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sábado, 26 de septiembre de 2009

CHESTER SWANN - CUENTOS PARA NO DORMIR (1ra. PARTE)

OBRA: CUENTOS PARA NO DORMIR
(Primera Parte)
Autor CHESTER SWANN

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Obra registrada en el Registro Nacionalde Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Bajo el folio Nº 2.445, Foja 87.
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153
De la Ley Nº 1.328/98 “De Derechos de Autor y Conexos”
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ACERCA DEL AUTOR:
* Nació en Guairá, Paraguay, en plena II Guerra Mundial, por lo que desde pequeño abrevó literatura, tecnología punta y fantasía científica de la mano de Chesley Bonnestell, Julio Verne, Theodore Sturgeon, Hugo Gernsback, Willy Ley, Arthur Clarke, Isaac Asimov y otros literatos e ilustradores de la naciente era espacial, que dieron vida a los sueños de Werner von Braun el pionero de la astronáutica americana. Vivió su infancia en Argentina, donde sus padres exiliados del 47 residieron hasta 1954 en que retorna al Paraguay.
* Desde los seis años estudió guitarra iniciándose en la música y desde los diez años en el dibujo. Luego de su retorno al país y tras fallidos intentos de adaptarse al opresivo sistema del régimen, se convierte en un “rebelde con causa”, pero sin involucrarse en movimientos políticos ni cenáculos intelectuales de moda, prefiriendo ser un “lobo estepario” y creando sus propios espacios de expresión.
* En 1977 ingresa al diario ABC color y luego a LA TRIBUNA, participando en exposiciones colectivas y haciendo periodismo de opinión y humor. Es artesano, escultor, músico y poeta subterráneo, siendo convicto de co-fundar el “movimiento del rock nacional” con algunos pelilargos de los 70, aunque prefiere considerarse un músico contemporáneo popular, sin encasillarse en géneros. Ocasionalmente pinta o esculpe en cerámica, pero su fuerte es el diseño gráfico, diagramación e ilustración de libros y revistas.
* La serie ASTRA 20.001 que expuso en 1983 en galería ARISTOS y en el Centro de Balderrama, fue la más numerosa de su producción y su primera muestra individual, a la que siguió COSMOS color y forma, patrocinada por el Club de Astrofísica del Paraguay en 1987 y otras muestras colectivas en su actual residencia en Luque.
* Participó con humoristas e ilustradores en seis muestras sucesivas de Humor e Historieta, colaborando con el diario HOY y otros medios locales. Hasta hace poco dirigía Radio Ara Pyahú (Tiempo Nuevo) FM 107.5 de su comunidad y ha trabajado en el Comité de Educación de la Cooperativa Multiactiva Luque Ltda. donde aportó algunas ideas en los emprendimientos educativos de esa institución. También es colaborador del Instituto de Desarrollo Comunitario IDECO, en tareas de educación cívica y participativa.
* Ilustró libros educativos y literatura mítica para una conocida editorial asuncena, y entre otras cosas, infografías y diseños por computadora, escultura y diseños varios, aunque de tanto en tanto, escribe prosa y poesía o compone algo para matar el vicio y quizá arrancarse del alma el dolor de su país y su planeta. Está incluido en el “Diccionario de la Música del Paraguay” de Luis Szarán, como guitarrista y compositor, teniendo varias obras testimoniales en su haber. En la versión 2000 del VI Concurso de Cuento Breve del Club Centenario de Asunción, obtuvo el Primer premio, habiendo sido finalista en varios otros. Es autor además, dee la composición musical para la obra de teatro-danza "Kambuchi", la musicalización con letra de la obra de Darío Fó “Aquí no paga nadie”, representada por el elenco municipal en abril de 1996, además de poesía juglaresca y artículos de prensa. No desdeña ningún lenguaje expresivo, sea gráfico, musical o de cualesquiera tipos o géneros. Toda vez que tenga algo que decir, claro está. De lo contrario, enmudecería para siempre.
RUDI TORGA*
* Conocido poeta paraguayo, dramaturgo y director teatral, además de investigador de la cultura popular paraguaya, refiriéndose al autor en la solapa de uno de sus libros titulado “Cuentos para no dormir”. Hasta su desaparición prestó servicio en el viceministerio de Cultura como Director de Investigación Cultural y Cultura Popular paraguaya.
* Chester Swann formó parte de uno de sus elencos experimentales en 1971/73 y mantuvo con Rudi Torga una larga amistad y hasta afirma Chester haber sido discípulo de Rudi, aunque profesaran estilos literarios diferentes, e incluso puntos de vista diferentes, pero dentro de un marco de respeto mutuo que duró hasta el óbito de Rudi en 2002. Esta reseña fue escrita por Rudi poco antes de fallecer, para este volumen, inédito desde 1990. Poco después, el autor supo que había sido galardonado por LA TUMBA DEL ANGELITO en el 2003 y con menciones por SE VENDE ESTA CASA en el Centenario (2004), siendo uno de los finalistas del Premio Nacional de Literatura 2005, con RAZONES DE ESTADO.
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DE CÓMO UN ALMA BIENAVENTURADA
HUYÓ DEL PARAÍSO CELESTIAL
(1er. Premio del VI Concurso Club Centenario 2000)
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. Tomadme por loco si queréis, mas no dudéis de las palabras de este servidor. No me ofende profesar el desvarío ni la poesía contenida en los sutiles suspiros insondables del cosmos y que aún laten en mi interior.
La santa locura de lo místico me impulsó en vida a la búsqueda de lo absoluto, obcecándome neciamente en el mal llamado Sendero de la Bienaventuranza. Conseguí tras negármelo todo a mí mismo por la vida, trasponer las puertas del Paraíso tras mi desencarnación física, pero... ¡a qué precio, amigos! Me autoflagelé con el látigo de la templanza, me marginé con las alambradas espinosas de una falsa humildad, e inmolé los goces de la materia viviente, en el ara hipócrita de las virtudes farisaicas. En fin, me torturé ¿santamente? para tener el dudoso privilegio de integrar la legión de los castísimos bienaventurados. Es decir, de los enemigos de la efímera alegría que endulza —de tanto en tanto— nuestra azarosa pasantía en el Valle de Lágrimas.
No negaré la dicha que me produjo mi ingreso al Empíreo tras la muerte física. Todo luz, todo claridad; música angélica de galácticos instrumentos y espirituales vo­ces de cristalino timbre... ¡al punto del hartazgo! La mistérica y severa paternalidad del viejo demiurgo Sabaoth nos inspiraba más temor que amor. Sus hieráticas huestes angélicas, de filosas y flamígeras espadas y candentes adargas, no nos hacían sen­tir libres ni filiales. Más bien, sentíame poseído por alguna pesada y omnipotente burocracia celestial, si no alimento de ella o algo peor.
Una perspectiva de eternidad en el paraíso llegó a hacérseme insufrible hasta las heces. Ciertamente no padecía esas sensaciones corpóreas de sed, hambre, dolor, vacuidad o plenitud. Tampoco experimentaba la cruda dureza de las expiaciones a que me sometí en vida física para poseer la corona de los Elegidos del Señor; pero cierto tufillo de decepción y tedio se extendió a lo largo, alto y ancho de mi alma —sin cuerpo que la apri­sionara ni mente falaz que la tentase— y lo luminoso fuese tornando gris y casi opacente, lo musical fue haciéndose ruidoso, lo laxo volvióse tenso, cual arco saetario de los Guardianes del Umbral. En fin, la dicha inicial tornóse en aburrimiento grisáceo ad æternum.
Por otra parte, la inacción beatífica y las reglamentarias ala­banzas corales al Más Alto, se tornaron irritante y lacayuna rutina celestial. Sinceramente, no esperaba todo esto cuando anhelaba “la salva­ción eterna”. Como alma bienaventurada no disponía de opciones. Ni si­quiera un tour por alguno de los purgatorios, una expedición explora­toria al submundo del Averno (¡ida y vuelta, por supuesto!), o visitas furtivas a la legendaria Gehena. Debía, como todos, permanecer entre las almas castas y puras (ergo; aburridas e insulsas) que habían malgastado sus vidas físicas para llegar al mítico Paraíso Celestial. Fue al darme cuenta de todo ello y razonar sobre lo que me aguardaba, que decidí meditar el modo de huir de la diestra del Padre; con todas las consecuencias que ello me deparase.
El Paraíso no tiene murallas visibles, rejas ni candados. Pero si difícil es vivir duramente —castigándose con cilicios, penitencias y cáli­das meaculpas— para ingresar en él, imposible o poco menos es salir de allí. Siglo tras siglo lo intentaba, mas nadie se daba por enterado de mi hastío y urgentes deseos de evasión de la Patria Celestial. Ni tan siquiera los ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos, potestades y archidones de la celestial cohorte jerárquica, redoblaron la férrea y administrativa vigilancia de las puertas intangibles y las inviolables fronteras celestes. Simplemente me ignoraron o quizá fingieran hacerlo.
Si por lo menos aquéllo fuese el tal “paraíso terrenal”, de sabrosos frutos y colorida flora ubérrima, tal vez me sintiese más a mis anchas, como diría algún grosero marino gallego. Pero en el universo dimensional de la no-forma, todo es espiritual y puro —tal vez para evitar nuevas incursiones fálicas de la tentadora sierpe de la sabiduría—, previendo el peligro de recaídas y ocultas subversiones con­tra la deidad altanera, feroz y omnipotente, ¡vaya uno a saber! Hasta hubiese deseado profesar el nihilismo nietzscheano para ser juzgado por la celeste inquisición y expulsado nuevamente al mundo, o donde quiera que hubiese vida.
Naturalmente, la comunicación con el caluroso Hades era imposible. En cuanto a los limbos purgatorios, estaban más cerca del mundo terrenal, pero alejados —en años-luz— de nosotros los espíritus bienaventurados per sæcula sæculorum para desgracia mía.
Busqué la compañía de otros espíritus como yo, consumidos por el tedio eternal y cuya efímera existencia física se hubiese carac­terizado por el desapego y la negación de sí mismos. Es decir: santurro­nes, beatos, ciegos devotos del áspero fanatismo del cilicio penitencial y enemigos de la belleza, la alegría, la sabiduría filosófica y el excitante goce de la espe­culación intelectual. De seguro, estarían tan arrepentidos como este servidor de haber desperdiciado sus sentidos y su vida terrenal e irrepetible, persiguiendo exageradas quimeras celestiales y escatológico cual dudoso cielo. Pensé que tal vez me comprendiesen y compartieran mi hastío.
Encontré ¡oh, desgracia! un alma, que en vida fuera monje dominico; ascético, cruel, apasionado y algo perverso, como salido de la delirante imaginación de Sade. Ganó éste, su si­tial paradisíaco delatando a divertidos herejes, más devotos de la carne y el buen vino que de lo demoníaco o maligno. Pero cuando supe que su nombre fue sinónimo de torquemadismo sádico, huí de su compañía como de mortífera peste. ¡Hasta podría haber sido el mismísimo Torquemada!
Otra alma que conocí en las alturas se me reveló como deten­tora, en su vida terrenal, de gloria y poder omnímodo como vicario del Señor. Pero sus muy tortuosos métodos de evangelización no gozaban de buena fama. Habría sido Papa, con el nombre de Rodrigo Borja o Alejandro VI —quien tuvo hijos bastardos e incestuosos y sobrinos criminales—, siendo él mismo, protervo y falaz. Quizá su tardío arrepentimiento lo trajo —aunque a tientas— al Paraíso. Tampoco pude relacionarme con tal empedernido bellaco, que bien supiera de epicureísmo antes que de aristotelismo.
Procuré conocer algunos lúcidos espíritus angélicos desconten­tos, como los que se sublevaran eones atrás contra el demiurgo y engro­saran las huestes subversivas de Lilith y Belial. Tal vez fuesen éstos más permeables —a las ideas libertarias que no libertinas que serpenteaban en mí— y me condujesen a secretos pasadizos de salida. No lo conseguí. Un ángel de andrógino aspecto de nombre Anaël, casi delató mis pro­pósitos a la jerarquía. Todos los ángeles de dudosa o tibia fidelidad fueron exportados o deportados al Hades, junto con su caudillo rebelde; el luminoso arcángel Luth Baal.
Los muchos que quedaron en el Empíreo eran fidelísimos y fanáticos vasallos del Más Alto. Incluso éstos, reprobaron mis tí­midas insinuaciones acerca de una liberación. Si no delataron mis intenciones, sería por la escasa importancia de un alma perdida en el océano beatífico. Mas me sometieron a discreta vigilancia para evitar la propagación de ideales contrarios a los imperantes en la Gloria Celestial.
Me incorporaron —medio forzadamente, justo es reconocerlo— a un coro de Elegidos, donde bien poco pude hacer para lograr mi meta. Hube de entonar salmos, elegías, misereres, alabanzas, oraciones, letanías, endechas, odas, loas, jaculatorias y aleluyas al demiurgo —pese a mi reluctancia— sin disponer de tiempo libre para maquinar fugas imposibles. Todas las vías estaban vedadas a la evasión tan largamente anhelada.
La desesperación que me atenazaba aumentaba en forma exponencial y geométrica, sin alivio ni respuesta. ¿No habré pretendido la gloria y, por causa de mi vanidad llevado a una suerte de infierno conceptual e incognoscible? No lo sé aún. Apenas tenía respiro entre un salmo y otro. Hasta deliraba creyendo ver desnudas Evas entre las numerosísimas legiones de almas luminosas que me rodeaban. Mi tensión experimentaba estados rayanos en lo esquizoide, sin alivio posible. Llegué a razonar que mi presencia en ese lugar era más bien producto de algún craso error burocrático de la Jerarquía, que de mi piedad terrenal.
Tampoco parecía notar descontento entre las miríadas de espíritus que me rodeaban hasta casi asfixiar mi angustia. Todos aparentaban estúpidamente eufóricos y horriblemente beatíficos, cual si estuviesen poseídos por alucinógenos alteradores de conciencia. Parecían éstos efectivamente gozar de su servilísimo sometimiento al demiurgo Sabaoth o Ialdabaoth; también conocido como Yah’Veh o Tetragrammatón, para quien en-­tonábamos himnos zalameros y alabatorios y alguno que otro ¡hurra! de militantes ultras, beodos, retros y desbocados de opus ætillicum. Mi desazón continuaba en ascenso; como los calenturientos deseos que me impulsaban hacia lo fisicarnal, febril e hiperbólico.
Si tuviese corazón acabaría éste por estallarme de tensión, sin duda. Llegué a pensar que mi presencia en el Empíreo fuese algo así como una especie de cópula contra natura. ¡No sabéis lo que implica sentirse sapo de otro pozo; como monja en burdel, Lenin en el Escorial; cardenal en el Kremlin o político paraguayo en Harvard! ¡Más desubicado, imposible!
En vida física supe lo que era rendir culto y fiel devoción de lealtad a inmisericordes tiranos. Si bien, traté de mantenerme apartado de cortesanas pompas, fui —alguna que otra vez— impelido a besamanos y vasa­llaje y hasta a humillantes sesiones de Te Deums, ofrecidos por el príncipe de turno, agradeciendo a la divinidad por su totalitario poder. Mas, nada comparable a la seráfica y beatífica tiranía de un ser supremo —o que por lo menos cree serlo— aduladores y necios fanáticos mediante.
He visto, en vida terrenal, a legiones de sacerdotes y purpurados cometer sacrilegios que, a cualquier infeliz llevarían al patíbulo o la hoguera seglar. He sido testigo de deslices pecaminosos, de insospechables esposas del Señor, amparadas en el secreto de confesión y en su abolengo. Fui conocedor de crímenes y asonadas palaciegas en nombre de lo más sacro; de incestos y aberraciones clericales y laicas, dignas de anatema. Hasta he firmado bulas y enchiridiones —contra reales o supuestos herejes y relapsos— con lo cual, sobradamente me hubiese correspondido un sitial en el reino de Baal Z'ebuth o en las profundidades visitadas por el divino Dante. ¡Pero ya era tarde entonces para arrepentirme de todo lo que no hice!
Y heme entonces en las alturas, en el coro de los escogidos, maldiciendo el tedio de la pura y eternal bienaventuranza de los corderos, o dicho mejor: carneros del Señor. Evidentemente, las Leyes Cósmicas deben tener algunas fallas u omisiones. Reconocí entre las innúmeras almas a tantos pecadores como virtuosos arrepentidos, sublimados por algún craso error del solemnísimo aparato de las pompas celestiales, quienes creen aún disfrutar del privilegio de su condición de supina ignorancia y beatitud y, donde uno, no está seguro de cuál precede a cuál, ni de las supuestas virtudes de ambas. Sólo sé, que son mucho más felices los ignorantes o mediocres que el sabio estoico y el filósofo, curtidos en el dolor y la duda: esa madre sufrida del saber.
¿Qué cómo logré finalmente huir de la bienaventuranza ce­lestial? Bueno, me enteré por infidencias de un espíritu pobre de solemnidad —uno de esos bobos que aspiran a heredar el reino—, de que un grupo de querubes de inferior jerarquía entre los fieles legionarios divinos, partiría al mundo material en misión de agents provocateurs, para tratar de conquistar almas para el demiurgo. ¡Es que los luciferinos cose­chaban conciencias que daba pánico! El demiurgo, Yahvéh-Ialdabaoth —también conocido como el innombrable, Altísimo, Bendito o Tetragrammatón (Tetragrammatwn, el de los cuatro grafemas)—, es celoso y terrible cuando de almas y teolatría se trata, y no toleraba disidencias a su culto.
Me ofrecí como fiel voluntario para reencarnar en la Tierra. Si bien, no las tenía todas conmigo y ciertos vigi­lantes dudaban de mis propósitos, logré eludir los rígidos controles de las alturas siendo admitido a dicha Misión proselitista. Sólo faltaban unos trámites de personalización acerca de los seres cuya identidad asumiríamos en el llamado “Valle de Lágrimas”, para partir luego a renacer en el cuerpo de un futuro predicador fundamentalista neotestamentario de fustigante lengua, dudosa moral y apocalíptica verborragia. ¡Lo que fuese con tal de abandonar el Paraíso!
¿Se darían cuenta de mis intenciones? Es probable, pues el demiurgo es casi omnisciente y era muy probable que adivinara mis sentimientos. Pero estaba seguro de que mi presencia en el Empíreo estaba demás. Amo demasiado la libertad para gozar de la celestial prisión y de sometimiento alguno a nadie que no fuese mi propia conciencia.
Mas, para que mi plan saliera bien, era preciso asumir mi calidad de evadido del Reino de los Cielos. Sería eternamente proscrito, sin acceso a los avernos ni regreso posible. Mi nombre sería puesto en anatema y borrado para siempre de los angélicos registros. Me tornaría maldito como el Judío Errante, como Baruch de Spinoza, Voltaire, Nietzsche o como las derruidas murallas de Jericó y Cartago. Hube de sopesar todas las mínimas posibilidades y asumir las consecuencias de mis afanes libertarios.
Al final, me decidí por la libertad. ¡Y heme aquí, en este planeta, entre vosotros; condenado por siempre a vivir, morir, renacer y re-morir, volviendo a renacer y a recontra-morir hasta el final de los tiempos!
Mas, les puedo asegurar que ha valido la pena. Nada como el libre albedrío de elegir entre la razón y la sinrazón; entre la esclavitud áurea, o la subterránea libertad; entre la implacable justicia y la hipócrita caridad; entre ser cínico fariseo o vil publicano, virgen o Magdalena, opulento o miserable. ¡Todas las vidas y pasares me estarán eternamente permitidos! Hasta podré ejecutar los doce trabajos de Hércules e incluso, ejercer el oficio de pecador impenitente o santo irredento, sin temores de ultratumba ¡total, ya estuve allí! Tiempo es lo que me sobra.
Han marcado mi frente con el estigma de Caín, por lo que nada ni nadie podrá hacerme daño jamás. ¡Y no se imaginan ustedes las ganas de vivir y la famelitud de sensaciones que llevo conmigo!
¡Alcáncenme una guitarra, una copa de vino generoso y que prosiga la fiesta!
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LA BÚSQUEDA
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. Cuando llegué a Guaramburé, casi en los linderos del lago Ypötï, no me imaginaba aún las dificultades que nos aguardarían en la búsqueda. Mis dos acompañantes mascotas y ayudantes voluntarios apenas cabían en su propia envoltura de carne y huesos, del terror abismal que los embargaba como oficial de justicia descarriado. No digo que uno no debiera tomar precauciones y ser prudente; pero de ahí a tener pánico de cualquier cosa hay un año luz de circunferencia, digo diferencia.
Por otra parte, teníamos armas, bagaje y herramientas para cualquier contingencia. Desde pegar el vil botón caído de una sfurcia mimetizadora hasta soldar el cañón de un catzobuk con soplete de hidroxinógeno. Nada nos detendría en nuestra paciente búsqueda. ¿Me preguntan qué buscábamos entonces? Aún lo recuerdo muy vagamente dado el tiempo transcurrido, pero creo que era un hueso maxilar bifronte del distinguido, pero ya extinguido y mítico ornitorrinco hormiguero ovovivíparo, perdido desde el período perjurásico.
Incluso mis dos acompañantes-mascotas, trataron de disuadirme entonces de encontrarlo al borde del lago, sugiriéndome que lo encontrásemos algo más al norte de nuestra sombra cenital. Tras ubicar geográficamente a nuestras sombras, siguiendo la sinuosa línea sub tropical de Aries que circunvala el hemisferio ecuatorial del Chacón meridional, nos dispusimos a encontrar el dichoso hueso. Sólo que para entonces, quizá dejase de ser un ornitorrinco hormiguero para transformarse en mangosta melífaga. ¡Esta fauna mitológica está cada vez más irresoluta! Cosas de la biología fantástica, digo yo.
Lo cierto es que mis eficaces colaboradores estaban tiesos de pavor y la causa exacta me era aún desconocida entonces. El miedo es harto contagioso por razones no del todo claras, y los dos no sabían quién contagió a quién y yo tampoco. Sospecho que la revisión de viejos documentos, —olvidados en el baúl del vecino— tuvo algo que ver con esta anomalía, o mejor, animalía. En ellos se hablaba de un animal totémico desconocido, que habitaba las profundidades del lago y salía los días miércoles del tercer mes de los años bisiestos terminados en pares, a exhibirse superficialmente y de paso fagocitarse algún cristiano, gnóstico o ateo funcional que se pusiese a tiro de sus fauces. Tal lo afirmaban esos códices apócrifos, celosamente ocultos a los profanos.
La existencia del dichoso animal nunca ha sido debidamente comprobada, ya que, quienes lo vieron... o creyeran haberlo visto, fueron devorados o simplemente olvidaron lo pasado, pisándolo, como lo hace el pueblo ante la corrupción. Y como saben, cualquier leyenda se inicia como alucinación individual, luego se hace colectiva y por último, masiva. Dicen, o presuponen, que dicho monstruo es un delfín atiburonado sextúpedo —aunque invertebrado y de lomo cartilaginoso— similar a ciertos políticos de espinazo flexible como salario de magisterio tercermundista.
Pero volviendo a nuestra presencia en el lago, se estaba haciendo ligeramente insoportable pese al paisaje, pletórico de jojobas, cactófagos y guayacanes desperdigados en fila india por el entorno. Un hilillo de agua ligeramente turbia salía de las orillas del charco con ínfulas de lago e iba ascendentemente, a extraviarse hacia los altos montes circunvecinos, donde tornaba a evaporarse y repetir su eterno ciclo cada vez más rotativo y cada vez menos periódico. ¡Qué naturaleza indecisa ésta! Uno de mis colaboradores se pasó de vueltas con el pánico quedándose paralizado por dos lunas y media, inservible para nuestros fines. El hallazgo o no, del bicho totémico, podría traernos más complicaciones de las esperadas y la más desesperada de las implicaciones.
Ese animal mitológico, —decían los antiguos sacerdotes de la Lujuria Lunar—, era parte de nuestra heredad perdida tras el pecado pre-original. La tarea de recuperarlo sería la culminación de toda una vida de oblación sacrificial vivida a regañadientes. Como sabrán, mis colaboradores estaban sin cesar de temblar desde que nos aproximamos al lago y uno de ellos, aullaba para tranquilizarse mientras, el otro, silbaba trémolos en mi bemol menor en septima disminuida, como tratando de exteriorizar su inquietud. Los comprendí perfectamente. El primero, era el knopus más fiel que tuve jamás. Tan mimoso que cuando mi hijo lo torturaba con fuego por sus rabos, le lamía la mano a éste con tal devoción que se olvidaba de sus incendiarias penas de torturado. Casi me recordaba al pueblo mangurujuense y su masoquista vocación de ser domesticados. El otro fiel ayudante-mascota, un psik, era muy servicial y buen confidente para mis días en baja. Gustaba de relatarme en su lengua transmaterna, lejanas leyendas de princesas ranas y emperadores gerentes o gerontes —no recuerdo bien— de megalopólicas empresas post-diluvianas, en pos de regalías, ilicitaciones y subsidios ilimitados.
El lago ardía bajo la novena luna semiplena —a tal punto, que debí usar gafas ultra coloradas—, pero la presencia del monstruo milenario se hacía desear, como si lucrase con nuestra temerosa expectativa ante un hallazgo trascendental. Mi fidelísimo knopus ayudante se recuperaba poco a poco de su vigilia de pavura. Ya no trinaba silbidos en mi bemol menor, y su taquicardia era normal: 188 latidos por minuto en cada uno de sus tres corazones (ya os dije que era harto cariñoso). El psik dormía, tras largas horas de temblorosa vigilia. Sus dos pares de rabos se alternaban para espantar a los insectos —dermatófagos, volátiles y saltábiles andantes— en sincronizada y automatizada labor, no exenta de cuotas de placer auto infligido.
Me sentía solo ante la explosión de luz selénica, como si tras una vida entera buscando el perdido hueso del ornitorrinco hormiguero, hallase sólo su polvareda o su fósil momificado. ¿Aguardaría quizá más público para hacerse presente? ¿Querría más testigos de su ausencia? Suspiré por enésima vez, como locomotora en celo de ferrocarril en bancarrota.
El monstruo de las profundas superficialidades del lago Ypötï no hacía ningún esfuerzo para dar a conocer su triunfal reaparición, tan aguardada por muchas generaciones de mangurujuenses. Mas, mi paciencia podía llegar a límites más allá de lo absoluto.
No dejaría de ojear sus quietas y superficiales aguas de profunda soledad. Algún día lo vería emerger del fondo de los recuerdos viscerales y atraparía su imagen para siempre. No me dejaría devorar la imaginación, bajo ningún punto de vista. Sépanlo de una vez. Atraparía, si pudiese, en verdad os digo, al monstruoso delfín atiburonado —catatónico e indeciso— que moraba en las profundidades de la memoria. No escaparía, ni aún escudándose tras los fríos muros del pensamiento especulativo de toda extrapolación filosófica que se preciara de tal.
Recuerdo años atrás, cuando era superficial de Inteligencia de una conocida unidad del Ejército de Perdición (el de Salvación había quebrado ya su capital moral a causa del Efecto Guaripola), y tocaba entonces el cornafuso en la banda del sargento Tamarindo Péstez. Claro que lo hacía sólo por vocación de ser vicio; nada más. En aquella oportunidad, fui llamado por mis aspirantes a superiores, a fin de participar en la búsqueda del antepretehistórico hueso, extraviado en los ignotos alrededores de este lugar. La emoción que me embargó en aquella ocasión, habría sido tan intensa que casi perdí el silbido que no el habla.
¡Imaginen ustedes cuánto honor, para mi modesta persona, el hecho de haber sido designado para tal honrosa misión! Como todos ustedes saben o creen saber, el lago Ypötï —situado en el hemisferio ecuatorial— es tributario del río Pokarë, y alberga, —o al menos eso creía— casi todos los misterios de nuestras magnas tradiciones; entre ellas, el perdido hueso del mítico ornitorrinco hormiguero. Debía hallarlo, aún a costa de los más ingentes y tangentes esfuerzos, que bien lo habríamos.
La novena luna semiplena descendía hacia su lecho situado tras el plateado horizonte del lago, bostezando olvidos tras una noche orgiástica de luz, pero el esquivo monstruo del lago retardaba su irreal aparición. El knopus, aún tremolaba de pavor y sólo se calmaría cuando la novena luna plena descendiese totalmente a su cuna, más allá del horizonte. El psik velaba aún y no daba señales de fatiga. Por tanto, lo dejé en guardia para que cuidase del instrumental y el equipo de rastreo de huesos y palabras perdidas en diccionarios posmodernos.
Tal vez no supe estar a la altura de tal misión, o quizá mis ayudantes eran algo más tímidos, cobardes y medrosos de lo prudencial. Nuestras sombras tampoco cambiaban de sitial como para que pudiésemos ubicar el lugar exacto donde podría hallarse el dichoso hueso.
Decidí levantarme de nuevo y salir a esperar la poco probable salida del monstruo del lago. El engendro se hacía aguardar demasiado para mi disgusto. El knopus había dejado de emitir esos sonidos de sexofón desafinado que le inspiraba el hipotético temor al engendro (no podía ser otra cosa, supongo), y se restregaba contra mis extremismos inferiores. Le di una cariñosa patada percusiva, que lo proyectó varias yardas a la izquierda de mi sombra, alejándose al trote para unirse al psik que aún velaba inmóvil como estatua de carne peluda.
Me puse en marcha hacia el borde inferior del lago, desde donde manaba el hilo de agua que se escurría hacia los altos montes, al otro lado del horizonte. No tenía planes acerca del hueso. Tal vez el ornitorrinco hormiguero húbose transmutado en mangosta melífaga de nuevo. Nunca se sabe lo que sucede con los míticos animales extraviados de la memoria, una vez que estén a buen cubierto de nuestra vista, o luego de esquivar el bulto a la arqueología. Tal vez no estuviese tan extraviado como se cree. Recuerdo que las horas abismales pasadas en la vera del lago, me trastornaron ligeramente provocándome pesadillas y livianillas turbias como licitaciones públicas.
Ustedes saben que es muy duro encarar una misión como aquella sin el apoyo decidido de los verilios, camarólogos y neuroplásticos; y todo ello, sin contar con la carencia de litocarburos efervescentes, tan necesarios para detectar palabras ocultas en el criptograma subliminal. Me preguntarán, sin duda, cuáles fueron los resultados de aquella no muy fausta aventura.
A decir verdad, nunca pude encontrarme espalda a espalda, en vida, con el delfín atiburonado; ni llegué a saborear caldo alguno de hueso de ornitorrinco hormiguero, ya que, las veces que estaba a punto de hallarlo, se transformaba, cual veterano travestí, en mangosta melífaga: un repelente mamífero reptilíneo de ambiguas formas. Pero no desistiría de tal empeño. El futuro es incierto y azaroso para con quienes fracasan en sus búsquedas y se extravían en los meandros vibóreos de la memoria pseudo-dimensional. Amnesia que le dicen.
Mis dos ayudantes sextúpedos, el psik y el fiel knopus (Aún no les puse entonces nombre alguno, por si acaso les daba por querer cobrarme salario), retozaban en la blanda arena aguardando mi decisión de dejarlo todo y regresar a la ciudad de Disfunción, capital de mi país.
El monstruoso delfín atiburonado, de muy flexible espinazo neopolítico, seguía sin hacer acto de presencia y privándome de poder ubicar el perdido hueso. Mi insistencia, proseguía con terca resolución burocrática. No debía volver sin la preciada reliquia ósea, asaz demasiado importante para los intereses de mi país y su cultura, por siglos suspendida en las evanescencias del tiempo y el espacio. Ese hueso era vital para nuestra identidad y nuestro reencuentro con los manes, lares y penates de la patria.
Según los sacerdotes de la Lujuria Lunar, el ornitorrinco hormiguero, fue, en tiempos muy pretéritos, el gran totem sagrado de nuestros antepasados, e incluso de nuestros post-presentes. Aún hoy, en algunas regiones del país, se rinde culto a su vieja memoria olvidada. Dicho culto se convirtió en política de veneración carismática sin perder fuerza ni color popular.
Me viene a la amnesia, de tanto en tonto, un tropel de recuerdos, desgastados por los días y los siglos. Dubitativos pensamientos, roles, nombres, apodos, patronímicos y rancios apellidos ilustres, de seres ilusorios aún no identificados por la historia, desfilan en mi mente. Pasé largas y angustiosas jornadas a la vera inferior del lago, aguardando con laudatoria paciencia la ímproba aparición del delfín atiburonado, que me orientaría en la misión. Por supuesto que en vano, como guardabarros de transatlántico o hélice de motocicleta.
El engendro se hallaba muy cómodo en la profunda superficialidad del lago y no daba señales de vida. En tanto, los estúpidamente fieles sextúpedos colaboradores: el psik y el knopus, ya relajados, se distendieron finalmente como intuyendo la nula presencia del largamente esperado engendro, cuya sola mención los aterrorizaba. En cuanto a mí, no podría ya retroceder o desertar de mi búsqueda. Ustedes saben que las viejas tradiciones precisan contínuamente de ser retroalimentadas, para que no se debiliten con el trote impávido del tiempo, que todo lo borra y diluye en el océano de los olvidos más profundos. No tenía salida, sino proseguir esperando.
Mas el dichoso engendro, no aparecía ni en retrato holográfico. El cansancio y la frustración de la espera, íbanse acentuando en forma aguda y prosódica, cual salobre agonía en terapia extensiva. La solitaria quietud del lugar, fue violada en tropel por los granizados graznidos de un knuff tricorne, extraviado tal vez de su ruta habitual, ya que esos rumiantes carnívoros no suelen deambular por esa región. Quizá olfateara su alimento favorito en la distancia. Recordé en aquel momento que el alimento favorito de un knuff era justamente quien les habla, o algún congénere semejante. Como no existían otros, en muchas trillas a la redonda, deduje que fui yo o mi aroma quien lo atrajo. Llamé a mis dos colaboradores —con un silbido en Sol menor en sexta aumentada— y tomé un arma blanca cargada con proyectiles de luz solidificada. Debería librarme del carnívoro rumiante antes que él se librase de mí. Por suerte esta pavorosa contingencia estaba prevista en el libreto, como verán.
De pronto, a diez pasos al sur de mi sombra, surgió la terrible forma del knuff tricorne, de entre la espesura del monte de jojobas. Sin dudar, dirigí hacia el mismo el tubo de luz solidificada y oprimí el corazón del disparador. Tras un destello cegador, el knuff recibió un duro impacto de luz blanca y, tras proferir otro amenazante rugido, se desplomó —herido en su amor propio, sin duda— como consta actualmente en el diccionario de las lenguas precivilizadas, o en raras y lujosas enciclopedias de edición incunable, con sus blancas páginas entintadas de sapiencia.
Tras recargar el arma blanca, me apliqué un poco de repelente discursivo para rechazar a los voraces insectos dermatófagos que pululaban por las cercanías de nuestro frugal campamento. El pobre psik apenas podía alejarlos con sus dos pares de rabos ortopédicos. Le apliqué también un poco de repelente.
El knopus no tenía problemas, ya que no atraía sobre sí a dichos insectos. Una mera cuestión hormonal, según parece. O, tal vez los repelía por sí mismo, como ciertos políticos repelen al sentido común y a la lógica sin ayuda alguna. Sobre esto último no desearía aventurar opiniones apresuradas, ya que ello merece una reflexión más profunda y digerida.
Tras recargar el arma blanca y otra prolongada espera desesperada, comencé a deducir que el monstruo del lago era un ser inexistente, o simplemente no deseaba ayudarme en la ardua localización del hueso del ornitorrinco. Yo estaba casi seguro que no me devoraría a mí ni a mis ayudantes, ni intentaría llevarnos a sus ácueos dominios para tenernos como mascotas.
El tiempo acaba por diluir las leyendas y los mitos, sin misericordia ni tregua. Ustedes lo saben mejor que yo. Tal vez, hasta recuerden aún al Mangurujú, bicho epónimo de nuestra patria. Llegó a desaparecer poco a poco. Primero de ríos y arroyos; luego de lagos y de la imaginación popular. Finalmente, se esfumó hasta de oficinas y dependencias ministeriales y por último de la oculta toponimia nacional.
Hoy apenas es un ejemplar legendario. Un ser burocrático que, muy trabajosamente, sobrevive en membretes de documentos y billetes de banco inflacionarios o bonos del Tesoro.
Mas ustedes saben que la esperanza es lo último que se aleja de nosotros. Cierta terquedad —de matices sonoramente onomatopéyicos— aún mantuvo latente mis ansias de esperar la aparición del mitológico engendro del lago Ypotï, el cual a ésas alturas apenas tenía caudal como para una laguna de cuarta. El implacable sol y la polución sonora del silencio imperante, lo iba reduciendo a mero espejismo innominable.
Observé la proyección de mi sombra y tras consultar el reloj de quartzsol, resolví aguardar la salida de la décima luna. Eché un astigmático vistazo a mis viejos libros —que siempre llevo conmigo en mis expediciones— buscando alguna clave oculta que me permitiese interpretar la situación.
Tras consultar página tras página de mis valiosos códices, comprobé alucinado que habían enmudecido quizá para siempre. Tal vez la humedad, o simplemente una amnesia irreversible acallaron sus voces. Me sentí más desolado que nunca, como podrán comprender. Más abatido e impotente que Hypathia ante el incendio de la biblioteca de Alejandría; o César ante Brutus que lo apuñalaba filialmente. ¡Mis queridos libros de Prehistoria Mitológica reducidos a páginas en blanco, como cerebro de ministro de lo Interior! ¡Mis valiosos incunables, convertidos en chatarra literaria, como viles certificados de ahorro en negro! ¡En páginas mudas como empleados públicos en jornada laborable! ¡Inútiles como carnet de soldado veterano jubilado!
Magro porvenir esperaba a mi país; la República de Mangurujú y sus habitantes, en caso de fracasar en mi búsqueda de la sinrazón del ser necional y otras sinrazones tan caras al pueblo. A partir de allí, tuve que confiar sólo en mi agotado instinto, y en el áspero olfato de mis aún fieles colaboradores: el knopus y el psik, que se reponían poco a poco de los días de terror sufridos. No disponía yo de referencias conocidas acerca de cómo sería el ornitorrinco hormiguero. Ni tan siquiera vagas alusiones de fábulas y modernas tradiciones futuristas, o por lo menos alguna descripción de nuestros remotos antepasados que pudieron quizá contemplarlo entonces. Mi ignorancia supina superaba los peligrosos límites aceptables. La intuición no me iba a servir de mucho tampoco. Con un silbido en tono de sol en séptima menor, llamé al psik y en su lenguaje de señas le ordené rastrear matorrales, arenales, cerros y collados, donde había nacido aquel hombre del bermejo partido desgarrado. No se perdería nada con intentarlo. Luego convoqué al knopus y con trinos armónicos (No conocía éste otro lenguaje), le sugerí que se zambullese en el lago, —cuya superficie se hallaba a la sazón bastante mermada— y olfatease bajo las aguas. Pese a su acendrado temor ancestral a los delfines atiburonados, no dudó en hacerlo. Sólo me restaba aguardar los resultados. Más no podía deshacer.
Tras media hora y cuarto de inmersión, el knopus emergió con las fauces vacías, pero con un brillo esperanzador en sus facetados ojos. Sus trinos ligeramente desentonados por la prolongada inmersión, me indicaron que habría algo parecido a un viejo exoesqueleto en el fondo, pero no estaba muy seguro de su origen. Luego de breve reposo, lo envié de nuevo a explorar el lugar de su hallazgo, tras su somera descripción de los huesos que supuestamente poblaban el fondo.
Hice un boceto previo del exoesqueleto hallado, de acuerdo a lo descrito por el knopus explorador subacuático, para intentar luego analizarlo detenidamente. El psik aún no regresaba de su terrenal exploración, lo que me intranquilizaba un poco, aunque éste era lo bastante prudente y sabría eludir a los astutos depredadores, recaudadores y aduaneros de la región.
En tanto, el knuff tricorne se recuperaba del impacto de luz solidificada con que repelí su incursión, y tras emitir un débil quejido de reprobación, se alejó hacia la espesura del monte de jojobas gigantes. Evidentemente, mi reacción lo había disuadido de atacarnos y resolvió, de motu proprio, buscar otras presas más desinformadas y accesibles. Me dio un poco de lástima dejarlo con hambre, pero debo apreciar demasiado mi carne como para prescindir de ella en tanto respire yo. A los pocos, reapareció el knopus desde el fondo del lago. Había dibujado algo, pero la humedad tornó ininteligibles sus torpes trazos de tinta plana. Sentí un escozor en el alma al suponer que debería ir yo mismo en pos del objeto hallado.
De pronto, se me ocurrió buscar una larga cuerda que incluimos por si acaso en el equipaje. Tras trinarle en re bemol menor —para ordenarle bajar al fondo con la cuerda y atar el exoesqueleto hallado— dije que trataría de izarlo a la superficie, tirando de ella entre los tres. El psik no tardaría en regresar, y sólo deberíamos aguardar el resultado de la operación. Mi fiel knopus fue al fondo con la cuerda. Sus cuatro pulmones le permitirían permanecer lo justo y necesario para concretar la faena de rescate, de lo que pareciera ser la reliquia ósea que procuráramos tanto tiempo.
Media hora más tarde, el psik retornó con las garras desgarradas de cavar frenéticamente por los alrededores. En su fino lenguaje, me transmitió lo vano de su larga búsqueda y su sincera desesperación ante nuestra frustrada expedición. Para tranquilizar sus ansiosas taquicardias, le expliqué que su compañero el knopus, habría encontrado algo en las profundidades del lago y no tardaría en regresar. Una vez calmado y con el aliento normalizado, aguardamos la reaparición del knopus, tras la cual, sólo deberíamos jalar la cuerda para obtener nuestro precioso botín paleontológico.
Este se hizo esperar algo, pero reapareció trinando de satisfacción aunque algo desafinado. Sin dudar nos dispusimos a jalar la cuerda, lo que hicimos con redoblado esfuerzo, pues el peso del viejo exoesqueleto superaba mis previsiones.
Tras largos minutos de jadeos, sudores y saliva, logramos acercar lo recuperado a la costa del lago. La impaciencia y la emoción casi nos devoraban ante la expectativa de culminación de nuestra larga búsqueda. Observamos lo capturado y quedé plenamente convencido de que era lo buscado. ¡El honor y la gloria nos aguardaban en la capital! ¡El hueso mítico volvería al altar de la patria!
El animal debió haber sido bastante robusto y pesado. La capa ósea externa, que lo cubriera en remotas eras, pesaba mucho. Tenía aletas palmeadas como las del extinto pingüino emperador y carecía de orejas. Su enorme pico dentado y aserrado aún se conservaba en buen estado y, sus ciento doce costillas falsas no habían sido profanadas por depredadores ni prostituidas por la humedad del lago. Tras el impacto emocional del momento razoné fríamente y decidí comunicar nuestro hallazgo a los sabios sacerdotes de la Lujuria Lunar, residentes en Disfunción, la capital.
Intenté comunicarme con la Sociedad Paleohistórica para transmitir la noticia del hallazgo. Mi telepulsador láser funcionó perfectamente y pude obtener contacto con el propio presidentísimo de la Honorable y ciento diecisiete veces Magna Asociación Científica de Manguruju. Este me recomendó que le cursara la más completa descripción de los restos hallados, lo cual hice inmediatamente. Esta relación —a causa de mis escasos conocimientos de paleontología— se dificultó un poco, pero tras una hora y veinte minutos de transmitir detalles del fósil, llegó la amable respuesta del tres veces ilustrísimo presidente:
“—¡Imbécil de seis por ocho, eso que me describe son los restos de un delfín atiburonado, cuyo único ejemplar conocido habitaba ese lago! ¡Prosiga búsqueda del hueso del sagrado totem patrio como sea! ¡Búsqueda no debe cesar jamás para gloria de la nación! Stop”.
En vano insistí en que me transmitieran datos fidedignos acerca del ornitorrinco hormiguero, por lo que levanté el campamento y regresé a Disfunción. Lo único positivo es que mis fieles colaboradores perdieron el miedo al delfín atiburonado para siempre. Ahora, supongo que querrán saber cómo acabó mi búsqueda tan llena de subsaltos y emociones. Tras mi regreso a la capital, me comunicaron mi dimisión unilateral y cesantía irrevocable del equipo de mitología histórica patria y de mi cargo de buscador oficial de huesos extraviados.
También pidieron mi desafuero vitalicio, por ignorar cómo era el ornitorrinco hormiguero y por desconocer el Himno Patrio Reformado al Hueso Perdido. ¡Ah! ¿me preguntan acerca del knopus y el psik que me acompañaron en dicha misión?
Finalmente, tras una temporada de descanso llegué a la conclusión decisiva de que quizá todo fuera un sueño y tal vez pudieron no haber existido ambos.
Por la cara que ponen, veo que ustedes no están ciento por ciento seguros de la veracidad de mi relato acerca de dicha aventura en la búsqueda del hueso prehistérico.
A decir verdad, yo tampoco.
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El jaguar y el cazador
2º Premio del Concurso Charles Dickens de Cuento Breve 2005

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. Kwälapöngi, el cazador nivaklé, olfateó a Köz’Jaät el jaguar. Preparó su arco y su más afilada saeta —ya previamente bendecida por el chamán—, para enfrentar a la astuta fiera cuyas carnes podrían, además de alimentar a él y a su tribu, proporcionarles la astucia y el valor de las que hacía gala en sus rampantes correrías. Kwälapöngi no tenía miedo del astuto felino Köz’Jaät. Más bien respeto y hasta si se quiere, admiración.
¡Tantas veces lo había visto —por los viboreantes senderos y cañadones— lucir su lasciva musculatura y elástica silueta, en pos de esquiva caza! No. No sentía miedo; pero así tampoco podía evitar que su corazón guerrero tamborileara, cual los telúricos parches de las sagradas cajas que hacían vibrar el vientre de la noche ritual del Chaco Boreal.
Köz’Jaät olfateó con felina impaciencia al esquivo y casquivano viento. P’alha’ä: el-hombre-que-mata-de-lejos, estaba cerca. El inconfundible aroma de sudor y algarrobo lo delataba. “—Si lo llego a cazar —pensó con su astuta lógica —he de adquirir el coraje y la sabiduría de los bípedos-del-brazo-que-vuela-y-mata, mas no debo dejar que me sorprenda”.
Volvió a agitar sus sensibles belfos para asegurarse de la ominosa presencia de su ancestral enemigo disponiéndose a la lucha.
Sabía que P’alha’ä —además de astucia e inteligencia— disponía de armas para prolongar el largo de su brazo y además, de certeza mortal. Pero también estaba seguro de su increíble fuerza y agilidad. En esto aventajaba al cazador y de su astucia dependería que sorprendiese a éste antes de darle oportunidad de arrojar su letal venablo de caña y alecrín templado a fuego y paciencia durante las luengas noches de fogata, chicha, algarrobos e instintos básicos adormecidos.
Kwälapöngi y Köz’Jaät ya se presentían próximos uno del otro, aunque no se divisaran aún. Tensos estaban ambos —como las cuerdas cósmicas que entretejen a las galaxias—, con las fibras musculares a punto de estallar en fragmentos meteóricos.
Su primigenio universo selvático íbase contrayendo, como tratando de absorber a ambos guerreros en sus fauces. Giraban sin pausa por los espinosos cañadones tratando de huir del soplo delator en paroxística danza, como enamorados de la muerte, quien se quedaría con el que se dejase sorprender primero... o con ambos quizá.
La distancia —que los separaba y unía a la vez— disminuía ostentosamente, mientras su alocada coreografía acechante seguía sin pausa entre jadeos, sudores, espasmos y latidos. La microcósmica danza los aproximaba al instante supremo en que uno caería en los brazos o garras del otro inexorablemente. Llegó el punto en que ninguno rehuiría la batalla, ni su destino. La osmosis los uniría en una suprema comunión alimentaria, en que ambos guerreros se conjugarían en un solo cuerpo y alma. En suma: la ley de la naturaleza en su máxima expresión.
De pronto, como presintiendo el desenlace de tan singular combate, el astuto Köz’Jaät, con un pavoroso salto ascendió ágilmente a las ramas de un robusto algarrobo. Las alturas son inmejorables para ver sin ser vistos y atacar por sorpresa. Especialmente si el adversario dispone de las extrañas armas arrojadizas que burlan la distancia, y buscan el corazón contrario con filosa decisión y mortífera precisión.
Kwälapöngi ya tenía su aserrada flecha calzada entre el arco y la cuerda. No dudaba de la proximidad de su adversario, ni de la posibilidad de ser, él mismo, presa de su digno oponente. La suerte estaba echada en el lúdico y letal microcosmos chaqueño.
El cazador nivaklé se detuvo un momento para vivisectar el espacio que lo circundaba. Sabía... o presentía que Köz’Jaät acechaba lo suficientemente cerca, aunque no estaba a tiro de ojos. Se apoyó de espaldas en un tronco de algarrobo para evitar ser atacado por retaguardia, mientras tensaba la cuerda del arco. La espinosa y rala vegetación del cañadón le impedía maniobrar con su larga flecha, por lo que debía ser harto precavido. El tiempo se detuvo en una elongada e implacable eternidad de instantes sucesivos, durante el prodigioso salto con que el astuto Köz’Jaät se proyectó sobre él.
Ambos se confundieron en una única materia carnal-espiritual. En un abrazo ritual agónico y protovital. El nivaklé apenas pudo alzar la punta de su saeta al sentir la ominosa sombra caer a raudales sobre su empenachada, testa ornada de viriles atributos plumarios con que proclamaba su viril condición de cazador-guerrero.
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Tras varios días de búsqueda, los demás cazadores de la tribu de Kwälapöngi hallaron sus restos, devorados por insectos y buitres junto al esqueleto de un gran jaguar cuyas fauces abiertas tenían una larga flecha, aún no disparada, clavada accidentalmente en su boca y cuya punta llegaba casi hasta donde latieran sus entrañas.

. Cuentan los abuelos nivaklé que, los inquietos espíritus del cazador y el del jaguar, juegan eternamente su alocada danza ritual en los celestiales pagos de Yinkä’öp, tratando de alcanzarse el uno al otro, y así seguirán hasta el final de los tiempos, entrecruzándose inmaterialmente, sin poderse herir jamás, pues se merecen el uno al otro por su valor y pocos valientes escapan del eterno juego del acecho mutuo.
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ALMITAS
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Almita AA0234, sonrió con amor y beatitud, emitiendo un rayo de luz hacia lo infinito.
—Ellos todavía creen que sigo vivo, pues mi cuerpecito aún late en esa sala por medio de aparatos vitales. Piensan que hasta pueden extraer más órganos del mismo.
Almita BA043 quedó pensativo unos instantes y respondió al primero: —Tengo entendido que naciste en un país del sur de la Tierra...y te llevaron, tras adoptarte, para servir de depósito de repuestos de cuerpos ajenos.
Almita AA0234 prosiguió: —¡Así fue! Un equipo de leguleyos nos compró de nuestras madres por treinta monedas; otros fueron secuestrados de hospitales, con el propósito de darlos en adopción. Pero finalmente, fuimos llevados a Tel Aviv, Londres, New York, Amsterdam o Zürich, donde, tras sanitarnos y alimentarnos, nos enviaron a quirófanos. Luego nos provocaron coma cerebral para poder donar nuestros órganos por mucho dinero —respondió Almita AA0234 con otra sonrisa—. Sin quizás saberlo, estos modernos caníbales nos evitaron los sufrimientos que nos aguardaban a lo largo de la vida para la cual encarnamos. Vivir en un país lleno de miserables y algunos pocos ricos opulentos es una experiencia terrible y cruel. Madres prostituidas, padres delincuentes o alcohólicos, hermanos vándalos y patrones insensibles. Eso nos aguardaba. ¡Ahora somos libres!
—A mí, en cambio —dijo Almita RJ2304—, me raptaron de un hospital de indigentes, a poco de nacer, en Brasil. Un viejo ricacho de Texas necesitaba un par de ojos para su nieto ciego de nacimiento. Pagó más de trescientos mil dólares por mi cuerpo. En menos de una semana me descuartizó un matarife, doctorado con patente de cirujano. El resto de mis órganos, aún sanos, fue colocado en cientos de miles de dólares más, aún estando vivo. Muchos se enriquecieron con nuestros cuerpos.
—Yo ni siquiera tuve la suerte de ser anestesiado —replicó Almita AS0456—. Simplemente mientras dormía en un banco de plaza, frente a una iglesia, con otros niños compañeros de infortunio, fuimos masacrados a tiros por pistoleros con uniforme de policía militar en una ciudad del Brasil. Muchos llegaron aquí por esta causa. Nos consideran un estorbo al progreso y al orden. Como en mi ex país, orden es progreso... nos matan a tiros, de hambre o con trabajo esclavo. Y eso cuando no obligan a nuestras madres a abortarnos. Ahí está, por ejemplo, nuestra amiguita Almita AA0451, cuyo nacimiento fue interrumpido por una patada del padre contra la madre; o Almita ANY0765, abortada por “médicos” a cambio de dinero. Algo común donde reina el subdesarrollo espiritual.
—¡Ah, hermano! —exclamó Almita AA0234—. ¡Si supieras lo que está ocurriendo ahora mismo en ese planeta! ¡Para halagar la vanidad de las ricachonas finas, ofrecen productos cosméticos y afeites varios confeccionados con extracto de nonatos humanos abortados! ¡El summum de la delikatessen femenina! Y eso que en las escuelas y colegios enseñan que la denostada antropofagia es cosa del pasado.
—Es muy triste que todo esto ocurra en el apogeo de la tecnología, el derecho y la ciencia —replicó Almita AS1230—. Y en un planeta en donde debería reinar el amor.
—En el fondo, el hombre no ha cambiado mucho —explicó Almita AA0274—. Sólo que ahora no se mata por que sí, indiscriminadamente, sino con selectividad, discriminación... y saña. Los débiles son siempre los pisoteados en los aras de los dioses de los metales forjados para la guerra y el comercio. Marte y Mercurio; espada y caduceo: infames aliados de ocultos poderes imponen sus perversas leyes en el mundo material. Mientras, Eros y Psiqué languidecen en inaccesibles parnasos, de tristeza o aburrimiento.
Almita AS1230 prosiguió por su parte: —La niñez, casi es inexistente. Apenas aprendes a andar erguido y ya tienes que ir a escuelas castradoras, donde aprendes a ser ignorante con certificado gracias a docentes mercenarios de un sistema perverso y alienante, que no se sabe si enseñan o ensañan; o a sobrevivir en calles y plazas... o ambas cosas. Políticos, empresarios y uniformados con armas complotan para deshacerse de potenciales futuros marginales, reduciéndolos a servidumbre e ignorancia, o condenándolos a la delincuencia con el caramelo del dinero fácil. ¡Y pensar que esos tipos también fueron niños como nosotros! En el fondo, hemos sido afortunados de no ser crucificados en vida por la sociedad. En lugar de la miseria terrenal estamos en este limbo inmaterial aguardando cumplir nuestro ciclo. Sólo sufrimos por los que no tuvieron la fortuna de abandonar el mundo rápidamente como nosotros, sino agonizan toda la vida, acosados por la injusticia y las armas de los poderosos. ¡Estos son dignos de compasión!
—Así es —dijo Almita AS1765—. Esa prolongada muerte cotidiana que sufren los miserables del llamado tercer mundo, y aún los del primero que también los hay, es suficiente castigo y purificación, sin que encima haya que torturarlos y perseguirlos por pretender utopías igualitarias. Una profecía de los indios Hopi relata que se acercan los días de la gran Expiación y ello ocurrirá cuando desaparezca su montaña sagrada y santuario de Arizona: La Meseta Negra. Y no debe faltar mucho, puesto que una compañía minera la está reduciendo a polvo.
—Es más —agregó Almita OF204—.Todos ellos, me refiero a los zombies que habitan el plano de los cadáveres vivientes, deberán desaparecer para que el planeta renazca, feraz y ubérrimo, mediante pestes, guerras, terremotos o cualquier medio de nivelación biológica. Allí, en un relativamente cercano futuro podremos encarnar nuevamente y cumplir nuestro destino.
—¿Y qué se supone, será de los perversos? —preguntó Almita JU20498.
—Irán a mundos primitivos, acorde con sus bajas vibraciones espirituales. Tendrán que repetir el curso de perfección cósmica, desde pretéritos estados evolutivos. Por tanto, deberán volver a las eras prehistóricas para recomenzar todo. Su nivel espiritual e intelectual no da para más. Estaremos a siglos-luz de ellos —acotó Almita OB2098.
—¿Y qué debemos hacer en tanto, para aguardar nuestra futura reencarnación en la Nueva Tierra? —preguntó Almita AA0234. A lo que Almita OB2098 respondió finalmente:
—Mientras tanto, solo nos queda recibir y educar para ese futuro, a los niños e inocentes que nos envía la imbecivilización, en nombre del progreso y el orden.
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Un monstruo abominable
A una bestia llamaba Mono Sapiens

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Aterrado —irracionalmente, es preciso y justo decirlo— se revolvió en su precario e incómodo escondrijo, tratando de no ser visto ni oído por el repulsivo monstruo que se movía en sus adyacencias, y, al que contemplaba por primera vez en su vida. No recordó haber conocido —en todo su prolongado tiempo de existencia—, semejante aberración biológica. Tampoco en los centros de enseñanza, donde se formara intelectualmente vio —ni en imágenes siquiera— cosa igual.
Sus órganos de bombeo sanguíneo redoblaron los desaforados latidos, casi lindantes con la insurrección y su mente intentó vanamente serenar al resto del cuerpo. Gelatinosos temblores —de los que no era del todo ajena la cobardía, debió colegir en el caletre—, lo estremecieron ante la posibilidad, óptimamente probable por cierto, de ser descubierto por el aparentemente hostil especímen ¿viviente? que venía parsimoniosamente en su dirección, como reconociendo el entorno por primera vez; lo cual era casi seguro, pues nunca se habían divisado nada como eso que tenía ante sí, llegado desde el oscuro vientre del espacio, con certeza apodíctica. ¿De dónde, si no, llegaría tal espantoso engendro… bueno, quizá pensándolo mejor: esa forma de vida tan… exótica. No debía pecar de racismo, ese atavismo superado hacía eones, pero no pudo evitar sentir algo parecido al asco.
Otro estremecimiento lo sacudió por entero. ¡El horrible aborto cósmico —viviente o no, pues era difícil precisarlo a primera vista—, venía hacia él! Sus neuronas vibraron velozmente intentando hilar ideas coherentes. No podría huir como era su deseo, sin ser percibido. Y la probabilidad —abundante para más datos—, de ser localizado en su improvisado refugio aumentaba en proporción exponencial a cada instante, a cada movimiento dado por el extraño ser en dirección a él.
Observó mejor al monstruo articulado desde prudencial distancia. Sus torpes pasos, por llamarlo así —tal vez por la corpulencia que ostentaba—, eran más bien pausados, lo que delataban la imposibilidad o dificultad de moverse con cierta expeditiva rapidez. Pero ignoraba si el ser alienígena (—disimulando el asco lo llamaría así —pensó él, eclipsado por una roca que lo protegía provisoriamente) podría utilizar algún arma desconocida o acaso disponer de inteligencia. En todo caso, debía tenerla, puesto que de algún modo llegaría al planeta. Pero ¿con qué intenciones? ¿Habrían más monstruos por las adyacencias? ¿Sería una avanzada de invasión para una posterior conquista cruenta? ¡Tantos interrogantes pueden caber en una situación límite! ¡Y tantas respuestas hipotéticas también! Lo único que podría deducir con certeza apodíctica es que eso, no pertenecía a su mundo.
Recordaba que sus antecesores se habían impuesto en un lejano pasado, sometiendo a otras razas y especies, a extinción y esclavitud. No fue fácil escribir la historia y aún menos, vivirla. Muchos seres, considerados por ellos como “inferiores” debieron sucumbir e incluso desaparecer definitivamente, para que ellos sobreviviesen y conquistaran espacio vital. ¿No serían estos monstruos, en relación a ellos, lo que ellos fueran en el pasado para los primitivos habitantes del mundo conquistado? ¿No serían ahora ellos —los actuales amos del mundo— las próximas víctimas del extraño visitante y probable invasor? ¿No sería este ser una suerte de dios que regresaba por sus antiguos fueros, a reclamar sometimiento y sumisión nuevamente Tembló por enésima vez, luchando consigo mismo para alejar al miedo que pugnaba por poseerlo. ¡Tantas veces cazó y devoró presas inferiores, que la posibilidad de ser, a su vez, cazado y deglutido por alguna extraña criatura, lo ponía al borde del colapso nervioso! El monstruoso ser pasó de pronto bastante cerca, pero no pareció descubrir su escondite, quizá por haberse él mimetizado entre las rocas del lugar. Más temblores y espasmos recorrían su epidermis. El horrísono engendro de torpes pasos y bamboleante figura, no emitía sonido alguno fuera de los producidos por su desplazamiento y, tal vez, por lo que parecía una carga pesada que llevaba sobre sí. ¿Sería eso parte del ser, o simplemente un arma exótica y equipo de supervivencia? ¡Dioses! Era ímproba tarea adivinar o calcular, a causa de la penumbra circundante, la verdadera forma física del monstruo. Lo difícil se tornaba imposible. Hacía bastante que vivían en paz y dejaron de fabricar armas; por lo que se sentía indefenso e inerme al arbitrio del, o de los monstruosos visitantes. ¿Serían muchos? ¿Podrían resistirlos? ¿Tendría este monstruo armas devastadoras como las que antaño poseyeran los suyos para imponerse a los otros en la dura tarea de conquista de espacio en su mundo?
Espasmódicos calofríos recorrieron su piel nuevamente a través de sus poros. Transpiraba como un miserable condenado a la pena capital. Ciertamente, en su mundo ya no se la aplicaba hogaño, pero sabía de aprendidas que, durante la era post primitiva se la usó discrecionalmente. Y las variantes, utilizadas para ejecutarlas, eran tan imaginativas como crueles.
Su raza dominaba actualmente las artes, las ciencias, el gobierno mundial, las transacciones políticas, culturales, comerciales y los recursos del planeta. ¿Vendría otra especie, tan o más despiadada a reducirlos y esclavizarlos… o eventualmente a exterminarlos, robándoles su espacio vital tan duramente conquistado? ¿Habría una poderosa, monstruosa e inteligente raza en proceso de expansión colonizadora-esclavista o de exterminio? ¡Santo Nombre! Si no se hubiese sacrificado al antiguo culto en aras de la ciencia, hasta rezaría. Pero hacía tantos ciclos temporales que los antiguos dioses fueran olvidados o desplazados, cuando no prohibidos, por los más objetivos y menos crédulos preceptos científicos, más pragmáticos y menos metafísicos.
Siempre ellos se creyeron creados a imagen y semejanza del Gran Ingeniero del Universo, pero luego de la imposición del Magno Credo Sapiencial, las antiguas religiones y supersticiones desaparecieron o fueron abolidas. Nada restaba de culturas anteriores a la suya. Todo fue borrado de la memoria histórica, en utilidad de la política de dominación planetaria. Y ahora, apenas saboreado el fruto dulzón de la paz, el progreso y la justicia ... amenazaba con acabar el sueño e iniciarse la pesadilla ¿Quizá por exógenas venganzas de alguna providencia... o como se la llamase? ¿Volverían los antiguos y sanguinarios dioses por sus fueros? Pero...¿tan crueles serían los olvidados dioses, como para crear semejantes y absurdas criaturas vivientes? Porque era evidente que el visitante extraño no parecía un autómata. Tal vez mitad órganos vivos, mitad engendro artificial, o...lo que fuese. Pero de ser real, lo era sin duda. ¡Estaba ahí mismo, ante su azorada vista, como si siempre hubiera vivido allí!
La abundante transpiración brillaba en su clara y fina piel de estirpe noble. El temor de perder cuanto se hubo logrado tras eones de evolución genética, técnica, científica y jurídica, lo atormentaba. Seres horripilantes, como el que aún estaba ante su aterrada e impotente visión, no debían de poseer piedad alguna. Sólo los seres bellos y de áureas proporciones son cercanos y afines a la perfección, a los sentimientos nobles, a las virtudes y a la ética.
Recordaba las imágenes de los torvos gestos expresivos de sus primitivos antepasados violentos. ¡Eran feos, realmente! Pero aún así, la comparación entre aquéllos y esto... era abismal. El esperpéntico ser (—Debemos ser magnánimos con las criaturas ajenas a nuestro mundo, —pensó de pronto, entre espasmos y temblores) puso un extraño aparejo que evidentemente traía consigo, cerca de allí, y giró de pronto, volviéndose a por donde había venido.
Los recios temblores retornaron a un paroxismo paranoico exasperante. El frío terror alcanzó en él cumbres insospechadas y sus poros expelieron ríos de sudor gélido. ¡Ese monstruo no debió haber venido en son de paz! Sería imposible que tanta fealdad habitase en algún sótano tenebroso del Universo. Debería tratarse de una atroz pesadilla, fruto quizás de su conciencia, atormentada por milenios de crueles injusticias! ¡eso, no podría ser real! y sin embargo... allí estaba; transitando como por su casa, aparentemente sin preocupación alguna.
El horripilante monstruo pasó muy cerca de Vraa’Nkh —que de él se trataba—, sin verlo ni percatarse de su existencia. A paso inseguro se fue alejando a ras del suelo ¿Hacia el vehículo que lo trajera? ¿Hacia otros congéneres igualmente hostiles?
Respiró aliviado al notar el mayor alejamiento del extraño y exótico ser. Hasta sintió ganas de regurgitar de horror. ¿Sería posible que existiesen esos bichos tan extraños y repulsivos, cuya figura inspiraba hasta lástima por su fealdad? ¡Esas extremidades articuladas con las que se desplazaba a trompicones! ¡Esa protuberancia superior, como de órgano pensante, donde un par de brillantes puntos parecía detectar al entorno! ¡Y esos dos órganos prensiles, con cinco cortos tentaculillos articulados en sus extremos con los que asía objetos! ¡Algo imposible de concebir ni en la imaginación más perversa y fantástica! Incluso ese par de largas extremidades que utilizaba para desplazarse no daban la impresión de formar parte del extraño ser, sino de algún adminículo ortomecánico o algo parecido.
De pronto vio, a lo lejos, un objeto que se elevaba estruendosamente al espacio, seguido de una luminosa estela candente.
—¡Se va! —pensó con júbilo. —¡No nos ataca ni adopta actitud hostil. ¡Tal vez no fuese tan malo a pesar de su tosca fealdad!
Vraa'Nkh lanzó varios suspiros simultáneos de alivio al saberse fuera de peligro, al menos por el momento. Sintióse igualmente afortunado de disfrutar de un físico armonioso y lúcidamente perfecto; con cuatro cerebros independientes y localizados, siete ojos enormes y facetados. una piel fría y cristalina, decenas de tentáculos de extensión variable a voluntad; un cuerpo gelatinoso, translúcido y amorfo, capaz de levitar, detenerse o deslizarse y hasta tomar formas insospechadas...
Vraa'Nkh aliviado, intentó mentalmente revivir olvidadas oraciones e invocaciones, dando gracias a los ya olvidados y prohibidos dioses que los habían creado, a su imagen y semejanza, para la gloria del universo.
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Un grito en el corazón de la noche
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. El nuevo alcalde policial del pueblo escuchó el relato del tahachí (agente soldado) con una sonrisa de incredulidad. No era el típico contratado de las Delegaciones de Gobierno rurales, de bajo nivel cultural y sórdido pasado; ni el clásico patán uniformado de los que solían pulular por las comisarías (alcaldías, decían antes), por lo general con varios homicidios de gatillo fácil en su haber. Más bien era alguien que, por razones no del todo claras, abandonó la capital para pasar una temporada en el interior del país a cambio de la mísera pitanza pagada por la Delegación de Gobierno del IX Departamento de Paraguarí.
El conscripto, entre mate y mate a la vera del humoso fogón, relató al nuevo jefe de la comisaría acerca de los extraños sucesos que tenían lugar en ese lejana Compañía (distrito) rural del pueblo de Roque González, llamada Simbrón, una aldehuela de mil doscientos habitantes, incluidos el idiota y el borracho del pueblo que no podían faltar en el censo demográfico.
—Así es mi comisario... —dijo el recluta entre sorbo y sorbo del caliente mate—. El bicho ése, enviado del infierno, ya atacó a varios peones y dicen que mató a tres. Destroza a los animales vacunos y desangra a las ovejas. Nadie pudo verle en la oscuridad. Creen que es un ser peludo y baja pero con una fuerza de veinte hombres. Todo el mundo anda asustado y al caer el sol se trancan en sus el maldición.
—¿Y qué pasó después? —preguntó el alcalde al conscripto. —¿Desde cuándo apareció el monstruo aquél de que me estás hablando?
—Tengo miedo, che comí —dijo el azorado recluta—. Cuando hay luna llena, los pobladores trancan sus ranchos con cinco alcayatas. Y si hay luna nueva le rezan diez avemarías y siete credos a san Onofre y a san Lamuerte, con ocho velas y dos vasos de guaripola, por si acaso. Dicen algunos que es una maldición enviada por el finado Recalde Pukú, quien fuera asesinado por orden del coronel Bento de la guarnición militar de Paraguarí.
—A ver, contame ese caso, reclutón —pidió el nuevo alcalde al número de guardia que cebaba el mate—. ¿Qué tiene que ver el coronel ése con el bicho que se zampa a los animales de los ganaderos?
—Hace como diez años que apareció el coronel Bento por esta zona y comenzó a perseguir a algunos pobladores para comerles sus capueras y estancias. Dicen que el coronel es de confianza del general Stroessner desde el año cuarentisiete, y, a pesar de ser un coronel de reserva de infantería, manda más que el mismo comandante de la guarnición, que es general de división. El caso es que algunos abandonaron sus ranchos ante la prepotencia del coronel, pero Recalde Pukú le hizo frente y se le retobó y hasta le desafió en el boliche del pueblo a pelear de hombre a hombre. Recalde a los pocos días amaneció malherido a puñaladas. Antes de morir, acusó al coronel de haberlo emboscado y le echó una maldición. Todos tienen miedo, pero no tanto del bicho, sino del coronel. Dicen que es muy fiero y no perdona. Ha de ser cierto nomás, que mató a Recalde o lo hizo matar, pero no le cuente a nadie lo que le dije.
La noche íbase apoderando del pueblito y de sus habitantes. Simbrón, envuelto por los misterios de la oscuridad y la fría llovizna que castigaba la zona, no tenía sueño. El alcalde Brizuela no creía en bultos ni aparecidos. Era medio impermeable a las leyendas pueblerinas de fogón y media voz. Era en suma, un tipo leído y hasta sabía tocar la guitarra, cuyos sones ahuyentaban espíritus en pena y sombras de finados, que medraban, dizque, por los rincones de las capueras y montes. Pero lo de la prepotencia de los militares podía creerlo sin hesitar. Eran tiempos de injusticias y despojos, sin duda, y podría atestiguarlo, de tener la certeza de ser escuchado. Estaba seguro de que ahí nadie mentía. Es más; conocía al coronel Bento personalmente. Lo vio en el cuartel de Paraguarí, pegado como garrapata al comandante de la guarnición; más como celoso vigilante que no como escolta. Alto y flaco como pescado seco, de pelo ralo y canoso, con su inseparable revólver, "Smith & Wesson" del treinta y ocho niquelado al cinto. La mayoría de sus colegas usaban pistolas automáticas, pero Bento no formaba parte de la oficialidad "de carrera". Su carácter hosco y frío no admitía réplicas ni súplicas. Sabíase perro de presa del general y estaba orgulloso de ello.
El alcalde, tras media docena de mates y largo silencio meditativo, despidió al agente conscripto y encendió una lámpara de simple queroseno en la piecita del rancho doble culata que fungía de despacho y "oficina": allá, cerca del ventanuco una mesa mugrosa de grasa y polvo con un cuaderno medio deshojado que ejercía de "libro de novedades", un bolígrafo casi sin carga y un desvencijado catre de trama de cuero, probablemente lleno de chinches y otras sabandijas, que le serviría para echar sus fatigas al mundo de los sueños, sin perecer en el intento.
Pero, ¿ podría entregarse al reposo luego de escuchar cuanto le relatara el soldado agente, con el candor propio de los pilas del campo? ¿Soportaría su conciencia el vil despojo a que era sometida la gleba, víctima más que nada de su ignorancia de las leyes y otras trampas creadas justamente para la especulación? ¿Se atrevería a indagar los entretelones del caso?
Tantas preguntas se agolpaban en su mente como estafados en bancos quebrados, que casi no pudo conciliar el sueño y acabó nuevamente tomando mate al filo de la aurora, sin apenas pegar el ojo una media hora o menos.
—¡Buen día mi acarte! —saludó el locuaz y servicial tahachí—. ¡Tené' cara de no dormir, che komí!
—¡Buen día m'hijo! —replicó, más que saludó el nuevo titular—. ¡Acercate al fogón que hay mate espumoso! Seguíme contando lo del coronel ese que me dijiste ayer. ¿Hay más gentes en pleito con Bento o ya no queda ninguno?
—La verdá, che komí, tengo un poco de miedo de ese coronel. Pero por ser a vos, te voy a contar. Tomó un sorbo de mate y se hizo dar un buen resuello como para cantar a viva voz, pero luego reanudó con voz queda y medio asordinada: —Ya no quedan contrincantes. Cinco se fueron abandonando sus ranchos y hasta sus aperos. Creo que a Posadas o a Buenos Aires, no recuerdo. Los otros dos desaparecieron en manos de la policía de Asunción. Lo de Recalde Pukú usté ya conoce. Pero por favor, no hable con nadie de esta' cosa del diablo, que de otro no ha de ser, señor... comisario. Me va a mandar matar el coronel o su' hijo' kuéra (forma paraguaya de pluralizar vocablos). Eso’ tipo’ no perdonan una.
Tras asegurarle discreción, el alcalde Brizuela, desconocedor aún de las ocultas y penosas realidades de tierra adentro, más que nada, por ser un guacho de plaza, o sea, un engendro del asfalto. Se repantigó en el viejo apyká (banco rústico de costanera), disponiéndose a ser todo orejas. ¡Por fin estaría en contacto directo con cosas que se contaban en voz baja en la capital pero los diarios callaban sistemáticamente!
Años hacía que el gringo Stroessner, apodado "el rubio" por el populacho que lo entronizó, cual nefasto y oprobioso ídolo de adulones, manejaba el país como feudo familiar. Pero éste, contaba con sus apologistas y censores que silenciaban cualquier información no alineada debidamente en el riel oficial. Muchos jóvenes nacidos a mediados de la década del cincuenta o de los sesenta han olvidado los días de sádica crueldad y fueron domesticados a imagen y semejanza del déspota y su entorno. La falaz "seguridad" y "el orden", eran preferidos a la libertad y a la responsabilidad. Moloch y Marte, contra Venus y Minerva.
Fue así como nació la llamada "tierna podredumbre". Una generación banal, domesticada, acrítica y prepotente, al amparo de las universidades nacionales. En suma, untuosa: repugnante y falaz.
—Desde la muerte de Recalde Pukú, es que apareció esa cosa fea y peluda —prosiguió el soldado. —¿No tiene forma de gente, de cristiano? —interrumpió Brizuela— ¿o parece animal de otro mundo como esos dibujos de las revistas de Superman y otros parecidos? ¿Alguno de por aquí lo vio alguna vez?
—Ni uno ni otro che komí. Esa cosa no tiene nombre ni forma. Ni siquiera ko' estamo' seguro si existe. Nadie le vio de cerca, y como usté' sabe, en la oscuridá' todo' lo' gatos son pardo. ¿No?
El recluta sorbió otro trago de escaldante infusión de mateína, antes de proseguir su casi fantástico relato de almas en pena y sombras. —Los arrieros que fueron atacados por eso; perdone pero no sé cómo le puedo llamar, no dijeron demasiado. Apena' vimos lo que hizo y sus resultados: peones heridos y el ganado muerto. También soldaditos verde’ó (del ejército) del coronel fueron atacados por... eso. Y ha de ser nomás la maldición. Digo yo.
Se sirvió otro sorbo de mate, como para enganchar pensamientos y memorias, desde alguna torva dimensión desconocida.
—El coronel mandó traer una Compañía de Comando de la unidad de Paraguarí, para dar caza a... ¡bah! la cosa, que atacaba a sus capanga' kuéra. Y hasta ahorita mismo no pudieron hacerle nada. Como si eso se burlase de ellos. Y justamente el coronel Teófilo Bento pidió por usté al señor delegado de gobierno. El coronel tampoco es zonzo y cree que un tipo de la ciudad es menos miedoso que los de la campaña, porque lee mucha' cosa'. ¿Cierto pa, che komí?
—No del todo, agente. Simplemente nuestros miedos son diferentes a los de ustedes —respondió el alcalde entrante. —La gente de la ciudad le tiene más miedo a los vivos que a los muertos. Y más pánico a la luz que a las sombras. Los de la capital buscan la oscuridad y huyen de la luz. Especialmente los que mandan.
Una llamita estalló en el fogón campesino de una alcaldía policial remota, perdida entre los cerros del IX Departamento, como queriendo dar una señal al cosmos de más allá del barroso camino vecinal de una aldea llamada Simbrón. En ese instante, un súbito estremecimiento cortó el gélido aire de esa madrugada húmeda y fría; como si el aire y el silencio en su aterradora majestad imperasen de pronto enmudeciéndolo todo, enrareciéndolo todo, hasta las conciencias, con su mordaza de cobardía.
Por fin, tras agotarse lentamente el tibio rescoldo y enfriarse el agua del mate, la Palabra hace su entrada en el aposento mísero del rancho destinado a comisaría policial del valle. Desenmudeció el recluta Centú y recobró el habla, pero ya arrepintiéndose un poco de sus confidencias que podrían convertirse en infidencias. El tipo éste, que llegaba allí, estaba hecho de otra madera y otro cuero. Tal vez hasta otras sangres y desconocía las crudas e inexorables leyes que rigen las rígidas creencias populares. Y eso, podría desatar las iras de ciertos entes que anidaban en las gargantas de la noche.
El soldadito pensó un instante en lo que le haría el coronel si se enteraba de sus tímidas indiscreciones. El código impuesto en el interior del país debía ser respetado. La muerte violenta era la recompensa a los que osaban enfrentar a la podredumbre que, poco a poco se apoderaba del país corrompiéndolo todo a su paso. Recordó el soldadito que su madre le hablaba de los tiempos de antes, es decir, hacía nueve o diez años. Hablaba de una palabra hogaño desconocida: "solidaridad", que hacía que un vecino asistiese a otros en apuros, o salvase al animal ajeno sin recompensa alguna. Ahora, en plena "segunda reconstrucción", la mutua desconfianza y la animadversión mantenían a familias en enconados roces entre sí, como si el propio Añá (Satán) gobernase una sucursal del averno, implantada en un país torturado por dos guerras internacionales, un hato sucesivo de tiranuelos y gerenciado por contrabandistas de medio pelo. Y encima usando cizaña a guisa de cetro, como si todos fueran malos y egoístas sin dios ni ley. Como si una perversa entidad, invisible pero tangible, controlase todo el país con esa omnisciencia y omnipresencia opresiva, corruptamente administrativa y gerencial.
Se despabiló definitivamente el dueto, brebaje mediante, pero la hosquedad posterior disipó su cómplice comunicación. El soldado calló definitivamente y ya no hubo caso de persuadirlo a que cuente cuanto insistía en silenciar. El alcalde decidió postergar sus rudas investigaciones sobre el misterioso ente que atacaba a capangas y soldados del coronel. Le parecía increíble todo el ambiente de temor y desconfianza que imperaba en el pueblo, pero cuando un río suena... algo arrastra su corriente.
A media mañana, resolvió dar una vuelta a caballo por las calles de la aldea. No portaba uniforme. Apenas un pantalón de vaquero, botas tejanas, camisa a cuadros, impermeable y sombrero de fieltro negro y aludo, más un viejo "colt" al cinto, como salido de una vieja película. Una escueta tarjeta con su foto y la firma del delegado de gobierno de Paraguarí, lo acreditaba como una suerte de sheriff del subdesarrollo. Tras ensillar un rosillo medio perezoso y mancarrón, el único que tenía la alcaldía para patrullar ciento cincuenta leguas cuadradas, se dirigió al primer lugar que se le ocurrió: el almacén del pueblo, propiedad del turco, don Yaluv Elías (en realidad era libanés y cristiano maronita).
Recordó que los animales enemigos hacen tregua tácita en las aguadas del monte o del desierto. Raras veces el tigre ataca a un ciervo en la aguada. Y el boliche del pueblo era la aguada del lugar, donde los rencores se posponían para luego; en el camino estrecho de una emboscada, o en el duelo cara a cara a puños o puñales. Algunos paisanos se liaron a cuchillo, machete, balazos, puños o incluso a palabrazo limpio en el boliche de don Elías, rompiendo las reglas de tregua, pero siempre se cortaban los encuentros a primera sangre. Sólo que a veces la primera era la última por exceso de derrame y los contrincantes pasaban al otro lado. Antes no habían tantos pleitos porque la gente hacía honor a su palabra. La palabra era un documento intangible pero inapelable e inviolable. Ahora, por aquí y por allá aparecían mentirosos, vividores y logreros, como salidos de alguna picaresca cervantina.
El vocablo pókãre (Mano torcida), que adjetivaba esto último, era de reciente data y una palabra pisoteada o borrada con el codo era actualmente moneda corriente. Y falsa de yapa. Brizuela entró al boliche y tras dar los buenos días al paisanaje se presentó como el reemplazante del titular de la alcaldía ausente con permiso. Se rumoreaba que por orden de algún caudillo del entorno. Intercambió pareceres y tragos con los presentes para hacerlos entrar en confianza. Mas cuando inició la conversación acerca del misterioso "bulto peludo" que hacía la vida imposible al personal del coronel, el silencio pareció rodearle completamente cual amorfa materia aislante. Los presentes se despidieron presurosamente, alegando tareas urgentes y tomaron la puerta por delante.
El turco Elías lo encaró de nuevo. —¿Vino a enderezar las cosas o a proteger al coronel y su gente del bicho ése? Si es para lo primero, le aviso que todos tienen más miedo al coronel que al fantasma o lo que sea que mandó Dios contra su gente. Si intenta descubrir quién es ese...no sé como llamarle, le digo que nadie le dirá lo que sabe o cree saber. El miedo no es zonzo, alcalde. Ni una palabra, o peor, ni media palabra partida por la mitad. ¿Me explico? Alguien dijo por ahí, que escuchó en Paraguarí al coronel Bento pidiéndole al delegado que cambie al alcalde Torres por otro que sea de la capital. Uno que no se deje macanear por fantasmas o bultos que se menean en la noche. Dijo, o mejor dicho, ordenó al delegado que enviase algún zorro de ciudad y termine con el asunto, porque no podía manejar sus estancias de acá y su personal está cagado de miedo por causa del... qué-sé-yo-qué-cosa. ¡Bueno! El bicho.
—No supe eso —replicó Brizuela—. Sólo me ordenaron que cubriera a Torres que iría de permiso a la capital. Vio la mirada dubitativa del turco y continuó—. Usted sabe que a nosotros nos dan la orden y listo. No explican nada y ni siquiera me dijeron lo del bicho ése. Me enteré por gente del lugar. Créame.
—Le creo don —respondió don Elías. —Pero debe hacer que le crean todos. Los viejos lugareños no simpatizan con el coronel Bento y sus hijos, pichones de cuervo y mbóichiní (víbora cascabel). Usté' tiene cara de inocente, cosa rara en las autoridades de la zona, y creo que no tiene la mínima idea de lo que le espera en este lugar abandonado de la mano de Dios y en proceso de traspaso de propiedad al Diablo.
El nuevo alcalde de la compañía Simbrón se asombró de la sinceridad del turco Elías, y decidió que había llegado el momento de tomar una decisión, para bien o para mal. Pero acaso ¿existía una mínima posibilidad de justicia? Agradeció al turco sus consejos y se despidió. Ya tenía un hilo para agarrarse. Era seguro que la bestia ésa o como se llamase, tiraba contra el coronel.
Brizuela prosiguió visitando a los vecinos expectables en cierto orden: la señora directora de la escuela, el presidente del club de fútbol local, el encargado del Registro Civil, que simulaba hacer de juez de paz y el seccionalero en especial, pues "mandaba" más que todos. Tuvo a bien cuidar de decir lo que sospechaba. Más bien trató de estirar la lengua de sus anfitriones. La directora fue la única que dejó entrever algo raro. Su presencia en el pueblo se debía a influencias de seccionaleros asuncenos y no conocía al tal coronel, pero estaba al tanto de lo que se comentaba a sotto voce. El nuevo alcalde tal vez le cayó bien por ser capitalino como ella y traer noticias frescas de la lejana Asunción. No tuvo la docente pelos en la lengua, para soltar su opinión sobre las crudas exacciones de tierra de los lugareños.
—Mire, no vaya a andar diciendo lo que le dije por ahí. Algunas gentes son malas y me pueden hacer echar por hacerle la contra a ese Bento. Pero debe usted saber que lo que se dice por acá es ciertoité (enfático). Pocos quedan ya de los parientes de quienes fueran estafados y perjudicados por el coronel. Si quiere, le puedo citar a ellos para que hablen con usted mismo. Tal vez sepan algo del monstruíto que dicen que ataca a las vacas y ovejas del coronel, y a los capangas y soldados que trabajan en sus estancias. Brizuela escuchaba atento el relato. —Curiosamente, el bicho ése emboscó a un grupo de peones de Bento, justo cuando robaban vacas ajenas de don Víctor, el que tiene un tambito lechero al sur del pueblo. Dicen que fueron sacudidos por esa cosa, y quedaron tumbados y de a pie. Lo cierto es que las vacas robadas regresaron solitas a lo de don Víctor, misteriosamente. Uno de los peones murió después de los mordiscos que le dio la cosa esa, mientras estaba tirado en el suelo como colchón de preso.
Este detalle hizo pensar al alcalde policial que habría alguna explicación lógica. Cinco rufianes de armas tomar son muchos, aún para un Pombero, como llaman los simples campesinos paraguayos a bultos inexplicables. La cosa, debía tener algún medio para dejar fuera de combate a grupos enteros sin ser percibida por los atacados. Nadie la había visto de cerca. Eso estaba comprobado. Habría que conocer a la mala sombra en persona por que de seguro, habría alguien que personificase al bulto... o a los bultos.
—¡Qué cosa más extraña —pensó para sí el alcalde interino —Teófilo en griego significa "el que ama a Dios". Es un nombre algo absurdo para quien no ama ni siquiera a su prójimo. Dicen que es un ex sargento de infantería, elevado al rango de oficial por el presidente, en pago de "servicios leales" y fidelidad perruna al general. ¡Menudo dolor de cabeza me espera! Por lo que sé y me consta, es que el tipo es frío como navaja, cruel como un SS y ambicioso como Onassis.
Esa noche, un grito desde el corazón de la oscuridad lo sacó de sus cavilaciones. Saltó de su humilde catre de tramas y despanzurrado colchón, ajustándose el cinto con un viejo Colt Frontier del cuarenta y cinco. Despertó a su asistente para que le ensillara el lerdo rosillo. Trataría de seguir el juego de los fantasmas, pero iría solo. No valdría la pena arriesgar a sus conscriptos sin estar seguro de la sobrenaturalidad del ente que aterrorizaba a la comarca. Especialmente a los sicarios y peones del coronel Teófilo Bento, el temido y cruel mandón feudal de la zona. Al paso de su remolón y estólido caballo, llegó al camino principal que pasaba por frente a una de las fincas del coronel, las cuales iban engrosando su patrimonio poco a poco. Trató de ir lo más silenciosamente posible. Si bien llevaba su linterna de tres elementos prefirió no encenderla, dejando que el instinto de su jamelgo lo orientara. Este tomó un camino vecinal poco frecuentado por su pésimo estado y que apenas permitía bueyes y caballos a causa del lodazal de esa lluviosa época, fría como finado de ayer. El fuerte viento de los cerros de Acahay ahogaba los ya cansinos pasos del flete del alcalde, o dicho mejor de la alcaldía. La llovizna pertinaz cedió su tozuda persistencia hasta el punto de garúa mansa, mientras el rosillo arrocinado íbase fatigando a mayor velocidad que sus torpes patas abotagadas por el sobrepeso.
Una lejana luz— de linterna tal vez, o farol “petromax”—, horadó las penumbras del entorno. Por si acaso, Brizuela descendió de su cabalgadura y tras amarrar las riendas a un cocotero, emprendió marcha hacia la fuente del aún débil resplandor. Debería ser extremadamente sigiloso, cual furtivo amante de solitarias "kuñakaraí" de caliginosos vientres, turgencias voluptuosas y cachondas confrontaciones. Como era de esperarse, iba a tientas y sin utilizar su linterna para no ser pillado, lo que dio varias veces con sus huesos en la blanda pero fría barrosidad del lugar. El sibilante sur invernal seguía calando huesos y refrigerando el alma del alcalde que apenas se guarecía tras sotos y vallados. Debió sortear además varias alambradas, algunas de espinos, lo que le produjo no pocos cortes y rasgaduras de sus veteranos jeans. Pero no cejó en llegar hasta el venero de luz. Algo debía cocinarse para que a tales horas hubiese luces en movimiento. Los pobladores dormían con sus gallinas y recién a las cuatro y media bostezaban ante el pozo y la palangana. Si fuesen los hombres del coronel habrían serios problemas, pero si fuera el famoso bulto peludo de la luz mala...mucho peor.
Casi a inicios de la hora primera pudo escuchar algunas voces. Redobló su furtivo accionar buscando acercarse lo bastante para ver sin ser visto y escuchar sin ser oído. A los pocos metros, reconoció la voz de uno de los capataces del coronel Bento. Una débil y oculta fogata bajo un quincho de empajado y barroso aguaráruguái (“cola de zorro”, paja usada en techumbres), proporcionaba una débil luz y le permitiría acercarse al máximo. ¡Ojalá no tuvieran perros! Por suerte, tenía viento frontal y no podrían olfatearlo. En el poste central del quincho, un hombre bastante vapuleado se hallaba atado de pies y manos. Sus tumefactas facciones tenían huellas de golpes y sangre semiseca. El capataz y tres hombres lo estaban "interrogando" al estilo de los cuerpos de élite del presidente. Esto es, con la saña y vesanía que en forma usual los caracterizaba. Primero golpes, luego las preguntas.
—¡Decime nde añámemby! ¿quiénes son esos que se animan a molestar a nuestra gente y nuestros animales? ¡Seguro que fantasmas no son, y vos sos hijo de tu papá, el comunista Recalde, que nos culpó a nosotros de lo que le hizo algún marido celoso para vengar cuernos!
Brizuela crispó los puños. No tenía más que dos balas en su viejo colt que portaba, más con fines disuasivos que defensivos. Un peón joven le cruzó al hombre el rostro con un revés de su curtida mano.—¡Hablá pué' nde tipo! —graznó en etílico acento. El capataz se le acercó y tras dar una pitada a su cigarrito de tabaco liado, lo restregó en la frente del prisionero quien, con ojos vidriosos y ausentes, apenas pestañeó para acusar dolor. De pronto, surgieron de la nada veloces manchas oscuras que, en medio de ladridos frenéticos atacaron al capataz y sus hombres. Eran bestias sin duda, y feroces. Uno de ellos intentó huir de esa cosa peluda y sanguinaria, pero en veloz carrera eso lo alcanzó y tras derribarlo, le dejó la yugular como carne picada para so'ó josopy (Sopa de carne molida al mortero). Los otros corrieron igual ventura. Ni tiempo tuvieron de esgrimir sus machetes y revólveres, cuando ya entregaban sus negras almas al averno.
El alcalde permaneció en su escondite. No estaba en condiciones de hacer frente a las cuatro fieras, cuyas indefinidas formas lo llevaron a dudar. Tras el mortuorio silencio posterior a la masacre recién concluida, un silbido reunió a los cuatro seres en torno al poste en que se hallaba aún el hijo de Recalde Pukú. Una figura de negro poncho, aludo chambergo del mismo color y ágil porte se acercó al torturado y con certeros golpes de puñal yvapará (cachaspintas) liberó de sus ligaduras al hombre torturado, que se desplomó inconsciente. Luego de acostar al herido sobre un apyká de basta costanera, llamó a cada uno de los monstruitos silenciosos que lo rodeaban expectantes y les quitó una suerte de pelliza de piel de oveja descubriendo a cuatro robustos perros negros de raza dobermann vestidos de malasombra. Pieles de ovejas merino teñidas de negro daban el disfraz justo, pero ¿quién sería el recién llegado? ¿Debería arrestarlo por los cuatro muertos con las gargantas trituradas por los colmillos de las fieras? Lo cierto es que se lo merecían por otra parte. Apenas respiraba para no ser olisqueado ni oído por los perros. Decidió finalmente seguir esperando. El recién llegado, alzó al exánime cuerpo del prisionero a la grupa de un zaino y se alejó lentamente por un desconocido sendero, seguido de sus cuatro malasombras, dejando los fiambres de los que, en vida, fueran capangas de Bento, en el lugar, tirados como nivel de vida. El alcalde no hizo intento de seguirlo, temiendo por la integridad de su garganta.
Cuando se hubieron alejado lo bastante, Brizuela se aproximó al sitio, comprobando que ninguno estaba como para atestiguar nada.
—Se hizo justicia de todos modos. —pensó el agente de la ley. Recordó que antes del ataque le pareció oir como un silbido muy suave y casi inaudible. Tal vez se trataría de esos silbatos ultrasónicos con que se manejan perros de presa y de guarda bien entrenados.
Tras aguardar un tiempo prudencial tomó el sendero de regreso. Al día siguiente por la tarde, visitó a un pariente político del viejo Recalde. Se le hacía que el hijo de aquél, que la noche anterior había estado en tan incómoda posición entre los capangas del coronel, estaría guardando reposo en algún rancho del pueblo. El capitalino intuyó una tácita conspiración entre algunos pobladores antiguos del lugar y los misteriosos malasombras. Y deseaba no errar el tiro esta vez. Tras algunos titubeos y despistes, como si no supiese nada, el viejo Polí (Policarpo quizá) condujo al alcalde junto al herido. Este parecía duro como lapacho centenario y se reponía velozmente de la paliza infligida, pero debería escayolarse el antebrazo. Se lo habían roto o rajado en un intento de hacerle cantar acerca de los misterios circundantes. Tras solicitar que los dejen solos, Brizuela se dirigió en tono muy sordo al herido:
—He visto lo que le ocurrió anoche en los linderos de la estancia de Bento. Llegué un poco tarde, y ya lo tenían estaqueado en el quincho. Cuando los perros disfrazados de espíritus malos atacaron a los capangas debí quedarme quieto como agua de tajamar para no ser destrozado por esos perros dobermann entrenados. ¿Desean ustedes vengar al viejo Recalde o asustar al coronel para que despeje el área?
El hijo del aludido, sorprendido ante las revelaciones del alcalde, respondió en un hilo de voz: —Piense lo que quiera. Si está Ud. de parte del coronel puede hacerme apresar, torturar y asesinar ahora mismo. Bento no perdona a sus contrincantes, aunque sus hijos son algo menos crueles, pero no espere de mi ninguna información acerca del caso.
—¡Sólo quiero que se haga justicia, señor...
—Recalde. Porfirio Recalde, servidor. El herido hizo esfuerzos para hablar, pero se reprimió.
—Como le decía, sólo deseo que se haga justicia aquí —prosiguió Brizuela—, y necesito más detalles para incriminar a los Bento. He venido de Asunción, por expresa orden del Inspector Bachem y del ministro del Interior, el Dr. Insfrán. Como Ud. sabrá, los Bento son leales al presidente y en el partido de gobierno late un proyecto civilista, con el Dr. Insfrán a la cabeza. Y tengo carta blanca para que, quienes siembran el terror entre el campesinado sean castigados como fuese. Aún por sobre la ley, si ésta es injusta.
—¡Ah! ¿Era eso entonces? —exclamó sorprendido Recalde—. Yo lo creía de parte de ese... hijo de yryvu (buitre). Entonces, si estuvo ahí anoche lo habrá visto al hijo del turco. Calló de pronto como si hubiese hablado de más. El salvador no se había quitado su negro poncho y sombrero, por lo que no pudo ser reconocido por el alcalde; pero a lo hecho, pecho. Brizuela tomó la iniciativa.
—Lo supuse. No es común ver perros dobermann por la campaña. Tengo entendido que el hijo de don Elías estudió veterinaria en Asunción. Debe ser un experto en domar esos perros y hacerse obedecer. El caso es que, si para hacer justicia hay que saltar por encima del derecho... del más fuerte, voy a tener que hacerlo nomás. El convaleciente lanzó un prolongado suspiro de alivio intentando, tal vez, convencerse de la sinceridad del nuevo alcalde policial. Los tiempos eran duros en el noveno Departamento. Entre la corrupta claque militar del entorno presidencial y los tejemanejes del presidente del Instituto de Bienestar Rural se repartían cuantas tierras fiscales o privadas podían, a los caciques civiles y militares del régimen.
—Va a tener que contarme cómo empezó todo este embrollo y después debemos calcular cómo terminará —prosiguió el alcalde—. No omita nada que no haya olvidado.
—Hace pocos años, uno de nuestros compueblanos acosado por deudas de usura, tuvo que hipotecar su capuera. El coronel Bento, animado por el Dr. Frutos compró la deuda y ejecutó con ayuda de jueces la propiedad. Luego, a la señora del coronel le gustó el lugar y decidieron comprar, es un decir, toda la tierra que pudiesen, al precio que ellos imponían. Algunos, como los Ramírez y los Yaharí, no se hicieron rogar mucho. No tenían títulos y vendieron así nomás y se largaron. Otros, como los Rojas y los Recalde, nos negamos a vender nuestra heredad y esa fue nuestra desgracia. Mi padre tuvo cierto día la ocurrencia de desafiar al coronel a un mano a mano, en el boliche de don Elías. Tal vez impulsado por el espíritu de la guaripola (aguardiente). El coronel se le achicó, pero a los pocos días lo emboscaron en un tape po'í (sendero estrecho, en argot campesino) y lo dejaron por muerto. No contaban con que pudo vivir unas horas para desenmascarar a sus asesinos.
—Hasta ahí, ya me han comentado, interrumpió el alcalde - pero es bueno oírlo de primera boca. Cuénteme cuándo y cómo empezaron las "apariciones" y su relación con este caso. ¿Qué tiene que ver el turco Elías con ustedes?
—Somos todos valles (compueblanos) y eso hace que seamos solidarios entre nosotros. Usted viene de la ciudad, donde casi nadie sabe quién es su vecino. ¿Cómo van a poder entender de estas cosas? Casi todos nosotros fuimos a la misma escuela, jugamos en la misma canchita, bebimos en los mismos pozos, nos refrescamos en el mismo riacho... ¡y de repente viene un pajuerano a quitarnos nuestras chacras, porque sí!
—Viví en Asunción, pero nací y me crié en la campaña —replicó Brizuela—. Soy del Guairá y me crié por ahí. Conozco bastante de la gente del interior. Y sepa que antes de venir como policía, yo era músico y asistente social. Incluso viví en un rancherío de los Avákatueté (aborígenes guaraníes) en Alto Paraná. Fue a causa de la malaria que me enviaron a Paraguarí, una de las pocas zonas no palúdicas del país. Pero no soy de la madera de los otros policías de la delegación. Delgado Ibarrola es un ex cuatrero, Jimene'í es un asesino incorporado, igual que Mandi'oro (mandioca amarga) y todos los otros, excepto media docena, tienen su historia.
—Eso mismo nos dijo el turco. Que usté' no parecía un malandra de esos que suele enviar la Delegación. Por eso le dijimos a la señora directora que le cuente todo. Ahora usté' tiene que decidir entre apresarme o...
—¿ ...O qué? Parece que el operativo está bastante bien encaminado. Su padre ha sido vengado, pero el coronel puede traer un pelotón de infantería y barrerlos a todos. Tarde o temprano vendrán. Ellos tienen sus armas y nosotros apenas algo de inteligencia. Debemos trazar un plan para que los Bento se alejen para siempre de la zona. Y para eso, hay que asustarles a fondo. Cada semana voy a tener que ir a la delegación a dar parte, y tal vez aprovecharé para pispar lo que se comenta en el entorno de Bento. Pero mientras tanto, dígale al hijo del turco que suspenda las incursiones de sus fantasmas. Todavía no di parte al juzgado de los fiambres que quedaron en el quincho ése. Voy a esperar a que alguien los encuentre para intervenir. En cuanto a Ud. es mejor que vaya a la capital y se haga enyesar el brazo. Por acá corre peligro.
—Gracias, sr. comisario. Vamos a portarnos bien hasta que vuelva, pero no descansaremos hasta liquidar todos los animales del coronel, así como él se comió los nuestros —se despidió el hijo de Recalde Pukú.
En Paraguarí causó revuelo en el clan Bento la noticia del hallazgo de sus capangas, triturados por una bestia desconocida. El coronel estaba con un humor de perros, con perdón de estos pobres cánidos, y denostaba contra la incapacidad de la policía y la gendarmería del IX Departamento. El delegado de gobierno lo escuchaba preocupado, mientras en la oficina contigua Brizuela se mordía las uñas. El coronel tenía mucho poder, incluso más que algunos generales, por gozar de la confianza del presidente. De pronto el coronel encarando al delegado le espetó —¡Voy a ordenar que vaya una compañía de comando a perseguir a los abigeos que asesinan a mis empleados! ¡Y usted ordene a su alcalde que no asome el pico fuera de la alcaldía, para que no moleste en la limpieza! Voy a tomar Simbrón bajo mano militar y espero que su alcalde no se meta en este entrevero. Vamos a ver quiénes son esos póra (fantasmas) que se animan a enfrentarnos.
Brizuela intuyó que Bento desconfiaba hasta del propio ministro del interior, ya que se notaba su influencia en varias seccionales partidarias del noveno departamento. Ello presagiaba un paulatino endurecimiento de la represión militar contra los civiles. Y si el Dr. Insfrán fuese destituido debería irse de la Delegación. Todo se iría al traste. No simpatizaba además con el candidato a suplirlo: un tal Montanaro, mediocre y repelente si los hay.
Una vez reincorporado a su oficina, se reunió en la casa del turco con el hijo de éste. Bento no tardaría en aparecer por Simbrón con sus hombres. Y defenderse del ejército era suicida. Lo mejor sería desaparecer por un tiempo hasta que las tropas regresasen a la guarnición militar. Luego se podría contraatacar hasta donde se pudiese y replegarse nuevamente.
—Yo no voy a poder estar con ustedes por mucho tiempo —comenzó el alcalde—. Bento está pidiendo a gritos las cabezas del ministro y del delegado. Con ellos me voy a tener que ir. Podemos urdir un plan de largo plazo, pero no le hagan frente a los soldados. Ellos son conscriptos y no tienen mucha vela en el entierro. No ataquen más que a los animales. Usted como estudiante de veterinaria, ¿no tendría conocimiento de alguna plaga que pudiese exterminar el ganado del coronel, sin arriesgar el cuero de nadie?
—Pudiera ser un arma de doble filo —respondió Ibrahim Elías. —Una peste puede aniquilar todo el ganado de la región. Pero tal vez, algunas trampas, o dardos emponzoñados con curare amazónico, quizá...
—Lo que sea con tal de que no haga ruido. contestó el alcalde. Sus perros son muy ruidosos e identificables...
—No si yo se los ordeno. Chuck, Atila, Rex y Pombero pueden ser más silenciosos que pantuflas de seda y peluche, e incluso atacar sin hacer bocina. En mi caso, perro que muerde, no ladra. Y los vellones de lana negra son difíciles de pillar en la oscuridad. Repuso el interlocutor. —Claro que a la hora de atacar, no son muy selectivos. Cualquiera que se encontrase frente a ellos estaría perdido. Sólo saben dos cosas. Asustar o matar. Pero no puedo enseñarles a matar ganado y asustar al mismo tiempo a los soldados.
—Creo que será mejor cuerpearle a los soldados mientras tanto. ¿Cómo funcionan los dardos?
—Con rifles de aire comprimido o cerbatanas indias. También puedo construir armas más potentes con gas licuado, como para disparar a cientos de metros sin hacer ruido. No me gustan las armas de fuego. Porfirio Recalde está a salvo en Asunción, aunque Bento tiene poder para hacerlo apresar en cualquier sitio dentro del país, pero no creo que lo haga. Sólo su capataz sabía algo de nuestro plan, pero se llevó el secreto a la tumba. El coronel aún ignora en qué andamos. Está más perdido que gorrión en aeropuerto.
—Creo que me van a trasladar a Paraguarí antes de despedirme —aclaró el alcalde. —Parece que el presidente y sus secuaces sospechan que el Dr. Insfrán le hace la sombra o competencia, o algo por el estilo, para captar adeptos y seccionales para su nuevo proyecto político de neto corte civil. El ministro piensa que se debe volver al gobierno de la ley. No entiendo mucho de política, pero creo que el poco poder que tienen los civiles se está acabando. Hay un tal Montanaro que aspira al ministerio del interior, y es cercano al entorno del "rubio". Si esto sucede, haga lo que pueda aquí. Yo no podré ayudarles más. El alcalde calló.
—Con ocultar nuestro secreto ya hizo bastante. Si hubiera sido como los otros estaríamos todos muertos o torturados en la Delegación o en la Artillería. Hay allí un tal mayor Carpinelli, de carrera que no dudará en aplastarnos. Es cruel como Bento y mucho más ambicioso. No va a parar hasta llegar a comando de algo.
—Bueno, despídame de don Elías. Mañana viajaré hacia Paraguarí a presentarme al delegado. No se arriesguen sin necesidad.
Brizuela se dirigió hacia la alcaldía a recoger sus magros bártulos. Tal vez en una semana volvería a Asunción. El posible defenestramiento del ministro era cuestión de horas, quizá. No debía quedar a merced de las nuevas autoridades. Tal vez se quedase en Paraguarí pero desvinculado de la delegación, aunque poco le importaba. No tenía pasta de torturador ni de fanfarrón de feria.
Acertó plenamente en sus corazonadas. Los militares se salieron con la suya y reforzaron su poder. Pero el coronel Bento, poco a poco y ante la impotencia de sus capangas y soldados vio disminuir sus animales; no carneados por cuatreros, sino simplemente muertos por una rara enfermedad o atacados por alguna bestia sanguinaria que apenas les destrozaba la yugular, pero no más. Simplemente mataban y se iban al corazón de la noche.
Ante la tenaz oposición de los lugareños y su aparente desconocimiento de los depredadores que lo asolaban, el coronel se replegó hacia Paraguarí con sus soldados, tras quedar casi sin animales en sus campos, cubiertos de carroña y silencio. Tampoco encontró quienes quisieran atender sus establecimientos por todo el oro del mundo. Sus hijos se recluyeron en la capital en oficinas públicas y se negaron a volver hacia sus abandonados latifundios.
Ibrahím Elías y Porfirio Recalde volvieron años más tarde a Simbrón. El ex alcalde los acompañó a caballo por todos los rincones de la compañía de Roque González de Santa Cruz. Los campos del coronel seguían vacíos y yermos. Pesaban en ellos leyendas de tétricas maldiciones proferidas por un muerto, e incluso los pobladores esquivaban el bulto al pasar por sus cercanías. Sólo malezas y espinos campeaban en lo que fuera la estancia modelo del coronel. Sus hijos no volvieron a intentar ocupar la extensa propiedad, prefiriendo medrar en puestos públicos en la capital. El coronel había fallecido recientemente en olor de carroña y sofocado por la impotencia de ser derrotado por un muerto con todo su poderío bélico y político. Los Recalde y otros damnificados por su prepotencia no tardarían en volver. Nuevos tiempos se avizoraban en un no lejano futuro y grandes cambios llegarían tras el derrocamiento de una larga tiranía militarista y totalitaria, para bien, para mal… o para peor; pero algo cambiaría sin duda.
Cuatro perros dobermann —de edad provecta pero aún erguidos y sanos—, trotaban alegremente tras Ibrahím Elías, como recordando sus correrías fantasmales por esos andurriales. Tal vez sus descendientes quedarían como recios centinelas de justicia. Recalde Pukú podría ya descansar en paz
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Nebulæ
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Soy lo que soy, desde el ¿principio? de una entidad ilusoria denominada tiempo en que mi expansión se puso en perpetuo movimiento hacia los imprecisos límites de otra entidad inmensurable llamada espacio, al principio vacío de densidad menos-cero. Un mega orgasmo expansivo fue la causa inicial de que me proyectara al exterior de una singularidad gravitatoria y seguiré creciendo —infinitamente— hasta siempre jamás.
Yo: Nebulæ, portador/portadora bigenérica de toda materia creada por mí y en mí, por las eras de las eras, por los tiempos de los tiempos, por los espacios de los espacios, donde voy creciendo y devorando cuanto me rodea, dando y destruyendo vida, mundos, soles y astros de infinita variedad, grandeza y cuasi-perennidad.
Mi cuna y hogar, es el espacio sin fin aparente, aunque definido por mi gigantesca —y aparentemente irracional— forma de nebulosa de gases y polvo, estoy desplazándome a miles de años-luz en pos de la nada; o quizá de algo indefinible como mi propia naturaleza, en la que indescriptibles átomos de tenue materia gaseosa danzan su eterna pasión de energía y radiación; absorbiendo espacio tras espacio, como alimentando las hornallas de mi inconmensurable atanor vital.
Heme —aquí, ahora y siempre— en un eterno estallido, expansivo, perpetuo y creativo. Yo: Nebulæ, soy lo uno en lo múltiple, lo efímero en lo eterno, lo tenue en lo luminoso, lo blanco en la negritud espacial, en una búsqueda —quietamente incesante— del Ser. Es decir: de lo inmutable y perfecto en su mayestática eternidad y sacro misterio matemático, aún insondable para los efímeros mortales.
Soy lo que soy, en el devenir de una sucesión infinitesimal de instantes. Perviven en mis átomos los tiempos congelados en la luz solidificada de lo intemporal, encegueciendo a la oscuridad cósmica, que intentara en vano envolverme en su gélida mortaja de olvido. En un principio era el Caos, hasta que una conmoción cataclísmica dio inicio al estallido de la protomateria, origen de todo lo creado. Yo: Nebulæ, soy la ultrapoderosa macromanifestación de lo grande en lo pequeño —el multum in parvo— de todo lo creado y por crear; la sucesión ininterrupta de una entropía que se despeña —en progresión geométrica— hacia su consumación y resurrección.
Yo: Nebulæ, soy la silentemente sonora e inmensa paradoja de la inestabilidad de lo inerte, de la levitación gravitatoria de los mundos, existentes e increados; de la negatividad afirmativa en la búsqueda de la materia mutante; de la solidez perfecta en su geometría molecular y espiritual —la explicación de lo inexplicable— que buscarían en vano los alquimistas de la demencialidad y los filósofos de lo banal. Yo: la panacea cósmica que intentarían infructuosamente encerrar en conceptos vacuos, los pretendidos sabios de la física cuántica y cazadores furtivos de micropartículas, tan evasivas cuan fugaces.
Llevo millones de eras expandiéndome sin solución de continuidad; destruyendo y creando metagalaxias, hipergalaxias, cúmulos estelares, quasares, soles negros, supernovas, púlsares, estrellas momificadas de neutrones, agujeros negros, planetas feraces, o estériles y absurdos, mundos bizarros de muy desfloradas primaveras, asteroides, cometas y corpúsculos infinitesimales; llevando en mis entrañas ionizadas y gaseosas, el polen efervescente y vital de las flores cósmicas. Ni recuerdo cuándo fue el estallido inicial que puso principio a mi existencia. Sólo sé, que desde los protoprincipios del UNO estoy en marcha a velocidades vertiginosas, devorando vacíos inconmensurables en todas las direcciones, como testimonio de mi omnipresencia casi total.
El vacío no terminará de llenarse jamás porque toda mi entropía resultante deberá reciclarse y principiar desde el menos-cero a lo infinito y absoluto. Yo: Nebulæ, Alfa y Omega de todo devenir. Yo: Nebulæ, inteligencia primordial y fuente de todo lo existente y por existir, coexistiendo con mis infinitas circunstancias y experiencias ilimitadas: desde la felicidad más irreverente y transgresora a la gravedad más circunspecta y fría. Todo me estará permitido en este continuum espacio-temporal.
Yo: Nebulæ, soy y seré suma de todas las sustracciones, negación de todas las adiciones; vector de todo lo cóncavo y azimut de todo lo profundo; no he de morir jamás, ni dejar morir al alma universal que contiene cuanto ha creado la Inteligencia omnipresente que emana de mí.
Yo: Nebulæ, soy dicción de las a-dicciones y estigma de todas las memorias y lo olvidado en horizontes de recuerdos. Yo: Nebulæ, soy misterio de la materia y material de todos los misterios, en un reposo cinético —aparente— de segundos infinitesimales, elongándose perpetuamente, por siempre jamás; no he de dejar de ser en mi eterno devenir.
Nada es definitivamente pequeño ni infinitamente grande para mí, en la minuscularidad de mi grandeza y en la perennidad de mi singularidad. Soy la materialización de todo lo espiritual y el alma de toda materia. Desde la micropartícula más elemental al macrocosmos más infinito.
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Yo Soy, y me pertenezco, con los seres que albergo y creo, en una constante irracional y aritmética de lo transfinito. Seres burbujeantes, frágiles y efímeros —pero que encierran una evolución de eones y eones— viven en mis entrañas: la Vida en su múltiple manifestación y niveles de inteligencia, instinto y pasión contenida y continente.
Yo: Nebulæ, soy la chispa de toda deflagración y ceniza de todas las entropías consumadas y por reiniciar. Yo: soy armonía de esferas y luminarias cósmicas en su perpetua danza de cronométrica precisión. Yo: soy el Todo contenido en la Nada y creado de la Nada, en pos del Todo y nuevamente rumbo a la nada, sin solución de continuidad.
Yo: Nebulæ, soy y seré vehículo portador de la inteligencia primigenia y la sagrada simiente de la vida: generación-destrucción y génesis. Yo: Nebulæ, Soy lo que Soy, pero aún me niego a ser en definitiva a causa de mi devenir ininterrupto y constante. Ninguna razón filosófica me contiene y todas las filosofías me esbozan en su especulativo discurrir. Contengo todos los pensamientos y soy el pensamiento que lo contiene todo.
Yo: Nebulæ, soy y seré la marejada abisal proyectada desde el centro de la más absoluta singularidad, a las fronteras de lo incognoscible, sin poder jamás llegar a ello, porque soy la creación de mí mismo y mi propio límite impreciso e inmortal.
Miles de millones de eras pasarán, y seguiré devorando vacios, creando y destruyendo materia y a la vez dejando de existir poco a poco en mi forma actual, hasta alcanzar el postrer estado del espíritu inerte y perfecto. Hasta entonces, me darán muchos nombres, astrónomos, teólogos, filósofos, maestros, discípulos, charlatanes excelsos, sacerdotes, pastores, popes, cardenales, rabinos, lamas, brahmines, chamanes, mullahs o doctores de la teología de lo imposible. Ninguno satisfará mi condición de condiciones. Ninguno ha de insinuar siquiera mi naturaleza creadora e increada. Yo: Nebulæ, soy la paradoja de conciencias; matriz y matraz alquímica de inconciencias, origen de toda creencia y ciencia de todas las ciencias.
No intento describir más que una tímida parábola acerca de este misterio cósmico que engloba a todas las esferas y une todos los puntos, gravitando en cada átomo del Universo. Apenas borroneo pálidamente una mera pincelada de cuanto contiene mi existencia creciente; de cuanto sostiene mi titánica energía y mi efervescencia radiante; la fuerza que puede entretejer el cosmos con sus cuerdas gravitatorias y lacerar los vacíos existentes aún, llenos de nada. Y la Nada que ha engendrado en el excelso huevo alquímico al Todo a partir de la caótica danza de gases ionizados, se manifiesta en mí y desde mí.
Yo: Nebulæ, soy padre, madre, hijo y espíritu de la materia toda que impregna los abismos siderales. Yo: carne de las carnes que señorean los planetas, dotados de los dones misteriosos de la animación, locomoción, conciencia y deducción.
Nada me detiene, todo me contiene, mi fuerza me sostiene en un perpetuo movimiento de expansión, donde el tiempo desaparece en una vorágine de energía desatada desde el inicial microsegundo Alfa de mi creación infinita. En un principio lejano, he sido apenas un punto infinitesimalmente pequeño, pero de una densidad de increíble magnitud, que no puede ser imaginada ni contenida en ecuación alguna de la mecánica celeste.
Yo: Nebulæ, soy alambique destilador de todo Ser en cuerpo, alma y energía. Yo: la fuerza devastadora, creadora, destructora y conservadora; hálito de Brahma, según los pretéritos libros y de acuerdo a los delirantes atisbos imaginativos de los sacerdotes védicos.
Fue justamente el vacío sideral y no la energía centrífuga, lo que diera inicio a la expansión original. La singularidad del átomo-simiente-parental de infinita densidad —y cuya masa era del peso de toda la materia contenida en el cosmos— sin embargo no fue suficiente para la explosión primigenia. El vacío que contiene toda la nada del universo fue la gran aspiradora que puso en marcha la expansión del Todo hacia los abismos exteriores del espacio profundo.
El vacío me pertenece. Es mi alimento y mi fuerza motriz. No la gravitación, como creen muchos físicos teóricos y profetas de lo obvio. El vacío de densidad menos-cero fue la protocausa de mi devenir y del destino de cuantos evolucionaron en mi seno. Yo: Nebulæ, padre-madre-hijo-hija de las generatrices de todos los principios genéricos; causa primordial de todas las causas y efectos, seré siempre y por siempre, porque antes que materia soy espíritu; antes que espíritu soy energía, antes que energía, soy Conciencia; antes que Conciencia, soy Justicia; antes que Justicia, soy Amor. Yo: Nebulæ: Ser de seres.
Antes que la insignificante humanidad —contenida en una minusculísima mota de polvo perdida en los bordes de la inmensa espiral de la Vía Láctea— pudiese auscultar siquiera el misterio de su origen cósmico, habrá probado —para entonces— las amargas mieles de su final. Y yo: Nebulæ, seguiré siendo el contralor de todas las voluntades, el destino de todos los desatinos y luz de todas las tenebritudes. Yo: Nebulæ, unidad y multiplicidad, la suma y la sima, superficie, cénit y nadir de todo. ¿Cuándo cesará mi eterno expandir hacia los espacios exteriores que aún esperan mi omnipresencia? ¿Cuántos espacios esperan por mí? Aún lo ignoro, pero debo presuponer que los inmensos vacíos que no ha hollado mi energía vital, no han de terminar jamás, ni llenarse nunca, porque la materia se transmuta constantemente en energía y la energía en Conciencia, a velocidades de vértigo. Yo: Nebulæ, soy origen de todo lo conocido y por conocer; he de envolver aún tanto espacio como no cabría en la imaginación de todos los seres racionales e inteligentes del Universo. Soy la protomateria de cuanto ha sido creado y de cuanto aún espera el aliento vital de las nuevas deflagraciones estelares que darán inicio a nuevos sistemas y mundos con su cohorte de planetas y seres, vivientes o no.
Yo: Nebulæ, lo soy todo porque me he creado a mí mismo de la nada. Y finalmente, la nada será la meta final y el reinicio de todo. Sólo me intriga, el enigma que he suscitado en ciertos seres de uno de los mundos perdidos en mi inmensidad continente y que los haya motivado a inventar cultos en mi homenaje; que los haya inducido a crear ritos complicados de culpas e indulgencias; que los ha incitado temerosa y temerariamente a declararse esclavos o siervos míos y denominarme con ansiedad mal contenida y aún no exenta de incertidumbre: "dios".
Incluso hasta dudando a veces —acertadamente por cierto, supongo—, acerca de mi existencia.
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El Santo Desconocido
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. Nunca se supo su origen con certeza, pero mi abuela decía que era más viejo que el pueblo de Santaní, lo que es decir viejo mismo, como la corrupción. Decían los más viejos entre los viejos de mi casa, que perteneció quizá a una familia antigua del lugar, cuyos últimos descendientes fueron todos exterminados o desaparecidos en la Guerra Grande. El santo quedó abandonado bajo escombros —en una capilla destechada por el bombardeo aliado—, de donde finalmente quedó en poder de mi bisabuela por ignotos medios y procedimientos non sanctos.
Por supuesto que me encargué de hacer correr lo oído en casa. En el almacén, en el tambo del lechero de la familia y en el mercado de abasto de Santaní. Cuando alcancé la adolescencia ya habían pasado tres comisiones vitalicias pro-capilla para nuestro
santo, que empezó a ser venerado por medio Departamento de San Pedro y dos tercios de Concepción, más casi un cuarto de Ca'aguazú. Al principio, mis viejos vivían de un pequeño lote de tabaco, porotos y maíz, que revendíamos a los bolicheros de la zona. Cuando estuve por ir al cuartel, la capilla ya había sido remodelada y ampliada tres veces. La fama de nuestro santo había crecido hasta más allá de Ponta Porã; lo recaudado en cada fiesta patronal daba para otra ampliación de nuestro rancho (teléfono incluido), y tres años después, hasta sobraría para la primera entrega de una camionetita brasilera. Aunque cuando el concesionario supo que éramos la familia propietaria del santo desconocido, nos regaló la camioneta sin trámite alguno, en agradecimiento a no sé que intercesión del santo en algún problema que tuvo. ¡No les cuento lo que me encontré en casa después de salir del cuartel! ¡Una romería de aquéllas, que ni en Sevilla, Roma o Santiago de Compostela!
¡Ah! ¿quieren saber ustedes de qué santo se trataba? Nunca lo supimos. Casi todos los santos tienen barba; manos orantes o en pose de bendecir. Simplemente le llamábamos (entre nosotros, claro, y en voz baja) el santo desconocido, ya que, como les dijera antes, nunca supimos su origen. Para los parroquianos mulatos de Ca'aguazú, Emboscada y Mato Grosso, era el Santo Rey o en su defecto un Oxaláh afroamericano; para las siervas de María era un San José; para los estacioneros de Tañarandy, un Jesús carpintero vestido de marrón fajinero; para los carismáticos, un San Pablo doctoral, y así en adelante. Obviamente tenía sus atuendos, pelucas, báculos y alhajas listos para cada congregación que deseara homenajearlo anualmente.
Es que el santito tenía la coronilla pelada de origen, como los franciscanos, y entonces lo vestimos de marrón siena, blanco o celeste y amarillo; algunas veces con peluca si debía oficiar de Jesús o de San Pedro. Mi padre, que era masón y liberal, nunca creyó mucho en las virtudes de los santos de madera ni en milagreríos, pero veía con buenos ojos las actividades rituales, o mejor: dicho: redituales por lo que aportaban a los fondos de la familia. Mi hermana menor estudió Comercial en Coronel Oviedo para poder administrar el negocio de venta de velas, reliquias, réplicas del santo y estampitas para los peregrinos. Yo me dediqué al dibujo, escultura y pintura para diseñar réplicas sacras y toda actividad artística relacionada con el culto al santo.
Hasta entonces, mis padres llevaban cuenta de todo, pero ya nos preparábamos para asumirlo en el futuro. El culto al misterioso y aparentemente milagroso Santo Desconocido comenzaba a ser un fenómeno masivo casi binacional. Como tenía identidad ignorada fue devocionado por varias cofradías, y sus fiestas patronales se efectuaban hasta seis veces en el año; excepto en los bisiestos, en que tenía una heptada (ese término lo creó mi padre neocartesiano y ¿por qué no? neomaquiaveliano), es decir: siete fiestas, a las cuales más recaudadoras. Obviamente, teníamos contratados a los mejores calesiteros, ruleteros y equipos de sonido del país y algo más allá, para las calendas santas y sus octavas. Hasta conseguimos un alegre animador profesional oriundo de Tacuaral, compañero de logia de mi padre y que, después llegaría a ser un importante senador de la nación, famoso por su verborragia altisonante pletórica de oquedades y sofismas de escasa profundidad, eso sí, muy simpático y dicharachero.
Nunca nadie intentó develar la identidad del santo desconocido; pues que daba para todos los misterios, gustos y devociones. Si alguna vez hiciera algún milagro, nunca nos enteramos personalmente sino por comentarios de viajeros arribeños, quienes a su vez lo habrían oido por ahí. Tampoco nadie se quejó nunca que el santo fallase alguna vez con sus innúmeros promeseros estacionales, peregrinos funcionales o devotos coyunturales.
La afluencia de romeros era harto incesante en ciertos días del año y nuestra producción de reliquias casi no daba abasto para tantos fieles; por lo que decidimos en familia, montar un pequeño taller de alfarería para poder fabricar réplicas de barro cocido, una pequeña imprenta para las estampitas y certificados de bendiciones papales y una fábrica de velas de cera, esperma o de sebo según sus categorías para los promeseros. También solicitamos una donación de dos lotes a nuestro vecino, a fin de contar con una playa de estacionamiento para los cientos de vehículos que mensualmente convergían con peregrinos de lejanas localidades, o turistas que venían para llevarse souvenirs sagrados bendecidos por el Papa. Ni la Virgen de Ca'acupé tuvo por esos días tantos fieles devotos. Hasta monseñor Aquino —también cófrade de logia de mi padre— quiso pedir su traslado a nuestra feligresía, para poder administrar mejor el fenómeno multitudinario del santo desconocido. Pero la curia de Asunción lo pensó mejor y permaneció en Ca'acupé para hacernos competencia sacra, hasta jubilarse en olor de hartura y plenitud, que no tanto de santidad.
Si no ejercí el sacerdocio exclusivo al servicio del santo desconocido, les aseguro que fue simplemente porque no hice pasantía de rigor en un seminario. De haberlo hecho, hoy sería obispo de alguna basílica monumental, aunque el celibato no me sienta y la castidad me afectaría el duodeno y el epigastrio; aunque esto último según parece, no es condición sine qua non para ejercer el sagrado Ministerio Sacramental.
Todo iba bien, hasta que en plena era perjurásica —es decir cuando mandaba el tiranosaurio rey—, un presidente de seccional del pueblo de Santaní comenzó a echar mano a cuanto santo pudiese, pues se rumoreaba que algunas imágenes antiguas tenían compartimientos secretos en sus cuerpos de madera. Y se decía que el seccionalero, un tal Itzvan Smirnoff, también hermano de logia, que se creía heredero de Iván el Terrible, habría hallado hasta rosarios de filigrana de oro y monedas en uno de ellos. Lo cierto es que envió a sus capangas a ofertar hasta cincuenta mil guaraníes por cada santo de mediano porte. Como el nuestro no era ni tan tan, ni muy muy, el precio ofertado fue apenas de veinte mil aborígenes, lo cual fue rechazado de plano por mi padre más o menos ateo y mi madre mariana; así como por mi hermana, devota de la Congregación de la Santa Frustración. Ni por todo el oro de Luque aceptaríamos desprendernos del Santo Desconocido, herencia de nuestros mayores, protector de la familia (¡y cómo!) y de las comunidades limítrofes que se avocaran a su gracia milagrosa.
Este caudillo de quien les hablo, no aceptaba negativas y cierto día nos envió un cheque por los veinte mil y a sus capangas, escoltados por policías de investigaciones que querían apresar a mi padre por ser contrera (les dije que era liberal). Tuvimos que resignarnos a ceder nuestro santo, aunque no su milagroso poder; pero mandé decir a don Itzván, que necesitaríamos un mes para despedirnos del santo con ceremonias antes de enviárselo. Todos sus devotos tenían derecho a concederle honras y exvotos. Tras los rituales de expiación se lo enviaríamos envuelto como para regalo, que de hecho lo era.
Demás está decirles que don Itzván aceptó en un inusual arranque de magnanimidad y, tuve tiempo de hacer una réplica exacta del santo desconocido, con un buen trozo de timbó aparentemente macizo que había en un rincón del rancho (en realidad es una metáfora), dejado allí quién sabe por quiénes. Incluí alhajas (de bisutería, claro) y su basto hábito marrón. El verdadero, es decir, el original y sus alhajas de dieciocho quilates, lo guardamos en lugar seguro, bien lejos de Santaní.
Tras hacer todas las ceremonias de traslado del santo a la capilla privada de don Itzván, se lo enviamos. Luego supimos que los habituales devotos del santo no podrían acceder al nuevo emplazamiento privado, por lo que de todos modos, éstos aceptaron seguir realizando sus cultos en nuestro solar y consintieron en que el santo fuese una réplica del original, del cual dijimos, frente a la augusta presencia del señor Jefe de Investigaciones de cuerpo presente (me refiero al cuerpo de matones macheteros de Santaní), que fuera llevado a Roma por don Itzván a fin de ingresar al panteón cristiano con las siete bendiciones del Papa y el Sacro Colegio Cardenalicio.
Para ese entonces la capilla había crecido y contaba con tinglado multiuso y cancha de fútbol de salón, amén de un complejo de material cocido con baños, agua corriente y cantina permanente, con trazas de convertirse en futuro Supermercado o Shopping Center.
Por esos días ya me había casado —en nuestra capilla claro—, con la bendición del arzobispo de Asunción, opusdeísta funcional y también cófrade de logia de mi padre, quien nos prometiera dispensas papales en breve. Mi señora esposa pasó a ser la mayordoma del Santo Desconocido cuando ejercía de San Francisco, San Antonio y Santo Rey; mi hermana, los domingos y algunas que otras fiestas de guardar; mi madre, en vísperas de Semana Santa y Navidades, etcétera. Era ardua la tarea y había que compartir responsabilidades y espacios. Lo cierto es que, don Itzvan Smirnoff, halló veinte monedas de oro escritas en inglés, un rosario de coral y filigrana de oro, diez anillos de ramales, aunque de oro bajo y siete pulseras de oro y plata ¡en la réplica del santo! y que por cierto no era de guatambú ni cedro, sino de timbó. Es que tallar un trozo de esas maderas me hubiese llevado más de un mes. Pero no podía imaginar que en ese bloque viejo hubiese una oquedad disimulada y con alhajas encima. Bueno, de todos modos nuestro santo nos ha bendecido por valor cientos de veces mayor a lo largo de dos generaciones. No nos podíamos quejar después de todo.
Cuando alcancé la edad adúltera, quiero decir: madura me hice cargo de las actividades del culto. El predio en que se asentaba la capilla había crecido en ochocientos metros cuadrados con donaciones de vecinos nuestros y la intendencia municipal. Ya se perfilaba un monumental templo neogótico, cuyos planos preparaba un conocido arquitecto capitalino, acabados poco tiempo antes de fallecer éste de una misteriosa enfermedad color de rosa.
Hace poco, hemos enviado los bocetos de los planos del nuevo templo a un equipo de arquitectos europeos, a fin de ver las posibilidades de iniciar una nueva etapa, más solemne y magnificente del culto al santo. Nuestra feligresía ya iba ameritando un cardenalato propio y un templo acorde a ello de acuerdo al Canon litúrgico. Hace algunos años que mis padres fallecieran y también fueran defenestrados el tiranosaurio y algunos de sus acólitos, entre ellos Itzvan Smirnoff, con lo que recuperamos la réplica entronizando de nuevo al original. Nuestra capilla ha crecido y casi tiene porte de catedral. Nuestro patrimonio también. Aún nuestro santo no tiene nombre y lo seguimos llamando, en familia como el Santo Desconocido. Tampoco comprobamos nunca si alguna vez hiciera algún milagro certificado por la Jerarquía, para alguno de sus devotos incontables.
Pero sí sé con certeza que para nosotros no hacen falta milagros, para reconocer y venerar su santidad.
Amén.
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