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sábado, 26 de septiembre de 2009

CHESTER SWANN - CUENTOS PARA NO DORMIR (2da. PARTE)


OBRA: CUENTOS PARA NO DORMIR
(Segunda Parte)
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La noche de los Sacrificios
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Un sudor frío invadió todo mi ser tras despertar de mi sueño violentamente. A poca distancia de nuestro mortecino fogón, un astro luminoso y ominoso se precipitó al suelo con horrísono estruendo, haciendo temblar el suelo en derredor nuestro.
Ultimamente los dioses están irritados con nosotros. Yo: Grunt, hechicero y hacedor de lluvias del clan-del-Tigre-de-los-largos-colmillos, poco puedo hacer para que ellos me escuchasen y se dignaren proveer agua y comida a mi gente. Nuestro clan está pasando hambre y penurias a causa de desconocidas fuerzas que alteraron el clima y provocan constantemente la caída de rocas del cielo. Un volcán en el horizonte vomita fuego y piedras ardientes.
Malignas cenizas brotadas de sus profundas entrañas hirvientes cubren el entorno y nos provocan dolencias en el pecho. Mnik, la pequeña nieta de V’Zurah, la Gran Abuela del clan, acaba de viajar al país-de-las-largas-sombras para siempre. Poco he podido hacer para salvarla. Su cuerpecito ha sucumbido al hambre y la sed, además del mal que corroía su interior. Poco a poco, el clan-del-Tigre-de-los-largos-colmillos está desapareciendo de la faz de la tierra. Los días de paz y hartura lejos han quedado.
Diviso a la matriarca del clan tendida en su yacija de piel de oso de las cavernas, macilenta y pálida y con las ganas de vivir en descenso; como si insistiera en seguir el camino, largo y escabroso de quienes han partido para siempre. Me acerco a ella para asistirla y brindarle algunas hierbas y raíces que aún quedan y han sobrevivido a estos yermos tiempos que nos castigan implacablemente. V’Zurah me mira lánguidamente, cual rescoldo de fogata que aún pervive negándose a la extinción.
—Gracias, mi buen amigo. Pocas lunas me quedan ya para acompañarte. Lamento no poder ayudarte a aplacar a los dioses y salvar a nuestro pueblo. ¿Qué olvidado tabú hemos violado que con tal crueldad nos castigan? ¿Alguna mujer del clan transgredió casi olvidados preceptos de no engendrar hijos en luna llena? ¿Quizá hemos cruzado el prohibido territorio de algún dios desconocido sin saberlo? Lo cierto es que la naturaleza nos está negando el derecho a pervivir con nuestros descendientes. ¡Oh! mi buen Grunt. Debemos insistir un poco más. El corazón me dice que si resistiéramos vendrán tiempos mejores. Pero será preciso pagar su precio a nuestros dioses y ¿por qué no? a los ajenos también... y me gustaría acompañarte en la ceremonia del sacrificio del plenilunio azul.
Recordé que faltaban pocas lunas para el día de las expiaciones. Tal vez debería transmitir mis conocimientos a mi sucesor: Knat, un muchacho aún impúber, pero con una curiosidad y una sed de conocimientos que no le cabían en su ya macilento cuerpo canijo de privaciones y necesidades insatisfechas. Yo comparto con él mi ración de hacedor de lluvias, que aún en época de penuria es algo mayor a la que reciben los demás miembros del clan.
Un súbito resplandor en el firmamento preanuncia la caída de otro astro ardiente. Por suerte, el estruendo me indica que cayó bastante alejado de nuestro campamento; pero tal vez nuestra nefasta suerte nos castigase con otro de más puntería que nos haga desaparecer definitivamente. Cuentan los ancianos que cierta vez uno de ellos cayó en medio de un campamento dejando sólo un inmenso valle mustio y ceniciento. Y esas caídas son más frecuentes de lo que quisiéramos. Tal vez fueran dioses que se precipitasen desde los cielos tras perder su poder. ¡Vaya uno a saber!
Creo que deberíamos buscar otras opciones para la sobrevivencia, que no sea el humillarse e implorar a dioses desconocidos. Valernos de nuestros propios medios y de nuestra experiencia. ¡Lástima que tan poco conozcamos aún los secretos del funcionamiento de la naturaleza y sus inmutables leyes! ¡Ah! pero llegará el día —si sobreviviésemos como especie—, en que ella no tendrá secretos para nosotros y nos brindará cuanto necesitemos; para nutrirnos y cubrirnos de las inclemencias de los elementos.
Busco a Knat que se halla debilitado por las penurias, y le insto a acompañarme a recorrer los alrededores en busca de un poco de tierra húmeda con que aliviar nuestra sed y refrescar nuestras lenguas, que agua no queda ya en el entorno. ¡Tantas lunas hace que no cae una gota del cielo! Los pocos hermanos animales que nos alimentaban ya no están. Nuestro valle es un inmenso pozo reseco y yermo. Recuerdo que de niño contaban los abuelos que aquí, en tiempos olvidados y extraviados en la oscuridad de las memorias, habría caído una gran roca devastándolo todo. Puede ser. Alzo la vista al firmamento oscuro y señalo a Knat los astros fijos que chisporrotean en lo alto formando grupos y figuras imaginarias que nos orientan. Le hablo de las especies de plantas que sirven para aliviar dolores y curar heridas. Le explico pacientemente cuanto aprendí de mi antecesor y le relato historias que retengo en mi ya frágil memoria, acerca de nuestros antepasados que moran en el país-de-las-largas-sombras, aguardando por nosotros. Knat escucha pacientemente y trata de retener la mayor parte de cuanto trato de transmitirle de boca a oreja. Es muy aplicado y no hace muchas preguntas, como dando por cierto cuanto sale de mi boca y de mi corazón. Por cierto, he de procurar que mis palabras no tengan el dulce sabor de la mentira, pues de ello depende nuestra supervivencia en lo futuro.
De pronto, un aroma húmedo penetra con fuerza en mi nariz como tratando de excitar mis sentidos casi mustios. Sigo la dirección del seco y cálido viento que me lo trae, secundado del escuálido Knat, que a duras penas, trancos y tropiezos trata de igualar mis experimentados pasos. Tras cierto tiempo, un fino chorro de límpida agua se me hace visible entre rocas, a cuyo pie forma un diminuto charco barroso. Un pequeño roedor está abrevando, y, sin pérdida de tiempo lo golpeo con mi largo cayado. Tras alimentar a Knat, lo envío a buscar a los nuestros para acampar allí. Por lo menos tendremos hierbas y raíces, más alguno que otro animalito para comer mientras tanto.
Horas después, compartimos nuestras magras raciones con los sobrevivientes del clan-del-Tigre-de-los-largos-colmillos. V’Zurah, la Gran Abuela va recuperando, poco a poco, sus menguadas fuerzas y su depauperada vitalidad. También la Gran Abuela decide traspasar —a la que le sigue en edad— sus atributos matriarcales: es decir su pelliza de piel de oso de la montaña y sus collares y adornos relativos a su jerarquía. En nuestra tribu, la mujer de más edad, tiene el mando y las decisiones trascendentales sobre el destino de cada uno de nosotros. En cuanto a mí, hacedor de lluvias y curador de males, si bien, dispongo de cierto poder y respeto y la responsabilidad de la supervivencia de mi clan, no tengo poder de decisión y cualquier asunto que concierne al clan debo consultar con la matriarca, quien tiene la última palabra.
Tras pocos días, el pequeño surgente se fue agotando irremediablemente, por lo que debí partir con Knat a buscar otros sitios más propicios para medrar otro tiempo, hasta que volviesen a agotarse sus recursos. Indiqué a mi discípulo que escalásemos hacia la salida del valle, buscando tierras altas. Quizá hallásemos a otro clan o tal vez animales que cazar; toda vez que nos lo permitieran nuestras exiguas fuerzas. Tras dos jornadas de camino hallamos un grupo perteneciente al clan-del-Búfalo-negro-de-las-praderas. Luego de relatar nuestras penurias, nos propusieron cambiar dos mujeres jóvenes de nuestro clan por comida y agua para cuatro lunas, dentro de un pequeño roquedal alimentado por un manantial, aún inagotado. Como yo no podría decidir, envié al joven Knat, tras darle un magro alimento de raíces apenas cocidas y una vasija de barro con agua, junto a V’Zurah a fin de llevarle la proposición del clan anfitrión. Incluso, éstos sugirieron que podríamos vivir en el lugar por el tiempo asignado.
Los del Búfalo negro, habían perdido muchos cazadores y mujeres jóvenes en manos de un clan rival; y si bien disponían de alimentos y agua, necesitaban repoblar su menguado campamento hasta poder enfrentar nuevamente las incursiones del clan enemigo. De ahí su propuesta de canje, en estos momentos ventajosa para nosotros; que disponíamos de muchas jóvenes pero pocos cazadores. A lo lejos, los astros errantes continuaban surcando los cielos, con su estela de fuego y muerte, aunque pocos llegaban realmente a caer. Muchos simplemente se extinguían antes de tocar los suelos, pero de todos modos, apavoraban a nuestra gente con su trágica belleza. Hacia el oriente nocturno, cierta madrugada poco antes de despuntar el lucero de la mañana, apareció de pronto un astro inmóvil y fulgurante, con una larga cauda semejante a velo de agua escaldada. Nunca lo habíamos visto antes y deduje —tras observarlo durante varios días—, que tal vez los tiempos de penuria estuviesen tocando a su fin.
Poco a poco, el ominoso astro se fue alejando hasta desaparecer al cabo de varios días, aunque el recuerdo de su belleza perdurará tal vez mucho tiempo en nuestras memorias. Tras pocos días de convivir con los del clan del Búfalo negro, luego de acceder a sus condiciones, V’Zurah me propuso apurar el traspaso de atributos a fin de participar en la ceremonia de la Gran Expiación en busca de mejores tiempos para nuestro pueblo, ya al borde de su extinción. Incluso el viejo Hacedor de lluvias del clan-del-Búfalo-negro-de-las-praderas que nos albergaba temporalmente, nos sugirió que habría que realizar un sacrificio para mejorar las cosas. Accedí de buen grado y obtuve el apoyo moral de la Gran Abuela para tal fin.
Tras continuar la instrucción de Knat, y hacer lo propio V’Zurah con Wrakki, quien le sucedía en edad, y a la cual traspasó sus conocimientos y los mitos e historias de nuestros antepasados, el tiempo siguió su curso inexorable. La noche del plenilunio azul se aproximaba. Pasé buena parte del tiempo frotando la filosa piedra de mi hacha ceremonial contra las no menos duras y brillantes piedras del roquedal, al pie del chorrillo cristalino que sobrevivió, no sé cómo, a la atroz sequía que nos abrumaba.
Knat ya se ejercitaba solo repitiendo junto a la hoguera del clan los relatos interminables, historias y cuentos referentes a nuestros ancestros; así como avistando el cenit en busca de los astros caminantes que, día a día cambiaban de lugar escondiéndose o jugando a hacerlo, entre las miríadas de luminarias fijas que nos contemplaban desde lo alto. Deduje que Knat llegaría a ser un buen Hacedor de lluvias. Tal vez mejor incluso, que su predecesor, ahora atenazado por la impotencia ante las ocultas fuerzas de la naturaleza; que se empeñaban en poner a prueba nuestro amor a la vida y a nuestros hijos.
Tras cumplirse el plazo que nos fijaran los del clan-del-Búfalo-negro, nos ofrecieron la opción de permanecer diez lunas más en el lugar a trueque de una doncella núbil y un joven cazador. Tras consultar con nuestra matriarca y ésta a su vez, con los posibles candidatos al canje, se llegó a un acuerdo alternativo. La Gran Abuela propuso unir los dos clanes bajo la pintoresca denominación de "El-gran-astro-brillante-de-cola-hirviente", en alusión al misterioso fenómeno aparecido tiempo antes y que según la matriarca, nos depararía tiempos mejores. Además, aseguró la anciana V’Zurah, la unión nos haría más fuertes ante la adversidad y las privaciones, así como de las incursiones de otros clanes.
Para sellar el acuerdo se unieron las fogatas de los dos clanes y se prepararon las ceremonias sacrificiales del plenilunio azul, donde V’Zurah y yo debíamos traspasar nuestros atributos a quienes estaban designados a sucedernos. Esa noche, la Gran Abuela, exultante y erguida pese a su estado de privaciones, se acercó a mí y me dijo:
—Quiero estar junto a tí, mi buen Grunt, en recuerdo de los muchos hijos que hemos engendrado juntos y de las noches que descubrimos astros nuevos en el cielo.
Acomodóse sobre mis pieles y nos quedamos un buen rato recordando lo pasado, junto a nuestro sufrido pueblo y a los que ya partieron y nos estaban aguardando, sin duda. Al llegar al cenit la luna, contemplamos nubes avellonadas, antes ausentes. Llamé a Knat y nos dirigimos con la matriarca y su sucesora al centro de las hogueras de ambos clanes unidos. Un poco de sangre debía rubricar la fusión de nuestros pueblos, y de paso aplacar a los dioses responsables de nuestras penurias. V’Zurah de pie junto a la hoguera de nuestro clan se despojó de sus pertenencias entregándoselas a Wrakki. Luego se arrodilló desnuda frente a la fogata, agachando la cerviz. Sin pérdida de tiempo le asesté un fuerte y certero hachazo en la nuca, que coincidió con el estampido de un rayo y las primeras gotas del cielo.
Contemplé el cuerpo exánime de la matriarca y entregué el hacha a Knat, arrodillándome a mi vez junto al cuerpo aún tibio de la Gran Abuela. Alzando la cabeza hacia lo alto veo nubes arremolinándose en torno a la luna llena, que aún nos contempla antes de ser oscurecida por el celaje. Un fuerte viento nos azota desde el poniente. Lanzo un fuerte grito, como desafiando a los dioses, mientras la tribu danza con gritos destemplados agradeciendo la bondad de los dioses que finalmente se disponen a enviarnos agua, y me inclino reverente sobre el yerto despojo de mi amiga. Knat alza el hacha, como dudando de utilizarlo y tuve tiempo de ver un relámpago cruzando fugazmente los cielos que parecen comenzar a llorar, mientras tímidas gotas de agua mojan mis cabellos, antes de…
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Las alfombras de Ishkandar
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. Un militar norteamericano —de cuyo nombre no quisiera acordarme—, estando en misión de ocupación en Iraq, tras los saqueos de los museos de Bagdad, oyó relatar esta historia por parte del profesor Ishmail Z`wari Mahmoud, quien por esos días intentaba infructuosamente detener el inicuo saco de milenarios tesoros culturales de una de las cunas de la civilización mundial, efectuado al amparo de la invasión extranjera.
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Hace muchísimos años, tantos que no pudieron haber sido calendarizados, el visir Shaar Ib’niz, en viaje hacia Ishkandar, se detuvo en un oasis para un merecido reposo, en casa de un varón justo de nombre Khemail Ish Fahan.
Khemail Ish Fahan comentó al Visir Shaar Ib'niz —el cual se hallaba de paso, en misión de recaudar los impuestos de vasallaje—, acerca de las maravillas de Ishkandar, reino tributario del Gran Rey de Persépolis. Desde perlas del tamaño de cocos, diamantes del brillo de un sol, palacios lujosos con la majestuosidad de monumentos y miniaturas apenas visibles al ojo humano, como una joya diminuta en oro y platino representando un oasis esculpido no mayor que una uña de meñique. El Visir Shaar Ib'niz prestaba atención auditiva a Khemail Ish Fahan, su anfitrión, con los ojos abiertos del tamaño de huevos de roc, y los oídos atentos como lebrel afgano. Estaba de visita por Ishkandar en representación del Sha'inshah, el Rey de Reyes de Persépolis, capital del reino feliz; o por lo menos, así lo creía el soberano, tan crédulo él como sus vasallos, gracias a sus diligentes informantes, de atroces memorias, imaginación excesiva y falaces lenguas.
Sabía de la tendencia de los iranianos a la magnificencia, la ostentación y la exageración, sólo superadoa siglos más tarde por los andaluces, los tejanos y los brasileños, y quizá los paraguayos; pero tenía a bien creer las maravillas relatadas por Khemail Ish Fahan, ya que éste tenía fama de veraz y varón justo, pero aún así, le costaba admitirlo.
Khemail mencionó la calidad de las alfombras de laboriosos y pequeñísimos puntos de tejido, cuya confección demandaba años de trabajo y casi una vida de consagración a la obra, donde adultos, mujeres y niños participaban en familia. Algunas de éstas poseían poderes mágicos desde el momento de su concepción y diseño y tenían fama de milagrosas; pero esto último no estaba del todo confirmado. Al menos el Visir nunca hubo visto una de ellas, y suponía que el interlocutor tampoco. Este relató al Visir que su abuelo hubo tenido pactos con el mismísimo Ahrimán, habiendo poseído una de estas alfombras mágicas y cierta vez viajó a Bagdad en la misma, y regresó de igual modo.
El Visir tenía por misión recaudar tributos para el Sha'inshah, de las arcas de los reyes vasallos; e Ishkandar era parte de sus reinos tributarios, por lo que debía estar satisfecho de cuanto hubo oído y lo que ello significaría para su misión. El diezmo del reino de Ishkandar sería de una magnificencia incalculable a su entender, al menos si su prosperidad no fuese más que espejismo para la exportación.
Tras beberse un té salado con grasa de carnero (exquisitez de los árabes, mongoles y persas, desearíamos creer), el Visir obsequió a su anfitrión Khemail Ish Fahan, un zafiro de treinta y dos quilates en prenda de amistad antes de proseguir su viaje a Ishkandar. Khemail por su parte, obsequió al Visir una de sus magníficas alfombras y otra para el Sha'inshah, en prenda de lealtad y obediencia al Gran Rey.
El Visir alabó el magnífico trabajo artesanal de los súbditos de Ishkandar, ponderando la paciencia de sus artífices y su casi oblación sacrificial en aras de su misión de crear una obra, tan cercana a la perfección como lo permitiese El Libro. El Al Qurain dice que sólo la obra de Allah es perfecta; el hombre es apenas la copia imperfecta del Original ¡loado sea Allah! por lo que toda obra humana sería casi errónea. Caso contrario, en la búsqueda de Lo Perfecto se incurriría en pecado de soberbia contra Él.
De tanto hilar e hilar, con la fe puesta en su obra que tienen los artífices, que parte de su energía impregna el tramado de su alfombra, en el momento de la concepción, de los colores y los nudos del tejido. Una alfombra es sacrificio de años de trabajo si realmente el artesano se entrega a ella en cuerpo, mente y alma. Y con él, sus auxiliares, generalmente mujeres y niños de su familia. Y no siempre la venden a buen precio. Algo parecido a quienes trabajan toda su vida en una corporación, y en pago reciben salario de subsistencia y endeudamientos deficitario, más una jubilación de miseria.
Y es acerca de la magia adquirida por la alfombra —que las más de las veces actúa con vida propia—, cuanto desearía acotar al relato de Khemail Ish Fahan a los oídos del Visir Shaar Ib'Niz. La magia de las alfombras de Ishkandar no reside en su propiedad de volar o vencer a la gravedad, sino en ser parte de su propietario y señor. Existen aún alfombras que tras ser compradas por un jefe de clan, pasa de padres a hijos por cientos de generaciones sin deteriorarse, tal es el cuidado que le es prodigado a una alfombra y aún más a las mágicas.
Dícese, aún hoy, que los tejedores de una alfombra, a propósito rompen la simetría de algunas tramas, nudos o colores, para evitar pecar en perfección contra Allah, porque sólo Él, es la perfección en suma. Aunque las alfombras preislámicas sí llegaban a la perfección absoluta, pues sus artífices desconocían la Sagrada Culpa que es artículo de Fe de muchas religiones, incluso las judeocristianas y es también conocida como el recto sendero hacia el sagrado hastío
Pero aún imperfectas en forma, aunque no en espíritu, las alfombras de Ishkandar hubieron conquistado reinos lejanos a donde fueran llevadas, como trofeos de batallas, como tributos o simplemente como obsequios de amistad o sumisión. Su belleza, sobriedad y calidez sobrepasaba cuanto húbose elaborado en humanas manos en parte alguna del mundo y cuanto fuese conocido en algún canto de la tierra.
Podría ser que las alfombras de Esmyrna, de Ishtambul, de Bagdad o del lejano Hindostán tuviesen casi el mismo trabajo, colorido y belleza, pero no sus virtudes y poder de seducción, quizá atribuíbles al denodado esfuerzo de sus artesanos, los cuales se entregaban con su propia vida como bagaje.
Antes de partir para Ishkandar, el Visir solicitó a su anfitrión una relación conocida acerca de los poderes mágicos de alguna alfombra; a la que tal vez buscaría hasta encontrarla para adquirirla. Necesitaría una de ellas, plena de prodigiosa virtud para abreviar sus largos viajes por el reino de los Mil Reyes, en su función de Ojo y Oído del Gran Rey, además de cobrador de tributos.
—Oye entonces con atención esta anécdota, ¡Oh! gran Visir del Gran Rey, porque de labio alguno la volverás a oír, aunque puede que otros conozcan dicha maravilla, pero mucho se guardarán de describirla. Si no a causa de su temor de desprenderse de su alfombra, quizá por su falta de elocuencia para describir tal prodigio.
Así principió a relatar Khemail Ish Fahan a su egregio visitante, el Visir Shaar Ib'Niz, acerca de una de las alfombras con poderes mágicos de ubicuidad y bilocación.
—Hace muchísimos años, tantos que ingresaron casi al olvido, un modesto tejedor de alfombras llamado Gudnu'z Kemal, oriundo de Turkestán y afincado en Ishkandar a causa de las persecuciones sufridas en su país, pidió a Dios que antes de morir deseaba hacer —con su ayuda e inspiración, claro—, una alfombra que fuese la quintaesencia de la belleza y la perfección. Gudnu'z Kemal vivió en Ishkandar muchísimos años antes de la llegada del Islam y no conoció la Palabra del Profeta, pero tenía harta fe en Dios, y a Él se encomendaba para cada obra y en cada situación crítica en su vida. Y Dios oyó sus plegarias otorgándole la necesaria inspiración y fuerzas para emprender la Obra.
Y sucedió que, tras ímproba labor, ayudado por sus seis hijos y sus mujeres, logró dar cima a dicha obra, que por su belleza y su escasa distancia a la perfección cautivara a propios y extranjeros en el mercado de Ishkandar donde exhibiría la alfombra. Un extranjero, oriundo de Srinagar y conocido como mago y alquimista del Rey de Ishkandar la vio, quedando extrañamente absorto y cautivado ante la belleza de sus intrincado diseño, que aún hoy es utilizado como patrón y modelo del arte textil de esta región.
El extranjero se acercó al artífice y, tras preguntar por el precio de tal obra de arte, extrañóse de la exigua cantidad solicitada por el tejedor. —Te ofrezco tres veces lo que me pides Gudnu'z, y aún más. He de rogarte que te traslades a mi palacio con tu familia y te recompensaré con largueza por tu arte. Quiero que confecciones otras para mí y te daré el poder de hacer alfombras con atributos mágicos. ¿Aceptas?
Gudnu'z Kemal quedó anonadado y confuso, pues era costumbre que los compradores de alfombras, casi todos mercaderes viajeros, ofrecieran harto menos de lo solicitado y subvalorasen el ímprobo trabajo de los artífices. El arte del regateo era ejercido por los revendedores, en desmedro del arte de los tejedores y sus productos en casi todos los reinos de Persia o Arabia. Gudnu'z aceptó la oferta del mago y muy pronto se instaló en una de las dependencias de su palacio, ya que éste estaba al servicio del rey de Ishkandar. Sin embargo, tras instalarse e iniciar la confección de otra magnífica alfombra para su nuevo amo, Gudnu'z tuvo un sueño que lo llenó de turbadores presagios. Una noche, oyó la voz (según creyó) del propio Allah, que le aconsejaba volviese a su antigua vida de pobre artesano tejedor, por que el extranjero que lo acogía en su casa, estaba en pactos con espíritus demoníacos y su magia era indeseable para el omnisciente Allah.”
“En tanto, el mago había encantado la alfombra adquirida tiempo antes en el mercado, y la utilizaba para desplazarse hacia su lejano país cuando lo deseara. Nunca nadie lo vio salir por ninguna ventana como dicen los cuentos de las Mil y Una Noches, pero siempre volvía con oro, pedrería y joyas de Srinagar. Según parece, le bastaba encerrarse en la habitación donde se hallaba la alfombra, sentarse en el suelo sobre ella y luego desaparecía con su tapiz.
Horas más tarde, antes de cantar los gallos, reaparecía en la misma habitación como si nunca hubiese salido de ella. En cuanto a Gudnu'z, estaba apenado por el consejo onírico de Allah a que abandonase la vida de protegido del mago hindú, astrólogo y adivino del rey. Es que la vida de un tejedor de alfombras no es un lecho de rosas, sino un constante y cotidiano batallar contra las enfermedades, la escasez de alimentos y las penurias del pobre. Evidentemente, nadie que haya salido de la pobreza quisiera volver a ella. Gudnu'z tampoco era una excepción a esta áurea regla, pese a los sueños premonitorios que casi cada noche lo conminaban a alejarse del mago quien, aún a pesar de su aparente bondad, andaba en pactos maléficos para incrementar su poder. O al menos, eso creía el pueblo todo (menos el rey, pero Alá sabe más).
Este, tras notar la preocupación en el rostro de su protegido lo interpeló a fin de sonsacarle la causa de sus preocupaciones, aunque como buen mago, intuía algo. Tras dudas, titubeos y soslayos, el tejedor confesó al mago cuanto le revelaran en sueños los enviados del Más Alto, o quizá El en persona. Por la gratitud que sentía hacia su protector sentía que no debía abandonarlo, pero no quería perder su alma tampoco y esto lo tenía afligido y confuso, llegando al colmo de cometer errores en las tramas, lo que en un artífice de su fama era casi imperdonable. El mago, Indragit Devaki, rió de las angustias del tejedor y le sugirió que hiciese caso omiso del aviso, admitiendo por otra parte el tener amigos en el mundo de los espíritus turbulentos, aunque prefería utilizar sus poderes en pro del reino antes que en su beneficio.
Le sugirió que si así le conviniese, volviera a su casa y de todos modos le seguiría comprando sus magníficas alfombras a buen precio para evitarle penurias que malograsen su obra. De todos modos era eso lo que deseaba, no retenerlo en su palacio contra la voluntad de Dios. El mago demostró tener buen corazón después de todo y aconsejó al tejedor ser humilde en la magnificencia de su arte.
—No te daré magia para tus alfombras, Gudnu'z, pero si eres grato a Dios y al rey, tendrás tu recompensa. Con la habilidad que posees, no precisas de magia alguna que envanezca tu espíritu. Yo me gano la vida con mis artes adivinatorias y alquímicas. Tu con lo tuyo, que es tu mayor riqueza.
Gudnu'z Kemal agradeció al mago sus palabras y prontamente abandonó el palacio, retornando a su humilde morada. En cuanto a sus alfombras, pudo terminar unas diez antes de entregar su alma a Allah y su oficio a sus hijos. Mas, de todas sus alfombras que por el mundo están, sólo la del mago Indragit Devaki el brahman poseyó el verdadero poder de translación y bilocación. Y esa alfombra ha sido contemplada en Bombay, en la India.
El Visir Shaar Ib'Niz quedó impresionado con el relato de su anfitrión y preguntó a éste quién era actualmente el poseedor de la alfombra de Indragit Devaki, ya que siempre deseó poseer una que le aliviase la duración de sus prolongados viajes por el reino.”
—Una alfombra de Ishkandar cuesta lo que os pidan por ella, pero si es mágica, todo el oro de Oriente sería poco para poseerla ¡Oh Gran Visir! Pero si eres magnánimo y justo con los vasallos de Ishkandar ante el Gran Rey, tal vez puedas obtenerla, aunque algún sacrificio te demandará. Es difícil ser justo y a la vez misericordioso. Especialmente para con los pobres.
—Si es preciso, he de pactar con el mismísimo Ahrimán para ello, ¡Oh generoso Shamir! Mas no he de renunciar a poseerla aunque sea por última vez en mi vida.
—Todo prodigio es obra de Allah, ¡Oh Visir del Gran Rey! Pero no harías bien en ser ingrato a Dios pactando con el Mal. Puede que la humildad y la generosidad te abran puertas que el propio Ahrimán no pueda abrirlas. Y ahora, toma mis presentes y emprende el camino. Ya tendrás noticias mías.
El Visir se despidió y encabezando su caravana se dirigió a Ishkandar, a fin de recaudar tributos del rey vasallo. Durante el largo trayecto pensaba en la alfombra mágica y al mismo tiempo en lo que exigiría al rey tributario como presentes para el Gran Rey.
Luego recordó las palabras de Shamir Ish Fahan quien lo acogiera en el oasis. “Si eres magnánimo y generoso...” . Evidentemente, la apresurada declaración suya de hacer hasta un pacto con el Malo, no era lo mejor de cuanto hubo salido de su boca y ya estaba arrepintiéndose de ello.
Tomó el Al Qurain que llevaba consigo y lo besó respetuosamente, encomendándose a Allah para que lo guiase en el más acá en el arte de ser justo, que es una de las artes más exigentes y donde más fácil es equivocarse.
Tras dura travesía, a camello y caballos, el Visir llegó a Ishkandar siendo recibido con honores por el rey vasallo Quraish Shamr Rudin, el Tigre de Ishkandar (casi todos los reyes guerreros tienen sobrenombres de animales fieros, por más que hayan perdido batallas o partidas de ajedrez), quien honró al Visir con la mejor de las doncellas de su reino para que lo acompañase durante su visita: su propia hija Naifah. Pero ésta se resistió a servir de carne de lujuria y al enterarse de la inminente pérdida de su virginidad, corrió a sus aposentos y se encerró en ellos. Su padre la conminó a salir y cumplir con su deber de Estado, mas Naifah optó por ingerir un poderoso veneno antes que entregarse al Visir, que por cierto ya le llevaba harta ventaja en años. El rey de Ishkandar llamó en vano a las puertas y envió a sus guardias a derribarlas, hallando tras éstas a su hija única agonizando en su lecho. Furioso el rey ordenó degollar a las ayas de su hija Naifah, pero el Visir detuvo su mano.
—No he venido a servirme de tu hija, ni te la he pedido. Antes debiste preguntármelo. Siento mucho que tu hija haya llegado a esta extrema decisión a causa de tus deseos de caerme grato, pero no permitiré que viertas sangre inocente de algo que tú mismo has provocado. Y a partir de hoy, responderás de tus acciones ante mí y el Sha'inshah de Persépolis. Me he jurado a mí mismo no permitir más injusticias en el reino. Y ahora, haz un funeral digno de tu sangre para Naifah, quien se lo merece. Ha defendido su tesoro con su vida, cosa que tú nunca has intentado, antes prefiriendo el vasallaje a la lucha, pese a llamarte el Tigre de Ishkandar. Y ahora, te ruego que me dejes solo, que lo prefiero a la compañía de un chacal con nombre de tigre.
Quraish Shamr Rudin quedó anonadado ante la severidad del Visir y ordenó que las honras fúnebres de la princesa Naifah fuesen las mismas de un rey. Luego se encerró en su estancia a llorar como un niño porque en el fondo amaba mucho a su única hija, cuya belleza eclipsaría a la misma luna y a las flores de su jardín.
Apenas amaneció al día siguiente de la muerte de Naifah, el Visir asistió a sus funerales, tras velar toda la noche con los hermanos de la princesa. Cuatro de ellos se comprometieron a partir con el Visir a fin de servir al Gran Rey en Persépolis y ser custodios de los tributos anuales que su padre enviaba al Sha'inshah.
Lo que ignoraba el Visir es que entre las magníficas alfombras que el Tigre de Ishkandar mandó envolver para obsequio al visitante, se hallaba una que había pasado por las hábiles manos de Gudnu'z Kemal... y por los encantos del mago Indragit Devaki: y llegara a las suyas a causa de sus deseos de justicia como premio de Allah, que como todos saben —o creen saber—, es grande, justo y misericordioso. Al menos, hasta que se demostrase lo contrario.
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Hall O' Ween
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La hora vigésima cuarta del día de difuntos se acerca a pasos maratónicos, tras un día caluroso y una noche cálida, sin brisa alguna que atenuase la calina polvorienta, que teñía la luna menguante de un rojisucio ropaje. El reloj de la sala parece recordármelo con sarcasmo. Cada año me he preparado anímicamente para este momento y he hecho acopio de coraje.
Las tradiciones tanatológicas y necrófilas de los anglosajones que se perpetúan hoy en los sumisos países de la mal llamada América Latina, como si fuésemos descendientes de los legionarios cesaristas que sojuzgaran media Europa, hasta hace poco menos de mil seiscientos años. El día de difuntos no tendría nada de excepcional si de verdad fuésemos "latinizados".
Recordemos que los etruscos celebraban fiestas orgiasticas en honor a sus finados. Cantos, danzas, libaciones... nada faltaba, como en México hispano-galo-mestizo. Pero en el negro universo plutónico anglosajón, la muerte adquirió características truculentas que nos contagiaron a través del judeocristianismo protestante, los ritos egipcios y algunos literatos delirantes de novelas góticas.
Y heme aquí, esperando lo inevitable en esta sudorosa noche, cuajada de voces de insectos y aves; de vibraciones pesadas de urbana estirpe y atávicas sensaciones. ¿Acudirían ellos a la cita? Las brujas y los vampiros; elfos, duendes, trolls y leprechauns no duermen. Y esta noche, menos que ninguna otra.
Debo seguir esperando. El cucú del falso reloj de péndulo sigue amenazando con dar doce tétricos chillidos, imitados por un electrónico dispositivo digital de cuarzo. El escenario está montado para un ritual que no responde a nuestras tradiciones telúricas, sino a tramoyas con sabor a azúcar de arce, hamburguesas y caca-colas foráneas, antes que a crucecitas de madera, paños artesanales, chipas y pintatas de cal en los cementerios ornados de flores y velas de pungente aroma a sebo vacuno.
El lúgubre canto del cucú electrónico del seudo reloj de péndulo me saca de mis cavilaciones, retrotrayéndome al justo presente del despertar de espíritus dormidos y fantasmas hibernantes de lóbregos cementerios y atroces remembranzas. No me sobresalta, pero me pone en estado de alerta. Me pregunto si debo apagar la luz o esperarlos con un libro bendito entre las manos y alguna ristra de ajos espantabrujas, pero de pronto, pienso que ello no me servirá de nada.
La hora de la cita está cantada, aunque aún no se hagan ver estos engendros. La paciencia que cargo encima no me impide un bostezo relajante. Esta noche será sin duda larga y preñada de sorpresas, pero estaré prevenido por lo que pudiese ocurrir.
Aguzo mis sentidos tratando de percibir indicios de alguna presencia en las cercanías de mi sala, aún sumergida en mortecinas luces de artesanales luminarias de candela. Nada. Inicia el proceso que me conducirá a la impaciencia, mas todavía me quedan baterías para resistir otra tanda de espera. Y algo me dice que no tardarán en llegar. El instinto me anuncia que ellos merodean las adyacencias de mi casa, como fingiendo una búsqueda a todas luces innecesaria. A la hora de la verdad, estarán aquí y nada logrará impedir su irrupción, puesto que conocen todos los recovecos de esta casa.
Los presiento cercanos, tal vez incordiando a algún buen vecino, a quien no dejarán dormir con traviesa precisión y aviesas muecas. No acierto a comprender aún cómo se originó todo este desaguisado en este país aldeano de ñandutíes y flores de coco, donde cada primero de noviembre se realizan festivas romerías en torno a los cementerios. Creo haberles dicho que la cultura y costumbres anglosajonas, ajenas a nuestra idiosincrasia de sencillez, a veces nos golpea con extrañas maneras de vislumbrar a la muerte. Nos expone a truculencias alternativas y horrores no previstos en nuestros códigos de conducta.
Siento, y esta vez con absoluta certeza, que vendrán por mí con su insolente prepotencia y sus horrendas facciones y vestimentas bizarras. Un griterío sordo los delata. Me preparo a recibirlos como se merecen.
—¡Treat or trick! —grita una voz desaforada en mi puerta, golpeando fuertemente sus hojas. Abandono apresuradamente la sala y corro a la puerta. No tengo escapatoria y todo sucede como estaba previsto: siete engendros de horrible sonrisa y cubiertos de harapos me extienden sus pintarrajeadas manos.
Resignadamente saco de mis bolsillos una bolsa de golosinas, unos billetes y con un mohín de fingido disgusto los pongo en sus manos. ¿De dónde estos niños se volvieron adictos a las tradiciones foráneas? Les reprendo suavemente diciéndoles que ya es tarde para que anden callejeando por ahí y los envío a la cama.
Mañana será otro día.
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Atrapado en un sueño
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Cuesta hacerse a la idea, pero sepan ustedes lo tenso y harto difícil que me resulta habituarme a esta absurda situación. Busco desesperadamente un despertar ¿vital? que me libre de esta pesadilla. Ya casi no recuerdo cuántas eternidades hace que ¿vivo? inmerso, atrapado, aprisionado con invisibles cadenas, cual mísera partícula infinitesimal perdida en el horizonte enmarañado de algún oscuro agujero gravitatorio.
¿Que dónde? ¡En un sueño! ¡Sí! Como lo oyen. No sé en qué momento se me ocurrió dormir, es decir, ingresar al reposo voluntariamente; al mundo de lo irreal y lo lúdico, de la antivida o de la premuerte, como prefieran. Simplemente cedí a la tentación del reposo —necesario por otra parte—, a la febrilidad activa de luchar por ser. Simplemente ser. Me dejé seducir por la fracción onírica y falaz de la cuasi-existencia y no cerré debidamente mi defensa conceptual contra la pérdida de conciencia.
Me dejé llevar por la carroza de Morpheus hacia los ignotos lares de la sinrazón, sin ocurrírseme la posibilidad de no poder retornar a la vigilia.
Ahora, encadenado por las eras de las eras al mundo de los sueños, pienso si no hubiese sido mejor permanecer siempre en estado de vigilia, hasta el día postrero. Por lo menos ya hubiese muerto hace siglos. Incluso, el vehículo carnal que me habitara no existe pues ni siquiera es polvo, mientras mi psique vaga y permanece inalterable en este numinoso limbo sobrecogedor. En vano intento comunicarme con el mundo de lo físico, a través de otros seres que entran momentáneamente y al alba terrenal, retornan a sus cuerpos de buen o mal grado. ¡Pero tras el despertar lo olvidan todo! Y no me queda otro remedio que proseguir aguardando. Dicen que uno se acostumbra hasta a la costumbre. Pero créanme que no he llegado aún a compenetrarme en el no-despertar.
Siento la cósmica necesidad de no asumir mi —hasta ahora involuntario— rol de hombre-sueño. De gritar mi pertenencia al otro lado del espejo, de donde en mala noche partí para no regresar por toda la sempiternidad; de negar mi existencia y confutar la aparente realidad.
Pero lo evidente me enrostra, por decirlo así, lo opuesto. Estoy en estado de letargo perpetuo. E incluso no puedo encarnar en otro ser para proseguir mi terrena existencia, pues he dejado de existir (es decir mi cuerpo) en su proto-larval estado de hipoconciencia inconsciente. ¡Ni siquiera puedo darme el lujo de romper otra crisálida para morir! ¿Estoy condenado a no despertar jamás?
Recuerdo vagamente cuando conocí a la psique de un sesudo intelectual que, sueño mediante, se hallaba en este estagio-estigio de nadez absoluta en que me encuentro; en esta dimensión de vacuidad continente e incontenida. Tras realizar un vuelo sumergido, el alma del intelectual me desafió a un debate sobre el sexo del espíritu, donde, tras toda una noche de hiperbólicos y delirantes devaneos orales —dignos de orates, justicia es mencionarlo—, volvió a su vehículo físico con la locura ceñida en torno a su frente. Luego venía cada vez más a menudo, hasta que un día desapareció diluida en un proceloso y agitado océano de dudas. Volví a quedar solo, aburrido y rumiando silencios.
Luego de no sé cuánto, apareció por este lado del horizonte, un espíritu de doncella virgen (a pesar suyo, creo yo), vencida por el insomnio de la lujuria. Jugueteaba ella, con cuantos pensamientos arrojaba yo a sus alas extendidas, con las que me los devolvía en incesante passing-shot metafísico. Tampoco ésta hizo grandes esfuerzos para compartir mi vibrante soledad. Volvía de tanto en tanto, azuzada por algún tranquilizante que abotagaba sus sentidos por tiempo prolongado.
Luego, tras una intoxicación, pasó a otro limbo y se esfumó para siempre. Nunca supe el nombre de su conflictiva contraparte causante, sin duda, de sus locos devaneos oníricos.
No puedo dejar de mencionar a cierto espíritu-mente que llegó, como quien no quiere la cosa, y casi quedó en el lado oscuro del espejo. Deliraba en colores como casi todas las almas que sueñan creativamente en versos, y saltaba tras ebúrneos asteroides que orbitan una cascada de luz. Tampoco pude retenerlo ni darle algún mensaje dirigido al exterior del sueño en que me hallo. Mas, por lo menos mantuve una efímera aunque fructífera relación. Nunca supe su sexo ni su procedencia. Me da igual. En el mundo de los sueños, los seres son apenas soplos de irrealidad. Hombres y mujeres, hembras y machos, no son sino despojos descascarados en tránsito.
Y yo... el más despojado, el más descascarado, el más intransitante de todos, les pido que si una de estas noches han de ceder al obligado reposo, sueñen que están en este lado de la nada. Y si pueden, llévenme de regreso. ¿o ustedes pertenecen a la casta de los que nunca se dejan llevar por los morfeicos efluvios? ¿se creen o sienten filósofos acaso? Si así fuera, permítanme congratular tal certeza. Quizá fuesen entonces de entre los pocos elegidos de la Luz.
Quienes nos vemos obligados a permanecer en este estado de suspensión perpetua, tenemos vedado el acceso al final del túnel. Y no me pregunten cómo transcurre mi inexistencia por estos parajes de intermitente desolación y feérica uberrimidad. Las mutaciones del verbo son tan constantes, que no me sorprende ya nada. Ora llueven lagartos de protoplasma; ora fluyen ríos de estrellas, cual galáctico maremagnum, sin solución de continuidad. Todo cambia, todo muta, nada permanece... mas todo prosigue igual para mí.
Hace demasiado que estoy en este ¿lugar? que he conocido cientos de almas con sus delirios, frustraciones, realizaciones, bondades, deseos, represiones, lucideces y tenebridades.
Recuerdo, con cierto dejo de desmemoria, a un espíritu travieso y burlón de pre adolescente. Este pudo zafarse de ciertas leyes naturales que rigen nuestros universos y lograba trasponer el umbral sin que su cuerpo perdiera conciencia. Es decir: sabía soñar despierto. No me pregunten cómo lo hacía. Tal vez alguna sustancia alteradora de conciencia, o simplemente laxitud de voluntad. Tal vez, abulia física. No lo sé. Lo cierto es que su alegría estallaba, cual burbujas multicolores, ante cualquier acaecer que rompiese los rígidos esquemas que, infructuosamente, trataban de imponerle en su mundo. El de las estúpidas formalidades, ceremonias y solemnidades rituales de la vida terrenal, con el espíritu burocratizado de fórmulas huecas e inconsistentes.
Aquí todo es harto distinto. Los vientos son coloridos; los bosques vuelan; los peces corren; los pensamientos son formas proteicas mutantes y tangibles; las palabras saltan de rama en rama, como digresiones parlamentarias; los ríos giran rotando sobre sí mismos... en fin... ¡todo es posible en el mundo de los sueños! ¡Todo! Y el espíritu zumbón lo disfrutaba plenamente ¡Y sin recato alguno! Incluso me preguntaba yo, qué hallaba de agradable en este absurdo pandemonio irreal, mientras el dueño de mis pensamientos trataba infructuosamente de romper el cerco invisible y retornar a lo cotidiano y ¿normal? de la vida terrena.
Un día dejó de aparecer. Otros espíritus que lo conocían me informaron que la ley humana lo condenó a formalidad perpetua, y lo encadenaron a tierra para que no volase más. Sus ingrávidos desplazamientos despertaron la ira de la sociedad del mundo materialista. No pudo seguir soñando despierto, y languideció en una oficina hasta morir del todo y del tedio.
Tal vez algún día pueda romper este hechizo aglutinante que me ata a esta remota región, y recuperase las cenizas de lo que fue mi materia física. O tal vez, los hados y los dioses me desaten y permitan mi reingreso encarnado en algún filósofo. Que tal vez, y así lo quieran ellos, no se dejase seducir por la modorra y la fatiga. No soportaría retornar por otra eternidad a la absurda geografía, geocromía y geofonía de los sueños sin final.
Pero hasta entonces seguiré aguardando. ¿Podré conservar la paciencia jobiana, sin caer en la ignominia de la resignación? Sólo puedo seguir esperando hasta que los dioses se compadezcan de mis cadenas y de mis delirios, llevándome al nirvana de la conciencia y la vigilia total.
Mas no pierdo la esperanza del retorno y en tanto, seguiré ¿prisionero? del delirio eterno.
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¡No pasarán!
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. Nunca supo cuánto tiempo permaneció apostado y alerta en su solitario mangrullo arborícola. Sus dedos, casi estaban encallecidos de rozar alertas el disparador de su arma: viejo metal, enmohecido y ajado de estar semi inactivo, aguardando ocasión para entrar en acción de fuego contra quienes se atrevieran a desafiar la patrótica resistencia. Los últimos combates fueron tan esporádicos que casi los había olvidado. Pero ellos aún merodeaban cual bestias en celo, rampantes y agresivos por los alrededores.
Más tarde o más temprano deberían mostrarse ante su mirilla certera y precisa, sedienta de sangre de cipayos. Esta guerra, duraba ya demasiado tiempo y no daba trazas de acabar. El enemigo era tenaz y su insistencia en rebasarlos superaba los límites de lo humano. Acarició nuevamente el viejo Kalashnikov, compañero de rutas e infortunios. Muchas vidas había interrumpido con sus mortales carcajadas, dejando cuerpos huecos y yertos despojados de sus respectivas almas —suponiendo que las tuviesen—, por los traicioneros senderos de la húmeda selva.
Hasta entonces, pese a todo, tuvo suerte de poder seguir en la brega, pero en cualquier momento le tocaría caer abatido por otro más afortunado. De tanto en tanto, silbidos siniestros de proyectiles de obuses parecían llamarlo desde el dosel de la selva, pero no sentía deseos de acudir. Por otra parte, la orden de los jefes fue terminante: no abandonar los puestos de vigía, ni en caso de ataque masivo.
De pronto, le pareció oír el flap-flap característico de helicópteros de asalto por las cercanías. Tensó sus instintos y se preparó para lo peor. Hasta entonces, ellos no pudieron desalojarlos del cerro de Guazapa en que resistían hacía años, y no lo lograrían ahora. Si era necesario moriría en su puesto, como tantos hermanos que ofrendaran sus huesos por la libertad de su invadida patria. Después de todo ¿qué era la vida sin la sal de la libertad? El guía espiritual de su pueblo había caído víctima de los sicarios de las 14 familias, que compartían el dominio del país bajo la protección de ellos, los rubios extranjeros. ¡Monseñor Romero sí que regalaba coraje en cada homilía, desbordante de amor al campesino y a los pobres entre los pobres!
Sabía de oídas, pues era aún poco leído, que esas 14 familias reinaban en su pequeña patria como reyezuelos africanos de provincia, oprimiendo a los pobres y exprimiéndolos en duras condiciones. Los apellidos Deinigger, Puyá, Solá, Sol, Virola, Dueños, Hill, Mesa-Ayau, Alvarez, Meléndez, Castro, Quiñones, Vilanova, García-Pueto... eran sinónimos de tiranía. Descendientes de los colonizadores europeos y aventureros judíos venidos de Extremadura con el conquistador Pedro de Alvarado, imponían su ley a balazos en todo el territorio. Recordaba relatos acerca de la gran sublevación de 1932, violentamente aplastada por el General Maximiliano Hernández García, cipayo de los 14 y de la United Fruit, hoy United Brands, además teósofo y masón, por lo que lo apodaban El Brujo. ¡Casi treinta mil muertos hubo, entre los desiguales combates y los sumarísimos fusilamientos de indios rebeldes y campesinos proletarios!
Personalmente le tocó la tragedia, cuando siendo niño aún, toda su familia fue atrozmente masacrada por tropas conjuntas de su país, de Honduras y de los Estados Unidos, salvándose de puro milagro, arrojándose al río Sumpul. No hubo otros sobrevivientes. Apenas alcanzada la pubertad, se incorporó a los combatientes de la libertad, enfrentando a los mercenarios de las 14 familias de propietarios cafetaleros y a los propios norteamericanos, patrones de éstas. Y aquí estaba en su precario puesto en el corazón del cerro de Guazapa, jurándose a sí mismo: ¡No pasarán! mientras revisaba su corvo cargador pletórico de balas del 5,56.
La negra libélula mecánica, probablemente un Bell H-1 Iroquois de asalto, pasó rozando las altas copas de los frondosos árboles que lo cobijaban. No tardaría en volver. Preparó su arma y esperó que el enemigo se pusiese a tiro.
A los pocos, sintió la cercanía de la aeronave que se aproximaba nuevamente. Calculando cuidadosamente la distancia apuntó su fusil. Apenas divisó la oscura barriga del helicóptero disparó con rabia todo su cargador. Pudo ver como la apocalíptica bestia voladora era herida de muerte, estallando casi sobre su cabeza y cayendo en pedazos.
—Otro más... —pensó. Pero ¿Cuántos habrían por las cercanías? El incendio atraería a varios merodeadores hacia su puesto, con toda probabilidad, mas no lo abandonaría. Disponía de balas y coraje suficiente como para enfrentar lo que viniese. ¡Y vinieron con todo nomás!
Una escuadrilla de seis cazabombarderos A-4D Skyraider, probablemente pilotados por americanos veteranos de Vietnam, se precipitó descolgándose de las nubes con su mortífera parafernalia derramando napalm a raudales por los alrededores. Aguantó el alud de fuego a su alrededor, mientras su memoria revivía episodios de su casi clandestina infancia.
El Mozote, pequeña aldea de El Salvador, amaneció ese día rodeada de Rangers del batallón “Atlacatl”, sus instructores “Boinas Verdes” y miembros del grupo paramilitar ORDEN. Tras tomar posiciones en torno al poblado, el comandante del batallón reunió a los hombres, mujeres y niños en la pequeña iglesia, ante los desgarradores llantos y gritos de quienes se sabían conducidos al sacrificio.
Una vez adentro todos, los Rangers emplazaron piezas de ametralladora de punto cincuenta y comenzaron a disparar dentro de la iglesia. Pocos intentaron escapar, él entre ellos. Una vez fuera, fingióse muerto, mientras en sus oídos resonaban los disparos. Tras el silencio, los militares dinamitaron la iglesia y arrasaron el caserío, antes de retirarse del sitio de su hazaña. Ni siquiera se tomaron la molestia de sepultar a los muertos, lo que quizá fuese su oportunidad de salvación.
Al llegar la noche, huyó silenciosamente para eludir a las patrullas de los Rangers del “Atlacatl”, que merodeaban por la región. Tras largos sufrimientos y abundantes dosis de hambre y terror consiguió llegar hasta las líneas de los combatientes del FMLN, donde a pesar de sus diez cortos años, sentó plaza de estafeta y soldado.
En cinco años de guerra vio morir a muchos, amigos y enemigos. Pero su coraje aumentaba en proporción inversa a la represión inmisericorde desatada contra inermes e indefensos compatriotas. No sólo el ejército regular los sitiaba, sino los paramilitares de los “escuadrones de la muerte”, dirigidos por el tristemente célebre mayor Roberto D’Arbuisson, militar retirado y fundador del ultraderechista partido ARENA. Sólo la valiente y serena voz del obispo Romero taladraba conciencias e insuflaba valor y resignación ante los reveses. Pero Romero ya no estaba con ellos. El 23 de marzo de 1980, cayó bajo las balas de asesinos del ARENA y los políticos venales campeaban por sus fueros e impunidad. Ahora, quedaban librados a sus propias fuerzas, pero aún así, el ejército nunca pudo desalojarlos de Guazapa y Usulután, pese a las ayudas de los americanos y los hondureños, aliados de éstos. La lucha continuaría hasta el último hombre, en memoria de quienes cayeron en combate, en las ténebres mazmorras oficiales, o secuestrados y asesinados por los escuadrones parapoliciales. Eugenia, Carlos, Teo, Juancho, Manolo, Mauricio, Chirito... y tantos otros. El variopinto armamento de los esquivos guerrilleros de la libertad descansaba poco. Tanto como quienes los empuñaban.
El cazabombardero Skyraider A-4D se precipitó hacia él vomitando fuego y metralla. Supo que llegó el momento cuando apuntó su viejo AK hacia el halcón de acero. Disparó con ansias, apenas distinguió el emblema de sus alas claramente, tratando de calcular el blanco móvil. Luego vió el tanque de napalm desprenderse del fuselaje, en tanto el Skyraider recibía los impactos de su fusil justo en una de sus bombas. El estallido del avión coincidió con el del tanque de napalm arrojado hacia él.
Monseñor Romero ya no estaría solo. Tendría su monaguillo en el más allá. René Humberto, a los 15 años recién cumplidos, ingresaba a la inmortalidad en algún lugar de El Salvador llamado Guazapa.
Días después, un mensaje del U.S. Signal Corps y una medalla de Servicios Distinguidos, llegaban a manos de una mujer de Detroit, flamante viuda de un “desaparecido en acción” en algún lugar de América Central, mientras pilotaba un cazabombardero Skyraider A4D, llamado Midnight Cowboy, tras acumular una buena foja de servicios y palmarés de combate en Vietnam al servicio de la ¿libertad?

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