. El mercachifle se había llevado, en pago de su complicidad, lo que había en ella, y dejando en su lugar la víbora, conforme al siniestro plan de venganza).
Bien: el interventor espera a que la víbora muerda a la mujer y estalle el grito de esta:
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Las sordas interjecciones reventaron por fin en un grito, en el estrépito de su caída; escuché su despavorido arrastrarse a tientas rebotando de una pared a otra, los golpes de sus puños en la puerta a la que yo había echado llave, mientras la oía gritar, tal vez más aterrado que ella, pero por primera vez lleno también de una extraña felicidad; sentí que a través de esa pared, de esa puerta, de esos gritos, la poseía ahora de verdad y me encontraba a mí mismo... Pero cómo se puede recordar lo que nunca se tuvo, lo que ha estado muerto en uno desde antes de nacer... Mientras sus quejidos van decreciendo, la veo otra vez avanzando, encorvada, rígida, bajo la cruz, con el manchón de su cabellera tapándole la cara, siento de nuevo llenárseme la boca de este regusto agrio y caliente a cosa quemada, en el relámpago de un ansia que vuelve a crecer, que ocupó a mi alrededor como la materia de mi propia ponzoña....
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Así termina el cuento. O, mejor dicho, la versión no oficial del cuento, lo que no ha de aparecer en el «informe» al coronel. Las siete últimas líneas, por otra parte, son «oficiales», se destinan al coronel. En ellas el interventor anuncia a su jefe algo que a la codicia de este (y acaso de otros cómplices aún más encumbrados) interesa muy especialmente: el envío de un total de 132 urnas y siete cajones con las ofrendas de los peregrinos de Caacupé. Todo bien sellado y lacrado.
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Resumen
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Tal como se ha dicho, «Borrador de un informe» es un tour de force narrativo. Y, como sátira, de lo más acerbo que ha escrito Roa Bastos. Admiramos en el cuento la sabia elección de lo que hemos llamado el género informe. En efecto, como «informe» el cuento puede contener varios sucesos conexos o inconexos, capaces de convertirse en «argumentos» de relatos autónomos. Los que en este nos ha narrado el escritor proveen la materia de la sátira. Roa Bastos les confiere unidad adecuada merced al hincapié que hace en uno de ellos.
La unicidad del relato, por otra parte, resulta del carácter sui generis que este exhibe, con el desdoblamiento del narrador en dos personajes: 1) el funcionario mendaz; 2) el individuo cínicamente veraz, cada uno con una versión diferente de los hechos. Y, debe agregarse, con un lenguaje y tono diversos: el lenguaje «burocrático» del primero y el lenguaje cínico del segundo. La unicidad del relato reside, pues, en lo que podríamos llamar la elección de un género especial y en la técnica narrativa con el protagonista narrador dualmente presentado.
Con lo múltiple, con lo complejo y con lo no claro -en enfoque, estilo y argumento-, Roa ha logrado una obra de unidad artística y ha pintado uno de los cuadros más impresionantes de toda su ficción.
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University of California - 1967.
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Fuente: QUINCE ENSAYOS por HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ Edición digital: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001 N. sobre edición original: Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay), Criterio-Ediciones, 1987.
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