en la GALERÍA DE LETRAS del
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EL NIÑO DEL TOCADISCOS
EL NIÑO DEL TOCADISCOS
** Después de la cena me encaminé a la costa del mar; iba todavía sumido en la historia lejana, pero tan vital de El Siglo de las Luces que había terminado de leer esa tarde. La brisa del Pacífico me daba de lleno en el rostro, y aspiré hondamente hasta saturar mis pulmones de ese aire fresco y puro que venía del océano. El mar se extendía delante de mí, inconmensurable, rozado por la luna que lo agitaba en pequeñas olas que, por momentos, venían a estallar contra los acantilados, coronándolos de espumas. A la distancia, desde Viña del Mar, se apreciaba el paisaje singular de la vieja ciudad de Valparaíso, dibujadas por las luces de las bombitas eléctricas. En las aguas aceitosas del puerto se reflejaban miles de bujías que parpadeaban jubilosas, iluminando la extensa bahía. La claridad de la noche dejaba ver una muchedumbre de barcos, de todos los barcos. Los puertos de mar me suelen dar la sensación apacible de que en ese pedazo de muelle ha convergido el mundo con sus productos, sus lenguas y sus costumbres... Desde el lugar donde me encontraba podía distinguir las cabinas de los ascensores a cremallera que subían y bajaban fatigosamente a los distintos pisos de la ciudad: Valparaíso se trepa a las montañas, tornándose notablemente pintoresca, extrañamente atrayente.
** En esa noche sentí deseos de subir a uno de esos ascensores y llegar a los diversos pisos de la ciudad. Desde arriba, la vista nocturna era una fiesta de colores y luces, con mástiles de buques, techos rojos, montañas Que emergían del mar.
** Embriagado de sensaciones, pero un poco triste (siempre me entristecen las emociones), emprendí el regreso. Me interne por las calles tortuosas y oscuras de ese barrio de puerto; era ya medianoche, y las luces de un bar se proyectaban en la angosta vereda. Entré y me ubiqué en una de las mesas; pedí cerveza y comencé a beber sin prisa. El local estaba poblado de marineros mercantes, changadores, contrabandistas, mujeres del ambiente; humo, risas, voces y sonidos entremezclados. En una mesa cercana, un joven de veinte o veintidós años, atraía la atención de los que lo rodeaban; presumo que festejaban un acontecimiento importante. Lo observé con atención; pude notar que tenía la cara amoratada por los golpes; además, un labio partido y un ojo semicerrado. Uno de sus compañeros le dijo:
** - ¡Estuviste magnífico; te costó trabajo hacerle besar la lona!
** -Era el más difícil; ahora el camino está limpio. ¡Los que quedan son piojos...! ¡Vas a ser nuestro campeón! -opinó otro.
** - ¡Viva el campeón! - corearon.
** El joven aceptaba con satisfacción las expresiones de alegría de sus amigos, aunque por momentos, en medio del placer que experimentaba por su todavía caliente triunfo, sus ojos negros y vivaces, volvíanse de una tristeza inefable. Me miraba extático como queriendo hurgar en el pasado. Se quedó pensando, pero una frase y un ademán de los compañeros hicieron brillar nuevamente en sus pupilas las llamas propias de la juventud.
** -Voy a buscar un taxímetro -dijo un pelirrojo y salió a la calle.
** -Debemos seguir festejando este triunfo hasta el amanecer; vamos a casa de Magdalena -persuadió el más joven del grupo.
** Todos aplaudieron la idea y en señal de aprobación bebieron la espumosa cerveza. El joven boxeador no dejaba de mirarme; parecía sumergido en pensamientos que lo preocupaban. De pronto se levantó, vino hasta mi mesa, y sonriendo me dijo:
** -¿Cómo está señor?; buenas noches -y me tendió la mano.
** Yo no salía de mi asombro; no recordaba haberlo visto nunca; pero viendo la franqueza y espontaneidad con que me ofrecía su mano, probablemente confundiéndome con otra persona, no atiné a hacer otra cosa y le di la mía. A esto siguió una palmada en el hombro; parecía estar alegre por haberme encontrado. No quise aclarar su confusión para no desilusionarlo; además le acarrearía la burla de los amigos. Por decir cualquier cosa le pregunté:
** -¿Qué tal, qué andas haciendo?
** Muy entusiasmado me contestó:
** -¿Se acuerda, señor, lo que le dije cuando aún era un cabrito? Me gustaba ser boxeador; ahora estoy en camino de ser campeón. ¡Campeón peso pluma! Trabajo en la Aduana y tengo bastante tiempo para entrenarme.
** Me hablaba con tono de confianza, como si fuéramos viejos amigos. No era posible que me siguiese confundiendo, lo más probable era que yo hubiese perdido la memoria. Hice esfuerzos para recordarlo; forcé mi mente, agoté las posibilidades de reconocerlo, pero todo fue inútil (las veces que esto me ocurre -son frecuentes- y trato de exigir al máximo a mi cerebro sólo obtengo resultados negativos). ¿O me estaba haciendo una broma? No, su mirada era sincera y su rostro se alegraba realmente de haberme encontrado.
** - ¡Cuánto tiempo pasó desde aquella mañana que lo vi por última vez! Ahora estoy hecho un hombre -sonrió-. Usted está igual, como antes, cada vez más joven -dijo riendo sonoramente.
** Fue así como de pronto me encontré conversando con un desconocido en un café de puerto, lejos de mi tierra, de mis amigos. La vida tiene a diario estas sorpresas. Comenzaba a sentirme incómodo cuando vino una voz a salvarme.
** - ¡Vengan, muchachos! Aquí está el taxi -gritó uno de los amigos desde la calle.
** Todos salieron atropelladamente en medio de risas y de empujones. El joven desconocido que hablaba conmigo, apremiado por los llamados, me preguntó:
** -¿También esta vez se hospedó en el Hotel Araucano?
** - Sí -respondí tendiéndole la mano al ver que él me daba la suya. -Mañana iré a verlo -dijo y salió a reunirse con los compañeros. Quedé largamente pensativo; pagué lo consumido y me dirigí a mi hotel. Durante el trayecto volví a pensar en el muchacho; me dio un poco de fastidio, el asunto no era para devanarse los sesos tratando de aclarar la identidad de un desconocido. Casi estaba seguro de que no pasaba de ser una confusión, o más sencillo, tal vez fuese el ascensorista, portero o empleado de uno de los tantos hoteles de Viña del Mar o Santiago; pero el trato que me brindó no era el de un conocimiento casual, en sus ojos había gratitud cuando me miraba. Esa noche no pude dormir, el insomnio suele atacarme en muy raras ocasiones, mas en esta oportunidad se ensañó conmigo. Recién en horas de la madrugada pude dormir algo; tuve un sueño pesado y hasta con pesadillas al comienzo. Cuando me tranquilicé, soñé con el joven del bar; vi claramente su rostro desfigurado por los golpes: el ojo negro, amoratado, el labio inferior partido que sangraba. Seguí soñando y soñando las cosas más inverosímiles. No sé cómo me encontré asistiendo a un espectáculo de box, donde mi torturante personaje medía la fuerza de sus puños. Lo vi caer con la nariz ensangrentada, retorciéndose de dolor. El juez contó hasta ocho. Vi cómo se levantaba de nuevo a enfrentarse con el rival que parecía tener puños de hierro. De nuevo mi amigo fue derribado, pero esta vez el juez contó hasta nueve. Se levantó haciendo mucho esfuerzo. En ese mismo instante sonó la campana anunciando el pequeño intervalo. A pesar de los duros golpes recibidos, lo vi en su rincón bastante animado, y hasta sonriendo por momentos. Empecé a temer que fuese vencido al comenzar el round. Una inefable aflicción se apoderó de mí. Se reinició la pelea; sin darme cuenta estaba alentando a mi muchacho a gritos desde la platea. Su entusiasmo y coraje fue poniéndolo en ventaja. Recuperó las fuerzas y golpeó a su rival en los lugares donde podría minarle el físico. En la décima volteó a su adversario con una derecha a la mandíbula. El juez iba contando: ¡siete! La situación se había invertido. Mis ojos seguían desesperados a la mano que iba contando los segundos... ¡ocho!, y no daba muestras de reponerse el boxeador tendido en la lona. Mi amigo estaba a un punto del triunfo, a dos segundos. ¡Nueve ! El corazón no me cabía en el pecho y una angustia oprimía mi garganta. ¡Diez!! El público invadió el ring, los fogonazos de los fotógrafos se sucedían. En pocos segundos la pelea se transformó en una fiesta de luces, gritos y ademanes. Mi amigo acababa de triunfar sobre un temible rival y el gentío no cesaba de aclamar su nombre. Yo también gritaba y aplaudía. Luego, lentamente, me sumí en un hondo letargo, mis músculos entraron en un período de laxitud; creo que fue cuando me dormí libre de pesadillas, hasta las diez de la mañana.
** Era casi el mediodía y no continuaba bajo la evocación del sueño. Antes del almuerzo leí en el periódico -con asombro creciente- el desarrollo de la pelea sostenida por mi amigo la noche anterior. Mi estupor no encontraba una explicación a lo que estaba sucediendo, y me pareció insólita toda esta situación. Por la crónica deportiva me enteré de que se llamaba Juan Sepúlveda. Filtré cien veces este apellido por mi mente, pero no conseguí poner luz sobre las cosas, cuyos caracteres premonitorios ya comenzaban a afligirme.
** Mi amigo había prometido venir a verme; no apareció en la mañana, tampoco en la tarde. Al día siguiente tuve que marcharme a Santiago para tomar el avión que me llevaría a Buenos Aires. Con curiosidad, y por qué no decirlo, ansioso, lo esperé todo el día y esa última noche. Algo me decía que no era un desconocido, que un vínculo lejano me unía a él. Con desconsuelo tomé el tren; parecíamos dejar parte de mí en esas playas.
** A la tarde me embarqué en el avión; el cruce de los Andes hizo que olvidara mis preocupaciones. La cordillera majestuosa, imponente, con sus cumbres imperiales bañadas de nieve, llenó mis sentidos. Pasamos la cordillera y apareció la monotonía infinita de la llanura. Me acomodé en mi asiento y dormí serenamente. Soñé que me encontraba en un bar y podía ver, difusamente, esas vitrolas eléctricas accionadas con monedas, y a su pie, un chico parado que me parecía escuchar embelesado la música emitida por el aparato. Mi sueño pasaba a otras cosas, pero volvía irremediablemente a la misma escena, como una película que repetía interminablemente idéntica secuencia.
** Me despertó la voz de la camarera que ofrecía whisky a los pasajeros; comencé a beber mi whisky sin prisa; la secuencia del chico de la vitrola vino a darme la punta del ovillo que empecé a tirar lentamente, y en la medida en que desovillaba, crecía en mí una sensación de tranquilidad interior.
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** Doce años atrás hice un viaje similar a las playas del Pacífico; no fue para descansar ni distraerme, lo hice por motivos mucho más graves y ante una situación irreparable. Mi mujer falleció al poco tiempo de habernos casado. Me aconsejaron (como siempre ocurre en estas circunstancias) viajar. Resolví trasladarme a Chile, pero a los pocos días regresé a Buenos Aires. La noche antes me retiré del Casino de Viña del Mar a las tres de la madrugada; ya cerca de mi hotel sentí sed. Busqué un bar y entré a tomar algo fresco; hacía calor y no tenía sueño; permanecí sentado en mi mesa barajando mis futuras actividades. En uno de los ángulos del salón había uno de esos tocadiscos eléctricos que funcionan con una moneda. Observé que un chico de diez años, aproximadamente, introducía una moneda en la ranura del aparato y se quedaba escuchando extasiado la música. Repitió la misma operación varias veces. Después recorrió -con naturalidad- las mesas con la mano extendida pidiendo dinero; me llegó el turno:
** -Señor, ¿me da una moneda?
** Metí la mano en el bolsillo y le di varias.
** -Gracias, señor.
** De nuevo se acercó al tocadiscos para hacerlo funcionar. No sé si era la música o el mecanismo complicado del aparato lo que lo distraía. El chico calzaba alpargatas rotas, vestía sucias y agujereadas ropas. Lo llamé y vino dando puntapiés a una tapita de cerveza; con una mano metida en el bolsillo del pantalón hacía tintinear las monedas;
** -¿Qué haces, que no vas a dormir a tu casa? Son las tres de la madrugada.
** -No tengo sueño... yo no tengo casa.
** -Y... ¿tu mamá y tu papá?
** - Se murieron cuando se movió la tierra y nuestra casa se cayó sobre nosotros...
** Me di cuenta de que el chico era uno de esos tantos huérfanos que arrojan en Chile, de tanto en tanto, los terremotos.
** -¿No tienes parientes? -pregunté.
** -No sé, señor.
** -¿Cómo has venido a parar a esta ciudad?
** - Un hombre me llevó a su casa; me hacía trabajar mucho y cuando venía borracho me pegaba. Un día me escapé.
** -¿Dónde vives ahora?
** Me miró sorprendido, no sabía que contestar.
** -En cualquier parte -dijo finalmente-, bajo los puentes, en la plaza, en el mercado; la gente es buena, me da siempre monedas; lavo los vasos y platos en los bares y me dan de comer.
** -¿Qué piensas hacer?
** -Nada, ¿por qué? ¡Ah!, ¿cuando sea grande? Cuando sea grande voy a ser boxeador, ¡voy a ser campeón!, señor.
** Lo llevé conmigo al hotel. A la mañana siguiente le compré un par de alpargatas, un pantaloncito y una camisa. Conseguí que el dueño del hotel lo dejara para hacer los trabajos menores. Dejé el dinero necesario para que le comprase otras ropas más adelante. El día de mi partida me acompañó a la estación; acaricié sus cabellos y le di la mano. El tren se puso en marcha y hasta que se perdió en una curva pude ver sus manos agitarse en un adiós inocente.
** Lo extrañé. Pensé traerlo conmigo a Buenos Aires; había resuelto hacerlo el próximo verano. Solía escribirle periódicamente al hotelero pidiéndole noticias de Juan; a veces garabateaba un saludo en las respuestas. Un día recibí una noticia desalentadora: me informaba que el hotel había sido vendido, y que el nuevo propietario no podía darme informaciones sobre el chico. Ahora estaba hecho un hombre; era boxeador, como me había dicho que deseaba ser cuando fuese grande.
** Oscurecía. A lo lejos ya se veían las luces de Buenos Aires. El letrero luminoso del avión nos indicaba que debíamos ajustar los cinturones para el aterrizaje.
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** En esa noche sentí deseos de subir a uno de esos ascensores y llegar a los diversos pisos de la ciudad. Desde arriba, la vista nocturna era una fiesta de colores y luces, con mástiles de buques, techos rojos, montañas Que emergían del mar.
** Embriagado de sensaciones, pero un poco triste (siempre me entristecen las emociones), emprendí el regreso. Me interne por las calles tortuosas y oscuras de ese barrio de puerto; era ya medianoche, y las luces de un bar se proyectaban en la angosta vereda. Entré y me ubiqué en una de las mesas; pedí cerveza y comencé a beber sin prisa. El local estaba poblado de marineros mercantes, changadores, contrabandistas, mujeres del ambiente; humo, risas, voces y sonidos entremezclados. En una mesa cercana, un joven de veinte o veintidós años, atraía la atención de los que lo rodeaban; presumo que festejaban un acontecimiento importante. Lo observé con atención; pude notar que tenía la cara amoratada por los golpes; además, un labio partido y un ojo semicerrado. Uno de sus compañeros le dijo:
** - ¡Estuviste magnífico; te costó trabajo hacerle besar la lona!
** -Era el más difícil; ahora el camino está limpio. ¡Los que quedan son piojos...! ¡Vas a ser nuestro campeón! -opinó otro.
** - ¡Viva el campeón! - corearon.
** El joven aceptaba con satisfacción las expresiones de alegría de sus amigos, aunque por momentos, en medio del placer que experimentaba por su todavía caliente triunfo, sus ojos negros y vivaces, volvíanse de una tristeza inefable. Me miraba extático como queriendo hurgar en el pasado. Se quedó pensando, pero una frase y un ademán de los compañeros hicieron brillar nuevamente en sus pupilas las llamas propias de la juventud.
** -Voy a buscar un taxímetro -dijo un pelirrojo y salió a la calle.
** -Debemos seguir festejando este triunfo hasta el amanecer; vamos a casa de Magdalena -persuadió el más joven del grupo.
** Todos aplaudieron la idea y en señal de aprobación bebieron la espumosa cerveza. El joven boxeador no dejaba de mirarme; parecía sumergido en pensamientos que lo preocupaban. De pronto se levantó, vino hasta mi mesa, y sonriendo me dijo:
** -¿Cómo está señor?; buenas noches -y me tendió la mano.
** Yo no salía de mi asombro; no recordaba haberlo visto nunca; pero viendo la franqueza y espontaneidad con que me ofrecía su mano, probablemente confundiéndome con otra persona, no atiné a hacer otra cosa y le di la mía. A esto siguió una palmada en el hombro; parecía estar alegre por haberme encontrado. No quise aclarar su confusión para no desilusionarlo; además le acarrearía la burla de los amigos. Por decir cualquier cosa le pregunté:
** -¿Qué tal, qué andas haciendo?
** Muy entusiasmado me contestó:
** -¿Se acuerda, señor, lo que le dije cuando aún era un cabrito? Me gustaba ser boxeador; ahora estoy en camino de ser campeón. ¡Campeón peso pluma! Trabajo en la Aduana y tengo bastante tiempo para entrenarme.
** Me hablaba con tono de confianza, como si fuéramos viejos amigos. No era posible que me siguiese confundiendo, lo más probable era que yo hubiese perdido la memoria. Hice esfuerzos para recordarlo; forcé mi mente, agoté las posibilidades de reconocerlo, pero todo fue inútil (las veces que esto me ocurre -son frecuentes- y trato de exigir al máximo a mi cerebro sólo obtengo resultados negativos). ¿O me estaba haciendo una broma? No, su mirada era sincera y su rostro se alegraba realmente de haberme encontrado.
** - ¡Cuánto tiempo pasó desde aquella mañana que lo vi por última vez! Ahora estoy hecho un hombre -sonrió-. Usted está igual, como antes, cada vez más joven -dijo riendo sonoramente.
** Fue así como de pronto me encontré conversando con un desconocido en un café de puerto, lejos de mi tierra, de mis amigos. La vida tiene a diario estas sorpresas. Comenzaba a sentirme incómodo cuando vino una voz a salvarme.
** - ¡Vengan, muchachos! Aquí está el taxi -gritó uno de los amigos desde la calle.
** Todos salieron atropelladamente en medio de risas y de empujones. El joven desconocido que hablaba conmigo, apremiado por los llamados, me preguntó:
** -¿También esta vez se hospedó en el Hotel Araucano?
** - Sí -respondí tendiéndole la mano al ver que él me daba la suya. -Mañana iré a verlo -dijo y salió a reunirse con los compañeros. Quedé largamente pensativo; pagué lo consumido y me dirigí a mi hotel. Durante el trayecto volví a pensar en el muchacho; me dio un poco de fastidio, el asunto no era para devanarse los sesos tratando de aclarar la identidad de un desconocido. Casi estaba seguro de que no pasaba de ser una confusión, o más sencillo, tal vez fuese el ascensorista, portero o empleado de uno de los tantos hoteles de Viña del Mar o Santiago; pero el trato que me brindó no era el de un conocimiento casual, en sus ojos había gratitud cuando me miraba. Esa noche no pude dormir, el insomnio suele atacarme en muy raras ocasiones, mas en esta oportunidad se ensañó conmigo. Recién en horas de la madrugada pude dormir algo; tuve un sueño pesado y hasta con pesadillas al comienzo. Cuando me tranquilicé, soñé con el joven del bar; vi claramente su rostro desfigurado por los golpes: el ojo negro, amoratado, el labio inferior partido que sangraba. Seguí soñando y soñando las cosas más inverosímiles. No sé cómo me encontré asistiendo a un espectáculo de box, donde mi torturante personaje medía la fuerza de sus puños. Lo vi caer con la nariz ensangrentada, retorciéndose de dolor. El juez contó hasta ocho. Vi cómo se levantaba de nuevo a enfrentarse con el rival que parecía tener puños de hierro. De nuevo mi amigo fue derribado, pero esta vez el juez contó hasta nueve. Se levantó haciendo mucho esfuerzo. En ese mismo instante sonó la campana anunciando el pequeño intervalo. A pesar de los duros golpes recibidos, lo vi en su rincón bastante animado, y hasta sonriendo por momentos. Empecé a temer que fuese vencido al comenzar el round. Una inefable aflicción se apoderó de mí. Se reinició la pelea; sin darme cuenta estaba alentando a mi muchacho a gritos desde la platea. Su entusiasmo y coraje fue poniéndolo en ventaja. Recuperó las fuerzas y golpeó a su rival en los lugares donde podría minarle el físico. En la décima volteó a su adversario con una derecha a la mandíbula. El juez iba contando: ¡siete! La situación se había invertido. Mis ojos seguían desesperados a la mano que iba contando los segundos... ¡ocho!, y no daba muestras de reponerse el boxeador tendido en la lona. Mi amigo estaba a un punto del triunfo, a dos segundos. ¡Nueve ! El corazón no me cabía en el pecho y una angustia oprimía mi garganta. ¡Diez!! El público invadió el ring, los fogonazos de los fotógrafos se sucedían. En pocos segundos la pelea se transformó en una fiesta de luces, gritos y ademanes. Mi amigo acababa de triunfar sobre un temible rival y el gentío no cesaba de aclamar su nombre. Yo también gritaba y aplaudía. Luego, lentamente, me sumí en un hondo letargo, mis músculos entraron en un período de laxitud; creo que fue cuando me dormí libre de pesadillas, hasta las diez de la mañana.
** Era casi el mediodía y no continuaba bajo la evocación del sueño. Antes del almuerzo leí en el periódico -con asombro creciente- el desarrollo de la pelea sostenida por mi amigo la noche anterior. Mi estupor no encontraba una explicación a lo que estaba sucediendo, y me pareció insólita toda esta situación. Por la crónica deportiva me enteré de que se llamaba Juan Sepúlveda. Filtré cien veces este apellido por mi mente, pero no conseguí poner luz sobre las cosas, cuyos caracteres premonitorios ya comenzaban a afligirme.
** Mi amigo había prometido venir a verme; no apareció en la mañana, tampoco en la tarde. Al día siguiente tuve que marcharme a Santiago para tomar el avión que me llevaría a Buenos Aires. Con curiosidad, y por qué no decirlo, ansioso, lo esperé todo el día y esa última noche. Algo me decía que no era un desconocido, que un vínculo lejano me unía a él. Con desconsuelo tomé el tren; parecíamos dejar parte de mí en esas playas.
** A la tarde me embarqué en el avión; el cruce de los Andes hizo que olvidara mis preocupaciones. La cordillera majestuosa, imponente, con sus cumbres imperiales bañadas de nieve, llenó mis sentidos. Pasamos la cordillera y apareció la monotonía infinita de la llanura. Me acomodé en mi asiento y dormí serenamente. Soñé que me encontraba en un bar y podía ver, difusamente, esas vitrolas eléctricas accionadas con monedas, y a su pie, un chico parado que me parecía escuchar embelesado la música emitida por el aparato. Mi sueño pasaba a otras cosas, pero volvía irremediablemente a la misma escena, como una película que repetía interminablemente idéntica secuencia.
** Me despertó la voz de la camarera que ofrecía whisky a los pasajeros; comencé a beber mi whisky sin prisa; la secuencia del chico de la vitrola vino a darme la punta del ovillo que empecé a tirar lentamente, y en la medida en que desovillaba, crecía en mí una sensación de tranquilidad interior.
.
** Doce años atrás hice un viaje similar a las playas del Pacífico; no fue para descansar ni distraerme, lo hice por motivos mucho más graves y ante una situación irreparable. Mi mujer falleció al poco tiempo de habernos casado. Me aconsejaron (como siempre ocurre en estas circunstancias) viajar. Resolví trasladarme a Chile, pero a los pocos días regresé a Buenos Aires. La noche antes me retiré del Casino de Viña del Mar a las tres de la madrugada; ya cerca de mi hotel sentí sed. Busqué un bar y entré a tomar algo fresco; hacía calor y no tenía sueño; permanecí sentado en mi mesa barajando mis futuras actividades. En uno de los ángulos del salón había uno de esos tocadiscos eléctricos que funcionan con una moneda. Observé que un chico de diez años, aproximadamente, introducía una moneda en la ranura del aparato y se quedaba escuchando extasiado la música. Repitió la misma operación varias veces. Después recorrió -con naturalidad- las mesas con la mano extendida pidiendo dinero; me llegó el turno:
** -Señor, ¿me da una moneda?
** Metí la mano en el bolsillo y le di varias.
** -Gracias, señor.
** De nuevo se acercó al tocadiscos para hacerlo funcionar. No sé si era la música o el mecanismo complicado del aparato lo que lo distraía. El chico calzaba alpargatas rotas, vestía sucias y agujereadas ropas. Lo llamé y vino dando puntapiés a una tapita de cerveza; con una mano metida en el bolsillo del pantalón hacía tintinear las monedas;
** -¿Qué haces, que no vas a dormir a tu casa? Son las tres de la madrugada.
** -No tengo sueño... yo no tengo casa.
** -Y... ¿tu mamá y tu papá?
** - Se murieron cuando se movió la tierra y nuestra casa se cayó sobre nosotros...
** Me di cuenta de que el chico era uno de esos tantos huérfanos que arrojan en Chile, de tanto en tanto, los terremotos.
** -¿No tienes parientes? -pregunté.
** -No sé, señor.
** -¿Cómo has venido a parar a esta ciudad?
** - Un hombre me llevó a su casa; me hacía trabajar mucho y cuando venía borracho me pegaba. Un día me escapé.
** -¿Dónde vives ahora?
** Me miró sorprendido, no sabía que contestar.
** -En cualquier parte -dijo finalmente-, bajo los puentes, en la plaza, en el mercado; la gente es buena, me da siempre monedas; lavo los vasos y platos en los bares y me dan de comer.
** -¿Qué piensas hacer?
** -Nada, ¿por qué? ¡Ah!, ¿cuando sea grande? Cuando sea grande voy a ser boxeador, ¡voy a ser campeón!, señor.
** Lo llevé conmigo al hotel. A la mañana siguiente le compré un par de alpargatas, un pantaloncito y una camisa. Conseguí que el dueño del hotel lo dejara para hacer los trabajos menores. Dejé el dinero necesario para que le comprase otras ropas más adelante. El día de mi partida me acompañó a la estación; acaricié sus cabellos y le di la mano. El tren se puso en marcha y hasta que se perdió en una curva pude ver sus manos agitarse en un adiós inocente.
** Lo extrañé. Pensé traerlo conmigo a Buenos Aires; había resuelto hacerlo el próximo verano. Solía escribirle periódicamente al hotelero pidiéndole noticias de Juan; a veces garabateaba un saludo en las respuestas. Un día recibí una noticia desalentadora: me informaba que el hotel había sido vendido, y que el nuevo propietario no podía darme informaciones sobre el chico. Ahora estaba hecho un hombre; era boxeador, como me había dicho que deseaba ser cuando fuese grande.
** Oscurecía. A lo lejos ya se veían las luces de Buenos Aires. El letrero luminoso del avión nos indicaba que debíamos ajustar los cinturones para el aterrizaje.
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De: EL COLLAR SOBRE EL RÍO
(Buenos Aires: Editorial Futuro, 1987)
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Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L). Autora: TERESA MÉNDEZ-FAITH. Intercontinental Editora, Asunción-Paraguay 1999. 433 páginas)
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