ALGUNOS CUENTOS ASOMBROSOS
Y UN MICROCUENTO,
por RAÚL SILVA ALONSO
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com ),
Editorial Servilibro,
Telefax: (595-21) 444 770
www.servilibro.com.py
Asunción -Paraguay
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Ilustración de tapa: Juan Moreno
Diseño de tapa: Denis Condoretty
Arte final de tapa y diagramación interior:
Claudia López - Bertha Jerusewich
Y UN MICROCUENTO,
por RAÚL SILVA ALONSO
(Enlace a datos biográficos y obras
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Asunción -Paraguay
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Ilustración de tapa: Juan Moreno
Diseño de tapa: Denis Condoretty
Arte final de tapa y diagramación interior:
Claudia López - Bertha Jerusewich
Edición: 1.000 ejemplares
Edición al cuidado del autor
Asunción – Paraguay,
Edición al cuidado del autor
Asunción – Paraguay,
Marzo de 2006,
131 páginas.
Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98
ISBN: 99925-961-4-7
131 páginas.
Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98
ISBN: 99925-961-4-7
ÍNDICE
PRESENTACIÓN - DIRMA PARDO CARUGATI
**.- El puente / Alejandro / Asombros / El último sábado del verano / Navidades blancas / Protegido / Inexplicable / Cerrajeros / Desprecio / Dignidad / Maxi / El cuento del tío / Gente rara / Un tropezón cualquiera da en la vida
Guía Didáctica
PRESENTACIÓN
Esta pequeña colección de cuentos -parte de la nutrida producción de RAÚL SILVA ALONSO que aún permanece inédita- reúne un conjunto de narraciones de características fantásticas que el autor califica de asombrosas por la irrealidad de los fenómenos que acontecen dentro de las peculiares historias de su creación.
Nos hallamos ante variadas y heterogéneas tramas, disímiles pero compatibles, cuya resolución en algunos casos reviste matices del género de misterio o de suspense y en otros, el desarrollo nos introduce en la fabulosa dimensión de lo maravilloso, de la fantasía, donde la lógica no llega.
La habilidad de Silva Alonso como narrador se destaca en la estructura organizada en forma natural, como si allí no ocurriera nada raro y construye los espacios descriptivos con morosidad perfeccionista, como podemos comprobarlo en los relatos titulados EL ÚLTIMO SÁBADO DEL VERANO y ASOMBROS.
La ambientación de los acontecimientos, dentro de una presentación nítida, realista de la vida urbana propia de este turbulento siglo XXI, no se circunscribe a lugares determinados, pero en algunos cuentos, premeditadamente el autor deja al descubierto, como al pasar, un conjunto de situaciones que bien conocemos, que podríamos identificar como la realidad nacional . Esos conflictos están allí, estratégicamente colocados y son los que influyen en el cotidiano quehacer de esos personajes marginales. Y en esos escenarios, todo, lo inverosímil, lo inexplicable puede ocurrir.
Esto nos induce, inevitablemente, a la reflexión de que sólo la magia podrá solucionar algunos problemas sociales, como felizmente ocurre en los relatos EL PUENTE y DESPRECIO.
Un muestrario de seres solitarios transitan por estas catorce originales invenciones. Son individuos que actúan, generalmente, por impulsos afectivos de esencia ética y el cuentista les da protagonismo en los raros sucesos en los cuales lo imaginario y lo real se fusionan con la naturalidad que sólo puede manejar un avezado escritor.
Hay otros aspectos remarcables en estas ficciones. Mencionaré primero el acertado retrato físico de los personajes. Con breves pero vivos trazos el autor crea sus criaturas, con sus virtudes o sus pecados y los trata con una mezcla de ternura y de sarcasmo. Esto ocurre, por ejemplo, con ese portero con veleidades y aptitudes de detective, héroe de ¿INEXPLICABLE? y CERRAJEROS, dos cuentos de ribetes policíacos y de intriga.
Por otra parte, el comportamiento y las reacciones de los personajes son convincentes porque actúan en congruencia con su esencia psicológica. Esto enriquece las historias, tanto en su apreciación literaria como en el acercamiento al mensaje moral, (tal como sucede en el cuento DIGNIDAD) circunstancia que suponemos habrán de destacar las propuestas didácticas que se incluyen en esta edición.
Todos los relatos hacen gala de un lenguaje accesible aderezado con chispazos de sobrio humor. Los pocos y oportunos parlamentos de los personajes, nos ofrecen ingeniosos juegos de palabras y expresiones populares.
Con el cuento GENTE RARA, una historia descabellada de punta a punta, se demuestra que la burocracia puede tener diversas facetas y una de ellas podría ser el humorístico zarandeo verbal del que es víctima un hombre que solo desea hacer un trámite.
Lo que acontece bajo el título de PROTEGIDOS nos conmina a admitir la presencia de lo sobrenatural como solución de un enigma; en cambio, al hallarnos sumergidos en la historia de ALEJANDRO, la prosaica realidad de un tirón nos vuelve a la superficie.
La relación de una prodigiosa nevada en pleno trópico adquiere el áurea de leyenda con el nombre de NAVIDADES BLANCAS. Un ameno retrato de caracteres resulta EL CUENTO DEL TÍO, donde es figura central un frustrado escritor que debe lidiar con las nimiedades de la vida. MAXI es casi un panegírico, un homenaje al mejor amigo.
Como broche de la colección, para desendemoniar el número trece, tenemos un microcuento con un maxi título: UN TROPEZÓN CUALQUIERA DA EN LA VIDA. Podríamos decir que este breve texto es una greguería o un haiku de la narrativa: una joya en miniatura. Aunque Silva Alonso, evidentemente, utiliza algunas experiencias propias, -bagaje autobiográfico que ningún escritor puede abandonar- sus reminiscencias no son nostálgicas, sino que dan vida y color a las elaboraciones de su imaginación. Sólo en unas breves y pertinentes descripciones asoma el poeta, el pintor de paisajes; el resto es lo que debe ser un buen cuento: entorno, acción y eventual diálogo. Disfrútenlos.
DIRMA PARDO CARUGATI - Febrero de 2006
.
EL PUENTE
Había otro mundo.
Y había otra clase de vida. Ahora estaba seguro de eso.
No era todo lustrar zapatos en la calle y recibir golpes en casa.
Cuando se fue Cipriano, el anterior hombre de su madre, pasó varios meses tranquilos. Por lo menos nadie lo zurraba ni se mofaba de él. Ahora, éste, Calixto, era peor que el otro: se emborrachaba desde más temprano y, como los anteriores, se divertía burlándose de él y dándole coscorrones o cintarazos, según soplaran sus vientos interiores.
Y hasta su madre tenía con él menos paciencia que antes, cuando la tenía a veces, lo cual ya era mucho decir, porque si hubiera tenido alguna virtud, la paciencia ni la compasión, era alguna de las que pudiera ufanarse.
No. La madre de Fede no era una persona virtuosa. Flor nacida en la miseria, la violación de la que fuera objeto a los trece años, dejando como consecuencia aquel hijo defectuoso, no contribuyó en nada a que encarara la vida con espíritu animoso ni con valentía. Más bien, la hundió en abyecciones en las que el que pagaba los platos rotos era aquel niño, demasiado inteligente para su gusto, siendo un deficiente como era.
En consecuencia, el trato del que era objeto, por su madre primero, y luego por los compañeros de cama de turno, rozaban y a veces sobrepasaban el límite de la crueldad. El instinto maternal sin embargo, se hacía sentir a veces, sobre todo en los primeros meses y años de la vida de Fede, en los que recibió toscos mimos, pero un poco de cariño, al fin.
A medida que fue creciendo y su inteligencia se desarrolló exageradamente, como para suplir sus deficiencias físicas, sin pretenderlo, el niño resolvía los pequeños problemas de orden práctico que se suscitaban con el simple transcurso de sus vidas elementales. Esto, en lugar de llenar de orgullo a su madre, la iba cargando de resentimientos que sobrepasaban su comprensión y descargaba en la inocente criatura.
Por eso y por holgazanería de la madre, el que cargaba con la mayor parte de las tareas propias de la supervivencia, era Fede, con una habilidad natural para desenvolverse en lo que fuera. Ella se dedicaba a dormir durante el día y a comerciar pobremente con su cuerpo por la noche. El alcohol ya había llegado y la droga no tardarían en llegar.
Tampoco era infrecuente que la mujer se encaprichara por temporadas con alguno que, de cliente ocasional, pasaba a ser amante que traía al rancho cercano al río, a compartir su miseria y su desprecio por el hijo defectuoso.
No es posible saber si la llegada de otros hijos -de ser éstos deseados y frutos del amor- hubiera aliviado las miserias de la pobre mujer. O, por el contrario, aumentaría su inconsciente empeño de autodestrucción. Tampoco ella lo sabría nunca, pues, aunque los deseó, esperando hijos sanos y fuertes que la ayudaran en su vejez, no tuvo ninguna oportunidad. Eso acrecentó su frustración y mala disposición hacia el hijo defectuoso que, sin embargo, tanto la ayudaba ahora.
Sin que ella lo supiera ni tuviera ocasión de opinar, el médico que la asistió en el parto de Fede, en la Cruz Roja, se atribuyó la libertad de decidir por ella y, en un arranque de furia y compasión mal entendidas, hizo una ligadura de trompas, con la intención de prevenir futuras eventualidades en aquella madre casi niña.
Así es como para Fede se iban multiplicando las tareas y era quien encendía el primer fuego del brasero por la madrugada y quien preparaba y cebaba el mate en los días de frío. Daba de comer a las gallinas y barría el piso de tierra por iniciativa propia. Y, viendo lo que hacían otros niños de las cercanías, se consiguió los elementos necesarios para dedicarse a lustrar zapatos en el centro de la ciudad, en las horas diurnas, en las que su madre, por lo general, dormía, recuperándose de los ajetreos de la noche.
A veces la vida le resultaba pesada. Pero como él no conocía otra, hasta que ocurrió aquello, le parecía asombroso que los demás tuvieran tiempo de jugar fútbol u otra cosa y aún tuvieran ganas y ánimos para reír por nada. También tenían, como él, nueve o más años y sin embargo, muchos de ellos no trabajaban.
Él había comprendido el valor del dinero y que era trabajando como se lo obtenía. La ley natural escrita en todas las conciencias, y, en los demás dormida o ahogada con el paso del tiempo y las indigestas penurias de la vida, en la suya adquiría un grado superlativo, de manera que el engaño o la posibilidad de apropiarse de lo ajeno le era totalmente repulsivo y antinatural.
En vano intentaron los chiquilines de su más o menos próximo entorno complicarle en sus raterías y trapisondas propias de la calle. Con lo cual, se sumaron al coro de los que se burlaban de él o lo despreciaban, llegando a la conclusión de que el renguito, además de sordomudo, era tonto.
Fue creciendo solitario, por fuera y por dentro, entendiendo y dándose a entender a los demás por señas, cuando le era imprescindible.
Sin embargo, inexplicablemente, no había perdido una serena alegría interior, un asombrado gozo por la vida y un perseverante deseo de superarse y superar sus limitaciones. Aunque su cándida sonrisa fuera interpretada como una manifestación de simpleza, que no le permitía ver la desgracia de su vida, su talante era siempre conformado y animoso.
Además estaban ellas. Las palomas. Ellas sí que eran sus amigas y lo querían. Siempre guardaba para las palomas algo de lo más apetitoso del alimento que daba a las gallinas, además de manjares como restos de galletitas que recolectaba de los basureros de la calle.
Fue el día que cumplió siete años cuando el trato con ellas, de simple gusto y afecto, cambió a íntima e incondicional amistad.
Una paloma, toda blanca ella, se acercó a comer de su mano. Luego de abundantes picotazos, lo miró largamente y le dijo... "gracias"... Fede pensó entonces:
- Es como si hubiera escuchado. Si pudiéramos hablar... ¿cómo te llamarías...?
- Pali -escuchó que decía la paloma. Escuchó, sí. Escuchó.
Sin salir de su asombro, pensó otra vez:
- ¿Y tus compañeras? ¿La negra, la de plumas de muchos colores en el cuello, la blanca y negra?
Y volvió a escuchar dentro de él, mientras la blanca las señalaba con el pico:
- La oscura, es Negri, la de colores en el cuello, que es argentina, se llama Iris, la blanca y negra es Pará-í.
- Entonces...-dijo Fede- vos y yo podemos...¿podemos hablar?
- Parece que sí. Sucede con alguna gente. Muy poca, a decir verdad. Y siempre son niños. O ancianos, que vuelven a ser niños.
La vida le cambió a Fede.
Lo mismo recibía golpes y burlas. Lo mismo no paraba de trabajar. Lo mismo pasaba frío o hambre. Pero ahora tenía con quien hablar. Tenía amigos. Su capacidad para hablar con las palomas sin emitir sonidos ni mover los labios fue desarrollándose y ellas fueron convirtiéndose en grandes compañeras que iban a almorzar con él, cada vez en mayor número.
Lo asombroso del asunto es que ¿cómo podría, Fede, pensar palabras, para sus conversaciones con las palomas, si nunca había escuchado sonido alguno, de palabras, ni de nada?
Debía ser que pensaba emitiendo y recibiendo conceptos, o algo así, como -de todos modos-funciona, seguramente, la comunicación telepática.
Las palomas lo ubicaban en las plazas del centro acompañándolo mientras lustraba zapatos de transeúntes que no siempre pagaban. Él no decía nada, -claro, qué iba a decir, se pensará, si era mudo. Pero se entiende la idea ¿no?- y días después, venía el mismo cliente, se lustraba y pagaba. Así era Federico y así eran muchos de sus clientes.
A veces, sus amigas palomas, le pasaban el dato de algún bar o restaurante del que acababan de tirar sobras de comida en buen estado. Él iba a la dirección que le indicaban con su vuelo y recogiendo las sobras en bolsitas de plástico se pegaba grandes banquetes.
También cuando estaba escaso de clientela, ellas defecaban disimuladamente en los zapatos de algún lector de diarios sentado en un banco, convirtiéndolo en potencial cliente de su amigo Fede.
Otras veces que estaba solo, lo entretenían contándole lo que habían visto por ahí. Cómo eran otros lugares: los campanarios, las casas de lujo, el interior de los apartamentos de edificios altos...
Así fue como se enteró de ese lugar muy lejos, al otro lado del río, donde vivían muchos chicos como él, alguno de los cuales no hablaba con la boca.
Pero esos eran visiblemente felices. Se les notaba de lejos.
Les mandó decir algo con Pali, que entre todas las palomas, era su más íntima amiga. Ellos le contestaron. Él volvió a preguntarles cosas y ellos volvieron a contestarle.
Vivían -le hicieron saber, vía palomas- en un orfanato para niños especiales atendidos por unas monjas que los trataban muy bien, los querían y los mimaban como seguramente debían mimar las mamás. Comían, jugaban, no tenían frío en invierno, estudiaban y aprendían muchas cosas interesantes del mundo y del universo. Entre ellos había sordomudos como él, ciegos, paralíticos y tontos de nacimiento. Pero todos se querían, se trataban bien, eran amigos que se ayudaban entre sí y había dos -el que enviaba el mensaje y otro- que, como él, hablaban con las palomas sin abrir la boca y las escuchaban en la cabeza.
¿Por qué no iba Fede a vivir con ellos, si en su casa lo trataban tan mal y, por lo que contaba, parecía que no lo querían?
Les contestó que estaban demasiado lejos, por lo que decían las palomas. Que él era rengo y caminaba muy lento. Y que, además, estaba el río.
El vocero del orfanato (que le hizo saber que se llamaba Roberto) le transmitió cómo un viejo sabio solía visitarlos a ellos y a las monjitas. Les había enseñado, en el lenguaje manual de los sordomudos, a los que no podían oír, que cuando no se puede conseguir algo, si uno se empeña, sólo se tarda más en obtener lo deseado.
- Hay que fabricar puentes para cruzar los ríos imposibles... -les enseñó el viejo.
Fede se pasó mucho tiempo pensando cómo podría hacer para fabricar un puente tan grande que pudiera cruzar aquel inmenso río.
Pasó un año rompiéndose la cabeza. Con eso y con los golpes que, a veces, le propinaba Lacú, el sucesor de Calixto, Peíto, Juan Carlos, Julio, etc.. . etc...
Eso a él ya no le importaba.
Alguna vez...
Alguna vez él se iría para no volver nunca jamás. Y nadie sabría dónde...
¡Si pudiera volar como las palomas! ...
……………….. .
Un día de sol, lustraba unos zapatos marrones en la plaza.
Como de costumbre, las palomas revoloteaban cerca. Algunas se alzaban al cielo, hacían unos vuelos circulares, se posaban caminando un rato por las cornisas y salientes de una antigua iglesia y volvían luego a contar las novedades que habían observado por ahí. Otras, caminaban como patos en las cercanías del pequeño lustrabotas.
De pronto, al ir a hacer el cliente el cambio de pie para que Fede lustrara el otro zapato, el cajón de lustre en el que se apoyaba, libre del peso, pegó un salto a un costado, de casi un metro de distancia, aparentemente por sí mismo.
¡Sorpresa! No exenta de espanto.
Al mismo tiempo, el escandaloso batir de un furibundo aleteo, sobresaltó aún más al cliente. Pasada la estupefacción inicial, vieron que una paloma había enredado una de sus patas en la correa con la que el lustrabotas colgaba del hombro la caja de lustre, cuando se trasladaba de un lugar a otro. Desenredada la correa, la paloma -que era Rufo, un palomo al que siempre le pasaban cosas-levantó vuelo refunfuñando:
- ¡ Me revienta que intenten aprisionarme... !
El cliente no pudo escuchar nada porque el asunto le hizo mucha gracia y reía a carcajadas. Además, aunque no hubiera sido así, sólo Fede podía escuchar -dentro de él- lo que decía el palomo.
Al día siguiente, la bandada, enterada del incidente, comentaba a Fede que Rufo era especialmente susceptible porque, hacía tiempo, un niño lo había atrapado y atado un larguísimo cordel a una de sus patas. Luego lo soltó. Y cuando estaba en lo mejor de su vuelo, lo estiró hacia abajo como quien recoge una pandorga. Se pasó el día y los días sucesivos repitiendo el juego.
También le ataba cajitas de cartón (de dentífricos o de cualquier cosa) donde metía muñequitos de plástico. Para que se pasearan, decía.
Naturalmente, a Rufo el asunto no le resultaba nada divertido y sus amigos nada podían hacer por él, en el temor de caer víctimas de la misma trampa, si se acercaban al repelente niño Vicente. Y en pleno vuelo, era imposible intentar nada con el cordel. Hasta que pasada una semana, cuando Rufo empezaba a quedarse casi desplumado en su esfuerzo por liberarse, se soltó el cordel y el palomo recuperó su libertad, aunque no lo advirtió inmediatamente, como a veces sucede.
Luego, entre todos, tuvieron que deshacer a picotazos, el nudo que sujetaba el cordel a una pata de Rufo, porque el resto de hilo que colgaba se enredaba en los árboles y el pobre volvía a quedar prisionero. Ya no del niño, pero sí de otras cosas.
También esto sucede a veces.
Para Fede, lo de la caja de lustre saltarina fue el inicio de un juego.
De acuerdo con las palomas, organizó competencias entre ellas, para ver quién era capaz de levantar más peso. A todas les divirtió muchísimo el asunto, y se revolcaban de risa cuando algunas ventoseaban más de la cuenta por el esfuerzo, gritándoles que acabarían desinfladas como globos.
Lo notable es que, con el ejercicio repetido, al cabo de un tiempo, las palomas se iban fortaleciendo, hasta el colmo de que una de ellas (a la que desde antes ya llamaban Arnold, en clara alusión a su físico), fue capaz de volar con una bolsita de plástico atada a las patas.
¿Y qué? Bueno, dentro de la tal bolsita había tres pilas de linterna, de las grandes.
A Fede le iluminó la cabeza una luz más potente que la de la linterna cuando tenía las pilas. Con esa capacidad extraordinaria de asociar las ideas y las cosas, propias de las personas inteligentes -cuanta más inteligencia mayor capacidad de asociación- sumó el juego, más las palomas, más unos frascos en los que guardaba monedas, más su mayor deseo íntimo... y le dio... ¡había que intentarlo!
Guardaba las monedas de mayor valor en frascos de un medicamento que tenía el tamaño justo para que se apilaran en orden. En cierta ocasión, un cliente que lo vio, preguntó por señas:
- ¿Vos tomás eso?
- No. ¿Por qué? -contestó y preguntó Fede, siempre por señas, claro.
- Energit- dijo el cliente sin que Fede lo oyera. Pero entendió: es un poderoso energizante. En la etiqueta lo dice ¿ves? Aumenta la fuerza y la resistencia física.
Fede recordó aquello y fue a una farmacia. Cuando consiguió que lo atendieran, preguntó en silencio el precio del medicamento, enseñando el tubo de Energit, frotando los dedos pulgar e índice de la mano derecha y levantando cejas y la mano izquierda abierta con la palma hacia arriba.
De momento estaba fuera de su alcance, aunque el dependiente de la farmacia añadió el consabido:
- Con el descuento te sale menos...
Ni así. Además él no pudo oír el precio ni lo del descuento. Pero pudo verlo en la etiqueta pegada a la caja que contenía el tubo de Energit. Y de números sí que sabía. Había aprendido solo, deduciendo por necesidad, la relación entre los símbolos de los números y las cantidades de dinero. Cosas de la calle.
Empezó a ahorrar desde entonces, separando cada día un poco de sus ganancias.
Al cabo de unos meses consiguió reunir la cantidad que necesitaba para poner en práctica su idea. Mientras tanto, continuaban las competencias de fuerza entre las palomas.
Compró el Energit y pudo observar que se trataba de unas pastillas engañosamente diminutas que, por su tamaño, ocultaban la potencia que pronto pudo comprobar.
¡Era lo que quería!
Comenzó a dárselas a las palomas de la bandada amiga, que eran más de treinta. Se las daba cada día. Acabaron con un tubo y les dio el contenido de otro, pues cuando fue a la farmacia a comprar el medicamento, el dólar había bajado tanto que ¡oh sorpresa! el dinero le alcanzó para comprar dos tubos y ¡más sorpresa aún! ¡el farmacéutico era honrado! y bajó el precio de los medicamentos de la nueva partida de importados.
Dio a las palomas una fracción de cada pastilla dividida en cuatro partes, de manera que cada gragea le rindiera cuatro días o para cuatro palomas.
El caso es que al cabo de un mes, los resultados fueron sorprendentes.
Cada paloma levantaba -como promedio- cuatro veces más peso de lo que podía hacerlo antes del tratamiento con Energit.
También se apareaban diez veces más que de costumbre. Pero eso Fede no podía saberlo. Sí notó que estaban más alegres, bromistas y animosas.
Por eso, cuando les explicó su plan, todas estuvieron de acuerdo y hasta Rufo se prestó a que le ataran la pata, riendo a carcajadas, mientras decía mentalmente, en medio de fuertes arrullos:
- Genial, Fede, genial...
A veces el niño conseguía ropas en un local de Charitas, donde ya lo conocían.
Se dirigió a él y con su mímica explicó lo que quería.
-¡Ah, sí! Aquí tenemos eso...
Le dieron una especie de mameluco con mangas largas, como un overol de obrero de tamaño pequeño, pero para alguien mayor que él.
No importó. Serviría.
Agotando sus nuevos ahorros desde que comprara el Energit, consiguió, de una ferretería amiga, un rollo de cuerdas de nylon, de las que se utilizan para colgar ropas a secar en los tendederos, y unos cien aros de metal cromado, del tamaño de anillos.
……………….. .
Se desperezaba la mañana tiñendo de arreboles las nubes más altas y las aves saludaban el nuevo día con una gozosa algarabía de trinos. Fede terminaba la tarea que le llevó toda la noche, mientras su madre ausente, recaudaba con buen entusiasmo, para ser justos, de un cuarto de hospedaje a otro, el fruto de su esforzado trabajo.
Aterrizaron, más que como una bandada de palomas, como una jauría de barbudos y melenudos motoristas que, después de un extenso recorrido con sus ruidosas máquinas, llegan sedientos de cerveza a un bar rutero.
El vigoroso bramar de sus aleteos semejaba también el de los motores de un avión que llega a destino. Y aunque Fede no podía escucharlo, la imagen refleja la realidad que él precisaba.
Luego de saludarse, pasaron ante el niño de a una, en fila, para que les enganchara a las patas los aros comprados en la ferretería. Atadas a los aros con fuertes nudos, las cuerdas de distintos largos, según las había cortado, terminaban en el otro extremo también atadas a otros tantos aros.
Éstos iban cosidos a todo lo largo del dorso del mameluco de Charitas.
Abrigado con todo lo que pudo encontrar y encasquetado con una gorra de lana, Fede se enfundó en el mameluco, cerrando bien todos las cremalleras y cuidando de prender todos los botones, mientras pensaba:
- Pronto conoceré al viejo que dijo que lo imposible lleva un poco más de tiempo y le enseñaré el puente que construí para llegar al otro lado.
Volviéndose a las palomas con una sonrisa en los labios, les dijo mentalmente:
- Está bien. Vamos.
En perfecta formación, sus amigas se elevaron cortando el diáfano aire de la mañana, con el sol naciente refulgiendo en sus blancas plumas. En su vuelo, que pronto se hizo parejo y sereno, llevaban con ellas al despreciado renguito sordomudo que lustraba zapatos en la plaza.
Nadie creyó al mendigo que, sentado en el suelo de la explanada frente al atrio de la Catedral, juraba haber visto, muy temprano, en el límpido cielo del nuevo día, cómo una gran bandada de palomas se alejaba hacia el horizonte acompañada de un niño que volaba con ellas.
La precaria vivienda de Fede, la Catedral, la ciudad de árboles y rascacielos con todos sus habitantes empeñados en sus míseros afanes, quedaba estática , allá atrás, muy abajo del niño que se fue con las palomas.
DIGNIDAD
Los trajes del Dr. Cardozo delataban los años de uso en las casi imperceptibles aberturas en la trama de sus telas, más visibles en los codos y rodillas. También pregonaban su antigüedad en ese brillo característico que va dejando la plancha cuando ha pasado más de mil veces sobre una prenda.
Aunque realizados con gran esmero, era evidente que los cuellos y puños de las camisas fueron dados vuelta para paliar su deterioro. Pero su anterior blancura inmaculada, no había ya fórmula química ni mágicos jabones que pudieran recuperarla.
Las corbatas, bastante pasadas de moda. Además, frecuentemente usaba pajaritas. Sin embargo, los zapatos, aunque ya se sabían de memoria el camino al remendón del barrio, lucían siempre impecablemente lustrados.
Para el viejo magistrado no era cuestión de aparentar, sino una disciplina que evidenciaba todo lo opuesto. Su aspecto no hacía más que reflejar el orden, la paz, la prolijidad de su añoso espíritu.
En sus días de joven juez, sonreían los incapaces de entender que no fuera a la cancha de fútbol o a algunos espectáculos, por considerarlos contrarios a la dignidad de su investidura. Y él tampoco se había percatado de que, en su caso, no era el cargo el que lo honraba, sino él quien honraba al cargo.
Inteligente, trabajador, discreto y compasivo, fue siempre de parecer que en caso de duda u oscuridad en la interpretación de la ley, la mejor justicia es excederse en la misericordia.
No era, sin embargo, un hombre tieso ni exageradamente circunspecto. Aunque más bien reservado, podría describírselo como de carácter jovial. Lo que unido a sus demás virtudes, para sus colegas, abogados y alumnos de la Facultad, era como esas lámparas que atraen a los insectos en las calurosas noches de verano.
Podrían citarse mil ejemplos de la ponderación de sus sentencias y de su equidad en la calificación y trato a sus alumnos.
Las veces que su juzgado entró de turno, le habría tocado en suerte pronunciarse en pleitos multimillonarios. Pero al saberse que el caso sería dirimido por el Dr. Cardozo, la recusación de las partes era segura, sabiendo la absoluta imposibilidad de plantear siquiera algo que remotamente pudiera sonar a un intento de soborno.
Después de su jubilación, los ahorros de toda su vida fueron a parar inútilmente a sanatorios, farmacias y a manos de los médicos que no pudieron salvar la vida de su esposa.
Aurelia se marchó llevándose gran parte de su vida y él aceptó la inapelable sentencia con la serenidad acostumbrada y los ojos escondidos detrás de unos anteojos negros.
Los felices años de su matrimonio pasaron sin que sus hijos jamás hubieran escuchado un exabrupto en las discrepancias con su mujer o con ellos mismos. Nunca se escuchó una palabra fuera de lugar, una grosería, en esa casa. A todo el cuerpo familiar llegaba la opinión de la cabeza, que consideraba eso una ordinariez impropia, denigrante para quien hacía uso de las procacidades del idioma.
Fue la suya una casa puesta con sencillo buen gusto, sin pretensiones ni comodidades innecesarias.
La serena austeridad con la que vivía su numerosa familia no les había privado de momentos de verdaderas penurias económicas, transitadas sin quejas ni lamentaciones, sino apretando donde había que apretar, restringiendo gastos y viviendo lo que un amigo calificaba de pobreza señorial.
Los hijos fueron formando sus propias familias que hicieron honor al nombre del abuelo. Ahora, todos ellos estaban en buena posición económica. Pero el Dr. Cardozo, fiel a su teoría de que la vida va para delante, no permitió ni -menos aún- pidió que lo ayudaran. Las tan injustas nuevas leyes impositivas, que pretenden recaudar del pueblo para nivelar las consecuencias del latrocinio y la mala administración de los gobernantes, lo habían puesto en la disyuntiva de procurarse otros ingresos que sumaran al de su magra jubilación. Como volver a dar clases particulares.
Con más de ochenta años, la gente no se fiaba ya de su lucidez, su buen criterio, ni de la eficacia de su enseñanza que, prejuzgaban, sería anticuada.
Recomendado por un conocido, hubo de acudir a ver a un político-empresario que decía tener algo adecuado para él.
Cuando el mediador supo que el ex magistrado había rechazado la propuesta del empresario, lo visitó de inmediato para intentar hacerlo cambiar de opinión.
-Pero ¿por qué...? -le dijo.
-Se trataba de la administración de una cadena de albergues transitorios de lujo... Me ofrecía un tanto por ciento de la recaudación diaria... y que estuviera todo a mi nombre... ¡con un contra-documento, por supuesto! ¡Estos políticos...!
-Y.. bueno...-se horrorizó el bienintencionado intermediario, ante el rechazo- ¿Por qué no aceptaste? ¡Es como dinero desparramado por el suelo! ¡No hay más que inclinarse a recogerlo!
El Dr. Justo P. Cardozo agrandó los ojos levantando las cejas, sorprendido ante la incomprensión de su interlocutor, y separó las manos abiertas en el gesto de resaltar una obviedad.
- Pero... ¡hay que inclinarse, mi amigo ... !
Fue la última de la multitud de anécdotas por el estilo que se contaba en el velorio del Dr. Cardozo.
Unos días después de ocurrido ese último episodio, como una buena amiga que espera la noche para visitar con discreción y respeto, vino la muerte a su casa a hacerle otra propuesta durante el sueño.
Por lo visto, fue aceptada.
Al cuerpo del Dr. Cardozo lo encontraron en su lecho, con las manos juntas y una leve sonrisa, como de satisfacción, en su sereno semblante.
UN TROPEZÓN CUALQUIERA DA EN LA VIDA
Inocencio, entró en la boutique, simplemente, para comprar una remera amarilla que vio en el escaparate y tropezó con la escultural figura de la vendedora.
Sin poder evitarlo, cayó en las profundidades del generoso escote de ella.
Y ya no pudo salir.
Había otro mundo.
Y había otra clase de vida. Ahora estaba seguro de eso.
No era todo lustrar zapatos en la calle y recibir golpes en casa.
Cuando se fue Cipriano, el anterior hombre de su madre, pasó varios meses tranquilos. Por lo menos nadie lo zurraba ni se mofaba de él. Ahora, éste, Calixto, era peor que el otro: se emborrachaba desde más temprano y, como los anteriores, se divertía burlándose de él y dándole coscorrones o cintarazos, según soplaran sus vientos interiores.
Y hasta su madre tenía con él menos paciencia que antes, cuando la tenía a veces, lo cual ya era mucho decir, porque si hubiera tenido alguna virtud, la paciencia ni la compasión, era alguna de las que pudiera ufanarse.
No. La madre de Fede no era una persona virtuosa. Flor nacida en la miseria, la violación de la que fuera objeto a los trece años, dejando como consecuencia aquel hijo defectuoso, no contribuyó en nada a que encarara la vida con espíritu animoso ni con valentía. Más bien, la hundió en abyecciones en las que el que pagaba los platos rotos era aquel niño, demasiado inteligente para su gusto, siendo un deficiente como era.
En consecuencia, el trato del que era objeto, por su madre primero, y luego por los compañeros de cama de turno, rozaban y a veces sobrepasaban el límite de la crueldad. El instinto maternal sin embargo, se hacía sentir a veces, sobre todo en los primeros meses y años de la vida de Fede, en los que recibió toscos mimos, pero un poco de cariño, al fin.
A medida que fue creciendo y su inteligencia se desarrolló exageradamente, como para suplir sus deficiencias físicas, sin pretenderlo, el niño resolvía los pequeños problemas de orden práctico que se suscitaban con el simple transcurso de sus vidas elementales. Esto, en lugar de llenar de orgullo a su madre, la iba cargando de resentimientos que sobrepasaban su comprensión y descargaba en la inocente criatura.
Por eso y por holgazanería de la madre, el que cargaba con la mayor parte de las tareas propias de la supervivencia, era Fede, con una habilidad natural para desenvolverse en lo que fuera. Ella se dedicaba a dormir durante el día y a comerciar pobremente con su cuerpo por la noche. El alcohol ya había llegado y la droga no tardarían en llegar.
Tampoco era infrecuente que la mujer se encaprichara por temporadas con alguno que, de cliente ocasional, pasaba a ser amante que traía al rancho cercano al río, a compartir su miseria y su desprecio por el hijo defectuoso.
No es posible saber si la llegada de otros hijos -de ser éstos deseados y frutos del amor- hubiera aliviado las miserias de la pobre mujer. O, por el contrario, aumentaría su inconsciente empeño de autodestrucción. Tampoco ella lo sabría nunca, pues, aunque los deseó, esperando hijos sanos y fuertes que la ayudaran en su vejez, no tuvo ninguna oportunidad. Eso acrecentó su frustración y mala disposición hacia el hijo defectuoso que, sin embargo, tanto la ayudaba ahora.
Sin que ella lo supiera ni tuviera ocasión de opinar, el médico que la asistió en el parto de Fede, en la Cruz Roja, se atribuyó la libertad de decidir por ella y, en un arranque de furia y compasión mal entendidas, hizo una ligadura de trompas, con la intención de prevenir futuras eventualidades en aquella madre casi niña.
Así es como para Fede se iban multiplicando las tareas y era quien encendía el primer fuego del brasero por la madrugada y quien preparaba y cebaba el mate en los días de frío. Daba de comer a las gallinas y barría el piso de tierra por iniciativa propia. Y, viendo lo que hacían otros niños de las cercanías, se consiguió los elementos necesarios para dedicarse a lustrar zapatos en el centro de la ciudad, en las horas diurnas, en las que su madre, por lo general, dormía, recuperándose de los ajetreos de la noche.
A veces la vida le resultaba pesada. Pero como él no conocía otra, hasta que ocurrió aquello, le parecía asombroso que los demás tuvieran tiempo de jugar fútbol u otra cosa y aún tuvieran ganas y ánimos para reír por nada. También tenían, como él, nueve o más años y sin embargo, muchos de ellos no trabajaban.
Él había comprendido el valor del dinero y que era trabajando como se lo obtenía. La ley natural escrita en todas las conciencias, y, en los demás dormida o ahogada con el paso del tiempo y las indigestas penurias de la vida, en la suya adquiría un grado superlativo, de manera que el engaño o la posibilidad de apropiarse de lo ajeno le era totalmente repulsivo y antinatural.
En vano intentaron los chiquilines de su más o menos próximo entorno complicarle en sus raterías y trapisondas propias de la calle. Con lo cual, se sumaron al coro de los que se burlaban de él o lo despreciaban, llegando a la conclusión de que el renguito, además de sordomudo, era tonto.
Fue creciendo solitario, por fuera y por dentro, entendiendo y dándose a entender a los demás por señas, cuando le era imprescindible.
Sin embargo, inexplicablemente, no había perdido una serena alegría interior, un asombrado gozo por la vida y un perseverante deseo de superarse y superar sus limitaciones. Aunque su cándida sonrisa fuera interpretada como una manifestación de simpleza, que no le permitía ver la desgracia de su vida, su talante era siempre conformado y animoso.
Además estaban ellas. Las palomas. Ellas sí que eran sus amigas y lo querían. Siempre guardaba para las palomas algo de lo más apetitoso del alimento que daba a las gallinas, además de manjares como restos de galletitas que recolectaba de los basureros de la calle.
Fue el día que cumplió siete años cuando el trato con ellas, de simple gusto y afecto, cambió a íntima e incondicional amistad.
Una paloma, toda blanca ella, se acercó a comer de su mano. Luego de abundantes picotazos, lo miró largamente y le dijo... "gracias"... Fede pensó entonces:
- Es como si hubiera escuchado. Si pudiéramos hablar... ¿cómo te llamarías...?
- Pali -escuchó que decía la paloma. Escuchó, sí. Escuchó.
Sin salir de su asombro, pensó otra vez:
- ¿Y tus compañeras? ¿La negra, la de plumas de muchos colores en el cuello, la blanca y negra?
Y volvió a escuchar dentro de él, mientras la blanca las señalaba con el pico:
- La oscura, es Negri, la de colores en el cuello, que es argentina, se llama Iris, la blanca y negra es Pará-í.
- Entonces...-dijo Fede- vos y yo podemos...¿podemos hablar?
- Parece que sí. Sucede con alguna gente. Muy poca, a decir verdad. Y siempre son niños. O ancianos, que vuelven a ser niños.
La vida le cambió a Fede.
Lo mismo recibía golpes y burlas. Lo mismo no paraba de trabajar. Lo mismo pasaba frío o hambre. Pero ahora tenía con quien hablar. Tenía amigos. Su capacidad para hablar con las palomas sin emitir sonidos ni mover los labios fue desarrollándose y ellas fueron convirtiéndose en grandes compañeras que iban a almorzar con él, cada vez en mayor número.
Lo asombroso del asunto es que ¿cómo podría, Fede, pensar palabras, para sus conversaciones con las palomas, si nunca había escuchado sonido alguno, de palabras, ni de nada?
Debía ser que pensaba emitiendo y recibiendo conceptos, o algo así, como -de todos modos-funciona, seguramente, la comunicación telepática.
Las palomas lo ubicaban en las plazas del centro acompañándolo mientras lustraba zapatos de transeúntes que no siempre pagaban. Él no decía nada, -claro, qué iba a decir, se pensará, si era mudo. Pero se entiende la idea ¿no?- y días después, venía el mismo cliente, se lustraba y pagaba. Así era Federico y así eran muchos de sus clientes.
A veces, sus amigas palomas, le pasaban el dato de algún bar o restaurante del que acababan de tirar sobras de comida en buen estado. Él iba a la dirección que le indicaban con su vuelo y recogiendo las sobras en bolsitas de plástico se pegaba grandes banquetes.
También cuando estaba escaso de clientela, ellas defecaban disimuladamente en los zapatos de algún lector de diarios sentado en un banco, convirtiéndolo en potencial cliente de su amigo Fede.
Otras veces que estaba solo, lo entretenían contándole lo que habían visto por ahí. Cómo eran otros lugares: los campanarios, las casas de lujo, el interior de los apartamentos de edificios altos...
Así fue como se enteró de ese lugar muy lejos, al otro lado del río, donde vivían muchos chicos como él, alguno de los cuales no hablaba con la boca.
Pero esos eran visiblemente felices. Se les notaba de lejos.
Les mandó decir algo con Pali, que entre todas las palomas, era su más íntima amiga. Ellos le contestaron. Él volvió a preguntarles cosas y ellos volvieron a contestarle.
Vivían -le hicieron saber, vía palomas- en un orfanato para niños especiales atendidos por unas monjas que los trataban muy bien, los querían y los mimaban como seguramente debían mimar las mamás. Comían, jugaban, no tenían frío en invierno, estudiaban y aprendían muchas cosas interesantes del mundo y del universo. Entre ellos había sordomudos como él, ciegos, paralíticos y tontos de nacimiento. Pero todos se querían, se trataban bien, eran amigos que se ayudaban entre sí y había dos -el que enviaba el mensaje y otro- que, como él, hablaban con las palomas sin abrir la boca y las escuchaban en la cabeza.
¿Por qué no iba Fede a vivir con ellos, si en su casa lo trataban tan mal y, por lo que contaba, parecía que no lo querían?
Les contestó que estaban demasiado lejos, por lo que decían las palomas. Que él era rengo y caminaba muy lento. Y que, además, estaba el río.
El vocero del orfanato (que le hizo saber que se llamaba Roberto) le transmitió cómo un viejo sabio solía visitarlos a ellos y a las monjitas. Les había enseñado, en el lenguaje manual de los sordomudos, a los que no podían oír, que cuando no se puede conseguir algo, si uno se empeña, sólo se tarda más en obtener lo deseado.
- Hay que fabricar puentes para cruzar los ríos imposibles... -les enseñó el viejo.
Fede se pasó mucho tiempo pensando cómo podría hacer para fabricar un puente tan grande que pudiera cruzar aquel inmenso río.
Pasó un año rompiéndose la cabeza. Con eso y con los golpes que, a veces, le propinaba Lacú, el sucesor de Calixto, Peíto, Juan Carlos, Julio, etc.. . etc...
Eso a él ya no le importaba.
Alguna vez...
Alguna vez él se iría para no volver nunca jamás. Y nadie sabría dónde...
¡Si pudiera volar como las palomas! ...
……………….. .
Un día de sol, lustraba unos zapatos marrones en la plaza.
Como de costumbre, las palomas revoloteaban cerca. Algunas se alzaban al cielo, hacían unos vuelos circulares, se posaban caminando un rato por las cornisas y salientes de una antigua iglesia y volvían luego a contar las novedades que habían observado por ahí. Otras, caminaban como patos en las cercanías del pequeño lustrabotas.
De pronto, al ir a hacer el cliente el cambio de pie para que Fede lustrara el otro zapato, el cajón de lustre en el que se apoyaba, libre del peso, pegó un salto a un costado, de casi un metro de distancia, aparentemente por sí mismo.
¡Sorpresa! No exenta de espanto.
Al mismo tiempo, el escandaloso batir de un furibundo aleteo, sobresaltó aún más al cliente. Pasada la estupefacción inicial, vieron que una paloma había enredado una de sus patas en la correa con la que el lustrabotas colgaba del hombro la caja de lustre, cuando se trasladaba de un lugar a otro. Desenredada la correa, la paloma -que era Rufo, un palomo al que siempre le pasaban cosas-levantó vuelo refunfuñando:
- ¡ Me revienta que intenten aprisionarme... !
El cliente no pudo escuchar nada porque el asunto le hizo mucha gracia y reía a carcajadas. Además, aunque no hubiera sido así, sólo Fede podía escuchar -dentro de él- lo que decía el palomo.
Al día siguiente, la bandada, enterada del incidente, comentaba a Fede que Rufo era especialmente susceptible porque, hacía tiempo, un niño lo había atrapado y atado un larguísimo cordel a una de sus patas. Luego lo soltó. Y cuando estaba en lo mejor de su vuelo, lo estiró hacia abajo como quien recoge una pandorga. Se pasó el día y los días sucesivos repitiendo el juego.
También le ataba cajitas de cartón (de dentífricos o de cualquier cosa) donde metía muñequitos de plástico. Para que se pasearan, decía.
Naturalmente, a Rufo el asunto no le resultaba nada divertido y sus amigos nada podían hacer por él, en el temor de caer víctimas de la misma trampa, si se acercaban al repelente niño Vicente. Y en pleno vuelo, era imposible intentar nada con el cordel. Hasta que pasada una semana, cuando Rufo empezaba a quedarse casi desplumado en su esfuerzo por liberarse, se soltó el cordel y el palomo recuperó su libertad, aunque no lo advirtió inmediatamente, como a veces sucede.
Luego, entre todos, tuvieron que deshacer a picotazos, el nudo que sujetaba el cordel a una pata de Rufo, porque el resto de hilo que colgaba se enredaba en los árboles y el pobre volvía a quedar prisionero. Ya no del niño, pero sí de otras cosas.
También esto sucede a veces.
Para Fede, lo de la caja de lustre saltarina fue el inicio de un juego.
De acuerdo con las palomas, organizó competencias entre ellas, para ver quién era capaz de levantar más peso. A todas les divirtió muchísimo el asunto, y se revolcaban de risa cuando algunas ventoseaban más de la cuenta por el esfuerzo, gritándoles que acabarían desinfladas como globos.
Lo notable es que, con el ejercicio repetido, al cabo de un tiempo, las palomas se iban fortaleciendo, hasta el colmo de que una de ellas (a la que desde antes ya llamaban Arnold, en clara alusión a su físico), fue capaz de volar con una bolsita de plástico atada a las patas.
¿Y qué? Bueno, dentro de la tal bolsita había tres pilas de linterna, de las grandes.
A Fede le iluminó la cabeza una luz más potente que la de la linterna cuando tenía las pilas. Con esa capacidad extraordinaria de asociar las ideas y las cosas, propias de las personas inteligentes -cuanta más inteligencia mayor capacidad de asociación- sumó el juego, más las palomas, más unos frascos en los que guardaba monedas, más su mayor deseo íntimo... y le dio... ¡había que intentarlo!
Guardaba las monedas de mayor valor en frascos de un medicamento que tenía el tamaño justo para que se apilaran en orden. En cierta ocasión, un cliente que lo vio, preguntó por señas:
- ¿Vos tomás eso?
- No. ¿Por qué? -contestó y preguntó Fede, siempre por señas, claro.
- Energit- dijo el cliente sin que Fede lo oyera. Pero entendió: es un poderoso energizante. En la etiqueta lo dice ¿ves? Aumenta la fuerza y la resistencia física.
Fede recordó aquello y fue a una farmacia. Cuando consiguió que lo atendieran, preguntó en silencio el precio del medicamento, enseñando el tubo de Energit, frotando los dedos pulgar e índice de la mano derecha y levantando cejas y la mano izquierda abierta con la palma hacia arriba.
De momento estaba fuera de su alcance, aunque el dependiente de la farmacia añadió el consabido:
- Con el descuento te sale menos...
Ni así. Además él no pudo oír el precio ni lo del descuento. Pero pudo verlo en la etiqueta pegada a la caja que contenía el tubo de Energit. Y de números sí que sabía. Había aprendido solo, deduciendo por necesidad, la relación entre los símbolos de los números y las cantidades de dinero. Cosas de la calle.
Empezó a ahorrar desde entonces, separando cada día un poco de sus ganancias.
Al cabo de unos meses consiguió reunir la cantidad que necesitaba para poner en práctica su idea. Mientras tanto, continuaban las competencias de fuerza entre las palomas.
Compró el Energit y pudo observar que se trataba de unas pastillas engañosamente diminutas que, por su tamaño, ocultaban la potencia que pronto pudo comprobar.
¡Era lo que quería!
Comenzó a dárselas a las palomas de la bandada amiga, que eran más de treinta. Se las daba cada día. Acabaron con un tubo y les dio el contenido de otro, pues cuando fue a la farmacia a comprar el medicamento, el dólar había bajado tanto que ¡oh sorpresa! el dinero le alcanzó para comprar dos tubos y ¡más sorpresa aún! ¡el farmacéutico era honrado! y bajó el precio de los medicamentos de la nueva partida de importados.
Dio a las palomas una fracción de cada pastilla dividida en cuatro partes, de manera que cada gragea le rindiera cuatro días o para cuatro palomas.
El caso es que al cabo de un mes, los resultados fueron sorprendentes.
Cada paloma levantaba -como promedio- cuatro veces más peso de lo que podía hacerlo antes del tratamiento con Energit.
También se apareaban diez veces más que de costumbre. Pero eso Fede no podía saberlo. Sí notó que estaban más alegres, bromistas y animosas.
Por eso, cuando les explicó su plan, todas estuvieron de acuerdo y hasta Rufo se prestó a que le ataran la pata, riendo a carcajadas, mientras decía mentalmente, en medio de fuertes arrullos:
- Genial, Fede, genial...
A veces el niño conseguía ropas en un local de Charitas, donde ya lo conocían.
Se dirigió a él y con su mímica explicó lo que quería.
-¡Ah, sí! Aquí tenemos eso...
Le dieron una especie de mameluco con mangas largas, como un overol de obrero de tamaño pequeño, pero para alguien mayor que él.
No importó. Serviría.
Agotando sus nuevos ahorros desde que comprara el Energit, consiguió, de una ferretería amiga, un rollo de cuerdas de nylon, de las que se utilizan para colgar ropas a secar en los tendederos, y unos cien aros de metal cromado, del tamaño de anillos.
……………….. .
Se desperezaba la mañana tiñendo de arreboles las nubes más altas y las aves saludaban el nuevo día con una gozosa algarabía de trinos. Fede terminaba la tarea que le llevó toda la noche, mientras su madre ausente, recaudaba con buen entusiasmo, para ser justos, de un cuarto de hospedaje a otro, el fruto de su esforzado trabajo.
Aterrizaron, más que como una bandada de palomas, como una jauría de barbudos y melenudos motoristas que, después de un extenso recorrido con sus ruidosas máquinas, llegan sedientos de cerveza a un bar rutero.
El vigoroso bramar de sus aleteos semejaba también el de los motores de un avión que llega a destino. Y aunque Fede no podía escucharlo, la imagen refleja la realidad que él precisaba.
Luego de saludarse, pasaron ante el niño de a una, en fila, para que les enganchara a las patas los aros comprados en la ferretería. Atadas a los aros con fuertes nudos, las cuerdas de distintos largos, según las había cortado, terminaban en el otro extremo también atadas a otros tantos aros.
Éstos iban cosidos a todo lo largo del dorso del mameluco de Charitas.
Abrigado con todo lo que pudo encontrar y encasquetado con una gorra de lana, Fede se enfundó en el mameluco, cerrando bien todos las cremalleras y cuidando de prender todos los botones, mientras pensaba:
- Pronto conoceré al viejo que dijo que lo imposible lleva un poco más de tiempo y le enseñaré el puente que construí para llegar al otro lado.
Volviéndose a las palomas con una sonrisa en los labios, les dijo mentalmente:
- Está bien. Vamos.
En perfecta formación, sus amigas se elevaron cortando el diáfano aire de la mañana, con el sol naciente refulgiendo en sus blancas plumas. En su vuelo, que pronto se hizo parejo y sereno, llevaban con ellas al despreciado renguito sordomudo que lustraba zapatos en la plaza.
Nadie creyó al mendigo que, sentado en el suelo de la explanada frente al atrio de la Catedral, juraba haber visto, muy temprano, en el límpido cielo del nuevo día, cómo una gran bandada de palomas se alejaba hacia el horizonte acompañada de un niño que volaba con ellas.
La precaria vivienda de Fede, la Catedral, la ciudad de árboles y rascacielos con todos sus habitantes empeñados en sus míseros afanes, quedaba estática , allá atrás, muy abajo del niño que se fue con las palomas.
DIGNIDAD
Los trajes del Dr. Cardozo delataban los años de uso en las casi imperceptibles aberturas en la trama de sus telas, más visibles en los codos y rodillas. También pregonaban su antigüedad en ese brillo característico que va dejando la plancha cuando ha pasado más de mil veces sobre una prenda.
Aunque realizados con gran esmero, era evidente que los cuellos y puños de las camisas fueron dados vuelta para paliar su deterioro. Pero su anterior blancura inmaculada, no había ya fórmula química ni mágicos jabones que pudieran recuperarla.
Las corbatas, bastante pasadas de moda. Además, frecuentemente usaba pajaritas. Sin embargo, los zapatos, aunque ya se sabían de memoria el camino al remendón del barrio, lucían siempre impecablemente lustrados.
Para el viejo magistrado no era cuestión de aparentar, sino una disciplina que evidenciaba todo lo opuesto. Su aspecto no hacía más que reflejar el orden, la paz, la prolijidad de su añoso espíritu.
En sus días de joven juez, sonreían los incapaces de entender que no fuera a la cancha de fútbol o a algunos espectáculos, por considerarlos contrarios a la dignidad de su investidura. Y él tampoco se había percatado de que, en su caso, no era el cargo el que lo honraba, sino él quien honraba al cargo.
Inteligente, trabajador, discreto y compasivo, fue siempre de parecer que en caso de duda u oscuridad en la interpretación de la ley, la mejor justicia es excederse en la misericordia.
No era, sin embargo, un hombre tieso ni exageradamente circunspecto. Aunque más bien reservado, podría describírselo como de carácter jovial. Lo que unido a sus demás virtudes, para sus colegas, abogados y alumnos de la Facultad, era como esas lámparas que atraen a los insectos en las calurosas noches de verano.
Podrían citarse mil ejemplos de la ponderación de sus sentencias y de su equidad en la calificación y trato a sus alumnos.
Las veces que su juzgado entró de turno, le habría tocado en suerte pronunciarse en pleitos multimillonarios. Pero al saberse que el caso sería dirimido por el Dr. Cardozo, la recusación de las partes era segura, sabiendo la absoluta imposibilidad de plantear siquiera algo que remotamente pudiera sonar a un intento de soborno.
Después de su jubilación, los ahorros de toda su vida fueron a parar inútilmente a sanatorios, farmacias y a manos de los médicos que no pudieron salvar la vida de su esposa.
Aurelia se marchó llevándose gran parte de su vida y él aceptó la inapelable sentencia con la serenidad acostumbrada y los ojos escondidos detrás de unos anteojos negros.
Los felices años de su matrimonio pasaron sin que sus hijos jamás hubieran escuchado un exabrupto en las discrepancias con su mujer o con ellos mismos. Nunca se escuchó una palabra fuera de lugar, una grosería, en esa casa. A todo el cuerpo familiar llegaba la opinión de la cabeza, que consideraba eso una ordinariez impropia, denigrante para quien hacía uso de las procacidades del idioma.
Fue la suya una casa puesta con sencillo buen gusto, sin pretensiones ni comodidades innecesarias.
La serena austeridad con la que vivía su numerosa familia no les había privado de momentos de verdaderas penurias económicas, transitadas sin quejas ni lamentaciones, sino apretando donde había que apretar, restringiendo gastos y viviendo lo que un amigo calificaba de pobreza señorial.
Los hijos fueron formando sus propias familias que hicieron honor al nombre del abuelo. Ahora, todos ellos estaban en buena posición económica. Pero el Dr. Cardozo, fiel a su teoría de que la vida va para delante, no permitió ni -menos aún- pidió que lo ayudaran. Las tan injustas nuevas leyes impositivas, que pretenden recaudar del pueblo para nivelar las consecuencias del latrocinio y la mala administración de los gobernantes, lo habían puesto en la disyuntiva de procurarse otros ingresos que sumaran al de su magra jubilación. Como volver a dar clases particulares.
Con más de ochenta años, la gente no se fiaba ya de su lucidez, su buen criterio, ni de la eficacia de su enseñanza que, prejuzgaban, sería anticuada.
Recomendado por un conocido, hubo de acudir a ver a un político-empresario que decía tener algo adecuado para él.
Cuando el mediador supo que el ex magistrado había rechazado la propuesta del empresario, lo visitó de inmediato para intentar hacerlo cambiar de opinión.
-Pero ¿por qué...? -le dijo.
-Se trataba de la administración de una cadena de albergues transitorios de lujo... Me ofrecía un tanto por ciento de la recaudación diaria... y que estuviera todo a mi nombre... ¡con un contra-documento, por supuesto! ¡Estos políticos...!
-Y.. bueno...-se horrorizó el bienintencionado intermediario, ante el rechazo- ¿Por qué no aceptaste? ¡Es como dinero desparramado por el suelo! ¡No hay más que inclinarse a recogerlo!
El Dr. Justo P. Cardozo agrandó los ojos levantando las cejas, sorprendido ante la incomprensión de su interlocutor, y separó las manos abiertas en el gesto de resaltar una obviedad.
- Pero... ¡hay que inclinarse, mi amigo ... !
Fue la última de la multitud de anécdotas por el estilo que se contaba en el velorio del Dr. Cardozo.
Unos días después de ocurrido ese último episodio, como una buena amiga que espera la noche para visitar con discreción y respeto, vino la muerte a su casa a hacerle otra propuesta durante el sueño.
Por lo visto, fue aceptada.
Al cuerpo del Dr. Cardozo lo encontraron en su lecho, con las manos juntas y una leve sonrisa, como de satisfacción, en su sereno semblante.
UN TROPEZÓN CUALQUIERA DA EN LA VIDA
Inocencio, entró en la boutique, simplemente, para comprar una remera amarilla que vio en el escaparate y tropezó con la escultural figura de la vendedora.
Sin poder evitarlo, cayó en las profundidades del generoso escote de ella.
Y ya no pudo salir.
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