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miércoles, 18 de agosto de 2010

LUISA MORENO SARTORIO - ENTRE CORDELIAS Y CASCARUDOS / Fuente: ECOS DE MONTE Y DE ARENA (CUENTOS)


ENTRE CORDELIAS Y CASCARUDOS
Cuentos de
LUISA MORENO SARTORIO.
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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ENTRE CORDELIAS Y CASCARUDOS
Luján y yo teníamos un excelente negocio: la venta de cascarudos. Oto nos pagaba por ellos buen dinero, en especial por las luciérnagas a las que él llamaba cordelias.

-¿Para qué quiere Oto las cordelias?

-Para tener el vientre encendido como el de las luciérnagas- dijo el hombre llevándose el bichito luminoso a la boca y masticándolo. Vimos la patita que se estremecía en la comisura de sus labios.

Desde entonces, la mitad de las cordelias reampara Oto, la otra nos la repartíamos Luján y yo. Al llegar la noche, esperaba ansiosamente que ella se durmiera, para mirarme en el vientre, con la secreta esperanza de que se obrara en mí el prodigio antes que en Luján. Llevaba siete días comiendo luciérnagas y ni siquiera por el ombligo echaba un mísero fulgor.

Nos hicimos expertas en la caza de insectos, mejorando incluso las antiguas técnicas de atraerlas, haciendo ruido con latas vacías.

Frente a mi casa se extendía un potrero limpio, donde nos sentábamos envueltas en la negrura, bajo estrellas inquietas que se desprendían en racimos a cada instante. Y las esperábamos tensas, anhelantes. De pronto, una brisa leve vaporosa, las anunciaba, y entre el silencio y la música del viento, llegaban en bandadas, con sus lamparitas verdes, trémulas, indecisas, describiendo círculos o parábolas incandescentes. Perdíamos la noción del tiempo. ¡Había tantas! Las atrapábamos a manos llenas, las encerrábamos en el puño, solo para sentir el débil pulso de su vida e iluminar nuestras manos con la extraña fosforescencia. Las juntábamos en la pollera y apretándolas contra el cuerpo, imitábamos su vuelo en vertiginosas carreras a campo traviesa, gritando como alucinadas, muá, muá, muá.

La mujer de Oto era rubia, alta y miope. Usaba zapatos de tacones bajos y se pasaba horas buscando caracoles por la orilla del río. Le seguimos durante varios días sin atrevernos a preguntarle nada, hasta que una tarde nos enfrentamos a ella:

-Señora ¿a qué hora se le enciende el vientre a su marido?- Ella se puso colorada hasta la raíz de los cabellos y, por la presión con que salían disparadas las palabras de su boca, nos dimos cuenta de nos gritaba groserías en alemán.

Como ya había comido decenas de luciérnagas y no conseguía que se me encendiera la barriga, tuve que suspender mi dieta ontomófaga, porque había perdido el apetito y eso me exponía al peligro del repulsivo purgante, con el que mi madre resolvía el problema de la inapetencia.

No obstante, me moría de ganas de averiguar cómo le iba a Luján en el asunto; estaba segura de que ella guardaba un secreto. Andaba más callada, pensativa, como si temiese o intentase ocultarme algo. ¿Cómo sabría si ella lo había logrado, sin arriesgarme a que se burlara de mi fracaso? Por las dudas, no la perdía la pista, pero me daba cuenta de que ella también me seguía de cerca. Varias veces la vi observándome, como si estuviera escudriñando bajo mi ropa, con sus ojitos inquisidores, llenos de curiosidad.

Luján no creía que los grillos nacían de la misma manera que las cigarras: reventando el lomo de su cáscara quitinosa. Hasta que una siesta lo vimos salir de su agujero y subirse torpemente a un tronco, y al calentarlo al sol, se produjo un ruido semejante al de una vaina de lenteja seca cundo se rompe. Y vimos emerger por la rajadura del grillo, con su fino tegumento de color de la arena mojada. Ella quedó con la boca abierta.

Era difícil sacarla de las garras de Baldor y de sus colegas ensabanados.

Su entrenamiento favorito era pintar mosaicos y ánforas egipcias, con tinta china, encerrada en esa piecita que olía a gamexane y a trementina, escuchando discos de Elvis Pres ley o Bill Haley, mirándome por encima de los hombros, como si yo fuera el más molestoso de los insectos, cuando trataba de llamar su atención con mis descubrimientos. No tuve más remedio que tirarle, sobre la hoja de sus dibujos, aquella araña rojiza, peluda, que, desconcertada por la blancura del papel, movía dos de sus tentáculos como palpando el aire, ante los ojos atónitos de su hermana. De pronto vi su maligna sonrisa: - trae el punzón de papá -, me gritó, y cuando lo tuvo en la mano clavó el acero en el centro del abultado abdomen. La tarántula se hizo un nudo negro y manchó la hoja con dos gotitas de color tinta. Con una pinza de cejas le arrancó las ocho patitas y las guardó en un frasco. Pero aún tuve que correr peligros que me dejaban el estómago duro de espanto, para convencerla de que entrara en el negocio de los coleópteros. En realidad, el asunto no era tan fácil, debíamos ir por ellos a lugares distantes, y recolectarlos rápidamente antes de que en casa notaran nuestra ausencia.

En las afueras del pueblo se elevaba el cerro del ahorcado, llamado así porque ahí hallaron el cadáver de Rotela, el carpintero. Todos sabían que el ánima vagaba por esos lugares. Yo misma creo que la vi más de una ve, pero se trataba de un alma tímida que desaparecía enseguida, bastaba con decir tres veces ¡zápe Rotela! y uno se libraba de ella. En ese paraje abundaban los cascarudos, se los encontraba debajo de los troncos, de las piedras, y en el hueco de los árboles. Subir al cerro era trabajoso, pero el descenso resultaba muy divertido.

-Me voy a caer - decía Luján, pálida y rígida allá en la cima, con su atado de valiosos escarabajos. Yo la esperaba, animándola. A veces tenía que volver a repechar la loma para obligarla a bajar.

-Cuando te largas, concéntrate en las nubes o cerrá los ojos si te sentís mareada. Tampoco tenés que venir tanteando terreno firme con la punta de los pies; usá los talones bien encajados en la tierra. Si resbalás, dejáte llevar por los pedregullos conteniendo la respiración-. Lo hizo bastante bien llegando junto a mí, fría, pero sin ningún rasguño. Desde entonces se olvidó del buey Apis, de las Nefertitis y de la tinta china. Y yo fui Sheena, la reina de los monos, y ella Shemba, la salvaje. Y nos convertimos en el azote de los tranquilos parroquianos, cuya sagrada siesta profanábamos sin tregua, con nuestros gritos simiescos, recorriendo el vecindario de árbol en árbol, con el principal propósito de averiguar a qué hora se le ilumina el vientre a oto.

Una vez a la semana, le entregábamos saltamontes, blancarrosas, tijeretas, bolsita de termes y cordelias. Esa tarde, de regreso a casa, Luján venía burlándose de mí, con el odioso pito catalán, por haber ganado más dinero que yo. Inesperadamente, me preguntó:

-¿Se te enciende?- tenía como una lucecita desafiante en los ojos. Tragando saliva, moví la cabeza afirmativamente y pregunté a mi vez:

-¿Y a vos?

-También - dijo y se alejó corriendo. Quedé perpleja. Ella, la cuadriculada, lo había logrado, y yo, ni el más débil parpadeo.

Al día siguiente, mientras tostábamos maní para el desayuno, me pareció que Luján estaba inquieta, ansiosa por algo íntimo que la turbaba. Traspasamos los granos calientes sobre paños de granité y comenzamos a frotarlos, hasta dejar las semillas limpitas. Sin levantar la vista de la tarea, Luján me dijo en voz baja:

-¿Cuántas comés al día -. La miré con el ceño fruncido. Ella se impacientó y, dándome un codazo trituró entre sus dientes las palabras. "Ya sabés qué". Sin titubear, y en el mismo tono, le contesté: "cuatro de los grandes"

Mi mamá llenó el mortero con los olorosos granos y los machacó hasta convertirlos en una pasta mantecosa. Añadió azúcar y canela. Sirvió leche en nuestros tazones y agregó dos cucharadas de la crema del maní. Nos sentamos en sospechoso silencio, sin mirarnos una sola vez. Mamá trajo la nata y recomendó que no nos peleáramos porque había suficiente. Yo tomaba la leche a sorbos pequeños y, de reojo observaba a Luján, que seguía revolviendo la taza desganadamente. Luego se levantó diciendo:

-No tengo hambre, me duele la barriga - y se encerró otra vez con las cartulinas y los egipcios en el cuartito húmedo que olía a insecticida. Se negaba a comer y no quería tratos con nadie. Le tuvieron que dar el purgante aceite de castor. Quedó temblorosa y transparente. Un color amarillento le iba tiñendo la piel y el blanco de los ojos, pero su empeño en desafiarme y ganar todas las apuestas se había acrecentado de una manera enfermiza.

-¡A que llego primero al cerro! ¡A que me zambullo por más tiempo!- Comencé a tenerle rabia.

-En vísperas de la visita del monseñor Femmet, por sugerencia del intendente, los vecinos se encargaron de limpiar las calles. Cerca de nuestra casa se juntó un montón de basura. Le prendieron fuego y nos congregamos para ver la quemazón, las llamas se contorsionaban en una extraña y frenética danza, invitándonos a formar parte de ella. De pronto, uno de los niños vio un ratón que se estaba asando. No me gustó la sonrisa maligna de Luján. Quise escabullirme, pero sus ojos de ictérica ya estaban fijos en mí. Se me levantaron los cabellos cuando adiviné sus planes.

-¡A que no te atreves a comer ese asado! - dijo estirando la rata de entre las brasas con la punta de un palo. El roedor estaba hinchado, olía a tripa quemada, tenía un subido color tomate en la zona del vientre. Esa noche ningún antivomitivo me alivió.

Algunos días después Luján gritaba de dolor, y el farmacéutico se había dado por vencido. La mujer que venía a lavar la ropa, dijo:

-Es tiricia, explotó su hígado.

Engancharon las mulas al cachapé y la llevaron al hospital. Durante la mañana permanecí encerrada en el ropero. Entumecida, temerosa, triste. Mis padres no volvían y no teníamos ninguna novedad. Al oscurecer, escuché que alguien traía noticias de la enferma. Era una de mis primas.

-Luján fue operada de peritonitis, tenía montones de bichos atascados en los intestinos, sin embargo, ya está fuera de peligro -. Pero la vecina se santiguó tres veces.

-¡Qué va a ser peritonitis, eso es payé puro, brujería de la peor calaña!

Una semana después, la trajeron ya restablecida. La bajaron en brazos, arrebujada en un rebozo azul. El sol iluminaba tenuemente la habitación en que ella reposaba. Por un rato escuché su delgada respiración atravesada de gemidos. Parecía una cascarita próxima a quebrarse. Me dolía la garganta y tenía los ojos ardidos por el esfuerzo que realizaba para no llorar: era parte de nuestro código, tácito, inexplicable.

-Luján, soy yo, Sheena de la selva, aquella vez te mentí, nunca se me encendió el vientre - Sus párpados se estremecieron levemente y, en sus labios descoloridos, vi con estupor que afloraba su maligna y temida sonrisa, y que al mismo tiempo, su vientre comenzaba a fosforecer bajo la sábana. Tardé en descubrir que durante su estadía en el hospital había pedido a mis padres que le regalaran una linterna.
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Fuente:
ECOS DE MONTE Y DE ARENA.
Cuentos de LUISA MORENO SARTORIO.
© Luisa Moreno Sartorio
© De esta edición: 2004,
Editorial El Lector
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Asunción – Paraguay 2004 (127 páginas).
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