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martes, 13 de abril de 2010

RAFAEL BARRETT - EL MAESTRO y A BORDO / Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L) de TERESA MÉNDEZ-FAITH

CUENTOS de
RAFAEL BARRETT
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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EL MAESTRO
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Por treinta pesos mensuales el señor Cuadrado, a las cinco de la mañana, incorporaba sobre el sucio lecho sus sesenta años de miseria, y empezaba a sufrir. Levantar los niños de primer grado, vigilar su desayuno, meterles en clase, darles tres horas de aritmética y de gramática, llevarlos a almorzar, presenciar su almuerzo, cuidar el recreo, propinarles otras tres horas de gramática y de aritmética, conservar orden en el estudio, servirles la cena, conducirles al dormitorio, estar alerta basta las 10 de la noche, dormirse entre ellos para volver a comenzar al día siguiente... todo eso hacía el señor Cuadrado por treinta pesos al mes.
Y lo hacía bajo humillaciones perpetuas, obstinadas; los niños de primer grado eran un enjambre de mosquitos en cuyo centro el señor Cuadrado pasaba la vida. Cada instante estaba marcado por un pinchazo o por una puñalada, porque si el señor Cuadrado era blanco constante de las risas bulliciosas de los pequeños, también lo era de las risas malvadas de los grandes, de los que ya saben ¡ay! herir certeramente. El profesor interno era el lugar sin nombre donde quien quería tenía derecho a descargar, a soltar su mal humor, su impaciencia, su deseo de hacer daño, de martirizar, de asesinar. Y el señor Cuadrado vivía entre el dolor del último salivazo y el terror al salivazo próximo. En su corazón no había más que odio y miedo. Se sentía vil. Era el maestro de escuela.
Menudo de cuerpo y de alma, flaquísimo, blando, vacilante, tiritaba, siempre bajo su antiguo chaqué sin color y sin forma, famoso en las conversaciones burlonas de los muchachos. La cara del maestro, roja y descompuesta, parecía de lejos una llaga. Las innumerables arrugas, profundas y movedizas, que se entreabrían para mostrar dos ojillos de culebra, atraían de cerca y provocaba aun estudio interminable. Tosía y su voz cascada se rompía con sonido lúgubre. Sacudía a cada momento los hombros, como si su raído chaqué fuera una piedra abrumadora, y temblaban sin causa sus endebles miembros.
Al señor Cuadrado se le había escapado su mujer, dejándole cinco hijos de poca edad. El no los veía porque no tenía tiempo. Disponía de dos horas por semana. Una vez en la calle, el señor Cuadrado se erguía, respiraba. ¿A dónde ir? ¿A visitar a los chiquitos? Repartidos por los oscuros rincones de Buenos Aires, las distancias sin fin de la implacable ciudad agobiaban al señor Cuadrado. «Podía ver a uno. ¿A cuál? ¿Iremos a pie? Los botines se me están cortando... ¿Tomaremos el tranway? Con los treinta centavos me echaría entre pecho y espalda un té bien caliente... Hace frío...» Y el señor Cuadrado se deslizaba en el establecimiento de la esquina, se acurrucaba en un ángulo, delante de la taza humeante, gozaba con delicia del ambiente tibio, de la soledad. Los hombres cruzaban sin ocuparse de él. No sufría. No pensaba en nada. Eran dos horas de ensueño, toda la poesía del señor Cuadrado.
Aquella noche, después de roer su miserable alimento, el señor Cuadrado se metió en la cama. Contra su costumbre, se durmió pesadamente! Los doce o quince diablillos de primer grado se acostaron también; guardando una compostura de mal agüero. Dieron las diez, las once...
Las horas sonaban en los relojes lejanos, y detrás de ellas caía el silencio más profundamente. El dormitorio, mal iluminado por una vieja lámpara, hundía su hueco en la sombra donde blanqueaba, como en los hospitales, la doble fila de camas estrechas. En la última, junto al umbral, se distinguía apenas el bulto del señor Cuadrado, y un débil reflejo brillaba tristemente sobre su calva amarilla.
Rumores de pájaros, cuchicheos, carcajadas mudas, alguien camina... Las cabezas rizadas se agitan, los cuellos se alargan. Desde la penumbra todas las miradas se tienden a la puerta y al cuerpo inmóvil del señor Cuadrado...
Y a la entrada del aposento surge cautelosamente una aparición celestial. Desnudas las rosadas piernas, revueltos los rubios bucles sobre una frente de ángel, muy abiertos los dulces ojos azules, sonriente la boca fresca y pura como una flor, el más lindo de los alumnos de primer grado espía a su maestro.
Convencido de la impunidad alza la mano, de donde cuelga por el rabo el cadáver sangriento de una rata, y deposita delicadamente el inmundo animal sobre la almohada, a dos dedos del raro bigote del señor Cuadrado...
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*** .
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Desde el amanecer está sobresaltado el dormitorio. Al resplandor lívido del alba se ve la rata manchada de sangre al lado de la faz marchita del maestro de escuela. Pero el señor Cuadrado sigue durmiendo. Son las cinco, las cinco y cuarto, y el señor Cuadrado no se despierta. Los demonios hacen ruido, derriban sillas, se lanzan libros de un lecho a otro. El señor Cuadrado duerme. Los demonios le disparan bolitas de papel, pero es inútil. El señor Cuadrado descansa.
El señor Cuadrado está muerto...
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Buenos Aires, 1904
De: Cuentos breves
(Montevideo, Imprenta O. M. Bertani, 1911)
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A BORDO
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Remontando el Alto Paraná. Una noche cálida, perfecta, como si durante la inmovilidad del crepúsculo se hubiesen decantado, evaporado, sublimado todas las impurezas cósmicas; un cielo bruñido, de un azul a la vez metálico y transparente, poblado de pálidas gemas, surcado de largas estelas de fósforo. Al ras del horizonte, el arco lunar esparcía su claridad de ultratumba. La tierra, que ocupaba medio infinito, era bajo aquel firmamento de orfebre un tapiz tejido de sombras raras; las orillas del río, dos cenefas de terciopelo negro. Las aguas pasaban, seda temblorosa, rasgada lentamente por el barco y se retorcían en dos cóncavos bucles, dos olas únicas que parecían prenderse a la proa con un infatigable suspiro.
Los pasajeros, después de cenar, habían salido a cubierta. De codo sobre la borda, una pareja elegante, ella virgen y soltero él, discreteaba.
- ¿La Eglantina está triste?
(Porque él la había bautizado Eglantina.)
-Esta noche es demasiado bella,- murmuró la joven.
-La belleza es usted...
Brilló la sonrisa de Eglantina en la penumbra. «Mis mayores me aprueban», pensó. En un banco próximo, tía Herminia, que conversaba con una señora de luto, dejaba ir a los enamorados su mirada santamente benévola, bendición nupcial. Roberto las acompañaría al Iguazú, luego a Buenos Aires, y después...
Sonaban guitarras y una voz española:
Los ojazos de un moreeno
clavaos en una mojé...

Y palmaditas andaluzas. Debajo, siempre el sordo estremecimiento de la hélice, y la respiración de las calderas.
Dos fuertes negociantes de Posadas paseaban, anunciados por la chispa roja de sus cigarrillos.
-Si continúa la baja del lapacho, cierro la mitad de la obrajería -dijo el más grueso.
La brisa de la marcha movía las lonas del toldo. Eglantina contemplaba el lindo abismo.
-¿Ve usted algo? -preguntó Roberto.
Pero ella no contestó que veía, artísticamente borroso, como reflejado en un ébano pulido, el cuadro de la felicidad futura: Roberto y ella inclinados sobre una cuna de encajes, donde dormía la cabecita de un niño. "Extraño es, pensó Eglantina, que en esas aguas, en que nada hay, flote ya nuestro hijo".
-Veo la imagen de los astros,- respondió con prudencia.
La señora de luto contaba a tía Herminia sus penas de viuda, su viaje a Corrientes, donde su hija mayor estudiaba para maestra normal. Eran pobres. Tenían que trabajar. Dos de sus niñas corrían por el buque, jugando al escondite.
Cruzaron de pronto, jadeantes. La señora las detuvo.
-¿Y el nene?
-Está escondido.- Y huyeron. "¡Coreco! ¡Coreco!"
-¿Coreco?- interrogó tía Herminia.
-Es el grito del juego. Lo aprendieron de unos chiquillos paraguayos.
La voz española cantaba:

Dos besos tengo en el alma
Que no se aparten de mí.....

-Ahora hay que traer obreros de Misiones. Se han concluido de este lado,- decía el negociante gordo.
-No aguantan ni diez años en el monte.
Las niñas volvieron fatigadas.
- ¿Pero dónde está vuestro hermanito?- insistió la señora de luto.
-No sabemos.... no se le encuentra.
La señora se levantó y se fue.
Roberto quería convencer a Eglantina de que el vapor estaba quieto, y la mostraba el extremo de los mástiles, fijo entre las estrellas. Tía Herminia se acercó. Sentía inquietud.
Los mozos iban de una parte a otra, buscando.
El comisario vino a Roberto.
-No se encuentra ese niño,- exclamó con angustia.
Partieron juntos.
Los pasajeros se agitaban, como las ideas en un cerebro, dentro del barco silenciosamente fulminado por la desgracia. Transcurrieron diez minutos atroces.
La madre reapareció. Estaba vieja.
- ¡Se ha caído al agua! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
Un síncope, en los brazos de tía Herminia. Eglantina observó con horror que la infeliz recobraba el conocimiento. Apenas abrió los ojos, la muerte, se asomó a ellos.
- ¡Mi hijo!
Se desprendió de los que intentaban detenerla, fue a la borda, y se dobló, llamando, sobre el río.
- ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
La lisa corriente pasaba.
A popa se extendía una vaga inmensidad. Se oyeron órdenes. El vapor viró trabajosamente.
Las ondas únicas se quebraron; tumultuosos remolinos rompieron el espejo, agujerearon la seda temblorosa de las aguas, donde sin duda había el cadáver de un niño. Pero Eglantina, sollozando, nada pudo ver en ellas.
De: Cuentos breves
(Montevideo, Imprenta O. M. Bertani, 1911)
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Fuente:
NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L)
Autora:
TERESA MÉNDEZ-FAITH
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
Intercontinental Editora,
Asunción-Paraguay 1999. 433 páginas.
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