EL PRISIONERO DE GUERRA
Cuento de
CARMEN ESCUDERO DE RIERA
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Cuento de
CARMEN ESCUDERO DE RIERA
(Enlace a datos biográficos y obras
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EL PRISIONERO DE GUERRA
"Con cuatro sandias al pie del burro en espera de que las suban a las alforjas, una burrerita esbelta, morena, vestida con falda fruncida, descalza y con la cabeza cubierta con manto negro, se apoya en el lomo gris blanquecino del animal. El paisaje de fondo es inconfundible. Un rincón cualquiera de nuestra campaña: tierra roja, un rancho en la lejanía, árboles que acortan el horizonte. Todo el cuadro está predominantemente pintado en tonos grises, de vez en cuando lo aclara el blanco y es el negro el que lo define. Un aura imperceptible de tristeza lo envuelve. Lo firma un tal Morales, también lleva una fecha: 1936. Es un óleo de cuarenta por sesenta y preside el salón de la casa".
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La cañonera surcaba el río Paraguay aguas abajo alejándose del infierno chaqueño; ese infierno creado por los hombres y que, para algunos de los que venían a bordo, había llegado a su fin. La incertidumbre de un futuro cercano se unía a la esperanza de un mañana seguro.
Sentado en la cubierta de popa, el oficial prisionero vela cómo la estela del barco se iba deshaciendo en espuma. El estruendo espantoso de la batalla aún invadía todo su ser. Rumores sordos enfrentados: el de las maquinas que lo llevaban hacia el sur y el de los recuerdos que quedaban en el norte.
Setiembre de 1933, inútiles habían resultado los siete ataques de nuestro regimiento y la lucha encarnizada librada para despejar el camino. No se perdieron ni el vigor en la lucha ni el ardor en la batalla y sin embargo estábamos cercados. Nuestro intento por romper el cerco resultó estéril. .
Sentado en la cubierta de popa, el oficial prisionero vela cómo la estela del barco se iba deshaciendo en espuma. El estruendo espantoso de la batalla aún invadía todo su ser. Rumores sordos enfrentados: el de las maquinas que lo llevaban hacia el sur y el de los recuerdos que quedaban en el norte.
Setiembre de 1933, inútiles habían resultado los siete ataques de nuestro regimiento y la lucha encarnizada librada para despejar el camino. No se perdieron ni el vigor en la lucha ni el ardor en la batalla y sin embargo estábamos cercados. Nuestro intento por romper el cerco resultó estéril. .
La sed, la espantosa sed creciendo inexorablemente, se adueñaba de nuestra tropa; cundía la desmoralización. El enemigo intimó rendición, nos dio una hora de tiempo. Al cesar el tiroteo, algunos comenzaron a entregarse; no pasó mucho tiempo para que cinco Oficiales y doscientos soldados hiciésemos lo mismo. Pozo Favorito, irónicamente era el nombre del lugar en el que la sed pudo con nosotros.
El General Kundt había dirigido personalmente, desde Aliguatá (Zenteno” para los paraguayos), la llamada batalla de Pampa Grande. Ordenó resistir a todo trance; aviones bolivianos arrojaron víveres y coca a los cercados. Todo fue en vano. El jefe de las tropas sitiadas, Teniente Coronel Caprile recibió la carta de intimación del Comando paraguayo, carta que quedó sin efecto alguno cuando se supo que el Teniente Coronel Eugenio Garay, acomodando solamente por su ayudante, se presentó ante el Comando boliviano invitándolo a una "honrosa capitulación". Larga fue la entrevista, entrevista de la que fui testigo. Mientras, seguía el combate. Al fin, el acta fue firmada. Los Jefes y Oficiales conservarían sus armas, la batalla de Campo Grande había llegado a su término.
Segundo a segundo revivió cuanto había sucedido: los rostros patéticos de nuestros soldados, sus cuerpos cansados, cuando taciturnos, emprendimos la marcha hacia Puerto Pinasco. Al abordar la cañonera la brisa de siempre sobre el río, nos alivio el calor y nos hizo más soportable el viaje; ni comparación con los cañadones del Chaco, esa tierra acabada de abandonar, reseca y barrida constantemente por las implacables norteadas.
La sirena lastimera nos despertó una madrugada; nos desperezamos y, abandonando el hacinamiento del sitio en el que dormíamos, supimos a cubierta; Asunción estaba a la vista. Trámites lentos, pasa la mañana. Cerca del mediodía desembarcamos. En filas más o menos ordenadas, bajo un sol abrasador y ante la mirada curiosa de todo aquél que presenciaba nuestro paso nos dirigimos calle arriba. Después supimos que esa calle se llamaba Colón y que a sus aceras cubiertas las conocían como "la Recova". No escuchamos una sola voz altanera, ni un insulto; nos pareció que el pueblo paraguayo respetaba nuestra lucha y callaba nuestra derrota. ¿Dónde nos llevarían? Pronto lo supimos: al estadio, el campo de fútbol nos acogería y allí quedaríamos hasta que nos dieran un destino definitivo. Corrió la voz: Iríamos a parar a diversos pueblos del interior.
La noticia se barruntaba desde días atrás, el pueblo estaba en suspenso; la tranquilidad habitual de su vida estaba alterada, los corrillos de amigos y el comadreo de las matronas aumentaba. Todos curiosos, todos impacientes, ¿sería verdad? ¿cuándo sería el día? Y fue verdad y el día luego: los prisioneros bolivianos estaban ahí. La marcha agotadora de unas cinco leguas, por el lado del Salado, de un ciento de hombres, acabó con las conjeturas. Fueron entrando al pueblo con poco ánimo de admiración hacia ese lugar encantador que es y fue siempre San Bernardino. Su lago, su cerro, sus calles empastadas, sus arroyuelos, sus árboles y el señorío de sus casonas; sin embargo, nada de esto pasó desapercibido a nuestro Teniente.
Fueron llevados al mercado municipal, amontonados en ese recinto, y encerrados en una valla de palos. El espectáculo no era muy alentador, las comodidades totalmente inexistentes. De a poco se fueron acomodando como mejor pudieron, no mejoró mucho la situación, no del todo insufrible, por el trato humanitario de los captores.
El ser destinados a San Bernardino tuvo como contrapartida la construcción del camino a Altos, pueblo cercano en las alturas de la cordillera. Todos los días, salvo los domingos, la larga fila de prisioneros con pico y pala al hombro enfilaba al quehacer carretero. El suelo iba entregando grandes bloques de piedra, con resistencia al fin vencida ante el ímpetu de los acompasados pero tenaces golpes de los pocos. Primero, metros; luego, kilómetros. La ruta, cual vía romana, fue remontando la cordillera. Hoy en día una capa de asfalto une San Bernardino con Altos; pocos saben que esa capa de asfalto cubre enormes piedras arrancadas al cerro: el trabajo de ese ciento de bolivianos.
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El General Kundt había dirigido personalmente, desde Aliguatá (Zenteno” para los paraguayos), la llamada batalla de Pampa Grande. Ordenó resistir a todo trance; aviones bolivianos arrojaron víveres y coca a los cercados. Todo fue en vano. El jefe de las tropas sitiadas, Teniente Coronel Caprile recibió la carta de intimación del Comando paraguayo, carta que quedó sin efecto alguno cuando se supo que el Teniente Coronel Eugenio Garay, acomodando solamente por su ayudante, se presentó ante el Comando boliviano invitándolo a una "honrosa capitulación". Larga fue la entrevista, entrevista de la que fui testigo. Mientras, seguía el combate. Al fin, el acta fue firmada. Los Jefes y Oficiales conservarían sus armas, la batalla de Campo Grande había llegado a su término.
Segundo a segundo revivió cuanto había sucedido: los rostros patéticos de nuestros soldados, sus cuerpos cansados, cuando taciturnos, emprendimos la marcha hacia Puerto Pinasco. Al abordar la cañonera la brisa de siempre sobre el río, nos alivio el calor y nos hizo más soportable el viaje; ni comparación con los cañadones del Chaco, esa tierra acabada de abandonar, reseca y barrida constantemente por las implacables norteadas.
La sirena lastimera nos despertó una madrugada; nos desperezamos y, abandonando el hacinamiento del sitio en el que dormíamos, supimos a cubierta; Asunción estaba a la vista. Trámites lentos, pasa la mañana. Cerca del mediodía desembarcamos. En filas más o menos ordenadas, bajo un sol abrasador y ante la mirada curiosa de todo aquél que presenciaba nuestro paso nos dirigimos calle arriba. Después supimos que esa calle se llamaba Colón y que a sus aceras cubiertas las conocían como "la Recova". No escuchamos una sola voz altanera, ni un insulto; nos pareció que el pueblo paraguayo respetaba nuestra lucha y callaba nuestra derrota. ¿Dónde nos llevarían? Pronto lo supimos: al estadio, el campo de fútbol nos acogería y allí quedaríamos hasta que nos dieran un destino definitivo. Corrió la voz: Iríamos a parar a diversos pueblos del interior.
La noticia se barruntaba desde días atrás, el pueblo estaba en suspenso; la tranquilidad habitual de su vida estaba alterada, los corrillos de amigos y el comadreo de las matronas aumentaba. Todos curiosos, todos impacientes, ¿sería verdad? ¿cuándo sería el día? Y fue verdad y el día luego: los prisioneros bolivianos estaban ahí. La marcha agotadora de unas cinco leguas, por el lado del Salado, de un ciento de hombres, acabó con las conjeturas. Fueron entrando al pueblo con poco ánimo de admiración hacia ese lugar encantador que es y fue siempre San Bernardino. Su lago, su cerro, sus calles empastadas, sus arroyuelos, sus árboles y el señorío de sus casonas; sin embargo, nada de esto pasó desapercibido a nuestro Teniente.
Fueron llevados al mercado municipal, amontonados en ese recinto, y encerrados en una valla de palos. El espectáculo no era muy alentador, las comodidades totalmente inexistentes. De a poco se fueron acomodando como mejor pudieron, no mejoró mucho la situación, no del todo insufrible, por el trato humanitario de los captores.
El ser destinados a San Bernardino tuvo como contrapartida la construcción del camino a Altos, pueblo cercano en las alturas de la cordillera. Todos los días, salvo los domingos, la larga fila de prisioneros con pico y pala al hombro enfilaba al quehacer carretero. El suelo iba entregando grandes bloques de piedra, con resistencia al fin vencida ante el ímpetu de los acompasados pero tenaces golpes de los pocos. Primero, metros; luego, kilómetros. La ruta, cual vía romana, fue remontando la cordillera. Hoy en día una capa de asfalto une San Bernardino con Altos; pocos saben que esa capa de asfalto cubre enormes piedras arrancadas al cerro: el trabajo de ese ciento de bolivianos.
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La visión cotidiana de estos esforzados cautivos iba creando malestar entre los poblanos; no se conformaban con la forma en que ellos estaban viviendo, pues las condiciones en que pasaban las agotadoras tareas eran de espanto. El calor insoportable; la comida, poca; la higiene, reducida a un baño en el lago y no muy a menudo. Fue así como en reunión de notables se decidió alojar y mantener entre las familias del lugar, en sus propias casas, a quienes dieron fe de buena conducta y, bajo juramento, de no escapar. Los Oficiales sabían que el deber número uno del prisionero de guerra es el intento de escape; este no era el caso, posiblemente en los anales de la historia bélica, no se encuentre situación semejante: El preso alojado en el hogar de un "enemigo".
Y fue así como yo, ex universitario, excombatiente y hoy prisionero de guerra y hacedor de caminos me vi inserto en una familia paraguaya, en su vida, en su intimidad. Al pie del cerro, no lejos de la plaza (de allí partía la carretera a Altos) se encontraba la casa, extendida bajo la sombra de inmensos mangos y rodeada de un patio al que hoy llamaríamos jardín, plantado y cuidado por la dueña de casa: Maravilloso patio, maravillosa dueña. La casa acogedora, con una cocina limpia como la patena y un comedor enorme; la mesa y el mantel siempre tendidos y alrededor la algarabía de seis niños.
Indudablemente, la vida me había cambiado; de picapedrero me vi de pronto convertido en pintor de brocha gorda y jardinero, instalado en una pequeña casa al fondo del inmenso patio. Reconocía la suerte de haber sido uno de los elegidos.
Las jornadas se iban sucediendo sin incidentes; los niños respetaban al "bolí" del fondo -así me llamaban- cuidándose delante de sus padres, ante ellos empleaban un respetuoso menor Teniente.
La siesta era espacio casi sagrado, el silencio impuesto era monasterio cartujo. Los mayores dormían, los niños callaban; espacio sagrado también para el Teniente; llegada la hora se encerraba en su cuarto, pero no solo. La ingenuidad de los niños descubrió el hecho, la malicia de los mayores lo ocultó. "No se acerquen, no molesten al Teniente" fue la orden impartida. No se acercaban pero de lejos "vicheaban". Todos los martes, miércoles y viernes, a la misma hora, una burrerita con pies descalzos y sigilosos se introducía en la pieza del fondo. Silencio. Tardaría más de cuarenta y cinco minutos, la puerta se abría de nuevo y esos pies callados se alejaban. A la misma hora, en la próxima cita, la figura de la burrerita vestida con falda fruncida, cubierta la cabeza con manto negro, con esbeltez en el porte, inocencia en la boca y picardía en los ojos, visitaba al Teniente. Se llamaba Ángela.
Las continuas visitas se sucedían, mientras se proclamaba con alegría: Nuestras tropas llegaron hasta los confines del Chaco. Las conversaciones de paz eran promesas ciertas. El mes de junio fue el mes de la paz, se firmo el armisticio, la guerra había terminado... Pronto los prisioneros serian repatriados.
Hacía poco más de un mes que Ángela no visitaba al Teniente. Aquello había terminado con la misma discreción con que había comenzado. A pesar de la curiosidad inherente al ser humano, nadie se atrevió a la menor alusión. Y llegó la orden: El Teniente debería presentarse en Asunción para retornar a su tierra natal. Volvería a su ciudad: La Paz. Lo esperaban su casa, la Universidad y sus pinceles. Llegado el momento, el Teniente Morales, por la consideración, el respeto y hasta el cariño con que fue tratado en la casona extendida bajo inmensos mangos, por haber compartido en la intimidad de aquella familia paraguaya tantos momentos gratos, acercándose con emoción contenida y la gratitud dibujada en el rostro, hizo entrega a quienes lo cobijaron, del secreto sus siestas: El cuadro que había pintado y en el que la figura principal, una típica burrerita descalza y con manto negro nos miraba con picardía. Era Ángela; óleo de cuarenta por sesenta, cuadro desde entonces preside el salón de la casa.
Y fue así como yo, ex universitario, excombatiente y hoy prisionero de guerra y hacedor de caminos me vi inserto en una familia paraguaya, en su vida, en su intimidad. Al pie del cerro, no lejos de la plaza (de allí partía la carretera a Altos) se encontraba la casa, extendida bajo la sombra de inmensos mangos y rodeada de un patio al que hoy llamaríamos jardín, plantado y cuidado por la dueña de casa: Maravilloso patio, maravillosa dueña. La casa acogedora, con una cocina limpia como la patena y un comedor enorme; la mesa y el mantel siempre tendidos y alrededor la algarabía de seis niños.
Indudablemente, la vida me había cambiado; de picapedrero me vi de pronto convertido en pintor de brocha gorda y jardinero, instalado en una pequeña casa al fondo del inmenso patio. Reconocía la suerte de haber sido uno de los elegidos.
Las jornadas se iban sucediendo sin incidentes; los niños respetaban al "bolí" del fondo -así me llamaban- cuidándose delante de sus padres, ante ellos empleaban un respetuoso menor Teniente.
La siesta era espacio casi sagrado, el silencio impuesto era monasterio cartujo. Los mayores dormían, los niños callaban; espacio sagrado también para el Teniente; llegada la hora se encerraba en su cuarto, pero no solo. La ingenuidad de los niños descubrió el hecho, la malicia de los mayores lo ocultó. "No se acerquen, no molesten al Teniente" fue la orden impartida. No se acercaban pero de lejos "vicheaban". Todos los martes, miércoles y viernes, a la misma hora, una burrerita con pies descalzos y sigilosos se introducía en la pieza del fondo. Silencio. Tardaría más de cuarenta y cinco minutos, la puerta se abría de nuevo y esos pies callados se alejaban. A la misma hora, en la próxima cita, la figura de la burrerita vestida con falda fruncida, cubierta la cabeza con manto negro, con esbeltez en el porte, inocencia en la boca y picardía en los ojos, visitaba al Teniente. Se llamaba Ángela.
Las continuas visitas se sucedían, mientras se proclamaba con alegría: Nuestras tropas llegaron hasta los confines del Chaco. Las conversaciones de paz eran promesas ciertas. El mes de junio fue el mes de la paz, se firmo el armisticio, la guerra había terminado... Pronto los prisioneros serian repatriados.
Hacía poco más de un mes que Ángela no visitaba al Teniente. Aquello había terminado con la misma discreción con que había comenzado. A pesar de la curiosidad inherente al ser humano, nadie se atrevió a la menor alusión. Y llegó la orden: El Teniente debería presentarse en Asunción para retornar a su tierra natal. Volvería a su ciudad: La Paz. Lo esperaban su casa, la Universidad y sus pinceles. Llegado el momento, el Teniente Morales, por la consideración, el respeto y hasta el cariño con que fue tratado en la casona extendida bajo inmensos mangos, por haber compartido en la intimidad de aquella familia paraguaya tantos momentos gratos, acercándose con emoción contenida y la gratitud dibujada en el rostro, hizo entrega a quienes lo cobijaron, del secreto sus siestas: El cuadro que había pintado y en el que la figura principal, una típica burrerita descalza y con manto negro nos miraba con picardía. Era Ángela; óleo de cuarenta por sesenta, cuadro desde entonces preside el salón de la casa.
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CARMEN ESCUDERO DE RIERA.
CARMEN ESCUDERO DE RIERA.
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Fuente:
SIN RENCOR
SIN RENCOR
TALLER CUENTO BREVE
Dirección: HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
Edición al cuidado de
MANUEL RIVAROLA MERNES y
LUCY MENDONÇA DE SPINZI
Asunción - Paraguay
Octubre 2001. (166 pp.)
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