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viernes, 30 de julio de 2010

SUSANA GERTOPÁN - BARRIO PALESTINA (NOVELA) - Prólogo: OSVALDO GONZÁLEZ REAL / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES


BARRIO PALESTINA (NOVELA)
Edición digital: Alicante :
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Arandura Editorial, 1998.
Segunda edición:
Editorial Servilibro,
Asunción-Paraguay, 2005
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Para Claudia, Fernando y Eduardo mis hijos.
A la memoria de mis abuelos,
inmigrantes que también vivieron en barrio Palestina,
y de quienes recibí gran parte de este legado cultural.
Tenía la mente llena de poesía y de novela,
estaba preparado para la conmoción interna
que los escritores llaman «amor».
Isaac Bashevis Singer
.
PRÓLOGO
** La novela Barrio Palestina, especie de Ghetto asunceño, recrea un submundo, una judería muy peculiar. El trasplante de los habitantes de Vilna, Varsovia y otras ciudades polacas a esta tierra tropical y folclórica (en el sentido paraguayo del término) produjo una situación de convivencia humana llena de dramatismo y nostalgia.
** La autora, protagonista de las peripecias que describe y testigo de estas historias domésticas, está perfectamente capacitada para hablarnos de sus experiencias y vivencias, como de primera mano. Esta obra es, pues, fundamentalmente de índole testimonial y, de allí, el valor que tiene como obra literaria y como saga de las numerosas familias judías que vinieron a nuestra patria buscando la salvación. El famoso Barrio Palestina, así bautizado por sus inquilinos, con mucho acierto, era un microcosmos de aquellos villorrios de Europa Central, como Galitzia y otros sitios, alejados de los centros hegemónicos del continente.
** Puedo escribir sobre Barrio Palestina con conocimiento de causa, pues viví gran parte de mi existencia (hasta los 20 años) en esa zona, en calles aledañas: Paraguarí, Fulgencio R. Moreno, México. Asistí a la famosa Escuela «República de México», del barrio (conocido como de turcos y judíos) donde tuve como compañeros de banco a los Karlik, los Morgenstern, los Paluch, los Fridman, y otros no menos famosos. Vivíamos en completo compañerismo y tranquilidad. No sospechaba yo, en aquella época de mi infancia y adolescencia, las tragedias y problemas que aquejaban a estas desarraigadas familias, llegadas a estas tierras con traumas de toda especie. Me encontraba, en realidad, con gente ya asentada, ya recuperada de los pogroms y las persecuciones. El antisemitismo no existía, y solamente había la prohibición de no enamorarse de un «goi» y mantener cierto decoro religioso, cierta ortodoxia frente a los extraños. Conocía también, al grupo que se había instalado antes y que incluía a los Schwartzman, los Blinder, los Schifenbauer, etc. En fin, tengo recuerdos muy vívidos de la gente del barrio en cuestión, y creo que hasta me enamoré de algunas de mis vecinas. Eran jóvenes exóticas con un ligero toque oriental, lo que las volvía muy atrayentes.
** Pero, volvamos al libro que nos toca comentar. La novelista en ciernes, Susana Gertopan, a quien conozco muy bien, ya que en un tiempo fue mi alumna, tiene una especial facilidad para la narrativa. En efecto, en esta novela corta, describe la sicología de los personajes de una manera acabada y recrea maravillosamente la atmósfera que rodea a los mismos aquí -en su nueva patria- y la de Polonia, de donde vinieron. Personajes como Féiguele, el rabino Elías, Moishele, los padres y las demás familias judías del conventillo, están descritos con gran simpatía y sencillez a la manera de precursores de este tipo de obra, como Aleichem, Singer y otros. Un lenguaje llano -no rebuscado- es el elegido para ambientar a los personajes. El estilo es, por lo tanto, directo -sin barroquismos de ninguna clase-. El conflicto entre los componentes de esta familia típicamente judía (con la «idi-she mame», el sionismo, el hassidismo, etc.) está presentado de manera, por momentos, trágica. La relación entre padres e hijos y de parejas está descrita con lucidez y espíritu crítico. La autora no se detiene ante ningún tabú. Presenta, inclusive, las dudas religiosas que padece el personaje principal ante la ortodoxia y su angustia existencial ante la persecución de su pueblo y los horrores del holocausto. En sentido estricto esta novela es un «Bildungsroman», porque describe la evolución caracterológica de un joven ante las circunstancias de la vida. Se plantea, además, el tema del sionismo, que produce rompimientos y roces ideológicos dentro de la familia. Al final, el héroe de esta historia opta por el deber patriótico que implica el viaje a Palestina, a luchar como sionista. La figura y la influencia de Teodoro Herzl, es aquí notoria, en términos de conflicto generacional.
** Para terminar, debemos subrayar que Susana Gertopan ya es conocida en los medios literarios locales -como miembro del Taller Cuento Breve-, y como escritora de poemas desde hace tiempo. Por lo tanto, esta notable novela no viene sino a corroborar su vocación de escritora y su actitud testimonial ante sucesos y experiencias de importancia vital dentro de su historia personal, y la de muchos otros judíos en el exilio. - Osvaldo González Real


**/**

Vivíamos en un barrio en las afueras de Varsovia. Las calles eran de piedra, angostas y muy ruidosas; a mí y a otros niños nos gustaba jugar en la vereda, hacíamos mucho barullo al igual que los vendedores ambulantes que ofrecían a gritos toda clase de mercancías.
En el vecindario, la mayoría éramos judíos a excepción de unas pocas familias. Nuestra casa estaba a mitad de la cuadra, al lado de la panadería; en la misma estaba la lavandería, a pocos metros el mercado; detrás, el puesto de frutas y al final de la calle, la pescadería. La nuestra, era una casa pequeña. Tenía dos cuartos: en uno dormían mis padres, y el otro compartíamos mi hermano Féiguele y yo. También estaba el cuarto de baño, la salita, la cocina con una enorme estufa y «el altillo». El altillo lo alquilaba Motke, el librero, él lo utilizaba como depósito para guardar los libros viejos.
Todos en el barrio hablábamos en yiddish y en polaco.
La vida transcurría tranquila, a no ser por algún tumulto en la calle, producido por la llegada de un nuevo vecino.
Pero ese invierno todo cambió, fue el más largo y crudo que recuerdo. Un paisaje pálido de árboles desnudos y raídos enlutaba la ciudad. También las calles cambiaron, se volvieron peligrosas, la nieve acumulada obstaculizaba el tránsito de autos, tranvías y de carros. La nueva ola de frío y el miedo impedían que saliéramos de nuestras casas.
Ese miércoles a la noche hizo más frío que nunca, una nevada persistente desfallecía sobre la ciudad, se celebraba la quinta noche de Jánuca, la fiesta de las luminarias. En el candelabro de nueve brazos, cinco lamparitas de aceite de oliva, encendidas una al lado de la otra, a la misma altura, iluminaban con luz clara las ventanas de cada hogar judío. Mientras yo observaba distraído la calle y las ventanas de los vecinos, golpes insistentes a la puerta de nuestra casa interrumpieron la calma.
Golpeaban la puerta una y otra vez.
-¡Móishele, Móishele! Ve a ver quién viene -dijo mi madre. Fui corriendo a la puerta, y cuando la abrí me encontré con el rabino Elías.
-¡Rabino Elías! ¿Qué hace usted acá hoy? -pregunté.
En ese momento olvidé que era miércoles, el día en que el rabino nos visitaba. Tenía destinado un día de la semana para cada barrio. Él se preocupaba por la situación de todos sus feligreses: de que a nadie nos falte comida, medicamentos, carbón, kerosén. Y para aquellos que no sufrían de hambre o de frío, pero sí padecían de tristeza o soledad; a ellos les llevaba palabras de aliento, y lecturas de parábolas santas.
Los viernes y los sábados los dedicaba a Dios.
Su memoria era admirable, tenía la capacidad de recordar y citar capítulos enteros de la Mishná y además era un gran estudioso de la Torá.
De estatura baja y figura pequeña, llevaba la barba larga y delgada, tenía los ojos profundos; llenos de sabiduría, que reflejaban bondad y fe. Yo siempre envidiaba esa fe. Una fe inquebrantable con la que yo, siendo aún muy joven, ya no me llevaba bien. Fue en ese tiempo cuando nacieron mis dudas.
El rabino llegó con su hijo, que tenía un gran parecido físico con el padre, el niño iba tan abrigado que solamente quedaban al descubierto los aladares debajo de la gorra de terciopelo negro.
-¡Mi Dios! -dijo mi madre sorprendida cuando los vio-. ¡Rabino Elías! ¿Qué hace caminando por la calle en una noche como ésta, de tanto frío y acompañado del niño?
Su barba estaba blanca y congelada, su rostro traía la dureza y el frío de la calle.
El rabino se sacudió la nieve del abrigo, después se lo sacó así como el sombrero de piel.
Mi madre tomó al niño de la mano y lo llevó a la cocina, junto a la estufa; el padre lo siguió, caminó unos pasos y una vez frente al fuego se sacó los guantes y acercó las manos frías, al calor.
-¡Sí que hace frío! Reitze, ya mis años no me ayudan, estoy viejo y el frío carcome mis huesos. ¿Tienes algo caliente para compartir con este pobre hombre?
Mi madre corrió a preparar una taza de té para el rabino.
-Hoy no quiero té, Reitze; prefiero otra bebida, algo más fuerte.
-¿Qué le parece una copita de licor de anís?
-¡Eso está mejor!
Mi madre trajo dos copitas servidas y un trozo de gelatina de pata, y para el niño una taza de leche tibia rociada con azúcar y canela, y algunos bizcochos.
El rabino Elías saboreó la comida, luego de hacer las bendiciones, bebió el licor y dijo:
-Nadie prepara esta comida como tú, mi querida Reitze, tienes el verdadero gusto judío, que Dios conserve siempre tus manos limpias y sanas, y les den fuerza para seguir cocinando muchos años más.
El rabino siguió hablando; pero ahora el tono de su voz cambió. Se tornó ronca aunque sus ojos mantenían la misma frescura.
-Mis palabras traen preocupación, siéntense -nos dijo a mi madre y a mí-, y tú Féiguele, ven, acércate también, es muy importante lo que tengo que contarles. Las noticias que nos llegan de Alemania no son buenas, todo lo contrario, que Dios nos libre, pero se habla mucho de Hitler y de sus intenciones de llegar al gobierno. Además los alemanes se están preparando para una guerra, no se sabe cuándo; pueden faltar años, pero seguro que cuando eso suceda, nos va a alcanzar. Es mi obligación avisar que los tiempos cambian, el cielo se está oscureciendo ante los ojos de los judíos. Todos conocemos al pueblo polaco, su gente es tan antisemita como otros, aunque no todos lo son, ése es un consuelo, siempre se encuentra gente buena, pero más que nunca corremos riesgos; algunos conocidos míos creen que nada malo va a suceder, que todo va a pasar. ¡Ojalá sea así! Solamente Dios lo puede saber.
Después de escuchar estas palabras el rostro de mi madre cambió por completo.
-Por favor rabino, no me asuste, ni tampoco asuste a los niños -suplicó mi madre.
-Nada de eso, pero recuerda lo que sucedió en Egipto cuando «El ángel de la muerte» iba de casa en casa para terminar con los primogénitos. Dios marcó las casas de los israelitas. En cada una se sacrificó un cordero, que fue comido, y con cuya sangre se salpicó el umbral como señal del acuerdo. Cada israelita se convertiría en un sacerdote en el santuario de su hogar, dedicado al servicio de Dios. No hay que esperar que Dios venga de nuevo en nuestra ayuda, debemos estar prevenidos.
Quedamos en silencio, todos miramos a los ojos del rabino, él los mantuvo bajos, luego levantó la mirada y continuó diciendo:
-Bueno Reitze, a pesar de estar a gusto en tu casa, ya tengo que marcharme, aún me quedan muchas otras que visitar, y la noche ya cayó. Recuerda que Rabí Shimón afirma que hay tres coronas: la corona de la Torá, la corona del sacerdocio y la corona real; pero que la corona de una buena reputación es superior a todas ellas.
Féiguele y yo nos acercamos a despedir a los visitantes. El rabino puso sus manos sobre nuestras cabezas, y nos bendijo:
-Recuerda Móishele de ponerte regularmente las filacterias, cumple con tu compromiso; quienes dejan de usarla, figuran entre aquellos transgresores de Israel, que pecan con sus cuerpos porque se niegan a subyugarlos a la adoración del Todopoderoso. Bueno, ahora sí ya es momento de marcharnos, buenas noches Reitze, y que siempre nos encontremos en fiestas.
-¡Buenas noches, rabino Elías, que vaya usted con salud!
El rabino dio un beso en la frente a Féiguele. Acomodó las manos dentro de los guantes, lo tomó del brazo a su hijo y ambos se perdieron por las calles oscuras de la ciudad.
Después de despedir al rabino, mi madre continuó en la cocina preparando la comida para la cena, Féiguele la ayudaba en los quehaceres, no sólo esa noche, él siempre se encontraba cerca de ella. Yo, en cambio, preferí la lectura, pero la preocupación que trajo el rabino Elías no me permitió concentrarme. ¿Qué pasaría con nosotros si venía la guerra? ¿Adónde iríamos? Esas dudas me dominaron por mucho tiempo. Sentí miedo, mucho miedo. Caminé hasta la cocina, mi madre estaba cantando mientras revolvía plácida la sopa de remolacha. A mi madre le gustaba cantar. ¡Siempre cantaba!
-¡Mamá! -grité.
-¿Qué quieres, Móishele?
-¡Tengo miedo! Las noticias que trajo el rabino Elías me dejaron preocupado.
-¡No tengas miedo, nada malo puede pasar!
Aunque las palabras de mi madre sonaban tranquilizadoras, el miedo y la ansiedad persistían. Para distraerme tomé la armónica, regalo del abuelo en el último purim y me senté junto al candelabro, cerca de la ventana, sobre un baúl viejo, de esos que guardan recuerdos. Y mientras tocaba me distraje mirando la calle. A lo lejos vi la figura de mi padre, iluminada bajo el farol. Caminaba con pasos cortos y lentos, llevaba los brazos cruzados detrás de la espalda, la cabeza gacha, el ala del sombrero le cubría casi todo el rostro.
Me pregunté: ¿De dónde vendría? Nunca tomaba ese camino cuando regresaba de la fábrica.
A unos minutos de haberlo visto, mi padre entró. Detrás de él una ráfaga de viento heló el salón. Besó la palma de la mano, la misma con la que rozó la metzuzá. Sacudió las botas y se quitó el abrigo salpicado de nieve, también la bufanda y el sombrero, y los acomodó en el perchero. Como de costumbre me acerqué a él para saludarlo, pero con un gesto brusco me apartó. A pesar de ello yo insistí. De nuevo se frustró el saludo.
¿Qué le pasaba? Parecía otra persona, no lo reconocía en esa actitud. Mi padre siempre llegaba a casa contento, con la sonrisa en los labios. Ahora era un hombre distinto al de siempre.
-¡Móishele, llama a tu madre y a Féiguele! ¡Tenemos que hablar seriamente antes de la cena!
Después de dar esa orden se lavó las manos y se sentó a la mesa. Él y yo fuimos los primeros en ocupar nuestros asientos, luego vino mi hermano y por último apareció mi madre trayendo los platos servidos, humeantes.
-Hazme el favor Reitze, siéntate y escucha -dijo mi padre tomándola del brazo.
La casa parecía otra, sentí como si de pronto todos fuéramos extraños. Durante la cena, era común el intercambio de opiniones, generalmente las frases se entrelazaban con entusiasmo, confundiéndose las voces, pero esa noche, todos permanecíamos sumidos en un silencio incómodo.
Mi padre apartó su plato sin haber probado la sopa, nos recorrió con la mirada y dijo:
-Tenemos que marcharnos, la guerra se acerca, se habla mucho de Hitler y de sus intenciones, pretende mantener vivos sólo a los que tienen sangre aria, en especial sangre alemana, para preservar el honor alemán. La persecución a los judíos ya empezó aquí en Polonia. También son perseguidos los marxistas y los comunistas, aunque ellos pueden negar sus creencias para salvarse; nosotros no, somos siempre el chivo expiatorio. Ya en las paredes aparecen pintados dichos como «Alemania, despierta, Judea, muere».
El rostro de mi madre se puso pálido, contraído por la ira. Mi padre tomó un sorbo de agua y continuó hablando.
-La fábrica se cerró y cada vez es más difícil para un judío encontrar trabajo, es prácticamente imposible. Esto no ocurre solamente en Varsovia, toda Polonia está igual y hay otros lugares donde es peor. Este es el momento de irnos, aunque es muy difícil conseguir los documentos.
-¿Irnos? ¿Adónde? -pregunté, asustado.
Féiguele se puso más pálido que de costumbre. Mi madre dejó la mesa corriendo, como si huyera de las palabras que terminaba de escuchar. Yo quedé en la silla, duro, como de piedra. No comí; tampoco podía mover las piernas, ni los brazos, aunque lo intentaba, era inútil, ellos no me obedecían. Distraído y como ajeno a lo que estaba sucediendo, detuve la mirada en unas papas teñidas de rojo, sumergidas en la sopa, ya tibia.
-¿Irnos? -pregunté de nuevo. Jamás me imaginé vivir lejos de este barrio. Me sentía identificado con todo lo que me rodeaba e interesado en lo que sucedía. Aquí nací, aquí en una pequeña sinagoga fui llamado por primera vez a leer la Torá en el día de mi bar mitzva, aprendí a leer y a escribir en la pequeña escuela cruzando la plaza, visitaba a mis amigos, leía a autores que en ese momento satisfacían mis expectativas de curiosidad, tenía a mi abuelo, y disfrutaba los momentos que compartía con él, también estaban los tíos, las primas y sobre todo extrañaría a mi guarida. ¿Quién sería yo lejos de todo esto? Temí el desamparo.
La voz de mi madre interrumpió mis pensamientos.
-¡Móishele! -desvié los ojos de la sopa y la miré.
-¡Levántate, hijo, y ve a buscar el postre! Los higos están limpios y frescos, también trae los panqueques de queso. Éste era mi postre preferido, cuando mi madre los preparaba yo era capaz de comerme la fuente entera, pero en ese momento ni la idea de comer los panqueques me entusiasmaba.
-¿Todos tenemos que ir? -pregunté a mi padre.
Me miró, yo hice lo mismo, de pronto sus ojos claros se obscurecieron y con voz triste me contestó:
-Escucha bien Moishe, no es sólo cuestión de trabajo, ni de comida, además de todo eso es seguridad. ¿Entiendes esa palabra? ¡Seguridad! -elevó la voz, y casi gritando continuó diciendo:
-¡Sobrevivencia! Nos van a matar como a hormigas y no somos conscientes de ello. Los alemanes no van a parar hasta ver al último judío aplastado bajo sus botas.
Se levantó y enojado volvió después de unos minutos con el periódico en las manos.
-A ti, Móishele, que te gusta tanto leer -sus palabras sonaban a reproche-, lee esto, te aseguro que es más interesante que esas historietas que lees todo el día y que no hacen otra cosa que robarte la vista; lee esto que te va a servir para contestarte a ti mismo.
Tomé el periódico y leí los titulares: «Se proyecta construir campos de concentración para judíos». Más abajo leí que Himler en un discurso dijo: «Cuando en los cuchillos salpica sangre judía, todo va doblemente bien».
Tragué saliva, sentí que algo en el estómago se me revolvía, y un sabor amargo me subió hasta la boca.
Mi padre siguió hablando a gritos, su rostro se veía acalorado, entonces mi madre se acercó con la intención de calmarlo.
-¡Dovid, no grites, todo el vecindario te va a escuchar!
Inmediatamente mi madre empezó a sollozar, en ese momento yo sentía lo mismo que ella, las mismas ganas de echarme a llorar; luego ella se alejó, dejándonos de nuevo solos a mi padre y a mí, pero por pocos minutos, él se levantó y la siguió, corrió la cortina de tela desteñida que separaba la cocina del salón, se acercó a ella y le dijo:
-Reitze, tranquilízate, no te angusties, mejor vamos a descansar, nos va a hacer bien dormir. Mañana será otro día, y con la luz del sol pensaremos mejor, no te preocupes, ahora todos estamos cansados, muy cansados. Vamos, Reitze.
Mientras ellos iban al dormitorio pensé que fueron pocas las veces que los oí discutir. Me preocupó que en adelante eso también cambiara.
Esa noche, cada uno, en silencio y sin darnos las buenas noches, fuimos a la cama. Siempre antes de dormir me detenía y miraba el cielo. Esa era una noche extraña, oscura, yerta, huérfana de luna. Prefería ese momento del día, cuando los demás dormían, yo disfrutaba de la calma, esa calma que me permitía intimar con mis pensamientos. Subí al altillo, a mi guarida. Era una pieza oscura, repleta de libros apilonados del piso al techo. ¡Adoraba ese lugar! Olía a pergamino, a viejo, a quietud. Me pasaba largas horas entretenido en silencio. Tomé el libro que fui a buscar y de nuevo bajé.
Entré al dormitorio, pero Féiguele aún estaba despierto, entonces guardé el libro debajo del colchón para que él no lo notara, esperé unos minutos, y por fin mi hermano quedó dormido. Encendí la lámpara de kerosén y me dispuse a leer. El texto era de la biblia y se llamaba: «Los deberes del corazón» escrito en hebreo, el rabino Elías me lo había prestado con la intención de que practicara ese idioma.
-¡Lee mucho en hebreo! -decía- para no olvidarlo, y estudia la Torá. Como dice Hilel y Shamai: si estudias mucho la Torá no te vanaglories, pues para ello fuiste creado.
Leyendo me había quedado dormido, pero de pronto un ruido me despertó, cuando abrí los ojos, no sabía dónde estaba, ni qué hora era; tenía la ropa puesta y el libro abierto sobre el pecho. Asustado me senté al borde de la cama, bajé los pies al suelo, entonces por fin reconocí el lugar. Mi corazón latía como si fuera a salirse del pecho. La luz de la lámpara iluminaba el rostro de Féiguele. Lo miré, se parecía mucho al de mi madre, tosía y gemía, pensé que tal vez sufría de una pesadilla, me acerqué a él, y noté que no era solamente un mal sueño. Féiguele parecía enfermo, se veía mal, le toqué la frente. Tenía fiebre. Lo arropé y fui corriendo a buscar a mi madre. Ella y mi padre no dormían, seguían discutiendo.
-¡Mamá, mamá, ven pronto, Féiguele parece sentirse mal! Mis padres corrieron junto a él.
Féiguele yacía pálido, sudoroso, respiraba con dificultad y el pecho le chillaba.
Mi padre se vistió deprisa y salió corriendo a buscar al médico.
Mi hermano era un niño diferente al resto, no le gustaba jugar con otros de su edad, nunca salía a la calle solo, siempre iba acompañado de mi madre o de mí. Era tímido y miedoso. Se enfermaba de cualquier peste que aparecía, tenía la salud debilitada. Era bajo de estatura, delgado, su rostro carecía de color, anchas sombras cercaban sus ojos claros. Mi madre se dedicaba todo el tiempo posible a cuidarlo, más de lo que habitualmente cualquier madre cuidaría a un hijo. Entre él y yo no existía mucho parecido; ni físicamente ni en otros aspectos, teníamos diferentes gustos, a mí me gustaba salir a la calle a jugar con otros niños, él prefería quedarse en la casa a ayudar a mi madre, siempre se encontraba cerca de ella. Muchas veces sentí celos de él, deseaba padecer alguna enfermedad para llamar también la atención de nuestra madre. Igual que Féiguele. En realidad mi hermano era su preferido.
Después de un buen rato mi padre volvió acompañado del doctor Roynsky, siempre él acudía con una sonrisa cuando se le necesitaba, era un buen hombre, además de ser buen médico.
-¡Buenas noches, Reitze! Vamos a ver qué le sucede a Féiguele, seguro es sólo un resfriado, con este frío es lo más común. Ahora, dígame: ¿A quién se le ocurre enfermarse en una noche como ésta? -rió el doctor-. ¡Sólo a Féiguele! Se acercó y puso el estetoscopio sobre el pecho del enfermo, después auscultó los pulmones. Le tomó el pulso y se quedó un buen rato sentado en la cama junto a él.
Nosotros observábamos atentos la expresión del médico mientras esperábamos ansiosos el diagnóstico.
-¿Qué te pasa, hijo? -preguntó a Féiguele- ¿Te duele algo? Y éste con un gesto de cabeza, negó.
El doctor Roynsky salió de la pieza, mis padres y yo lo seguimos:
-¿Qué enfermedad tiene Féiguele, doctor? -pregunté.
-Es un simple ataque de asma. Nada serio, pero hay que cuidarlo mucho, tiene que hacer reposo y comer liviano.
El doctor dejó algunas indicaciones y unos medicamentos, se despidió, subió al carro y se alejó.
Ese fue el principio de sucesivos y cada vez más frecuentes ataques. Féiguele nunca sanó.
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