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jueves, 25 de marzo de 2010

RUBÉN BAREIRO SAGUIER - OJO POR DIENTE / Texto de los cuentos: SÓLO UN MOMENTITO y BROWNING 45.

"OJO POR DIENTE"
por
RUBÉN BAREIRO SAGUIER
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Editorial Servilibro,
Asunción-Paraguay 2006 (Quinta edición)

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OJO POR DIENTE fue premiado en el prestigioso concurso de la Casa de las Américas, La Habana, en 1971. El autor, sin ninguna desconfianza viajó a su país en 1972. Pese a haber sido sometido, poco antes, a una delicada intervención quirúrgica, fue apresado y arrojado a una siniestra celda -con cuatro reflectores prendidos noche y día- de la terrible Dirección de Investigaciones, y sometido diariamente a absurdos y pesados interrogatorios. El atropello a la dignidad del escritor produjo una ola de protestas, en su patria, en todas las Américas, así como en los diferentes países de Europa, especialmente en Francia, en donde los numerosos autores del jamado "boom" latinoamericano (Julio Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes...) prestigiosos escritores franceses (Jean-Paul Sartre, Jean Genet, Simone de Beauvoir, Marguerite Yourcenar, Marguerite Duras...) enviaron mensajes de protesta. Luego de un mes y dieciocho días fue conducido directamente de la cárcel al aeropuerto y embarcado con destino a París. Durante diecisiete años no pudo pisar su tierra y, luego de pedir asilo político, que Francia le acordó sin dilación, ejerció durante ese largo tiempo, el "duro oficio del exilio".
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ÍNDICE:
· CARTA A AUGUSTO ROA BASTOS
· INTRODUCCIÓN
ÍNDICE DE CUENTOS:
· SÓLO UN MOMENTITO
· OJO POR DIENTE
· DIENTE POR DIENTE
· RONDA NOCTURNA
· BROWNING 45
· VIENTO NORTE
· OJO POR OJO
· SALMÓN Y DORADO
· ANIVERSARIO
· LA OPERACIÓN
· PACTO DE SANGRE
· COMENTARIO DE PEDRO SHIMOSE
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SÓLO UN MOMENTITO
El sol le dolía en los oídos como el eco de un estampido cercano, como el eco de lo que se les había comunicado esta mañana temprano. Parado en pleno rajasol, sentía pasar a través de sus huesos recalentados las capas ondulantes y quietas en el aire pesado. Por momentos le era imposible mantener los ojos abiertos; entonces veía esas placas, esos puntos, esas rayas, esos signos rojos, verdes, azules, amarillos sucederse en la pantalla negra de su cabeza. Los dibujitos seguían danzando cuando abría de nuevo los ojos, moviendo ahora las capas superpuestas de resol.
El suboficial gubernista les había leído la orden sin alterar la voz, tranquilamente, como comunicándoles que iban a bañarse en el tajamar o que debían ensillar el caballo para salir al campo. Pero el muchacho intuyó que se trataba de una cabalgata más larga, de una zambullida más profunda. Fue entonces cuando sintió el zumbido largo en los oídos y le dolió el tajo de los recuerdos. ¿Dónde estaría su compañera? ¿Habría podido escapar al ventarrón de odio y fuego que arrasaba los montes, el valle, los ranchos? En ese momento le agradó recordarla en la embriaguez de los bailes bajo las enramadas. En uno de ellos la había encontrado, punto rojo y fijo cerca de la luz asmática de una Petromax, cuerpo duro del primer contacto, olor salvaje de pelo lloviendo sobre el suelo sediento de sus deseos. Y su risa y sus muslos prietos le carcomían los sesos; una raya que le iba bajando desde la nuca hasta las ingles.
Al terminar de leer el papel, el sargento los miró amistosamente. Su vozarrón amable llenó el aire: «A prepararse cada uno solamente... por estos lugares no hay pa'í...». El Padre Cristóbal había traído del pueblo los muñecos que hablaban. «Misterios de la Sagrada Pasión y Muerte...», decía el Pa'í Cristóbal; seguramente por eso él no entendía muy bien lo que decían los títeres. La función se había realizado en el patio de la escuela y ellos, los alumnos, habían preparado la tarima, en el sitio que ocupaba el de la orquesta cuando había baile. Cómo le había impresionado el muñeco pálido tratando de escapar del machete en media luna con que la calavera lo perseguía; saltaba como un toro maneado y trataba de esconderse.
De repente reconoció la figura chopetona, maciza, moviéndose entre los hombres que acababan de llegar al puesto. Un rayo se le abrió dentro del pecho. Pese a la multiplicación de las mariposas del sol en las pupilas, se le apareció el inconfundible balanceo del cuerpo musculoso. Lo veía venir desde lejos en la memoria, caracoleando en su doradillo lustroso, a veces él -muchacho- en la delantera de la montura, lleno de orgullo; los gritos del jinete seguían la cadencia alegre de la música y él, el relumbrón de las botas domingueras. En las tardes de carrera, veía la mano segura con el anillo de piedra roja, tendida con el vaso tintineante por el pedazo de hielo que hacía sudar los gruesos paneles del vidrio; la dulzura del mosto rascaba la garganta y le iba pintando de frescura las demás partes del cuerpo.
El hombre lo vio de golpe, se paró en seco y apartándose del pelotón, se acercó a pasos pequeños, fruncido el ceño. El muchacho dio un paso corto y sacándose un imaginario sombrero, juntó las manos.
-Sea paíno... -adelantó las manos para recibir la bendición.
-Dios te... -un murmullo completó la fórmula del padrino. El hombre había cambiado de mano el arma para trazar la tosca cruz de aire con dos dedos de la mano derecha levantados. Terminada la señal, le pasó la diestra. El apretón fue breve, rudo, cordial. La frente del padrino había recuperado su superficie tranquila.
-¿Dónde caíste, mi hijo...? -La voz era la misma que cuando la bendición. Con un ligero movimiento de cabeza el muchacho indicó la izquierda y ambos se apartaron varios metros del grupo de prisioneros, en dirección opuesta a la que había tomado la patrulla a su mando.
-Ayer, a la entrada de Cañada Candil. Queríamos llegar a Angostura para cruzar el río a nado...
-Heee... -cortó el hombre, pensativo. El largo monosílabo aparentaba indiferencia, así como la mirada distante, lejana.
-Tío... ¿cómo se ha de terminar esto...? La voz se fue apagando hasta volverse casi inaudible.
-Y -el hombre levantó la cabeza y fijó en la cara del muchacho una mirada marrón e intensa-... el pelotón está a mi mando.
Se hizo un hoyo de silencio. El hombre veía al niño montado en su hombro, riendo feliz; oía el llanto del adolescente cuando la muerte del padre, en la anterior revolución. Ésa era otra historia; su cuñado hubiera podido matarlo a él. Cuando hay revolución, cada uno defiende su color; cuando la muerte viene, no hay tu tía.
-Así no más tiene que ser... -el hombre se sorprendió reflexionando en voz alta. Su sobrino le miraba con la misma admiración que cuando hacía bailar a su caballo la polka partidaria. Las olas de calor traían pedazos de voces de los otros prisioneros; contra la luz se adivinaba el movimiento de moscas lentas. Detrás, las moscas verdes caminaban con sus patas, con sus miles de ojos, con sus automáticas bajo el brazo. Después, la tierra reseca, el pasto requemado subían y bajaban en suaves declives; las islas escuálidas de árboles reverberaban en la distancia. Más allá, la luz incendiaba el monte, el aire azul.
El hombre y el muchacho estaban apartados de todo, el sol daba de plano sobre sus cabezas, los pies chupaban sus sombras y las pasaban al fondo de la tierra roja y sedienta. Dos árboles plantados en medio del campo, de esos que atraen los rayos secos. El resplandor ciego del mediodía altísimo indicaba que, en cualquier momento, una centella, un latigazo de fuego podían fulminar a cualquiera de los dos.
-Tío, yo tengo mi compañera... -los ojos del muchacho se perdían en la dirección imprecisa del monte; su voz sonaba mojada.
-No te preocupes, mi hijo. Mañana me voy hacia el lado de tu casa; le voy a ver en tu nombre. Si necesita algo me ha de encontrar sin falta.
El muchacho no dijo nada, fijó una mirada de gratitud en la cara ancha del hombre. De repente le vino el olor fresco de la muchacha, la memoria de su piel tostada, del panal que guarda entre las piernas. No podía ser... Desde el fondo de la tierra habría de volver hecho avispa o labio o viento para estar cerca de ella. Pero el tío tenía razón: el día del último San Juan, al levantarse, no había visto su cara en el espejo...
-¿Qué le haces decir a tu mamá? Yo mismo tengo que ir a contarle.
-Y... nada... más que memoria. Que cuide de mi hijo; no va a tener padre, pero ha de tener dos madres.
-¿Cuánto falta para el nacimiento?
-Como tres meses.
La mañana del último San Juan su cara no estaba en el espejo cuando se miró para peinarse. Eso no era buena señal. Entonces le había atribuido a la resaca de la noche anterior, la noche en que, después del baile, la hizo su compañera a aquella muchacha con olor a pasto de la amanecida. De golpe entendía todo.
-Mi hijo va a tener mi cara... -dijo como hablando consigo mismo-, aunque yo no llegue a conocerle -agregó dolido.
-Tu papá hubiera estado contento. Su semilla no va morir... -el hombre levantó los ojos y se encontró con la vista interrogativa del muchacho, en cuyo fondo brillaba una brizna de esperanza, quizás un ruego. Impasible sostuvo la mirada; sus manos acariciaron como a un niño dormido. Su voz sonó gutural.
-Mi hijo, nadie muere en la víspera...
El sol se había ladeado un tanto y comenzaba a proyectar dos sombras enanas; dos agujeros en el suelo sangriento, calcinado por el solazo. Los silencios eran otros agujeros sin fondo en la tierra de ese mediodía sin fronteras. El norte, borrado por el resol ciego, existía sólo en la memoria musical de las cigarras.
El muchacho pensó en el poco tiempo que había vivido con su compañera, en lo joven que era ella; le dolió el imaginarla en brazos de otro..., pero si él no sería sino un montón de huesos, una raíz oscura, un puñado de tierra rojiza en el verano. Pensó en el coágulo de vida que ella llevaba en el vientre.
-¿Qué ha de ser de mi compañera? Si por lo menos pudiera conocer a mi hijo... -el muchacho volvía a hablar como si estuviese pensando en voz alta.
-Te ha de parecer, como vos a tu padre. Cuando la sangre es de uno, la cara y el porte se heredan.
El muchacho vio de nuevo la escena de los títeres; el muñeco que saltaba como un potro tenía su propio rostro.
«Misterios de la vida, pasión y muerte...», decía el Pa'í Cristóbal con su voz ligeramente nasal.
La luz se había vuelto casi roja, quemaba; el reverbero se levantaba como el humo espeso del incendio. El hombre miró a su sobrino con dulzura; levantó lentamente la mano izquierda, que tenía apoyada en el arma, y la depositó con firmeza en el hombro derecho del muchacho. Descubrió en su mirada el intenso deseo de vivir.
Un hijo es el agua que aumenta el río de la sangre... la corriente sigue... -su voz era lenta, cariñosa. Sus ojos se perdían de nuevo en la lejanía, hacia el incendio de las cigarras en las islas zozobrantes en el resol. Con la misma lentitud con que la había depositado, retiró la mano del hombro y torció apenas la cara.
-¡A formar...! -gritó con su voz firme.
Se oyó un ruido de pasos precipitados, de armas que chocan, de cerrojos. Del norte indeciso hacia el lado del monte, adonde irían inminentemente, el hombre volvió los ojos a la cara del adolescente; sus miradas se cruzaron, se confundieron, se hicieron una sola pasta.
-¡Y ahora, tío...!
-Mi hijo... no te preocupes... la muerte es sólo un momentito...
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BROWNING 45
-Cómo no, Evaristo -la voz del hombre gordo sonó suave, casi servil.
La silueta, dura del mozo se recortaba contra la amanecida lechosa del cielo, que el agua duplicaba y quebraba de ola en ola. El muelle Lucero estaba prácticamente desierto; el Doctor era tempranero y nunca la lancha le había ganado. El mozo mantenía la mano firmemente metida en el bolsillo derecho. Su voz había sido más temblona de lo que hubiera deseado, cuando dijo:
-Doctor, quiero hablarle...
«Mierda, la chinita le contó todo.»
-Diga, Evaristo -insistió el Doctor, con voz más segura, mirando hacia los pocos pasajeros sentados en la penumbra de la lancha; oyó indistintamente las conversaciones. «Empezá a cebar el motor...», «Mi vaca mermó mucho...», «...ha de ser la seca...», «...la pobre tiene la tuber...», «...todo subió, hasta la maíz...», «...qué terrible es la consunción...», «...una diarrea que no le para ni con jugo de...».
-Mejor allá -el mozo mostraba el costado del muelle.
Oyeron las primeras toses herrumbradas del motor mientras caminaban por la planchada. Se cruzaron con una sombra delgada que subía con un mazo al hombro.
-Buen día.
-Hola, Juan.
-Buen día, don Lucero.
El Doctor miró las estrellas que se despedazaban con los golpes de las olas; los ladridos del agua asediaban la arena de la costa. La figura de ambos hombres iba destacándose sobre el amanecer, cerca de los yuyos, cerca del aromital que embalsamaba la luz rosada, creciendo y creciendo desde el este sobre la corriente del río. El mozo guardaba la mano derecha enfundada en el bolsillo: hablaba con tono suave, entrecortado, mas la voz se había afirmado. Pero lo que más se oía era la verborrea meliflua, del hombre gordo: oleadas y oleadas de palabras; la marca que sube, que va envolviendo.
-Pero no, Evaristo... usted sabe... el sentido de las palabras es engañoso, y yo, comprendo, su señorita novia pudo haber entendido mal mis paternales solicitaciones... No, eso no... en ningún momento... ni siquiera lo he pensado... Claro que es una chica muy linda, pero, imagínese... a mi edad, y a esa muchacha que puede ser mi nieta, ya no digo mi hija... Eso es mentira, la gente exagera, es fantasiosa... Ese chico no se me parece para nada, es un enclenque; no me hacen ningún favor al atribuirme... usted ve la fuerza de mi semilla; fíjese en la planta de mis hijos: la figura apolínea del militar y la apostura reflexiva del seminarista, y su inteligencia... para no hablar sino de los mayores. Pero si yo he protegido toda la vida a la familia de la Eudosia. ¿Quién le ha sacado a su padre de la cárcel? Y su causa sí que era jodida. ¿Y quién les da trabajo de lavandera a su madre y a las muchachas? ¿Quién les recibe en su casa como criadas? Es en el seno cristiano de mi hogar, de mi familia... Pero no, Evaristo, ésa es otra mentira, mi hijo Abdulio es un santo, está dedicado al servicio de Nuestro Señor y la hermana de Eudosia es mucho más vieja que él. Bueno, el militar sí es un gaucho; pero también, con el porte de macho que tiene. Pero no se mete con las muchachitas de por aquí; usted sabe, es adulado por las niñas de nuestra mejor sociedad capitalina. El gran jefe lo quiere mucho y -esto entre nosotros- lo lleva en su compañía para sus farras; esto lo supe por ahí, él es muy callado. Bueno... se dice... se dice... pero no es seguro; hay tanta gente parecida sin necesidad de que sean padre e hijo... todo el chisme sale de que su madre fue un tiempo sirvienta en mi casa. No... usted no puede creer todo eso. Claro, darle unos consejos, ya que su padre es un borrachín que anda tirado de boliche en boliche... Sí, pero afectuosamente, nada más, como lo haría un padre con su hija... sin mala intención... ha confundido el afecto paterno -y lo entiendo, nunca lo tuvo- con la otra cosa. Fíjese, a mi edad... y con mi posición social y mi condición de jefe de una familia honesta y cristiana, asentada sobre sólidas bases morales. No es para alabarme, Evaristo, pero en la Capital todo el mundo, ni qué decir mis colegas del Tribunal, respetan y admiran a este humilde servidor que tiene el gusto de dirigirle la palabra. Por algo el Partido hace tanto tiempo que me ha dado y me renueva la confianza en este pueblo... Dígame, Evaristo, ¿quién creó la sala de lotería familiar y el servicio diario de la quiniela?, ¿quién hizo arreglar la cancha de carreras?, ¿quién consiguió la libre práctica de ese sano deporte de las riñas de gallos? Antes no se jugaba en este pueblo sino truco, macá, chiquichuela o tuka'ë koreko. ¿Quién, dígame Evaristo, quién consiguió que se inaugure el teléfono aquí? Éstas son obras de progreso. No importa si después tuvieron que llevar la instalación a otro lado; es necesario que haya progreso en todas partes, no podemos ser egoístas; ¿no le parece? Oficialmente tenemos teléfono en el pueblo, y eso es lo importante: el Superior Gobierno cumple. No le quiero cansar con mis cosas, pero usted ha de recordar que la Corporación de Alcoholes puso una Agencia en el pueblo, gracias a mis gestiones, y hasta me confió la gerencia; mediante eso, tenemos caña buena y a precio conveniente. Usted se ha de acordar que regalé tres bancos a la escuela y que hice reparar la iglesia cuando mi caballo le ganó al parejero de los Espínola. No... eso no es cierto, eso inventaron ellos, de puro pichados; mi parejero ganó en buena ley, si hasta el Pa'í Laya estuvo de acuerdo que le sacó una oreja al alazán de los Espínola. El Pa'í quedó muy contento con los santos nuevos, bien pintados, bien vestidos, lindos... si parecen gente, sólo falta que hablen... ¡Qué mentira! ¿Quién va a querer esas imágenes viejas, apelechadas, llenas de termitas? Ni los gringos son capaces de dar un centavo por esas porquerías. El Pa'í Laya habrá hecho fuego con esa madera podrida. Eso es pura maldad. El Padre es macanudo, un santo, eso es lo que es. Su prima, que se desvive por cuidarle, me cuenta: todo el día reza, ¡hasta en latín! y de noche la despierta de repente para rezar un rosario juntos. Un santo y un sabio. ¡Claro! ¡Cómo no va a estar de acuerdo con el Superior Gobierno que representa la legalidad, la paz, el progreso, el bienestar para todos los ciudadanos que quieren colaborar y no joder de balde! En el Derecho Canónico está establecido eso, y él no puede ir contra su doctrina. Además, el Gobierno le ayuda en su sagrada misión: le da un sueldito, le facilita transportes, le libera de derechos aduaneros... Esto es normal, somos un país católico, apostólico, romano... Por lo que veo, Evaristo, usted anda mucho con esa gentuza amargada de la oposición, que durante años y años no construyó nada, y ahora quiere destruir todo, y no hace otra cosa que hablar mal del prójimo y decir mentiras sobre el Superior Gobierno y sus obras. Ésa es mala junta, le prevengo. Y con un padre como el que usted tiene, honesto y antiguo servidor de nuestro Partido... Usted anda por la mala senda...
La luz empezaba a dibujar mejor los objetos, dándoles un matiz ligeramente cobrizo. La tierra nacía una vez más de las espumas rosadas del río, con su carga de yuyos, de vacas, de palabras, de maleza. El Doctor prestó atención a los mazazos que Juan Lucero daba sobre los postes de su muelle y el ronquido cada vez más insistente del motor de la embarcación. «Parece que se está convenciendo el arriero... ¡Carajo, todavía me va a hacer perder la lancha!». Ahora veía mejor los rasgos adolescentes del rostro moreno, sus labios que apenas se movían, de vez en cuando, con un monosílabo o algunas palabras entrecortadas. Vio que la mano se aflojaba en el bolsillo del mozo. Volvió a la carga.
-Mi querido Evaristo, me parece que tu padre no arregló su asunto con el Banco. Eh..., yo le dije bien. Decile que venga a verme; el nuevo Gerente General es muy amigo... y me debe algunos servicios, por las últimas elecciones especialmente. No... no..., claro, el asunto es otro; esto sólo te decía de paso, como que ahora tengo este placer de conversar contigo. ¿Sabés?, ando tan ocupado que me es difícil ver hasta a los amigos... Claro, yo comprendo tu reacción; es lo que corresponde a un verdadero macho, a un hombre con los cojones bien plantados. ¡Claro!, ¡claro! Pero en este caso hay un lamentable error. Estoy seguro que Eudosia estará dispuesta a corregir su juicio algo... diría apresurado. Ella se ha criado prácticamente en nuestra casa, protegida por los buenos consejos de mi señora esposa, tan llenos de sabiduría, de moral cristiana. Pero fijate, si Eudosia hizo la primera comunión con mis hijas, con Silvia y Antoñita. No sé si te acordás, parecían tres ángeles, todas de blanco. Mi señora le dio para su vestido el tul de un mosquitero que todavía estaba en buen estado. Y después de recibir el Santo Sacramento estuvo con nosotros a tomar chocolate con mis hijas y sus amiguitas. ¡Cómo ella pudo haber pensado, mi Dios! Hasta soy capaz de arrepentirme de los pecados que no he cometido. ¡Qué diría ese santo apóstol, el Pa'í Laya si supiera, él que conoce mis faltas y también más humildes virtudes! Solamente mi confesor sabe todo lo que hago por este pueblo, sin pregonarlo, claro. «El bien sin mirar a quién», como dice acertadamente el refrán, que es la sabiduría popular. Evaristo, vos sos joven, escuchá los consejos que te da este viejo, que es un poco tu padre, casi el padre de este nuestro hermoso pueblo. Yo tengo mis años bien vividos y no sería para mí una catástrofe desaparecer; ya he hecho mi vida, he servido a mis semejantes y, por qué no decirlo, me he divertido bastante; no me puedo quejar. Vos sos joven y tenés muchos años por delante, un porvenir brillante. Imaginate lo que sería ese futuro prometedor si, digo así, por casualidad te desgracias y sin querer me pasa algo a mí, por causa de una imprudencia tuya. El Código Penal de la República, en su Artículo 167 prevé de 6 a 10 años de cárcel para el homicidio simple, a lo cual hay que agregar, según reza el inciso 3.º del Artículo 216, otro tanto por la premeditación y alevosía, que vendría a ser el caso, sin olvidar otras agravantes como -modestias a parte- mi prestigio personal y la situación especial de mi hijo el teniente para hacer cumplir la justicia con todo rigor. En síntesis, la broma te puede costar un mínimo de 25 años en el corralón, sin apelación ni recurso. ¡Medio siglo pudriéndote entre rejas! Y todo por nada, por una mala interpretación, un error. Toda tu vida arruinada, y la de Eudosia también porque nadie se va a querer casar con la novia de un asesino. Es horrible, Evaristo, fracaso y sufrimiento donde podría haber progreso y triunfo. En el entretanto, a mí no me pasará gran cosa. Dios Nuestro Señor me habrá llamado a su juicio eterno y sabrá perdonar mis pecaditos y valorar mis virtudes cristianas. La verdad siempre triunfa; el bien es como el sol que aparece por el este cuando se acaba la noche. Evaristo, vos te vas a casar con la Eudosia y serán muy felices; yo seré testigo, si ustedes me conceden ese honor. Voy a hablar a mi compadre Nachí sobre la música para la farra y pueden contar con unos litros de nuestra buena caña. ¿Qué te parece? Ésa será la mejor prueba de que todo esto no es sino una equivocación.
Evaristo sacó la mano del bolsillo; su rostro había perdido la expresión dura; el bulto en el bolsillo tiraba levemente hacia el lado derecho. El Doctor sintió que se le aflojaba la tensión de todo el cuerpo; mojó la lengua en la boca reseca y lanzó un imperceptible suspiro. Dio unos golpecitos en el hombro izquierdo del mozo con su mano gorda y peluda, y adoptó un tono bonachón, sonriente.
-Evaristo, permitime todavía darte algunos consejos paternales, de amigo que te aprecia; no te olvidés: el diablo sabe por diablo, pero más sabe por vicio. Me preocupa que andés armado. Eso puede ser muy mal interpretado por las autoridades, sobre todo con los amigotes que tenés. Yo soy amplio y comprensivo, pero sabés bien que el Comisario Saldívar es muy estricto, especialmente con los que atentan contra el Partido y el Gobierno. Seguro que no tenés permiso de portación de arma. ¿Ves? Es peligrosísimo; si te pillan vas a la cárcel por delito de rebelión y asonada, y ahí no hay Habeas Corpus, ni siquiera amigos influyentes; ni yo podría sacarte. Estás frito si saben. A ver, qué es... ¡una Browning 45!, ¡bárbaro!, eso está rigurosamente prohibido; sólo el Ejército puede usar esa clase de arma. Seguro que la compraste a algún desertor o a un antiguo guerrillero; en este caso es todavía peor, te van a juzgar militarmente por -61- crímenes de guerra y complicidad con los enemigos de la patria... ¿Vos sabés lo que peligrás? El Código Penal Militar, por cualquier chuchería nomás estipula: ¡pena de muerte! No, no estoy jodiendo, es gravísimo con los milicos. Vos te imaginás lo que es una Browning 45, ¡un arma terrible, casi el símbolo de la subversión contra las legítimas instituciones! Lo peor es que la gente que subía a la lancha pudo haberse dado cuenta... y el Comisario tiene espías por todas partes. Yo no quiero que te pase nada, ni tampoco que hagas locuras. Dame, te la voy a guardar, bien disimulada aquí en mi portafolio. Si te preguntan, por casualidad, decí que la pistola es mía y que te la estaba mostrando; nadie va a sospechar de mí; es natural que yo ande armado, con las importantes funciones políticas que desempeño...
El río había perdido sus estrellas y ahora estaba ambarino, del mismo color que la naciente. La lancha roncaba insistentemente; el patrón gritaba palabras inentendibles en medio del ronroneo del motor. El viejo Lucero empezaba a soltar las amarras.
-Pronto Doctor que va a perder la lancha -Evaristo le tendía la diestra.
El Doctor se volvió hacia el muelle con la diestra apretando la del mozo; con la otra hizo un gesto imperativo hacia el muelle.
-Lucero, Inocente, esperen que yo viajo... -su voz de mando dominó el ruido del motor.
El viejo Lucero volvió a sujetar el cabo y el patrón dijo unas palabrotas sin animarse a alzar mucho la voz. El Doctor se tocó las papadas, satisfecho; dio una última palmadita al mozo y le dijo con tono seguro, sobrador:
-Te prometo ocuparme de la deuda que tienen en el Banco; hoy mismo iré. Y del arma no te preocupés...
La lancha se ladeó cuando el Doctor pisó la barandilla para entrar. Lucero arrojó el cabo y la embarcación se alejó lentamente, roncando y temblando. El Doctor apretó el portafolio; junto a los manoseados expedientes sintió la dureza fría de la pistola.
El mozo le sirvió su acostumbrado vinito, el trozo de costilla asada con mucha gordura, el café y los escarbadientes. El Doctor se rascaba las muelas con el palito, se chupaba los dientes, hacía ruido con la boca mientras leía el diario. Algunos de los clientes habituales del Bar Victoria, marineros, estibadores, le saludaban al pasar. El mozo le interrumpía de vez en cuando para comentarle la tabla de posiciones de la l.ª División, la transferencia de tal jugador o la actividad de la Seccional partidaria de su barrio. «Un hombre culto debe estar siempre bien informado, al día, y para la vida profesional es muy importante. ¡Carajo!, siguen estas guerras de porquería; estos gringos no se cansan de matarse... a ver... el Ministro lo recibió a este badulaque; seguro que fue a arreglar algún negocito que tienen juntos... Dos Habeas Corpus concedidos, 17 denegados; ¡mierda, la Corte trabaja!... Sentencia confirmada en la Cámara de Apelaciones, ya me lo esperaba; que se joda por no darme el caso; yo hubiera podido arreglarle la cosa sin necesidad de pleito; le dije bien que mi hijo el teniente... bueno, bien merecido tiene, por pelotudo... Hoy no necesito ir temprano al -63- Tribunal; la audiencia es a las once y estoy seguro que mi contraparte no se presenta. Antes tengo tiempo de ir al Banco...».
-Casimiro, apunta... y no hagas fuego...
-Sí, Doctor, hasta mañana Doctor...
-Hasta mañana Casimiro, y no te preocupes por el tipo ése de la Seccional; yo le voy a hablar al Subjefe y no te va a jorobar más... quedate tranquilo...
-Gracias Doctor...
-Doctor, el señor Gerente le espera -el ordenanza hizo una pequeña reverencia mientras le mantenía abierta la puerta del despacho.
El hombre gordo se movió lentamente, hamacando -derecha, izquierda, derecha, izquierda- el pesado cuerpo, dirigiendo una mirada, desde arriba, a los que aguardaban con cara de aburridos en la antesala.
-¡Doctor, qué alegría verlo por aquí! -«Procurador mafioso, se las da de Doctor; pero es mejor andar bien con él, es de resbaladizo».
-¡Mi querido amigo, la alegría es mía, y sobre todo al verlo en este importante cargo que usted honrará con sus luces y su honestidad conocidas! -«Maniobrero, llegaste; pero no estarías aquí si no te hubiera dado una mano oportunamente... con lo que eras...».
-Muchas gracias, Doctor; ya me ve, aquí me encuentro después del triunfo aplastante que obtuvimos en su bella ciudad... Aquí me tiene al servicio del país, de nuestro partido y de los amigos... ¿Qué le trae por aquí, mi querido Doctor? Usted sabe que no tiene sino que ordenar...
El hombre de pómulos salientes, de cabellos lisos y lustrosos se llevó la mano derecha al escaso bigote que ensuciaba su labio superior y empujándose con la izquierda, se echó hacia atrás, con aire satisfecho, en su acolchado sillón giratorio. El Doctor vio su sonrisa reluciente, el brillo de los pequeños ojos ávidos, entre las dos banderitas de ñandutí -una nacional, otra del partido- que ornaban su lujoso escritorio de madera oscura, y se reflejaban en el vidrio protector. Por encima de la cabeza renegrida vio un retrato engalanado, con dedicatoria de puño y letra. Posó el portafolios sobre la mesa y con voz estudiadamente lenta, dijo:
-Y usted verá... siempre andamos tratando de ayudar a los nuestros... Hoy vengo a hablarle del caso de mi amigo Sotero Rodas, creo que usted lo conoció al hijo, Evaristo Rodas, cuando estuvo por nuestro pueblo... Es buena gente... Bueno, Sotero obtuvo un préstamo en condiciones muy precarias durante la Gerencia de su antecesor que, usted sabe, se las daba de legalista, y en el fondo no era sino un antipático, un argel de primera. Por algo el Jefe lo llamó a usted, y en buena hora, a desempeñar este alto cargo -el Doctor levantó la vista hacia el retrato y empezó a abrir el portafolios-. Aquí tengo justamente los datos; tiene un vencimiento atrasado y no se encuentra en condiciones de devolver en estos momentos...
Por la boca abierta de la cartera se deslizó la pistola sobre el cristal del escritorio, con un pesado ruido. En la cara del Gerente se apagó la sonrisa y apareció un gesto de desconcierto. «¡Qué carajo se traerá éste... es capaz de cualquier cosa...!» El Doctor reintrodujo el arma, con un gesto natural.
-Hace justamente dos meses que venció y ha recibido una última advertencia de la Sección Jurídica del Banco. Me gustaría saber qué se puede hacer por este correligionario honesto y trabajador...
-Pero Doctor, basta que usted me lo diga... quédese tranquilo, me ocuparé ahora mismo del caso.
Levantó el tubo del teléfono y oprimió uno de los numerosos botones del tablero incorporado al pie del aparato. Su voz adquirió un aire engolado.
-Habla el Gerente General, páseme con el Jefe de la Sección Jurídica... sí... hola, doctor Ortega, sí... mire... envíeme inmediatamente el expediente del señor Sotero Rodas... sí... préstamo rural... sí... nada más...
El Doctor tamborileaba satisfecho sobre el bulto de su cartera, de nuevo cerrada, silbando por lo bajo. El Gerente le dirigió una mirada inquisitiva.
-Ya ve, Doctor, desde este momento el asunto está en mis manos. Usted puede irse tranquilo que todo se arreglará... puede comunicárselo al amigo Rodas... -hizo un gesto de impaciencia-. Y aparte de eso, Doctor, ¿qué hay por nuestra querida ciudad? ¿Los demás amigos?
-Todos bien, lo recuerdan siempre; esperamos verlo pronto por allá: usted es nuestro representante... Ah, y muchas gracias en nombre del correligionario Rodas...
-No faltaba más, Doctor, es lo menos que...
Ya estaban dándose un apretón acompañado de palmaditas, cerca de la puerta.
-Hasta pronto, señor Gerente...
-Hasta pronto, Doctor... Saludos a los amigos...
Antes de entrar en el Tribunal, el Doctor se llegó hasta el Polo Norte, a tomar una cerveza y a saludar a los colegas. Allí le esperaba un cliente que le entregó los documentos necesarios para iniciar el pleito, pero no la suma que le había pedido.
-No sé cómo disculparme, Doctor, no pude traerle todo el dinero... mi señora pues está enferma y mi mamá... Usted ha de comprender, Doctor; apenas esto conseguí para los sellados, como usted me dijo...
«¡Qué mierda!, otro que me falla; se creen que yo trabajo gratis...». El Doctor estuvo pensativo en su mesa antes de dirigirse al gris y pesado edificio de enfrente. Gran animación reinaba en los corredores; los abogados y procuradores charlaban de los incidentes profesionales o del último chisme político. El doctor fue saludando a diestra y siniestra hasta llegar a la Secretaría del Despacho en que su audiencia debía tener lugar. Como suponía, su contraporte no se presentó. Hoy tenía poco que hacer; dos o tres firmas de comunicación automática, revisión de otros tantos legajos y se acabó. Su compadre el escribano Diomedes le esperaba para tomar el tereré. Hablaron un buen rato; el Doctor miró su reloj y se levantó de golpe.
-¿A dónde vas? ¿No venís a comer con nosotros?
-No, gracias Diomedes; tengo que arreglar un asunto importante. Ah, ¿sabés?, hoy casi me balean. Sí..., sin importancia; después te cuento...
El Doctor metió los billetes en el bolsillo y salió de la casa de empeño. Sentía el portafolio más liviano bajo el brazo derecho; el mismo había perdido su forma abultada, como si acabara de parir. Miró su reloj. «Mierda, es hora de comer... a ver... a ver... un buen restaurant... tengo que brindar a la salud de los novios...». Sintió que la saliva se le juntaba en el buche de pelícano y apuró el pesado ritmo de las piernas gordas. El sol, muy alto en el cielo abierto, hacía un agujero redondo de sombra bajo sus pies, que se iba desplazando en la vereda caldeada.
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