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lunes, 19 de abril de 2010

RAFAEL BARRETT - LA TIERRA (1ª conferencia a los obreros paraguayos) y LA HUELGA (2ª conferencia a los obreros pyos.) / Fuente: EL DOLOR PARAGUAYO


CONFERENCIAS de
RAFAEL BARRETT
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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LA TIERRA
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(Primera conferencia a los obreros paraguayos)
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Os pido perdón por lo desordenado y rudo de estas frases, que siquiera tendrán el mérito de ser muy breves; fueron escritas al vuelo, cuando faltaban pocas horas para ser pronunciadas. Me había invitado hablar la Unión Obrera, y acepté enseguida, porque yo también soy un obrero, y no quiero ser otra cosa.
¡Obrero! No han pasado en vano los siglos, puesto que puedo pronunciar este nombre con orgullo. Antes un obrero que no era un esclavo o un lacayo era una excepción casi increíble y hasta cierto punto criminal. Hoy vemos ya claramente que es una iniquidad y un absurdo que la mayor parte de los obreros sigan siendo esclavos y lacayos. Obrero no quiere decir esclavo; quiere decir creador, todo lo han hecho, todo lo han creado los de nuestra raza, los que vivieron con la herramienta al puño, azadón, cincel o pluma; los siempre miserables, siempre fatigados del áspero camino, siempre abrumados por la indiferencia del cielo y la crueldad del prójimo, siempre empujados por la grandeza oculta de lo que hacían; los que empaparon el lodo de sudor y de sangre; los que, bajo el látigo, arañaron y mordieron y cavaron de las entrañas del suelo, no una oscura madriguera para esconder su desnudez, sino la magnífica vivienda futura de la humanidad. Tenemos por fin conciencia de que todo está inmóvil y muerto menos nosotros; de que solamente nosotros llevamos el mirado sobre nuestras espaldas.
Y obrero no significa únicamente el que obra la materia muerta, el que batalla para recular las fronteras físicas de lo posible, y para perseguir, aprisionar y domar las ciegas energías de la naturaleza; significa, sobre todo, el que obra la materia viva; el que amasa la arcilla y también la carne y el espíritu; el que edifica con dura roca la ciudad del porvenir, y también con su propio cuerpo, con su propia razón; el que lanza al azar, a la noche fecunda, la simiente de la cosecha invisible, y la idea a las almas desconocidas, remotas, que nos miran en el silencio y en la sombra. Por eso lanzo hacia vosotros la vitalidad y la fé de mis palabras.
Socialistas, anarquistas, neo-místicos, neo-cristianos, espiritistas, teósofos... ¿Qué quiere decir todo esto? ¿Qué quiere decir esta universal reacción hacia lo religioso, esta filosofía que se vuelve sentimental y profética, esta literatura preocupada del más allá, estos poetas, historiadores y críticos que se hacen reformadores sociales, estos propagandistas de unas bellezas que se habían declarado inútiles? ¿Qué quiere decir este renacimiento de la inquietud, del misterio, de la sagrada angustia salvadora de gérmenes?
¡Que somos desgraciados no por culpa de la naturaleza, más y más sometida cada día a nuestra voluntad y a nuestro genio, sino por culpa de nosotros mismos. Esta sed de cambios profundos es sed de perfección. Un vago remordimiento nos entristece. Nos sentimos inferiores a nuestros ideales. Arrastramos, encerrada en el fondo de nuestro ser, la radiante realidad de mañana, y embriagados de ellas nos humilla y nos mancha y nos exaspera la realidad de hoy. Somos desgraciados porque vamos a dejar de serlo. Sufrimos porque vamos a curarnos. Nuestro dolor es el de los nervios sanos y fuertes; es el dolor de la vida en marcha. Desgraciados, sí, todos desgraciados, por suerte nuestra. Desgraciados los que trabajan, y mucho más desgraciados los que no trabajan. Desgraciados los que sueñan la belleza intangible y muchos más desgraciados los que no sueñan. ¿Pobres y ricos? No: todos pobres! La riqueza, la verdadera riqueza está haciéndose; los verdaderos tesoros están desenterrándose. Y nosotros, los inclinados sobre el surco, los que
tenemos las manos llenas de tierra, somos los primeros que tocaremos el oro nuevo, el oro inagotable y justo. ¡Ah! lo haremos brillar al sol! Pero no para que nos lo arrebaten garras indignas. Eso no: eso habrá terminado. Todos tendremos nuestra parte de paz y de alegría; todos seremos en el paraíso.
Y ese oro simbólico, esa linfa generosa que correrá para todos, que no se apartará de la desdicha para seguir a los falsos dichosos, ni huirá del hambre para halagar la hartura, ni abandonará la desesperación y la agonía para colmar el tedio y la ociosidad ¿de dónde la sacaremos? ¿Por dónde fluye su corriente secreta? ¿Qué peña hay que herir? ¿A que mento debemos clamar?
¿Llamaremos al corazón de nuestros hermanos? Algunos corazones son cofre de avariento, que guardan el oro contaminado. No os molestéis en llamar a las puertas de la avaricia, altas y negras como las de la muerte. Jesús llamó, y las puertas temblaron, pero no se abrieron. Antes se abrirán hasta abajo las aguas del mar, y las arenas del desierto.
¿Y qué obtendríamos? ¿Qué es lo que nos hace falta?
¿Capital?
Pero el capital no es el enemigo, y en esto desearía fijar vuestra atención. El capital, es decir, el elemento del cambio y de tráfico, las instalaciones industriales, los depósitos y la maquinaria, no es más que trabajo acumulado; por lo mismo correrá la suerte del trabajo. Estad ciertos de que donde el salario es intolerablemente exiguo, el interés del capital lo será también; donde el salario se eleva, el interés se eleva. Abrid los ojos, id a las cumbres de la civilización, y a las grandes ciudades europeas y norteamericanas. Veréis que allí el capital no produce casi nada, y que el obrero apenas consigue lo estrictamente preciso para no sucumbir enseguida. En los países sin saquear aún, los intereses son buenos, y el salarios también. La existencia es fácil y por lo tanto digna. No se insulta a la condición humana con la degradación del obrero mendigo. Pero dejad que nos civilicemos, dejad que progresemos; ya vendrán, arriba el lujo feroz, abajo la miseria y el crimen. Ya se repetirán las escenas dantescas de Chicago y de Londres; los vagabundos delirantes se romperán el cráneo contra los muros de los palacios. Tendremos la vanidad de contar, como Nueva York, treinta suicidios en un día. Los intereses bajarán constantemente hasta el 3, hasta el 2 por ciento anual, y los siervos cuya labor es más terrible y más necesaria, serán precisamente los más torturados; perecerán de inanición, de podredumbre y de congoja en rincones inmundos, donde nadie llega a la vejez, y donde los niños nacen viejos, o nacen difuntos, donde el amor se hace grotesco y vil, donde la mujer, vaso de elección, sonrisa del destino, se convierte en un animal idiota que al engendrar la vida no engendra más que el sufrimiento. ¿Para qué intentar otra distribución del dinero? Cambiará de bolsillos, pero no de leyes, habremos removido la masa del dolor social sin disminuirla en un ápice.
No, no es el capital el enemigo; no es el capital a donde hay que volver la vista, ni a la caridad de nuestros semejantes, ni a la ciencia, cortesana del oro y de las armas, insensible mecanismo a la disposición de todas las tiranías. No son el interés ni los salarios los que absorben la enorme cantidad de riqueza que los trabajadores vuelcan cada día sobre el mundo, riqueza suficiente para una humanidad diez veces más populosa y más refinada, sino la renta de la tierra. La renta es el vampiro formidable y único. El propietario es el que todo lo roba, reduciendo a la última extremidad al trabajo y a todo que representa trabajo. Es que la tierra es lo fundamental; sin la tierra no hay nada. El diseño de la tierra es el que impone la ley; él, y sólo él, es el déspota invencible. En el centro de París, donde os repito que el capital no vale gran cosa, y donde es tan hacedero morirse de no comer, encontraréis que un metro cuadrado de terreno cuesta una fortuna. Lo mismo ocurre en todos los distritos de alta civilización. ¿Por qué los capitales prosperan en los estados poco civilizados de América; de Sud-Africa, Australia? ¿Porqué en ellos viven con más desahogo los trabajadores? Sencillamente porque las tierras son baratas, porque hay muchas tierras, porque aún quedan tierras. Se habla con asombro de la raza yankee. ¡Qué raza! Tierras y más tierras.
Bonita está la famosa raza donde el propietario empieza a sacar el jugo a la tierra y a los que trabajan la tierra! Hay que contemplar la célebre raza en los barrios sórdidos de Nueva York. No se diferencian, no, los espectros neoyorkinos de los londinenses, ni de los andaluces, ni de los sicilianos. Son siempre los espectros del hambre. ¿Y acaso los fundadores de la portentosa potencia actual de los Estados Unidos no fueron en gran parte los irlandeses, los mismos esclavos que a duras penas, después de quince horas de tarea infame, conseguían un puñado de patatas? ¿Esclavos? Los irlandeses del 40 hubieran pedido, hubieran suplicado serlo. Un esclavo valía una cierta suma, pero un irlandés, uno de los ocho millones de hambrientos sometidos a la rapacidad de los propietarios británicos, no valía nada. Atarle al yugo costaba menos que dar pienso a un caballo. Y vive Dios que si hubieran sido ocho millones de norteamericanos los tratados así, en lugar de ocho millones de irlandeses, el resultado hubiera sido igual.
¿A qué indignarse contra los apacibles capitalistas especie de cheques ambulantes? Indignémonos contra el propietario. Él es el usurpador. Él es el parásito. Él es el intruso. La tierra es para todos los hombres, y cada uno debe ser rico en la medida de su trabajo. Las riquezas naturales, el agua, el sol, la tierra pertenecen a todos. Apodérese de la tierra el que la fecunde; así nos apoderamos de la mujer. Goce de la tierra el hombre en proporción de su esfuerzo. Recoja la cosecha el que la sembró, y la regó con el sudor de su frente y la veló con sus cuidados. Y todo nuestro poder ¿qué es sino cosecha? Todo surge de la tierra y nosotros mismos somos tierra. Parecidamente al vapor que desprendido de los mares, errante por la atmósfera, cuajado de los espacios sobre la frialdad de los altos montes baja hecho nieve y fuente y ríos hasta sepultarse otra vez en el Océano para tornar a evaporarse, una maravillosa circulación de vida se cumple entre la tierra y nosotros por mediación de las plantas; nutridos de los jugos que ellas elaboran con las sustancias de la tierra devolvemos a la tierra nuestros cuerpos para que transformados de nuevo alimenten las generaciones futuras. Hijos de la tierra, sentimos que poseerla sin trabajarla, es decir, sin acariciarla y servirla; dejarla estéril, rodeada de un cerco, para especular con ella y enriquecerse así en la holganza, es un acto sacrílego y salvaje que desmoraliza más a los verdugos que a las víctimas. Tened por seguro que cuanta crisis económica se declara en los pueblos, aumentando más todavía la opresión y el desaliento general, no reconoce otra causa que estas especulaciones esencialmente culpables. Emancipemos la tierra, con sus gemas y metales escondidos y selvas y bosques y jardines, sustentadora de cuanto alienta, fuente de inmortalidad. Es necesario que los que pensamos en algo que no es presente, pero que lo será, y esperamos en las realidades que se acercan y miramos hacia la aurora próxima y la cantamos cuando aún es de noche, defendamos la tierra. Defenderla es defender la felicidad de nuestros hijos. No toleremos que un zángano, a quien bastarán seis pies de sepultura, necesite leguas y leguas para extender cuando vivo su ociosidad, más dañosa que la de los muertos. Los que viven sin trabajar no son hermanos nuestros; antes lo son las abejas y las hormigas y el pájaro que teje su frágil nido. Los que viven sin trabajar no existen; no son hombres, son sombras. No toleremos que nos aprisionen las sombras. No toleremos que la tierra, en cuya faz venerable hemos esculpido nuestra estupenda historia, sea de quien no la merece. Luchemos por conseguir que cada hombre, al nacer, encuentre su parte de herencia natural, la parte de tierra a que tiene derecho. Luchemos por conseguir que la tierra sea de quien la trabaja, y que no haya otra riqueza que la del trabajo. Me diréis que esto es de sentido común. Pero no hay nada más revolucionario, más anarquista que el sentido común.
El sentido común establecerá la paz sobre la tierra cuando nadie acepte asesinar ni ser asesinado por motivos que no entiende o que no le importan, y el sentido común llevará a cabo la revolución capital, la conquista de la tierra. Cuanta sangre y cuanto pensamiento se gasten en llegar a esta tierra prometida, que no nos aguarda del otro lado del horizonte, sino bajo nuestros pies, serán pensamiento y sangre bien gastados. Y estoy convencido de que esta conquista se hará en América, donde los obreros son y serán más fuertes y más libres. Aquí será devuelta la tierra a la humanidad. Aquí, al entrar en la era de luz y de orientación definitivas, nos reconciliaremos todos con la tierra, la santa tierra, la madre inmortal, doblemente madre, porque después de darnos la vida, nos ofrece el reposo.
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LA HUELGA
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(Segunda conferencia a los obreros paraguayos)
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Quiero deciros algunas palabras sobre la huelga, sobre la naturaleza y el alcance de este instrumento de emancipación. He oído decir mil veces, como habéis oído vosotros, que tal huelga es justa y tal injusta. Yo nunca he entendido semejante frase: "huelga injusta". Todas las huelgas son justas, porque todos los hombres y todas las colecciones de hombres tienen el derecho de declararse en huelga. Lo contrario de esto sería la esclavitud. Sería monstruoso que los que trabajan tuvieran la obligación de trabajar siempre. Sería monstruoso que la infernal labor de los pobres tuviera que ser perpetua, para hacer perpetua la huelga de los ricos. Yo sé que ha sido negado mucho tiempo este derecho de huelga colectiva, que supone el derecho de asociación. La revolución francesa, que como un corcel impaciente despidió de su lomo los privilegios monárquicos y eclesiásticos que nos oprimían tan sólo con el peso de las cosas muertas, se quedó a mitad de camino. Sacudió el yugo aristocrático, y político, pero no el yugo económico, el más despiadado de todos los yugos. Volcó el peso de las coronas y de las mitras, pero no pudo volcar el peso del oro, metal pesado que baja al fondo de las conciencias, y una losa de oro nos aplasta todavía. La constituyente prohibió a los obreros asociarse, y bajo ella la fiesta de hoy sería disuelta a tiros y a sablazos. Lentamente hemos conquistado, en los países que se llaman civilizados y no son en realidad sino menos bárbaros que los otros, los derechos de asociación y de huelga; no los perdamos, porque son preciosos; si no los tuviéramos, sería nuestro deber el tomarlo. No hay pues huelgas injustas. Solamente hay huelgas torpes.
La huelga torpe es la que hace retroceder al obrero en vez de hacerle avanzar. La que se resuelve en derrota en vez de resolverse en victoria. La que hace que los siervos devuelvan a la horca el flaco cuello para poder seguir arrastrando su existencia miserable. Ninguna huelga debe declarase mientras no esté organizada en vista de una larga resistencia. A vosotros os ayudan la suavidad del clima y los recursos del suelo, pero no excuséis una fuerte organización. Sería locura negar lo que han conseguido las huelgas bien organizadas. Cada progreso de la clase trabajadora tiene su origen en una huelga. Sin las huelgas formidables que pusieron en peligro a las grandes compañías, jamás, por ejemplo, hubieran arrancado al gobierno los mineros franceses las jornadas de ocho horas. La energía esencial de un gremio que declara la huelga reside en la solidaridad con los otros gremios que declaran también la huelga si no se hace pronta justicia a las reclamaciones del primero. Una confederación con reservas suficientes a sostener un paro general de una semana se lo lleva todo por delante. Es que no tenéis más que retiraros un momento para que la sociedad se desplome. ¿Qué puede lograr el capital si no lo oxigena continuamente el trabajo?. Todo el oro del universo no bastaría para comprar una migaja de pan el día en que ningún panadero quiera hacer pan, mientras que para hacer pan no hace falta oro, porque aquí está la sagrada tierra que no se cansara nunca de ofrecer el oro de sus trigos maduros a la actividad de nuestros brazos. Y este es el premio de tantos miles de años de servidumbre bañada en lágrimas y en sangre; vosotros, y solo vosotros sois los árbitros del destino. ¡Vuestra presencia, oh manos humildes que todo lo ejecutan, es la condición indispensable de la vida!.
Extraordinario es que se discuta aún la legitimidad de la huelga. La huelga es un procedimiento omnipotente pero pacífico; su carácter es provisorio. La huelga concluye cuando el capitalista - y entiendo también aquí por capitalista al propietario de tierras - cede a la equidad y alivia la suerte de los asalariados. Aunque la riqueza no cambie de distribución y de forma, empresa venidera, es preciso que el capitalista se persuada de que el operario no en su esclavo, si no un socio, y un socio más respetable que él. Es preciso que renuncie a la cómoda teoría del salario mínimo, y a figurarse que con matar malamente el hambre y la sed puede un ser humano darse por satisfecho. Hoy los hombres aspiran a que se les trate un poco mejor que a los perros. ¡Y esto es una subversión, un delito! ¡Ah! no son los principios de orden lo que los poderosos defienden, sino sus apetitos y sus pasiones. No defienden las ideas, sino el vientre. El obrero tiene derecho a fiscalizar el negocio en que trabaja, y a exigir su parte en las ganancias del capitalista. "Pero yo me puedo arruinar, dice el capitalista, y tú no. Mi parte ha de ser mayor. -¡Qué ventaja la mía, contestará el obrero, obrero manual o inventor, qué ventaja la de no poderme arruinar! No me puedo arruinar porque ya estoy arruinado. Me has arruinado tú. Cuanto posees es mío. Yo he levantado tus edificios, he fabricado tus máquinas, he arado tus tierras, y rascado tu oro con mis uñas a las entrañas de la roca." ¿Será censurable en los trabajadores el emplear la simple abstinencia, la huelga, para mejorar su triste situación, cuando los diplomáticos y los banqueros emplean para dirimir sus cuestiones la práctica del asesinato? Porque la guerra es la práctica del asesinato. Se pretende con ella labrar la prosperidad de una patria, a expensas de la de otra. ¿Pero en que patria de ambos hemisferios no habrá una innumerable multitud de infelices, desheredados y explotados? Estos explotados forman por toda la superficie del planeta una inmensa patria dolorosa. Lo que urge es la prosperidad de esta gran patria, y no la de las patrias chicas. Vuestros verdaderos compatriotas y hermanos no son vuestros patronos ni vuestros jefes, sino los obreros de Londres, San Petersburgo y Nueva York.
La huelga es la peor amenaza para el capital. La huelga desvaloriza inmediatamente el capital, y revela la vaciedad de la farsa que lo creó. El capital que no es sino trabajo acumulado para utilizar en mejores condiciones el trabajo subsiguiente, se aniquila en cuanto el trabajo cesa. El capital sin el trabajo se convierte en un despojo, en una ruina, en una sombra. Se ha pretendido que un paro universal destruiría a las masas obreras antes que el núcleo capitalista. Se ha dicho que los ricos resistirían más tiempo que los pobres a los efectos de la huelga mundial. ¡Error! Las riquezas de los ricos no les servirán para resistir. Cuando no haya quien saque a la tierra el sustento cotidiano, los ricos no tendrán que comer, por ricos que sean. El mundo vive al día. La humanidad cuece su pan todas las noches. De nada servirán, cuando se declare el paro, los depósitos existentes. ¿Quién preparará esos escasos víveres para la alimentación, quien los transportará a donde hagan falta? ¿Los soldados? ¿Creéis que les será posible protegerlos y a la vez reanudar el trabajo? ¿Creéis que los que no saben sino matar sabrán criar y producir? ¿Pero creéis siquiera que no dejarán sus fusiles en cuanto vosotros dejéis vuestras herramientas? ¡No! La desolación será instantánea, y la especie humana reducida a sí misma, desnuda y despojada de todas las armas y las insignias de su falsa civilización, será devuelta de repente a la augusta naturaleza de donde ha salido.
¡Juicio final de donde surgirá la sociedad futura! Al fin todos los hombres serán iguales, todos conocerán el dolor, el abandono, el supremo cansancio, la inclemencia del cielo y la inclemencia más dura aún de los corazones. Como en un naufragio en que de pronto, ante el abismo abierto, se muestran las virtudes y los vicios fundamentales de cada uno, el paro manifestará el valor real de lo que cada uno es y de lo que cada uno tiene. Se restablecerá la justicia, porque lo justo es que nos repartamos todos el sufrimiento y la debilidad de nuestra especie frente a lo desconocido. Se remediará la estúpida injusticia de haber hecho caer todos los sufrimientos sobre una sola clase de hombres. Y en la nueva vida los ricos verán de que poco les ha valido su riqueza. Los niños de los ricos tendrán por fin hambre ¡hambre! como la han tenido desde tiempo inmemorial los niños de los pobres, y ¿qué les darán de comer? Billetes, joyas, el mármol de sus estatuas y el trapo de sus tapices. Morderán el oro, y descubrirán llorando que del oro no se vive, que el oro asesina. Los ricos se extraviarán en sus latifundios. Las selvas y los campos ocultarán las osamentas de sus propios dueños y a los pobres los redimirá su número infinito, y el hábito de sostenerse con poco y de soportar todos los males. Ellos, los que penaron siempre bajo el riesgo de sucumbir y bajo la tenaza de la desesperación, resistirán más que los ricos. Pero no se prolongará mucho la experiencia. El capital anulado pasará al proletario: los ex-capitalistas no vacilarán en suplicar a los obreros que resuciten la riqueza, restablezcan el trabajo y pongan otra vez en marcha al mundo. Habremos dominado toda una región del porvenir.
He aquí el papel probable de la huelga en los destinos humanos. Su acción es todavía de corto radio. Usáis de la huelga en pequeños conflictos, en problemas locales, pero no olvidéis que su trascendental misión es llegar al paro terrestre. Todo lo que se haya mantenido en pié hasta entonces se derrumbará. Y la sociedad se transformará de una manera definitiva.
¡Cuántos méritos necesitáis para cumplir tan arduo programa! ¡Cuánto valor, viviendo como vivís bajo la opresión de la fuerza de esa fuerza encargada de velar por las arcas de los avarientos! ¡Cuánta fraternidad, cuanto tesón, para uniros robustamente y caminar juntos hacía la aurora! No se vence a los fuertes sin ser fuerte, y sin serlo de otro modo. Tenéis que ser fuertes a fuerza de ser buenos y justos. No venceréis del hierro por el hierro, por que ese triunfo sería efímero: hay que vencer por la razón. Vuestra fuerza está en la invisible ola de opinión que hace enmudecer a los reyes y paraliza los ejércitos. Deberéis la victoria a la fatalidad de las cosas y no al azar de las armas. Ante vosotros se disolverán las viejas leyes y se desvanecerán como fantasmas los despotismos, cuando en la conciencia universal esté que ellos son la mentira, y la verdad vosotros.
Luchad, pero que no os impulse la codicia. Todos nos damos cuenta que una sociedad en que por cada miembro con la existencia asegurada hay miles y miles condenados a la enfermedad, a la degeneración, a la angustia y a la muerte prematura, y donde son precisamente estos centenares de millones de siervos macilentos los que trabajan y producen, todos comprendemos que esta sociedad está absurdamente constituida, y que si no se regenera de abajo arriba, la alcanzará sin remedio la bancarrota y el desastre. Pero la raíz de todo no es otra que la crueldad y la codicia. La codicia y la crueldad han hecho que en todos los siglos una exigua minoría invente y usurpe el poder, sacrificando a la mayoría indefensa, y que la historia sea una repugnante serie de crímenes. La codicia y la crueldad hacen que cada adelanto de la industria, lejos de favorecer a las clases desvalidas, aumente su tormento. Si sois también codiciosos y crueles, no traeréis nada nuevo al mundo. Si queréis hacer desaparecer el oro, no imitéis a los ricos; no ambicionéis ser rico. No améis el oro. Amar el oro es odiar a los hombres, y no es el odio lo que ha de inspiraros, no es el odio el fecundo, el que engendrará las generaciones nuevas, sino la compasión y la justicia.
Me contestarás que es difícil ser paciente cuando aquí mismo, en un país casi virgen y de benignos rasgos como el Paraguay, se os hace a veces la vida insoportable. Fuera de la capital, donde ahora no obstante, la crisis sume en la miseria a los trabajadores mientras los que no trabajan gastan tranquilamente sus economías, se le explota al obrero sin piedad. Los obrajes son dignos de negreros, y los yerbales son la vergüenza del Paraguay y una de las mayores vergüenzas de América. Sin duda cuando recordáis que un millón de compañeros vuestros, padres de familia, vagan sin trabajo en Inglaterra, y que de los Estados Unidos decenas de miles de inmigrantes, desalojados por las máquinas, regresan al báratro europeo; cuando recordáis que vuestros niños nacen sentenciados y que su débil aliento está colgado del vuestro, mientras que un paso más allá nacen niños con un capital a su nombre en el Banco, la ira os ciega. Ira justa, porque si es terrible que haya hombres ricos y hombres pobres, que haya niños ricos y niños pobres es infame. Pero sed héroes en la emancipación, ya que lo fuisteis en la esclavitud. Grande es amar a nuestros hijos, pero es más grande amar a los hijos de nuestros hijos, a los que no conocemos, a los del radiante mañana. Elevad hasta el firmamento nuestros ideales. No combatamos por codicia, ni por venganza, sino por la fé irresistible en una humanidad más útil y más bella. No desalentéis; empleemos noblemente nuestras vidas pasajeras. Si es cierto que no veremos los más hermosos frutos de nuestra obra, ya florecen bajo nuestros ojos flores de promesa. Los más ilustres pensadores del globo, desde Tolstoi a France, están de vuestro lado. A pesar de las bayonetas, habéis arrebatado ya muchas posiciones al enemigo; posiciones materiales en la contratación del trabajo, y posiciones morales. Se siente universal inquietud. Los menos perspicaces aguardan graves sucesos. Se teme, se espera. Algo salvador desciende por segunda vez a este valle de llanto. Y entre las próximas recompensas de vuestro disciplinado esfuerzo, contad con la paz internacional. No son los cuatro burócratas miopes que sesionan en La Haya los que fundarán la paz, sino la huelga. Los soldados os seguirán y se declararán en huelga. Vosotros les libertaréis del peso de sus armas y trocaréis sus herramientas de matanza por las herramientas de unión y de trabajo.
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Fuente: EL DOLOR PARAGUAYO - Autor: RAFAEL BARRETT. Editorial Servilibro, Asunción - Paraguay , Segunda Edición , Diciembre 2006 (199 páginas).
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