Sociedad de Escritores del Paraguay
y la CAPEL
Cámara Paraguaya de Editores, Libreros y Asociados,
LIBREROS Y ASOCIADOS
(Enlaces a sus espacios de promoción en
www.portalguarani.com )
© Concurso de Cuentos HELIO VERA
.
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CAPEL
Cámara Paraguaya de Editores, Libreros y Asociados.
Ayolas 129 - Manzana de la Rivera
Telefax: 595 21 497 352
Email: capel.camara@tigo.com.py
Asunción - Paraguay
.
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Ayolas 129 - Manzana de la Rivera
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SEP
Sociedad de Escritores del Paraguay
Ayolas 129 - Manzana de la Rivera
Telefax: 595 984 126 086
Email: info@sociedaddescritoresparaguay.com
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Asunción - Paraguay
Diseño de portada y diagramación de interior:
Sociedad de Escritores del Paraguay
Ayolas 129 - Manzana de la Rivera
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Asunción - Paraguay
Diseño de portada y diagramación de interior:
Bertha Jerusewich
Ilustraciones de Portada:
Ilustraciones de Portada:
JORGE OCAMPOS
Edición: 1000 ejemplares
Edición al cuidado de la SEP
Asunción - Paraguay Diciembre 2009
Hecho el depósito que marca la Ley N° 1328/98
ISBN: 99953-0-162-0
Edición: 1000 ejemplares
Edición al cuidado de la SEP
Asunción - Paraguay Diciembre 2009
Hecho el depósito que marca la Ley N° 1328/98
ISBN: 99953-0-162-0
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ÍNDICE
Primer Puesto :
-. "LA TORMENTA" de PEDRO GODOY
Segundo Puesto
-. "FLORES EN LA PLAZA" de RICARDO KROPFF GÓMEZ
Tercer Puesto
-. "JAZMÍNES ROTOS" de NATALIA GONZÁLEZ
Mención de Honor
-. "TE ATRAPÉ" de ANA INÉS SALSA
PRIMER PUESTO
ÍNDICE
Primer Puesto :
-. "LA TORMENTA" de PEDRO GODOY
Segundo Puesto
-. "FLORES EN LA PLAZA" de RICARDO KROPFF GÓMEZ
Tercer Puesto
-. "JAZMÍNES ROTOS" de NATALIA GONZÁLEZ
Mención de Honor
-. "TE ATRAPÉ" de ANA INÉS SALSA
PRIMER PUESTO
"LA TORMENTA"
de PEDRO GODOY
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de PEDRO GODOY
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- Mira eso Miguel - me gritó desde el patio mi mujer, señalando a lo lejos el tinte gris oscuro que iba adquiriendo el horizonte. Enero transitaba lentamente sus treinta y un cuentas de fuego. Las nubes semejaban gigantescos embudos inertes, enfrentados boca con boca en las alturas. Pero, imperceptiblemente, avanzaban con lentitud sobre nosotros. El clima se había hecho insoportable aquella tarde. La pradera acostada a los pies de la colina - en cuya cresta se erguía nuestra casa - ardía en temblorosas reverberaciones transparentes. Todo estaba sumido en una sofocante calma a esa hora. Sólo se oía, de vez en cuando, el gritillo ahogado de los niños correteando en el piquete, o el leve gemido de la más pequeña, meciéndose en la hamaca amarrada entre el solero de la casa y la planta del inmenso mango, cuyas hojas verde musgo rozaban rítmicamente las paredes desnudas de la vivienda, produciendo un chasquido monótono y seco.
De a poco la tonalidad gris oscura del cielo, fue dando paso a un telón azul, casi negro, más inquietante aun. Una leve brisa comenzó a insinuarse desde el norte, transportando consigo la semi tangible sensación de la lluvia próxima, del agua cercana en su contacto con la tierra árida del valle, que lo recibía sedienta después de una larga sequía. "Todos adentro" conminó Malena a los pequeños, quienes dando un último giro a toda velocidad al contorno de la casa, terminaron por introducirse definitivamente en ella. Raúl, el mayor: retraído e introvertido, aunque no menos inquieto y pendenciero; Marcos, el segundo, su antípoda: vivaz, risueño, empedernidamente charlatán y cariñoso. Raquel, la más pequeña, era transportada a las corridas en brazos de su madre, desde el indolente vaivén de la hamaca hasta la cuna instalada a un costado del lecho matrimonial, donde los demás, a su turno, ya habían hecho pasantía anteriormente. Todos adentro era la consigna.
Los postigos de la ventana se cerraron, de repente, empujados con violencia por una fuerza invisible, provocando un trallazo formidable al hundirse en el hueco del marco. En ese instante alcé la vista para percibir que, a poca distancia ya, los árboles más encumbrados ensayaban una exótica danza, cada vez más frenética y rumorosa, auspiciando el nacimiento de tumultuosas olas esmeraldas en el inmenso follaje.
Apresuradamente corrí hacia el interior del viejo caserón y, junto a mi esposa, clausuramos todas sus aberturas con las trancas en cruz, reforzando la faena con mesas, sillas y cuantas cosas de peso hallarnos a nuestro alcance. Afuera se oía, en principio, el ascendente susurro del viento, recién germinado de la metamorfosis paulatina de la brisa anterior. Luego el rugido declaradamente fiero de su inexplicable naturaleza, nos despojó de la peregrina esperanza de que todo hubiera sido nada más que una amenaza. No era así: El fenómeno estalló en forma de un trueno ensordecedor que, inmediatamente tras sí, encendió la explosión de un rayo que se estrelló en el suelo, a muy poca distancia, agitándolo como en un principio de terremoto. Al instante cayeron gruesos goterones que, en su alocada colisión contra la chapa de zinc, simulaban el incesante tableteo de una ametralladora sobre nuestras cabezas.
Instintivamente Raúl y Marcos callaron y quedaron quietecitos, tal vez amilanados por el desacostumbrado estruendo del temporal. En contrapartida, la beba comenzó a desatar un desaforado llanto. En ese preciso instante, una inmensa luminosidad invadió el interior de la pieza, dejando traslucir en su décima de segundo de duración, que las chapas iban desprendiéndose una por una de las tijeras de madera, para emprender un desatinado vuelo hacia la profundidad del valle. Primero fue la pieza de la cocina que, por ser la más endeble, desapareció por completo en un revoltijo de escombros, agua y barro. Luego se vino abajo el cuarto de los varones, sin mayores resistencias, como si se tratara de una masa de gelatina al contacto con el fuego. Como haciendo causa común con las estructuras vencidas, el comedor sucumbió repentinamente bajo la fuerza incontenible de la tempestad.
Nos acurrucamos como pudimos en nuestra pieza, la única en pie a esas alturas. La noche iba devorando apresuradamente las últimas rebeldías de la tarde, sin que amaine en absoluto el temporal. Malena sostenía con obstinación entre sus dedos una lamparita a kerosene que, afortunadamente, arrojaba un limitado círculo de luz en torno a nosotros. Afuera se oía el ronco bramido de la tormenta desatando toda su furia sobre Yegros. Esto va para toda la noche, pensé. Aunque no estaba seguro cuánto más resistiría el techo y las finas paredes de nuestro último refugio. Así aguantamos, hasta que una ráfaga de viento se coló por la ventana, arrancándola de cuajo de su hueco y, de paso, borrando de un soplo toda vigencia de mínima claridad en el recinto.
A partir de entonces, solo los ramalazos de luz vomitados por los encendidos relámpagos permitían ver la fantasmagórica escena del techo en su constante movimiento de sube y baja. El agua nos llegaba a los tobillos y, sobre su líquida consistencia, flotaban desordenadamente zapatos, sandalias, hojas de papel, chupete y cuanto objeto se hallara en el suelo. Luego el agua se trepó ya hasta nuestra media pierna. El colchón de la cama era el último rincón seco sobre el que tiritaban las aterrorizadas criaturas. Aquél endiablado viento parecía soplar desde todos los puntos cardinales, convergiendo y girando alocadamente, ensañándose en nuestra improvisada fortaleza. Nos tomamos con Malena de las manos, apretujando contra nosotros a los niños, en el vano intento por protegerlos. Permanecimos así por espacio de dos horas ¿O más? No lo sé. Lo último que recuerdo de aquél instante fue cuando un horroroso estallido precedió al bombardeo inmisericorde de objetos en la pieza: cascotes, maderas, clavos, granizos, viento, agua en trombas infernales, todo junto fue arrojado salvajemente sobre nosotros. Y luego siguió para mí la quietud del silencio, pausa, paréntesis, tinieblas, espacio vacío, la nada impresa en mi cerebro.
La cegadora luz del hospital me puso al tanto de que seguía vivo. Supe luego que Malena fue hallada abrazada a nuestros hijos. Todos habían quedado aferrados a la cama, asfixiados bajo el peso de las paredes y el techo. Yo perdí el conocimiento y fui arrastrado afuera por las aguas que penetraron furiosas en la pieza, quedando tirado toda la noche en el pastizal, a la intemperie, donde me hallaron. Y eso me salvó, afirman... Bueno, que fui salvado no pasa de ser una expresión vacía, sin sentido, porque vivir esta soledad y narrarle mi desgracia a alguien completamente extraño como Usted, en un lugar tan sórdido corno éste Instituto, es como morirse una y otra vez más cada día ¿No es así doctor?
- Está bien Miguel, por hoy basta. Mañana tendremos doble sesión. Vuelva a su celda y descanse, no sea que se agrave la paranoia.-
SEGUNDO PUESTO
"FLORES EN LA PLAZA"
de RICARDO KROPFF GÓMEZ
Nos encontrábamos una o dos veces por semana.
Los horarios variaban, a veces en el trajín de la mañana, otras durante la calurosa siesta, a veces al caer la noche.
Nuestros encuentros duraron como dos meses. Conversábamos sentados en un banco, o caminando por los paseos y veredas de la plaza.
(Cuatro manzanas. Una plaza de cuatro manzanas: una cruz ortogonal, dos paseos diagonales y varios senderos interiores. Una fronda generosa agrupada en el centro de una ciudad de árboles. La estatua del caudillo oriental presidía, majestuosa y soberbia, el movimiento de personas, automóviles, aires y ramajes. Un monumento de cerca de tres metros de porte, sobre un alto pedestal).
Al cabo de alrededor de una hora el maestro se incorporaba lentamente. Entonces nos despedíamos y nos íbamos.
Su forma de vestir era, ¿cómo decirlo?, Irrecordable. Irrecordable en su sencillez y sobriedad.
En general no hablaba mucho. Me contaba cosas. Preguntaba. Alcanzaba recuerdos. Mientras conversábamos, y creo que sin él ser del todo consciente, sus dedos marcaban ritmos; ritmos alternativos, entre lentos e intrépidos.
Había - y esto más que nada - largos silencios, evocadores del extenso ámbito de movimiento de los sonidos de su mente.
Yo salía de mi casa y bajaba hacia el centro, llegando a la plaza por la calle México. Normalmente él estaba ya sentado en un banco observando; o caminando por las veredas.
Al llegar lo veía siempre un poco inquieto, nunca supe si por la espera mía o por otras esperas.
(Aquello era, y es hoy, un collage panorámico: las vendedoras de lotería, los niños de las calles, oficinistas, colegiales...
Las mujeres de la vida, gajos del tiempo en que la Terminal de ómnibus se encontraba a metros de allí.
Tres librerías, instaladas en la propia plaza, disputándose el intelecto de los pasantes.
En el amplio entorno sobresalen los ómnibus doblando acentuadas y frenéticas curvas en un costado de la plaza.
Una tienda de antigüedades que visitamos una vez.
La estación del tren, con todo su pasado. El supermercado, en mi infancia -El súper de la ciudad.
Un hotel de lujo, edificio en altura con trazado sinuoso.
Negocios y oficinas.
Un tranvía varado, ornamental souvenir de otra época, una que aún me toco vivir.
En fin, un largo etcétera...).
- Acá tocó el gran guitarrista, me dijo.
- No sabía.
- De hecho se despidió del país actuando en esta plaza. No volvió nunca, como yo hasta hace poco...
- ¿Usted vivió por acá cerca, no?
- Yo vivía por el bajo, más hacia el puerto. Y también malviví mucho por estas calles, por entonces muy distintas. Aquí se detuvo. - Muy distintas - agregó enfático y mirándome a los ojos.
Me miraba poco a los ojos. Sólo para aseverar algo o para preguntar alguna cosa que le interesaba en especial.
- Los amigos éramos de largos recorridos, diurnos a veces pero la mayoría nocturnos. Conocíamos estas calles como nadie. Sus delicias y peligros. Éramos todos artistas, ¿sabe?. Vida andariega, errabunda. (Un día la plaza se llenó de indígenas, un grupo de muchas familias en reclamo al gobierno por mejores condiciones de vida.
Unas cien personas poblaron la plaza en cuestión de minutos, como aferrándose a la tierra con las manos en un gesto de supervivencia ancestral.
El lugar cambió completamente. Estas personas vivían allí, por absurdo y contradictorio que suene, un hacinamiento espacioso, un encierro a campo y cielo que impregnaba de desperdicio el verde, desplazando y cubriendo aromas y texturas con su propia miseria.
Hombres, mujeres, niños y jóvenes hacían allí su vida de violencia, de la violencia de la pobreza y la usura humanas).
Él los miraba. Los miraba moverse, detenidamente.
Piedad.
Piedad humana.
Piedad de la verdaderamente humana es aquello que vi en los ojos vivos de aquel hombre de música, frente al espectáculo de dolor que se alzó de pronto enfrente nuestro.
Aún durante esos días, las dos semanas en que la plaza conoció aquel sub-estado, dejamos de encontrarnos. Pero mientras duró aquella penosa presencia, nuestras conversaciones cambiaron, asumiendo un tono sombrío, el tono menor de un poema sinfónico que - en su drama -, esperaba su concreción, el acorde mayor que lo definiese y le diera un sentido de cumplimiento, de redención.
- El ser humano es siempre el mismo. Su sufrimiento es el mismo. Su anhelo. Lo vi en todas partes, hasta en las nieves de Moscú.
- Pero es aquí, en esta tierra donde le duele a uno. - contesté sin saber que abría el epílogo de nuestra última conversación.
Giró y me miró, creo que con cierta sorpresa. Supongo que no esperaba tal respuesta de un hombre joven. Tal cortante verdad.
- Es así, es así mi hijo.
Las arrugas de su ceño se marcaron y dieron a su rostro un talante que no le había visto hasta entonces. Su mirada y su silencio lo revelaban como embebido en recuerdos, en causas y motivos desconocidos para mí.
- Selva aromada. Selva aromada - dijo en voz baja mientras miraba la arboleda. Luego musitó: - No morirás.
- ¿Cómo don? ¿Cómo me dice? - pregunté al no escuchar con claridad.
Se volvió hacia mí:- Tú no morirás. Un amigo cierto es uno que te dice Tú no morirás. Con una breve sonrisa me miró y me apretó un hombro. Comprendí al instante su despedida. Se levantó, y sin decir adiós caminó hacia la estación del tren. Allí paró y se volvió hacia la plaza (creo que ya no me veía mirándolo), observó un momento, giró sobre sí mismo y se fue.
Las caminatas y las ideas.
Las palabras y los silencios.
En fin toda aquella humana experiencia despierta hoy en mí una vibración ciertamente musical: la de una música que, a veces escondida, otras en voces e instrumentos, palpita en la raíz de la vida clamorosa de la ciudad que elegí y que me eligió.
De la ciudad que apasionó a aquel Hombre-artista, singular evocador de una tierra y un pueblo.
TERCER PUESTO
“JAZMÍNEZ ROTOS”
De NATALIA GONZÁLEZ
.
De a poco la tonalidad gris oscura del cielo, fue dando paso a un telón azul, casi negro, más inquietante aun. Una leve brisa comenzó a insinuarse desde el norte, transportando consigo la semi tangible sensación de la lluvia próxima, del agua cercana en su contacto con la tierra árida del valle, que lo recibía sedienta después de una larga sequía. "Todos adentro" conminó Malena a los pequeños, quienes dando un último giro a toda velocidad al contorno de la casa, terminaron por introducirse definitivamente en ella. Raúl, el mayor: retraído e introvertido, aunque no menos inquieto y pendenciero; Marcos, el segundo, su antípoda: vivaz, risueño, empedernidamente charlatán y cariñoso. Raquel, la más pequeña, era transportada a las corridas en brazos de su madre, desde el indolente vaivén de la hamaca hasta la cuna instalada a un costado del lecho matrimonial, donde los demás, a su turno, ya habían hecho pasantía anteriormente. Todos adentro era la consigna.
Los postigos de la ventana se cerraron, de repente, empujados con violencia por una fuerza invisible, provocando un trallazo formidable al hundirse en el hueco del marco. En ese instante alcé la vista para percibir que, a poca distancia ya, los árboles más encumbrados ensayaban una exótica danza, cada vez más frenética y rumorosa, auspiciando el nacimiento de tumultuosas olas esmeraldas en el inmenso follaje.
Apresuradamente corrí hacia el interior del viejo caserón y, junto a mi esposa, clausuramos todas sus aberturas con las trancas en cruz, reforzando la faena con mesas, sillas y cuantas cosas de peso hallarnos a nuestro alcance. Afuera se oía, en principio, el ascendente susurro del viento, recién germinado de la metamorfosis paulatina de la brisa anterior. Luego el rugido declaradamente fiero de su inexplicable naturaleza, nos despojó de la peregrina esperanza de que todo hubiera sido nada más que una amenaza. No era así: El fenómeno estalló en forma de un trueno ensordecedor que, inmediatamente tras sí, encendió la explosión de un rayo que se estrelló en el suelo, a muy poca distancia, agitándolo como en un principio de terremoto. Al instante cayeron gruesos goterones que, en su alocada colisión contra la chapa de zinc, simulaban el incesante tableteo de una ametralladora sobre nuestras cabezas.
Instintivamente Raúl y Marcos callaron y quedaron quietecitos, tal vez amilanados por el desacostumbrado estruendo del temporal. En contrapartida, la beba comenzó a desatar un desaforado llanto. En ese preciso instante, una inmensa luminosidad invadió el interior de la pieza, dejando traslucir en su décima de segundo de duración, que las chapas iban desprendiéndose una por una de las tijeras de madera, para emprender un desatinado vuelo hacia la profundidad del valle. Primero fue la pieza de la cocina que, por ser la más endeble, desapareció por completo en un revoltijo de escombros, agua y barro. Luego se vino abajo el cuarto de los varones, sin mayores resistencias, como si se tratara de una masa de gelatina al contacto con el fuego. Como haciendo causa común con las estructuras vencidas, el comedor sucumbió repentinamente bajo la fuerza incontenible de la tempestad.
Nos acurrucamos como pudimos en nuestra pieza, la única en pie a esas alturas. La noche iba devorando apresuradamente las últimas rebeldías de la tarde, sin que amaine en absoluto el temporal. Malena sostenía con obstinación entre sus dedos una lamparita a kerosene que, afortunadamente, arrojaba un limitado círculo de luz en torno a nosotros. Afuera se oía el ronco bramido de la tormenta desatando toda su furia sobre Yegros. Esto va para toda la noche, pensé. Aunque no estaba seguro cuánto más resistiría el techo y las finas paredes de nuestro último refugio. Así aguantamos, hasta que una ráfaga de viento se coló por la ventana, arrancándola de cuajo de su hueco y, de paso, borrando de un soplo toda vigencia de mínima claridad en el recinto.
A partir de entonces, solo los ramalazos de luz vomitados por los encendidos relámpagos permitían ver la fantasmagórica escena del techo en su constante movimiento de sube y baja. El agua nos llegaba a los tobillos y, sobre su líquida consistencia, flotaban desordenadamente zapatos, sandalias, hojas de papel, chupete y cuanto objeto se hallara en el suelo. Luego el agua se trepó ya hasta nuestra media pierna. El colchón de la cama era el último rincón seco sobre el que tiritaban las aterrorizadas criaturas. Aquél endiablado viento parecía soplar desde todos los puntos cardinales, convergiendo y girando alocadamente, ensañándose en nuestra improvisada fortaleza. Nos tomamos con Malena de las manos, apretujando contra nosotros a los niños, en el vano intento por protegerlos. Permanecimos así por espacio de dos horas ¿O más? No lo sé. Lo último que recuerdo de aquél instante fue cuando un horroroso estallido precedió al bombardeo inmisericorde de objetos en la pieza: cascotes, maderas, clavos, granizos, viento, agua en trombas infernales, todo junto fue arrojado salvajemente sobre nosotros. Y luego siguió para mí la quietud del silencio, pausa, paréntesis, tinieblas, espacio vacío, la nada impresa en mi cerebro.
La cegadora luz del hospital me puso al tanto de que seguía vivo. Supe luego que Malena fue hallada abrazada a nuestros hijos. Todos habían quedado aferrados a la cama, asfixiados bajo el peso de las paredes y el techo. Yo perdí el conocimiento y fui arrastrado afuera por las aguas que penetraron furiosas en la pieza, quedando tirado toda la noche en el pastizal, a la intemperie, donde me hallaron. Y eso me salvó, afirman... Bueno, que fui salvado no pasa de ser una expresión vacía, sin sentido, porque vivir esta soledad y narrarle mi desgracia a alguien completamente extraño como Usted, en un lugar tan sórdido corno éste Instituto, es como morirse una y otra vez más cada día ¿No es así doctor?
- Está bien Miguel, por hoy basta. Mañana tendremos doble sesión. Vuelva a su celda y descanse, no sea que se agrave la paranoia.-
SEGUNDO PUESTO
"FLORES EN LA PLAZA"
de RICARDO KROPFF GÓMEZ
Nos encontrábamos una o dos veces por semana.
Los horarios variaban, a veces en el trajín de la mañana, otras durante la calurosa siesta, a veces al caer la noche.
Nuestros encuentros duraron como dos meses. Conversábamos sentados en un banco, o caminando por los paseos y veredas de la plaza.
(Cuatro manzanas. Una plaza de cuatro manzanas: una cruz ortogonal, dos paseos diagonales y varios senderos interiores. Una fronda generosa agrupada en el centro de una ciudad de árboles. La estatua del caudillo oriental presidía, majestuosa y soberbia, el movimiento de personas, automóviles, aires y ramajes. Un monumento de cerca de tres metros de porte, sobre un alto pedestal).
Al cabo de alrededor de una hora el maestro se incorporaba lentamente. Entonces nos despedíamos y nos íbamos.
Su forma de vestir era, ¿cómo decirlo?, Irrecordable. Irrecordable en su sencillez y sobriedad.
En general no hablaba mucho. Me contaba cosas. Preguntaba. Alcanzaba recuerdos. Mientras conversábamos, y creo que sin él ser del todo consciente, sus dedos marcaban ritmos; ritmos alternativos, entre lentos e intrépidos.
Había - y esto más que nada - largos silencios, evocadores del extenso ámbito de movimiento de los sonidos de su mente.
Yo salía de mi casa y bajaba hacia el centro, llegando a la plaza por la calle México. Normalmente él estaba ya sentado en un banco observando; o caminando por las veredas.
Al llegar lo veía siempre un poco inquieto, nunca supe si por la espera mía o por otras esperas.
(Aquello era, y es hoy, un collage panorámico: las vendedoras de lotería, los niños de las calles, oficinistas, colegiales...
Las mujeres de la vida, gajos del tiempo en que la Terminal de ómnibus se encontraba a metros de allí.
Tres librerías, instaladas en la propia plaza, disputándose el intelecto de los pasantes.
En el amplio entorno sobresalen los ómnibus doblando acentuadas y frenéticas curvas en un costado de la plaza.
Una tienda de antigüedades que visitamos una vez.
La estación del tren, con todo su pasado. El supermercado, en mi infancia -El súper de la ciudad.
Un hotel de lujo, edificio en altura con trazado sinuoso.
Negocios y oficinas.
Un tranvía varado, ornamental souvenir de otra época, una que aún me toco vivir.
En fin, un largo etcétera...).
- Acá tocó el gran guitarrista, me dijo.
- No sabía.
- De hecho se despidió del país actuando en esta plaza. No volvió nunca, como yo hasta hace poco...
- ¿Usted vivió por acá cerca, no?
- Yo vivía por el bajo, más hacia el puerto. Y también malviví mucho por estas calles, por entonces muy distintas. Aquí se detuvo. - Muy distintas - agregó enfático y mirándome a los ojos.
Me miraba poco a los ojos. Sólo para aseverar algo o para preguntar alguna cosa que le interesaba en especial.
- Los amigos éramos de largos recorridos, diurnos a veces pero la mayoría nocturnos. Conocíamos estas calles como nadie. Sus delicias y peligros. Éramos todos artistas, ¿sabe?. Vida andariega, errabunda. (Un día la plaza se llenó de indígenas, un grupo de muchas familias en reclamo al gobierno por mejores condiciones de vida.
Unas cien personas poblaron la plaza en cuestión de minutos, como aferrándose a la tierra con las manos en un gesto de supervivencia ancestral.
El lugar cambió completamente. Estas personas vivían allí, por absurdo y contradictorio que suene, un hacinamiento espacioso, un encierro a campo y cielo que impregnaba de desperdicio el verde, desplazando y cubriendo aromas y texturas con su propia miseria.
Hombres, mujeres, niños y jóvenes hacían allí su vida de violencia, de la violencia de la pobreza y la usura humanas).
Él los miraba. Los miraba moverse, detenidamente.
Piedad.
Piedad humana.
Piedad de la verdaderamente humana es aquello que vi en los ojos vivos de aquel hombre de música, frente al espectáculo de dolor que se alzó de pronto enfrente nuestro.
Aún durante esos días, las dos semanas en que la plaza conoció aquel sub-estado, dejamos de encontrarnos. Pero mientras duró aquella penosa presencia, nuestras conversaciones cambiaron, asumiendo un tono sombrío, el tono menor de un poema sinfónico que - en su drama -, esperaba su concreción, el acorde mayor que lo definiese y le diera un sentido de cumplimiento, de redención.
- El ser humano es siempre el mismo. Su sufrimiento es el mismo. Su anhelo. Lo vi en todas partes, hasta en las nieves de Moscú.
- Pero es aquí, en esta tierra donde le duele a uno. - contesté sin saber que abría el epílogo de nuestra última conversación.
Giró y me miró, creo que con cierta sorpresa. Supongo que no esperaba tal respuesta de un hombre joven. Tal cortante verdad.
- Es así, es así mi hijo.
Las arrugas de su ceño se marcaron y dieron a su rostro un talante que no le había visto hasta entonces. Su mirada y su silencio lo revelaban como embebido en recuerdos, en causas y motivos desconocidos para mí.
- Selva aromada. Selva aromada - dijo en voz baja mientras miraba la arboleda. Luego musitó: - No morirás.
- ¿Cómo don? ¿Cómo me dice? - pregunté al no escuchar con claridad.
Se volvió hacia mí:- Tú no morirás. Un amigo cierto es uno que te dice Tú no morirás. Con una breve sonrisa me miró y me apretó un hombro. Comprendí al instante su despedida. Se levantó, y sin decir adiós caminó hacia la estación del tren. Allí paró y se volvió hacia la plaza (creo que ya no me veía mirándolo), observó un momento, giró sobre sí mismo y se fue.
Las caminatas y las ideas.
Las palabras y los silencios.
En fin toda aquella humana experiencia despierta hoy en mí una vibración ciertamente musical: la de una música que, a veces escondida, otras en voces e instrumentos, palpita en la raíz de la vida clamorosa de la ciudad que elegí y que me eligió.
De la ciudad que apasionó a aquel Hombre-artista, singular evocador de una tierra y un pueblo.
TERCER PUESTO
“JAZMÍNEZ ROTOS”
De NATALIA GONZÁLEZ
.
Por Amatista
.
La calle estaba oscura, sólo el paso de algunos autos quebraba la noche. Los faroles habían sido rotos, una vez más, por los pandilleros del barrio. Clara estaba cansada, la jornada laboral, más las clases de la universidad, habían rebasado sus fuerzas; aún así, caminaba con pasos rápidos, la zona era insegura. No podía pagar dos pasajes para regresar a casa, estaba obligada a realizar aquel trecho a pie.
Hacía calor, se secó el sudor con las manos y respiró el intenso aroma que un jazminero le obsequiaba cada noche. Más allá, vio la larga cabellera violeta de la santarrita, que se escapaba de las ruinas de una casa colonial. Pensó que la naturaleza cubría piadosa el descuido y la suciedad de muchos barrios asuncenos.
Tejía varias ideas, sobre su futuro, cuando en una esquina apareció un automóvil a una velocidad de aviones. Iba repleto de muchachos con latas de cerveza en mano, cantando desaforados una baüanta de moda. Clara no tuvo tiempo de reaccionar cuando dos de los chicos saltaron del vehículo y la tomaron de los brazos. Enseguida sintió algo punzante en la espalda que la hizo desistir (le gritar. Ya en el auto, con el miedo atorado en la garganta, miró a sus raptores... ¡Eran casi niños! El mayor apenas podría ser su compañero de clases en la facultad.
Se alejaron tan raudamente como habían llegado, dejando los libros y cuadernos de Clara regados en el pavimento. Un perro famélico olfateó el bolso de cuero verde y se llevó el sándwich que había comprado la muchacha para cenar. Ella evitaba hacer ruido en la cocina, pues los suyos dormían temprano y madrugaban para salir a trabajar.
A medida que los bárbaros iban tirando de sus ropas, la joven pensaba en sus padres... En sus hermanas pequeñas. "Se asustarán cuando pasen las horas y yo no aparezca"... Dijo para sus adentros.
Al cabo de media hora de risotadas y manoseos llegaron a las afueras de la ciudad. En un taller mecánico abandonado, la arrojaron al piso. Eran cuatro… Pequeños demonios ebrios de alcohol y marihuana... La mirada de terror de la joven los aceleraba más. Cual lobos rabiosos se disputaron quien la poseería primero. El más pequeño, al que llamaban "Pique" fue quien le metió aquel trago hediondo en la boca para evitar los gritos. Clara grabó su rostro: era pálido, con mechones teñidos de rubio, varias pecas se agolpaban en sus mejillas. Sus ojos marrones destilaban un cóctel de rabia y excitación.
Las ranas croaban en el matorral contiguo; a lo lejos se escuchaban petardos, era el festejo de la santa patrona del poblado.
Fue el más alto del grupo quien tuvo la idea, bajó una radio del auto y le dio el máximo de volumen. - Para tapar el ruido, por si acaso... - dijo con una sonrisa de rapiña. - ¡Espectacular; Tato, sos nomás luego un genio! - exclamó el más moreno de todos, era más bien regordete y de halago fácil para sus compañeros. Tato recordó que su padre le había contado que de esa forma tapaban los gritos de los torturados en la dictadura. Por fin las tontas historias de "su viejo" le servían de algo, caviló.
Se sirvieron más cerveza y Nino, de coleta y botas, sacó la mercancía esperada. Repartió unas pastillas, que Clara no había visto nunca, y remataron sus latas con ellas. Ya con el efecto de las drogas, en medio de una nube de humo, tiraron dados para saber quien empezaba la función de la noche. Clara había escuchado alguna vez que ciertas drogas multiplican las sensaciones de quienes consumen. Esto también agrandó su espanto, como si ella misma se hubiera tragado las píldoras.
Ganó Tato y se ensañó con el cuerpo semidesnudo, atado como un animal al pilar de cemento. La descarga de odio bestial se multiplicó por cuatro hasta bien entrada la madrugada...
Al tercer ataque, Clara había desfallecido. Intentó pensar en otra cosa, en su carrera de Sicología, en sus amigas, en Dani, el chico de ojos verdes que le gustaba y que, por fin, le había invitado a salir el sábado... Pero solo sintió dolor... Y una inmensidad negra que se tragaba sus sueños y su inocencia.
Cuando la presa dejó de mover las piernas, Nino se detuvo. A pesar de la borrachera, le espantó la idea que la joven estuviera muerta. Vio la sangre a un costado de la camisa blanca de Clara y se levantó de golpe. - ¡Se murió, loca! - dijo al momento de clavar sus ojos asustados en Tato, que para entonces lideraba el grupo. Este le dio un golpe en la espalda y lo obligó a seguir - No seas maricón ¡Que se va a morir la bandida esta, metele sique!-
"Papi, papi, papi chulo... Papi, papi, papi... Ven a mí..." siguió repitiendo la radio.
……………………………. .
El canto de un gallo la sacó de las brumas. No era aún medio día, pero el calor sofocaba. Clara miró a su alrededor... Yacía en un basural. Latas vacías, colillas y restos de comida colmaban el recinto, a más de hierros viejos y oxidados, partes de automóviles y cubiertas quemadas. Una rubia con senos desnudos la miraba desteñida, desde un calendario roto y manchado de grasa.
Tocó su cuerpo y sus ropas, nadaba en una viscosidad inmunda. Sintió morirse, una vez más... - Me hubieran pegado un tiro- pensó. No quería seguir viviendo. Cerró los ojos sin poder siquiera llorar. Al volver a abrirlos vio a un pajarillo posado muy cerca de ella. La luz, filtrada por un ventanal quebrado, doro sus diminutas plumas y dibujó su sombra alargada sobre el vientre magullado. Una vieja imagen acudió a su cerebro cansado: su primo Blas corría con sus amigos por los campos de la abuela, cazando aves con una hondita. Y otra vez odió al ejército de niños armados con bolitas de barro...
Al volver a la realidad se percató que al pequeño le faltaba una pata. Saltaba de sitio en sitio buscando migas. El corazón de Clara experimentó una sensación cruzada de pena y admiración. Como si hubiera percibido sus pensamientos, la avecilla dio media vuelta, la miró unos instantes y se echó a volar. Los grandes ojos oscuros la siguieron hasta que fue solo un punto en el ardiente cielo de octubre.
Clara dejó su mente en blanco por unos momentos, hasta que se armó de coraje y decidió salir de aquella humedad pestilente. Se incorporó como pudo y tras varios minutos de inspección, para asegurarse de no tener fracturas, se juró a sí misma enterrar lo que había pasado. La sola idea de que su familia y sus amigos sufrieran le duplicaba la angustia y la desesperación. No, no lo sabrían nunca. La palabra violación resonaba en su cabeza, abriendo otra herida, con el bisturí de la humillación.
Se lavó con el agua que encontró en una cubeta y dejó el viejo galpón. A la primera persona que vio le rogó unas monedas para hablar por teléfono. La mujer la miró y tras confundirla con una pandillera, le entregó su monedero y se alejó corriendo.
Clara llamó a la única amiga que podría soportar el secreto. Laura la fue a buscar enseguida, en su autito azul. Tras una catarata de llanto, llamó a sus padres, solo dijo que le habían asaltado y que había sufrido un shock, que le impidió llegar a casa.
Laura no pudo convencer a su amiga que denunciara el hecho. Clara sólo quería olvidar. además, argumentaba que no tenía dinero para contratar un buen abogado, que la policía no le creería, que la justicia era para ricos y que no conchaba en las organizaciones que decían defender a las mujeres. Y lo peor, sus padres sufrirían lo indecible. Luego de varios días de lucha, Laura no insistió más, a pesar de observar cómo se consumía su compañera de infancia. Atrás quedaron los paseos, las bromas y todos los signos de su personalidad chispeante y solidaria.
Clara se volvió taciturna, su sonrisa, tan requerida por sus amigos, se convirtió en muecas esporádicas. Se encerró en sí misma, buscando en su interior a la niña que había perdido para siempre.
Un día sonó el teléfono en su, casa. Era Daniel, quería saber de ella e invitarla a tomar un helado. - ¿No le atendes, mi hija? es la cuarta vez que llama en la semana... - le dijo su madre, con tono apremiante. Imposible, no podría mirarlo. La vergüenza la delataría y él jamás se enamoraría de ella.
Pasó el tiempo, Clara dejó la facultad, su camino al abismo ya no tenía vueltas. Sus padres estaban muy preocupados, veían a su flor primera marchitarse, sin entender; pero ella estaba decidida a no decir nada. El corazón se le achicaba en el pecho, ráfagas negras la perseguían y le sacaban el sueño para asaltarle de madrugada. Y volvía a escuchar las risas y a oler el sudor y la marihuana...
…………………………… .
Faltaban días para Navidad. Laura había invitado a Clara como cada año a armar el pesebre de su familia. Y al cruzar la verja, la vio, sentada en el pasto, como cuando eran niñas y cantaban villancicos de casa en casa. Tenía al menudo Jesús en las manos y luchaba con unas ramas para acabar de armarle el nido. Su amiga de toda la vida giró para regalarle su mejor sonrisa. Entonces, apareció de nuevo la pequeña figura alada y se posó sobre la estrella que adornaba el nacimiento. Volvió a ver la patita única y comprendió todo. Debía seguir viva por quienes la amaban y tenía que impedir que la barbarie se repita.
- Vuelvo enseguida, amiga. - dijo, resuelta y tomó el camino de la comisaría del barrio.
............... . ................
Hacía calor, se secó el sudor con las manos y respiró el intenso aroma que un jazminero le obsequiaba cada noche. Más allá, vio la larga cabellera violeta de la santarrita, que se escapaba de las ruinas de una casa colonial. Pensó que la naturaleza cubría piadosa el descuido y la suciedad de muchos barrios asuncenos.
Tejía varias ideas, sobre su futuro, cuando en una esquina apareció un automóvil a una velocidad de aviones. Iba repleto de muchachos con latas de cerveza en mano, cantando desaforados una baüanta de moda. Clara no tuvo tiempo de reaccionar cuando dos de los chicos saltaron del vehículo y la tomaron de los brazos. Enseguida sintió algo punzante en la espalda que la hizo desistir (le gritar. Ya en el auto, con el miedo atorado en la garganta, miró a sus raptores... ¡Eran casi niños! El mayor apenas podría ser su compañero de clases en la facultad.
Se alejaron tan raudamente como habían llegado, dejando los libros y cuadernos de Clara regados en el pavimento. Un perro famélico olfateó el bolso de cuero verde y se llevó el sándwich que había comprado la muchacha para cenar. Ella evitaba hacer ruido en la cocina, pues los suyos dormían temprano y madrugaban para salir a trabajar.
A medida que los bárbaros iban tirando de sus ropas, la joven pensaba en sus padres... En sus hermanas pequeñas. "Se asustarán cuando pasen las horas y yo no aparezca"... Dijo para sus adentros.
Al cabo de media hora de risotadas y manoseos llegaron a las afueras de la ciudad. En un taller mecánico abandonado, la arrojaron al piso. Eran cuatro… Pequeños demonios ebrios de alcohol y marihuana... La mirada de terror de la joven los aceleraba más. Cual lobos rabiosos se disputaron quien la poseería primero. El más pequeño, al que llamaban "Pique" fue quien le metió aquel trago hediondo en la boca para evitar los gritos. Clara grabó su rostro: era pálido, con mechones teñidos de rubio, varias pecas se agolpaban en sus mejillas. Sus ojos marrones destilaban un cóctel de rabia y excitación.
Las ranas croaban en el matorral contiguo; a lo lejos se escuchaban petardos, era el festejo de la santa patrona del poblado.
Fue el más alto del grupo quien tuvo la idea, bajó una radio del auto y le dio el máximo de volumen. - Para tapar el ruido, por si acaso... - dijo con una sonrisa de rapiña. - ¡Espectacular; Tato, sos nomás luego un genio! - exclamó el más moreno de todos, era más bien regordete y de halago fácil para sus compañeros. Tato recordó que su padre le había contado que de esa forma tapaban los gritos de los torturados en la dictadura. Por fin las tontas historias de "su viejo" le servían de algo, caviló.
Se sirvieron más cerveza y Nino, de coleta y botas, sacó la mercancía esperada. Repartió unas pastillas, que Clara no había visto nunca, y remataron sus latas con ellas. Ya con el efecto de las drogas, en medio de una nube de humo, tiraron dados para saber quien empezaba la función de la noche. Clara había escuchado alguna vez que ciertas drogas multiplican las sensaciones de quienes consumen. Esto también agrandó su espanto, como si ella misma se hubiera tragado las píldoras.
Ganó Tato y se ensañó con el cuerpo semidesnudo, atado como un animal al pilar de cemento. La descarga de odio bestial se multiplicó por cuatro hasta bien entrada la madrugada...
Al tercer ataque, Clara había desfallecido. Intentó pensar en otra cosa, en su carrera de Sicología, en sus amigas, en Dani, el chico de ojos verdes que le gustaba y que, por fin, le había invitado a salir el sábado... Pero solo sintió dolor... Y una inmensidad negra que se tragaba sus sueños y su inocencia.
Cuando la presa dejó de mover las piernas, Nino se detuvo. A pesar de la borrachera, le espantó la idea que la joven estuviera muerta. Vio la sangre a un costado de la camisa blanca de Clara y se levantó de golpe. - ¡Se murió, loca! - dijo al momento de clavar sus ojos asustados en Tato, que para entonces lideraba el grupo. Este le dio un golpe en la espalda y lo obligó a seguir - No seas maricón ¡Que se va a morir la bandida esta, metele sique!-
"Papi, papi, papi chulo... Papi, papi, papi... Ven a mí..." siguió repitiendo la radio.
……………………………. .
El canto de un gallo la sacó de las brumas. No era aún medio día, pero el calor sofocaba. Clara miró a su alrededor... Yacía en un basural. Latas vacías, colillas y restos de comida colmaban el recinto, a más de hierros viejos y oxidados, partes de automóviles y cubiertas quemadas. Una rubia con senos desnudos la miraba desteñida, desde un calendario roto y manchado de grasa.
Tocó su cuerpo y sus ropas, nadaba en una viscosidad inmunda. Sintió morirse, una vez más... - Me hubieran pegado un tiro- pensó. No quería seguir viviendo. Cerró los ojos sin poder siquiera llorar. Al volver a abrirlos vio a un pajarillo posado muy cerca de ella. La luz, filtrada por un ventanal quebrado, doro sus diminutas plumas y dibujó su sombra alargada sobre el vientre magullado. Una vieja imagen acudió a su cerebro cansado: su primo Blas corría con sus amigos por los campos de la abuela, cazando aves con una hondita. Y otra vez odió al ejército de niños armados con bolitas de barro...
Al volver a la realidad se percató que al pequeño le faltaba una pata. Saltaba de sitio en sitio buscando migas. El corazón de Clara experimentó una sensación cruzada de pena y admiración. Como si hubiera percibido sus pensamientos, la avecilla dio media vuelta, la miró unos instantes y se echó a volar. Los grandes ojos oscuros la siguieron hasta que fue solo un punto en el ardiente cielo de octubre.
Clara dejó su mente en blanco por unos momentos, hasta que se armó de coraje y decidió salir de aquella humedad pestilente. Se incorporó como pudo y tras varios minutos de inspección, para asegurarse de no tener fracturas, se juró a sí misma enterrar lo que había pasado. La sola idea de que su familia y sus amigos sufrieran le duplicaba la angustia y la desesperación. No, no lo sabrían nunca. La palabra violación resonaba en su cabeza, abriendo otra herida, con el bisturí de la humillación.
Se lavó con el agua que encontró en una cubeta y dejó el viejo galpón. A la primera persona que vio le rogó unas monedas para hablar por teléfono. La mujer la miró y tras confundirla con una pandillera, le entregó su monedero y se alejó corriendo.
Clara llamó a la única amiga que podría soportar el secreto. Laura la fue a buscar enseguida, en su autito azul. Tras una catarata de llanto, llamó a sus padres, solo dijo que le habían asaltado y que había sufrido un shock, que le impidió llegar a casa.
Laura no pudo convencer a su amiga que denunciara el hecho. Clara sólo quería olvidar. además, argumentaba que no tenía dinero para contratar un buen abogado, que la policía no le creería, que la justicia era para ricos y que no conchaba en las organizaciones que decían defender a las mujeres. Y lo peor, sus padres sufrirían lo indecible. Luego de varios días de lucha, Laura no insistió más, a pesar de observar cómo se consumía su compañera de infancia. Atrás quedaron los paseos, las bromas y todos los signos de su personalidad chispeante y solidaria.
Clara se volvió taciturna, su sonrisa, tan requerida por sus amigos, se convirtió en muecas esporádicas. Se encerró en sí misma, buscando en su interior a la niña que había perdido para siempre.
Un día sonó el teléfono en su, casa. Era Daniel, quería saber de ella e invitarla a tomar un helado. - ¿No le atendes, mi hija? es la cuarta vez que llama en la semana... - le dijo su madre, con tono apremiante. Imposible, no podría mirarlo. La vergüenza la delataría y él jamás se enamoraría de ella.
Pasó el tiempo, Clara dejó la facultad, su camino al abismo ya no tenía vueltas. Sus padres estaban muy preocupados, veían a su flor primera marchitarse, sin entender; pero ella estaba decidida a no decir nada. El corazón se le achicaba en el pecho, ráfagas negras la perseguían y le sacaban el sueño para asaltarle de madrugada. Y volvía a escuchar las risas y a oler el sudor y la marihuana...
…………………………… .
Faltaban días para Navidad. Laura había invitado a Clara como cada año a armar el pesebre de su familia. Y al cruzar la verja, la vio, sentada en el pasto, como cuando eran niñas y cantaban villancicos de casa en casa. Tenía al menudo Jesús en las manos y luchaba con unas ramas para acabar de armarle el nido. Su amiga de toda la vida giró para regalarle su mejor sonrisa. Entonces, apareció de nuevo la pequeña figura alada y se posó sobre la estrella que adornaba el nacimiento. Volvió a ver la patita única y comprendió todo. Debía seguir viva por quienes la amaban y tenía que impedir que la barbarie se repita.
- Vuelvo enseguida, amiga. - dijo, resuelta y tomó el camino de la comisaría del barrio.
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MENCIÓN DE HONOR
“TE ATRAPÉ”
De ANA INÉS SALSA
Esta es la historia de un bichito travieso. . .imagínate!
Lo conocí un día muy, muy chiquito, lo empecé a observar y a descubrir a medida que el tiempo pasaba y así fuimos haciéndonos grandes amigos.
Este bichito pícaro y audaz tenía un brillo especial... simplemente brillaba, si, brillaba como la luz de la luna en las noches oscuras, o mejor aún, brillaba
como todas las estrellas que alegran nuestro cielo azul.
Ademas de ser ¡brillante!, tenía la particularidad que cada vez que reía destellaba un colorido más bonito aun que el mismísimo arco iris que surca los cielos en los días de lluvia y sol. Este colorido sin igual iba invadiendo todos los rincones de la casa y hacía ... que de pronto, como por arte de magia, pareciera que habíamos volado a un lugar precioso, lleno de flores y verdes pastos, árboles frondosos, frutos frescos y deliciosos, sembrados de trigo y algodón, pajarillos volando y cantando al son del viento quien con suave brisa refrescaba el día.
Todo allí era maravilloso, fue entonces que decidí correr detrás de "Ichu", porque así empecé a llamarlo yo cariñosamente, y pedirle que me explicara cómo hacía para convertir todo en algo... mágico!
-Ichu!.Ichu! Espérame, no vayas tan de prisa quiero conversar contigo!
Le gritaba yo en vano, porque él solo quería jugar, disfrutar y vivir!
Pero yo... me propuse atraparlo y descubrir su mágico secreto.
-Alcánzame! Tu puedes! Ya lo verás que lo lograrás!
Es todo lo que él repetía mientras reía sin parar, tanto, que me contagiaba y terminábamos los dos en un incontrolable ataque de risas y cosquillas. Pasaba así un día más en que el Ichu, de tanto salto y correteo, caía rendido en la cama y dormía.., dormía como un angelito caído del cielo guardando seguro su mágico secreto.
Pero yo... me propuse atraparlo y descubrir aquel mágico secreto que hacía brillar mis días y mis noches llenando de esperanza y paz a todos.
Despertó de nuevo! Un nuevo día! Y esta vez..
-Te atrapé!. Grité abrazándolo con fuerzas!
Y zás! De nuevo, no sé cómo pero se me escabulló de los brazos y correteando fue a parar al árbol más alto y bonito del lugar y entre risas me dijo:
- Aquí estoy! Aquí estoy! Ya me estás por descubrir, solo tienes que reír un poco más, soñar despierto y con ganas... volar!
- Volar!? Exclamé! Soñar?... y encima despierto? Solo pude reír.
El Ichu tan chiquito no sabía que no todo es posible aquí en la Tierra, el todavía no comprendía que solo él tenía magia y esplendor, por ello le propuse:
- Hagamos un trato Ichu: Yo te quiero enseñar las cosas de este mundo, aquí debemos trabajar duro y no perder el tiempo en soñar despierto, si tú te bajas de ese árbol podremos conversar, claro que a cambio... Tú compartirás ese secreto conmigo. ¿Qué opinas?
- ¿Qué opino? Opino que me tienes que atrapar, que me tienes que alcanzar y solo lo lograrás si intentas volar...
Pensativa me quedé a la sombra del gigante árbol y en un abrir y cerrar de ojos el día oscureció y, el Ichu, con un besito en mis mejillas de nuevo en un sueño profundo se rindió.
Pero yo... me propuse atraparlo y descubrir cómo hace este “bichito" para hacerlo todo tan hermoso y sin igual.
- ¡Te atrapé!
Me dijo él a mí sorprendiéndome en un nuevo despertar. Sonrió y ya estábamos ahí, sí ahí en el mágico lugar, pero esta vez estaba repleto de gente, de niños, de adultos, de ancianos y de pronto... adivina qué?! Sí! Se escapó de nuevo! Y entre la gente se escondió!
- Ichu! Ichu! Dónde estás? Mira que esta vez me traje las alas y volando te atraparé!
- Viva! Viva! Has comenzado a ganar! Dijo el Ichu.
Aunque no comprendí muy bien, me puse las alas y comencé a volar, ví desde lo alto cómo jugaban los niños, ví el trabajo honesto de adultos felices y ví a los ancianos compartir sin prisa una mariana de sol.
- ¡Qué bonito es todo desde aquí! Me dije y continúe el viaje y zás!... lo ví, lo vi!
Agité mis alas y volé atravesando nubes, pidiendo ayuda al viento, un empujoncito al sol y ...
- ¡Te atrapé! ¡Te atrapé! Y esta vez no te soltaré!
- Me atrapaste! Me atrapaste! Y esta vez yo tampoco te soltaré, porque ya descubriste el secreto y ya sabes volar, ahora sí nada nos detendrá. Juntos lograremos que todos, todos y todos puedan descubrir la magia y esplendor que cada uno lleva dentro.
Como verás este mundo está hecho para soñar, para volar... aunque vivamos de prisa, trabajando duro o con problemitas de grandes... todo pasa... y todo es posible si te animas a volar, a reír y a soñar, ¡sí!, a soñar despierto, pues te aseguro que no pierdes el tiempo, al contrario, ¡lo ganas!...
- Gracias Ichu! Ya voy comprendiendo, y ya entiendo lo de ganar tiempo, pues amando, amor recibimos; respetando, somos respetados y riendo sembramos alegrías a nuestro alrededor, ganando para todos tiempos mejores.
¡Te atrapé! ¡Te atrapé! ¡Te atrapé!
Atrapa tú a todos los que puedas. Ichu ya te reveló el secreto, ¡empieza a jugar!.
¡Te atrapé! ¡Te atrapé! ¡Te atrapé!
.
Anita
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de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.
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Tengo entendido que hubo dos menciones de honor más, que no fueron publicadas por negligencia de los organizadores, tienen alguna información al respecto?
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