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en la GALERÍA DE LETRAS del
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Introducción, selección y notas:
Introducción, selección y notas:
GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ
Colección: Imaginación y Memorias del Paraguay Nº 12,
Directores: RUBEN BAREIRO SAGUIER
Colección: Imaginación y Memorias del Paraguay Nº 12,
Directores: RUBEN BAREIRO SAGUIER
y CARLOS VILLAGRA MARSAL.
Edición especial de SERVILIBRO para ABC Color.
Asunción-Paraguay 2007 – 93 páginas
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Edición especial de SERVILIBRO para ABC Color.
Asunción-Paraguay 2007 – 93 páginas
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ÍNDICE
Propósito: Rubén Bareiro Saguier - Carlos Villagra Marsal
Introducción: Guido Rodríguez Alcalá
· El mito del mate // El mercado de Asunción // La Virgen Azul de Caacupé // Velorios con música y baile // Cheolos de carnaval // El prodigio de las piedras que estallan // El último baile // Asunción ocupada por las fuerzas aliadas // Chapperon y su equipaje // Los tranvías de mulitas // Etimología de nuestro pyragüé // La niña de plata
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EL RITO DEL MATE
** El paraguayo gusta del mate al modo clásico, amargo siempre y en porongo. Así lo toma como desayuno y al despertar de las siestas. Durante las otras horas del día, obligado por el calor de su clima, lo cata (1) en tereré, que es la infusión con agua fría, cebada en guampa con gran cantidad de yerba mate.
** El padre Montenegro (2) condenaba el hábito del mate caliente y exaltaba las virtudes del tereré. Muchos cronistas de su orden atribuyeron, en efecto, al mate tibio y caliente propiedades revulsivas. Pero el error proviene de la confusión que hacían de la yerba mate con la llamada ilex vomitoria, especie tóxica del mismo género, que los guaraníes usaban para provocar el vómito con fines desconocidos.
** En general los jesuitas -que después hubieron de lucrar enormemente con el beneficio de la yerba mate- mostráronse al principio contrarios a su uso y condenaron el favor que el brebaje alcanzó rápidamente entre los españoles de la colonia. El padre Diego de Torres, provincial que fue del Paraguay, llegó al extremo de denunciar su uso como vicio horrendo ante la Inquisición de Lima. (3) Decía que era "una superstición diabólica que acarrea muchos daños", y agregaba que el hábito estorbaba a la frecuencia de los sacramentos, especialmente a los de la Eucaristía y Santa Misa. Como es la yerba una bebida muy diurética, "salían a orinar una o más veces durante la misa, con notable irreverencia y escándalo". Como ejemplo del abuso citaba el caso de que, en el año 1620, quinientos españoles vecinos de Asunción consumían anualmente quince mil arrobas de yerba mate.
** ¿Cuándo se aficionó el español al verde brebaje indígena? La crónica no lo dice. Mas es indudable que el conquistador aprendió del indio a gustar del mate en los albores del coloniaje.
** Cuando le tuvo cerca, por amigo y aliado, pudo estudiarle en su intimidad. Compartiendo con él la vida del real (4) en las jornadas quiméricas del Descubrimiento, vio posiblemente cómo cargaba un pequeño calabacino con polvo verduzco que extraía del bolsillo tejido que pendía de su cintura; observó cómo vertía sobre él agua caliente que sacaba del caldero de barro, y cómo luego, lentamente, con deleite y devoción, sorbía el líquido a través de un fino canutillo de tacuara.
** Un cuadro imponente de otra edad, un cuadro sobrecogedor, de ruda belleza mayestática.(5) Silente oscuridad de prima noche bajo el follaje agobiante de la selva, o crepúsculo malva en el abra (6) de altos y bravíos pastizales. Rugido lejano de fieras y croar de ranas en la charca. El chajá rasga el espacio por entre las palmeras, que semejan mujeres desnudas con la cabellera al viento. Las llamas de la hoguera recortan en aguafuerte la silueta hierática del indio que prepara sus trebejos para el rito del mate. Cercano, el español, de barbas hirsutas y carnes amojamadas, (7) observa con ojos que ya han aprendido a evitar el asombro en ese extraño mundo nuevo. Después, el conquistador debió aproximarse al fuego, inclinar su torso empetado (8) sobre la figura arrebujada del indio y requerir la prueba del brebaje.
** Quizás no ocurrió así. Quizás lo cató durante la quietud soporífera de las siestas, de las manos morenas de la indiecilla impúber que el cacique concediera en señal de alianza, cuando su imaginación encendida por los soles del trópico y los relatos de la amante quiso poseer también su alma.
** Así nació la costumbre del mate para extenderse por los dos Virreinatos. (9) Posteriormente su alto precio y las dificultades del transporte extinguiéronla en el Virreinato del Perú. Mas el hábito arraigó en el criollo rioplatense y quedó para siempre asimilado a la vida de la colonia y de la villa emancipada.
** El mate se aristocratizó, servido por la mulata, en aquellos resonantes y frescos salones de la casona patricia. Fue el aditamento indispensable de la vida cotidiana, bajo los artesonados austeros, para las damas de alto peinetón y para los caballeros de gola y justillo, (10) que resucitaban en el otro continente la gracia enjuta y devota de sus abuelos.
** Pero fue mucho más aún. Después de haber ayudado a forjar la gesta de la conquista, fue el aliciente esencial, el regalo más preciado, de toda la raza que nacía. En el alto del camino, en el fogón del rancho, en el ruedo de la tertulia, conservó hasta hoy todo su rango y su prestigio de ritual. Sólo el tosco canutillo de tacuara trocóse en bombilla de oro y plata, donde el criollo fundió el metal que no cabía en el chapeado de su apero.
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** El padre Montenegro (2) condenaba el hábito del mate caliente y exaltaba las virtudes del tereré. Muchos cronistas de su orden atribuyeron, en efecto, al mate tibio y caliente propiedades revulsivas. Pero el error proviene de la confusión que hacían de la yerba mate con la llamada ilex vomitoria, especie tóxica del mismo género, que los guaraníes usaban para provocar el vómito con fines desconocidos.
** En general los jesuitas -que después hubieron de lucrar enormemente con el beneficio de la yerba mate- mostráronse al principio contrarios a su uso y condenaron el favor que el brebaje alcanzó rápidamente entre los españoles de la colonia. El padre Diego de Torres, provincial que fue del Paraguay, llegó al extremo de denunciar su uso como vicio horrendo ante la Inquisición de Lima. (3) Decía que era "una superstición diabólica que acarrea muchos daños", y agregaba que el hábito estorbaba a la frecuencia de los sacramentos, especialmente a los de la Eucaristía y Santa Misa. Como es la yerba una bebida muy diurética, "salían a orinar una o más veces durante la misa, con notable irreverencia y escándalo". Como ejemplo del abuso citaba el caso de que, en el año 1620, quinientos españoles vecinos de Asunción consumían anualmente quince mil arrobas de yerba mate.
** ¿Cuándo se aficionó el español al verde brebaje indígena? La crónica no lo dice. Mas es indudable que el conquistador aprendió del indio a gustar del mate en los albores del coloniaje.
** Cuando le tuvo cerca, por amigo y aliado, pudo estudiarle en su intimidad. Compartiendo con él la vida del real (4) en las jornadas quiméricas del Descubrimiento, vio posiblemente cómo cargaba un pequeño calabacino con polvo verduzco que extraía del bolsillo tejido que pendía de su cintura; observó cómo vertía sobre él agua caliente que sacaba del caldero de barro, y cómo luego, lentamente, con deleite y devoción, sorbía el líquido a través de un fino canutillo de tacuara.
** Un cuadro imponente de otra edad, un cuadro sobrecogedor, de ruda belleza mayestática.(5) Silente oscuridad de prima noche bajo el follaje agobiante de la selva, o crepúsculo malva en el abra (6) de altos y bravíos pastizales. Rugido lejano de fieras y croar de ranas en la charca. El chajá rasga el espacio por entre las palmeras, que semejan mujeres desnudas con la cabellera al viento. Las llamas de la hoguera recortan en aguafuerte la silueta hierática del indio que prepara sus trebejos para el rito del mate. Cercano, el español, de barbas hirsutas y carnes amojamadas, (7) observa con ojos que ya han aprendido a evitar el asombro en ese extraño mundo nuevo. Después, el conquistador debió aproximarse al fuego, inclinar su torso empetado (8) sobre la figura arrebujada del indio y requerir la prueba del brebaje.
** Quizás no ocurrió así. Quizás lo cató durante la quietud soporífera de las siestas, de las manos morenas de la indiecilla impúber que el cacique concediera en señal de alianza, cuando su imaginación encendida por los soles del trópico y los relatos de la amante quiso poseer también su alma.
** Así nació la costumbre del mate para extenderse por los dos Virreinatos. (9) Posteriormente su alto precio y las dificultades del transporte extinguiéronla en el Virreinato del Perú. Mas el hábito arraigó en el criollo rioplatense y quedó para siempre asimilado a la vida de la colonia y de la villa emancipada.
** El mate se aristocratizó, servido por la mulata, en aquellos resonantes y frescos salones de la casona patricia. Fue el aditamento indispensable de la vida cotidiana, bajo los artesonados austeros, para las damas de alto peinetón y para los caballeros de gola y justillo, (10) que resucitaban en el otro continente la gracia enjuta y devota de sus abuelos.
** Pero fue mucho más aún. Después de haber ayudado a forjar la gesta de la conquista, fue el aliciente esencial, el regalo más preciado, de toda la raza que nacía. En el alto del camino, en el fogón del rancho, en el ruedo de la tertulia, conservó hasta hoy todo su rango y su prestigio de ritual. Sólo el tosco canutillo de tacuara trocóse en bombilla de oro y plata, donde el criollo fundió el metal que no cabía en el chapeado de su apero.
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1. Catar. Probar, gustar. // 2. Descripción de las plantas medicinales de las Misiones Jesuíticas. (Nota del Autor) // 3. Memorial inserto en la Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, por D. J. T. Medina. (N del A) // 4. Campamento de un ejército. // 5. Majestuosa. // 6. Claro en un bosque. // 7. Secas, sin grasa. // 8. Cubierto con el peto o armadura del pecho. // 9. El Virreinato del Río de la Plata, que comprendía el Paraguay, Argentina, Uruguay y Bolivia, y el Virreinato del Perú, que comprendía el Perú y Chile. // 10. Gola. Adorno del cuello hecho con un lienzo plegado. Justillo. Prenda sin mangas que ciñe el cuerpo.
(De Acuarelas Paraguayas)
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EL MERCADO DE ASUNCIÓN (1)
** El mercado asunceno es pobre y de aparente suciedad, porque el calor del clima y la desidia popular permiten que fermenten las frutas en el suelo, descuidan su barrido y llenan el aire de olores nauseabundos. Pero detrás de estos inconvenientes esotéricos (2) hay un aseo íntimo y profundo, como la limpidez del alma que lo anima. Y hay gracia de estirpe, con hondo sentido espiritual y conciencia de tradición.
** La animación comienza muy temprano, cuando la madrugada presta a la hora una frescura primaveral que no perdurará durante el resto del día. De los pueblos vecinos a la capital llegan carretas tiradas por bueyes cansinos, que rumian plácidamente el coco tragado en los potreros verdes. Son todavía las viejas carretas primitivas, con dulzura y aroma campestres, lentas, chirriantes, entoldadas algunas con cueros vacunos sin curtir, con la larga picana de caña para azuzar el tiro, temblequeando en el aro que la sostiene. Traen naranjas, mandioca, carbón, sandías, miel. Los guías son magros chicuelos morenos de dulces ojos negros o viejos campesinos tocados con grandes sombreros de caranday. (3) Arriban a los mercados callados, indiferentes. Este pueblo que tiene tanta semejanza física con el árabe andaluz odia las manifestaciones exuberantes. ¡Ríe y llora por dentro!
** Al llegar a los portales del mercado saltan a tierra los conductores y comienza la descarga, mientras los bueyes amansados hilan su baba sobre las piedras irregulares de la calle.
** Hay un hormigueo incesante y cada vez mayor de vendedoras que llegan montadas en borricos pardos y de poca alzada. Estos animales, que son raros en el resto del país, abundan en cantidades prodigiosas en los aledaños (4) de Asunción. Lambaré, un pueblecito comarcano que duerme su sueño idílico virtualmente escondido entre el follaje, a poca distancia del río y sobre las laderas del cerro de su nombre, ostenta la primacía en el suministro de burros. Probablemente sea éste su único comercio, porque ignora toda otra actividad. Estando tan cerca, vive divorciado del bullicio ciudadano, ignorando sus cuitas y cuidados. En sus callejuelas cubiertas de césped parece que se hubiera detenido la vida, como en un cuento de hadas, y es tanta la paz, que el más leve ruido conturba y sobresalta. (5)
** Es fama que en sus alrededores se crían casi todos los burritos que vienen al mercado. Por extensión llaman burreras a las vendedoras que los montan y placeras a las que tienen puesto de venta instalado. Son cientos y cientos, vestidas de colores vivos y tocadas con mantos blancos o negros. Abundan más los blancos y, bajo el sol crudo del trópico, dan la impresión exacta de árabes envueltos en chilabas y albornoces. (6) La guerra del año setenta impuso el hábito de los negros. (7) ¡Fueron tantos lutos!
** Las burreras mantiénense airosas entre las árganas (8) colmadas de verduras, mandioca, aves, naranjas, aguacates y piñas jugosas. De piel morena, suave, ardiente, tienen los ojos rasgados y extraordinaria esbeltez en la figura. Sin distinción de edad todas fuman largos cigarros de hoja. Lo mismo las viejas que las chiquillas impúberes que ya presienten el amor. Conducen el borrico -no mayor que un ternero- con rara maestría. En vez de azotarle pícanlo con un palillo aguzado. Y la acémila (9) se cuela sin tropiezo alguno por vericuetos increíbles, con paso casi humano, entre los montones de fruta desparramada en el suelo de la calle o sobre las losas de la acera.
** Sentadas en silletas minúsculas que desaparecen bajo el ruedo de las amplias faldas, las vendedoras ofrecen su mercancía en español entremezclado con un guaraní que remeda el canto de los pájaros. Son muchas las que aún visten el traje nacional: pollera ancha y almidonada, blanco typoit (10) bordado en negro, zarcillo y collares de coral. Mucho oro en los anillos de los dedos morenos, oro en los collares, oro en las peinetas labradas que muerden la cabellera renegrida y peinada en dos trenzas. Todas van descalzas y es curioso observar cómo ese pie cobrizo, menudo y armonioso, no siente los rigores ni el calor de las piedras agudas, recalentadas por el sol ardoroso.
** Coloreadas sombras de acuarela tiñen el frente de los tendejones y las callejuelas formadas por los puestos de venta. El viajero camina de sueño en sueño, creyéndose transportado a Tetuán. Junto a los montones de naranjas, que brillan con áureos reflejos, verdean los aguacates opulentos. Filas interminables de sandías y melones alternan con el amarillo pardusco de las piñas perfumadas. El aroma empalagoso de los mangos satura el ambiente, y los chiquillos que merodean entre los puestos de venta tienen el rostro y la ropa teñidos de amarillo por el jugo de esa fruta, que se da en el país con abundancia prodigiosa y tiene el sabor de la trementina.
** Hay viejas rugosas y esmirriadas, con las arrugas talladas en madera de petereby, que sostienen el cigarro en la boca sumida con gracia picaresca. Venden cántaros de barro, botellones, platos y toda la diversa alfarería indígena. Son innúmeras las vendedoras de refrescos. Los hay variados, de colores distintos, desde el topacio transparente y el sangriento rubí hasta el pardo oscuro de la aloja de miel. Cobijadas bajo la sombra del tenducho, las mujeres defienden su mercancía de las moscas con pantallas de palma que agitan incesantemente. Ofrecen su brebaje azucarado con dulce amabilidad indiferente, como si hicieran un favor al venderlo: “Nde, che caraí, ¿ndereuseipa pojhá roynzá?” -que en español quiere decir: "Che, señor mío, ¿quiere remedio fresco?" (11)
** Parece, en efecto, que la bebida -que se hace tentadora por su color y su frescura en la mañana calurosa- tiene propiedades medicinales que combaten el ardor del trópico. En algunos recipientes nadan pedazos leguminosos y manojos de hierbas olorosas. No sé si el ingrediente ha sido combinado para prestarle sabor o añadirle virtudes curativas.
** Un gentío policromo -mozas, chiquillos, soldados, marineros- haraganea y deambula entre las vendedoras. Hiere el olfato el olor de los guisos que se aderezan en las cocinas improvisadas. Al exquisito chipá caliente súmanse los pastelillos de mandioca, dorados y sabrosos, que se ofrecen sobre hojas de bananero; el chicharrón trenzado, las tortas de maíz, las ristras de butifarra, la blanca y harinosa mandioca, que hace las veces de pan.
** El calor de la mañana que avanza va clareando el gentío. En los retazos de sombra, viejos de retablo y esbeltos adolescentes cobrizos paladean el tereré de yerba mate. Otros dormitan echados en cualquier parte, indolentes y despreocupados, con el rostro defendido del resol por el ancho sombrero de palma.
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** La animación comienza muy temprano, cuando la madrugada presta a la hora una frescura primaveral que no perdurará durante el resto del día. De los pueblos vecinos a la capital llegan carretas tiradas por bueyes cansinos, que rumian plácidamente el coco tragado en los potreros verdes. Son todavía las viejas carretas primitivas, con dulzura y aroma campestres, lentas, chirriantes, entoldadas algunas con cueros vacunos sin curtir, con la larga picana de caña para azuzar el tiro, temblequeando en el aro que la sostiene. Traen naranjas, mandioca, carbón, sandías, miel. Los guías son magros chicuelos morenos de dulces ojos negros o viejos campesinos tocados con grandes sombreros de caranday. (3) Arriban a los mercados callados, indiferentes. Este pueblo que tiene tanta semejanza física con el árabe andaluz odia las manifestaciones exuberantes. ¡Ríe y llora por dentro!
** Al llegar a los portales del mercado saltan a tierra los conductores y comienza la descarga, mientras los bueyes amansados hilan su baba sobre las piedras irregulares de la calle.
** Hay un hormigueo incesante y cada vez mayor de vendedoras que llegan montadas en borricos pardos y de poca alzada. Estos animales, que son raros en el resto del país, abundan en cantidades prodigiosas en los aledaños (4) de Asunción. Lambaré, un pueblecito comarcano que duerme su sueño idílico virtualmente escondido entre el follaje, a poca distancia del río y sobre las laderas del cerro de su nombre, ostenta la primacía en el suministro de burros. Probablemente sea éste su único comercio, porque ignora toda otra actividad. Estando tan cerca, vive divorciado del bullicio ciudadano, ignorando sus cuitas y cuidados. En sus callejuelas cubiertas de césped parece que se hubiera detenido la vida, como en un cuento de hadas, y es tanta la paz, que el más leve ruido conturba y sobresalta. (5)
** Es fama que en sus alrededores se crían casi todos los burritos que vienen al mercado. Por extensión llaman burreras a las vendedoras que los montan y placeras a las que tienen puesto de venta instalado. Son cientos y cientos, vestidas de colores vivos y tocadas con mantos blancos o negros. Abundan más los blancos y, bajo el sol crudo del trópico, dan la impresión exacta de árabes envueltos en chilabas y albornoces. (6) La guerra del año setenta impuso el hábito de los negros. (7) ¡Fueron tantos lutos!
** Las burreras mantiénense airosas entre las árganas (8) colmadas de verduras, mandioca, aves, naranjas, aguacates y piñas jugosas. De piel morena, suave, ardiente, tienen los ojos rasgados y extraordinaria esbeltez en la figura. Sin distinción de edad todas fuman largos cigarros de hoja. Lo mismo las viejas que las chiquillas impúberes que ya presienten el amor. Conducen el borrico -no mayor que un ternero- con rara maestría. En vez de azotarle pícanlo con un palillo aguzado. Y la acémila (9) se cuela sin tropiezo alguno por vericuetos increíbles, con paso casi humano, entre los montones de fruta desparramada en el suelo de la calle o sobre las losas de la acera.
** Sentadas en silletas minúsculas que desaparecen bajo el ruedo de las amplias faldas, las vendedoras ofrecen su mercancía en español entremezclado con un guaraní que remeda el canto de los pájaros. Son muchas las que aún visten el traje nacional: pollera ancha y almidonada, blanco typoit (10) bordado en negro, zarcillo y collares de coral. Mucho oro en los anillos de los dedos morenos, oro en los collares, oro en las peinetas labradas que muerden la cabellera renegrida y peinada en dos trenzas. Todas van descalzas y es curioso observar cómo ese pie cobrizo, menudo y armonioso, no siente los rigores ni el calor de las piedras agudas, recalentadas por el sol ardoroso.
** Coloreadas sombras de acuarela tiñen el frente de los tendejones y las callejuelas formadas por los puestos de venta. El viajero camina de sueño en sueño, creyéndose transportado a Tetuán. Junto a los montones de naranjas, que brillan con áureos reflejos, verdean los aguacates opulentos. Filas interminables de sandías y melones alternan con el amarillo pardusco de las piñas perfumadas. El aroma empalagoso de los mangos satura el ambiente, y los chiquillos que merodean entre los puestos de venta tienen el rostro y la ropa teñidos de amarillo por el jugo de esa fruta, que se da en el país con abundancia prodigiosa y tiene el sabor de la trementina.
** Hay viejas rugosas y esmirriadas, con las arrugas talladas en madera de petereby, que sostienen el cigarro en la boca sumida con gracia picaresca. Venden cántaros de barro, botellones, platos y toda la diversa alfarería indígena. Son innúmeras las vendedoras de refrescos. Los hay variados, de colores distintos, desde el topacio transparente y el sangriento rubí hasta el pardo oscuro de la aloja de miel. Cobijadas bajo la sombra del tenducho, las mujeres defienden su mercancía de las moscas con pantallas de palma que agitan incesantemente. Ofrecen su brebaje azucarado con dulce amabilidad indiferente, como si hicieran un favor al venderlo: “Nde, che caraí, ¿ndereuseipa pojhá roynzá?” -que en español quiere decir: "Che, señor mío, ¿quiere remedio fresco?" (11)
** Parece, en efecto, que la bebida -que se hace tentadora por su color y su frescura en la mañana calurosa- tiene propiedades medicinales que combaten el ardor del trópico. En algunos recipientes nadan pedazos leguminosos y manojos de hierbas olorosas. No sé si el ingrediente ha sido combinado para prestarle sabor o añadirle virtudes curativas.
** Un gentío policromo -mozas, chiquillos, soldados, marineros- haraganea y deambula entre las vendedoras. Hiere el olfato el olor de los guisos que se aderezan en las cocinas improvisadas. Al exquisito chipá caliente súmanse los pastelillos de mandioca, dorados y sabrosos, que se ofrecen sobre hojas de bananero; el chicharrón trenzado, las tortas de maíz, las ristras de butifarra, la blanca y harinosa mandioca, que hace las veces de pan.
** El calor de la mañana que avanza va clareando el gentío. En los retazos de sombra, viejos de retablo y esbeltos adolescentes cobrizos paladean el tereré de yerba mate. Otros dormitan echados en cualquier parte, indolentes y despreocupados, con el rostro defendido del resol por el ancho sombrero de palma.
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1. Este texto, escrito en la década de 1930, se refiere al viejo mercado situado entre las calles Independencia Nacional, Estrella, Nuestra Señora de la Asunción y Oliva. // 2. Ironía del autor. El adjetivo esotérico se aplica a algo reservado para una minoría. // 3. Palmera abundante en el país con cuyas hojas se tejen sombreros. (Nota del Autor). // 4. Alrededores. // 5. Esta descripción de Lambaré no se ajusta a la realidad de hoy día. // 6. Prendas de vestir muy usadas en países árabes. // 7. Entiéndase colores negros. // 8. Árgana o árgano. Máquina para subir cosas de mucho peso. // 9. Animal de carga, asno. // 10. Blusa típica, sin mangas. El nombre tiene origen en la camisa de algodón que impusieron los jesuitas a las indias de las reducciones. (Nota del Autor) // 11. Ortografía del autor.
(De Acuarelas paraguayas)
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LA VIRGEN AZUL DE CAACUPÉ
** Cada año, por diciembre, hay en el Paraguay una convulsión colectiva. Tremante (1) de entusiasmo, la población de todos los ámbitos vuélcase materialmente sobre un pequeño pueblo de la cordillera que se llama Caacupé. (2) En guaraní Caacupé quiere decir detrás del monte. Es una pintoresca población circundada por dos arroyos que arrastran su caudal de agua helada entre helechos y rocas basálticas, bajo la fronda susurrante. Está enclavada en un hoyo que forman los cerros boscosos de la cordillera de Acahay, y semeja, por la rojura de su suelo, un rubí engastado en esmalte verde.
** Hay allí una iglesia blanca, de cándida arquitectura colonial, flanqueada por dos largos corredores y rodeada de palmeras esbeltas. (3) En la iglesia venérase a Nuestra Señora de la Concepción, que la gente del país llama la Virgen Azul. Es una madona rubia, de diáfana belleza, tocada con largo manto azulenco y constelada de todo el oro y pedrería que le rindieron los exvotos de la fe popular.
** Celébrase anualmente su festividad y, a través del tiempo, la imagen mantiene vivo y exaltado el fervor que despierta su culto. En todos los sitios del país la gente apréstase a la peregrinación con entusiasmo insólito en esa raza apática. Para ir a Caacupé ahorran los pobres, los horteras (4) y empleados abandonan su puesto y hasta desertan los soldados con tal de poder trepar los cerros verdes y sumar su alegría al holgorio general de la fiesta.
** Los caminos ariscos que vienen del interior se amansan con el peso de lentas carretas rechinantes, donde al paso cansino de los bueyes el carretero duerme y matea bajo el entoldado de cuero crudo. Incesante caravana de mozos y mozas, con traje de fiesta, camina leguas ardorosas, festonadas de risa y de amor.
** En este acercarse sin llegar, en esta marcha sin prisa ni zozobras, (5) reside el mayor encanto de la romería. El paisaje tiene mil caras diferentes y la belleza del trópico embriaga sin saciar. Cuando la arena del sendero hostiga las fuerzas y el crudo sol tuesta el entusiasmo, se ofrece el alivio de los arroyuelos. ¡Sombra húmeda y música de agua en el alto del camino! Son tantos que alguien pudo decir con justicia que hay en el Paraguay en cada pueblo un río y en cada casa un arroyo.
** La ruta corre al reparo de la selva que abandona sólo para cruzar abras, donde las palmeras del campo abierto calman el anhelo de horizontes. Continuas vueltas y pendientes quiebran la perspectiva y muestran, a cada rato, una luz nueva, un nuevo color.
** Y por estos senderos de égloga (6) caminan incansablemente, con canastos y hatos enormes en la cabeza, viejas que debieran yacer tullidas; ríe y bromea la gente joven; caracolea el caballito criollo, de poca alzada y remos (7) ágiles, con el apero cubierto de plata, y se deslizan lentas, con quejidos y sudores humanos, carretas que trasuntan toda una filosofía estoica de la vida.
** De trecho en trecho -sólo el necesario para hacer sed- (8) rústicos puestos de venta, con techumbre de ramas que todavía huelen a monte y tiene savia, esperan al caminante con la tentación de la aloja, de la sandía, de la caña rubia. En muchos de ellos báilase día y noche al son de arpas y guitarras. Y así, entre paradas, convites y requiebros, acércase el peregrino lentamente al pueblo. Cíñelo un cinturón de bosques espesos donde cantan chicharras y fontanas y donde se pierden las parejas que rieron en el camino. La entrada principal del pueblo es una calle ancha, de tierra roja, que desciende bruscamente hasta un arroyo, tiende su puente rústico sobre la linfa cristalina y trepa luego, pina' y sombrosa, hasta la plazoleta de la iglesia.
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** Hay allí una iglesia blanca, de cándida arquitectura colonial, flanqueada por dos largos corredores y rodeada de palmeras esbeltas. (3) En la iglesia venérase a Nuestra Señora de la Concepción, que la gente del país llama la Virgen Azul. Es una madona rubia, de diáfana belleza, tocada con largo manto azulenco y constelada de todo el oro y pedrería que le rindieron los exvotos de la fe popular.
** Celébrase anualmente su festividad y, a través del tiempo, la imagen mantiene vivo y exaltado el fervor que despierta su culto. En todos los sitios del país la gente apréstase a la peregrinación con entusiasmo insólito en esa raza apática. Para ir a Caacupé ahorran los pobres, los horteras (4) y empleados abandonan su puesto y hasta desertan los soldados con tal de poder trepar los cerros verdes y sumar su alegría al holgorio general de la fiesta.
** Los caminos ariscos que vienen del interior se amansan con el peso de lentas carretas rechinantes, donde al paso cansino de los bueyes el carretero duerme y matea bajo el entoldado de cuero crudo. Incesante caravana de mozos y mozas, con traje de fiesta, camina leguas ardorosas, festonadas de risa y de amor.
** En este acercarse sin llegar, en esta marcha sin prisa ni zozobras, (5) reside el mayor encanto de la romería. El paisaje tiene mil caras diferentes y la belleza del trópico embriaga sin saciar. Cuando la arena del sendero hostiga las fuerzas y el crudo sol tuesta el entusiasmo, se ofrece el alivio de los arroyuelos. ¡Sombra húmeda y música de agua en el alto del camino! Son tantos que alguien pudo decir con justicia que hay en el Paraguay en cada pueblo un río y en cada casa un arroyo.
** La ruta corre al reparo de la selva que abandona sólo para cruzar abras, donde las palmeras del campo abierto calman el anhelo de horizontes. Continuas vueltas y pendientes quiebran la perspectiva y muestran, a cada rato, una luz nueva, un nuevo color.
** Y por estos senderos de égloga (6) caminan incansablemente, con canastos y hatos enormes en la cabeza, viejas que debieran yacer tullidas; ríe y bromea la gente joven; caracolea el caballito criollo, de poca alzada y remos (7) ágiles, con el apero cubierto de plata, y se deslizan lentas, con quejidos y sudores humanos, carretas que trasuntan toda una filosofía estoica de la vida.
** De trecho en trecho -sólo el necesario para hacer sed- (8) rústicos puestos de venta, con techumbre de ramas que todavía huelen a monte y tiene savia, esperan al caminante con la tentación de la aloja, de la sandía, de la caña rubia. En muchos de ellos báilase día y noche al son de arpas y guitarras. Y así, entre paradas, convites y requiebros, acércase el peregrino lentamente al pueblo. Cíñelo un cinturón de bosques espesos donde cantan chicharras y fontanas y donde se pierden las parejas que rieron en el camino. La entrada principal del pueblo es una calle ancha, de tierra roja, que desciende bruscamente hasta un arroyo, tiende su puente rústico sobre la linfa cristalina y trepa luego, pina' y sombrosa, hasta la plazoleta de la iglesia.
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1. De tremar, temblar. // 2. Téngase en cuenta que esta descripción de Caacupé y su festividad se escribió décadas atrás. // 3. El autor se refiere a la antigua iglesia, demolida y reemplazada por la actual basílica. // 4. Hortera. Empleado subalterno. // 5. Inquietud, congoja. // 6. Poesía en que aparece una visión idealizada del campo. // 7. Remo. En el hombre y los cuadrúpedos, brazo o pierna. Diccionario de la RAE. // 8. Calmar la sed. // 9. Empinada.
(De Acuarelas paraguayas)
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