(9 RELATOS ERÓTICOS)
Por CHIQUITA BARRETO BURGOS
Por CHIQUITA BARRETO BURGOS
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en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición impresa: RP EDICIONES
Edición digital:
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DEJANDO DE LADO LA SOLEMNIDAD
** Siempre me he preguntado, por qué no una tradición literaria en Paraguay. No podemos, por ello, referirnos a la novela de los años 50, 60, 70... Esta carencia, supongo que se debe a que somos demasiado solemnes y nuestras novelas son los libros de historia en los que todos los personajes son héroes militares que han vencido en mil batallas, aunque la realidad haya sido otra.
** No puedo desconocer los esfuerzos aislados de algunas mujeres, así como también los resultados de talleres literarios, que editan su producción con gran esfuerzo personal.
** No conozco sin embargo, ningún trabajo de rescate de obras de mujeres que hacen cuento.
** En realidad, esto de ver a la mujer en todos los terrenos es cosa muy reciente, y la literatura no ha escapado al fenómeno. Una muestra es el esfuerzo de algunas importantes mujeres sumidas en la oscuridad del anonimato, rescatadas en el trabajo de investigación de Line Bareiro, Clide Soto y Mary Monte, Alquimistas. Y más difícil aún es verlas cuando la literatura pretende, como en los cuentos de Chiquita Barreto, pintar a los personajes claramente, poniendo al descubierto sus emociones y sensualidad.
** Ana Iris Chávez, siempre me decía que la mujer paraguaya no escribe novelas, porque los lectores la tienen siempre por protagonistas y si ella se manifiesta un poco atrevidita, ya comienzan a mirarla de manera diferente y a hurgar en su vida privada.
** Sin embargo, creo firmemente que la literatura femenina expresa de manera muy especial la vida y el color de sus personajes, una visión completamente diferente a la del varón. Las sensaciones que el personaje femenino siente en un cuento de Moncho Azuaga, no son las mismas que siente un personaje de Chiquita Barreto ante la misma situación.
** Las mujeres vemos la vida, la desciframos y escribimos mediante un código muy especial. Eso fue lo que sentí desde el primero al último cuento de CON EL ALMA EN LA PIEL... «...Ahora estaba casada desde hacía muchos años, y a pesar de que creía no amar a su marido, y no le proporcionaba el más mínimo placer la intimidad con él, tampoco le interesaba ningún hombre» (Despertar).
** «Retozaron desnudas, turnándose en ofrecer y recibir. Disfrutaron de lo que él podía y estimulaban para que pudiera más, con la sangre alborozada...» (Mistela).
«Ellos, ajenos al tumulto, se amaban sumergidos en ese candial tibio, acoplados como animales acuáticos» (Luján).
** LOS CUENTOS DE CHIQUITA, MERECEN GANAR LA LUZ.
** Estuve leyéndolos y confieso que lo hice de un tirón, sin pausa y con un deleite que iba in crescendo ya que son sencillamente deliciosos. Cortos, concretos, pero hurgando en las profundidades del alma de cada personaje, sin descuidar por ello nada de la superficie de sus cuerpos.
** Estos cuentos apuntan directamente al erotismo. Nos van llevando lentamente de la imaginación y el ratoneo (como dicen los argentinos), a los cambios físico-químicos que ocurren en nuestro organismo a medida que avanzamos página tras página.
** Aquí quiero hacer una pequeña confesión en cuanto a mis impresiones acerca del arte: lo único que me interesa es que un cuadro, una película, una obra de teatro o como en este caso, unos cuentos, me impresionen, conmuevan mis sentidos... en algunos, ella, la autora, fue capaz no sólo de despertar mi imaginación, sino de lograr eso que dije antes: que vaya subiendo escalones, desde la fantasía hasta llegar a la cima de la proposición erótica que produce la reacción físico-química...
¡Compruébenlo, vale la pena! - GLORIA RUBÍN
**/**
** No puedo desconocer los esfuerzos aislados de algunas mujeres, así como también los resultados de talleres literarios, que editan su producción con gran esfuerzo personal.
** No conozco sin embargo, ningún trabajo de rescate de obras de mujeres que hacen cuento.
** En realidad, esto de ver a la mujer en todos los terrenos es cosa muy reciente, y la literatura no ha escapado al fenómeno. Una muestra es el esfuerzo de algunas importantes mujeres sumidas en la oscuridad del anonimato, rescatadas en el trabajo de investigación de Line Bareiro, Clide Soto y Mary Monte, Alquimistas. Y más difícil aún es verlas cuando la literatura pretende, como en los cuentos de Chiquita Barreto, pintar a los personajes claramente, poniendo al descubierto sus emociones y sensualidad.
** Ana Iris Chávez, siempre me decía que la mujer paraguaya no escribe novelas, porque los lectores la tienen siempre por protagonistas y si ella se manifiesta un poco atrevidita, ya comienzan a mirarla de manera diferente y a hurgar en su vida privada.
** Sin embargo, creo firmemente que la literatura femenina expresa de manera muy especial la vida y el color de sus personajes, una visión completamente diferente a la del varón. Las sensaciones que el personaje femenino siente en un cuento de Moncho Azuaga, no son las mismas que siente un personaje de Chiquita Barreto ante la misma situación.
** Las mujeres vemos la vida, la desciframos y escribimos mediante un código muy especial. Eso fue lo que sentí desde el primero al último cuento de CON EL ALMA EN LA PIEL... «...Ahora estaba casada desde hacía muchos años, y a pesar de que creía no amar a su marido, y no le proporcionaba el más mínimo placer la intimidad con él, tampoco le interesaba ningún hombre» (Despertar).
** «Retozaron desnudas, turnándose en ofrecer y recibir. Disfrutaron de lo que él podía y estimulaban para que pudiera más, con la sangre alborozada...» (Mistela).
«Ellos, ajenos al tumulto, se amaban sumergidos en ese candial tibio, acoplados como animales acuáticos» (Luján).
** LOS CUENTOS DE CHIQUITA, MERECEN GANAR LA LUZ.
** Estuve leyéndolos y confieso que lo hice de un tirón, sin pausa y con un deleite que iba in crescendo ya que son sencillamente deliciosos. Cortos, concretos, pero hurgando en las profundidades del alma de cada personaje, sin descuidar por ello nada de la superficie de sus cuerpos.
** Estos cuentos apuntan directamente al erotismo. Nos van llevando lentamente de la imaginación y el ratoneo (como dicen los argentinos), a los cambios físico-químicos que ocurren en nuestro organismo a medida que avanzamos página tras página.
** Aquí quiero hacer una pequeña confesión en cuanto a mis impresiones acerca del arte: lo único que me interesa es que un cuadro, una película, una obra de teatro o como en este caso, unos cuentos, me impresionen, conmuevan mis sentidos... en algunos, ella, la autora, fue capaz no sólo de despertar mi imaginación, sino de lograr eso que dije antes: que vaya subiendo escalones, desde la fantasía hasta llegar a la cima de la proposición erótica que produce la reacción físico-química...
¡Compruébenlo, vale la pena! - GLORIA RUBÍN
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MISTELA
** Ella trémula se ciñe toda entera al amado, en un dulce inconfesado anhelante tarova - Rigoberto Fontao Mesa
** Catalina lloraba con un lamento de perra herida, sin saber exactamente por qué, estaba casi contenta y no sentía culpa alguna de sentirse así, ante la muerte de Azuar, su marido durante veinte años. Ella no lo eligió ni lo amó, y jamás lo humilló ni en privado ni en público con rechazos de ninguna laya.
Fluctuaba entre la alegría y la tristeza. Azuar descansaba en paz y ella era libre.
Sentía el corazón alborotado.
La muerte es un viaje trascendente y también la vida.
Por temor a que su estado de ánimo, tan contradictorio entre la repentina alegría y la frágil tristeza, creara confusión, se encerró en el dormitorio matrimonial y conversó con el difunto, sin culpas. Le contó que sintió hacia él una ternura remota y una compasión de hija. Que no vivió obsesionada con su muerte, que sólo de vez en cuando se le cruzaba esa idea por la cabeza, como un relámpago que se apaga enseguida.
Se entregó a sus urgencias de viejo tratando de mantener intacta su alegría y encaramándose al recuerdo de Jorge.
Le contó que fue una excelente esposa que nunca le adornó la frente, pero pensaba que por la diferencia de edad se iría primero él, y que entonces ella daría a su vida el rumbo que quisiera.
Retornó al pasado.
Al ir desgranando sus recuerdos, se vio tan hermosa, tan borracha de amor y de mistela.
Eran cinco muchachas ardientes despertando a la vida; todas enamoradas de Jorge; un muchachón hermoso, inocente y lleno de fuego como ellas.
Él las miraba con sus ojos transparentes de gato y ellas se derretían en un líquido tibio que las volvían ingrávidas.
Pero él sólo sabía mirar.
De su hermosa boca no salía ni una palabra. Entonces ellas decidieron por él.
Fue cuando inventaron la mistela, la bebida más rica: dulce, olorosa y picantita: sus ingredientes, jugo de mandarina hervida con azúcar, canela y pimienta en grano, hasta obtener un jarabe espeso de ámbar y cristal derretido, mezclado con el alcohol más puro.
Le contó al difunto como soñó con quedarse ella solita con Jorge para toda la vida. De como cada una había prometido respetar la decisión de él, esperando ser la elegida, y que al cabo de una semana de compartirlo alegremente, él había mostrado una clara predilección hacia ella, pero que el abuelo decidió darla en matrimonio al viejo bonachón cargado de dinero y ella no tuvo más remedio que aceptar.
Le relató las noches de mistela. De como burlaron la vigilancia del abuelo, única autoridad en su casa poblada de mujeres. Sus amigas tampoco tenían padres y a diferencia de otras madres las suyas no eran desconfiadas ni veían con envidia los secreteos de las muchachas.
La semana anterior a su cumpleaños número quince, el hombre de la casa viajó a la ciudad por una semana y la abuela interinó la vigilancia. Entonces ellas trazaron el plan y lo llevaron a cabo.
Se reunieron las cinco, y antes que nada fueron a visitar a Ña Flori, la comadrona, para conocer las precauciones a tomar.
Luego entre todas inventaron una historia creíble e inocente que cada una debía contar para justificar las reuniones nocturnas durante cinco noches.
Una vez establecido el plan, fueron a invitar a Jorge a compartir como único convidado de una fiestecita íntima, sin enterarle que ésta se repetiría cada noche hasta el regreso del abuelo.
El dormitorio de Catalina, un cuarto de adobe como toda la casa, tenía una ventana estrecha hacia el exterior y una puerta interior. Era además el oratorio familiar, y ahí estaba el nicho habitado por santos y santas inverosímiles.
Con el consentimiento del mujerío familiar, ella trasladó todo a la habitación principal y con sus amigas convirtió el oscuro y humilde cuarto en un ambiente casi de lujuria.
Alguien trajo una colcha de seda, otras adornaron las paredes con racimos de uvas maduras, en una esquina fue colocado un pequeño canasto con carnosas y perfumadas guayabas, dando al ambiente un olor de paraíso terrenal.
El cántaro con mistela fue colocado sobre una mesa salida de quien sabe donde, cubierta con un mantel rojo de aho poi, y alrededor los vasos ordinarios, que lucían como cristal legítimo bajo la luz descolorida de las velas.
Un antiguo traje de novia salido de baúles misteriosos fue sacrificado para cubrir el tapizado -hecho de cobijas en desuso- de la silla preparada para el agasajado solitario. Con encajes olvidados de mejores tiempos adornaron la ventanita por donde entraría como un ladrón, temeroso y emocionado, el invitado.
Apenas el poblado se llamó a reposo, Jorge arañó tres veces la ventanita, y la tranca fue retirada y sus hojas se abrieron como las alas de un pájaro nocturno y él como un felino se introdujo en el santuario, con la sangre latiéndole alegremente en las venas.
Las muchachas le recibieron suavemente mareadas y súbitamente cohibidas.
Alguna debía dar el primer paso, y fue Catalina: se dirigió resuelta hacia el muchacho -que también perdió las agallas al verlas intimidadas- y parándose en la punta de los pies le dio un profundo beso en la boca y luego con una voz desconocida para ella misma, le dijo,
-bienvenido-
Después lo empujo suavemente hacia la silla vestida de novia.
Cuando lo tuvieron sentado empezaron a ensayar caricias tímidas.
Pasado el primer momento, descubrieron la honda sabiduría dormida en cada una.
Era sólo cuestión de dejarse llevar: sus cuerpos eran sabios y la piel tenía respuestas precisas cargadas de gozo.
Retozaron desnudas, turnándose en ofrecer y recibir. Disfrutaron de lo que él podía y estimulaban para que pudiera más, con la sangre alborotada y el corazón galopando como caballos desbocados.
Una mordisqueaba suavemente la oreja caliente, otra deshilaba el cabello rojizo; unos dedos desenredaba el musgo del pubis y otras manos suaves daban masajes resucitadores en el órgano desmayado, hasta volverlo a la actividad.
Lo montaban entre susurros, o se dejaban montar entre gemidos ahogados, hasta dejarlo alegremente agotado.
Durante cinco noches realizarían aquel ritual de amor, al cabo de los cuales él debía elegir y una vez hecha la elección, prometer que no molestaría a ninguna, nunca, ni haría comentarios. Y Jorge se decidió por Catalina, pero el abuelo resolvió casarla. Y la casó.
Con el tiempo todas se convirtieron en respetables esposas, recordando de vez en cuando entre cacerolas y ropas sucias las ardientes noches de mistela.
Jorge quedó soltero.
Guardó en la piel del alma la ardiente dulzura de Catalina y en su memoria bebió infinitas copas de amores pasajeros que no le dejaron huellas.
Se enteró de la muerte de Azuar, y una alegría parecida a una pálida tristeza le envolvió.
Descubrió que era su última oportunidad y decidió no perderla.
Al atardecer del noveno día se presentó temeroso y emocionado como aquella lejana noche de mistela.
Pasaron tantos años, pero sintió latir su corazón con la misma intensidad, de aquel entonces. Le pidió mentalmente perdón al muerto por sentirse tan feliz, y sobre todo por el torrente de fuego que corría por sus venas sin poder remediarlo.
Catalina lo vio llegar y una ternura intensa la envolvió como una cobija de seda, al verlo tan esforzado en dar a sus pasos la elasticidad de los años mozos. Se encontró con asombradas ocho estrellitas de brillo húmedo, asombradas y felices; sus amigas de toda la vida, la observaban con la mirada cómplice de quienes sabe descubrir el milagro entre eros y thanato, y hacer placentero el viaje -largo o no- por la vida. No dio explicaciones, sus amigas no las necesitaban y los otros no entenderían.
Guardó unas pocas ropas en un atado, le entregó las llaves a la muchacha que había contratado para ayudarla en los últimos tiempos de enfermedad de Azuar, y sin turbación alguna, fue hasta el Jorge un poco envejecido y le dijo,
-estoy lista-.
Caminaron muy juntos hasta donde se encontraba el alazán. Jorge montó primero, y le puso el pie como estribo para que ella a su vez montara y emprendieron por fin el galope postergado por tanto tiempo.
Cabalgaron apretados, disfrutando el olor del caballo mezclado a sus propios olores y rememoraron el olor y el color de ámbar y cristal derretido de la mistela.
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** Catalina lloraba con un lamento de perra herida, sin saber exactamente por qué, estaba casi contenta y no sentía culpa alguna de sentirse así, ante la muerte de Azuar, su marido durante veinte años. Ella no lo eligió ni lo amó, y jamás lo humilló ni en privado ni en público con rechazos de ninguna laya.
Fluctuaba entre la alegría y la tristeza. Azuar descansaba en paz y ella era libre.
Sentía el corazón alborotado.
La muerte es un viaje trascendente y también la vida.
Por temor a que su estado de ánimo, tan contradictorio entre la repentina alegría y la frágil tristeza, creara confusión, se encerró en el dormitorio matrimonial y conversó con el difunto, sin culpas. Le contó que sintió hacia él una ternura remota y una compasión de hija. Que no vivió obsesionada con su muerte, que sólo de vez en cuando se le cruzaba esa idea por la cabeza, como un relámpago que se apaga enseguida.
Se entregó a sus urgencias de viejo tratando de mantener intacta su alegría y encaramándose al recuerdo de Jorge.
Le contó que fue una excelente esposa que nunca le adornó la frente, pero pensaba que por la diferencia de edad se iría primero él, y que entonces ella daría a su vida el rumbo que quisiera.
Retornó al pasado.
Al ir desgranando sus recuerdos, se vio tan hermosa, tan borracha de amor y de mistela.
Eran cinco muchachas ardientes despertando a la vida; todas enamoradas de Jorge; un muchachón hermoso, inocente y lleno de fuego como ellas.
Él las miraba con sus ojos transparentes de gato y ellas se derretían en un líquido tibio que las volvían ingrávidas.
Pero él sólo sabía mirar.
De su hermosa boca no salía ni una palabra. Entonces ellas decidieron por él.
Fue cuando inventaron la mistela, la bebida más rica: dulce, olorosa y picantita: sus ingredientes, jugo de mandarina hervida con azúcar, canela y pimienta en grano, hasta obtener un jarabe espeso de ámbar y cristal derretido, mezclado con el alcohol más puro.
Le contó al difunto como soñó con quedarse ella solita con Jorge para toda la vida. De como cada una había prometido respetar la decisión de él, esperando ser la elegida, y que al cabo de una semana de compartirlo alegremente, él había mostrado una clara predilección hacia ella, pero que el abuelo decidió darla en matrimonio al viejo bonachón cargado de dinero y ella no tuvo más remedio que aceptar.
Le relató las noches de mistela. De como burlaron la vigilancia del abuelo, única autoridad en su casa poblada de mujeres. Sus amigas tampoco tenían padres y a diferencia de otras madres las suyas no eran desconfiadas ni veían con envidia los secreteos de las muchachas.
La semana anterior a su cumpleaños número quince, el hombre de la casa viajó a la ciudad por una semana y la abuela interinó la vigilancia. Entonces ellas trazaron el plan y lo llevaron a cabo.
Se reunieron las cinco, y antes que nada fueron a visitar a Ña Flori, la comadrona, para conocer las precauciones a tomar.
Luego entre todas inventaron una historia creíble e inocente que cada una debía contar para justificar las reuniones nocturnas durante cinco noches.
Una vez establecido el plan, fueron a invitar a Jorge a compartir como único convidado de una fiestecita íntima, sin enterarle que ésta se repetiría cada noche hasta el regreso del abuelo.
El dormitorio de Catalina, un cuarto de adobe como toda la casa, tenía una ventana estrecha hacia el exterior y una puerta interior. Era además el oratorio familiar, y ahí estaba el nicho habitado por santos y santas inverosímiles.
Con el consentimiento del mujerío familiar, ella trasladó todo a la habitación principal y con sus amigas convirtió el oscuro y humilde cuarto en un ambiente casi de lujuria.
Alguien trajo una colcha de seda, otras adornaron las paredes con racimos de uvas maduras, en una esquina fue colocado un pequeño canasto con carnosas y perfumadas guayabas, dando al ambiente un olor de paraíso terrenal.
El cántaro con mistela fue colocado sobre una mesa salida de quien sabe donde, cubierta con un mantel rojo de aho poi, y alrededor los vasos ordinarios, que lucían como cristal legítimo bajo la luz descolorida de las velas.
Un antiguo traje de novia salido de baúles misteriosos fue sacrificado para cubrir el tapizado -hecho de cobijas en desuso- de la silla preparada para el agasajado solitario. Con encajes olvidados de mejores tiempos adornaron la ventanita por donde entraría como un ladrón, temeroso y emocionado, el invitado.
Apenas el poblado se llamó a reposo, Jorge arañó tres veces la ventanita, y la tranca fue retirada y sus hojas se abrieron como las alas de un pájaro nocturno y él como un felino se introdujo en el santuario, con la sangre latiéndole alegremente en las venas.
Las muchachas le recibieron suavemente mareadas y súbitamente cohibidas.
Alguna debía dar el primer paso, y fue Catalina: se dirigió resuelta hacia el muchacho -que también perdió las agallas al verlas intimidadas- y parándose en la punta de los pies le dio un profundo beso en la boca y luego con una voz desconocida para ella misma, le dijo,
-bienvenido-
Después lo empujo suavemente hacia la silla vestida de novia.
Cuando lo tuvieron sentado empezaron a ensayar caricias tímidas.
Pasado el primer momento, descubrieron la honda sabiduría dormida en cada una.
Era sólo cuestión de dejarse llevar: sus cuerpos eran sabios y la piel tenía respuestas precisas cargadas de gozo.
Retozaron desnudas, turnándose en ofrecer y recibir. Disfrutaron de lo que él podía y estimulaban para que pudiera más, con la sangre alborotada y el corazón galopando como caballos desbocados.
Una mordisqueaba suavemente la oreja caliente, otra deshilaba el cabello rojizo; unos dedos desenredaba el musgo del pubis y otras manos suaves daban masajes resucitadores en el órgano desmayado, hasta volverlo a la actividad.
Lo montaban entre susurros, o se dejaban montar entre gemidos ahogados, hasta dejarlo alegremente agotado.
Durante cinco noches realizarían aquel ritual de amor, al cabo de los cuales él debía elegir y una vez hecha la elección, prometer que no molestaría a ninguna, nunca, ni haría comentarios. Y Jorge se decidió por Catalina, pero el abuelo resolvió casarla. Y la casó.
Con el tiempo todas se convirtieron en respetables esposas, recordando de vez en cuando entre cacerolas y ropas sucias las ardientes noches de mistela.
Jorge quedó soltero.
Guardó en la piel del alma la ardiente dulzura de Catalina y en su memoria bebió infinitas copas de amores pasajeros que no le dejaron huellas.
Se enteró de la muerte de Azuar, y una alegría parecida a una pálida tristeza le envolvió.
Descubrió que era su última oportunidad y decidió no perderla.
Al atardecer del noveno día se presentó temeroso y emocionado como aquella lejana noche de mistela.
Pasaron tantos años, pero sintió latir su corazón con la misma intensidad, de aquel entonces. Le pidió mentalmente perdón al muerto por sentirse tan feliz, y sobre todo por el torrente de fuego que corría por sus venas sin poder remediarlo.
Catalina lo vio llegar y una ternura intensa la envolvió como una cobija de seda, al verlo tan esforzado en dar a sus pasos la elasticidad de los años mozos. Se encontró con asombradas ocho estrellitas de brillo húmedo, asombradas y felices; sus amigas de toda la vida, la observaban con la mirada cómplice de quienes sabe descubrir el milagro entre eros y thanato, y hacer placentero el viaje -largo o no- por la vida. No dio explicaciones, sus amigas no las necesitaban y los otros no entenderían.
Guardó unas pocas ropas en un atado, le entregó las llaves a la muchacha que había contratado para ayudarla en los últimos tiempos de enfermedad de Azuar, y sin turbación alguna, fue hasta el Jorge un poco envejecido y le dijo,
-estoy lista-.
Caminaron muy juntos hasta donde se encontraba el alazán. Jorge montó primero, y le puso el pie como estribo para que ella a su vez montara y emprendieron por fin el galope postergado por tanto tiempo.
Cabalgaron apretados, disfrutando el olor del caballo mezclado a sus propios olores y rememoraron el olor y el color de ámbar y cristal derretido de la mistela.
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CUATRO NOCHES DE AMOR Y OLVIDO
** Andrés llegó a la media tarde. Elisa no fue a esperarle, no quería verlo arrastrando maletas cargadas de ausencias, además no le gustaba los aeropuertos.
Un taxista le esperaba con el clásico cartelito.
Lo llevó a un chalé en las afueras de la ciudad, donde lo aguardaba una bañera repleta de agua celeste y espumosa y una lacónica nota: Amor, nos vemos esta noche. Elisa.
Al principio se sintió defraudado, pero luego entendió y agradeció el delicado gesto de ella que le permitía reponerse del cansancio del largo viaje, mejorar su aspecto y practicar a solas el rito de coquetería varonil antes de la ceremonia amorosa. Después del largo baño perfumó su cuerpo con un paño untado en un aceite oriental, estrenó una bata de seda china y preparó la habitación para transformarla en un lugar único: que el paso del tiempo no desdibujara su recuerdo.
De su valija fueron saliendo velas perfumadas, estatuillas de porcelanas representando infinidad de posiciones amorosas, máscaras de sonrisas enigmáticas y sugerentes tapices de seda. Cambió la ubicación de la cama y el espejo y por último colocó una gota del aceite, sobre la bombilla de luz, dejó que el perfume invadiera la habitación y la apagó sustituyéndola por las velas.
Apenas éstas comenzaron a arder, mezclando el olor de la cera al aroma dulzón del perfume, llegó Elisa.
Se miraron. Tal vez se saludaron.
La mirada de ambos resbaló y subió desde los pies hasta el alma, se sostuvieron como espada de fuego que escarba la piel con dulce lastimadura.
Cada cual buscó en el otro las huellas del tiempo, asombrados de descubrirse idénticos y cambiados.
Hasta que por fin se funden en un abrazo silencioso, cargado de promesas, que se prolonga hasta que el tumulto de sus pechos estremecidos por cien palomas volando se apacigua.
Por fin estaban juntos. Después de tanto tiempo, de tanta vida gastada.
Él tembloroso como un adolescente en su primer encuentro amoroso, la guió a tientas, aturdido por un tropel de imágenes, hasta la amplia y mullida cama, y descubre en el espejo su propio desconcierto, volteó entonces suavemente la cara de ella hasta que sus miradas se encuentran, desvalidas y felices, en la superficie de cristal.
Muy lentamente la fue despojando de sus ropas, besando cada espacio liberado de su cuerpo.
Ella desató la bata que suavemente resbaló hasta el suelo, y por primera vez mira embelesada la desnudez, la bella y potente desnudez tal como la imaginó tantas veces. Y fueron tanteando, con los ojos, con las manos, con la boca...
Ella intuía su prisa y fue guiándole con ayes y gemidos, a andar más despacio.
Él comprendió su ritmo y fue ajustándose a la deliciosa lentitud de ella.
Fue desenredando con sus dedos la cabellera torrencial, enterneciéndose con los hilos de luna con que el tiempo la matizó, descendió por la espalda hasta la curva de las nalgas, oprimiendo o aflojando, obedeciendo el mensaje de la piel suavemente erizada.
Recorrió con su boca el mapa tembloroso lleno de colinas y descubrió aromas insospechados, se deleitó con los pechos pequeños y suaves como duraznos maduros, se detuvo en el molusco tierno y rosado de humedad salada de su sexo para aprender su sabor de mar.
Ella, como una enredadera estremecida trenzada al cuerpo de él, en una danza suave o brusca, con los ojos cerrados aprisionando bajo los párpados las estatuillas que cobran vida, que danzan al mismo ritmo que ella y él; explora con el olfato abierto a todos los aromas, el olor de levadura fresca del pubis, mordisquea cada músculo palpitante, afina su oído para escuchar el rugido de la sangre recorriendo las venas y arterias desde los pies de franciscana belleza, como un territorio ignorado por el tiempo, hasta el robusto cuello surcado de diminutas líneas que fue llenando de besos para volver a hundir su cara en el musgo oscuro y tantear con su lengua el firme mástil que se yergue perlado de rocío salado.
Giran, se levantan, caen juntos como si sus movimientos fueran sincronizados. Unen sus bocas y el gusto salobre de los fluidos íntimos se mezcla con la saliva sabrosa y fragante como un licor exótico. Se deleitan en el beso largamente, se exploran con la lengua, hasta que ella le ofrece sus ancas de potra para que él monte y él ve el hermoso y apretado ojal como una boquita enojada. Descubre con los ojos lo que antes descubriera con la boca: la pulpa oscura, abierta y húmeda como una fruta tropical, y se hunde en ella y un temblor de tierras agita las entrañas tibias, al emprender el galope sobre el volcán en erupción.
Elisa abrió los ojos y miró el bello acoplamiento en el espejo, le gustó. Encontró la mirada de él alucinándose con el espectáculo de absoluta armonía entre lo cóncavo y lo convexo, convertidos en un solo animal victorioso, cuya garganta guardaba la onomatopeya de todas las especies, y entre relinchos y maullidos, gemidos y gritos, apresuraron el galope y entraron en un universo constelado de estrellas fugaces y arcoiris sonoros y un estallido de mil petardos los volvió fugazmente eternos.
Cuando retornaron a la tierra como dos seres comunes, Andrés le contó a Elisa, como recordaba en el exilio sin saber por qué el cascabeleo de su risa de cristal quebrado, el aleteo de mariposa de sus pestañas, como soñó con tener de ella recuerdos reales. Llegó a convencerse que la soledad ya no tendría cabida en su vida si ella le regalaba su risa.
-Siempre amé tu risa. Nadie se ríe como vos.
Ella a su vez le contó como recordaba su voz y el movimiento de sus manos.
Se conocieron mucho tiempo atrás, pero no se prestaron atención. Él era un exiliado político y ella una exiliada económica. Él tenía cierta ventaja: no necesitaba parecerse a los habitantes de su nueva patria, podía seguir hablando con la lentitud acostumbrada de su tierra, paladeando cada palabra como un bocado sabroso, en cambio ella tuvo que mimetizarse, esforzarse por dejar de parecerse a sí misma para sobrevivir, porque comprendía que una extranjera pobre no puede darse ese lujo.
Había estado casada, e intentó que fuera hasta que la muerte los separe, pero no aguantó tantas pequeñas muertes, y antes de olvidarse de la vida decidió divorciarse, desde entonces nunca intentó ningún encuentro amoroso; se refugiaba en el recuerdo de la voz querida imaginando susurros de amor, palabras ardientes como brasas entibiándole la sangre para protegerse de la soledad y el desamparo, o las manos firmes recorriendo su cuerpo, abriendo caminos de deleites ignorados, estrechando su cintura, aprisionando sus pechos, penetrando su interior húmedo, hasta que llegó aquella carta sorprendente. Nunca supuso siquiera que él la recordara, si se había casado con una mujer de oro y porcelana y ella se pensaba de material ordinario; si una semana después, partió con su esposa a un país de hielos y abetos, y la neblina del tiempo borró en la memoria de Elisa la claridad de los contornos de su cara y sólo se le quedó la desvalida imagen de unas manos sin cuerpo y la lenta y descompasada música de la voz.
Llegó una carta. Y otra.
Así se enteró que se había separado de su mujer, de cuanto intentó aturdirse y trató de encontrar inútilmente la risa de Elisa en otras mujeres, que por favor le contestara. Y ella contestó todas las que fueron llegando, abriéndose en cada una de ellas, desnudándose ante él.
Y, por fin acordaron encontrarse.
Ambos se habían dado pocos lujos en la vida, y ésta se iba yendo tan de prisa que decidieron que bien valía la pena embriagarse de amor y placer durante cuatro noches.
Cuatro noches para aprender con la memoria de la boca, las manos y la piel el territorio de sal y miel de sus cuerpos.
Cuatro noches solamente y olvidarse recordando; no más cartas, sólo recuerdos.
Gemidos gozosos que vendrán en el murmullo de las lluvias o en las olas que se rompen en los acantilados cuando la mirada ya no tenga brillo.
Llamas ardientes para calentar todos sus inviernos cuando éste se instale en los huesos.
Cuatro noches de entrega, hundiéndose en ella sin encontrar el manantial donde brota el cristal de su risa, para desaguarse tembloroso y desmemoriado saciado para siempre y para siempre sediento.
Cuatro noches, sintiendo en sus entrañas los embates gloriosos, la dulce furia exploradora clavando en sus profundidades banderas territoriales, mientras ella llegaba victoriosa y vencida, galopando sobre un animal alado, a una galaxia donde los colores, los olores y los sonidos se juntan para estallar sin estridencias en un río de metal derretido y un naufragio gozoso y tibio la dejaba inundada.
Cuatro noches, suficientes para atesorar recuerdos para el resto de sus vidas, para saciar sus hambres, para impregnarse la piel con el olor del otro, para sorberse el aliento hasta perder el propio, para saborearse sin el peligro de asistir a la declinación forzosa de los años, para guardarse en la memoria, maduros, plenos y estremecidos.
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Un taxista le esperaba con el clásico cartelito.
Lo llevó a un chalé en las afueras de la ciudad, donde lo aguardaba una bañera repleta de agua celeste y espumosa y una lacónica nota: Amor, nos vemos esta noche. Elisa.
Al principio se sintió defraudado, pero luego entendió y agradeció el delicado gesto de ella que le permitía reponerse del cansancio del largo viaje, mejorar su aspecto y practicar a solas el rito de coquetería varonil antes de la ceremonia amorosa. Después del largo baño perfumó su cuerpo con un paño untado en un aceite oriental, estrenó una bata de seda china y preparó la habitación para transformarla en un lugar único: que el paso del tiempo no desdibujara su recuerdo.
De su valija fueron saliendo velas perfumadas, estatuillas de porcelanas representando infinidad de posiciones amorosas, máscaras de sonrisas enigmáticas y sugerentes tapices de seda. Cambió la ubicación de la cama y el espejo y por último colocó una gota del aceite, sobre la bombilla de luz, dejó que el perfume invadiera la habitación y la apagó sustituyéndola por las velas.
Apenas éstas comenzaron a arder, mezclando el olor de la cera al aroma dulzón del perfume, llegó Elisa.
Se miraron. Tal vez se saludaron.
La mirada de ambos resbaló y subió desde los pies hasta el alma, se sostuvieron como espada de fuego que escarba la piel con dulce lastimadura.
Cada cual buscó en el otro las huellas del tiempo, asombrados de descubrirse idénticos y cambiados.
Hasta que por fin se funden en un abrazo silencioso, cargado de promesas, que se prolonga hasta que el tumulto de sus pechos estremecidos por cien palomas volando se apacigua.
Por fin estaban juntos. Después de tanto tiempo, de tanta vida gastada.
Él tembloroso como un adolescente en su primer encuentro amoroso, la guió a tientas, aturdido por un tropel de imágenes, hasta la amplia y mullida cama, y descubre en el espejo su propio desconcierto, volteó entonces suavemente la cara de ella hasta que sus miradas se encuentran, desvalidas y felices, en la superficie de cristal.
Muy lentamente la fue despojando de sus ropas, besando cada espacio liberado de su cuerpo.
Ella desató la bata que suavemente resbaló hasta el suelo, y por primera vez mira embelesada la desnudez, la bella y potente desnudez tal como la imaginó tantas veces. Y fueron tanteando, con los ojos, con las manos, con la boca...
Ella intuía su prisa y fue guiándole con ayes y gemidos, a andar más despacio.
Él comprendió su ritmo y fue ajustándose a la deliciosa lentitud de ella.
Fue desenredando con sus dedos la cabellera torrencial, enterneciéndose con los hilos de luna con que el tiempo la matizó, descendió por la espalda hasta la curva de las nalgas, oprimiendo o aflojando, obedeciendo el mensaje de la piel suavemente erizada.
Recorrió con su boca el mapa tembloroso lleno de colinas y descubrió aromas insospechados, se deleitó con los pechos pequeños y suaves como duraznos maduros, se detuvo en el molusco tierno y rosado de humedad salada de su sexo para aprender su sabor de mar.
Ella, como una enredadera estremecida trenzada al cuerpo de él, en una danza suave o brusca, con los ojos cerrados aprisionando bajo los párpados las estatuillas que cobran vida, que danzan al mismo ritmo que ella y él; explora con el olfato abierto a todos los aromas, el olor de levadura fresca del pubis, mordisquea cada músculo palpitante, afina su oído para escuchar el rugido de la sangre recorriendo las venas y arterias desde los pies de franciscana belleza, como un territorio ignorado por el tiempo, hasta el robusto cuello surcado de diminutas líneas que fue llenando de besos para volver a hundir su cara en el musgo oscuro y tantear con su lengua el firme mástil que se yergue perlado de rocío salado.
Giran, se levantan, caen juntos como si sus movimientos fueran sincronizados. Unen sus bocas y el gusto salobre de los fluidos íntimos se mezcla con la saliva sabrosa y fragante como un licor exótico. Se deleitan en el beso largamente, se exploran con la lengua, hasta que ella le ofrece sus ancas de potra para que él monte y él ve el hermoso y apretado ojal como una boquita enojada. Descubre con los ojos lo que antes descubriera con la boca: la pulpa oscura, abierta y húmeda como una fruta tropical, y se hunde en ella y un temblor de tierras agita las entrañas tibias, al emprender el galope sobre el volcán en erupción.
Elisa abrió los ojos y miró el bello acoplamiento en el espejo, le gustó. Encontró la mirada de él alucinándose con el espectáculo de absoluta armonía entre lo cóncavo y lo convexo, convertidos en un solo animal victorioso, cuya garganta guardaba la onomatopeya de todas las especies, y entre relinchos y maullidos, gemidos y gritos, apresuraron el galope y entraron en un universo constelado de estrellas fugaces y arcoiris sonoros y un estallido de mil petardos los volvió fugazmente eternos.
Cuando retornaron a la tierra como dos seres comunes, Andrés le contó a Elisa, como recordaba en el exilio sin saber por qué el cascabeleo de su risa de cristal quebrado, el aleteo de mariposa de sus pestañas, como soñó con tener de ella recuerdos reales. Llegó a convencerse que la soledad ya no tendría cabida en su vida si ella le regalaba su risa.
-Siempre amé tu risa. Nadie se ríe como vos.
Ella a su vez le contó como recordaba su voz y el movimiento de sus manos.
Se conocieron mucho tiempo atrás, pero no se prestaron atención. Él era un exiliado político y ella una exiliada económica. Él tenía cierta ventaja: no necesitaba parecerse a los habitantes de su nueva patria, podía seguir hablando con la lentitud acostumbrada de su tierra, paladeando cada palabra como un bocado sabroso, en cambio ella tuvo que mimetizarse, esforzarse por dejar de parecerse a sí misma para sobrevivir, porque comprendía que una extranjera pobre no puede darse ese lujo.
Había estado casada, e intentó que fuera hasta que la muerte los separe, pero no aguantó tantas pequeñas muertes, y antes de olvidarse de la vida decidió divorciarse, desde entonces nunca intentó ningún encuentro amoroso; se refugiaba en el recuerdo de la voz querida imaginando susurros de amor, palabras ardientes como brasas entibiándole la sangre para protegerse de la soledad y el desamparo, o las manos firmes recorriendo su cuerpo, abriendo caminos de deleites ignorados, estrechando su cintura, aprisionando sus pechos, penetrando su interior húmedo, hasta que llegó aquella carta sorprendente. Nunca supuso siquiera que él la recordara, si se había casado con una mujer de oro y porcelana y ella se pensaba de material ordinario; si una semana después, partió con su esposa a un país de hielos y abetos, y la neblina del tiempo borró en la memoria de Elisa la claridad de los contornos de su cara y sólo se le quedó la desvalida imagen de unas manos sin cuerpo y la lenta y descompasada música de la voz.
Llegó una carta. Y otra.
Así se enteró que se había separado de su mujer, de cuanto intentó aturdirse y trató de encontrar inútilmente la risa de Elisa en otras mujeres, que por favor le contestara. Y ella contestó todas las que fueron llegando, abriéndose en cada una de ellas, desnudándose ante él.
Y, por fin acordaron encontrarse.
Ambos se habían dado pocos lujos en la vida, y ésta se iba yendo tan de prisa que decidieron que bien valía la pena embriagarse de amor y placer durante cuatro noches.
Cuatro noches para aprender con la memoria de la boca, las manos y la piel el territorio de sal y miel de sus cuerpos.
Cuatro noches solamente y olvidarse recordando; no más cartas, sólo recuerdos.
Gemidos gozosos que vendrán en el murmullo de las lluvias o en las olas que se rompen en los acantilados cuando la mirada ya no tenga brillo.
Llamas ardientes para calentar todos sus inviernos cuando éste se instale en los huesos.
Cuatro noches de entrega, hundiéndose en ella sin encontrar el manantial donde brota el cristal de su risa, para desaguarse tembloroso y desmemoriado saciado para siempre y para siempre sediento.
Cuatro noches, sintiendo en sus entrañas los embates gloriosos, la dulce furia exploradora clavando en sus profundidades banderas territoriales, mientras ella llegaba victoriosa y vencida, galopando sobre un animal alado, a una galaxia donde los colores, los olores y los sonidos se juntan para estallar sin estridencias en un río de metal derretido y un naufragio gozoso y tibio la dejaba inundada.
Cuatro noches, suficientes para atesorar recuerdos para el resto de sus vidas, para saciar sus hambres, para impregnarse la piel con el olor del otro, para sorberse el aliento hasta perder el propio, para saborearse sin el peligro de asistir a la declinación forzosa de los años, para guardarse en la memoria, maduros, plenos y estremecidos.
**/**
TRANSGRESIÓN
** José tenía ya más de veinte años y aún era virgen. Apenas si conocía algún beso ligero; no se atrevía a más por miedo a que el tumulto interior que le producía el contacto de una boca fuera a provocar un cataclismo irremediable en la geografía misteriosa de su cuerpo. Y por temor a Dios.
Lucía le abrazaba con los ojos cada vez que se encontraban, y él se derretía en un líquido caliente, deseando quedar para siempre envuelto en esa mirada aguada y pidiendo a Dios que la apartara de él.
Se proponía evitarla y sin embargo rondaba obsesionado los lugares por donde necesariamente debían encontrarse.
Adoraba y aborrecía todo en ella: la curva de sus caderas, el temblor de los senos bajo la blusa, el suave balanceo de las nalgas, la cintura pequeña y movediza, los ojos mojados, la boca siempre entreabierta con los dientes pequeños y blancos royéndole el alma.
Ella representaba el pecado y la gloria.
Era la vida y la muerte.
El estremecimiento y la languidez que volvían sus piernas de algodón y su lengua de trapo, no podía ser amor. Era simplemente el diablo que le tentaba.
El placer presentido, ansiado y rechazado, no estaba en el mismo paquete del amor predicado por su religión, tenuemente develado por la madre sumisa y apagada, exaltado en la iglesia por su padre: el pastor.
Lucía intuyó la tormenta interior de José y se propuso remediarla: cuando lo encontró en la parada de colectivo, sin hacer caso de la turbación no disimulada de él, le plantificó un profundo y sonoro beso en la boca y antes que atinara a reaccionar le invitó a escuchar música y comer algo a la noche -y ver que se puede hacer después- y se alejó sin esperar respuesta, segura de que todo iría bien.
José, más que nunca, se sintió feliz y desgraciado al mismo tiempo. Se dijo que no iría. Pero fue.
Escucharon música, comieron pizza, bailaron y compartieron los gastos de la consumición y el taxi que les llevó a un sitio elegido por ella.
Cuando estuvieron solos, confundidos y conmovidos, Lucía, asustada ante el desconcierto de él, le confesó que también seguía virgen; le habló de lo hermoso que era para ambos juntar su inexperiencia y aprender a descifrar el idioma estremecido y estremecedor de sus cuerpos.
Le hablaba en susurros entre besos y mordiscos suaves, mientras le despojaba de sus ropas al muchacho petrificado de susto y gloria.
Cuando lo tuvo desnudo lo recorrió con la boca desde las calientes orejas hasta el sexo erguido. El contacto de la lengua suave en el órgano de piedra le dio vida a la estatua, que con manos ansiosas y torpes al principio, comenzó a explorar el cuerpo tibio y tembloroso de su compañera. Desprendió lo que había que desprender, hasta dejarla desnuda y luminosa, y quiso descubrirla entera, mirar la rosa escondida de su sexo, ahogarse en su olor de durazno maduro, mojarse en la humedad presentida en el centro de su geografía.
La recorrió como si tuviera cien manos y cien bocas. Se deleitó en los pezones color manzana, ansiando calmar su hambre de siglos, sorbió su olor y su jugo, olvidó la noción de pecado, la comió a besos, la ahogó en abrazos y se hundió en ella feliz, agradecido y tembloroso; y el ciclón contenido de sus ansias se desaguó en un estallido de luces y se encontró con la cara sonriente de Dios.
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Lucía le abrazaba con los ojos cada vez que se encontraban, y él se derretía en un líquido caliente, deseando quedar para siempre envuelto en esa mirada aguada y pidiendo a Dios que la apartara de él.
Se proponía evitarla y sin embargo rondaba obsesionado los lugares por donde necesariamente debían encontrarse.
Adoraba y aborrecía todo en ella: la curva de sus caderas, el temblor de los senos bajo la blusa, el suave balanceo de las nalgas, la cintura pequeña y movediza, los ojos mojados, la boca siempre entreabierta con los dientes pequeños y blancos royéndole el alma.
Ella representaba el pecado y la gloria.
Era la vida y la muerte.
El estremecimiento y la languidez que volvían sus piernas de algodón y su lengua de trapo, no podía ser amor. Era simplemente el diablo que le tentaba.
El placer presentido, ansiado y rechazado, no estaba en el mismo paquete del amor predicado por su religión, tenuemente develado por la madre sumisa y apagada, exaltado en la iglesia por su padre: el pastor.
Lucía intuyó la tormenta interior de José y se propuso remediarla: cuando lo encontró en la parada de colectivo, sin hacer caso de la turbación no disimulada de él, le plantificó un profundo y sonoro beso en la boca y antes que atinara a reaccionar le invitó a escuchar música y comer algo a la noche -y ver que se puede hacer después- y se alejó sin esperar respuesta, segura de que todo iría bien.
José, más que nunca, se sintió feliz y desgraciado al mismo tiempo. Se dijo que no iría. Pero fue.
Escucharon música, comieron pizza, bailaron y compartieron los gastos de la consumición y el taxi que les llevó a un sitio elegido por ella.
Cuando estuvieron solos, confundidos y conmovidos, Lucía, asustada ante el desconcierto de él, le confesó que también seguía virgen; le habló de lo hermoso que era para ambos juntar su inexperiencia y aprender a descifrar el idioma estremecido y estremecedor de sus cuerpos.
Le hablaba en susurros entre besos y mordiscos suaves, mientras le despojaba de sus ropas al muchacho petrificado de susto y gloria.
Cuando lo tuvo desnudo lo recorrió con la boca desde las calientes orejas hasta el sexo erguido. El contacto de la lengua suave en el órgano de piedra le dio vida a la estatua, que con manos ansiosas y torpes al principio, comenzó a explorar el cuerpo tibio y tembloroso de su compañera. Desprendió lo que había que desprender, hasta dejarla desnuda y luminosa, y quiso descubrirla entera, mirar la rosa escondida de su sexo, ahogarse en su olor de durazno maduro, mojarse en la humedad presentida en el centro de su geografía.
La recorrió como si tuviera cien manos y cien bocas. Se deleitó en los pezones color manzana, ansiando calmar su hambre de siglos, sorbió su olor y su jugo, olvidó la noción de pecado, la comió a besos, la ahogó en abrazos y se hundió en ella feliz, agradecido y tembloroso; y el ciclón contenido de sus ansias se desaguó en un estallido de luces y se encontró con la cara sonriente de Dios.
**/**
LIS
Se sintió feliz de estar en su casa.
A pesar de no encontrar el peculiar olor a pan y anís que guardara en la memoria durante los años de encierro.
Un poco intimidada sí, por la madrastra que se esforzaba en parecer más amable de lo que era, -seguramente por amor, pensó-.
No estaba acostumbrada al trato zalamero, ni siquiera estaba acostumbrada a la cortesía.
Durante los ocho años que vivió con las monjas, éstas se esmeraban más en ser desagradables o crueles, pero Lis simplemente se evadía de esos momentos calzando sus zapatitos mágicos, cerraba los ojos y emprendía viaje al país de los sueños, así que no esperaba pasar mal con su madrastra.
Todo parecía tranquilo, hasta que apareció su hermanastro.
Un bellísimo muchacho.
Tendría su edad.
Sólo le faltaba el altivo caballo blanco para ser el príncipe de sus lecturas solitarias.
Con la piel casi oscura y el cabello de bronce antiguo, ensortijado como los ángeles de las estampitas.
Sintió una especie de mareo al verlo tan hermoso y tan cercano.
Escuchó el vozarrón de su padre atenuado por el galope de su corazón, que le decía:
-Será como tu hermano de verdad-.
Una dulce languidez le dio plena conciencia de su cuerpo; por un instante se detuvo embelesada en su propia piel palpitante y un torbellino líquido le humedeció el alma.
Lis se instaló en la casa junto a un hermanastro bello y huidizo.
Se veían poco durante la semana, porque iban al colegio en horarios diferentes, cuando él llegaba ella iba saliendo, pero los domingos, por una decisión de los padres, concurrían juntos al cursillo de la iglesia. Se sentaban en el mismo banco, y mientras el cura hablaba de las ocasiones de pecado y la debilidad de la carne, Lis divagaba aburrida de escuchar las peroratas hipócritas sobre virtudes que todo el pueblo sabía que el sermoneador no practicaba. Imaginaba lo que el hermanastro tendría guardado bajo el holgado pantalón y se preguntaba si él, de tanto escuchar hablar de pecado, no tendría ganas de pecar -con ella-.
Regresaban tarde y se sentaban a almorzar solos.
Lis había pasado mucho tiempo sin tener con quien conversar, y estaba acostumbrada a los soliloquios mentales, y él se volvía mudo ante la mirada de ella que descompasaba los latidos de su corazón y llenaba de burbujas calientes su sangre.
Comían en silencio y a las apuradas, porque a los dos les incomodaba estar soportando el sonido de cien campanas latiéndoles en el cuerpo.
Él se refugiaba en su ajedrez solitario y ella iba al corral a mirar a las vacas. Le producía una suerte de reconciliación con el mundo -que no consideraba malo, pero sí muy frío- la ternura de las lecheras lamiendo, mansamente a sus terneros hasta dejarlos como peinados con brillantina.
El toro montando a las vaquillas que seguían rumiando sin inmutarse por su presencia, la llenaba de una confusa languidez y también daba respuestas a inquietantes desconciertos de su cuerpo.
Al finalizar el año ambos perdieron el sueño y el apetito.
Se buscaban y se evitaban.
Un domingo regresaban como siempre silenciosos, y antes de llegar al comedor donde les esperaba el almuerzo frío, ella le tomó de la mano al confundido muchacho y lo llevó detrás del corral en un lugar que sólo ella conocía, lleno de florecillas multicolores, íntimamente estremecida se despojó rápidamente de sus ropas domingueras, miró con sorpresa admirada su propia desnudez, le entregó un extraño sobrecito al hermanastro y le dijo con su voz ronca por falta de entrenamiento.
-Ponete eso y hagamos como el toro y la vaca.
Él miró alucinado el cuerpo de terciopelo de la muchacha, las pelusillas doradas de su espalda y comprendió, aturdido por el galope desbocado de su corazón que latía al mismo tiempo en su cabeza y en el órgano casi dolorosamente erecto, que era tan sabio como ella, y que tan solo debía seguir las señales ardientes de su cuerpo para no extraviarse.
Se colocó el condón, ayudado por Lis.
Ambos cerraron los ojos enceguecidos por perturbadoras imágenes y se entregaron inocentes y felices al placentero juego, como dos cachorros.
.
A pesar de no encontrar el peculiar olor a pan y anís que guardara en la memoria durante los años de encierro.
Un poco intimidada sí, por la madrastra que se esforzaba en parecer más amable de lo que era, -seguramente por amor, pensó-.
No estaba acostumbrada al trato zalamero, ni siquiera estaba acostumbrada a la cortesía.
Durante los ocho años que vivió con las monjas, éstas se esmeraban más en ser desagradables o crueles, pero Lis simplemente se evadía de esos momentos calzando sus zapatitos mágicos, cerraba los ojos y emprendía viaje al país de los sueños, así que no esperaba pasar mal con su madrastra.
Todo parecía tranquilo, hasta que apareció su hermanastro.
Un bellísimo muchacho.
Tendría su edad.
Sólo le faltaba el altivo caballo blanco para ser el príncipe de sus lecturas solitarias.
Con la piel casi oscura y el cabello de bronce antiguo, ensortijado como los ángeles de las estampitas.
Sintió una especie de mareo al verlo tan hermoso y tan cercano.
Escuchó el vozarrón de su padre atenuado por el galope de su corazón, que le decía:
-Será como tu hermano de verdad-.
Una dulce languidez le dio plena conciencia de su cuerpo; por un instante se detuvo embelesada en su propia piel palpitante y un torbellino líquido le humedeció el alma.
Lis se instaló en la casa junto a un hermanastro bello y huidizo.
Se veían poco durante la semana, porque iban al colegio en horarios diferentes, cuando él llegaba ella iba saliendo, pero los domingos, por una decisión de los padres, concurrían juntos al cursillo de la iglesia. Se sentaban en el mismo banco, y mientras el cura hablaba de las ocasiones de pecado y la debilidad de la carne, Lis divagaba aburrida de escuchar las peroratas hipócritas sobre virtudes que todo el pueblo sabía que el sermoneador no practicaba. Imaginaba lo que el hermanastro tendría guardado bajo el holgado pantalón y se preguntaba si él, de tanto escuchar hablar de pecado, no tendría ganas de pecar -con ella-.
Regresaban tarde y se sentaban a almorzar solos.
Lis había pasado mucho tiempo sin tener con quien conversar, y estaba acostumbrada a los soliloquios mentales, y él se volvía mudo ante la mirada de ella que descompasaba los latidos de su corazón y llenaba de burbujas calientes su sangre.
Comían en silencio y a las apuradas, porque a los dos les incomodaba estar soportando el sonido de cien campanas latiéndoles en el cuerpo.
Él se refugiaba en su ajedrez solitario y ella iba al corral a mirar a las vacas. Le producía una suerte de reconciliación con el mundo -que no consideraba malo, pero sí muy frío- la ternura de las lecheras lamiendo, mansamente a sus terneros hasta dejarlos como peinados con brillantina.
El toro montando a las vaquillas que seguían rumiando sin inmutarse por su presencia, la llenaba de una confusa languidez y también daba respuestas a inquietantes desconciertos de su cuerpo.
Al finalizar el año ambos perdieron el sueño y el apetito.
Se buscaban y se evitaban.
Un domingo regresaban como siempre silenciosos, y antes de llegar al comedor donde les esperaba el almuerzo frío, ella le tomó de la mano al confundido muchacho y lo llevó detrás del corral en un lugar que sólo ella conocía, lleno de florecillas multicolores, íntimamente estremecida se despojó rápidamente de sus ropas domingueras, miró con sorpresa admirada su propia desnudez, le entregó un extraño sobrecito al hermanastro y le dijo con su voz ronca por falta de entrenamiento.
-Ponete eso y hagamos como el toro y la vaca.
Él miró alucinado el cuerpo de terciopelo de la muchacha, las pelusillas doradas de su espalda y comprendió, aturdido por el galope desbocado de su corazón que latía al mismo tiempo en su cabeza y en el órgano casi dolorosamente erecto, que era tan sabio como ella, y que tan solo debía seguir las señales ardientes de su cuerpo para no extraviarse.
Se colocó el condón, ayudado por Lis.
Ambos cerraron los ojos enceguecidos por perturbadoras imágenes y se entregaron inocentes y felices al placentero juego, como dos cachorros.
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Excelente la obra de la Sra. Barreto. Me gustaría leer más obras, pero me es muy difícil hacerlo sobre el fondo negro del blog. Gracias
ResponderEliminarEl poema 23 me puede pasar., Sra Barreto
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