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lunes, 12 de abril de 2010

JOSEFINA PLÁ - LA MANO EN LA TIERRA / Fuente: CUENTO PARAGUAYO. Selección e introducción: ROQUE VALLEJOS.

CUENTO de
JOSEFINA PLÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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LA MANO EN LA TIERRA
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La casa de adobes se levanta cerca del río. Fue de las primeras en ofrecerse tal lujo y en ella hubo de trabajar no poco Don Blas, que en aquellas tierras nuevas tuvo como todos que sacar fuerzas de flaqueza, y hacer muchas cosas que hacer no pensaba con sus manos hidalgas. Las gruesas paredes, el techo de paja, mantienen un grato frescor aún en los más tórridos días. Ursula, la vieja mujer india, ha regado el piso de tierra, ha esparcido por el suelo ramitas de paraíso. Afuera, el sol abrillanta las hojas cimeras de cocoteros y bananeros. Cuando Blas vuelve la cabeza sobre la almohada, puede aún distinguir, entre los desgarrones del seto, un trozo de algo onduloso y amarillo que resbala a lo lejos: es el río, que viene crecido. De cuando en cuando, la isla náufraga de un camalote pasa boyando. Con él navega el misterio de tierra adentro, atado a veces con el nudo escamoso de una víbora.
¡Cuántas veces en aquellos cuarenta años ha pensado Blas de Lemos seguir el camino que señalan unánimes los camalotes!... Pero nunca se decidió a despegar los pies de esta tierra roja y cálida que enceguece con resplandores y seduce con mansedumbres. Tierra tan distinta de las secas y austeras donde él nació -¿cuánto hace...? ¿Setenta, setenta y cinco años ...?-. Ha perdido un poco la cuenta, porque acá son otras las estrellas y rige otro calendario de cosechas y desengaños. Aquella tierra, la suya, era tierra adusta, avara de sonrisas, pero fecunda y cumplidora. Esta es pródiga y blanda al parecer, pero pura indisciplina... Derribado en la cama, le resbalan a Blas ojos adentro las montañas sequizas y descoloridas, los páramos grises, y también los trigales interminables o los viñedos negreando su carga borracha de azúcar. El recuerdo del mar le abre enseguida en el pecho una ancha grieta azulverde y salada. Nunca más lo volverá a ver: de ello está ahora seguro. Nunca más. Hace más de cuarenta años que pisó estas riberas, hace dos que está allí clavado en la yacija, paralela al río, y con cada camalote que pasa boyando manda una saudade al mar lejano. Al mar de su sed, que no sabe ya si es el mar azulsueño mediterráneo o el mar verdefuria, loco de soledad, que sorteó en su remoto viaje de venida. Qué lejos está todo eso. Qué engreimiento el suyo, y cómo Dios usa a los hombres cuando ellos creen estar usando su albedrío...
Desde ayer se siente peor. Por eso hizo avisar con Ursula al franciscano Fray Pérez.
A los pies de la cama, Ursula acuclillada masca su tabaco. Sus movimientos son mínimos y precisos. Hace menos ruido que la brisa en el pasto, afuera. El typoi abierto a los costados deja ver por momento los pechos de cobre, voluminosos y alargados como ciertos frutos nativos. ¿Cuántos años tiene Ursula...? ¿Cincuenta...? Quizá menos. Doce tenía apenas cuando, mitad rijoso, mitad risueño, la recibió de entre el rebaño núbil ofrecido por un empenachado cacique como prenda de alianza y de unión. Está vieja Ursula, con una vejez que no se cuenta por sus propios años sino por los de él, Don Blas, pero su pelo es ala de iribú. En cambio él, Blas, tiene las sienes ralas, y sobre la cabeza pequeña y hazañosa los cabellos aplastan su lana blanquecina. Hace muchos años, muchos, los acariciaba Doña Isabel, la joven esposa, casi una niña:
-Son oro puro, mi señor.
(También Ursula le llama che caraí).
Se mueve por la pieza, tácita y lenta, cabello de iribú. En su rostro de madera agrietada, aceitada, Blas identifica con sutil tristeza las heces del dilatado exprimirse viril sobre el cauce impertérrito de aquella sangre oscura. Su otra mujer india, María, era más joven. Murió al dar a luz a Cecilia, su única hija, la hija de su vejez. Ursula en cambio le había dado seis varones. Seis mancebos pujantes. ¿Mancebos? Hombres ya, alguno encaneciendo, desparramados por villas y fuertes de frontera, hasta el último, Diego, el más tierno. Él, Blas, no había podido entenderse nunca del todo con ellos. Siempre se habían entendido mejor con la madre. Aun sin hablarle, con sólo dejarse servir por ella. Con ella conversaban a las veces en su lengua, de la cual él, Blas de Lemos, no pudo nunca ahondar del todo los secretos. Apenas erguidos sobre sus piernas; recién llegados a la vida en la tierra aquella, ellos sabían de ella infinitas cosas que para él, Blas de Lemos, serían siempre un arcano. Siempre sintió junto a ellos, aún al tenerlos en sus rodillas, que era el de esos seres por cuyas venas su sangre navegaba irremediable, un mundo aparte en el cual él, Blas de Lemos, era el llamado a aportar la simiente, desgastándose y empequeñeciéndose en la diaria ofrenda, mientras la mujer la recogía silenciosa creciendo con ella, para amamantar luego con sus senos oscuros y largos a hijos que seguían siendo un poco color de la tierra, siempre un poco extraños, siempre con un silencio reticente en el labio túmido y un fulgor de conocimiento exclusivo en los ojos oscuros; que cuando decían "oré"... trazaban en torno de ellos mismos un círculo en el cual nadie, ni aún él, el padre, el genitor, tenía cabida; un ámbito hecho de selva y de misteriosos llamados girando en la luz taciturna de un planeta de cobre, un mundo con el cual él nunca había acabado de sentirse en lucha. Recordó a Diego, su ultimogénito varón. El único que había sacado los ojos azules. Blas lo amaba entre todos por eso, sin decírselo; aquel color parecía aclarar un poco el camino entre sus almas... Diego, lejos como todos...
-¿Avisaste al Padre Pérez, Ursula...?
-Avisé, che caraí.
Una voz, cerca, oxea un bicho. La voz cantarina de Cecilia. Cecilia con su tez clara, sus trenzas negras, sus ojos que si no fueran un poco altos parecerían andaluces. Blas piensa en ella con ternura. Está pro metida. La desposará el joven Velazco, el hijo más joven de Pedro Velazco, su viejo amigo hace poco difunto. Hela ahí en la puerta, como empujada por la luz pródiga: Cecilia con sus typois limpios, su flor en la trenza, sus diligentes pies descalzos.
-¿Cómo os sentís, señor padre...?
El castellano en sus labios tiene un acento deslizado y suave, algo así como de otra provincia desconocida de Castilla. La muchacha se acuclilla a la cabecera del padre, y sigue su trabajo en el bastidor, donde poco a poco aparece un diseño semejante a una rueda de delicados rayos. La aguja viene y va. De cuando en cuando una mano pequeña y morena se posa en la frente de Blas. Las sombras se van recogiendo hacia el pie del seto. El amarillo del río se disuelve en el diluvio solar. De pronto una sombra alta obstruye el vano de la puerta. Cecilia se levanta presurosa a su encuentro, besa la mano del enjuto y hosco fraile. Luego se retira hacia los fondos de la casa, junto con Ursula. Sólo Dios puede ser tercero en esta entrevista entre Blas de Lemos y el confesor.
Hace rato se fue el franciscano, dejando tras sí la promesa de volver con los Oleos, y un penoso surco de luz en la conciencia de Blas de Lemos. Al interrogatorio escueto del Padre Pérez, sombras hace tiempo aquietadas se han puesto de pie en su memoria, se mueven sonámbulas a una luz sesgada, dura. Esa luz nueva pule, con claroscuro de antiguo relieve, la imagen de Doña Isabel, la joven esposa, casi una niña, abandonada en la casona castellana. Prometióse muchas veces hacerla venir; nunca lo cumplió. Estaba encinta cuando la dejó. Muy después supo que había dado a luz un varón; que lo había llamado Blas, como el esposo olvidadizo. El joven Blas -pero no; no sería ya un joven: un hombre ya con la barba rubia quizá y los ojos azules- murió en aquella batalla... ¿Cómo se llamaba...? ah, sí, Lepanto, donde dice que tanta honra alcanzaron las armas españolas... Trata en vano de imaginarse al hijo que nunca vio... ¿Y ella, Isabel? Hace años que nadie le dice ya nada de ella. Quizá ha muerto ya. Quizá aún vive retirada en su casona, o en un convento, como tantas otras esposas y novias abandonadas. Quiere imaginarse a Isabel como ha de estar, si vive: vieja, achacosa: no puede. La ve obstinadamente niña, rubia y grácil como una espiga. Cuarenta y cinco años... Quién pensara que el tiempo podía pasar tan de prisa. Quién pensara que aquellas cosas pudieran quedar así tan lejos en las distancias del alma. Al fin y al cabo no había sido un sueño triste; pero le gustaría poder despertar...
-¿Habéisme dispuesto el coleto de piel hoy, Doña Isabel...? He de ir de caza.
-Dispuse, mi señor. Y el tahalí nuevo, ensebado ha sido por Gonzalvico.
Qué lejos todo eso. Y qué de prisa pasó para él tan largo camino; combatiendo de día, vigilando de noche, arcabuz al brazo, cuando no sembrando semilla blanca en aquella corriente oscura que la recibe impasible, aclarándose apenas, pero no en la mirada.
-Acá no va a venir mucha gente por ahora. Tierra pobre, Blas.
-Sí, Pedro. Vamos a estar muy solos.
-Tendremos que hacer nosotros la gente. A fuerza de ijada... (Risas).
Años primeros agitados, llenos de peripecias. Años ricos de peligro y pobres de provecho. Hubo de acompañar a Ayolas al Chaco. En su lugar fue su amigo de infancia, Jeónimo Ortiz, el del perpetuo buen humor, el de la guitarra siempre presta. No volvió. Él, Blas, pudo haber sido encomendero: prefirió ser de los de arma al brazo. Arriba con bala, abajo con Cabeza de Vaca, de picada en picada y de fundación en fundación. Y cuando quedó inútil del brazo izquierdo, pasó a manejar la pluma. Había escrito mucho. Memoriales y mensajes, pliegos que iban y venían por caminos duendes, hoy abiertos, mañana comidos por la selva; o que dormían meses un sueño de viento y sal en la cámara de algún bergantín perdido entre cielo y mar rumbo a la patria... Y había escrito también sus memorias. Escribió lo que hizo, y también un poco lo que no pudo hacer en aquellas tierras mansas y tenaces. Bajo la almohada guardaba el mazo de papeles. Parte de la conversación con Fray Pérez, sobre ellos había sido.
-Aún no decidí, Padre, qué hacer con ellos. Será cuando vengáis a darme la Santa Unción. Si mi mano derecha señala la almohada... tomadlos, Padre, tomadlos y quemadlos, porque será que así lo he resuelto para mejor descanso de mi alma...
-Se hará como decís, hijo mío.
Allí bajo su almohada están y aún no sabe qué hará con ellos. "Centón de aventuras y crisol de desengaños de un hidalgo en tierras de Indias" los intituló un poco presuntuosamente. Hace rato no los relee, pero puede recordar párrafos enteros.
-...Son tierras de un rico verdor; tan verde, que creerías guardaron para sí todo el verdor que les falta a tus tierras castellanas. Y hay flores y bestias extrañas, tal cual las debió ver nuestro padre Adán al despertar crecido y sin remordimiento en aquella mañana primera. Pero los crepúsculos rápidos y excesivamente coloreados no conocen el ritmo lento y señorial de los cielos nuestros y sus árboles enloquecidos como si se hubiesen hecho yelmo de un pedazo de aurora, sólo son eso: flor: no portan fruto que te alimente y satisfaga...
-...Y las abrazas, y no se te niegan nunca, ni conocen remilgo de dama consentida; pero de sus brazos sales como hidrópico que ha bebido vaso tras vaso sin conseguir calmar su sed. Y tu oído se secará sin las palabras soñadas, y tu lengua querrá en vano entregar su dulzura, pues no habrá vaso para ella...
(¡Isabel, Isabel...!).
-...Y llevan en sus brazos a tus hijos hasta quebrarse la espalda, y los amamantan hasta derrumbar toda gallardía. Y los podrías matar y nada dirían, pero tú sientes que esos hijos que podrías inmolar como Abraham al suyo, no son tuyos, porque al mirarlos hay en sus ojos un pasadizo secreto por el cual se te escabullen, y van al encuentro de sus madres en rincones sólo de ellos conocidos, y nunca puedes alcanzarlos allí...
-...Y les mandas y te obedecen, los ojos bajos; en vano querrás hallarlos en rebeldía; pero sus labios se aprietan sobre razones que nunca podrás hacer tuyas y sus pies hilan caminos que tú nunca podrás levantar. Y su obediencia te deja defraudado de amor, y su silencio está poblado de cantos extraños.
-...Y tú les enseñaste a tocar tu guitarra clara, tan distinta de sus raros instrumentos de ahogado gemir, y ellos aprendieron pronto; pero cuando empezaron a tocar solos, su música no era ya la que tú conocías, y era como cuando en los sueños alguien ha cambiado tu rostro y tu espejo no te reconoce...
-Y escucha atentamente a los hombres de Dios que traen Su Palabra, y reciben contentadamente el bautismo; pero adivinas que cuando le hayan acogido para siempre, ya no será el mismo, porque ellos habrán descubierto que Él puede tener también su rostro, y se lo cambiarán...
Herejías también. ¿Qué puede escribir un hombre blanco perdido dos veces en la entraña oscura de esta tierra para no perderse a sí mismo...? Herejías. Un hombre tiene hijos para recuperarse en ellos; Blas de Lemos no ha conseguido reencontrarse en la muchedumbre de sus hijos. Sólo los ojos de Diego se le encienden a trechos en la memoria como lámparas que quisieran alumbrarle algo. Bajo la almohada, el mazo de papeles cruje levemente cuando Blas de Lemos mueve, cada vez con más pena, la cabeza...
El sol ha doblado el techo de la casa, golpea la pared contra la cual se apoya el catre. Una umbría cálida sube del lado del río. A intervalos se oye ahora un grito marinero. Blas pregunta -o cree preguntar
-¿Qué voces son esas...? ¿Llegan naves de España...?
-Son navíos, señor padre, que se arman para ir a poblar Buenos Aires. Los manda el propio Don Juan de Garay.
Buenos Aires. Él estuvo allí. Probó hambre y espanto. No le inquieta ya ahora. Sus ojos cansados se abren para apenas distinguir en la penumbra del atardecer los rostros que se inclinan hacia él, cargados de sueños que empiezan a serle también tan lejanos como aquellos recuerdos: Ursula, Cecilia, el joven Velazco. El prometido de Cecilia. Es un mancebo de buen ver, cutis aclarado, pelo terso de reflejos leonados, los ojos negros y densos tras los pómulos anchos. No tiene barba a pesar de sus veinticinco años. Estos mancebos de la tierra tienden a lampiño... Los jóvenes están arrodillados a la cabecera, y Blas los bendice. En su alma donde la soledad crece, se filtra como leve vendija de humo un raro temor: ¿hacia dónde va esta descendencia cuya unión ha bendecido hace un instante, con su misterio y su secreta sabiduría siempre vedada por él ...? El mazo de papeles cruje una vez más bajo la almohada...
...¿El río amarillo se ha tornado de sangre...? Blas flota en un mundo por mitad de sombra y de relámpagos. Alguien solemne y lento se inclina sobre él. Es el franciscano Fray Pérez acompañado de un acólito. Trae los Santos Oleos. Ha llegado la hora para Blas de Lemos, que si ha vivido como pecador morirá como cristiano. La ceremonia se desarrolla entre murmurios de latines y algún sollozo ahogado: Cecilia. Por fin termina. Ursula reacomoda las ropas de la cama sobre el cuerpo, ya consagrado para la tierra, de Blas de Lemos, y se aparta nuevamente a su sitio a los pies de la yacija. Blas regresa despacio hacia su luz náufraga. A intervalos se le ilumina todo con una claridad de cobre: a intervalos todo es una tiniebla en la cual alguien invisible le lleva suavemente en andas por caminos desconocidos hacia algo desconocido también, pero que para él se llama paz. Voces sordas zumban de cuando en cuando en esa sombra apacible. El empañado cristal se despeja una vez más. Alguien está arrodillado a su cabecera.
-Vuestra bendición, señor padre.
Es Diego, su hijo menor. Todos sus hijos estaban lejos, pero Diego ha venido.
Ursula a los pies de la cama se frota maquinalmente las manos en la pollera, y balbucea su sorpresa. Estaba muy lejos Diego... ahora, hele aquí...
-Me voy a Buenos Aires con Juan de Garay. Vuestra bendición, señor padre.
La mano de Blas se alza a duras penas, como un pájaro viejo; se posa incierta sobre la frente del joven Diego. Lo mira; ve los ojos azules, que parecen un poco extraviados en el color terrígeno del rostro. Y como en las aguas de los arroyos de su niñez, Blas de Lemos ve en ellos hasta el fondo. En aquel rostro moreno, un poco tosco pero noble, en aquellos ojos azules, Blas de Lemos recupera por un instante, en un relámpago, toda su juventud desaparecida. Allí en esos ojos está la sangre soñadora y loca. La sangre destinada a verterse sin sosiego y sin tregua por los cuatro puntos cardinales.
-Dios te bendiga y lleve de su mano. Que tu sangre prospere y tu progenie sea numerosa...
Tal vez quiso decir también: dichosa. Pero no sabe por qué no pudo decirlo.
Sin embargo, se siente feliz, con una felicidad casi dolorosa, que es casi como revivir. Aquellos ojos azules parecen multiplicarse hasta el infinito, pueblan con su destello esperanza un ámbito sin lindes.
La mano de Blas de Lemos, infinitamente fatigada, sube hacia la cabecera.
Se creería quiere alcanzar la sien. Pero el franciscano, inmóvil en su rincón, ha comprendido. Se acerca a la yacija, mete la mano bajo la almohada. El mazo de papeles pasa a su manga. Una mirada aún al lecho donde juega la luz rojiza del velón; a Ursula con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, inmóvil a Cecilia que enjuga los ojos con un extremo de su manto blanco. Sale, Blas nada ha visto ni sentido. Ha regresado a su mundo de alternadas luces y sombras, cada vez más de éstas, menos de aquéllas.
Al amanecer, algo como una nube o un ala enorme encortina por unos instantes el cielo aún indeciso frente a la puerta. Ursula y Cecilia han corrido a la ribera. Si Blas estuviese despierto sabría que son los navíos que zarpan llevando a los colonos de Santa María del Buen Ayre. Pero Blas de Lemos yace definitivamente inmóvil. Su mano derecha tendida hacia el suelo, crispada, parece querer prender la tierra.
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Selección e introducción: ROQUE VALLEJOS.
Colección: Hacia un País de Lectores (2).
Editorial El Lector,
Director Editorial: Pablo León Burián,
Asesor Editorial: Roque Vallejos,
Ilustración de tapa: Juan Moreno,
Asunción-Paraguay 2002. 126 pp.
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