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sábado, 14 de agosto de 2010

DIRMA PARDO DE CARUGATI - LA VÍSPERA Y EL DÍA - Presentación: HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES.


LA VÍSPERA Y EL DÍA
Cuentos de
(ENLACE A DATOS BIOGRÁFICOS Y OBRAS
EN LA GALERÍA DE LETRAS DEL
WWW.PORTALGUARANI.COM )
Ilustración de tapa:
"MATERNIDAD" de
Editorial Arandurã,
Asunción-Paraguay, 2007.
Edición digital :
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LA VÍSPERA Y EL DÍA - Reúne por primera vez en un solo volumen veintiún cuentos, algunos inéditos, premiados en concursos, y otros ya aparecidos en los libros del Taller Cuento Breve, en periódicos, revistas y textos para la enseñanza de literatura. Uno de los relatos sirvió de tema al primer film de ficción de largometraje ("El secreto de la señora"), realizado por Ara Film Producciones y el Centro de Comunicaciones Audiovisual.
“Dirma se ha destacado como investigadora de ficciones de ingeniosa experimentación y de gran variedad de temas. Su lenguaje, naturalmente claro y expresivo, se ha ido depurando hasta el logro cabal de una trasparencia en que no se advierte el esfuerzo de la laboriosa ejecución. Quede para el lector el placer intransferible de penetrar espiritualmente en el mundo de estos sueños literarios y de experimentar la sorpresa de lo imprevisto, de lo imprevisible, que le espera en el último párrafo, o en la última fase. – Hugo Rodríguez-Alcalá, Presidente de la Academia Paraguaya de la Lengua Española, Director del Taller Cuento Breve.
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PRESENTACIÓN
DIRMA PARDO DE CARUGATI
Parece más alta de lo que es, por su porte erguido, por la honesta gallardía de su andar sosegado y señoril. Su elegancia espiritual armoniza con la de su atuendo siempre a la moda de mejor gusto.
Este talante de gran dama serena y circunspecta encubre, para quien no la conoce, una insólita, infatigable energía. Energía, cabe insistir, insospechable en tan reposado continente y en esa apacible actitud que la caracteriza. Las apariencias, como se sabe, engañan. Más abajo seremos más explícitos acerca de esta virtud tan suya.
Los antepasados de Dirma Pardo son de Galicia. Un bisabuelo de Dirma Pardo, don Manuel Pardo y Louza, [8] era hermano del conde de Pardo Bazán. Doña Emilia, la novelista, hija de este conde, heredó el título condal. Pero si no hubiera heredado el título lo hubiera ilustrado de todos modos. En tiempos de Alfonso XIII confirieron a D.ª Emilia Pardo un condado honorífico, una especie de Premio Nacional de Literatura con dignidad nobiliaria. Así fue como la autora de Los pazos de Ulloa, fue dos veces condesa.
Hace años que Dirma realiza una labor que en otros sería agobiadora y que en ella no deja rastros de fatiga. Apenas hay actividad cultural y social en Asunción en que Dirma no desempeñe papel destacado. Profesora de inglés en el Colegio Internacional durante tres décadas, activa organizadora y presidenta del Club del Libro Nº 1 que ya ha celebrado veinticuatro años de vida, Dirma ha asegurado la existencia y persistencia del Taller Cuento Breve ya próximo a cumplir un segundo lustro; fundadora con colegas del nombrado taller de la Sociedad de Amigos de la Academia Paraguaya de la Lengua Española, Dirma debería estar más que satisfecha con la actividad, y sobre todo en el éxito de la actividad aludida. ¿Debe agregarse que es Secretaria de la Asociación de la Mujer Española, Secretaria del Instituto Sanmartiniano del Paraguay, miembro de la Agencia Paraguay Turismo y que año tras año dirige excursiones turísticas a los Estados Unidos; que en 1991 ha viajado dos veces a ese país como guía de un tour de quince azacanados días, amén de haber conducido otro tour, éste a la ex Unión Soviética, poco después del golpe?
Periodista desde su juventud, esposa del decano de los periodistas nacionales, el profesor doctor Víctor Carugati, Dirma, madre de dos hijos y más de una vez abuela asume en su hogar una jerarquía matriarcal y en ella se desempeña con ejemplar dedicación.
Tras anotar todo esto, así, de pasada, ¿ha sido exageración el calificar de insólita, de infatigable, su energía?
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Ahora tocar reseñar la obra llevada a cabo por Dirma durante los fructíferos años que ha consagrado a los «martes» del Taller Cuento Breve. En esta corporación literaria se ha destacado por su afán de suscitar entre sus colegas una camaradería afectuosa y respetuosa. Es cierto que ella ha actuado en un grupo de por sí amigable y bien dotado intelectualmente; pero es también cierto que su don de gente, su exquisita urbanidad, han contribuido decisivamente a la consolidación de una estudiosa sociedad de amigos de las letras. Dirma es de hecho, sin formal nombramiento, Secretaria de Actas del Taller, de actas no leídas en las sesiones aunque puntualmente levantadas. Se ha destacado como inventora de ficciones de ingeniosa experimentación y de gran variedad de temas. Su lenguaje, naturalmente claro y expresivo, se ha ido depurando hasta el logro cabal de una transparencia en que no se advierte el esfuerzo de la laboriosa ejecución.
A esta obra de carácter puramente creativo paraleliza la de una crítica de textos de sus colegas, en que el análisis sutil y no siempre del todo favorable se verifica con tal discreción que nunca resulta molesto en la expresión de reparos en lo que atañe a estilo, estructura y demás aspectos del quehacer literario.
Se han estudiado en el taller muchos autores de ficción breve, el primero de los cuales ha sido Borges. Sus cuentos han sido minuciosamente analizados con elucidación de cuanta materia erudita urde sus fantasías poéticas, y con énfasis en las ideas filosóficas que el autor dramatiza así como en los aspectos de su tan celebrado esoterismo, amén de sus figuras retóricas características. Dirma fue acaso la que más aprendió del maestro. Dirma, sin embargo no imita los mecanismos verbales de Borges ni deja percibir en su prosa la gran influencia borgeana. Y es que el arte de Borges ha sido el catalizador merced al cual ella ha verificado el definitivo pulimento de su estilo y la agilitación de su técnica narrativa.
Entre las muchas historias estudiadas en el taller figuran varias de la Biblia. Por ejemplo, la del Rey David y la hermosa Bebsabé. Uno de los más originales cuentos de Dirma -«David and Betsy»- se inspira en Samuel, 11, esto es, en el episodio poco honroso del adulterio del rey poeta y profeta.
El cuento tiene por escenario Washington, D. C. y, en rigor, toda la vastedad de los Estados Unidos porque se desarrolla durante una campaña electoral. El protagonista es, transparentemente, John Kennedy; su amante una actriz celebérrima. La obrita de Dirma -menos de doce páginas- deleita por su ambientación norteamericana tan cabalmente verificada.
Esa ambientación enfoca el mundillo no público en que funcionan algunos resortes secretos del poder del presidente de inmenso prestigio nacional y mundial y se nos relata la sigilosa intriga de los íntimos del jefe para satisfacer el capricho amoroso de éste. El romance apasionado de las dos celebridades está admirablemente narrado, así como el trágico desenlace, el suicidio de la hermosa mujer deslumbrante y fascinadora: «...abrió los grifos de la gran bañera de mármol. Se liberó de su bata de seda dejándola caer, como si con ella dejara su propia piel, y fue al encuentro del agua. Había puesto más pastillas que las acostumbradas en su último trago».
Ahora, «una pequeña catarata manaba de la boca de una serpiente de bronce. Al comienzo, el agua tibia acarició los contornos de su bello cuerpo, luego empezó a cubrirlo. Betsy se sentía feliz. Pensamientos confusos aleteaban en su mente... Todo le pareció hermoso; una placidez hasta ahora no experimentada empezó a calmarla. Se sintió joven, casi niña. Y comprendió que la vida era maravillosa...».
Y lo que sigue, tan patético, tan triste.
Admirable adaptación de un relato milenario a la vida de hoy, o, mejor, a la de ayer no más, en un mundo de sucesos televisados que llevan finalmente a la muerte a esta nueva, desdichada Bebsabé.
***
El cuento «La Víspera» tiene un fondo milagrero o que sugiere milagrería. La «víspera» es la del día de la Virgen de Caacupé. En la choza de una madre miserable ésta ve, o cree ver, que la pequeña imagen de la Virgen lanza una mirada fulgurante en la penumbra en que está velando a un niño. Al día siguiente, entre los peregrinos, una mujer rica y poderosa va en su lujoso coche a la fiesta de Caacupé. Es una reina que no ha podido ser madre y vive obsesa por su infecundidad. Y acontece que la reina -una reina de verdad- ha tenido en la víspera un sueño en que ha visto al niño de la mujer del rancho misérrimo.
El lector se entera de que la poderosa dama que en el sueño de la víspera se vio madre por milagro de la Virgen, se llama Fabiola. Lo que acontece cuando las dos mujeres se enfrentan, la reina y la madre miserable, debe ser averiguado por el lector.
He aquí un relato conmovedor, sabiamente estructurado, en que el arte de Dirma llega a su plenitud en la inventiva, en la caracterización, en el desenlace.
En «El sombrero de jipijapa» lo caricatural y lo tierno se combinan en imágenes difíciles de olvidar.
Muy diferente de este último relato es el que ha tenido mayor difusión. Nos referimos a «Baldosas negras y blancas». La mujer calculadora, fría, sin escrúpulos que engatusa a pobres muchachas humildes y las vende como a prostitutas constituye todo un tour de force en el arte de la caracterización.
Dirma Pardo no se altera nunca en la dramatización de lo atroz, como es el caso de esta terrible historia de trata de blancas. Guarda nuestra escritora una impasibilidad, una imperturbabilidad merced a cuyo poder sugestivo potencializa el dramatismo de sus invenciones. Nunca carga las tintas, nunca exagera: sencillamente cuenta con emoción contenida, sin cambiar el tono de su voz.
Algo parejo ocurre en «La infiel». La «infiel» no es infiel ni mucho menos. Es, sí, víctima de un esposo brutal que por infundada sospecha la mata a tiros de pistola.
Quede para el lector el placer intransferible de penetrar espiritualmente en el mundo de estos sueños literarios y de experimentar la sorpresa de lo imprevisto, de lo imprevisible, que le espera en el último párrafo, o en la última frase.
Marzo, 1992
HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
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CUENTOS DE DIRMA PARDO DE CARUGATI
LA CASA
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«En cierta calle hay cierta firme puerta
con su timbre y su número preciso
y un sabor a perdido paraíso,
que en los atardeceres no está abierta...»
Jorge Luis Borges
«H. O.»
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Cuando Mamá y Papá consideraron que el centro de Asunción se había vuelto muy ruidoso, resolvieron comprar una casa en las afueras.
Pensándolo bien, creo que en realidad la idea fue de mamá, porque papá, aunque siempre rezongaba, terminaba por ceder a todas «las ocurrencias» de mamá, ingeniándose para que la determinación pareciera suya, de modo de no perder autoridad.
En este caso, la decisión no fue fácil. Muchas noches aún después de que se apagaran las luces los oíamos argumentar en pro y en contra de la mudanza.
Ella opinaba que a las niñas nos vendría bien el aire puro. Además siempre había deseado un jardín de rosales y la casa que había visto lo tenía. Otros prósperos comerciantes como papá ya habían empezado a irse a vivir a los barrios residenciales, por lo cual él, no rechazaba de plano la idea, porque si bien a nosotras nos llevaban a la plaza para la cuota de oxígeno y el jardín no le interesaba mucho, en cambio no le era indiferente la posibilidad de tener un par de perros perdigueros. No obstante, terco como era -no podía ocultar su origen hispánico- sopesaba las razones domésticas de mamá, porque en el fondo, no quería alejarse del café de la esquina donde mataba las horas de la siesta con partidas de dominó y ajedrez. Alegaba que vivir en la calle Palma, aunque fuera en los altos de un salón comercial, tenía sus ventajas.
-Aquí lo tenemos todo -decía-, el almacén La Perla, la farmacia Scavone, la Librería Nacional, Riuz y Jorba...
-Sí, y el Café Felsina -interrumpía mamá, que no tenía un pelo de tonta.
-Tendré que viajar cuatro veces al día en esos tranvías desesperantes...
-Te puedes comprar un auto -contestaba ella que a todo hallaba solución cuando se proponía algo.
-Viajarás los días laborales, pero los fines de semana podrás ir andando al Club Centenario a nadar o jugar tenis. Yo creo que necesitas ejercicio. Además, ¡qué bueno tener tan cerca un club! -suspiraba mamá.
Yo apostaría que en ese momento ella ya estaba pensando en nuestros vestidos de quince años, en el debut en sociedad y probablemente hasta en los muchachos «decentes y de buena familia» con quienes nos íbamos a relacionar.
Finalmente, un domingo fuimos a ver la casa.
El tranvía nos llevó por la avenida Colombia, en un trayecto que entonces me pareció larguísimo. Cada niña se acomodó junto a una ventanilla que por momentos era invadida por las ramas de los naranjos florecidos que se erguían a lo largo de las aceras.
Cuando estábamos llegando a destino, papá se levantó; tiró con fuerzas de un cordón que había en el techo y sonó un campanazo sobre la cabeza del conductor.
Con vueltas rápidas y precisas a una rueda de timón, el motorman detuvo el vehículo y bajamos. La dirección que llevábamos era «América y España».
-¿No es una simbólica coincidencia? -decía alborozada mamá.
Caminamos por la acera impar de una calle desordenadamente empedrada de basalto, que yo creía ancha y arbolada. Entonces la vi. Semioculta entre enredaderas, estaba esperándonos La Casa.
En cuanto la vi, supe que sería mía, no nuestra, mía, y en realidad lo fue, pues nadie como yo, la ha querido tanto. Tan importante parece haberme sido esa casa, que todos los recuerdos de mi infancia están relacionados con ella y mis sueños -aún los actuales- transcurren allí, como si nunca la hubiera abandonado.
Era una casa-quinta, como se llamaban entonces; una construcción sólida, sobria, de aspecto austero y algo misterioso.
Recuerdo muy bien las verjas del frente, los murallones de los costados y del fondo, el dibujo arabesco de los mosaicos en los cuartos de cielo raso alto y blanco, y las ventanas con postigos.
Tenía un sótano, un desván y una azotea a la cual se llegaba por una escalera de hierro en forma de caracol.
Yo me había hecho de lugares secretos donde me refugiaba según mi estado de ánimo, sin contar los árboles frutales, a los que había dado nombres de países remotos y a los que trepaba en las furtivas siestas de verano.
Pero el sitio favorito fue siempre la azotea, porque allí hicimos un prodigioso descubrimiento, producto de la casualidad.
Una vez que mis hermanas y yo habíamos subido a la terraza a jugar, comprobamos con gran asombro, que desde arriba se escuchaba la conversación de nuestros padres que se hallaban abajo, en el corredor.
Nos prometimos no contar a nadie nuestro hallazgo. Aquel fenómeno acústico enriqueció la magia que ya le habíamos atribuido a la casa, cuando los muebles crujían por las noches o cuando al conjuro de una llave distante, en el jardín surgían lluvias giratorias.
El misterio de la azotea nos fue muy útil para enterarnos de las pláticas de los mayores, descubrir con anticipación qué nos iban a traer los Reyes Magos y otras cosas, que a veces no entendíamos muy bien pero nos parecían interesantísimas, nada más que porque las escuchábamos a escondidas.
Más tarde averiguamos que si se hablaba allí, cerca de las canaletas embutidas en los pilares del corredor, también desde abajo se podían oír las voces de arriba.
Mucho tiempo guardamos nuestro secreto, hasta que un día, todo se descubrió por culpa de nuestro primo Jorge.
Un verano, vino de Villarrica a pasar las vacaciones con nosotros, un primo por parte de madre. Era un chico flaco, desproporcionadamente alto para su edad, lo que le daba un aire ridículo, que se acentuaba por su extrema timidez y por la facilidad con que lloraba.
Pronto lo hicimos víctima de todo tipo de burlas y bromas. Éramos tres contra uno y él siempre terminaba llorando. Hasta que nuestra sádica diversión, llegó más allá de lo que un huésped sufrido y resignado podría resistir.
Estando nosotras enojadas con el primo, porque nos había delatado en una travesura, resolvimos vengarnos en cuanto tuviéramos oportunidad. Y así lo hicimos una tarde.
Comenzaba a oscurecer, yo subí a esconderme en la terraza. Mis hermanas llamaron a Jorge con el pretexto de contarle un secreto. Como además, nuestro primo era curioso, acudió sin sospechar nada. Se instalaron convenientemente junto a las canaletas y empezaron a acosarlo. Le dijeron que por ser chismoso y mariquita los fantasmas de la casa irían esa noche a tironearle de las piernas cuando estuviera dormido. Entonces yo inicié la función: hablando directamente dentro de los caños de desagüe, empecé a proferir feroces amenazas con voz solemne, que bajaba por los tubos de hojalata.
-Jorgeeeee, has sido suplón y cuenterooooo. ¡Eso se paga con la muerteeeee!
Por supuesto, nuestro miedoso primo salió corriendo espantado, gritando: «¡los fantasmas, los fantasmas!», justito en el momento que llegaba mamá, cuya ausencia habíamos querido aprovechar.
Jorge se tiró en sus brazos con los ojos desorbitados por el susto. Cuando su sonoro llanto le permitió hablar, entre hipos y sollozos, dijo que quería volver a su casa «ahora mismo».
Fue un escándalo tremendo. Esa noche tuvimos que dar explicaciones a papá. Y por supuesto, todo se descubrió.
Las responsables de la broma recibimos una soberana reprimenda y nunca más pudimos volver a la azotea.
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LA MALA VIDA
Salió del hotel-residencial con paso lento y cadencioso. Sacó un espejito de la cartera y verificó su arreglo. Todo estaba bien; no se habían corrido el carmín de sus labios finos y bien delineados, ni el rímel de sus arqueadas y abundantes pestañas. Le agradó mirarse.
A los diecisiete años su belleza estaba en todo su esplendor y aunque el maquillaje y los tacones altos le daban más edad, no había perdido ese aire de criatura inocente.
Con un movimiento de innata coquetería sacudió hacia atrás su melena rubia y echó a andar por las calles de baldosas rotas y sucias, hasta llegar al sitio elegido, su puesto de espera, que compartía con otras víctimas de igual destino.
El barrio estaba oscuro; los faroles muy altos y de luz amarillenta no lograban disipar las sombras que proyectaban los árboles en la acera. No obstante, cerca de la esquina y a contraluz, su figura se perfilaba como una silueta negra recortada con hábiles movimientos de tijera por un veloz retratista de feria.
***
«Cada tanto pasa un automóvil con algún conductor desprevenido que se asombra de vernos así, en evidente actitud de oferta. O bien, es un curioso a quien han informado de nuestra presencia. Algunas mujeres nos gritan inmundicias. Esporádicamente vienen turistas en busca de aventuras y finalmente, también llegan los que vienen a comprar nuestro amor a destajo.
Nos respetamos los turnos con los clientes nuevos, así como reconocemos el derecho de que los visitantes habituales se lleven la pareja que ellos elijan. Pero a veces nos pasamos horas, noches enteras sin que nadie aparezca. Entonces, el fastidio, el cansancio, nos ponen los nervios de punta y discutimos.
En las peleas, yo siempre llevo la peor parte. A mí me echan en cara mi origen de «buena familia», que mis padres tengan dinero, que yo no necesite trabajar y que sólo me dedique a esto por vicio. ¿Por vicio? Si es así, ese es mi problema y a nadie más le incumbe. Pero en el fondo yo sé que no es verdad. También importa a mis padres. Sé que ellos sufren mucho. Y bueno, ¿qué voy a hacer? A mí no me gusta estudiar. Cuando dejé el colegio ellos querían que me dedicara a hacer algo. Mamá pensó que podría estudiar piano, ya que me agrada la música. Papá opinó que tendría que practicar deportes. Él me quería enseñar a jugar tenis. Le hubiera gustado que fuera tenista y ganara premios. Pero por sobre todo, ambos desearían que yo hiciera una vida normal, que me enamorara, me casara y les trajera nietecitos.
¡Pobres! Los he defraudado. A mí solamente me gusta bailar, ponerme lindos vestidos y que los hombres me miren. Dicen que ando por mal camino. Ya ni amistades tengo.
Anoche tuve mala suerte. No lo vi llegar a papá; me di cuenta de que era él cuando frenó el auto a mi lado y ya no tuve tiempo de esconderme. Me alumbró con los faros, bajó la ventanilla y con rabia y pena me dijo: «¡Otra vez en la calle! Me das asco. Subí inmediatamente, no voy a permitir que estés causando escándalo. Por lo menos mientras seas menor de edad no voy a tolerarlo. Subí al auto te digo. Subí, Raúl, vamos a casa».
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Cuento premiado en el Quinto Concurso
de Cuentos Cortos de la Cooperativa Universitaria
1991
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EL SUICIDIO
Para Giselle, aún antes de leer la carta, no cabían dudas; había sido un suicidio. El pesar de la culpa se sumaba al enorme dolor de la pérdida y no podía contener el llanto. Estaba consternada. Cuando fueron a la oficina a darle la terrible noticia, una gran angustia devoró la sorpresa del primer momento y rompió a llorar. Con los puños apretados repetía entre sollozos «por qué, por qué». Pero en el fondo de su mente que se resistía a aceptarlo, ella sabía por qué.
Todo comenzó el día que Giselle hizo una reunión con sus compañeros de trabajo. Llevó a la casa a un grupo de personas que Carlos no conocía y con las que ella pasaba gran parte de su tiempo. Ese tiempo que era una porción de la vida de Giselle en la que Carlos no entraba; era un mundo vedado, ajeno, habitado por seres de los que él sólo ha oído hablar, de vez en cuando.
Ese día Carlos y Luis Fernando se conocieron. Tan pronto sus miradas se encontraron, ambos supieron que se hallaban ante un adversario. Como Giselle los presentó, se estrecharon las diestras «de hombre a hombre». Pero más que una alianza de futura amistad, el apretón de manos pareció un reto, un desafío.
A partir de ese día, como si aquel primer encuentro hubiera dado a Luis Fernando un derecho que Carlos no había otorgado, sus visitas fueron mas frecuentes. «Invitemos a Luis Fernando, está tan solo...», decía Giselle para justificar algo que sabía que no agradaba a Carlos. O bien Luis Fernando llegaba sin avisar, con una caja de bombones, «pasaba por aquí... vi luz y subí» decía en un intento de hacerlos reír.
Giselle trataba por todos los medios de disimular el malhumor de Carlos y la agresividad que últimamente demostraba. Ella no ignoraba sus celos, y quería compensarlo con halagos y con gestos cariñosos, como darle en la boca uno de los malditos bombones.
Carlos no podía dejar de notar que la asidua presencia del intruso había rejuvenecido a Giselle. Ella se ponía adornos en el pelo como una chiquilina y ya una madre de un niño de siete años. A Carlos le hubiera gustado verla más seria y más recatada. Le parecía que era una frivolidad inadmisible que ella riera de ese modo de los chistes insípidos de Luis Fernando. Pero... ¿Cuánto tiempo hacía que ella no reía así? ¡Tanto! Y ahora, por cualquier nimiedad sin gracia, ella estalla en carcajadas. Era evidente, a Luis Fernando le gustaba descollar con sus juegos de palabras, con salidas más o menos ingeniosas en un obvio esfuerzo por causar simpatía, su interés era lucirse ante Giselle y al parecer lo conseguía. Pero a él no lo engañaba.
Y empezó a espiarlos.
Un día creyó escuchar que él preguntaba: «¿Ya se lo dijiste?», y que ella respondía: «Dame tiempo».
Hacía ya mucho que Carlos intuía la traición que se agazapaba en las forzadas sonrisas de Luis Fernando y en los ojos huidizos de Giselle.
Hasta que ayer, que sabía que vendrían juntos, Carlos los esperó en el vestíbulo y al abrirse el ascensor, los sorprendió besándose.
Ya es inútil que ella lo niegue y le diga que nunca lo dejará, que él es lo que más quiere en este mundo. Lo ha comprendido todo y no puede soportarlo. Jamás aceptará compartirla con otro hombre. Podría dejarla e irse lejos... pero, ¿cómo, dónde, qué sería la vida sin ella? Prefiere la muerte, la muerte, sí...
Y vino a su memoria una frase dicha por alguien, alguna vez, refiriéndose al balcón donde Giselle había ubicado varias macetas con flores.
«Cuidado con los chicos con esa ventana, es muy peligroso tenerla abierta».
Esa ventana, sí, por donde entra el cielo a formar parte de la casa, por donde penetran el aire y la luz que dan vida, también por allí se podría salir al encuentro de la muerte. Y su mente perturbaba por los celos y el rencor, lo planeó con precisión, para cuando ella ya hubiera salido.
Buscó papel y lápiz. Quería dejar una carta dramática, donde lo explicara todo, para que nadie pensara en un accidente. Pero no podía. Su mano temblorosa dibujó con letra infantil e insegura, tres palabras de las pocas que sabía escribir: «Adiós mamá, Carlitos».
Y abrió la ventana.
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FLORES EN EL BANCO CENTRAL
El ramo de rosas llegó una mañana cualquiera, interrumpiendo el teclear de las máquinas del gran salón del departamento de créditos.
-¡Marta González! -¡Marta González! -decía el mandadero mientras sorteaba obstáculos de escritorios, computadoras y archiveros de metal. Todos levantaron la vista, entre sorprendidos y curiosos y siguieron el curso del jarroncito que se equilibraba en la palma de la mano derecha del florista, mientras que una boleta verde ondeaba entre los dedos de la izquierda.
-¿Quién es Marta González? -preguntó alguien a su vecino de escritorio.
-¡Qué sé yo! No debe ser de esta sección -contestó el otro.
Por fin el recadero se detuvo frente a una mesita llena de papeles, donde una joven que ponía sellos tras sellos, detuvo su rítmico golpeteo y lo llamó con una seña.
-Firme aquí, por favor. Felicidades -dijo el muchacho.
-Gracias. ¡Qué hermosas flores! -dijo ella, poniéndose de pie para recibirlas.
Todos miraban la escena; por un momento se había quebrado la rutina. Entre esas paredes blancas y uniformes grises, el rojo de las rosas se destacaba.
Marta González, en un gesto inevitable, se inclinó para aspirar el perfume y delicadamente colocó el recipiente un poco a la izquierda, sobre su mesa de trabajo. Contempló el bouquet desde esa perspectiva y luego con el índice extendido, contó las flores tan graciosamente dispuestas entre algunas hojas verdes.
-Doce. Doce rosas rojas...
-Buenos días, señorita González. ¿Es su cumpleaños? -dijo el Gerente cuando pasaba para su despacho.
-¡Oh, no! Ni siquiera es el día de mi santo.
Desde el escritorio de enfrente, Martínez le sonrió y le dijo:
-Pero para su admirador debe ser un día especial, ¿verdad?
-No lo sé. Nunca supe que tuviera un admirador. Estoy un poco cohibida por todo este alboroto.
-¿Qué dice la tarjeta, si no es indiscresión? -preguntó Suárez que se acercó con el pretexto de consultar un archivo.
-No es indiscresión. Sólo dice «Buena Suerte».
-A ver, a ver -se acercó Rita, con ese aire soberbio con que avasallaba la oficina. Miró las flores, buscó algo entre el papel celofán, plegado entre el ramo y el recipiente y levantando las cejas, como sólo ella sabe hacerlo, leyó la etiqueta dorada:
-«El Ensueño». Hummm. No es una florería muy cara. Y se alejó con ese vaivén pendular de su falda, que enloquecería a los hombres y disgustaba a las mujeres.
Marta González iba a reanudar su trabajo cuando se acercó el jefe de sección, que nunca antes se había dignado dirigirle la palabra.
-¿Qué tal, Martita, qué festejamos?
-Buenos días, señor Menéndez. Disculpe, yo no sé, me han traído flores, pero le aseguro...
-No se preocupe. Quedan muy bien ahí. Flores para otra flor.
La joven se sonrojó. El piropo era trivial, cursi, pero provenía de su jefe. Menéndez era conocido como un gran seductor. En la oficina se comentaban sus aventuras y aunque estaba casado, más de una mujer hubiera aceptado gustosa sus atenciones. Pero Marta se sintió incómoda; no tenía experiencia en ese tipo de situaciones. Afortunadamente, interrumpieron el diálogo, tres risueñas secretarias. Cuando Gabriela, Cora y Natalia vieron que Menéndez se había detenido allí, se acercaron apresuradamente con exagerados saludos y el tan perturbador ramo de rosas, les dio motivos para entablar conversación.
Tan pronto se fue Menéndez, las tres se alejaron, pero Gabriela, por primera vez desde que la conocía, se inclinó para besarla en las mejillas, al tiempo que le murmuraba:
-¿Menéndez te mandó las flores?
-No, no. ¡Qué esperanza! No es él -aseguró Marta.
Pero Gabriela repuso:
-Te lo tenías bien guardado, ¿eh? -y se despidió con un guiño.
Al promediar la mañana, no quedaba nadie que no hubiera pasado frente al florido escritorio y no hubiera hecho sus conjeturas. A Marta le pareció que hasta el muchacho que servía el café la miraba de un modo diferente. Los compañeros se escudriñaban unos a otros, queriendo adivinar cuál de ellos era el romántico remitente. Las compañeras cuchicheaban y con despecho sostenían que «las mosquitas muertas son las peores».
A la hora de la salida, Marta González, se demoró un poco más que de costumbre frente al espejo. Tomó su abrigo del perchero y Álvaro Márquez, ese muchacho tan simpático de cuentas corrientes, que vaya uno a saber por qué se hallaba todavía en el salón, se apresuró a ayudarla.
-¿Hacia dónde vas? -le preguntó.
-Vivo en Villa Morra -dijo ella.
-¿Puedo llevarte a tu casa?... Es decir, si tu enamorado no se pone celoso.
-Tal vez, tal vez -dijo ella con una coquetería recién estrenada.
Marta González, tomó su ramo de flores. Las miró un momento y pensó que realmente le habían traído buena suerte. Y secretamente se congratuló por la absurda ocurrencia que había tenido el día anterior, cuando decidió mandarse a sí misma, un ramo de rojas rosas.
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DESPEDIDA
¡María! ¿Vos, aquí? ¡Qué emoción verte! ¿Cómo te enteraste? Te avisaron ¿verdad? ¡Ah, si pudiera hablarte!... Si pudieras escucharme... Pero cómo voy a hablar con esto que tengo en la garganta... Es otro recurso para que siga respirando...
¡María! Qué bien me siento al decir tu nombre. Hace tanto tiempo que no lo pronunciaba... ¡Qué bien me hace nombrarte, aunque vos no me oigas! ¡Qué buena sos en haber venido!
¿Es que me perdonaste María?
Quisiera hacerte comprender que te veo y te escucho. Me gustaría apretar la mano con que me acariciás, pero estoy débil y hay tantos cables que me retienen a esta cama... ¡Qué linda estás! Quisiera poder decírtelo, escúchame, María, ¡quiero pedirte perdón! ¿Me perdonás todo el daño que te hice? Me doy cuenta, no lo merecías... pero cómo yo iba a comprenderlo en aquellos días en que estaba obnubilado, no entendía nada, no quería saber nada, no me importaba nada... Sólo mi pasión que me cegaba. Era un poseso ahogado en su locura...
¿Llorás, María? Yo también lloro. Siento tu pañuelo secándome los ojos, reconozco el perfume. Es el mismo que usabas en aquella época feliz... Porque fuimos felices un tiempo, ¿verdad? Cuando nos conocimos y nos enamoramos, cuando venciendo la oposición de tu familia que no me quería, nos casamos. Éramos felices, ¿verdad?... Y cuando nacieron los chicos... te acordás con qué orgullo salíamos con ellos por la calle. El nene apenas empezaba a caminar cuando la nena ya iba en el cochecito de paseo. ¡Qué estúpido fui! Haber abandonado todo eso. Pero entendéme, yo estaba enloquecido. Quisiera que nunca hubiera sucedido... Los problemas comenzaron cuando conocí a Andrea en la oficina.
Trabajábamos juntos y la proximidad, el trato diario precipitaron las cosas. Yo era muy joven, Andrea era gentil y persistente... Se había enamorado de mí y yo no supe resistir. Al principio creí que podría mantener ocultas nuestras relaciones y vivir dos vidas paralelas, pero eso era imposible. Empezaron tus sospechas, los celos, las escenas de histeria, las presiones por ambas partes, hasta que todo fue un infierno insoportable.
¡Cómo te hice sufrir! Nos separamos, nos divorciamos enrostrándonos un montón de mutuos reproches y de ofensas. Esa era la única forma en que podía terminar aquella situación insostenible. Y te perdí para siempre y perdí a nuestros hijos. ¿Qué les dijiste, María? ¿Que su padre había [169] muerto, que me había ido en un largo viaje? ¿Qué les dijiste, María?... Porque eran tan pequeños para entender la verdad...
Deben estar grandes ya... ¡Cómo me gustaría verlos! ¡No! No, no quiero que ellos me vean así, hecho una piltrafa. Mejor que tengan aquel vago recuerdo de un padre cariñoso que un día desapareció. Además vos sos tan buena, María, que estoy seguro de que nunca les hablaste mal de mí. Yo te juro, por más que te cueste creerlo, que siempre quise mucho a los chicos, tanto como te quise a vos, aunque no me creas. Yo tampoco lo creía entonces y por eso no te valoré lo suficiente. Pero todo el resto de mi vida no me alcanzó para arrepentirme. Aquella primera infidelidad fue sólo el comienzo de mi vida equivocada. Cuando Andrea se cansó de mí y quedé solo, busqué otras aventuras y hallé espejismos; tuve pasiones violentas o encandilamientos fugaces y compañías que me dejaban cada vez más solo. Ya nunca tuve paz, porque la paz estaba a tu lado y yo no lo había comprendido...
¿Me guardás rencor, María? Por favor, perdonáme, no me dejes morir sin tu perdón...
Ya falta poco, por eso te llamaron. Nunca imaginé que se pudiera sentir cómo llega la muerte. La mente se me enturbia y qué increíble, es ahora cuando veo todo claramente, cuando entiendo todo lo que no comprendí antes... Quiero aferrarme a la vida, pero es tarde...
¿Estás rezando, María? Quisiera rezar contigo, pero ya no me acuerdo...
Me estoy muriendo, María, sé que me muero poco a poco; puedo sentir cómo me salgo del cuerpo que abandono como una cápsula vacía, me muero, irremediablemente, María, como murió Andrea, que nunca me contó que él estaba condenado. Ahora me toca a mí. El Sida es implacable María...
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Enlace al ÍNDICE de la edición digital de LA VÍSPERA Y EL DIA en la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES.
* LA VÍSPERA Y EL DIA
** Presentación - Dirma Pardo de Carugati por Hugo Rodríguez-Alcalá
** La víspera y el día / El sombrero de Jipijapa / David and Betsy / Baldosas negras y blancas / La muerte anticipada / La infiel / Al este de Hiroshima / ¿Dónde estarás, Raquelita? / Hoy = Gran función = Hoy (Tres historias de circo) - I. Las trapecistas - II. Los equilibristas - III. Los motociclistas / O Julio o César / A las siete de la tarde / La colección / El hombre que no podía dormir / La casa / La mala vida / El suicidio / Flores en el Banco Central / Despedida.
Amplio resumen de autores y obras
de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.

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