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jueves, 15 de abril de 2010

RENÉE FERRER - CANCION PARA SALVAR UNA VIDA y RETRASO / Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA - TOMO I (A-L) de TERESA MÉNDEZ-FAITH.


CUENTOS de
RENÉE FERRER
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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CANCION PARA SALVAR UNA VIDA
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En un lugar de no sé dónde, un viejo arpista, llamado Miguel, estaba desesperado porque tenía que componer una canción y no se le ocurría nada verdaderamente hermoso. Algo muy extraño sucedía en su cabeza, siempre llena de música.
Aquel día, Don Miguel recibió la visita de un hacendado muy poderoso que dominaba toda la comarca, cuya hija se casaría muy pronto. El opulento señor, a quien envolvía la leyenda de descender de un ogro, conociendo las dotes de Don Miguel, le ordenó que compusiera una canción para el día de la boda. Al salir le advirtió con su vozarrón de mando que volvería por ella a los pocos días.
Don Miguel, halagado por un lado ante tan importante pedido y muerto de miedo por otro luego de semejante visita, decidió escribir su mejor canción. Pero las cosas no resultaron tan sencillas. Trató durante horas con sostenido esfuerzo de combinar las notas de la manera más armoniosa, pero la importancia de la tarea y el recuerdo de la amenaza pronunciada en el momento de la despedida lo paralizaron por completo. Al cabo de infructuosas tentativas el arpista comprobó con desilusión que su cabeza estaba seca y en ella no prendía un solo compás.
Don Miguel se sentía empequeñecido, vacío y, sobre todo, triste. Su fama de músico exquisito, conservada a través de tantos años, se desvanecería sin remedio cuando el malvado señor se enterase de que era incapaz de componer una canción para la boda de su hija, y lo peor: estaba seguro de que le cortaría la cabeza.
El arpista, sin desalentarse del todo, llamó reiteradamente a la inspiración; le suplicó que no lo abandonase en momentos tan peligrosos, pero ésta no aparecía, y hasta temió que hubiera muerto.
Al cuarto día se presentó a requerir la composición en la casa del arpista un mensajero, a quien Don Miguel tuvo que confesarle, muy avergonzado, que no estaba lista. No tardó en aparecer el mismo terrateniente en persona a exigir la entrega de la canción. Cuando comprobó que sus deseos no habían sido satisfechos, la rabieta se dejó oír en todos los rincones de la zona; sus alaridos llegaron hasta los pueblos vecinos y la gente temerosa, se encerró en sus casas a esperar que pasara el temporal de amenazas y sacudones, que dejó al pobre Don Miguel temblando como una hoja friolenta. No era para menos, la advertencia fue clara: si la canción no estaba terminada a la mañana siguiente lo metería en la cárcel y, luego, le cortaría la cabeza.
Aquella noche no se durmió en el rancho de Don Miguel. El viejecito lloraba sin consuelo y la esposa, aunque sentía un gran pesar, trataba de disimularlo para no aumentar su congoja. Las palabras de aliento, sin embargo, no dieron resultado, porque Don Miguel estaba hueco.
Al otro día, tal como lo prometió el siniestro personaje, dos guardias se llevaron al arpista a la prisión. Desde la celda, pequeña y húmeda, Don Miguel miraba el cielo con desesperanza. Le parecía imposible encontrar se privado de su libertad, y para colmo de males, sin inspiración ninguna. Cuando cayó la noche se entristeció más aún, pensando lo poco que faltaba para la ceremonia. Algo debía ocurrírsele a fin de salir con vida, se repetía desconsolado. Pero todos los intentos fueron inútiles.
Cuando el sol iluminó la ventana, interrumpiendo esa noche interminable, Don Miguel miró el día espléndido más allá de los barrotes de la celda y, sobre aquella claridad, vio cinco cables tendidos en el cielo. En medio de su desgracia advirtió cuánto se parecían a un pentagrama. Por un momento, se distrajo de su pena, pero enseguida, poseído de la más honda desesperación, reanudó los ruegos para que se le ocurriera alguna canción.
De pronto, cuando ya creía que su existencia se acabaría irremediablemente, observó con atención unos pájaros que revoloteaban frente al ventanuco del calabozo. Eran negros y redondos como notas musicales y, sobre todo, movedizos y alegres. A Don Miguel le encantó seguir sus giros con la vista. Parecía que esos animales quisieran decirle algo, tanto aleteaban frente a los barrotes. Se acercó más aún a la ventana para observarlos. En ese momento notó que estaban cansados, o por lo menos así lo creyó Don Miguel, porque se posaron en los cables de la luz y se quedaron muy quietos. Le extrañó, sin embargo, que cambiasen de posición de vez en cuando, como si obedecieran a un propósito determinado y misterioso. Su semejanza con las notas, negras y redondas, le hizo pensar en arpegios admirables mientras los contemplaba con deleite.
Una luz brilló de repente en los ojos del arpista prisionero. ¡Era maravilloso! Allí estaba su salvación. Aquellos pájaros habían venido hasta su celda para ayudarlo. Don Miguel comprendió por fin que las avecillas, al mudar de lugar sobre los cables, estaban componiendo una canción. Una canción para salvarle la vida. Tomó el lápiz con rapidez y fue anotando los compases en las hojas que había traído consigo, a medida que las aves le dictaban una deliciosa melodía con sus movimientos.
Una vez que la canción estuvo escrita, los pájaros, dichosos, se alejaron volando, mientras Don Miguel los contemplaba con los ojos húmedos de agradecimiento.
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(Asunción: Ediciones Mediterráneo, 1987)
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RETRASO
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Reconocí su voz, mas no mi cara; su figura era lánguida, muy llovida quizás. Mauricio no se llamaba Mauricio, ni era coincidente la imagen con la suya. Pero existíamos. Éramos tan jóvenes aquella siesta. Apresurados entramos al departamento, porque se nos hacía tarde y habíamos olvidado las luces encendidas. Me gustaba el corredor con sus apliques modernos, las puertas de nogal y el tapete beige del saloncito, donde mirábamos pasar el tiempo sobre las leñas. Recostados uno contra el otro, lo mirábamos pasar, como desde el fondo de una pecera, desdibujado y remoto.
El invierno es la estación propicia para las confidencias, el chocolate espeso y aquella manera cómplice de deshacer y recomponer las cosas. Nos habíamos casado un año atrás, y nuestra unión flotaba como una mariposa ingrávida entre las paredes claras de aquel departamento, ni muy estrecho ni muy amplio, que de a ratos parecía perder sus límites, extendiéndose indefinidamente sobre una ciudad que siento mía, sin conocerle el nombre. Esa certeza de crecer, me fascina. Desde adentro de mí, crecen también las cosas, las habitaciones, el deseo; fagocitando cada suburbio, toda puerta, cualquier tristeza.
Algo extraño ronda el interior de las ventanas; parpadea sin asombro desde el espejo; me gratifica: la sensación de una perfecta felicidad.
Era como si yo no fuera, o fuese en otra parte; como si entre Mauricio y yo estuviera tendido un puente por donde transitasen nuestros pensamientos sin barreras ni equívocos, corroborando la inutilidad de la palabra. Como un conocimiento de precisión radiográfica; un ballet de sentimiento y certidumbres que va dejando a cada paso los actos en su sitio; un saberse desnudo desde adentro, con una desnudez que no perturba.
Me gustaban mis muebles y su boca. La aceptación de mi rostro plano y anguloso, donde sonríe con placidez entera una satisfecha indiferencia. Nada me importa. Nadie me preocupa. Estoy fuera del tiempo; en otro espacio; sin fuerza capaz de alterarme después de apagar las luces. Simplemente soy en la dicha.
De repente en el reloj son más de las cuatro. Algo me desprende de algún lugar y me reintegra. Me despierto atolondrada, mientras desde el espejo me mira mi propia sombra envejecida. Reconozco mi cauce y me apresuro, porque hoy es día de visitas, y llegaré a la cárcel con media hora de retraso.
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(Asunción: Arandurã Editorial, 1993)
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Fuente:
NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L)
Autora:
TERESA MÉNDEZ-FAITH
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
Intercontinental Editora,
Asunción-Paraguay 1999. 433 páginas.
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