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miércoles, 14 de abril de 2010

RODRIGO DIAZ-PEREZ - VIAJE / Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L) de TERESA MÉNDEZ-FAITH.

CUENTO de
RODRIGO DIAZ-PEREZ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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VIAJE
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El lodo hacía difícil caminar y los nubarrones agresivos indicaban claramente que seguiría lloviendo. Tenían la ropa empapada y la espera era agobiante. Lo poco que lograron salvar, cabía en dos valijas de tamaño mediano. No hablaban. Algunas serias eran suficientes para el tipo de comunicación que precisaban. Después de una larga espera, divisaron por fin un enorme bulto gris opaco que avanzaba hacia ellos. Era el camión. La esperanza renacía. El niño suspiraba ansiosamente y comprendía al mirar el rostro de su madre que una ilusión volvía a comenzar. Ella no tendría más de treinta años, pero aparentaba más edad con su cara ajada por surcos incipientes, que parecían acentuarse aún más con el sudor y el polvillo pegajoso.
Pusieron las maletas en el medio del camino. Ya habían pasado dos camiones anteriormente sin detenerse. Estaban repletos de pasajeros. El niño era flaco, de tez morena y pálida, de movimientos torpes y de cara triste. Tendría ocho años o quizá menos. Dejaron el rancho de paja con dos frescos túmulos. Uno, el que contenía los restos de don Agustín, era más grande y sobresalía más que el otro, bien pequeño, el de León, recién nacido que no pudo soportar las privaciones del sitio.
La guerra había terminado y no les restaba otro recurso que ir a la ciudad. En la chacra, nada quedaba que fuese de valor. Todo era un montón de recuerdos humeantes, desolación y tristeza a la que querían dar olvido con la evasión, la fuga definitiva.
Doña Lucía no vio otra alternativa. Tenía parientes y amigos en la ciudad. No sufriría allí el miedo que le inspiraban los desmovilizados, a veces abusivos, que asomaban ocasionalmente en el paraje, completamente despistados después de varios años de ausencia.
El camión llegó medio agonizante y se detuvo, casi llevándose por delante las valijas.
-¡Saquen esas porquerías del camino! Doña Lucía, implorando se acercó al chofer:
-Señor, ¿nos lleva a la ciudad por favor? ¡Tenemos para pagar el pasaje! ¡Por favor, señor, tenga compasión!
No hubo respuesta inmediata. Pasaron unos segundos tremendos. La cara agobiante de doña Lucía logró apaciguar al chofer.
-Señora, yo manejo un camión colmado hasta el tope. No entra nada más, créame.
-Haga un esfuerzo, se lo suplico de nuevo. El pueblo está vacío.
-¡Qué cosa más molesta! ¡Yo no sé de dónde nacen tantos mendigos!
-Ya le dije, señor, que tenemos forma de pagar el pasaje...
No bien concluyó de hablar, del pliegue de entre los senos sacó un manojo de billetes -especie de húmeda gelatina amarillenta- y los desenrolló frente al chofer, quien siguió un rato titubeante y finalmente bajó del camión con definitiva resignación, empujó las dos valijas en el agujero lateral de los bultos y apretó a los nuevos pasajeros contra la masa humana que iba con él. El camión recomenzó la marcha. El chofer miró su reloj. Por lo menos seis horas más para llegar a la ciudad. No recordaba cuándo había salido y tenía muchas ganas de volver.
Consiguió doña Lucía atajarse de una barra de madera que desde el techo servía de asidero. El niño se amarró primero a su cintura pero como ello no le daba suficiente estabilidad, se colgó después de sus piernas como pudo. El calor hacía muy denso el poco aire que sobraba. Los colores ácidos y pegajosos de los pasajeros, quienes también como ellos venían huyendo y las caras herméticas que alcanzaba a ver de vez en cuando, la habían intimidado en cierta forma. Decidió seguir callada, padeciendo lentamente el correr de los tumultuosos kilómetros. Una voz tronó desde un asiento, cerca del chofer:
- ¿Por qué tiene que seguir cargando a todo el mundo? ¿No ve que ya no entra más nada ni nadie en este su miserable camión? ¿No le importa nuestra comodidad? ¿A quién se le ocurre actuar de ambulancia, cuando lo que pagamos es un servicio de transporte?
Doña Lucía tembló. Durante algunos segundos creyó que sus fuerzas la abandonaban. Tenía miedo, pues no sabía quién era el que tan bruscamente levantó la voz y rompió el silencio. El chofer no dijo nada. Con sus dos manos en el volante, seguía avanzando. Comenzó a llover. Era una región diferente, y el barro rojo reemplazó al gelatinoso lodo gris de horas atrás. Gemía en primera el viejo motor, una queja casi humana. A veces parecía que se iba a trancar entre las sacudidas violentas y las convulsiones penosas. Afuera, no se veía nada. La lluvia arreciaba con furia. La misma voz gruesa volvió a estallar:
-Estos camiones deberían pasar al museo de antigüedades, por viejos, por inservibles. ¡Ya los dueños, a la cárcel, por desconsiderados! Le contestó un cura, con voz firme:
-Si no le gusta el camión, ¿por qué no baja? ¿No se da cuenta Ud. que el pobre chofer está haciendo hasta lo imposible?
No hubo respuesta a las palabras del cura. Parecía un cura de campaña, de esos que últimamente organizan a los campesinos en las Ligas Agrarias Cristianas. Su sotana era de color negro verdoso con roturas visibles. Su gesto, amable, pero firme. Miró al gritón sin ánimos de pelea, como tratando de expresarle un mensaje conciliatorio. El camión siguió trepidando entre el barro y las hondonadas.
Doña Lucía apenas se sostenía. El sudor le corría por la frente y le mojaba todo el cuerpo. El pequeño, de repente, cayó al piso del camión totalmente exhausto, acabado. Lo sintió la madre en su aflojamiento paulatino, como si sus piernas se hubiesen liberado de algo, un desprendimiento que la dejó por un instante sin respiro y aterrorizada. Trató de levantarlo, pero ni un solo resquicio sobraba. Pidió ayuda a una señora obesa, quien también venía sufriendo las peripecias del viaje. Se hizo un pequeño espacio y levantaron al niño. Tenía la cara blanca, la piel muy fría y la frente cubierta por gotitas de sudor. Respiraba con dificultad. Doña Lucía sólo atinó a soplarle la cara. Alguien le dio un abanico. El camión seguía sus tremendos tumbos y el equilibrio era casi imposible. Los pasajeros entrechocaban unos con otros. Para sorpresa de todos el de la voz dura y desagradable, se levantó:
-Haga sentar al niño. Yo también tengo un hijo, señora...
Este acto inesperado sorprendió a la madre, quien colocó al hijito en el asiento. Al poco rato, al poder cambiar de posición y descansar, el pequeño se reanimó y al ver al gritón parado, le quiso dar el asiento.
-No mi hijo, sentáte no más.
***.
El chofer de repente detuvo el camión. No se escuchaba sino el recargado ritmo, medio jadeante, de la respiración de los pasajeros.
-No sé dónde estoy. Hace rato que vengo tratando de orientarme y no alcanzo a ver huellas conocidas. Voy a bajar a mirar el camino, para ver si algo logro reconocer. Realmente este paraje es extraño.
-Esto es el colmo- volvió el de la vozarra. - ¡Este bendito chofer no sabe adónde vamos ni dónde estamos!
El chofer no le hizo caso. Lo ignoró. Bajó del camión lentamente, con una rara calma. Había cesado la lluvia. Las gotas dibujaban delicadas filigranas en los vidrios de las ventanillas. Los pasajeros bajaron ordenadamente. Era una felicidad inhalar el aire puro de afuera, refrescado por la lluvia y no se preocupaban de nada. La tregua les venía a tiempo y muchos de ellos creyeron que el chofer se había apiadado de tan horrendo calor y les daba este respiro. Doña Lucía pensó en su marido, en el dulce olor de los cocoteros en flor y en la fragancia de la tierra roja, cuando arrancaba los bulbos gruesos y los raigones de la mandioca. Salió tanta gente del camión, que el chofer se asustó. ¿Cómo volverían a entrar? Pero -en medio de sus conjeturas- lo más importante para él era saber dónde estaba. Avezado en el duro oficio de manejar entre zanjas y arroyos, le desconcertaba la geografía tan tremendamente distinta y nunca vista. Y no estaba dispuesto a retornar ni a seguir. Vino el cura, quien le sugirió:
-Sigamos. Vámonos a cualquier lado. Algún refugio hallaremos. El chofer lo miró con asombro.
-¿Cómo a cualquier lado? Corremos el riesgo de perdernos en el desierto. Y la gasolina que sobra en el tanque apenas alcanza para llegar a la ciudad, si supiéramos el camino con precisión.
El de los gritos no pudo contenerse:
-¿Qué? ¿Que nos va a dejar plantados? ¡A quién se le ocurre! Yo tengo que ver al señor ministro mañana, aunque siga tronando. Es una cita ineludible, ¿entiende?
Cierto tono de aflicción y de nerviosismo se había adueñado de su voz. Ya no era explosivo ni violento. Estaba sencillamente aterrorizado. El cura volvió pausadamente. Traía un mapa enorme en las manos y llamó al chofer. Conferenciaron un rato. Después, sin perder el ánimo, volvió a enrollar el mapa. Sus ademanes eran serenos. Concluyó:
-Tendremos que esperar auxilio. El chofer parecía resignado.
-Deberíamos volver -dijo- pero lo malo es que tampoco sé el camino de vuelta. Y mañana el sol saldrá como siempre después de las lluvias, picante y terrible.
El gritón estaba escuchando el diálogo entre el cura y el chofer. No pudo con su genio:
-Pero si éste es un camino desconocido y raro, ¿de quién espera auxilio? ¿A quién se le va a ocurrir venir a buscarnos?
El chofer, mirando fijamente hacia la loma que parcialmente tapaba el horizonte, sin dudar del valor de sus palabras, contestó:
-Bueno, Dios no irá a abandonarnos en este apremio, ¿verdad?
-¿Cómo, ahora dependemos de Dios? ¿Qué es eso? Yo creí que su desorientación era momentánea, cosa de mirar la ruta en el mapa y seguir. No respondió el chofer en forma inmediata. Aspiró hondamente el aire fresco, miró a los pasajeros tendidos por todos lados y contestó:
-Ya no hay ruta. Los mapas no valen. Es peor, teóricamente ya llegamos, aunque esto parezca una locura. Es el fin. Además, permítame señor que le diga una cosa: no es solamente ahora cuando dependemos de Dios...
El cura escuchó al chofer. Lentamente se separó del grupo y comenzó a caminar en silencio. El chofer y el gritón seguían sus discusiones teológicas, mientras los demás pasajeros, un centenar acaso, desperdigados, esparcidos y caídos o reclinados a la orilla del camino fangoso algunos, otros tirados bajo el tendal natural ofrecido por los árboles próximos, no demostraban mayor importancia a lo ocurrido. Se había apoderado de ellos una rara inercia, una mezcla de sopor y fatiga, como si hubiesen cesado de pensar. El chofer lentamente comenzó a caminar cuesta arriba. El cura, desde lejos, le gritó:
-¿Adónde va? ¿Y nosotros?
No contestó el chofer. Siguió su ascensión, hasta que llegó a la parte más elevada de la loma. Miró hacia abajo y vio el espectáculo de su camión y sus pasajeros desparramados e hizo una señal con la mano derecha en alto, agitándola. Era un gesto amable, como el adiós que se hace cuando un barco se está separando lentamente de las amarras que lo atan al muelle. Después, se perdió de vista. Los pasajeros, agobiados por tan prolongada agonía, ni siquiera notaron su deserción. Al cabo de media hora o menos, quedaron dormidos plácidamente. No se escuchaba queja alguna. Un viento refrescante soplaba desde el sur.
El cura encendió un cigarrillo y dio una honda fumarada que debía haberle llegado hasta el fondo de sus entrañas. Miró el cielo azul oscuro, con algunas estrellas. La noche se venía apaciblemente. Apagó el cigarrillo recién prendido y se sentó sobre el césped húmedo. Después se tiró de espaldas y al poco rato quedó profundamente dormido.
A la mañana siguiente, en contra de las predicciones, amaneció nublado. El cura se despertó con una tremenda fatiga. Miró hacia la loma y con gran sorpresa, vio la silueta apenas dibujada, de un hombre que venía bajando. Se levantó y fue hacia él. El extraño cargaría unos treinta y cinco años o menos. No bien vio al cura, le habló con voz decidida y convincente:
-No se preocupen ya más. Los llevaré de vuelta. Conozco el camino.
El cura demostró su asombro con una pregunta:
-¿Quién es usted y cómo sabe nuestros problemas?
El aparecido, con una rara sonrisa, y en forma enigmática, no contestó. Observó el camión, miró a los pasajeros y les gritó:
-¡Súbanse, que vamos a la ciudad, ahora mismo!
Se produjo una zozobra colectiva, y en pocos minutos las dos puertas de acceso al camión, se vieron colmadas por los ansiosos pasajeros. Cuando doña Lucía iba a subir con su hijito, el extraño le dijo:
-Déjeme el niño. Yo me encargo de él. Usted súbase y pronto, que quiere llover.
Una vez que todo el pasaje hubo ocupado los posibles espacios del camión y antes de que comenzaran a sufrir el efecto de la aglomeración, el estruendo del motor recomenzó su euforia. El nuevo chofer tenía una gran confianza y manejaba a una velocidad poco común. Los árboles apenas mostraban sus troncos húmedos y marrones. Parecía que volaban. El cura, que iba sentado al lado del chofer, le llamó la atención:
-Me parece que va muy rápido para un camino tan lleno de agujeros.
-No se preocupe. Yo sabré cuándo detener el velocímetro.
Después prosiguió:
-Se imagina usted -miró al cura fijamente- ¿cómo supe de ustedes?
-No. Verdaderamente no me lo sospecho. Cuéntemelo.
El chofer siguió conduciendo, siempre a velocidades increíbles. El camión, por momentos, rozaba las copas de los árboles. Sonriendo con dulzura dijo:
-Pasaba por la Gruta del Olvido, que está debajo del quebracho, al otro lado de la loma, y hallé a un hombre muy triste que lloraba amargamente. Me contó que se había perdido y me habló de ustedes.
El camión definitivamente se desplazaba por encina de los árboles, que se veían pequeños, verdes y brillantes desde las ventanillas. Prosiguió el chofer:
-Entonces le miré los ojos y vi en ellos una infinita aflicción.
- ¿Y?
El cura miró al chofer. Estaba convencido que era de cristal. Transparente y azuloso.
-Sé que le va a ser difícil creerme -dijo el chofer- pero hice lo que un ángel debe hacer en dichas circunstancias.
-No le entiendo. Explíquese por favor.
Detuvo el camión por un instante, y una vez vuelto a tierra contestó con una voz bien modulada y sin altibajos:
-Me arranqué las alas y se las di. Cuando lo vi volar de lejos y remontarse hacia las nubes, me sentí muy feliz devolver a tierra. Extrañaba a mi hijo.
Contempló al pequeño, que seguía en su regazo, le sonrió suavemente, en forma apenas perceptible, y volvió a poner el motor en marcha...
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Ann Arbor, 25 de abril de 1980
De: Ruidos y leyendas (Palma de Mallorca, 1981)
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Fuente:
NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L)
Autora:
TERESA MÉNDEZ-FAITH
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
Intercontinental Editora,
Asunción-Paraguay 1999. 433 páginas.
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