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lunes, 20 de septiembre de 2010

FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ - MADRE SACRAMENTO (NOVELA) / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES.


MADRE SACRAMENTO
Novela de
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Edición digital:
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Arandurã, 2000.
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a Luci, mi hermanita, a quien tanto debe mi memoria.
a Montserrat, Alexis, Félix y Maite, con amor de padre.
a Vicky, siempre.

Todos quantos vevimos, que en piedes andamos,
siguiere en presson o en lecho yagamos,
todos somos romeros que caminando andamos.
Gonzalo de Berceo


ET AZOFRA FELIX
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Existió alguna vez un tiempo amable. Algunos todavía lo recordamos. Era un tiempo sin ruidos, luminoso, un tiempo en el que el aire copiaba los colores del arco iris cada mañana a la misma hora. Cruzaban los trenes los campos arbolados, y, asomados a sus ventanas, podían los viajeros observar el cruce lento de los postes del telégrafo con el gesto interesado del entomólogo que descubre en la agitación de las alas de una mariquita alguna ley desconocida de la mecánica de los sólidos. En aquel tiempo crecían los trigos en las sementeras bajo la atenta mirada de grajos y de abubillas, y se mecían los chopos al ritmo de unos aires que acompañaban con su son la cantarina melodía de los arroyos. El cielo era un cristal azul al que sólo empañaban las tormentas. Cuando maduraban las espigas, cargaban los labradores las gavillas hasta las eras. Jadeaban las carretas bajo el peso dorado de las mieses, y la canícula obligaba a hombres y a mujeres a desajustar cantillos, desabrochar camisas, mesurar el paso y a tenderse, a la hora de la siesta, a la sombra de una vieja encina, o junto a las ruedas de una galera desenganchada cabe la orilla de un arroyuelo adormilado y seco.
En los largos inviernos de aquel tiempo caía con pausa la nieve en los tejados. Tras los cristales, junto al llar, contemplábamos los niños el ir y venir de los gorriones sobre el blanco sudario de los campos yertos. Los chopos, secos y renegridos por el frío, casi tocaban con sus brazos el cielo plomizo de los atardeceres. Mordía el hielo los cristales de las ventanas, y, en la cocina, mientras las mujeres preparaban la cena o rezaban el rosario musitando avemarías y bajaban los hombres a la pocilga para alimentar a los cerdos con un cocido vulgar de patatas y remolachas, nunca faltaba quien contara alguna historia de los tiempos en que los moros señoreaban las Españas. Desde la mesa camilla, con los pies sobre el brasero, volaba nuestra imaginación hacia los campos soleados de Andalucía, donde alguno de nuestros antepasados, montado sobre su alazán, aniquilaba los ejércitos de la morisma y ganaba, a mayor gloria de su linaje, castillos y plazas fuertes de los que sólo quedaba memoria en los cronicones antiguos.
Era aquel un tiempo feliz y sin relojes. Quienes los tenían usábanlos para adornar con ellos sus muñecas. Sobre la torre de la iglesia una vieja campana anunciaba las horas a los labradores, y, en los días claros, cuando el cielo se abría, un venerable reloj de sol, tallado sobre los sillares del edificio sacro, permitía a los parroquianos acertar con el paso del tiempo. «¡A sosiego!», decían los labradores al volver del campo cargando sobre sus hombros la morisca. «¡A sosiego!», respondían a su saludo las pueblanas que, en las puertas de sus casas, junto a la fuente, o en la solana que estaba al pie de la iglesia, bordaban y conversaban. «¡A sosiego!», acertaban a susurrar los más ancianos, los veteranos de la guerra del noventa y ocho, que, con sus boinas caídas sobre la frente y sus manos de piedra derrumbadas sobre la curva de la cachava, abandonábanse al calor del sol como las lagartijas en los ribazos. «A sosiego» era el saludo de aquellas gentes que aún ignoraban el valor de los relojes.
Recuerdo a nuestro zapatero de Santo Domingo de la Calzada. Venía al comienzo de cada estación. Tomábanos medidas de los pies y, en el autobús de la tarde, sin prisa, volvíase a su pueblo. Días más tarde, regresaba con los zapatos, o con las sandalias que nos había hecho. Vestía siempre un traje de mil rayas y en un bolsillo de su chaleco guardaba, sujeto a una hermosa leontina de oro que brillaba sobre su prominente barriga, un reloj de bolsillo cuya música ejerció durante muchos años una gran influencia sobre mi imaginación. El sastre de Hervías llegaba a nuestra casa en su Lambretta. Recuerdo la marca del vehículo y aún siento a veces sobre mis hombros la mano del sastre marcando la tela con su jaboncillo. Todavía conservo una enorme capa de paño bordeada en su interior de terciopelo que uno de sus mayores, también sastre, cortara y cosiera para mi abuelo Agustín hacia mil ochocientos noventa y tantos. Es una capa de las que ahora ya no pueden fabricarse.
Estos hombres eran artesanos. Hacían las cosas bien y sin apuros. Junto a mi casa tenía su taller un guarnicionero, y con él pasaba yo las largas tardes del verano conversando o, con más frecuencia, admirando su habilidad en el manejo de la lezna. José Luis, el guarnicionero, era de Alesanco, un pueblo vecino. En su taller sentía menos el bochorno que en las calles o en las eras, y, ya al atardecer, cuando el sol de poniente daba paso a la penumbra, amainaba el solano y refrescaba la brisa, salía en busca de mis amigos para jugar al marro o a los «tres navíos en el mar», juegos infantiles que no eran sino la representación estival de los relatos guerreros del invierno.
En aquel tiempo podíamos soñar cada lunes con la película de aventuras del siguiente domingo. A la hora del rosario, cuando don Eliseo Pipaón subía al púlpito con roquete almidonado, comentábamos la más reciente película de Gary Cooper, o la última y emocionante aventura del Guerrero del Antifaz, prototipo del soldado cristiano y español que viaja por el mundo persiguiendo un ideal tan sublime como indescifrable. Todavía hoy, al recordar mis tempranas incursiones en el mundo de lo que entonces llamábamos el tebeo, sigo sin entender tan interminable agonía militar, aquella enconada persecución de su enemigo Alí, paradigma de maldad, y, probablemente, encarnación demoníaca de algunos de los fantasmas que siempre nos han perseguido a los españoles. El Guerrero del Antifaz y el Capitán Trueno fueron, junto a Roberto Alcázar y Pedrín, los héroes invencibles de nuestra infancia franquista. En nuestra ingenuidad, tomábamos siempre partido por la causa equivocada.
En el pórtico de la iglesia, cuando llovía, jugábamos a la pelota. En los días buenos, don Eliseo subía lentamente la cuesta de la iglesia rezando sus horas en el breviario. En el pórtico también jugábamos a las canicas, al pañuelo y al tejo, con monedas de perra gorda. En los atardeceres invernales, después de las clases, vigilábamos desde el pórtico los cepos de cobre que, con algo de pan, habíamos puesto para atrapar gorriones.
Pero nuestro juego favorito era la guerra. Fabricábamos espadas de madera, y yo tenía una Colt 45 de cachas de nácar que, aunque de juguete, imponía respeto entre mis enemigos. Jugábamos en las eras, entre el bálago y la paja, donde más de una vez descubrimos, en las cálidas noches del estío, a las parejas de novios retozando. En este mundo de silencio y calma, en este tiempo de mi infancia pueblerina, el sexo era también amable y silencioso, discreto y calmo.
Era un mundo de bicicletas y de lentos atardeceres de verano, un mundo antiguo. Ahora sé que también era un mundo congelado en el tiempo. Al recordarlo, no puedo, empero, pensar en él sin sentir la atracción que sobre mí sigue ejerciendo. Pese a los años transcurridos, a lecturas y experiencias, nada ha logrado borrar el sentimiento de ternura que me invade cuando me traslado mentalmente hacia aquel mundo sencillo en el que la entrada del cine costaba una peseta y yo era el niño más feliz de la tierra con un revólver de juguete entre mis manos.
Recuerdo a mi tía Marina haciéndonos rezar a Tirso, a Cipriano, a Julián y a mí oraciones interminables en un día de tormenta. Golpeaba el pedrisco los tejados, retumbaban los truenos y cruzaban el cielo los relámpagos mientras mi tía recitaba con voz temblorosa extrañas oraciones tal vez aprendidas en algún texto religioso de pasadas centurias. Invadidos de temor, nosotros repetíamos los padrenuestros y las avemarías que acompañaban las invocaciones de la vieja beata. Con mis hermanas, Ana Teresa y Lucía, repetí en otra ocasión esta experiencia (no sé ahora bien cuál de las dos fue la primera) en el portal de la casa de mi tía Honorata. En ambas ocasiones, los rezos nos protegieron de la muerte: aún estoy vivo para contarlo.
Un día de septiembre de 1952, mi hermana Luci y yo hicimos nuestra primera comunión en el monasterio cisterciense de Cañas. Unos días antes, mi padre me había llevado a Nájera para comprarme el traje. Luci había heredado el suyo de Tere, que sólo tres años antes había cumplido con la misma ceremonia. De los cuatro hermanos, sólo Ángel, el menor, comulgó en Azofra. Tere, Luci y yo lo hicimos en Cañas. Cuando nos tocó el turno a Luci y a mí, bajaron de San Millán de la Cogolla algunos frailes del convento para asistir a la celebración. Ésta coincidía con la ceremonia de votos perpetuos de una hermana de mi madre metida a monja en este monasterio de bernardas. Celebró la misa mi tío Ángel, provincial de los recoletos de San Millán, y fue asistido en este menester por mi tío Constan, carmelita descalzo que, como yo, vive en Lima, y por el padre Boneta, a quien muchos años más tarde volví a encontrar, una tarde de noviembre, en Venezuela.
Cuando recuerdo estas cosas, pienso que he estado la mitad de mi vida metido entre cirios. Mis hijos no han sido bautizados y, naturalmente, no han pasado por ninguna de estas curiosas ceremonias, tan importantes antaño. Ellos prefieren, tal vez con razón, pensar en cosas más actuales. Cuando, dejándome arrastrar por la nostalgia, pongo en mi modesto equipo de sonido la misa de difuntos grabada en el monasterio benedictino de Solesmes o algunos soberbios fragmentos del gregoriano de Silos, mis hijos huyen a sus habitaciones, cierran sus puertas y me dejan solo. Ellos sostienen que ésta es una música insoportablemente triste. Con esta música ha desaparecido, en efecto, un mundo. Quienes aún creemos en la belleza de aquel pasado hemos quedado definitivamente al margen de la historia. Ya ni los católicos entienden las grandiosas creaciones de su cultura. El nuestro es un tiempo de ruido que no soporta la soledad, el silencio, el sosiego, ni el soliloquio.
En aquel mundo de silencio había tiempo para el soliloquio. Pese a todo, había calma. Yo acostumbraba a subir hasta el tercer piso de mi casa y allí, en el rellano de la escalera, sentábame a leer, o me deslizaba por la baranda. Con más frecuencia, sin embargo, abría un viejo baúl e investigaba su contenido. Había en él cosas que el tiempo o la indiferencia de mis padres y mis abuelos habían ido arrinconando como inútiles. Muchos de los objetos allí guardados eran difícilmente definibles, a no ser una espada herrumbrosa y sin filo que, según supe algunos años más tarde, había pertenecido a mi tío Ramón, un viejo gordo y ciego de San Vicente de la Sonsierra que, entregado al vino y a los placeres de la carne, había terminado por arruinarse. Mi abuela Felisa, buena samaritana, lo recogió en su casa para evitar que terminara de mendigo, y, así, su inservible espada de viejo hidalgo acabó sus días en el arcón de los recuerdos de mi infancia.
Había otros muchos objetos, sin embargo, de más difícil identificación y, también, de más antigua data. Había, sobre todo, algunos libros apolillados y muchos papeles antiguos con caracteres indescifrables. En ocasiones, temeroso de que me encontraran mis padres en menesteres de espía, escalaba con alguno de los papeles el alto, último piso de las casas rurales de la región en el que suelen conservarse los alimentos para el invierno. Su nombre se relaciona con esta función alimenticia y no, como podría sospecharse, con su posición en la casa. En el alto, en fin, entre pimientos en conserva, chorizos colgados, salchichones, tiras, jamones, pasas, almendras, nueces, manzanas, guindillas, alcachofas, cardos y otras delicias semejantes, trataba una y otra vez de descifrar el secreto de aquellos papeles. Sin que lo supieran mis padres, cambielos de lugar y, más tarde, terminé también por cambiarlos de casa. Finalmente, cuando yo tendría no más de trece años, logré esconderlos en el alto de la casa de mi abuelo Agustín y, con el tiempo, llegué a olvidarme de que alguna vez hubiesen existido.
No me detendría a hablar de viejos papeles, si ellos no estuvieran directamente relacionados con la historia que deseo contar en este libro y de la que dan testimonio cierto los documentos que menciono. La historia se desarrolla en un mundo aún más silencioso y lejano que el que yo recuerdo haber vivido durante mi infancia en Azofra. Está, no obstante, según sospecho, estrechamente relacionado con él. Algunos de los personajes que se mencionan en ella parecen haber tenido mucho que ver con mi familia paterna, y no es por ello extraño que tales documentos, arrinconados por el tiempo y el olvido, terminaran, como la herrumbrosa espada de mi tío Ramón, en el baúl de los recuerdos familiares.
En noviembre de 1987 viajé a España, visité a los amigos y, cuando ya estaba a punto de volver a Lima, un mes y medio más tarde, decidí, como siempre, viajar a La Rioja. Tengo una hermana que vive en Logroño y dos sobrinos universitarios que se prestaron gustosos a llevarme en su automóvil adonde yo quisiera. Mi intención era recorrer La Rioja Alta y compenetrarme con sus paisajes, pues tenía y tengo en mente el argumento de una novela cuya acción se desarrolla en esas tierras en la segunda mitad del siglo XIV, cuando La Rioja fue escenario privilegiado de las guerras entre don Pedro el Cruel y su hermano, el bastardo don Enrique. Hice algunas visitas que, como la que me llevó hasta la vieja torre del conde de Hervías, cuya esposa me atendió con gentileza, sirvieron para hacerme una mejor composición de lugar. En estos paseos y recorridos, terminamos un día en Azofra en la vieja casa de mi abuelo Agustín. La casa está hoy remozada y sirve para que mi madre, una anciana amable y valerosa, pase en ella los días de verano. Como era invierno, estaba vacía.
Mientras mis sobrinos iban a la bodega de la familia a preparar las cosas para asar, más tarde, unas chuletas al sarmiento y beber algunos vasos del excelente vino de la región, yo aproveché para subir al alto y «enredar», como solía hacerlo cuando era niño. Los objetos eran viejos y tenían demasiado polvo y telarañas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando encontré en el mismo lugar en el que los había abandonado hacía tantos años aquellos papeles amarillentos con los que había pasado tantos y tan buenos ratos durante mi infancia imaginando extrañas aventuras en países lejanos. Debo decirlo ahora: yo imaginaba, siendo niño, que esos papeles, para mí indescifrables, encerraban algún maravilloso secreto de otros tiempos.
La imaginación infantil suele ser con frecuencia sorprendente. Javier Alonso, un amigo de Ezcaray que vive en Logroño, no se sorprendió en absoluto cuando, al día siguiente, le conté la historia del hallazgo. Consideró natural que yo supiera desde niño la historia que se contaba en aquellos papeles emborronados con una letra humanística retorcida y difícil, letra de quien acostumbra a encerrar bajo siete llaves sus más recónditos pensamientos. Yo confieso que aún no salgo de mi asombro. El secreto que los papeles, ya descifrados, encerraban no era, empero, maravilloso, como yo de niño había imaginado, sino terrible; pero ya se sabe que en los niños lo maravilloso y lo terrible pueden llegar a confundirse. Esos papeles eran tres cartas dirigidas por fray Antonio de Tejada, superior de los dominicos de Arequipa durante los últimos años del siglo XVII, al cardenal José Sáenz de Marmanillo y Aguirre, ilustre religioso y erudito benedictino que llegó a ser inquisidor general en Roma y editor de la notable Collectio maxima conciliorum Hispaniae, uno de los hitos del pensamiento preilustrado en España. Fray Antonio de Tejada trata frecuentemente de primo al cardenal Sáenz de Aguirre, y yo sospecho, aun cuando no puedo probarlo, que el superior de los dominicos en Arequipa era también miembro de mi familia. No insistiré sobre este asunto, y que cada quien entienda como mejor le parezca mi afición al canto gregoriano y a la liturgia tradicional. Mi condición de ateo no ha borrado en mí el gusto por lo mistérico y lo solemne.
A través de estas cartas se puede reconstruir un asunto criminal ocurrido en Arequipa, Perú, a finales del siglo XVII. Yo he tratado de hacerlo con imparcialidad y -lo confieso- con no escasas (y necesarias, a mi juicio, para llenar los inmensos vacíos que la historia presentaba) dosis de imaginación, despreocupándome por completo del hecho de que estos asuntos hayan podido afectar a mi familia en otras épocas. Al fin y al cabo, aquéllas han sido ya olvidadas por todos, y en estos tiempos de ruido, de computadoras, de misiles y de amenaza ecológica, las pasiones de antaño pueden parecernos a todos un inocente juego de niños. Juego de niños: así es nuestra vida, al fin y al cabo. Nunca sabremos en qué momento termina la diversión y en qué momento comenzarán a sonar las trompetas que anuncien el fin. Hacemos los hombres oídos sordos a demasiadas cosas, y la muerte también puede sonreírnos, sin que lo sepamos, desde la pantalla colorida y brillante de un ordenador. Jamás estaremos seguros de nada. A pesar de todos nuestros crímenes, de nuestros errores y locuras, los hombres, instrumentos de fuerzas ciegas que desconocemos y a las que nombramos con palabras extrañas e inexactas (dios, destino, fatalidad, azar: palabras todas que sólo encierran un misterio mayor), aún seguiremos siendo, durante mucho más tiempo, inocentes. No tenemos ninguna razón valedera para alegrarnos por ello, mas tampoco, ciertamente, para entristecernos.
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CAPÍTULO I
LA SOMBRE DE LA ENCINA
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«Si abro un ojo, volveré a verlo». En la oscuridad de la estancia el aire nocturno pesaba sobre sus espaldas como una plancha de plomo. Se encogió de hombros, se arropó en su frazada de jerga y cerró con fuerza sus ojos hasta que, en medio de la oscuridad, volvió a ver el firmamento estrellado que cada noche a la misma hora sorprendíala con sus colores haciéndole creer que era una rendija a través de la cual el buen Dios le permitía entrever algo de la dicha eterna que reserva a los justos. «Un cielo aburrido», pensó en esta ocasión. «Siempre las mismas estrellas e idénticos colores». Siendo aún niña, descubrió el juego en Lunahuaná, cuando Eloísa, angola como ella, la llevó una noche al pie de un palto donde tenía escondido el esqueleto de un perro que los negros habían descubierto al abrir una zanja junto al arenal que rodeaba la chacra de sus patrones. En la oscuridad, los huesos del perro brillaban de una manera maligna, y Escolástica tuvo miedo, por vez primera, del demonio. Instintivamente, cerró con fuerza sus ojos y vio las estrellas brillando delante de su cara. No los abrió hasta que Eloísa le dijo que había vuelto a enterrar al pie del palto los huesos del animal.
Desde entonces, antes de dormirse, lo hacía siempre. Cuando algún temor embargaba su ánimo, cerraba sus ojos y veía las estrellas. Esta visión maravillosa, cuyo secreto jamás a nadie había revelado, le devolvía el valor perdido. Le aterrorizaban los ruidos nocturnos y las visiones sospechosas. Imaginaba Escolástica que en cada una de estas visiones podía estar la mano del enemigo. «Si abro un ojo, volveré a verlo», se repetía casi en sueños recordando la misteriosa lucecilla que titilaba sobre la pared encalada de su celda, lejos precisamente del crucifijo, más allá de lo que ella consideraba los dominios del Señor. En otras ocasiones le había ocurrido lo mismo. Fascinada por la lucecilla de la pared, terminaba la esclava por adivinar entre las sombras las figuras de hombres y de mujeres que, como en un lienzo pintado, representaban escenas pecaminosas y deshonestas. Tenía este lienzo la virtud de que sus figuras se movieran, y no eran menos deshonestos los movimientos, los gestos y las muecas de las personas representadas que las mismas escenas, poses y desnudeces que Escolástica adivinaba en ellas. Las estrellas, empero, no ejercían ya en su ánimo la influencia de antaño. Algo hervía dentro de ella sin que pudiera controlarlo. Arriesgando su salvación eterna, Escolástica, embargada de terrores infernales, decidió por fin abrir sus ojos.
La visión era terrible y deleitosa al mismo tiempo. Muslos morenos y sudorosos se retorcían y mezclaban. Redondos senos lechosos de monjas españolas y criollas perdíanse entre las enormes manos de los caballeros o en las voraces bocas abiertas de frailes hambrientos y lascivos. Las nalgas oscuras de los esclavos agitábanse sin cesar, las lenguas de las mujeres humedecían sus labios, desorbitábanse los ojos y mordían los dientes hasta sacar sangre de los cuellos de sus víctimas, que no parecían sentir dolor alguno, sino un placer tan grande como el que en ese momento sentía Escolástica al contemplar la escena sobre la pared de su celda de esclava al servicio de una esclava del Señor. La escena parecía pintada por un maestro cuzqueño, como los cuadros que adornaban la iglesia y los claustros del monasterio. Escolástica arrojó lejos la frazada de jerga en la que se envolvía. Un rayo de luna atravesó la estancia, iluminándola. La esclava, sudorosa, se pasó la mano derecha por la frente mojada. La escena había desaparecido.
Su mano derecha se apoyó en la pared encalada. Dejó caer la cabeza sobre el pecho. Las piernas no le obedecían. Por un momento, creyó ver que el suelo se abría bajo sus pies, mas, sin duda, se trataba de una alucinación. Estaba segura de que podría llegar hasta la puerta de su casita, llamar a Escolástica, sacarla de su cama y obligarla a prepararle un mate de coca que la ayudaría a reponerse. «Nada mejor que un mate de coca», pensó. Bien lo sabía. Cuando con su hermano llegó por vez primera hasta Arequipa, no imaginaba que pudieran existir tan altas serranías, ni que la altura pudiera afectarla a ella, nacida y criada entre montañas. El mate de coca la alivió en aquella ocasión de los malestares del soroche, y, desde entonces, siempre tomaba mate de coca cuando algún malestar la incomodaba. «Santo remedio», solía repetir cada vez que abandonaba la jícara vacía, todavía caliente, sobre la mesa.
Faltábanle tan sólo cinco pasos para alcanzar la puerta, y observó la luna en cuarto menguante iluminando la noche arequipeña. Dolíale la cintura y sentía en los muslos un cosquilleo creciente que le iba bajando hasta los pies. Quiso respirar hondo para tomar fuerzas y dar finalmente aquellos cinco pasos que la separaban de su salvación. Pese al difícil trance por el que atravesaba, no pensó en ese momento en confesarse. Casi sin darse cuenta, se dejó caer en el suelo con lentitud, apoyando su mano derecha y su cabeza en la pared. Imaginábase que volvía de nuevo a su infancia, a sus juegos de niña en Ezcaray, cuando, arrinconada por su timidez, sentábase en el poyo de alguna puerta a observar cómo otros niños jugaban al marro o a las canicas. A veces, venía Íñigo, su hermano, y la sacaba de su trance. «Ven conmigo», le decía entonces, y la llevaba a las orillas del Oja para que la acompañara, mientras trataba de capturar bajo las piedras alguna trucha o los excelentes cangrejos de cuyo sabor tanto disfrutaba el muchacho.
Pasaban horas en estos menesteres, y Violante, olvidada de su timidez, gozaba con las historias fantásticas de hadas y de trasgos monstruosos que su hermano le contaba. Aseguraba Íñigo que en los parajes boscosos de aquellas sierras abundaban las lamias y las brujas y que era por ello peligroso aventurarse en los hayedos sin alguien que la acompañara. «Y ¿a quién he de tener para mi guarda que pueda librarme de semejantes males?», preguntábale Violante a su hermanito. «A mí», respondía éste con orgullo. «¿Quién otro acertaría a defenderte?» «Debes tener en cuenta», añadía el mozuelo, «que estos seres, engendros del demonio soportan el valor de los caballeros y que no hay más ni mejor ensalmo que el coraje para poder enfrentarlos». «Y la fe», añadía Violante, satisfecha de haber dado con la respuesta correcta. «Y la fe», repetía entonces Íñigo, bajando la cabeza con una humildad de la que sólo daba muestras en presencia de su hermana.
Violante siempre había sospechado de la fe de Íñigo. Tenía a su tato, como lo llamaba con cariño, por hereje y descreído, mas tan grande era el amor que por él sentía que pasaba por alto lo que, ya de monja, consideraba graves peligros para la salvación de su alma. Para ella la fe lo era todo. Habíala descubierto en Ezcaray, niña aún, cuando con su hermano y con sus primos de Azofra hiciera un viaje hasta la aldea de Urdanta, en la que sus padres poseían algunas heredades. Tenía por entonces Madre Sacramento nueve añitos, hermosas trenzas doradas, un vestidito de volantes y unos ojos enormes y azules que inspiraban al que los miraba amor y confianza hacia su dueña. «Niña Violante», decíanle en el pueblo, y los labradores, al pasar junto a ella, solían descubrirse con respeto.
Más que un viaje fue un paseo. Comenzaba el verano, volaban bajo golondrinas y vencejos, las mieses estaban maduras, apretaba la calor y el dómine decidió, por consejo del alcalde ordinario de la villa, hacer un alto en las tareas escolares. Íñigo había sido el de la idea. Irían temprano hasta Urdanta, comerían allí y, ya en la tarde, acompañados de un aldeano al servicio de sus padres, volverían a Ezcaray antes de que cayera la noche. Íñigo pensaba, además, bañarse desnudo en el Benenguerra, río en el que conocía una poza lo suficientemente profunda para ahogar en ella todo un ejército, como decía exagerando.
Partieron con el alba: Íñigo, Violante, Mariquita y Antonio. Llevaba cada uno su atadito con un pedazo de pan y una más que generosa ración de queso. Sobre los campos de Cirueña se levantaba el sol. Siguieron el viejo camino que bordeaba el Glera, y, mientras no se apartaron de sus orillas pedregosas, Íñigo y Antonio hicieron sopas en el río arrojando chaplas sobre sus aguas casi detenidas. Después, cuando ya el sol comenzaba a calentar sus espaldas, internáronse en un hayedo. La sombra de las hayas dio nuevos ímpetus a los niños, y los cuatro entretuviéronse jugando a las escondidas hasta casi caer rendidos por el cansancio. Con un cortaplumas hízose Íñigo una lanza de punta aguzada y con ella persiguió a Antonio por el bosque sin darle descanso. Las niñas gritaban atemorizadas, y Antonio corría con todas sus fuerzas escapando del peligro. Sorteaba con habilidad las matas de endrinas que crecían junto a los ribazos, pero no pudo evitar finalmente que Íñigo, más ágil y fuerte, lo alcanzara. Antonio cayó sobre la hierba, crecida con las últimas lluvias de primavera, y su primo, imitando los gritos de los salvajes de Indias que tantas veces había escuchado en su imaginación, improvisó una danza guerrera junto al cuerpo del caído. Abundantes gotas de sudor perlaban la frente del enemigo derrotado. Íñigo clavó su lanza en el suelo húmedo y blando del hayedo. Bajo sus pies sentía que respiraba el mundo aquella mañana de los primeros días del verano.
-Se lo contaré a tu padre cuando regresemos -amenazó, casi llorando, la inocente víctima. Las niñas habían dejado de gritar.
-¡Para lo que me importa! -respondió orgulloso el primo mayor, dejándose caer sobre la hierba.
El juego había terminado. Violante miró a su hermanito con gesto de reconvención. Antonio seguía teniendo la respiración agitada y la mirada perdida, y Mariquita, mimosa, se acercó a su hermano y lo besó en la frente. El gesto de la pequeña enterneció al guerrero.
-Ya ha pasado -dijo Íñigo, dándole a Antonio la mano para que se pusiera de pie-. Supongo que ahora me perdonarás.
-Bueno -respondió su primo sin darle importancia.
Los juegos terminaban siempre de la misma manera. Íñigo era fuerte y audaz, con el porte y la estatura de quien está a punto de entrar en la adolescencia, mientras que Antonio, a quien una mala enfermedad en sus primeros años había marcado para siempre, rehuía las acciones de fuerza y los gestos siempre osados del mayor de los de Cellorigo.
-Tú has de ser fraile -decíale éste con cierto desprecio.
-O escribano -respondía su primo, que no veía con malos ojos la posibilidad de emborronar papeles con su firma en el futuro.
Decíalo no tanto por ambición, cuanto por temperamento. Retraído y tímido, Antonio sentíase más inclinado a las tareas de la inteligencia, a la reflexión y al estudio que a las acciones que le obligaban a poner a prueba un valor del que, por naturaleza, carecía. Antonio sólo se sentía realmente seguro en la compañía de su primo y, aun ésta, en no pocas ocasiones, le atemorizaba.
-Otro día me pinto la cara de rojo como un indio -púsose Íñigo de pie de un salto, desclavó su lanza, echósela al hombro e hizo un gesto con su mano izquierda para que lo siguieran. En los bosques de Ezcaray sentíase Íñigo capitán de una expedición que hacía su ingreso en el fabuloso país de las Amazonas. Fueron subiendo, entre las hayas, en dirección a Urdanta.
-No corras tanto -gritó Violante al capitán de la excursión.
Íñigo se detuvo al pie de un risco. Desde ese punto podía contemplarse todo el valle, y un ojo bien entrenado diferenciaba con facilidad, en los días despejados, las torres de Santo Domingo de la Calzada, o adivinaba en lontananza las casas de Valgañón. Hasta allí subía el sordo rumor de las aguas del Oja, que se precipitaban entre las piedras. Más arriba, el San Lorenzo todavía conservaba las nieves del último invierno. Íñigo respiró hondo mientras contemplaba, con satisfacción, el hermoso paisaje que se abría a sus pies. Violante y sus primos lo alcanzaron.
A sus escasos doce años, Íñigo se creía un guerrero capaz de todas las hazañas. Soñaba con llegar a Indias y ganar con la espada alguno de aquellos reinos fabulosos cuya conquista, según creía, quedaba pendiente. Aspiraba a llenar alguna página vacía y no menguada de la historia. Complacíase en pensar que habría Antonio de acompañarlo y se esforzaba en infundir valor a un espíritu apocado y débil con inclinaciones que, en su opinión, eran más propias de las mujeres. Suponía que, si conseguía su propósito, Antonio habría de ser testigo y cronista de sus hazañas. Una pequeña parte de su gloria pasaría así a su indefenso primo. Con los años, Antonio habría de darle, sin embargo, pruebas de una entereza de ánimo que él nunca habría imaginado en un cuerpo tan raquítico.
En realidad, Íñigo adoraba a Antonio, como adoraba a Mariquita, tan mimosa, y, sobre todas las cosas, a Violante. Su hermana podía conseguir de él cuanto quisiera. A veces, obligábale a trepar a los sauces más altos, o a los almendros más espinosos de las huertas de Ezcaray, con el solo (y para él absurdo) objeto de devolver a su nido el huevo de una picaraza o el cuerpecillo raquítico y desplumado de la cría de un ruiseñor. Íñigo no entendía por entonces la afición de su hermana por las avecillas. Él prefería matarlas a pedradas con la honda o con la horqueta, o perseguir a los perros por las callejas del pueblo después de haberles atado al rabo un manojo de bálago encendido que los chamuscara. En cierta ocasión, en una huerta de Zorraquín, encontraron Violante y él un animal extraño y monstruoso: un erizo que, subido a un manzano, cargaba en sus púas con la cosecha. Hízolo caer Íñigo del árbol a pedradas, mas fueron tantos los ruegos de Violante para que perdonara la vida a la alimaña que el muchacho hubo de dejar que se perdiera en una huerta de berzas con las hojas perladas de gotas de rocío. No pudo, en aquel momento, hacer daño alguno a aquel engendro del demonio.
Recordando a sus seres queridos, Madre Sacramento sonrió. Dolíale ahora el pecho y ya no sentía las piernas. Desde el suelo, casi inmóvil, arrastrábase hacia la puerta de su casita. La claridad del cielo anunciaba la aurora. Deseó, en ese momento, que Escolástica apareciera en la puerta y la cargara hasta su cama y que, después, con un mate de coca bien caliente, calmara las angustias mortales que padecía. El cuerpo, tan despreciable y vil, tan ajeno a ella misma, tan extraño a su ser profundo y auténtico, a su alma enamorada, mostraba la crueldad de su poder. Era, en efecto, la cárcel del alma, el encierro material del que ella creía haberse liberado. Eran cadenas sus piernas y su pecho adolorido, que hacían descender, con el peso de su lastre, al alma que volaba al encuentro del esposo celestial. «¡Dios mío!, ¡Dios mío!», repetía Madre Sacramento, tratando de ahogar y de olvidar sus dolores. Su alma había sido creada para volar al encuentro de su señor, para unirse a él, no para atender los innobles reclamos de su cuerpo. Sentía que el mundo y la materia, los groseros enemigos del espíritu, encerrábanla en su cárcel. El vuelo del alma también estaba lastrado por los recuerdos.
Habían desaparecido las deshonestas escenas pintadas en la pared de su celda. Tendida en su cuja, Escolástica se envolvió en su frazada. Sintió una hoguera entre sus piernas y el deseo volcánico de sus senos, que esa noche querían estallar con fuego y con cenizas para cubrir de lava roja la oscura planicie de su pecho. Sintió los pies fríos y dolorosos pinchazos en los flancos. Imaginaba siempre al mismo jinete ajustándole con furia sus espuelas de fierro enmohecido. Carecía de rostro el caballero, mas tenía lengua, dientes y ojos de fuego, rojos como las hogueras que se encienden en las chacras de Lunahuaná cuando anochece. Escolástica sintió esa noche todo su cuerpo: mesó sus cabellos, acarició sus flancos, bebió el néctar del sudor destilado entre los vellos de su pecho, paseó sus manos por su espalda y mordió el cuello de quien esa noche había vuelto, entre sueños, en medio de la oscuridad, como un ladrón, a visitarla. La esclava, envuelta en su frazada de jerga, quedó al fin dormida, con una sonrisa dibujada en sus labios amoratados. En el ventanuco de su celda apuntaron los primeros y pálidos rayos de la aurora.
Cuando se aproximaban a Urdanta, sintió, por vez primera, la llamada del Señor. A orillas del Benenguerra decidieron los primos abrir sus ataditos y hacer una breve colación para recuperar las fuerzas perdidas en el viaje de la mañana. Pan, queso y agua fresca del riachuelo sirvieron a tal fin. Echado sobre la hierba, Íñigo aproximaba su boca a la superficie de las aguas y las sorbía con ruido. Mariquita y Antonio, sentados en la pradera, observaban a su primo. Violante se había arrimado al tronco de una vieja encina y, sentada a su sombra, observaba las casas de la aldea, las vacas pastando, los bosques de abetos que escalaban las alturas y el trajinar de los labradores en los campos. El cielo era azul y el sol se aproximaba a su cenit. Hacía calor, no corría la brisa y el mundo habíase quedado inmóvil, en silencio. Ya no se oían los sorbos ruidosos de su hermano, ni sus gritos de indio salvaje que hacían temblar a su primo Antonio. Los movimientos de los tres habíanse congelado, y, a lo lejos, la niña veía a los labradores quedos y silenciosos, los bueyes parados en el campo con sus carretas, las vacas inmóviles en el pasto y, en las alturas, una luz cada vez más fuerte, insufrible y deliciosa al mismo tiempo, que anulaba con su resplandor la existencia de las cosas de este mundo. Poco a poco fueron desapareciendo de su vista las casas, los animales, las personas, los árboles y las montañas. Desaparecieron las nubes y el suelo, desapareció el prado y desapareció la vieja encina a cuya sombra habíase arrimado. Y todo se redujo al resplandor, se concentró en el resplandor, se hizo resplandor. Y en el centro de aquel resplandor observó Violante que brillaba una luz aún más fuerte y deleitosa, más cegadora y dulce, más dolorosa y placentera, una luz que iba tomando forma en sus contornos, transformándose en la imagen con la que ella tantas veces había soñado, cuya visión deseaba y temía, pero que sabía que habría, alguna vez, de presentársele.
Estaba allí y extendíale su mano derecha. La dulce visión le sonreía.
-¿Adónde me llevas, señor? ¿Adónde quieres que vaya? -preguntó.
La imagen mostraba, abiertos, los estigmas de la pasión. Del costado izquierdo del pecho manábale dulce licor, y, en su frente, una corona de espinas ensangrentadas confería a la visión la majestad de la divina realeza. La niña extendió sus brazos hacia la amada imagen. El ruedo de su túnica estaba tan próximo que casi le acariciaba las mejillas, y los pies ensangrentados del pastor de hombres, tan cercanos a su rostro, exhalaban fluidos misteriosos que embriagaban sus sentidos. Violante, suspensa y amilanada, cual avecilla que está a punto de caer en las garras del azor, no acertaba a separar sus ojos de la imagen, y sus sentidos tan sólo notaban la proximidad del amado, la presencia del ladrón que había venido de noche a llevársela consigo.
Porque para Violante era de noche. Noche oscura y silenciosa, tranquila y sin estrellas, noche plena de delicias, de vida y de sentido. Mirábala el amado con ternura, y la luz de sus ojos acariciábala toda. Solos los dos, y ella guardada en cautiverio suave, encerrada en su castillo, protegida. La imagen sonreía, y en su sonrisa había miel que perfumaba y endulzaba el aire. Violante hubiera querido abrir su pecho, rasgar su corazón para que en él, como en un nido, se refugiara el amado y se quedara para siempre. Nido de tibias plumas. Nido de paloma al que nunca habrían de llegar los fieros halcones.
-Ven a mí -dijo la niña susurrando.
Mas la visión ahora se alejaba, hacíase niebla densa, se oscurecía y esfumaba. El resplandor se debilitaba, y la imagen iba perdiendo de nuevo sus contornos. Con sus brazos extendidos, Violante trataba de asir la visión que escapaba a sus deseos. Y con la visión desaparecieron las llagas regaladas, la dulce sonrisa que de miel la perfumaba, la majestad de las espinas en la cabeza del rey de reyes, del que habría de ser por siempre su verdugo, su amable y amante carcelero. Quedaba, no obstante, su corazón henchido de ternura, sus sentidos regalados, su sonrisa dibujada para siempre. El resplandor se debilitó, y en el cielo volvieron a aparecer nubes algodonosas y blancas, las nieves sobre el San Lorenzo, los verdes pinos en las montañas y las mieses doradas en los campos cercanos al Benenguerra. Volvieron los ojos de Violante a ver los pálidos colores de las cosas, a percibir la forma sin forma de la materia, el correr de los gamos entre las hayas, la sombra de los árboles, el brillo de las aguas del río bañadas de sol. Todo veíalo Violante oscurecido. La noche del tiempo había caído de nuevo sobre ella. La noche del alma, la noche dulce y brillante del espíritu, la noche callada, la noche calma, la noche del amor, con su resplandor hiriente y deleitoso, había henchido su corazón de tal manera que sus ojos ya no distinguían en aquella oscuridad de la materia. Violante había descubierto que el mundo era una realidad prescindible, una oscura re presentación de aquella otra realidad que ella acababa de entrever, de la realidad resplandeciente en la que deseaba vivir para siempre.
Comenzó a notar que algunas cosas se movían: las hojas de la encina acariciadas ahora por la brisa, las aguas del río, rumorosas, las vacas que pastaban en el sotomonte, junto a los campos en los que se movían los labradores con sus bueyes y sus carretas, los cerdos que hozaban en las charcas malolientes, los perros, las personas: niños que jugaban trepándose a los cerezos, mujerucas que iban y venían por las callejuelas de la aldea vestidas con sus faldas negras y sus jubones ajustados, Mariquita, Antonio, Íñigo, que le hablaba y al que ella no escuchaba, porque no oía su voz y sólo veía sus labios en movimiento y sus manos que acariciaban amorosamente su cabeza. Notaba un gesto de preocupación y de miedo en el rostro de Antonio y, en los ojos de su primita, un brillo acuoso que anunciaba la inminencia del llanto. Íñigo tomábale los pulsos y pasábale, una y otra vez, la mano por la frente. Veía todo como en un sueño mudo, silencioso.
Trató de nuevo de arrastrarse, pero sus piernas no le obedecieron. Algunas celdas comenzaban a iluminarse. Imaginaba la llama de los candiles, los suaves trajines de las primeras horas, cuando rompe el alba sobre la ciudad y sus habitantes todavía duermen. Escuchó el golpear de las herraduras de un caballo sobre el empedrado de la calle. «Jinete madrugador», se dijo sin poder evitar que las imágenes del mundo volvieran a su memoria. Sucedíanse ahora como en sueños a una velocidad vertiginosa y confundíanse en una suerte de caos que la angustiaba. Transformábase el rostro de su padre en el de su madre y el de ésta pasaba ser de inmediato el de su tía Leonor. El dulce rostro de doña Ángela de Leiva, abadesa de las bernardas de Cañas, le sonreía a la distancia, pero, de inmediato, éste daba paso al de doña Antonia de Ubago, tan adusto, o al de Jacinto Apellániz, tan lujurioso.
El dolor penetrábale por los flancos hasta el pecho. Sentía que sus sienes latían con gran fuerza y que cada latido era para ella como un mazazo en la cabeza. Quería, pero no podía, olvidar sus flaquezas. Aún estaba su alma atada a este mundo, lastrada por un cuerpo al que ella había herido tantas veces con disciplinas y cilicios, humillado con hambre y sed, desterrado al olvido y a la pobreza. El cuerpo seguía, pese a todo, rebelándose, y el alma no podía ascender, elevarse hasta las últimas gradas de la perfección, hasta el palacio de oro y de diamantes en el que esperaba vivir para siempre con su amado. Hubiera querido abandonarse, dejarse, anonadarse, pero ¿cómo hacerlo cuando el cuerpo le imponía tan ferozmente su existencia, su realidad ineludible, y los recuerdos de antaño la perseguían?
-Ya vuelve en sí -había dicho Íñigo al ver que su hermanita parpadeaba.
Antonio soltó un suspiro de alivio. Mariquita lloraba en silencio, mezclando sus lágrimas con carcajadas nerviosas. El mayor de los de Cellorigo, que mientras duró el desmayo de su hermana ni siquiera había empalidecido, dejó a Violante apoyada contra el tronco de la encina y corrió hacia el río a empapar su pañuelo. Al volver, lo puso en la frente de Violante. Estaba la niña sonriente y feliz y, sin poder evitarlo, abrazó a su hermano y le pidió que entraran cuanto antes a la aldea. Había pasado el mediodía y las sombras comenzaban a alargarse. En las malolientes charcas en las que hozaban los cerdos algunos gorriones se habían detenido, daban pequeños brincos, picoteaban y volaban hasta la rama de algún árbol no lejano, donde volvían a quedarse inmóviles. Los cerdos descansaban echados sobre la inmundicia de sus charcas llenas hasta los bordes de cenaco. En el Benenguerra, algunos patos nadaban y sumergían sus picos en el agua volviendo a salir con sus plumas brillantes y lustrosas. Había un zumbido de moscas en el aire. Íñigo notó en el abrazo que su hermanita estaba bañada en sudor.
-Nos quedaremos un rato más -dijo, como si diera una orden.
-Está bien -accedió su hermana.
Ni Antonio ni Mariquita replicaron. No estaban en posición de hacerlo. En Íñigo la autoridad había nacido con él y en él íbase desarrollando con la naturalidad con la que crecían sus brazos y sus piernas, se ampliaba su pecho o se endurecían sus espaldas. Doña Catalina Foronda, su orgullosa progenitora, solía decir a doña Leonor, su hermana, madre de Antonio y de Mariquita, que Íñigo había heredado el porte y el temperamento de los Leiva, a cuyo tronco pertenecía la rama de los Foronda de Azofra y que había dado miembros tan notables como don Antonio, ilustre soldado, gobernador de Milán y hombre de tantas y tan excelsas virtudes militares que el propio césar Carlos teníalo en su tiempo por un prodigio de la naturaleza. «Mi Íñigo», decía su orgullosa madre, «ha de repetir en este siglo las hazañas que su tío abuelo don Antonio llevara a cabo en el precedente». Doña Leonor, que bebía los aires por sus sobrinos, suspiraba entonces y se limitaba a hacer un gesto con la cabeza.
-Pues mi Antonio ha de ser obispo -añadía, a veces, doña Leonor.
-Por lo menos -confirmaba entusiasta su hermana, que creía que en el menguado cuerpo de su sobrino podía encerrarse toda la sabiduría de este mundo.
Jamás discutían las hermanas por estas pequeñeces y coincidían con frecuencia en la distribución de dones y virtudes entre sus hijos. Doña Leonor venía siempre a Ezcaray a comienzos del verano y volvía a Azofra con sus hijos cuando las noches en septiembre comenzaban a refrescar y los soles acortados anunciaban la proximidad de la vendimia. Mientras miraba a su hermano y a sus primos, que se habían quedado de pronto silenciosos, Violante se acordó de las últimas vendimias pasadas en Azofra. Comían uvas bajo las cepas cargadas de racimos, mientras escuchaban a lo lejos a los vendimiadores andaluces llegados para la cosecha cantando coplas de su tierra. La zarabanda y el gitano, con su ritmo alegre y sus letras atrevidas, la inquietaban, pero expresaban, de una manera rústica y primitiva, una disposición del ánimo al regocijo que a ella, entre las hojas ya amarillentas de las cepas, la embargaba.
-Vámonos a la aldea -insistió Violante.
-Descansemos un poco más -dijo su hermano.
-¿Para qué? Igual habremos de descansar en nuestra casa de Urdanta.
Íñigo fue, en este caso, el primero en obedecer. En Violante la autoridad no se manifestaba en el tono con el que hablaba, sino en la forma suave y susurrante con la que expresaba sus deseos. Algunos minutos más tarde, casi bailando, contentos y ya por completo despreocupados, hicieron su ingreso en Urdanta los cuatro primos. Un mozo de Cilbarrena, que había llegado temprano a la aldea trayendo la noticia de la llegada de los niños, salió a recibirlos con Antón Allende, un mozallón al servicio de los de Cellorigo, aprendiz de todos los oficios, que sentía gran afición por sus pequeños amos, a los que solía narrar misteriosas historias del tiempo de los gentiles, cuando en Ezcaray no funcionaban aún las ferrerías y los diablos y las lamias abundaban en estos bosques. El mozo de Cilbarrena acompañó a los niños hasta la puerta de la casa y, despidiéndose de todos, tomó el camino de Posadas, donde ese día, según le dijo a Antón Allende, tenía que arreglar la rueda de una carreta cuyo eje de madera se había quebrado. El mozo de Cilbarrena era carpintero y llevaba, metidos en unas alforjas que le colgaban de los hombros, las azuelas y los martillos que utilizaba en sus trabajos.
-Ya me habría gustado acompañarte, ya -le dijo a guisa de saludo Antón Allende, mirando con cierta tristeza a sus pequeños amos. Al mocetón le habría gustado hacer ambas cosas: contar cuentos a los muchachos y aprender algo más del oficio de su amigo.
-Otro día será, Antón -respondió el de Cilbarrena, extendiendo su mano en un adiós.
El viajero bordeaba con paso lento el Benenguerra. El calor apretaba, e Íñigo tuvo la impresión de que al carpintero le pesaban demasiado las abarcas. Los chopos estiraban su sombra y las abubillas revoloteaban en los campos cercanos. En el aire zumbaban los mosquitos.
-Podríamos acompañarlo -sugirió Íñigo-. Así nos cuentas tus historias, mientras le ayudas en su faena.
-¿Qué dirá su padre, señorito?
-¿Y qué ha de decir, si no se entera?
Quedaron en que primero comerían lo que la mujer de Antón les había preparado, pero, cuando terminaron, según Antón, ya se había hecho demasiado tarde para alcanzar a su amigo. Los niños también estaban perezosos y no insistieron. Volvieron todos juntos al prado del Benenguerra, donde Violante había tenido su visión. Impulsada por una fuerza misteriosa y llena de temor, la niña fue caminando lentamente hacia la encina solitaria que se alzaba en el centro mismo del descampado. Íñigo y sus primos se sentaron con Antón a la vera del Benenguerra, deseosos de escuchar las historias del aldeano. Disponíase éste a contar a sus pequeños amigos la verdadera historia del gigante Fierabrás, cuando escucharon el grito. Se levantaron como impulsados por un resorte y llegaron, casi juntos, al pie de la encina.
-¡Violante! -Íñigo se inclinó sobre el cuerpo de su hermanita.
Antón Allende la tomó en sus enormes brazos y la acercó a la orilla del Benenguerra. Íñigo volvió a empapar su pañuelo en las aguas heladas del arroyo y mojó con él las sienes y la frente de su hermanita. El mozallón, con toda la delicadeza de la que eran capaces sus rústicos dedos, aflojole las agujetas de su justillo, desabrochó su camisa y le dejó libre su cuello de ataduras. Antonio estaba pálido y temblaba. Sin darse cuenta de lo que hacía, retirose un buen espacio y vomitó sobre las aguas del Benenguerra; después se dejó caer sobre la hierba. Mariquita lloraba, e Íñigo no podía apartar sus ojos del rostro de su hermanita. Hasta el buen Antón, tan acostumbrado a los dolores y miserias por ser pobre, sudaba frío.
-Sería bueno que la colocáramos a la sombra -dijo al darse cuenta de que mantenerla bajo el sol podría ser peligroso.
La cargó con delicadeza hasta la encina. Íñigo iba adelante, señalándole el camino. Avanzaban lentamente. El declinar del sol hacia el poniente había alargado la sombra del viejo árbol. Antonio, algo repuesto, llevando a Mariquita del brazo, seguía al mocetón de Urdanta y a su primo. Cuando éste llegó al pie de la encina, quedó paralizado.
-¡Mira, Antón! -gritó el muchacho.
El aldeano apresuró su paso y, al llegar junto a Íñigo, su rostro se demudó.
-¡Jesús, María y José! -exclamó devoto.
Antonio y Mariquita, al llegar, se persignaron. La niña, sin dejar de llorar, se puso de rodillas. Antón Allende seguía sosteniendo en sus brazos el cuerpecito de Violante, tan delicado.
-Parece hecho por un rayo -comentó-, pero hace tiempo que no hay tormentas.
Al pie de la encina, en el lugar exacto en el que algunas horas antes había estado sentada la niña de los de Cellorigo, había, dibujada, una cruz sobre la hierba. Quemada en su bordes, la hierba que crecía en el interior de la figura era más fresca y más verde que la del resto de la pradera. La mano del hombre no podría haberla trazado con tanta perfección.
-Aquí ha estado sentada mi hermanita -dijo Íñigo-. Quizá si volvemos a sentarla...
Antón depositó con delicadeza el cuerpo de la niña sobre la cruz, púsose de rodillas, santiguose y rezó en voz alta un padrenuestro. Antonio y Mariquita lo imitaron. Íñigo, de pie, no dejaba de vigilar el rostro de su hermana, tratando de descubrir cualquier señal de renovada salud en sus ojos, todavía cerrados, o en sus labios pálidos y sin vida. La expresión de su rostro dábale al muchacho un aspecto de hombre prematuramente envejecido. No lloraba.
Durante muchos años habría de recordar Íñigo aquel momento. Jamás entendió el misterio de la cruz dibujada sobre la hierba, ni por qué, una vez que Violante se hubo repuesto tan completamente como la vez primera, desapareció la cruz tan repentinamente como había aparecido; mas, cuando Madre Sacramento le insistía en la realidad del milagro, Íñigo, sin decir palabra, movía a un lado y otro su cabeza negando esa posibilidad. De existir, según él, los milagros debían tener alguna finalidad, algún sentido transcendente, algo que fuera más allá de una mera demostración de poder y habilidades, una burda representación de magia, como hacían los viejos bululúes en las tabernas. ¿Qué sentido podía tener enfermar a una niña inocente y dulce, desmayarla y dibujar en la hierba una cruz misteriosa que más tarde desaparecía? Si esto era un milagro, habíale dicho Íñigo, estábamos todos, indefensos mortales, en manos de un dios enloquecido y tonto, un ser todopoderoso que juega con sus criaturas con la misma indiferencia y crueldad que los gatos con los ratones, o como acostumbran a hacer los titiriteros con sus muñecos en las ferias y algunos autores con las figuras de los retablos.
No podía explicarse, empero, aquel misterio. «De misterios está llena la vida, sólo ellos le dan sentido e interés», solía repetirse. Madre Sacramento exigíale una y otra vez que creyera, pues sólo con su fe y sus buenas obras habría de encontrar su salvación. Cuando, de vuelta a Ezcaray, iban los cuatro primos con el mozallón de Urdanta y el sol se ponía lentamente más allá de los montes que cercaban el valle por el oeste, Íñigo se sintió por vez primera lleno de una emoción que le impedía hablar y que confundía sus pensamientos. Llevando a su hermanita de la mano, Íñigo fue rezando mentalmente padrenuestros mientras bajaban hacia la villa. Unos días más tarde, sin embargo, se había olvidado del incidente.
Madre Sacramento jamás lo olvidó. Aquel incidente decidió su vida. Sólo pensaba desde entonces en su futura existencia en el convento, sin saber a ciencia cierta en cuál de los cenobios de la región habría de profesar. Jamás se imaginó que lo haría tan lejos, en esta ciudad elevada sobre las más altas montañas que podía imaginarse y cercada de volcanes que algunas veces arrojaban humo por unas bocas abiertas que se comunicaban con el infierno.
La claridad de la aurora hacíase ahora mucho más intensa. Apreciábanse los colores de las casitas de las monjas. En el silencio de la mañana, de algunas de ellas salían los ruidos característicos del trajinar de las primeras horas. Madre Sacramento habíase quedado inmóvil, ovillada en el suelo. Ya no sentía el dolor que unos minutos antes la atormentaba.
Escapaban de su mente los rostros y los recuerdos. Un primer rayo de sol calentábale la espalda y la cabeza. Sentíase como cuando, siendo muy pequeña, se acostaba y recogía hasta hacer suyo el calor de las sábanas a las que una criada había pasado minutos antes un calentador de bronce con brasas de carbón. Tampoco entonces pensaba en nada. Temblaba, simplemente, hasta que entraba en calor. Luego, suavemente, casi sin darse cuenta, pasaba al dulce mundo de los sueños. Cuando escuchó la campana que anunciaba la hora de levantarse, la angola aún estuvo remoloneando un buen rato sobre su cuja. Algunas imágenes habíansele quedado clavadas en su memoria, y no podía desprenderse de ellas sin dolor. El cuerpo gentil del caballero sin rostro entibiaba aún sus piernas gozosas de gacela corredora y su lengua ardiente había dejado en su boca el gusto salobre que excitaba la secreción de humores dulces que ella guardaba como un recuerdo imperecedero. Desde la comisura de sus labios entreabiertos, salvando la barrera de su blanquísima dentadura, deslizábasele la saliva hasta la barbilla, obligándole a pasar de vez en cuando la lengua por los labios para saborear sus excesos. Hallábase Escolástica envuelta en humores, cubierta de líquidos tibios que habían manado durante toda la noche de las profundidades de sus entrañas.
La campana repitió su anuncio, y Escolástica, arrojando lejos de sí la frazada de jerga, sentose en su cama, estiró sus brazos y, desperezándose, terminó por abrazar el aire, imaginando que, contra su pecho, atrapaba las visiones de su sueño. Suspiró largamente y, ya de pie, calzadas sus viejas alpargatas, fue cumpliendo su ritual mañanero sin dejar de pensar, ni por un momento, en las gozosas visiones de la noche. Agolpábansele mientras barría, seguíanle a cada uno de los rincones de su celda, y aun sospechaba la angola en su ingenuidad que se escondían bajo su cuja para, después, sorprenderla. Al disponerse a ordenar su cama, inclinose por un momento por ver si confirmaba sus sospechas. Más tarde, diole una vuelta al colchón de borra, dobló su manta y sacudió la almohada. Como jugando, terminó por apretarla entre sus piernas. Un escalofrío de placer la arrojó al suelo cubierta de sudor. En la entrepierna un nuevo humor ardiente y dulce se deslizaba como se desliza la lava en las quebradas cuando el volcán avienta la candela que guarda en sus entrañas. Por unos instantes quedó sin fuerzas al pie del lecho. Después, con los ojos cerrados, cual si quisiera guardar las imágenes que la habían acompañado, fue poniéndose de pie y, llegándose a una jofaina de barro que estaba sobre la piedra cóncava del batán, echose agua fría en la cara con la intención de apagar el incendio que las imágenes nocturnas habían provocado en su cuerpo. Mientras lo hacía, Escolástica Mi pensó que esa misma mañana tendría que confesarse con fray Domingo de Silos de Santa Clara y hacer el firme propósito de enmendarse.
Terminó de vestirse y, cuando estaba poniéndose su blanca toca frente al espejo, pensó la sierva que resultaba extraño que Madre Sacramento no hubiera requerido hasta entonces sus servicios. «Debe de estar rezando sus horas», pensó. La pequeña celda en la que dormía la angola era una dependencia adosada a la hermosa casa de estilo castellano que el capitán Ortiz de Cellorigo había hecho construir para su hermana en el convento. Comunicábase con ella a través de una pequeña puerta que daba a la cocina, entre cuyos fogones pasaba la sierva la mayor parte del día, no tanto porque la religiosa le exigiera confites, pues la española rechazaba las delicias de la buena mesa, cuanto por no haber encontrado hasta entonces un mejor lugar para pasarla. Despreciaba desde hacía algún tiempo la compañía de las viudas que se alojaban en el monasterio y prefería a las vanidades de las ricachonas los gozos de su imaginación solitaria y libre. Entre los fogones solía la angola pasar y repasar los zurcidos de su ropa, adecentar sábanas y mantelerías que jamás se usaban, limpiar la plata de los cubiertos y, cada día con mayor entusiasmo, cortar y bordar algunas ropas elegantes con las que ella imaginábase vestida cuando, ya libre, saliera del convento a disfrutar los placeres que el mundo reservaba a quienes supieran aprovecharse de sus ventajas.
Era Escolástica, por temperamento, poco dada a rezos y mortificaciones, y su piedad se reducía a algunos actos de contrición y no pocas penitencias hechas por temor a caer en manos del enemigo. Era el convento el peor encierro para la joven esclava, y, pese a que quería realmente a su patrona y a que sufría pensando en que alguna vez habría de separarse de ella, soñaba con verse lejos y para siempre fuera de aquella cárcel en la que todos eran de un mismo sexo y en la que el cuerpo no tenía espacio alguno para su expansión y divertimento.
La campana llamaba a la oración, y cuando, saliendo de su celda, pasó Escolástica a la cocina y desembocó en la sobria pieza de recibir de su patrona, diose cuenta de que los muebles estaban en la misma disposición en la que los dejara la noche anterior. Extrañole sobremanera, pues, si no los toscos sillones castellanos, el reclinatorio que se hallaba al pie del enorme crucifijo era a diario usado por Madre Sacramento, que pasaba horas enteras en éxtasis ante la imagen del crucificado. También estaban fríos los hacherones que, al pie de Cristo, iluminaban la pieza durante toda la jornada. A Escolástica extrañábale encontrarlos casi acabados, sin cera. Tuvo un presentimiento y, caminando de puntillas, asomose con cuidado al dormitorio de la monja. El lecho estaba vacío y, al parecer, no había sido tocado durante toda la noche. Escolástica Mi se estremeció. Abrió la puerta de la casa y salió a la calle. Ovillado junto a la pared y bañado por la luz de la mañana, el cuerpo de Madre Sacramento yacía en el suelo. El grito de la esclava despertó a la ciudad en las primeras horas de la mañana.
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Enlace al ÍNDICE DE MADRE SACRAMENTO en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES.


*. Et in azofra Felix

*. Capítulo I - La sombra de la encina
*. Capítulo II - Almendras de Madre de Dios
* Capítulo III - Fiat voluntas tua
*.
Capítulo IV - Fray Antonio de Tejada
*. Capítulo V - El entierro de Juan Lanas
*. Capítulo VI - Nicéforos
*. Capítulo VII - Espinosa de los Monteros
*. Capítulo VIII - De apellido, monje de san Benito
*. Capítulo IX - Doña Encarnación de Ubago
*. Capítulo X - Bibiana
*. Capítulo XI - Escolástica
*. Capítulo XII - Fray Domingo de Silos de Santa Clara
*.
Capítulo XIII - Nuestra Señora del Puy
*. Capítulo XIV - Tabernas y ventorrillos
*. Capítulo XV - Nocturno arequipeño
*. Capítulo XVI - Descensus ad inferos
*. Capítulo XVII - Camino de Santiago
*. Capítulo XVIII - El temor y el deseo
*. Capítulo XIX - Carnem cum sanguine non comedetis
*. Capítulo XX - De Puruchuco a Huachipa
*. Capítulo XXI - Los Ubago de Ezcaray
*. Capítulo XXII - La danza de los fantasmas
*. Capítulo XXIII - Las puras aguas de limar gozando
*. Capítulo XXIV - Campos de soledad
*. Capítulo XXV - El sueño y la vigilia
*. Capítulo XXVI - Aromas de maldad
*. Capítulo XXVII - Historia de Casca
*. Capítulo XXVIII - Teniendo ya mi casa sosegada
*. Capítulo XXIX - Ser sin ser
*. Capítulo XXX - Caro terrea terraque carnea
*. Capítulo XXXI - Tercera y última
*. Capítulo XXXII - Los ríos del paraíso.

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