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jueves, 8 de abril de 2010

SANTIAGO TRIAS COLL - ADRIANA / Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY TOMO II (M-Z) de TERESA MÉNDEZ-FAITH


CUENTO de
SANTIAGO TRIAS COLL
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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ADRIANA
La pequeña Adriana me anduvo buscando desesperadamente. Durante cinco días no cesaría de indagar sobre mi paradero, preguntando a la gente del barrio hasta lograr encontrarme. Al final, su insólita tenacidad y, sobre todo, la enorme gratitud que sentía hacia mi persona, conseguirían que ambos nos reuniéramos de nuevo. Los encuentros cotidianos antes de perdemos de vista, tuvieron lugar a partir de las primeras fechas de agosto. A lo largo de un mes y medio, día tras día Adriana se presentaba en la misma esquina de la calle Constitución, muy cerca de un restaurante familiar donde yo solía acudir a la hora del almuerzo. Allí su tímida figura esperaba la llegada de mi coche aguardando pacientemente el cruce de nuestras miradas. Cuando esto ocurría, en su boca se dibujaba una tierna sonrisa al tiempo de agitar su mano para saludar. Luego partía al galope desapareciendo hasta el mediodía siguiente. Pero esta rutina se rompería súbitamente a partir de la tragedia que me tocara sufrir cuando me sobrevino el accidente en la ruta Transchaco y el coche quedara hecho añicos tras el impacto con una vaca negra que yacía sobre el asfalto.
Todo empezó un mediodía de frío intenso que trajo consigo un repentino viento Sur. Pienso que aquél fue el día más gélido del año. Las gentes habían desempolvado camperas y abrigos que utilizaban ocasional mente cuando se dejaba sentir en algunas fechas de julio la crudeza del invierno austral paraguayo.
Como de costumbre, mi coche quedó estacionado en una parte de la vereda muy cercana a la entrada del restaurante. Desde el interior del local Jorge ya había percibido el sonido inconfundible del achacoso motor que parecía agonizar bajo el peso del tiempo y de innumerables kilómetros recorridos por malos caminos. Jorge tenía mi mesa preparada, un solo plato y una sola silla, nadie solía acompañarme durante el almuerzo, tan sólo cruzaba de vez en cuando algunas palabras con el dueño, quien solía ponerme al corriente del último chiste que le contaran. Ese día, Guido permanecería tras el mostrador sin acercarse a mi mesa, era la señal evidente de que carecía de algún chiste nuevo.
A través de la puerta acristalada apenas se distinguían algunas imágenes confusas a causa del vaho que empañaba los vidrios. Sin saber por qué, froté uno de esos cristales y pude distinguir por vez primera la figura de una criatura que merodeaba por los alrededores. Jamás olvidaría la crueldad de aquella escena que me tocó vivir desde un confortable ambiente caldeado por varias estufas distribuidas en el local. La pequeña llevaba puesto un vestido mugriento que alguna vez sería blanco, me dio la impresión que la tela debía ser fina y casi translúcida, pero en cualquier caso terriblemente fría. Más tarde, llegaría a saber que Adriana también dormía todas las noches con su único vestido. La seguí unos minutos con la mirada y no tardé en percatarme que caminaba con cierta dificultad cojeando de su pierna derecha. En cada ocasión que un transeúnte pasaba a su lado, le perseguía unos pasos con su mano extendida implorando unas monedas, aunque parecía que la suerte se negaba a favorecerla aquel día, todos seguían su marcha sin apenas reparar en ella. En cierto momento me dirigí a Jorge para preguntarle:
-¿Quién es esa chiquilla?
-No tengo idea, es la primera vez que la veo por aquí.
-Debe estar muerta de frío -añadí.
-Esto habría que decírselo a los padres, ellos son los que largan a las criaturas a la calle para mendigar -replicó el camarero en un tono medio indiferente.
-Parece ser que renguea.
-Creo que tiene una herida en el pie, cuando camina se apoya sobre el talón.
Jorge se alejó para atender a otra mesa que reclamaba más vino, mientras tanto, mis ojos no se apartaban de aquella pequeña infeliz cuya mirada casi ausente se perdía en los rincones de la calle y, en ocasiones, en las nubes que salpicaban el cielo. Varias veces vi cómo se frotaba las mejillas para sacarse algunas lágrimas de frío disolviendo en el rostro la suciedad acumulaba en sus manos, tras Dios sabe cuánto tiempo de no tocar un jabón.
Aquel día no terminaría mi almuerzo. No era la primera vez que sentía un nudo en el estómago, pero jamás como entonces se había manifestado con tal crudeza. Lo cierto es que al despedirme de Guido no tenía intención alguna de interesarme por la niña, aunque en algún momento llegué a pensar en darle monedas sueltas si por ventura se me acercara. Así fue.
-¿Vos tenés plata para mi cuaderno?
Esas fueron las primeras palabras que escuché de Adriana cuando alguien tiraba suavemente de mi pantalón a la altura de la rodilla. Al voltear mi cabeza me encontré con un rostro angelical, la belleza natural de aquella criatura abandonada a su suerte desbordaba lo imaginable. No importaba la mugre que cubría su piel ni la aspereza de sus cabellos ni los dientes malogrados por falta de calcio. A pesar de todo ello, Adriana parecía un ángel sucio caído del cielo. Sus ojos negros como la noche apuntaban a los míos a la espera de una respuesta...
-¿Cómo te llamas? -pregunté, mientras mis manos hurgaban sendos bolsillos de mi abrigo buscando monedas.
-Adriana.
-Y, ¿cuántos años tienes?
- Seis.
-¿Ya vas al colegio?
-No.
En ese instante, y casi involuntariamente, mi vista percibió una notable hinchazón que aparecía en uno de los pies desnudos de Adriana. La pregunta salió sola:
-¿Qué te pasó en el pie?
-No sé... me clavé un cristal... ¿vos tenés plata para mi cuaderno?
-Y, ¿duele mucho?- continuaba cuestionando al tiempo de mostrarle una monedas.
-Sí me duele.
-¿Cuándo te clavaste el cristal?
-No me acuerdo.
Aún disponía de tiempo por delante. En ese día de julio, todavía no se habían agotado las dos horas de rigor que habitualmente transcurrían en una larga sobremesa leyendo de la primera a la última página de un matutino. Aún hoy ignoro la razón del extraño impulso que me arrastrara a tender una mano a la diminuta desconocida. La verdad es que nunca brillé como modelo caritativo ni tampoco era demasiado propenso a dejarme sensibilizar por escenas desgarradoras, pero, aquel día, tomé en mis brazos a la pequeña Adriana y la introduje en el coche sin mediar palabra. Ella no replicaría.
Cinco minutos transcurrieron antes de llegar a "Primeros Auxilios", un centro asistencial gratuito donde iban a parar un buen número de tragedias diarias... La alternativa de una clínica privada, acudiendo en compañía de una criatura inmunda, me provocaba una vergüenza inconfesable. Aquélla era la segunda vez que ponía los pies en tan lúgubre lugar, la primera preferiría guardarla en el olvido. Adriana apenas abrió la boca a lo largo del breve trayecto, tan sólo respondía con parcas palabras a unas preguntas machaconas sobre detalles de su herida. El pie de la niña tenía un aspecto horripilante.
Eran las dos de la tarde. Los bancos de madera apostados en el corredor que precedía a la sala de urgencias, se encontraban repletos de enfermos y familiares quienes aguardaban pacientemente su turno. Anduve buscando algún personaje de bata blanca pero ninguno aparecía. Al fin, doblé mis rodillas y mi boca se puso a la altura de los oídos de Adriana, con voz suave le susurré:
-Espera aquí, mi pequeña, no te muevas, enseguida regreso. Luego, sin pensarlo- dos veces, penetré en la sala de urgencias ante la mirada atónita de aquellos desdichados cargados de resignación y dolor. El espectáculo que me tocó contemplar no era nuevo para mí. Las cuatro camillas de siempre estaban ocupadas por pacientes, si bien, tan sólo dos jóvenes médicos recientemente egresados de la facultad intervenían a heridos casuales suturando cortes y desinfectando sucias lesiones. Me dirigí a uno de ellos, era rubio, aparentemente traslucía bondad:
- ¡Por favor, tengo una urgencia!
-Aquí todos los casos son urgentes -objetó-, pida su turno a la enfermera.
-¿Qué enfermera?
-No sé, búsquela.
Lo que siguió después casi me costaría un serio disgusto. Con voz entrecortada por la rabia, exclamé:
-¡Tengo plata...!, ¡yo puedo pagar...!, ¡necesito atención médica para una criatura...!, ¡es urgente!
El médico rubio sufrió un sobresalto y el apósito que ocultaba una úlcera abierta se precipitó al suelo. Sin duda alguna, yo había sido el causante de aquel percance al importunarle de forma intempestiva....
-¿Ve usted lo que ha conseguido?- se lamentó en voz baja.
-Lo siento... lo siento muchísimo, ha sido mi culpa... pero esa pequeña que está ahí afuera...
Los ojos azules de aquel médico rubio, cuyo nombre no logro evocar, se fijaron por vez primera en ese loco que había invadido abruptamente la sala de urgencias, nada menos que uno de esos santuarios donde siempre deambularon los primeros pasos de aquellos que cumplían su internado, tras haber recibido el flamante título de doctor en medicina. Creo que en algún momento le infundí pena o compasión, algo realmente insólito porque, a pesar de su apariencia imberbe, el joven médico ya había pasado por toda suerte de calamidades y tragedias, alcanzándole sin quererlo ni desearlo una madurez prematura en su profesión. Cuando escuché sus palabras, apenas podía creerlo.
- ¿Es realmente grave?
-Creo que sí.
-Traiga a la pequeña, la atenderé después que termine con esto.
-Gracias doctor.
No me contestó.
Mientras un auxiliar retiraba la sábana manchada del paciente anterior, yo sostenía en mis brazos a una criatura aterrada por el escenario que aparecía ante su vista. Adriana nunca había presenciado hasta entonces una sala de urgencias donde se practicaba todo tipo de curaciones, algo así, debería pensar la pequeña, como un taller donde se reparan las personas que se hicieron daño. En el momento que el auxiliar me indicara que ya podía depositar a la niña sobre la camilla, Adriana se aferró tenazmente a mi cuello rodeándolo con sus brazos. No fue fácil zafarme de ella. El médico comenzó a limpiar la planta del pie con algodones empapados de antiséptico, lentamente iba abriéndose paso entre la mugre hasta que apareció nítidamente la horrible lesión. En momento alguno Adriana separaba su vista de mí, parecía que imploraba socorro y me suplicase que no la lastimaran.
-Esto no es ningún vidrio -afirmó el médico terminantemente.
-¿Qué es entonces? -pregunté.
-Fíjese usted en esta fístula que supura pus.
En este momento, presionó levemente con sus dedos el contorno de la herida y fluyó un humor amarillento.
Adriana soltó un grito de dolor.
-No me cabe duda-apuntó el médico-, se trata de un pique.
-¿Pique?
-Sí, es un parásito de la familia de las pulgas que penetra en el interior de la piel. Si no se trata a tiempo, el pique llega a provocar auténticos desastres. Esta criatura lleva así un mes como mínimo. El parásito ya ha tenido tiempo de reproducirse y formar colonias a su alrededor. De cualquier manera, lo más urgente es detener la infección y aplicar de inmediato la antitetánica.
-¿La va a curar, doctor?
-Por supuesto, abriré y limpiaré lo que queda, aunque no sé lo que voy a encontrar cuando corte.
Sujeté con firmeza la mano derecha de Adriana, ella presionaba la mía con toda la fuerza que sus seis años le permitían. El auxiliar colocó al costado de la camilla una bandeja con instrumental recién esterilizado. El médico seleccionó un escalpelo.
-¿No va a anestesiar, doctor? -cuestioné en voz baja.
-Es innecesario, la parte donde practicaré la incisión está necrosada y es insensible, sólo le dolerá un poco en el momento de limpiar.
-Está bien doctor.
Luego me retiré con el pretexto de ir a comprar los medicamentos que el médico rubio me anotara en una receta. Mi cobardía ante ciertas escenas que se avecinaban, prevaleció sobre la angustia y desesperación que la pequeña Adriana debería soportar cuando la abandonara a su suerte y en manos de extraños.
Al reaparecer en escena, la camilla donde habían intervenido a la niña ya estaba ocupada por otro paciente.
Ella se encontraba sentada en una silla de cuerina esperándome, sus pies no alcanzaban el suelo, su mirada apuntaba al vendaje que envolvía la herida.
-Todo listo -señaló el médico tras inyectar el suero y la vacuna antitetánica en ambas nalgas -. He tenido que hurgar profundamente, pero pienso que la zona ha quedado bien desinfectada. Tráigame a la criatura dentro de tres días para la segunda cura.
-Cómo no, doctor... ¿Cuánto le debo?
-No me debe nada, las curaciones aquí son gratuitas. Los pacientes sólo deben pagar o aportar los medicamentos, esto es todo.
-Pero, doctor... me gustaría recompensar...
-No insista, por favor -me interrumpió-. Y ahora, si me lo permite, tengo muchas cosas que hacer.
El Parque Caballero se mostraba prácticamente desierto. A esa hora, media ciudad todavía dormitaba la siesta y el tiempo se me venía encima, ese día llegaría tarde a mi trabajo. Adriana me iba señalando el camino hacia su casa. Yo conocía los jardines del Parque Caballero, pero jamás me había acercado al conjunto de chozas que se hacinaban en el extremo Este, muy próximas a la ribera de la bahía asuncena.
-Esta es mi casa -indicó al fin Adriana, señalando una minúscula chabola de madera pintada de verde.
La puerta estaba abierta y asomé medio cuerpo en el umbral. Al divisar el interior de la morada de Adriana, se me encogió el corazón. En aquel diminuto espacio tan sólo aparecían tres camastros cubiertos con frazadas de borra, dos de ellos estaban ocupados por cuatro criaturas que dormían profundamente, el tercero y más grande era el lecho de los padres, allí, justamente, se encontraba recostado el cabeza de familia completamente ebrio y con los ojos abiertos.
-¿Es usted el papá de Adriana? -pregunté ingenuamente.
-Regüerupa pirá’piré... (¿Trajiste plata?) –se escuchó del hombre dirigiéndose a su hija e ignorándome por completo.
-Peteí quinientos, papá... (Quinientos guaraníes, papá) -contestó la pequeña.
-Mitacuña'í ate'y... (Chiquilla haragana) -concluyó el padre. Quince minutos después, me despedía de la madre quien parecía no salir de su asombro ante algo que no era demasiado habitual. En este tiempo, le explicaría tres veces consecutivas cómo administrar los antibióticos al tiempo de recordarle la repetición de la antitetánica, la cual debía ser administrada de nuevo a los treinta días.
Salí de la casa con verdaderas ansias de desaparecer de aquel infierno, pretendía llegar a mi coche y esfumarme de un entorno capaz de liquidar anímicamente a cualquiera, pero no lo conseguí... Adriana llegó hasta mí brincando con su pierna izquierda hasta alcanzarme.
-¿Me vas a venir a buscar en tu coche...?
Estas palabras, moduladas con un hechizante tono angelical, llegaron a seducir mi espíritu adormecido con tal intensidad que me desarmaron por completo... luego siguió un entrañable abrazo.
-Sí, mi pequeña, si tus padres están de acuerdo, te recogeré el jueves para que te curen otra vez.
Al tercer día, me presentaría de nuevo en el Parque Caballero para cumplir con Adriana. Ella estaba convencida que acudiría a la cita, tal era así que desde tempranas horas de la mañana permanecería esperándome en la vereda apoyando el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda... de esta forma obedecía la orden del médico rubio, quien le había advertido de no tocar el suelo con su pie lastimado.
El calendario marcaba las primeras fechas de agosto, era un viernes, la herida de Adriana se hallaba virtualmente curada. A partir de entonces los encuentros serían cotidianos, jamás faltaría a la cita que tenía lugar a la hora del almuerzo. Ella, como siempre... "me aguardaría en la esquina opuesta esperando pacientemente el cruce de nuestras miradas, para sonreírme tiernamente y agitar su mano lanzando un saludo antes de partir
Adriana logró encontrarme a partir del quinto día que nos perdiéramos de vista... ese fatídico día de mi accidente en la ruta Transchaco que aconteciera a mediados de setiembre. Desde entonces, ella jamás olvida robar una flor fresca de alguna tumba vecina, para colocarla devotamente sobre la mía a la hora del almuerzo.
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De: Revista Jazmín. Cuentos, N° 5 (Asunción, 1994)
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Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY TOMO II (M-Z)
Autora:
TERESA MÉNDEZ-FAITH ,
Intercontinental Editora, Asunción-Paraguay 1999.
De la página 441 a la 847.
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
Enlace a:
NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L)
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