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lunes, 5 de julio de 2010

MARÍA IRMA BETZEL - CUENTOS EN FUGA / Prólogo: GLORIA PAIVA / Cuentos: EL TORNADO, DEUDA DE HONOR, EL FRACASO DE LA AMANTE, KULÁTA JOVÁI y ESPEJOS.


CUENTOS EN FUGA
Cuentos de
MARÍA IRMA BETZEL
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
©MARÍA IRMA BETZEL
CUENTOS EN FUGA
Editorial Servilibro
25 de Mayo esq. México
Telefax: (595-21) 444 770
www.servilibro.com.py
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Diseño de tapa y diagramación:
Claudia López –Bertha Jerusewich
Edición: 500 ejemplares
Edición al cuidado de la autora Asunción
Asunción - Paraguay Diciembre de 2005
Hecho él depósito que marca la ley N° 1328/98
ISBN: 99925-954-2-6

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Rodolfo Pablo Betzel
(Freiburg 1913-Goya 1985)
IN MEMORIAM

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ÍNDICE
-. Prólogo (Gloria Paiva)
-. Presentación (La autora)
-. ANTES : El tornado , La Colorada , Manos de hada , El recuerdo , Deuda de honor.
-. AHORA : El fracaso de la amante , Carta desde Buenos Aires , La dulce espera , Kuláta jovái , Bajo las sábanas.
-. QUIZÁS : Amanecer , Espejos , Empatía , Culebras de seda , Virusón

PRÓLOGO
CUENTOS ERA FUGA comienza desde ANTES, pasando por AHORA, para llegar a QUIZÁS, un tiempo que puede o no existir. Esta secuencia nos introduce en una dimensión atemporal en la que cada cuento deja un resabio a historia vivida o adivinada.
Así desde EL TORNADO, tragedia común en muchos rincones del país, hasta VIRUSÓN, peligro invisible que acecha desde máquinas de última generación, alimentándose de todo lo simple e ingenuo que vive en los niños; pasa por el drama doloroso y profundo causado por las intrigas políticas que dejan rencores difíciles de superar como en MANOS DE HADA, muestra la soledad de los ancianos y su bagaje de vivencias haciéndonos compartir la ternura y comprensión tardías, en EL RECUERDO. Desnuda mezquindades y realza valores en DEUDA DE HONOR, rescata tradiciones y costumbres en KULÁTA JOVÁI.
MARÍA IRMA bucea libremente en lo profundo de sus personajes y a través de ellos descubre el peso de las almas de las que habla Hugo.
Su inmensa capacidad creativa ha tejido dos historias que hacen posible lo imposible, una realidad cercana en EMPATÍA y una posibilidad que aterra y da esperanza al mismo tiempo en AMANECER.
Estos paisajes que va recorriendo son variados: común y repetido en CARTA DESDE BUENOS AIRES, tierno en LA DULCE ESPERA, solitario y triste en BAJO LAS SÁBANAS, misterioso en LA COLORADA y estremecedor en CULEBRAS DE SEDA.
Esta selección de cuentos llevará al lector al mismo deleite que seguramente sintió la autora al crearlos. Los cuentos están en fuga, pero quien los lee queda atrapado, sin poder fugarse hasta la última página.
GLORIA PAIVA

PRESENTACIÓN
En este volumen intitulado CUENTOS EN FUGA el fluir de los relatos se relaciona someramente con la dimensión temporal que se proyecta desde el recuerdo hacia la hipotética ficción del futuro.
Emulación, tal vez, del arte gratuit que otorga constantemente la vida al espectador que se abstrae -de cuando en cuando con inusitada pasión- en los laberintos de sueños y realidades invocados por la azarosa existencia humana.
MARÍA IRMA BETZEL

ANTES
EL TORNADO
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A Bernarda, mamá valiente.
Los hermanos sean unidos
porque esa es la ley primera
tengan unión verdadera
en cualquier tiempo que sea
José Hernández.
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Era de noche. Estrellas de fulgores centelleantes herían la serena oscuridad campestre. En el interior de nuestra pequeña casa, una lumbre de sebo mecía la sombra de mamá que iba y venía realizando las últimas faenas del día.
Yo, la mayor, (tenía entonces doce años) la ayudaba mientras mis hermanos dormían, cómplices por fin del silencio.
-Anita, tapale bien a tus hermanitos y acostate vos también -dijo mamá. Extendí las colchas sobre Beto y Adrián. En la pieza de al lado, separada por una cortina, Nati dormía en la cama matrimonial. Papá pescaba en la isla cercana. Probablemente no vendría esa noche. Cubrí con el mosquitero a Raulito, el bebé. Soñolienta, fui a darle las buenas noches a mamá. Ella, absorta, contemplaba por la pequeña ventana el cielo inusualmente estrellado. Señaló el horizonte. Algo destelló en la lejanía.
-Un relámpago -dijo- es raro... en una noche tan hermosa... Y un temor incierto, casi imperceptible, palpitó junto al aleteo de la difusa luz.
-Será mejor que entremos a Negro, en la piecita del fondo y que cerremos bien la ventana-agregó, presurosa. La ayudé, ignorando los ladridos de protesta de nuestro perro guardián. Después, desde las acogedoras sábanas, repetí la plegaria materna:
-"Protégenos, Señor, de todo mal y peligro...".
Un aullido violento me despertó. Forcé mi mente ociosa de sueño para entender lo que ocurría. Mamá, con gran esfuerzo, empujaba la ventana para mantenerla cerrada. Fue en vano. Con un crujido seco, se batió enérgicamente. La incontenible tormenta nos fustigó. Se extinguió la luz de la vela. Escuché el grito:
-¡Dios mío! ¡Anita! ¡Los niños! ¡Despiértense todos! ¡Corran hacia la cocina! ¡Debajo de la mesa! ¡Rápido! Obedecíamos mientras mamá alzaba en brazos al bebé e insistía:
-¡Todos debajo de la mesa! ¡Juntos! ¡Quietos!
Un estallido rompió el creciente rumor del viento. Sobre nuestro improvisado "techo" de madera caían ladrillos.
-¡La casa! -gritó Nati- ¡Tengo miedo! ¿Y mamá? ¿Dónde está? ¡Mamáaaaa!
La abracé muy fuerte temiendo que huyera de nuestro refugio.
Nunca podré olvidar ese temblor de cuerpos aferrados entre sí buscando mutua protección, como indefensos polluelos bajo las alas maternales.
Por fin, el viento arrastró a lo lejos su quejido de terror. Un relámpago quebró la oscuridad. Gruesas gotas de lluvia empezaron a caer.
¡El techo ya no estaba! De vez en cuando, alto golpeaba la mesa. Nos tranquilizó la voz amada:
-Está pasando, vamos a salir despacio, todos juntos...
Lentamente fuimos asomándonos fuera de nuestro escondite. Mamá sostenía al bebé mientras su pierna derecha aún rodeaba una pata de la mesa de rústica madera para evitar que el viento la moviera. A ella sólo la protegió el designio de Dios.
A la luz de los relámpagos emprendimos la marcha. ¡Singular procesión! Mamá con el bebé, adelante; nosotros detrás, en fila, sosteniéndonos unos a otros, atravesando el enlodado camino.
La angustia materna no cesaba. Le asaltaba la terrible idea de que le faltaba uno de sus hijos. Llamaba:
-¡Anita y Nati!
-¡Sí, mamá, aquí estamos! -respondíamos.
-Betito y Adrián!
-¡Sí, mamá! -se escuchaban las dos voces.
-Al bebé lo tengo en mis brazos ¡Dios mío! ¡Me parece que me falta uno! ¡Sí, falta uno!
-¡No, mamita! ¡Estamos todos! -respondíamos a coro.
Pero ella comenzaba de nuevo su angustioso llamado:
-¡Anita! ...

Dos cuadras más allá llegamos a la casa de los Espinoza, noble gente de campo. Nos cobijaron varios días. Esa noche extendieron un gran colchón sobre el suelo donde descansamos con ropa limpia, seca.
Antes de que clareara, papá regresó a casa. Distraído, cruzó el umbral de la puerta todavía en pie. Le llamó la atención ver la luna adentro. Salió. Sí, la luna, nueva y rojiza estaba afuera. Volvió a cruzar el umbral: la misma luna, nueva y rojiza también estaba adentro. Tropezó con algo y encendió el farol de pesca. Entonces vio las ruinas.
Azorado, caminó hasta lo de Espinoza y nos halló sanos y salvos.
Reconstruimos nuestra casa entre todos, ladrillo por ladrillo, lentamente.
De nuestras pertenencias quedó casi nada. La ráfaga enloquecida había dejado un sinuoso camino de árboles arrancados en el monte.
Dos días después, escuchamos gemidos debajo de algunos escombros. Los removimos ansiosamente. Débil pero ileso recuperamos a Negro.
Lloré de alegría en el reencuentro.
Mucho tiempo ha pasado. Raulito, el bebé, hoy es un hombre adulto que ha construido su propio hogar. Como semillas proliferas, nos hemos dispersado. No obstante, acudimos una y otra vez, al llamado de nuestra madre. Su entrañable devoción nos guía como en aquella noche -lejana y reciente- cuando creíamos haberlo perdido todo.

DEUDA DE HONOR
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Los hechos más brutales están cargados
de una parte de sueño,
de delicados matices,
de impalpable aureola.
Augusto Roa Bastos
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Martes y jueves danza
gira la niña levantando los brazos con la ilusión de ser cisne.
Martes y jueves danza
campanilleo juguetón de palabras que anticipa su encuentro con el abuelo a la salida del colegio, el chocolate espumoso (la taza más linda para vos, mi reina) y su mano cálida llevándola hasta la Academia. Después del Chau, tesoro, te busco más tarde las chicas grandes la ayudarán a ponerse el tutú con las zapatillas de raso y ...pass des deux... pass des deux... ante el espejo enorme hasta que la ilusión de volar se agote en la punta dolorida de los pies. Luego... otra vez con el abuelo, a pasear por ahí, al parque, o la calesita azul de la plaza (adonde vos quieras, corazón de melón).
La magia termina cuando su madre cansada, sin ganas de reír (si fuera como él) la lleva de regreso a casa.
-Abuelo ¿Puedo ir por la calle vestida con mi ropa de danza?
-Claro que sí, las princesas se visten como quieren.
-Pero no soy una princesa, soy un cisne.
-Oh perdón, no me había dado cuenta... majestad.
Y la risa, serpentina inquieta, los envuelve.
Al día siguiente:
-Papá, Rosaurita rompió otra vez el tutú y las zapatillas están manchadas.
-Y...?
-Papá, la malcrías demasiado.
-¡Ay, papá!
El suspiró. ¿Cómo podía negarle un deseo a su única nieta? Encendió la radio. Se transmitía con alivio el retiro de los barcos rusos de las costas cubanas. No habría guerra. Cuando irrumpió la canción "Capullito de alelí" sintió nostalgias de Elvira. La viudez era soportable mediante el dulce paréntesis de los martes y los jueves. En esos días su amigo y socio de la azucarera, el doctor Enrique, lo alentaba a retirarse temprano. Sonrió al recordar la mano pequeña entre las suyas. En la alameda principal las damas detenían su paso frente a ellos:
-¡Qué hermosa niña, señor Lisandro! ¡Y qué encantadora está con su vestido de bailarina!
Algunas -no tan prudentes- agregaban con expresión lastimera:
-Los mismos ojos claros de su abuela Elvira.
Y los señores: -Lo felicito, amigo, su nieta es una muñeca de verdad.

-Papá, hoy Rosaurita se quedará en casa. No se siente bien. Mañana la llevaré al médico.

Ese fue un jueves triste. Hubo muchos más. En las breves visitas al sanatorio sus miradas disimulaban las ausentes tardes de risa y paseos.
-Papá, nos aconsejan llevarla al exterior. No tenemos recursos, Alfredo está terminando la universidad. Tenías razón, éramos muy jóvenes para casarnos...
El llanto quebró la voz.
La palabra cáncer retumbó a hurtadillas en los comentarios del pueblo.
Don Lisandro vendió su casa y se hizo cargo de todos los gastos. La niña viajó con la madre. El tratamiento sería largo.
Entonces intervino Don Enrique:
-Pero, hombre, me hubieras pedido ayuda antes, tengo una vivienda desocupada en las afueras que podés usar mientras tanto y te adelantaré dinero de la empresa ¿Firmar recibo? No es necesario, será una deuda de honor en mérito a la antigua amistad de nuestros padres y a la nuestra.

Doblaron las campanas unos días después. Don Enrique Campos, respetable ciudadano y principal accionista de la fábrica azucarera, murió imprevistamente. El dolor por la pérdida del buen amigo se suavizó con la noticia de que Rosaurita regresaría pronto, ya recuperada. Pero un yerno de don Enrique exigió el pago inmediato de la deuda y el desalojo de la vivienda. Acuciado por la persecución tenaz del susodicho, que actuó como jamás lo hubiera hecho su suegro -los parientes políticos suelen ser los peores para estas cosas- Don Lisandro le hizo llegar el siguiente mensaje:
Pronto pagaré la deuda, aunque haz de saber que una deuda de honor se paga con honor.
En la casa suburbana, acudían los recuerdos:
-Abuelo ¿Me dejas trepar al árbol?
-¿Vestida de bailarina?
-Si abuelo, quiero jugar... ¡Soy un pájaro blanco que vuela entre las ramas! -y bajando la voz:
-No le contaremos nada a mamá ¿Verdad?
La risa de él fue el permiso tácito. Su grácil figura vaporosa, casi irreal, trepaba evitando delicadamente enganchar el tul y las medias blancas en la corteza rugosa del timbó.
Desde arriba:
-Abuelooo... a mí me gustan los martes y los jueves ¿y a vos?
-¡Los lunes y los miércoles!
-¿Por qué?
-¡Porque sólo falta un día para verte!
Ella y él ríen. Ella desde lo alto. El mirándola, con los brazos abiertos, para protegerla de una eventual caída.

Volverá pronto... saludable otra vez... es lo más importante...
Y observando la arboleda del patio buscaba firmeza para la última decisión.

-Quiero llegar un lunes o un miércoles, mamá, son los días que más le gustan al abuelo, el martes o el jueves vamos a tomar chocolate con bizcochos, el me dará mi ropa de danza y nos iremos a la Academia. Después... ¡A la plaza! Todos nos saludarán diciéndonos cosas bonitas. El abuelo sonreirá respondiendo: gracias, es Ud. muy amable Sra. Fulana o es Ud. muy amable Sr. Fulano.
Cuando lleguemos a casa y yo esté sana, los martes y los jueves me levantaré rápido y te diré ¡Estoy lista, mami! ¡Ya me cepillé los dientes! ¡Hoy da gusto, tengo danza y el abuelo me espera! ¡Tengo danza y estaré con él! lará lará lará.
El domingo por la tarde la sirena de bomberos alertó al pueblo. Se incendiaba la casa donde vivía don Lisandro. El, quedó adentro.
Finalmente, el caso fue catalogado como incendio premeditado y suicidio.
Las zapatillas de lazos rosados y el primoroso tutú se encontraron días después, intactos y prolijamente dispuestos, en una bolsita de raso que colgaba sujeta a la florida rama de un lapacho.
La deuda de honor se había pagado con honor.

AHORA
EL FRACASO DE LA AMANTE
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Lo malo de una mujer con el
corazón roto es que empieza
a repartir los pedazos.
Anónimo
.
Cuando Mauricio me despidió, me sorprendí. Aunque últimamente las cosas parecían seguir ese camino: citas postergadas, cierta incomodidad de su parte para estar conmigo a solas en la oficina y hasta tuve que soportar un fracaso de ésos que a los hombres les fastidia, les irrita tanto... en la cama.
Yo, como buena amante, traté de hacerle sentir siempre cómodo, aun en esas circunstancias. Pero era indudable que algo andaba mal, ¿Por qué? Nuestra relación había empezado maravillosamente. ¿Entonces...? ¿Otra amante...? Me parecía que él no era la clase de hombres para eso. Con bastante remordimiento me confesó un día que era la primera vez que tenía una relación. extramatrimonial. ¿La esposa? La había visto una vez, demasiado ingenua, insulsa y poco atractiva, pensaba yo, así que no podía entender por qué aquel viernes al mediodía él me llamó a solas en la oficina para entregarme un cheque (no demasiado "sustancioso") y decirme que estaba despedida, mirándome casi con indiferencia. Eso sí, un poco nervioso, pero nada más, tratándome como cualquier abogado a cualquier secretaria. Yo no lo podía entender, hasta que Juanita, mi ex compañera de oficina, vino a mi departamento y me lo explicó todo.
-Seguramente no entendés lo que pasó con el doctor Mauricio -me dijo entre maliciosa y divertida. -Yo lo sé. Te lo puedo contar. Total él ya te despidió y no sos más un peligro para Beatriz.
Sabía que Beatriz (la esposa de Mauricio) y Juanita eran amigas, así que me dispuse a escuchar mientras asentía encendiendo un cigarrillo:

-Soy sincera. Quisiera entender qué pasó. El estaba completamente atrapado en mis redes y se me escapó- (No disimulaba con ella mi estilo de vida).
-La cosa fue así -comenzó Juanita con gran placer: -Cuando yo descubrí el "asunto" entre ustedes (en la oficina tarde o temprano todo se sabe) fui a contárselo a Beatriz. Podés pensar que soy una chismosa. No importa. Ella es mi amiga desde hace mucho tiempo y no me parecía honesto ocultarle algo así. Beatriz reaccionó muy mal, pobrecita, pero después de unos días me contó que alguien le dijo:
Mirá Beatriz, tenés dos alternativas. Te separás, echás por tierra tu matrimonio dejándole el campo libre "a la otra" o ... reconquistás a tu marido. Ella optó por lo segundo. Voy a luchar contra esa mujer y a favor de mi matrimonio, me dijo, decidida. Conozco a Mauricio mejor que ella, soy su esposa y usaré todas las armas que tengo, TODAS y en todo sentido.
La estrategia estuvo en marcha ¿Te acordás del día en que ella llegó "casualmente" a la oficina cuando el doctor no estaba? En realidad vino sólo para conocerte: vio que tenías figura de modelo y se inscribió en un gimnasio para recuperar la "cintura de avispa" de sus tiempos de soltera. Como el color de tu pelo era rojizo, se fue a la mejor peluquería de la ciudad a hacerse unos reflejos en el mismo tono y un corte moderno, atractivo. A la hora del almuerzo, cuando todos los empleados nos cruzábamos al restaurante de enfrente, ella estaba en el auto, observándote ¿Te acordás de la minifalda de cuero negro que te quedaba tan bien? (Y que seguramente al doctor Mauricio le gustaba). Bueno, ella se compró una parecida..., pero más corta, y la usaba solamente en su casa, cuando él llegaba y los chicos dormían.
En síntesis: te copiaba en todo. Si hasta me preguntó qué perfume usabas.
Lo cierto es que por las noches, radiante, esperaba a su marido con deliciosos platillos preparados por ella misma. Si a él se le ocurría salir, ella alegremente se le "colaba" en el auto. Como nunca pudo averiguar qué lencería usabas, se compró todas las más atrevidas que encontró en plaza.
Por supuesto, jamás le comentó a él ni una sola palabra de la relación entre ustedes. Así fue como las cosas empezaron a cambiar para tí. A él, seguramente, ya no le quedaban tiempo ni ganas para estar contigo. El broche de oro para Beatriz fue tu despido, sin que ella tuviera que intervenir en eso para nada.
Juanita guardó silencio esperando algún comentario. Yo seguí fumando, despacio, hasta que la colilla me quemó los labios. No me quedaba mucho por decir ni por hacer, sólo... saber perder.
-Muy bien, dije al fin- aclaradas mis dudas, tengo que admitir que "esa mujer" (una amante siente aversión por el nombre de la legítima, pero en este caso me retracté) mejor dicho que... Beatriz, Beatriz de Blázquez ganó, sí, me venció con mis propias armas.
Juanita se fue después de tomar algo juntas (a pesar de su amistad con Beatriz siempre nos llevamos bien). Me quedé sola pensando... y escribiendo.
En la escuela me decían que era buena para escribir, tal vez debí estudiar algo relacionado con las letras, en vez de andar atendiendo teléfonos y embaucando hombres. Un desengaño juvenil bastó para que llegara a la conclusión de que los hombres no merecen otra cosa. Después de todo, esta es la vida que elegí y nadie tiene derecho a juzgarme.
De toda esta historia me queda un consuelo: saber que no todas las mujeres son tan inteligentes como Beatriz de Blázquez.
Y ahora que recuerdo:
¿Dónde dejé la tarjeta del tipo ese que conocí en el ascensor?
.
KULÁTA JOVÁI
.
A Margarita Mircó
¿No están nuestras lejanas costumbres
mucho más cerca de lo que parecen?
Claude Levi-Strauss
.
Durante el almuerzo, Arnaldo, mi hermano mayor, se limpió prolijamente la boca manchando la servilleta almidonada y anunció, en tono solemne:
-Quiero hacer un rancho kuláta jovái en el fondo.
Sus palabras rompieron el silencio malhumorado que se había hecho costumbre en nuestra familia. Causaron efecto inmediato.
-¿Estás loco? -dijo papá con grotesca expresión de sorpresa.
-¿Cómo se te ocurre? -exclamó mamá, totalmente de acuerdo esta vez (¡Aleluya!) con su esposo.
-Kuláta jovái... kuláta jovái...- masculló la abuela mientras se le derramaba el caldo de la cuchara y parecía hurgar en su mente embotada el significado de esas dos palabras que la despertaron de su letargo senil.
Hasta Felicia, la discreta y fiel Felicia, se detuvo un momento, bandeja en mano, curiosa, deseando escuchar atentamente todo el diálogo.
Yo, Felipe, el menor de la familia, el universitario alocado y eternamente seducido por Cordelia (ésa es otra historia) me complací en secreto, por fin iba a haber un alboroto en el que yo no tendría nada que ver.
Arnaldo, impasible, volvió a afirmar:
-Sí, lo voy a hacer. Ese terreno del fondo no se usa para nada. A nadie le va a molestar que contrate unos hombres para trabajar en esa construcción -y añadió, apiadándose del desconcierto de todos:
-Es para mi tesis. Hace años que en la Facultad de Arquitectura nadie elige un tema de ésos.
Estas últimas palabras apaciguaron el ambiente. Papá y mamá lentamente reanudaron su almuerzo con una ligera expresión de inquietud. La pobre abuela, que inconscientemente los imitaba, dejó de derramar la sopa y se llevó a la boca la cuchara casi vacía.
Yo me sentía defraudado. Esperaba un poco de locura. Tal vez que Arnaldo dijera algo así como: "el rancho será para reunirme de joda con mis amigos" o "para invitar a mis amiguitas extranjeras" o ¿qué sé yo? Me hubiera resultado divertido que papá y mamá se escandalizaran un poco más. Estaba seguro de que les haría bien. Desde su jubilación parecían momias mecanizadas. Pero no se podía esperar tanto de Arnaldo. Siempre fue el niño aplicado y sensato. Indudablemente, en mi familia, el mérito de tarado solamente lo llevaría yo por secula seculorum.
De todos modos, la cosa me siguió gustando porque al día siguiente, al llegar a casa desde la universidad, noté que en nuestra casona (mansión, decía desdeñosamente Cordelia) se habían abierto puertas que estaban trancadas desde hacía años. Se quitaron las horribles macetas del patio (impedían el paso de los trabajadores) y a papá se le ocurrió podar las plantas del jardín.
Mamá parecía más activa, correteando de aquí para allá y la abuela se mecía, con mirada complaciente, frente a un ventanal abierto por el que ahora, ya podadas las enredaderas que trepaban por las rejas, entraban raudales de sol.
Protestas no faltaban, claro (cuesta erradicar las costumbres) que se ensucia la casa, que hay que despertarse temprano para abrir la puerta a los albañiles, que todo es gasto y bla bla bla. Pero, sin embargo, descubrí que mamá cantaba mientras hacía los quehaceres y que papá ayudaba en la construcción del rancho. Al mediodía, después de asearse vigorosamente los brazos sucios de barro, almorzaba con buen apetito y buen ánimo (Aleluya).
Mi abuela, mi santa abuela, acorde al ambiente dicharachero, caminaba sin bastón desde la construcción hasta el jardín limpiándolo de cualquier chuchería y hasta la observé reír a carcajadas con Felicia, no sé por qué inocente asunto.
Así las cosas, llegué a desear que la construcción no terminara. Me inquietaba que las puertas otra vez se cerraran, que la humedad y el malhumorado aburrimiento volvieran para impregnarnos la vida (yo... siempre deseando a mi imposible Cordelia). Temía que lentamente se apagara la chispa de entusiasmo por la cual todos salieron de su apática vida rutinaria.
De todos modos, cuando el rancho estuvo listo, alguien (¡Papá!) sugirió su inauguración.
-Antes debemos amoblarlo -dijo Arnaldo, y ese fin de semana llevamos unas sillas viejas que arreglamos entre todos, un catre de campaña y una hamaca paraguaya.
-Debemos estrenar el tatakua -dijo mamá. A mi abuela se le iluminó la mirada y apareció, minutos después, acompañando a Felicia quien traía a empujones un mortero de palo santo que estaba olvidado en el sótano. Lo refregué lustrando la madera olorosa y lo coloqué al sol.
El domingo (¡Inolvidable día!) reunimos a la familia completa, nosotros, los de la casa y mis dos hermanos casados con toda su prole. Mamá y abuela, radiantes de entusiasmo, servían las comidas de maíz molido que horneamos en el tatakua.
Arnaldo disfrutaba explicando, con aires de sabelotodo, detalles técnicos de la tradicional construcción:
"Las paredes son de adobe y el techo es a dos aguas. El ambiente del medio, sin paredes, con vista al patio arbolado, es para recibir visitas, legado quizás del espíritu comunitario de nuestros ancestros guaraníes que vivían agrupados y en contacto con la naturaleza. Nunca falta el apyka puku".
Yo enseñaba a mis sobrinos cómo moler maíz en el mortero para desarrollar, de paso, excelentes músculos.
Se me ocurrió prohibir los artefactos tecnológicos en ese lugar. Todos dejaron sus celulares en el caserón (Mansión, ¡ay! extrañaba a Cordelia). Mis cuñadas, prometieron aportar algunos objetos que después enriquecieron aún más nuestro ambiente natural: un kambuchi, que transpira agua fresca sobre su superficie terrosa; una antigua lámpara Petromax, reliquia de un abuelo; mantelería de crochet, regalo de otra abuela... Lo cierto es que debimos organizar por turnos las visitas porque son muchos los parientes y amigos que desean compartir los domingos en este lugar.
Los demás días lo tenemos para nosotros solos. Nos gusta descansar allí. Se respira otro aire, otro silencio, se diría que otro tiempo.
Fui el primero al que se le ocurrió dormir en el rancho por las noches. A veces lo hago en el patio, bajo los árboles y las estrellas. Desde entonces me siento más relajado, expulsé al estrés. Al poco tiempo debimos comprar algunos catres. Papá y Arnaldo me imitaron. Mamá y abuela también.
Poco a poco fuimos mudándonos al rancho. Las comidas se preparan a las brasas o en el tatakua. El teléfono no nos hace falta, tampoco las pastillas antidepresivas de la abuela. Ella rejuveneció. Volvió a recordar recetas de dulces y otros postres que cocina con deleite. Traje algunos libros buenos, que en la casona no tengo tiempo ni ganas de leer.

Hoy, después de tanto tiempo, volví a escuchar quejas. Es que pedí a todos que este fin de semana me dejaran sólo en el rancho. Así que me divierto escuchando las protestas de papá, mamá y la abuela mientras abren puertas y ventanas del caserón casi abandonado. Yo estoy feliz. Alguien más sucumbió a los hechizos del rancho.
-Te amo -le susurré al oído.
-Lo quiero por escrito. Soy romántica, anticuada y además grafóloga -añadió riendo-, debo comprobar si los rasgos de tus letras son convincentes.
-Entonces ven a casa- le dije-, pero no a mi mansión.
-¿Por qué lo niegas, Felipe? Tu casa es una mansión. Eres un pequeño burgués -me dijo-, y se echó a reír.
-No -le aseguré-, vivo en un kuláta jovái.
Quedó impresionada. Vendrá esta tardecita.
Estoy sentado debajo de los árboles esperándola. No va a perderse. Con pintura roja, en la entrada que abrimos de este lado, coloqué un cartel, dice:

Bienvenida Cordelia: Aquí no hay portero eléctrico ni timbre.
Golpeá bien fuerte las manos.
Te amo.

Escrito está.
Cuando llegue, nos sentaremos en el apyka puku.
Alguien golpea las manos, sé que es ella...

QUIZAS
ESPEJOS
.
¡Ea, pues que soy mi sombra!
La sombra de mi sombra.
María Inés Tiscornia

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A Maruja le emocionó la noticia de que había llegado un nuevo parque de diversiones al pueblo. Decían que éste era exclusivo, que nunca se vio uno así por esos lares y que ofrecía entretenimientos diferentes de los otros que solo tenían algunos pocos juegos aburridos.
Aquel domingo Maruja se acicaló para la importante ocasión y como nadie quiso acompañarla se fue sola hacia las afueras del pueblo, guiada por el sonido de extrañas melodías con tañido de campanas que venían del lugar donde se instaló el parque.
Al llegar se dio cuenta de que era la única visitante del lugar. "Seguramente es temprano aún", se dijo, y le pagó la entrada a un hombre de grandes bigotes, con aspecto de fantoche, que atendía en una descolorida casilla de lata.
Como nadie se acercó a reclamarle el comprobante de la entrada metió este en un bolsillo de sus pantalones desflecados y empezó a recorrer el lugar. Todo era muy atractivo, no obstante los juegos no estaban todavía habilitados, es decir, no había nadie que hiciera funcionar las máquinas.
Maruja no tenía apuro y decidió seguir caminando. Las cascarillas secas de arroz que cubrían el suelo se le metían dentro de los zapatos, pero se los quitaba para sacudirlos sin sentir incomodidad alguna pues no se veía a nadie por ningún lado. Más tarde, impaciente, pensó "Es hora de que algunos juegos empiecen a funcionar" y, cansada, se dejó caer sobre un montículo de cascarillas. Desde allí, vio un resplandor claro: era la puerta entreabierta de una casilla de metal adornada con un gran dibujo de lagarto y que tenía escrito con letras rojas: "Bienvenido al Túnel de los Espejos Rotos". Maruja dio un salto. Siempre le gustaron los espejos. Este juego tenía las puertas abiertas y no requería el funcionamiento de máquina alguna. Excitada, entró a un largo túnel oscuro y silencioso. Sintió cierto temor, mas continuó avanzando. De pronto, al doblar en un angosto recodo, ingresó a una sala que reflejaba haces luminosos de numerosos espejos que cubrían todo el recinto. Eran muchos y estaban quebrados aunque las piezas permanecían unidas. Parecían muy antiguos, se disponían en un aparente desorden, aunque eran precisos para reflejar la imagen de Maruja desde ángulos insospechados por ella. "Es divertido", pensó. Le gustaba caminar y ver los trozos de su cuerpo que parecían desfasarse de un lado a otro, como si también estuviera roto. Tanto brillo y tantas figuras extrañas de su propia imagen la agotaron y decidió salir. Encontró más espejos. Comenzó a girar de un lado a otro, buscando un espacio abierto que la llevara afuera. Sólo veía fugaces trozos de sí misma, de su camisa rosa o de su largo pelo suelto que se agitaba con movimientos impacientes. De pronto tropezó con un espejo de cuerpo entero, sin rajaduras, que le devolvió su imagen real, tal cual era. Maruja sintió un repentino alivio "Bueno, aquí estoy", se dijo, "Al menos, esta soy yo". Al reconocerse tan nítida y normal, estiró una mano para acariciar su rostro en el espejo. No sintió el contacto frío y plano del vidrio sino un suave calor de mejilla húmeda y blanda. Asustada, retiró la mano y se quedó quieta. Un helado serpenteo le recorrió el cuerpo. Era miedo. Maruja, pensando que fue una errada percepción suya, acercó, esta vez la mano a su propio rostro. Horrorizada, lo sintió yerto y plano. Quiso gritar. La voz se atascó en sus labios que parecían emparedados en un cristal. Lo intentó una y otra vez. No pudo hacerlo y tampoco fue capaz de mover un solo músculo de su cuerpo. Escuchó, a lo lejos, desde el otro extremo de la sala o tal vez desde el túnel oscuro, su propio grito, el que quería gritar. Era espeluznante. Sintió que la piel se le abría en numerosas escamas que al caer al suelo arrastraban, cada una de ellas, un trozo de sí misma. Se quedó allí, muda e inmóvil hecha pedazos en el piso frío, apenas cubierto por algunas cascarillas de arroz secas y estáticas como ella.
Al atardecer, los padres de Maruja la vieron regresar. Les pareció que su hija era sólo una fría imagen de la verdadera Maruja. Ya no reía ni hablaba. Tenía la piel cubierta por cicatrices resquebrajadas y, a veces, cuando ráfagas de viento norte acercaban apagados tañidos de campanas, lanzaba un grito pavoroso, que erizaba la piel de quienes lo oían. Entonces, en el pueblo, se quebraban todos los espejos y caían los trozos al suelo como escamas secas y duras de lagartos viejos.
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