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miércoles, 14 de abril de 2010

DELFINA ACOSTA - LA TIA / Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA (1980 - 1990) - MARIA ELENA VILLAGRA y GUIDO RODRIGUEZ ALCALA.


CUENTO de
DELFINA ACOSTA
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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LA TIA
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A Guido Rodríguez Alcalá
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Se está bien aquí. Nadie me ve, pero yo veo a todos. Cómo explicarlo: siento que formo parte de este añejo árbol, que respiro con el fresco aliento de sus orquídeas magníficas y que recibo -también- con la generosidad de su viejo hospicio a los pequeños pájaros que tiemblan de frío o se desvanecen se sed. Tenía que haber suspirado todo mi descontento, evadiendo la tonta ley de la gravedad, para comprender que la tierra me quedaba chica y que sólo escaparía de su opresión saltando a este opulento mangal donde todas mis facultades gozan de libertad.
Mi tía Candelaria no lo creería, si le dijeran que estoy montada sobre una rama, o tal vez lo creería, y su elegante ancianidad se quebraría a la altura de la cintura, víctima de un repentino desmayo. He forjado a la sombra de su impla cable tiranía, mil y una maneras de despedida, sin embargo, he decidido no dejarle ni una carta, ni una esquela siquiera, encargando todo a la mera providencia que también suele obrar con buena redacción en estos casos.
Cualquiera creería en su ingenuidad-que mi tía es persona de buen carácter, más, sólo yo, que he estado a su lado tantos años y he tenido la desgracia de recoger los deshechos de su mal humor y las pálidas migas de su alegría, puedo asegurar cuán malvada es. (Me confiaba a sus escenas con la expresión miedosa y divertida de una perra en el circo).
Quise estudiar teatro; no me lo permitió, diciéndome que fracasaría en mi primera inscripción frente al público porque no recordaría todas las lecciones para engañar a esa gente. ¿Cómo explicarle que no se trataba de un burdo engaño? ¿que aquello era extremar el talento artístico, sacudir los más recónditos conocimientos y luego echar la cabeza hacia abajo, aguardando que la gente se largará a aplaudir? Quise trabajar en casas de familia, sacudir el polvo de los muebles, ordenar los jabones en el aparador y hacer todas aquellas cosas que -por fortuna- sólo requerían un espíritu servicial y dejaban un buen margen para formular la soledad. Mi tía se opuso. Me previno contra un destino déspota, que me arrancaría de todo reposo, obligándome a estar despierta las veinticuatro horas del día, yendo y viniendo de una explicación a otra, de un tintineo de campanilla a un chasquido de dedos... Deseé trabajar en una imprenta; ella cerró todos mis pasos, asegurándome que yo, naturalmente poco afortunada, echaría a perder la edición de los libros. Afirmaba que me confundiría con la proyección argumental de las páginas. Me llevaba largas horas hacerle entender que podía, puntualmente, seguir el hilo de los más entremezclados papeles, pero cuando lo conseguía, se aferraba a una inesperada actitud. Me decía que, de todos modos, fracasaría. Para poner mayor énfasis a su objeción, dejaba entendido que le costaba un gran esfuerzo ceder ante las interrupciones de mis réplicas. Entonces sí sabía que era mucho más provechoso callar. A veces llevábamos largas temporadas sin hablarnos, atareadas cada una con enojados pensamientos. Inclinada sobre su máquina de coser, trataba con dedicación casi quejosa el hilvanado, postergando, de esta manera, toda atención posible a su entorno. Yo me sentaba en el último peldaño de la escalera que da al dominio de los perros; aún consideraba que la vacilación de nuestros sentimientos se rompería si alguno de esos desafiantes animales me mordiera el tobillo; naturalmente, la profusión del sangrado haría que mi tía se echara a apretar desesperadamente mi cabeza con sus manos. Cuando aceptábamos el mutuo fracaso de nuestra enemistad, nos largábamos a conversar atropelladamente ...¿teníamos la suficiente defensa orgánica para soportar el avanzado estado de humedad de las paredes? ¿No era mejor el tufo del viento norte que esa persistente llovizna? Hacíamos el juramento de que nos compraríamos blusas frescas y ligeras para aparecer brevemente en las polvorientas escenas del verano. Tal vez, éramos, entonces, una pareja ridícula y despreciable, pero no teníamos mejor manera de gobernar las formalidades del mutuo odio que nos carcomía. Había tardes, sin embargo, en que me complacía serle útil, sobre todo, si debía ir a la tienda del señor Octavio. (Naturalmente, solía comprar viejos deshechos de tela con los que ella confeccionaba mantelitos de mesa).
El señor Octavio irradiaba cierta benevolencia de anciano, a pesar de su lozana edad. Tenía veintiocho años, más obraba con tanta anticipación y cuidado al desempaquetar los grandes fardos de estampado, que una sentía ganas de interponerse entre el trabajo y él, permitiéndole que sólo siguiera con su mirada inspecciosa el resto de la tarea. Alguna vez creí descubrir en sus ojos una viva simpatía por mí. En especial por mis manos; largas y blancas, ellas parecían tan diferentes de las de la mujer común. Pero ¿qué hacía yo para mantenerlas en buen estado?: nada, salvo lavarlas con agua de jazmín.
Creo que en el fondo no dudábamos de que nos amábamos desesperadamente. No obstante, ninguno de los dos movía mayor cosa para precipitar el curso de los acontecimientos. Tal vez creíamos, inocentemente, que todo era cuestión de que cayera un rayo paralizando la red comercial...; los vecinos cerrarían violentamente sus negocios, y nosotros charlaríamos, en el salón de la tienda, muy confundidos...; repentinamente alguien aparecería con su linterna encendida frente a nosotros y nos sorprendería tomados de la mano.
En el segundo mes del otoño, el señor Octavio trajo a vivir en su casa a una sirvienta. Confieso que los celos germinaron en mi corazón quitándome las ganas de hablar y de dormir. La novedosa en cuestión era bonita, pero no tanto. Ejercitaba la costumbre de sacar a relucir la pobreza de sus prendas de vestir, ataviándose con inconcebibles trapos que, no sé por qué razón, le daban un aire de niña cándida y enfermiza. En realidad, Adelina (así se llamaba la mujer) cuidaba de la casa, y el señor Octavio cuidaba de ella. ¿Se deseaban? ¿Se confortaban con la invención de mundos parecidos? ¿Engarzaba, el hombre que yo amaba, sobre las rígidas trenzas de Adelina, pequeñas rosas blancas, y violetas? ¡Ay!... tantas anticipaciones me corroían el alma, quebrando mi voluntad de fingir indiferencia ante él.
Cierta nublada mañana de agosto, lo miré a los ojos fijamente, exigiéndole que me devolviera todo el dinero gastado por un retazo de tela. Al cabo de unos segundos se precipitó una tupida llovizna que nubló mis ojos listos ya para el llanto. El señor Octavio, con las manos indecisas, iba de un lado para el otro, detrás del mostrador, aparentemente afectado por la temeridad de mi reclamo. Al fin, pareció recuperarse de tan vertiginoso paseo, y me increpó con un susurro de voz: "pero ésta es una magnífica tela".
Trece días después, supe que había despedido a la muchacha en el transcurso de esa misma mañana.
Como el amor, entorpece las facultades de los amantes, con su vida carcelaria, creí que había llegado, por fin, la hora de que él me declarara sus sentimientos. Pero esa hora no llegaría, sino mucho más tarde, cuando los gatos cambiaron de hábitos y la gran tribulación eléctrica amenazó con incendiar hasta el último de los gorriones. La gente moría en las calles, y todavía le iba peor.
Cosas de no creerse ocurrieron: los sensatos se alarmaron de tal manera, que creyeron llegado el momento de testamentar, viajar o casarse. El señor Octavio, asegurando que no había perdido la cabeza, me dijo sencillamente que me quería. (Afirmaba que se había consentido conmigo desde el momento en que llegué por primera vez a su tienda). A partir de entonces, nuestro noviazgo, muy entretenido con los preparativos eminentemente sociales de la boda, parecía deslizarse por una deliciosa escena teatral donde todo lo interpretado era agradecido con un estruendoso aplauso. Me sentía feliz de ser la futura esposa del dueño del negocio "Los azahares". Iría, tal vez, a La Laguna Colorada, en viaje de "luna de miel", o a cierto húmedo bosque de algún afortunado país que ya mi esposo se encargaría de elegir; por cierto, enviaría desde allí decenas de postales a mis queridas amigas. No quería crear discordia entre ellas, pero necesariamente tendría que ser breve y concisa en dos o tres recuerdos remitidos a algunas, y explicativa, detallista y apasionada en las cartas dirigidas a mis íntimas. (Siempre he sido selectiva en el manejo de mi correspondencia).
Los preparativos para la boda prosperaron abrumadoramente dos o tres semanas untes del casamiento, haciendo inalcanzables los momentos de intimidad para el señor Octavio y para mí, quienes, sentidos de tal modo impedidos por los acontecimientos, imaginábamos la fortuna de estar tomados de la mano en un salón deformado por la maniobra de los espejos. A veces nos era extraño ver a tantas personas arqueadas sobre el traje de novia y el inmenso tocado; confiándose unas a otras la terrible responsabilidad de hacer girar el vestido sin perder el destino de sus respectivas agujas, aquellas mujeres se levantaban y sentaba a la vez, con tanta gracia, que en más de una ocasión sentimos el inocente deseo de aplaudir.
Me casaría y sería feliz. No podía dejar de pensar en lo aventajada que me sentiría haciendo experimentos domésticos como freír huevos al filo del mediodía o colgar las camisas del perchero.
A diez años de aquella boda deshecha, me pregunto si mi tía tuvo la suficiente sinceridad para rogarme, dos días antes del casamiento, que desistiera de mi propósito; ella no daría tiempo al médico para que la revisara y firmara digitoxina para el corazón, se echaría sencillamente a morir si me casaba... Recuerdo sus ojillos asustados yendo de mi rostro al rostro del señor Octavio, recuerdo sus manos apergaminadas haciendo una ilustración violenta de su enfermedad. "Sobre todo cuando llueve, como ahora, es cuando me siento mal", decía, y yo sentía que sólo estaba ensayando un papel, con suerte extremada, por cierto, porque todos la creían, incluyendo el mismo señor Octavio. Recuerdo cómo escampó, abruptamente, y el sol logró conferir a las hojas de los helechos una apariencia de vitalidad, cuando juré a mi tía que no me casaría, ni entonces, ni nunca.
Había venido ensayando reiteradamente una negativa, por una de aquellas deformaciones de la imaginación, que la razón se niega a entender, de manera que aseguré al señor Octavio, sin muchos rodeos, que ya no habría boda jamás. Mucho tiempo después, podía evocar aquellas escenas como episodios de una película que me provocaba hondísima satisfacción. Después de todo, aunque me doliera retirar mi existencia del hombre que amaba, no podía dejar de considerar, perversamente, que estaba expiando mi condición de sobrina de una mujer a quien odiaba y temía, y cuya voluntad prevalecería siempre sobre la mía. Pasiones como el odio modifican nuestras actitudes llevándolas a un plano superior que confiere cierta dignidad a nuestras vidas.
No recuerdo exactamente qué rumbo tomó después la existencia del señor Octavio. Sólo sé que, profundamente decepcionado de las mujeres, era muy poco visto por la gente en los acontecimientos y las reuniones sociales. Iba a las fiestas, sólo por un rato, y con la más trágica melancolía pintada en el rostro. En ronda de amigos solía señalar la conveniencia de permanecer soltero, pero no tenía muchas posibilidades de convencer a su audiencia, por más impresionantes que fueran sus palabras, ya que cualquiera podía adivinar la miseria de su estado detrás de sus camisas desabotonadas y sus arrugados pantalones. Por supuesto, la vida de las personas se juzga, esencialmente, por sus detalles. Por mi parte, a veces me extremaba en atenciones con mi tía, quien, con visible esfuerzo, manifestaba dolencias aquí y allá. Otras veces, me la ingeniaba para desatenderla el mayor tiempo posible hasta que un grito surgido de lo más desamparado de su vejez me derribaba a un costado de su camastro.
Los largos años de soledad y encierro pasados al lado de mi tía me han enseñado que dos mujeres, viviendo juntas, pueden hacer la más memorable interpretación de una lucha en el ring. Sin embargo, también he aprendido que, cuando el mutuo odio vuelve ya inútil toda pretensión de convivencia humana, una ternura de insecto intenta aligerar tanto sentimiento mal dibujado en el rostro con una tonta lágrima.
En el verano del '67 hicimos un viaje al sur del país. Mi tía puso en venta la casa con todo lo que había en su interior, incluyendo los dos perros viejos y macilentos que identificaron nuestra ausencia con una de nuestras tantas salidas fugaces y se echaron a aguardarnos durante siete años en ambos costados del portón. Tonto y Bobo eran dos animales fidelísimos a los que tomé especial cariño (habían aprendido a responder a mis saludos arreglándoselas para superar la altura de sus últimos saltos sin caerse. Murieron de tristeza. La casa no pudo ser vendida, no al precio que mi tía reclamaba por ella, y, muy desmejorada en su reputación, apenas si tuvimos la suerte de cambiarla por una de madera. Acabadas las largas vacaciones, regresamos a nuestro nuevo hogar y decidimos, tras algunas observaciones, hacer algunas reformaciones en él. Según nuestras pretensiones debíamos cambiar todo, absolutamente todo, pero al tropezar con el complejo inconveniente de nuestro primer clavo mal colocado, llegamos a la conclusión de que las dificultades de mayor talla sólo pueden ser interpretadas por un espíritu práctico. Un hombre. El señor Enciso reparaba cañerías averiadas, torcía alambres y emparejaba el techado de la casa, pasando de las dificultades a las alternativas, exactamente como lo hubiésemos hecho nosotras. ¿Cómo se explicaba, entonces, que no pudiésemos determinar un tiro sobre la cabeza de un clavo? En sus manos se facilitaba siempre el más arduo trabajo; había momentos en que creíamos poder culminar la tarea restante, pero el salto de nuestro heroísmo caía ante la insuperable barrera de la realidad. Nos limitábamos, en tales casos, a hacer las indicaciones propias de la perfección, uniendo breves dibujos en el aire.
El señor Enciso medía solamente un metro cuarenta y ocho, pero mi tía, que nunca conseguía amar a un hombre porque suponía que el amor la distraería del servicio al rosario, empezó a quererlo con devoción perruna. Arruinaba los pantalones y los sacos de su difunto marido para coserle trajes de la medida de su talle. No le importaba prevalecerse de su desesperación para conseguir de su distracción un simple gesto de misericordia. El no la amaba, pero se dejaba amar, con placidez. Siempre dispuesta a retenerlo para sí, mi tía rompía secretamente las tejas del techo, eternizando los quehaceres de la casa. Era intolerablemente trágico verla perder la cabeza de la manera con que ella la perdía. Yo la detestaba, pero no podía dejar de escandalizarme con los accidentes de su conducta que la caracterizaban en toda su ridiculez. A veces pensaba que enloquecería; no había modo de detenerla cuando tomaba el rouge y los lápices para los ojos y nada podía ponerla más furiosa que maquillarse durante varias horas sin haber conseguido aliviar su vejez en lo más mínimo.
¿Cuántos años tenía tía Candelaria? ¿Setenta y cinco, ochenta o noventa y siete? Le quedaba tan poco margen para disfrutar de los últimos pasajes de la vida, y lo echaba a perder todo, enamorándose como una polla ciega de aquel hombre pequeño.
Forzaba las ventajas para el señor Enciso al dejar abiertas -todas las noches- las puertas de la cocina; una enorme gallina servida sobre la mesa aromaba el recinto... Por otro lado, apenas arrimaba una silla a la puerta de su habitación cuyas ventanas permanecían siempre abiertas; sin embargo, el señor Enciso se dejaba caer en la redada de la cena solamente, ostentando talento para evadir el resto de la invitación. Lo real era que aquella fiebre de amor causaba verdaderos estragos en el gallinero. De las treinta gallinas ponedoras que había, sólo quedaban quince, y era fácil suponer que llegaría el día en que no quedaría ni una. En definitiva, mi tía había conquistado el verdadero camino de su ruina.
Interpretando cabalmente sus sentimientos, ya no me asombraba verla vaciar su personalidad ruda y despiadada en una representación aristocrática. Fumaba cigarrillos con aires de gran señora, exhalando el humo -tan delica damente como podía- en dirección al señor Enciso. El hombre estaba ahora descompuesto por la actitud de mi tía Candelaria, pero con decidida irreverencia huía de sus embistes amorosos buscando fortunas abandonadas en el suelo.
Las defensas del señor Enciso, vistas desde su trabajosa ejecución, no dejaban de ser heroicas. En cierto modo, sentía pena por él. Pero cuando mi tía Candelaria se echaba sobre su cuello, ansiosa por sacarlo a bailar al compás de una polca, no podía consentir que se negara a acompañarla con tan mala voluntad. Lo empujaba a sus brazos, aplaudiendo fervorosamente. Las veladas musicales duraban hasta la medianoche, y debo admitir que algunas de ellas eran muy inspiradas, ya por la persuasión con que mi tía conseguía hacer bailar a su pareja, ya por la entrega sutil que condicionaba un sí. En cierta manera, yo me divertía con ellos, o de ellos, escogiendo el tipo de polca que bailarían. Seguían los compases de la música y el alocado ir y venir del dial de la radio, con idéntico zapateo. A veces no podía entender cómo se las arreglaban para soportar un solo instante más de afanado movimiento de los pies sin caer al suelo. ¿Es tan inaccesible, acaso, la muerte? ¿No era trágica la situación, y sin embargo, qué secreto empecinamiento de la vida postergaba un colapso?
Semanas antes de la festividad de la Virgen del Rosario, mi tía Candelaria cayó enferma de un severo dolor artrósico que la mantuvo virtualmente paralítica. El señor Enciso adquirió la forma de una perdida ilusión, entonces, ante sus ojos. Con la enfermedad, ella había aceptado el fracaso de sus fines, pero la misma ley cruel que paralizaba sus miembros, animaba ahora sus sentimientos de una inusitada maldad. Confieso que me humillaba el tono despótico y evidentemente amedrentador con que mi tía daba órdenes al anciano. Lo obligaba a ir de un extremo a otro de la habitación para repasar el piso, pero era evidente que sólo deseaba confundirlo. El pobre era capaz de hacer cualquier cosa: estaba económicamente arruinado; razonable es apreciar, sin embargo, que había hallado la compensación a sus incomodidades pasadas en nuestra pequeña familia. Era sobrecogedor verlo retirar con tanta humildad la bacinilla de la habitación, o pasar un trapo húmedo sobre el sitio donde ella había escupido deliberadamente. ¿No eran, esa mansedumbre absoluta, ese ciego servicio, esa patética decadencia, mucho más alentadores que cualquier declaración de amor? ¿En cierto sentido, mi tía no poseía ya su corazón? ¿Qué más podía pretender? Pero la desgracia a la que la tenía sometida la enfermedad buscaba compensarse con el infortunio ajeno; nada era suficiente para contentar su creciente aburrimiento y mal humor, y, dueña de su reinado, hacía secretos preparativos que encaminaran el día hacia un acto de culminante maldad. La víctima dependía de la satisfacción que proporcionase su desgracia a la victimaria, para que ésta, en un gesto de aprobación al talento, la dejara en paz. ¿Es menester mencionar que el señor Enciso, a quien lo in tranquilizador de aquellos experimentos había envejecido despiadadamente, solicitó un buen día la paga total de sus servicios, para después marcharse? Lástima de hombre: solamente yo pude comprender la aniñada alegría con que se aproximó al portón, y dando un precavido adiós a la casa, se encaminó en dirección a la arboleda de eucaliptos. Nunca más lo he vuelto a ver, pero jamás olvidaré cómo, en la distancia, iba recobrando todo su orgullo de hombre bajo su viejo saco de lino mientras una figura de perro o de vaca seguía los pasos de su eventual compañero de viaje dando un brinco servicial.
Mi tía Candelaria, que necesitaba instalar su maldad en cuanto la rodeaba, aferró en mi carne los feroces dientes de su agravada salud. Mencionaba con dificultad las palabras, confundía los colores de los objetos y perdía a menudo su paladar, pero, así y todo, hallaba la manera de renovar los insultos con los que sacudía, caprichosamente, mi obediencia. Yo hacía lo posible e imposible para desvalorizarme ante ella, de tal modo que me perdiera todo interés, pero bien pronto entendí que su maldad no se apagaría con mi debilidad pues nada la irritaba más que la sumisión absoluta. En realidad, la estaba decepcionando. Ella sabía que yo la detestaba, y hubiera apreciado mejor que le demostrase todo mi fastidio. Por otra parte, se sentía convencida de que hacía un brillante papel entre la enfermedad y la muerte y, entusiasmada porque su declinamiento era estrepitoso, me frotaba contra la nariz las novedades de su agonía (un lunar violáceo en la frente, algún derrame nasal) en una clara prueba de que se iría al otro mundo sin concederme tiempo para un adiós. Se estaba asegurando, siempre cruel y orgullosa, de que yo no colaboraría en su viaje al infierno con una última despedida.
El decaimiento en que se sumió en los últimos días fue total. En aquellas circunstancias en que el entendimiento era tácito, la servía mejor y con tantas precauciones, que me era extraño verme tan entregada al cuidado de una anciana de la que, en definitiva, sólo aguardaba la muerte. Podía ver ya la lluviosa mañana de su entierro. Las coronas de margaritas y magnolias. Ciertamente, mi tía Candelaria conseguía entrar mucho más de prisa de lo que permitía el último pasaje, en su propio final. De hecho, ya no oía los trinos de los gorriones que se acercaban, bulliciosos, a los grandes árboles de Villeta de Guarnipitán. Pero cuando las expectativas sobre su salud entraron en su máximo rigor, tosió y despertó, más sonrosada que nunca, y dispuesta a apurar con bofetones las vacilaciones con las que se respondía a su voluntad. ¿Era ella o su terrible fantasma? ¿Cómo saberlo? ¿Para qué saberlo? De un salto conseguí escapar de sus horrendos garfios, y de otro salto, ágil y acrobático, subí al árbol más próximo a mi susto, dispuesta a no bajar de él jamás. Una gata no lo hubiera hecho mejor.
Autores: MARIA ELENA VILLAGRA y
GUIDO RODRIGUEZ ALCALA.
EDITORIAL DON BOSCO,
PEN CLUB DEL PARAGUAY.
Asunción – Paraguay, 1992 (150 páginas).
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