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lunes, 12 de abril de 2010

JOSEFINA PLÁ - ÑA REMIGIA / Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY TOMO II (M-Z) de TERESA MÉNDEZ-FAITH.

CUENTO de
JOSEFINA PLÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
.
ÑA REMIGIA
-Lo que yo quiero saber, si me voy a curar.
(La voz aletea apenas como una mariposa moribunda sobre los labios arrugados y oscuros: obscena flor de banano. Sobre el labio superior, un sucio vello negro y cloro. La ropa se le desgaja sobre el cuerpo increíblemente flaco. De pie, apoyada en el bastón, incongruente bastón flamante, lustroso, me mira temblorosa. Sus grandes ojos torunos, todos pupila, me impetran, me suplican, me ruegan una esperanza.)
-Claro que sí, Remigia. Claro que te vas a curar.
(No estoy mintiendo por consolarla. Muchas hemiplegias regresan. ¿Ella misma acaso no quedó con el brazo derecho colgante, muerto, a la par de la pierna...? Ahora lo mueve bien. Lo ha recuperado. ¿Por qué no recuperará también la pierna poco a poco...? Hace solamente tres meses del ataque. Pero Remigia siempre fue impaciente. Nunca quiso depender de los demás. Le gustó siempre vivir sola.)
-Yo quiero irme a mi casa. Allí solamente me voy a curar. Siempre me enfermaba y me curaba sola.
(Es cierto. Muchas veces, en el curso de su vida, enfermó. El hígado, seguramente. Cuando se sentía enferma cerraba la puerta de su rancho y ya no la volvía a abrir hasta que no se sentía curada. Y aún estando bien dormía siempre de siesta con la puerta cerrada. Y la ventana -por la cual apenas se podía asomar la cabeza- cerrada también por si acaso. Desde pequeña le gustaba estar sola, encerrada en la pieza, cuando no estaba con su mamá... Las hermanas no la querían, pero la mamá la defendía.)
-Mis hermanos y hermanas eran todos fuertes y sanos. Yo era canguy.
(Ya he escuchado muchas veces la misma historia: de boca de ella, y de sus hermanas Ramona y Próspera. Ella la dejaba correr, con aire plácido, entre dos chupadas al poguazú, mientras liaba los cigarritos que luego vendía en el mercado de Pettirossi, o con parsimonia iba vertiendo el sebo derretido y apestoso en el molde de hojalata, fabricando sus velitas para media docena de marchantes. Pero nunca creí la escucharía repetirla así en esa actitud de mísero espantajo desmantelado, mientras llora.)
-Yo era la mimada de mamá, porque nací después que papá murió. (Doña Celedonia, la mamá, se había casado muy joven con un gringo celoso del dinero y de la honra. Don Próspero, que viajaba a menudo acopiando frutos, opinaba que la mejor manera de mantener alejado a todo sombrero caá es tener a la mujer perpetuamente encinta. En su opinión, era el mejor cinturón de castidad, sobre todo cuando el marido viaja. Y al emprender el último viaje, también encinta la dejó. Doña Celedonia era mujer cooperativa -lo probó teniendo doce hijos en diez y seis años-Pero un día, cuando Remigia tenía seis, la prolífica señora enfermó, se acostó y no se levantó más. Tres hijas mayores ya estaban casadas y con criaturas. La mamá se preocupaba al morir por ella que era enfermiza.)
-Pensaba que yo no iba vivir porque era muy llorona. Sólo me callaba cuando me ponía la mamadera en la boca. Y así me quedó la costumbre. Cuando mamá murió yo tenía seis años y andaba todavía con la mamadera.
(Debe ser terrible: ser mimada y quedarse de pronto sin mamá. Es como cuando a uno le sacan de pronto la cobija en una noche helada...)
-Cuando mamá murió, Ramona mi mayora me llevó con ella. Tenía ya cuatro hijos, el mayor de seis años como yo. Mamá le había dicho que me cuidara bien. Ella me cuidó bien angá. Era buena. Su marido no más lo que era argel...
(Asimismito me lo había contado Ramona. Ella cumplió lo prometido a la madre. Hizo todo lo que pudo hacer quien es ya mujer casada, que tiene que andar bien con el marido y con los parientes del marido y con los suyos propios, y los vecinos, y cuidar a cuatro criaturas, la mayor de la misma edad de Remigia. Al principio todo había ido bien; pero no tardó en enturbiarse el horizonte. Remigia se prendía a las polleras de la hermana mayor como antes a las de la madre; pero desgraciadamente acá tenía competidores con derechos de primo ocupante; y como el primogénito era varón, resultaba Remigia siempre con arañazos en las mejillas o un ojo morado. Entonces dio en pasarse la vida bajo la cama del matrimonio. De allí no salía, de día al menos, mientras no se la llamaba con la mamadera, con gran escándalo de sus sobrinos coetáneos que no entendían la razón del privilegio.)
-¿Por qué andás todavía con el chupete?
Remigia, que se sentía protegida por la voluntad todopoderosa de Doña Celedonia hasta después de difunta ésta, contestaba, convicta y orgullosa:
-Mi mamá lo quiere...
Me sentaba en la mecedora de mi tía y tomaba la mamadera. Si alguien me decía algo, yo gritaba llamando a mamá. Nadie me quería, por eso. Me sentaba en la mecedora y tomaba la mamadera, mirando al techo, hasta que me dormía.
(Del mismo modo la he visto tomar su cerveza -le gustaba tomarla directamente de la botella hasta hace poco; quizá menos de un año- y quedarse dormida. En los últimos tiempos se había aficionado en exceso al brebaje. La tomaba por botellas y se enojaba cuando venía a mi casa y yo no tenía una cerveza lista para convidarla.)
-Después ya no tomaste más la mamadera. Te gustó más la cerveza...
Se sonríe. Su sonrisa se parece a la mueca previa al lloro.
(Tres días después de ir Basilio al Asilo era el cumpleaños de Ramona. Remigia bebió hasta perder el juicio y comenzó a perseguir a sus hermanos y sobrinos a botellazos.)
-¿Te acordás, Remigia, el último cumpleaños de Ramona? Todos salieron corriendo. A tu cuñado Patricio le quebraste un dedo y a tu sobrina Próspera le hiciste un chichón grande como una naranja.
Contrae la cara y aprieta los párpados como si le doliese algo. Sus pestañas y cejas son increíblemente negras, como el pelo, que a los 75 años no ha encanecido aún: unos sorprendentes rulos tiernos, recientes, le acarician los prodigiosos paquetes de arrugas en las sienes.
-Qué lindo tenés el pelo, Remigia. Negro, negro.
-Mis tías eran así. Nunca tuvieron canas. Mi mamá tampoco. Bueno, mamá murió joven.
-Tus hermanos viven todos aún, ¿verdad Remigia?
-Todos viven. Todos son mayores que yo. Ramona anda ya por los 90; pero todos andan bien. Yo la más joven, la primera que me voy a morir. Llora. No son lágrimas: es una huella ancha y lustrosa, una humedad uniforme y brillante que le barniza los pómulos y se extiende hacia las comisuras.
(La veo llorar y me vuelve a la memoria la primera vez que la vi. Cuando la conocí estaba también llorando. Aquella vez era porque se creía encinta. Y le estaba confiando sus cuitas a mi marido. Como yo llevaba sólo dos meses de casada, aquella conversación a solas y aquellas lágrimas me hicieron imaginar Dios sabe qué cosas raras; sobre todo después de haber escuchado algo sobre el Paraíso de Mahoma. Mi marido me lo aclaró todo luego; me costó un poco de entender, porque yo era entonces demasiado joven y aún no había leído a Freud... La miro. Como hace cuarenta años, sus pestañas parecen postizas; las cejas negras y anchas tiznan la palidez desangrada del rostro. Era hermosa todavía hace cuarenta años. Ahora es ya irremediablemente vieja: sus mejillas son pura arruga; pero sus cabellos siguen siendo de un brillante negro inverosímil.)
-No llores, Remigia. No te vas a morir.
Las manos de Remigia aprietan nerviosamente el bastón, mientras llora.
-Yo quiero volver a mi casa. Solamente en mi casa me hallo.
(Miro en torno. La pieza nueva, amplia, con gran ventana; el piso de baldosa. La cama modesta pero limpia, ancha ventana con vidrio, piso lustrado, la mesita con la radio que Remigia puede manejara su gusto. Una radio nueva, no como aquella que le prestaba el vecino cuando estaba enferma, y que era pura gárgara y carraspeo. Un palacio, comparado con la pieza de paredes color de hueso viejo y sucio, piso de ladrillo, por cuya puerta apenas pasa encorvándose.)
-Pero esta pieza es linda, Remigia; es limpia, es grande; tenés radio; no es posible que no te hallés.
Remigia mueve la cabeza obstinadamente.
-Sí, me gusta la radio; pero en mi casa solamente. Por qué no me regalaron cuando estaba sana, en mi casa.
El barniz en sus mejillas se hace más ancho y brillante: la voz gorgotea, herida.
-No me hallo aquí. En mi casa solamente. Yo quiero mi perro y mi gallina. Quién sabe qué pasó con ellos.
(Su perro y sus gallinas. De oírle hablar de ellos yo los conozco como si fueran mis vecinos. Todas las aves tienen un nombre: Reina, Princesa, Señorita, Caballero y Príncipe. El perro se llama Terrible; es un gozque increíblemente ruin de tamaño y figura, que cuando una visita estornuda se esconde bajo la cama. Eso sí, dentro de casa, con la puerta cerrada, ladra hasta quedarse afónico.)
-Basilio raî curra cuidarán de ellos. Remigia mueve la cabeza.
-No le van a dejar que se acerque. No le quieren. No le querían a Basilio. Por eso hicieron aquello. Me quitaron mi casa.
(También conozco esa parte de la historia. Ello sucedió apenas recuperada Remigia en principio de su hemiplegia. Sus hermanas y sobrinos la llevaron ante un escribano. Ella firmó lo que le dijeron. Dijeron que era para que no le faltase quien la cuidara hasta el fin de sus días. Si se enfermaba le pondrían médico, la operarían, harían todo lo que fuera menester. La cuidarían aunque viviese cien años.)
-No te quitaron tu casa, Remigia. ¿Acaso el escribano no te explicó bien? Fue una cesión ventajosa para vos. Es lo que se llama venta en usufructo. Tu casa es tuya mientras vivas. Nadie te la puede quitar. Cuando te mueras no más queda para tus hermanos.
-Mi casa era mía. Y si yo quería darle a Basilio, o si no a su hijo, ¿por qué no le iba dar? El me cuidó muchos años.
-Vos también le cuidaste muchos años. ¿Cuántos años hace ya que está enfermo? ¿Diez años?
Remigia sigue con la cabeza vuelta, díscola. No quiere hablar de eso. Para ella cuanto Basilio hizo supera cuanto ella haya hecho y pueda hacer.
-Basilio seguro me cuidaba. Seguro me dejaba estar en mi casa. Ellos no hicieron eso por mi bien; hicieron no más porque creen que Basilio era mi concubino.
(No solamente sus parientes: todo el mundo está convencido de eso. Yo también lo creí hace muchos años. Hoy que conozco más la vida puedo comprender que entre Basilio y Remigia nunca hubo nada que se pareciera a un escarceo de la carne. Lo que hubo entre Remigia y Basilio es difícil de entender para aquéllos que entre hombre y mujer no conciben sino una vía de aproximación. Esta Remigia que hoy tambalea ante mí sus 75 años hendidos por la hemiplegia es una mujer perfectamente soltera y virgen que ha tenido en su vida seis hijos. Los seis hijos de Basilio y Cesarea. Pero ni los vecinos de Remigia ni sus parientes tienen imaginación bastante para pensar otra cosa que lo que todo el mundo piensa en tales casos.)
(Sigo mirando a Remigia. Esas pobres manos que agarrotadas sobre el bastón tiemblan, hace tres meses aún que cortaban la leña para su fogoncito y sacaban el agua del ycuá a tres cuadras de la casa. Remigia cocinaba su comida escasa pero gustosa, en su cocina chica, tan chica, que pienso que cuando muera allá abajo metida en su cajón seguirá creyendo que está en ella.)
-Yo lo que quiero saber si me voy a curar.
No se cansa de preguntar. Y mi piedad por ella no permite tampoco que yo me canse de contestar.
-Claro que te vas a curar, Remigia.
-¿Y voy a caminar otra vez sin bastón?
-Seguro que sí.
-Yo era tan animosa. Nunca necesité de nadie para nada. Siempre hacía yo todas mis cosas. Nunca nadie me dio de comer de balde. Desde que escapé de mi casa.
-Cuando te conocí hacía poco tiempo de eso, ¿verdad?
(Yo conozco la historia. Claro que la sé. Pregunto no más para conversar, "para hacer pasar". La cara de Remigia se aprieta como un cucurucho sobado de papel manila que se cierra. Ella sí ha olvidado que me lo contó todo hace ya tiempo. Cómo aquel hombre sin cara entró por su ventana atravesando la reja de hierro, levantó la frazada, miró su cuerpo núbil y sonrió diabólico:
-Estás embromada; vas a tener hijo.
Aquella misma madrugada huyó de su casa. Ella, que no salía a la calle sino a empujones. Encontró su camino hasta Asunción. Llegó a casa de su madrina. Nadie supo nunca cómo. Su madrina vieja la recibió, escuchó sus descosidas revelaciones, sin acabarla de entender. Pensó que le mentía. Le rezongó un poco; no mucho. La llevó al doctor y después de hablar con éste se quedó más desconcertada que nunca. Hizo llamar a Ramona y su marido. Pero Remigia se encerró en la pequeña pieza donde dormía y no quiso salir ni hablar con nadie; no quiso saber nada de volver con sus hermanas. Se quedó pues con la madrina. Durante unos meses anduvo de un lado a otro misteriosamente; sus formas un tanto angulosas se redondearon; sus senos tenían leche. La madrina no sabía qué pensar; la miraba con ojos donde peleaban la fe en el médico y la desconfianza de vieja beata. Pero nada aconteció, aquel leve henchirse de las formas desapareció con los meses. Silenciosa, despaciosa, paciente, Remigia llegó a entenderse muy bien con la vieja. Esta murió dos o tres años después. El doctor, protector de la anciana y a cuya casa había ido Remigia varias veces, la tomó en su consultorio para la limpieza de éste; pero Remigia no se hallaba entre tanta gente. El doctor la mandó a una quinta que tenía en las afueras. Allá se sintió a sus anchas. Aprendió a ordeñar vacas, a castrar colmenas. Curaba las aves enfermas. Injertaba rosales.
-Tenés que procurar, Remigia; en vez de llorar, comer y dormir bien, para sanar pronto, trabajar como antes... ¿Recordás cuando trabajabas en la quinta?
El recuerdo parece animar un poco sus ojos mortecinos.
-Yo era tan animosa. Cuando el doctor iba los domingos a la quinta encontraba siempre su camisa de cazador planchada y una jarra con agua de yuyos para el tereré. El me traía una chipa. Me cuidaba como si fuera mi papá.
Sonríe.
-La señora del doctor no me quería. Un día se vino a caballo para sorprenderlo al doctor. Pensaba que el doctor se acostaba conmigo.
- ¿Y no era verdad, Remigia?
-Jha é... Ni noticia. Yo sabía, sí, con quién se acostaba el doctor... pero nunca le dije nada a la señora. Que se embrome. Porque no me gustó lo que ella hizo. Y por eso además me fui de la quinta.
(Se fue. A vivir sola, por primera vez. Con su sueldito ahorrado se compró un terreno, construyó una piecita de ladrillo y puso un bolichito. Lo tuvo muchos años. Lo que más le costó fue acostumbrarse a conversar con la clientela.)
-Yo era tímida. Cuando joven nunca hablaba con los hombres. Con los viejos, solamente alguna vez. Los niños me gustan. Me gusta verle dormir, comer, jugar, pero si llora ya no me gusta más y me voy lejos. Solamente cuando está tranquilo me gusta. El hijo de Basilio no lloraba nunca.
(Cómo sufrirá ahora sintiendo todo el tiempo llorar a los mellizos pared por medio o a los mayores en el jardín, cuando, como ahora, se pelean, corren, aúllan jugando al "convoy".)
-Los animales me gustaban mucho también. Yo entendía a los animales. En la quinta todos los animales me querían.
(Yo la recuerdo vívidamente en sus últimos tiempos en la quinta. Como un fantasma blanco se desliza por las calles del pueblo liliputiense de las colmenas. Alza las tapas, saca los panales chorreando miel.)
-Nunca una abeja me picó. Yo las quería. Los animales conocen quién les quiere. El doctor decía que yo tenía payé con ellos y que por eso solamente conmigo tenía confianza para dejar su quinta.
(Recuerdo al doctor mirándola, con aquella su mirada a la vez increíblemente ausente y amable. Sonriéndola paternal. Las visitas, sobre todas las masculinas, se fijaban en ella. Hermosa, silenciosa, procurando hacerse ver lo menos posible.)
-¿De dónde la sacó, doctor...?
-Apareció un día por mi consultorio. Decía estar encinta. La examiné...
-Y...
-Faltaba la razón suficiente...
El doctor sonreía leve; se encogía de hombros ante los rostros sorprendidos.
- Qué quieren. Hay cosas así. Por lo demás es normal. Trabajadora. Limpia. Callada. Honrada. Una empleada ideal.
A menudo un varón, sin poderlo remediar, insinuaba:
-Y hermosa.
-Sí. Hermosa. Una belleza extraña.
-¿Y anda sola? ¿Sola?
-Completamente sola.
Una pausa. Por fin el interlocutor, siempre sin remedio, dejaba entrever su secreta carcoma:
-Tal vez le falte ocasión...
El doctor sonreía, con aquella su enigmática sonrisa:
-Inténtelo. Pero debo advertirle. Le vomitará encima. Un reflejo neurótico, no cabe duda. Pero eficaz...
Remigia sigue llorando. El barniz delgado y brillante persiste como la huella de un caracol. Aprieta el bastón. Despacio, bandeando como un viejo bote, va a sentarse en la cama modesta pero limpia, de sábanas almidonadas. Recuerdo que siempre decía:
- Lo que más me gusta es una cama bien tendida, limpia. La sábana Gene que estar almidonada. Me gusta luego que haga ruido.
Ahora está callada. Cierra los ojos. ¿En qué piensa? En el jardín chillan los chicos. Chillan como locos. Uno llora a gritos. A Remigia le tiemblan los párpados
-Todo el día están así. Me hacen sufrir. Acá no me voy a curar nunca. No puedo dormir. Justo la siesta cuando más gritan. Y de noche. Lloran y patean la pared.
Se pasa los dedos por las ojeras, se los enjuga en la pollera.
-Si. Basilio estaba sano él me iba cuidar.
(Como ella lo había cuidado mientras estuvo soltero. Le lavaba las camisas, las remendaba y planchaba. Le compraba cigarrillos y hasta le ponía un cinco pesos en el bolsillo cuando andaba sin trabajo. Basilio le construyó aquella cocinita de ladrillo que apenas sobresalía de tierra, y aquel pequeño "servicio" que parecía un cajón puesto de pie pero con depósito y todo, el más moderno de la vecindad...)
Y cuando Basilio se juntó con aquella muchacha bisoja, bronca, desaliñada, descolorida de piel y de cabello, Remigia esperó con paciencia a que él regresara. Basilio regresó. Volvió para tomar con ella sus mates, comer los trozos de mandioca o de batata que ella cocía tan a punto, y a traerle sus camisas para que se las lavara y planchara. Y cuando Cesarea tuvo el primer hijo, Remigia le regaló bombasí celeste para tres pañales; y lo mismo cuando vinieron los otros; y desde que el primer chico tuvo edad suficiente, para ellos fueron los primeros frutos del mango único del patio de Remigia. Con el tiempo Basilio envejeció, tomó de más en más el aspecto de un mono viejo, se le engarabitaron las manos; no podía caminar. "Reumatismo", decían. La mujer lo mandó al Asilo y se fue a vivir con su hija casada a Concepción. Remigia visitaba a Basilio cada domingo - nunca supe cómo llegaba hasta allí, tan lejos- y le llevaba cigarrillos que el inválido no podía fumar, dulce de mamón o de arasá; y de vuelta se traía los pobres harapos para lavarlos.)
-¿Te acordás, Remigia, cuando pensaste que estabas embarazada? Dos veces, pero.
Antes cuando le hacía una pregunta parecida Remigia volvía la cabeza púdicamente con una breve risita. Ahora contestaba secamente:
-Estaba loca.
Lo reconoce ahora. Y en verdad, desde que conoció a Basilio ya no tuvo recaída.
-¿Qué edad tenías cuando conociste a Basilio, Remigia?
-Cuarenta años.
(A los cuarenta años Remigia se conservaba tersa, con una mate lisura de marfil: los ojos negros desprendían un errático magnetismo. Delgada y esbelta, engañaba sobre su edad; ahora mismo de espaldas nadie le daría más de cincuenta. Fue al ir Basilio al Asilo cuando Remigia envejeció de golpe. Se puso de mal talante; el buen humor se le hizo corto.
Se cansaba. Le latían las sienes, "no tenía paciencia". Fue a ver a un médico que le prohibió comer mucho, fumar y tomar cerveza. No sé lo que Remigia habría hecho con la receta; porque casi inmediatamente le vino una ausencia mental: se acostó, dijo que iba a morir, no conocía a la gente y lloraba todo el día. Lo único que parecía calmarla algo era la radio de un vecino puesta a todo pulmón en su cabecera. Pero el vecino sólo podía prestar la radio un rato al día y a veces no podía, o se olvidaba. Poco a poco se le fue pasando, aunque tuvo alguna recaída a lo largo de los últimos diez años. Una madrugada Remigia fue a levantarse -era domingo y tenía que ver a Basilio- y no pudo; el cuerpo no le obedecía. Pasaron los días sin que se le viera; los vecinos desgonzaron la puerta y entraron. Avisaron a la familia, que acudió y llevó a Remigia a Asunción. Recuperó el uso del brazo y un poco el de la pierna; no lo bastante para poder prescindir del bastón y valerse como antes. Pero sí lo suficiente para no conformarse con aquel confinamiento que la consumía al hacerle sentir por primera vez su dependencia de los otros.)
-Quiero mi Reina, mi Señorita. Mi perro tan bueno. Quién le dará de comer. Mi rosal se estará secando.
Hecha un garabato, apoyada en su bastón flamante, llora.
-Quiero irme a mi casa. ¿Por qué no me dejan? Aquí no me hallo.
(Yo sé que la familia no la dejará ir. Allá en su rancho morirá como un perro; no hay nadie para cuidarla.)
-Yo siempre me cuidé sola, nunca nadie me cuidó. Nunca me hizo falta nadie.
Remigia sabe bien que si su familia no se hubiese preocupado por ella cuando el ataque, se habría podrido allá en su desvencijada cama; pero la nostalgia de su propio y mísero rincón es más fuerte que nada, y la hace ingrata e impaciente.
-Quiero irme a mi casa.
En el jardín los niños gritan como nunca. Remigia se tapa los oídos y gime.
- ¿Por qué no ponés tu radio, Remigia? Ha de haber linda música a esta ahora.
-No quiero escuchar radio. En mi casa solamente.
Sigue llorando. Yo no sé cómo despedirme.
.
1958

De: Cuentos completos (Asunción: Editorial El Lector, 1996.
Edición de Miguel Ángel Fernández)
Intercontinental Editora, Asunción-Paraguay 1999.
De la página 441 a la 847.
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
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