Autor: GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ
Edición digital:
Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Edición digital:
Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Criterio Ediciones, 1990.
** El libro tiene dos partes: «Ayer» (cuentos del pasado) y «Hoy» (cuentos contemporáneos). Hay poco o nada de original en los argumentos, que han sido tomados de libros de historia, reportajes y otros cuentos. El propósito no fue la originalidad sino dar un estilo propio al material ya existente.
AYER
.
LAS DESTINADAS
* Yo lo conozco bien a mi comandante, que no suele hacer esas cosas, pero tiene a los dos soldados encepados, aunque él mismo fue quien los mandó en una comisión, y por eso fue que llegaron tarde a la retreta, pero se olvidó o no les quiso escuchar razones, así que los metió en el cepo a los dos como castigo. Yo no le pienso recordar que no hay infracción, porque no estamos para eso. Estamos para obedecer sin protestar y aguantar un poco el malhumor del comandante, que también se comprende, porque rumor le llegó de que ahora van remontando el río con sus corazas y que piensan desembarcar en el norte para venírsenos encima desde arriba.
* Ese informe le llegó a mi comandante y escuché por casualidad. Escuché pero no dije nada a nadie y ni siquiera saben que escuché. Cuando mi comandante me llamó, de mala cara, me preguntó si no sabía nada. Yo le dije que no y entonces me anotó los nombres y me dijo que fuera para traerlas de Limpio. Nombres que no se pueden ni leer, pero me cuadré y me fui.
* La más vieja... ¿cómo saber cuál es la más vieja, con esas que se ponen tanta ropa? Las de por aquí suelen recoger sus cosechas en enaguas, y a veces ni eso. Al principio se las quiso castigar, pero no había cepo para tantas. ¿Qué hacer si nos falta el algodón? Las dejamos no más trabajar en cueros, pueden andar así en la chacra, pero cuando se presentan a la autoridad tienen que ser decentitas, quizás con vestido ajeno pero decentes. Algunas suelen llevar esos faldones de cuero que comienzan a usar nuestros soldados, pero les gusta más un typoi, aunque sea ajeno. Y con eso o sin nada se ve a la legua cuál es joven, pero con estas dos no hay caso. Tienen demasiadas faldas y sombreros, por eso van desde Limpio a Luque con montado, con caballo bueno que les tira ese carrito que las lleva a las dos.
* Mi comandante las recibe allí con su cara de vinagre.
* -¿Quién dirige la casa? -les pregunta.
* -Ella -dice la más joven (veo ahora que es joven) señalando a su mamá.
* -¿Por qué no salieron del partido? -está gritando.
* -No teníamos orden.
* -¡Tenían que haber salido sin orden, pues!
* Después se calma un poco más mi comandante; él tampoco no sabe bien qué hacer. Le dijeron para evacuar a las otras, pero de las extranjeras no le dijeron nada. No le dieron órdenes de dejarlas ni órdenes de mandarlas para la cordillera.
* Así que duda un poco cuando las dos le preguntan qué van a hacer, y al final les firma un pasaporte, les dice que vayan a prepararse porque tienen que salir mañana para Piribebuy. Las dos se quedan muy tristes y le preguntan qué van a hacer con sus empleados, una chica de quince y un hombre mucho más viejo que yo. Que vayan también, dice mi comandante, y hace el pasaporte para los cuatro. El viejo muy contento, porque solo no sirve para nada; parece que lo tienen en su servicio de ellas de pura lástima...
* Mientras tanto, podemos descansar. La francesa conoce una casa vieja, que ella alquiló una vez, cuando estuvo el Luque. Dice que ha de estar desocupada y así es. Podemos instalarnos cómodamente, las dos mujeres con sus dos criados y yo que las he de acompañar.
* (Dicen que para mañana he de recibir más dos soldados, pero ahora estoy sólo.) Hacen una buena cena y me convidan bien, por suerte, hace más de un día que estoy a naranjas no más. Después comienzo yo a trancar las puertas, no sea que se me vayan a escapar, y también hay demasiado movimiento por la calle. Toda clase de gente. Desde mi ventana veo los arsenaleros llevando como pueden sus máquinas, quieren embarcarlas para Tacuaral, pero no sé si hasta allí van a llegar; son demasiado grandes los fierros esos.
* Con la falta de animales quisieron llevarse los nuestros, y menos mal que los contenté con una mula y nada más, porque sin montados no hacemos nada. Tengo que llevar a las mujeres hasta Piribebuy, pero si perdemos los caballos no hay caso, esas dos no saben andar a pie. Pero si no llegan voy a ser responsable, y entonces me paso sin dormir cuidando la carreta y las provistas y los bichos que tenemos.
* A eso de las once de la noche llega un oficial muy joven y asustado. Con el sombrero en la mano, me pregunta qué clase de gente somos. Yo le contesto que voy acompañando a las dos francesas, y entonces me pregunta si como residentas o destinadas. Yo le contesto que no sé; que me dieron órdenes de llevarlas y que parecen gente de dinero. Entonces el oficial me pide permiso para colgar su hamaca en nuestro corredor y le digo que sí, ¿acaso voy a negarme a un superior? Él, seguramente, piensa que voy llevando gente muy importante, y puede ser. Por lo menos no son creídas; apenas ven que vino el oficial se levantan para servirle mate amargo, pero él quiere usar nuestra agua para lavarse una herida de la pierna llena de gusanos. Yo le recomiendo un poco de sal, y después la criadita le consigue una venda; el oficial está contento. Y nosotros también, porque resulta mejor tener una casa con oficial; últimamente no se respeta más los clases. Oficiales un poco más, pero tampoco se les obedece tanto. El soldado es como el ratón que sabe cuando dejar el barco; antes que el capitán ya se dan cuenta. Nadie les dice nada, incluso se les prohíbe preguntar, pero como los ratones meten su hocico por aquí, por allá, y enseguida saben lo que pasa. Antes que el superior. Y cuando la situación se pone mal son los primeros en rajarse, o en tratar de rajar. Y ahora parece que van haciendo sus cosas lentamente, sin ganas, con ánimo de dejarse agarrar, porque saben que están cerca. Tratan de ir quedando rezagados, disimuladamente, esperando que en cualquier momento los alcancen. Y nosotros nos rabiamos de balde, pero cuando el soldado no quiere, no se puede. Apaleamos a uno o a otro, pero cuando el soldado no quiere, no se puede.
* Y eso es lo que le pasa al pobre alférez. Se levantó bien temprano, a la mañana, llamando a sus soldados por su nombre, pero ni la mitad le respondieron. ¿Y qué va a hacer? Capaz que si se va a buscarlos, cuando vuelve, se le fueron los que ahora están con él. No hay caso. El pobre muchacho está bastante asustado, porque a lo mejor lo van a castigar por eso, van a pensar que no cuida a sus soldados. Pero la verdad es que los soldados quieren irse del barco y entonces estamos de más los sargentos, los oficiales y todo. Y menos mal que tiene con qué entretenerse, porque a lo mejor o si no le entraba en la cabeza dejarnos sin montados. Todo el mundo mezquina los caballos, es lo que más se quiere, porque sirve para montar, para vender, para comer. Al principio nadie pensaba así, pero ahora una res ya se carnea para 400 o 500, incluso se come el cuero, y entonces carne de caballo nunca viene mal -peores cosas se comen.
* Entonces se fue no más el alférez sin saber que hacer y nosotros desayunamos bien (no son yopy las francesas) y después comenzamos a marchar. La mamá en la carreta, porque parece que le agarró la fiebre. La señora a caballo (monta bastante bien) y los soldaditos al costado. Me dieron dos antes de salir y me parece bien; solo desde luego que no podía, metido entre tanta gente. Yo tengo que llevar mi sable desenvainado, por las dudas, porque los soldados van tomando caña por la calle. La criadita se asusta de sus zafadurías, mis soldados se ponen nerviosos por la forma en que nos miran, oigo que un recluta dice, frente a la iglesia, que ya perdimos la guerra. En otros tiempos iba a denunciarle, como es mi deber, pero ahora ya no tengo tiempo y me dijeron bien que cuide a mi partida y nada más.
* Ha de ser así porque me creen viejo. Y la verdad, parezco bastante viejo, pero soy fuerte. Lo único que, como decía mi difunto padre, se me atrasan las cosas. Primero quería ser paí, pero se cerró el Seminario. Cuando se abrió, ya no tenía más ganas. Después, quería ser militar; entré en la Jefatura Política como ayudante, pero el Jefe me tenía siempre en la oficina, por mi buena letra, para que le haga los informes. Y después llegó la guerra, pero muy tarde, y entré como cabo, y me ascienden a sargento ahora que... ahora que se acaba la guerra, porque se acaba. No he de repetir eso por ahí, por supuesto, pero esos soldados que vimos en Luque venían concluídos, y ellos vieron lo que nos pasó en las Lomas Valentinas. Ahora ya ni tienen miedo de decir en público que perdimos; esperan seguramente que en cualquier momento nos capturen los brasileros, como también esperan estas dos señoras, que tratan de andar bien conmigo para ver si las dejo escaparse en vez de conducirlas para donde ellas no quieren. Y mis soldados, ¡ni hablar! Al menor irrespeto les aplico los bastonazos de ordenanza, y ellos saben eso y no abren la boca, pero yo sé también lo que ellos piensan; para algo soy viejo. Viejo pero no tanto como se creen, pero mejor que se lo crean así, con tanta gente mala que anda por allí. Pyragués que reciben ración doble y tienen que justificar su ración doble y entonces inventan historias de la gente inocente, y así terminan mal algunos. Demasiados, más bien. Por eso ya les tengo dicho a mis soldados que voy a cintarear al que hable sin permiso. Nadie va a escucharles nada que por ahí se pueda entender mal; es por su propio bien y el de nosotros todos.
* Y así llegamos tranquilos y sin decir macanas hasta la estación de Areguá, donde nos fuimos a la casa de unos señores Gelly para descansar y mi francesa nos mató una cabra. Nosotros comimos con ganas mientras nos miraban. Parecen moscas. Cuando comienza el asado comienzan a llegar: mujeres, criaturas y hasta ciegos. Yo no sé como hacen los ciegos para llegar hasta el fuego, pero llegan.
* Y allí comienzan todos. Yo tengo un hijo enfermo. Hace días no comemos, che ama. Un poco para mi mamá. Pero si se convida a uno hay que convidar a todos y entonces pasamos hambre todos, con la gran cantidad que va llegando hasta Areguá. Cuando salimos de Luque no eran pocos, pero se nos fueron juntando más en el camino. Gente de todos los partidos, mujeres y criaturas por lo más. También llevan enfermos y hasta inválidos; van en unas hamacas colgadas de tacuaras que llevan sobre los hombros dos o tres. Hay las que llevan sus criaturas sobre el hombro; otros van en carretilla (los más enfermos). También alguno que otro joven con muleta, pero muy pocos, porque los muleteros son los que salieron de los hospitales vivos, y de los hospitales casi siempre se sale muerto. A mí me quisieron cortar la pierna por una zoncera, pero no me dejé; me cuidaron algunas mujeres que me atendieron bien y aquí estoy, caminando, mientras que esos pobres mozos están sin pierna. A mí me dan lástima, pero hay que hacer así: hay que darles una patada como a los perros que se acercan a la mesa porque o sino es peor. A la vieja le molesta un poco cuando pego un grito, pero después se van y ya quedamos tranquilos y podemos hasta preparar un poco de la sobra para el viaje. Al soldado asunceno yo le veo meter un poco de comida en su bolso, y entonces yo lo llamo aparte para hacerle tirar ese pedazo de carne, decirle que no he de tolerar esas desvergüenzas.
* El mitaí tiene mucho miedo, cree que lo voy a castigar. Pero no lo voy a castigar, no es necesario, lo importante es que tenga miedo, porque si le doy dos o tres planazos con el sable a lo mejor le resulta liviano y yo tampoco quiero estropearlo porque lo necesito entero en el viaje.
* Mi soldado tiene miedo; parece que se va a poner a llorar. Yo apresto el sable; le digo que incline el tronco. En eso, la mujer comienza a quejarse. Es una mujer que ya había visto en el camino, lleva sobre la cabeza una pañoleta azul. Me dice que no lo mate, por favor, que el chico apenas tiene sus once años. A mí me da risa, porque no lo pensaba matar, ni siquiera golpear, y le digo que se salvó esta vez gracias a la señora, pero que la señora no lo va a cuidar todo el tiempo como su mamá, y que la próxima vez lo voy a sablear de lo lindo y encima lo voy a partear para que lo lleven a la Mayoría y lo tengan encepado allá; eso sí que lo asusta, porque los mitaí lo tienen mucho miedo al caraí. Recuerdo una vez allá en el campamento, que los reclutas hacían cualquier cosa para no pasar delante de la Mayoría, porque le tenían mucho miedo. Así que le di un buen susto. Y a la señora también le digo que no se meta más con la autoridad y se pone a chillar. Dice que demasiado cerca luego estamos de la Navidad para ser tan malo, que recuerde un poco. Grita y llora y parece que se ríe: debe de estar completamente loca. Esta es una de las que habrá pasado la semana pasada en Lomas Valentinas; dice que muchas se volvieron locas con los cambá que les tiraban bomba sobre bomba y el cabo que les hacía recoger los pedazos para usar como metralla. No sé cómo hizo para venir desde allá, no es de las que sabe andar a pie, tiene los pies todo cortados y los zapatos seguro que los perdió en algún estero y no le han de permitir comprar zapatos nuevos (si es que encuentra) porque va de destinada. Debe ser por eso que está loca, la gente se está poniendo demasiado loca últimamente. A cada rato una que dice que no, que no puede más y que no camina más, que siga el resto caminando, y entonces hay que cintarearla un poco pero a veces ni así; hay que arrastrarla o subirla en una carreta por la fuerza, hasta que se le pase el malhumor. Y tener que caminar cargado y encima arrastrando mujeres es demasiado; suerte que me dieron solamente dos, han de ser personas importantes, porque o sino las mandaban caminando con el resto. Deben ser amigas del cónsul, seguramente, que ahora se fue también a la cordillera para hablar con caraí, porque la orden era que todos, hasta los extranjeros, se muevan. Y el cónsul parece que estaba más tranquilo en la Asunción, quería quedarse, pero al final caraí le dijo le pueden agarrar los enemigos. Así por lo menos comentó mi comandante en Luque; él se divirtió viendo la cara enojada del francés, que no quería irse porque era diplomático, decía, pero al final se fue como los otros, porque nosotros no queremos retobados...
* A él no le van a contestar así no más.
* Lástima que tenga gente mala alrededor; esos son los que nos perjudican a todos. ¡Si caraí supiera! ¿Pero quién se lo va a decir? Uno se llega a la Mayoría para dar un parte cualquiera y ellos le hacen esperar una hora, de puro gusto, y después un oficial le hace decir a uno todo lo que quiere decirle al Gobierno... quizás para asegurarse de que no viene una queja... Y yo no creo que sea de él la historia; él es un hombre muy sencillo. Cuando se pasea por el campamento sin sus oficiales suele hablar con nosotros, nos pregunta qué pasa, y allí le podemos hablar sinceramente, decirle todo lo que queremos y nos escucha. Pero ahora anda muy preocupado, tiene que rezar bastante por todo lo que nos está pasando, no lo vemos más. Y entonces aprovechan los otros, nos castigan de balde, todo por denuncias falsas... Una vez estuve a punto de irme a la Mayoría personalmente, para contarle...
* -¡Neike, pues!
* ¡Pero qué se ha creído!
* Le digo que se vaya y no se va; se queda no más mirándome, como si no entendiera, como si el sargento fuera él. Parece que quiere hacerse cargo de mis soldados, porque se pone a hablar con el asuncenito hasta que me le voy encima y comienza a entender.
* Retrocede mirándome, mirando al soldadito.
* Yo termino por perder la paciencia y les dejo encargado que si vuelve a aparecer por aquí los castigo a los tres, a ella y a los dos reclutas. Les dejo dicho que cuiden bien nuestra provista y nuestros caballos, pero al día siguiente nos falta uno. Por la noche vino un oficial y lo llevó; los dos mitaí demasiado asustados estaban para llamarme antes de entregarle, puede que ni siquiera haya sido oficial.
* ¡Paciencia!
* Por lo menos tengo cocinera, no puedo quejar.
* Mi comandante me mandó para la cordillera sin darme provista y como estaba tan de piré vaí no le quise recordar que tampoco vamos a tener la recompensa que nos habían prometido y por ahora no vamos a oír hablar de patacones durante meses. Menos mal que las dos señoras tienen: comemos de lo que ellas nos dan. Incluso creo que me ofreció dinero, no sé si entendí bien, pero ha de ser que saben por diplomáticas que hace meses no cobramos, pero no les puedo ya aceptar. ¡Vaya a saber si no es una trampa o qué! Puede que me esté tanteando y que después me denuncien, o que se enteren por ahí, o que quieran que las deje ir para la Asunción, para los brasileros que ya están allá... Que las acompañe, porque solas no pueden ir para ningún lado, pero con tantos espías yo no voy a hacer ni aunque me den 100 onzas, no quiero morir ajusticiado. Basta una sospecha para que te arresten y otra para que te hagan lancear. Encima duele con las criaturas que tenemos en el ejército, que no tienen fuerza con la lanza, y te pueden dejar medio rematado, como el que vimos por el camino, que según contaba lancearon ayer y todavía hoy se sigue retorciendo. Así que prudencia, compañero, nada de tonterías. Si nos han de agarrar los brasileros nos agarran no más, y de mí no tienen nada que quejarse, porque las trato bien a estas mujeres que no me van denunciar. Paciencia y a seguir el camino cuando pare de llover; desayunados hemos de andar mejor.
* Pareció que iba a llover todo el día, las dos francesas se preparaban para descansar. Parece que están con fiebre, o se hacen; no sé. Pero a eso de las nueve de la mañana paró la lluvia y tuvimos que avanzar. La villa se convierte en un loquero con el plagueo de las viejas. ¿Cuántas serán? Miles. Llenan los corredores de las casas, llenan los patios, salen de los portones para llenar las calles, quejándose de que van a morir con este barro que no les deja caminar y que por favor, por amor a Dios, las dejen descansar un rato más, por lo menos hasta mediodía, o hasta que baje el agua del estero, que según han contado está crecido como un mar.
* Y, la verdad, creció.
* Llegamos caminando por el barrio sucio; tenemos ganas de volver aunque sea arrastrados cuando vemos el Paso Reventón que se confunde con la laguna de Ypacaraí con tanta agua.
* -Llévelas del otro lado -dice el oficial.
* ¿Dónde está el otro lado? Son leguas de aguas y camalotes y víboras. Pero el oficial no está para discusiones, tiene que cumplir la orden y dice que conozco el pago y tengo que enfilar para el lado del banco que queda a la derecha del puente y que no puedo reconocer con la creciente. Pero parece que acierto porque el remo marca una vara de agua, nada más, y entonces las hago bajarse del bote para subir a los caballos que nos siguieron nadando. Yo voy delante, mostrándoles el paso, pero de tanto en tanto se me pierde el caballo de entre las piernas porque entré en un pozo. No entiendo como el animal aguanta, ahora los caballos ya no tienen fuerza y es muy raro un animal como este, metido hasta la cincha en el estero por tanto tiempo, sin flaquear ni enojarse. El bicho aguanta, fuerte como un tronco, y, al fin puedo dar con el camino que me lleva hasta el puente, cuando ya pensaba que no iba a llegar. Acerté por tanteo, probando y aprendiendo por la fuerza, porque con crecida así no hay vado. Lo único que se puede es encomendarse a Dios y pedir que no te lleve la correntada fuerte del canal y tratar de ganar la otra orilla.
* El oficial sigue creyendo que soy el práctico, sigue creyendo que encontré el camino y trata de seguirlo. Casi me divierto viendo como cae en los pozos, como se desconcierta su gente cuando tratan de hacer lo que hice yo. Nosotros ya estamos cómodos bajo el puente y los criados fueron a buscar leña seca para hacer un mate. La francesa más vieja con un chucho que le suenan los dientes. Debe ser porque el sol salió muy fuerte después de tanta lluvia y fueron horas en el cruce. Por suerte tenemos horas para descansarnos, falta todavía demasiado para que crucen todas. Hemos de acampar seguramente de este lado del Paso Reventón para pasar la noche y entrar recién mañana en Tacuaral. Son todavía demasiadas para pasar por un vado que no existe, donde alguna quedará, pero no la del pañuelo azul, que no se ve del barro, que se viene corriendo a donde estamos, a la sombra del puente.
* Viene gritando como de costumbre, pidiendo que le preste mis soldados. Las dos francesas también me piden por favor que los mande para buscar a la señora que quedó en la correntada. Yo les doy permiso y vamos entre todos para ver lo que se puede hacer.
* Cuando llegamos, ya no es necesario: alguien la agarró del rodete y la trajo a la orilla. Había perdido el pie en alguna parte y no supo nadar, pero la pescaron a tiempo. Después le dieron caña pero no hubo caso: se les murió. Habrá sido del susto, porque cuando la sacaron del agua estaba viva, yo la vi.
* Esa noche pasamos de velorio: la señora en el pasto, bien vestida, con unas pocas velas que el viento apaga y ellas tratan de encender. Alrededor los rezos y las lamentaciones. Todas nos vamos a morir, dicen, ella no es la única. Para qué la guerra, para qué las hacen dejar sus chacras y las arrean como ganado para las cordilleras para morir de hambre allá. El oficial mira, con animo de acariciarlas, pero no se anima a interrumpir los rezos. Además, son demasiadas y demasiado enojadas; no se les puede hacer nada por ahora. Encima quieren que mande por el paí de Tacuaral, pero con esta oscuridad no hay caso; los soldaditos no se quieren ir y nosotros tampoco los queremos obligar, dicen que el espíritu anda suelto.
* Cuando amanece estamos más cansados que nunca, pero la enterramos como debe ser y comenzamos a marchar para la villa, que está irreconocible. Alguien dejó baúles en la estación (a lo mejor creyeron que todavía podían mandar por tren) y los abrieron. La gente corre, no se puede imponer el orden. Parecen hormigas todos juntos, todos encimados, los mismos oficiales meten mano en el reparto, pegan a los soldaditos para quedarse con las joyas. Pasan corriendo, riéndose, gritando, llevándose una manta, una enagua de mujer para mercarla. En el entrevero, y mientras yo me hacía a un lado de la calle para orinar, un sargento se me llevó dos caballos. Yo me enojé de veras y el tipo me dijo que tenía orden de conseguir caballos y si no le daba mis caballos me iba a denunciar. Yo le dije que podemos ir inmediatamente a la Comandancia, los dos para denunciarnos, y entonces se iba a ver quien valía más. El tipo me dijo que no me había visto, que pensó que eran de un particular y que si ya estaban tomados iba a rebuscarse otros caballos. Por lo visto que mentía. Pero al cabo de un tiempo [32] vuelve el desgraciado y con orden escrita. Se lleva mis caballos para el auxilio dejándome uno solo, el que monto yo. ¿Cómo voy a subir las cordilleras con los demás a pie? La más vieja soponcia a cada rato, la hija parece que también está enferma. Así que el único remedio es buscar animales en Caacupé, como le digo a ella y me da los patacones para animales y carretas.
* Aprovechando que tenemos alto en Tacuarales, voy hasta Caacupé. Desde la boca de la picada hasta la villa, son puras gentes y animales muertos. Incluso criaturas. Hay las que no tienen brazo o pierna; deben ser las que llegaron arrastrandose desde Lomas Valentinas, donde los tuvieron varios días bajo el bombardeo de las corazas y el fuego de su fusilería moderna, que larga siete tiros sin necesidad de cargar. Después se les vinieron encima con la caballería riograndense, toda de caballos frescos y hombres sanos. Llegaron a pocos pasos de la Mayoría, dicen que, pero allí les salieron al paso hasta los paralíticos del campamento y los hicieron retroceder. Pero se les vinieron de nuevo a la carga y allí desbarataron nuestro ejército. Se dijo incluso que lo habían muerto (esa fue la noticia que puso tan nervioso a mi comandante en Luque) pero no era cierto. Él, con unos pocos, pudo atravesar el Ypecuá para ganar Caacupé (ahora fue por unos días a Cerro León, pero vuelve enseguida a Caacupé, donde tiene que juntársele la gente de los demás partidos). Yo, sinceramente, cuando salí de Luque, pensé que lo mataron y pienso que mi comandante pensaba igual; recién ahora sé que no está muerto.
* Y no sé qué pensar.
* Me hallo de que no pudieron agarrarlo esos cambá del diablo; nadie quiere que le maten a nuestro Mariscal. Pero también es cierto que la guerra ya dura demasiado y que la gente se queja y así ya no se puede pelear. Cierto es que al soldado nadie le pregunta lo que le gusta ni lo que no le gusta para ordenarle, pero así no se puede. Se puede usar de la ordenanza con rigor pero, cuando todos se van, ¿para qué sirve? Son demasiados ya los amontados, los que se van perdiendo, se van rezagados para desertar cuando pueden... No sé... Puede que el caraí, cuando venga a la villa, les levante un poco la moral. ¿Para qué me he de preocupar? Tengo que obedecer no más y esperar que me pase lo mejor. Ya viví demasiado para preocuparme de una bala que si tiene que alcanzarme me alcanza. Lo único que no quiero es ser ajusticiado, eso no. Pero los espías tampoco me hacen caso y hasta me tratan bien. Me preguntan medio desconfiados para qué la carreta, les digo lo que quiero decirles. Aunque lo único que no hay por la villa son carretas de alquiler. Ni caballos. Y me vuelvo para Tacuaral medio triste, y encima veo al otro que se lleva mis encomendadas.
* A veces también es triste ser viejo, uno tiene que aguantar la insolencia de los jóvenes. El mozo casi pasa sin mirarme, como si no me conociera. Yo le digo que tengo el pase para llevarlas; él dice que vamos a arreglar con el comandante. Sabe que no puede hacer eso, y la verdad es que, si era más joven, le arreglaba las cuentas. Pero no puedo ahora, con mis años, y tengo que seguir no más al sinvergüenza que se consiguió la carreta y animales que no pude conseguir y que se va llevando a mis dos francesas y criados. Los soldaditos no van a hacer nada; están esperando que reaccione yo. Yo les digo que sigan adelante, para Piribebuy, y así seguimos todos juntos, pasamos por Caacupé sin detenemos, las dos mujeres con pañuelos sobre las narices a causa del olor. El sargento joven se pasó riendo, pero ahora comienza a preocuparse. Seguramente, las mujeres le dieron plata y, como consiguió movilidad, se vinieron con él pensando que me había muerto en el camino o qué sé yo. Puede ser. Pero ahora tendrá que explicarle qué significa eso de conducir gente sin el pase. Si quiero perjudicarlo en grande, le digo al superior que los pesqué desertando; ahí va a ver el atorrante. Pero entonces los comprometo a todos, hasta a los soldaditos, y no quiero hacer eso. No quiero que a todos los castiguen. Así que voy a contar lo que pasó no más y que se vea este sargento, no hace falta meter a nadie más en esto.
* Conste que si me pongo estricto puedo hacerlos castigar a todos, que parecen precisados de correctivo. ¿Qué significa eso de ponerse a marchar sin esperarme? ¿Qué significa meter extraños en la partida sin mi permiso? La del pañuelo azul viene en la carreta, tranquilamente. Debe ser muy amiga de las francesas; debe ser gente pudiente y se conocieron en las fiestas que hicieron antes, cuando había tiempo y ganas para bailes. Cuando me vio llegar se puso blanca, me pidió que no la haga bajarse. ¿Y acaso que mando yo?, le dije, ustedes hacen lo que quieren...
* Y ahora que nos vamos acercando a la plaza de Piribebuy comienzan a respetarme de nuevo, porque el encargado soy yo y tendremos que presentarnos al Jefe de la guarnición. Tratan de adularme pero no les hago caso, dejo que sufran un poco más para que aprendan otra vez. ¿Qué voy a denunciar a una mujer sin juicio? La de azul está medio loca: nos ha venido siguiendo desde que nos vimos la primera vez, sabiendo bien lo que puede pasarle si doy parte.
* Antes de llegar a la comandancia la haga bajarse de la carreta, por las dudas, no conviene que nos vean llegar todos juntos.
* Cuando llegamos, todavía faltan muchos por llegar y podemos presentarnos al Superior sin esperar demasiado. Él me pregunta por las dos francesas y le digo lo que sé: que el comandante de Luque tampoco sabía quienes eran y las mandó evacuadas para la cordillera para que el Gobierno disponga como más conviene. ¡Qué problema!, me dice, aquí tampoco tenemos órdenes todavía. Entonces nos ponemos a averiguar mientras ellas dos esperan afuera, y resulta que son esposas de dos franceses fusilados en San Fernando, allá por el mes de agosto. Familia traidora, dice mi mayor.
* Yo recibo mis órdenes de incorporarme a la Guardia de Urbanos de la guarnición en cuanto sea posible y ocuparme de las tres hasta que llegue mi relevo. Tengo que decirles que preparen su viaje, porque se van destinadas a Yhu, y los criados también se van con ellas. (No es para castigar a los criados, sino porque ellos no tienen adonde ir).
* Las tres andan muy juntas, seguro que sabían desde el primer momento que iban destinadas, la de azul también. La de azul seguramente piensa que me engaña, pero ya sé. ¿Para qué amargarla? Tiene que marchar a Yhu dentro de poco, quizás mañana mismo, Dios sabe lo que le espera por allá.
* Hoy puede hacer lo que quiere. La dejo andar sin guardia, incluso, porque a mi soldado de Luque lo tengo de ordenanza a mi servicio y el asunceno no es guardia. Hago como que no veo cuando ella le entrega unos zarcillos de oro al asunceno, cuando se sientan juntos a comer una comida como hace tiempo no veo. No le voy a decir una palabra al mitaí, no conviene que sepan que acabo de enterarme que es su hijo de ella.
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* Ese informe le llegó a mi comandante y escuché por casualidad. Escuché pero no dije nada a nadie y ni siquiera saben que escuché. Cuando mi comandante me llamó, de mala cara, me preguntó si no sabía nada. Yo le dije que no y entonces me anotó los nombres y me dijo que fuera para traerlas de Limpio. Nombres que no se pueden ni leer, pero me cuadré y me fui.
* La más vieja... ¿cómo saber cuál es la más vieja, con esas que se ponen tanta ropa? Las de por aquí suelen recoger sus cosechas en enaguas, y a veces ni eso. Al principio se las quiso castigar, pero no había cepo para tantas. ¿Qué hacer si nos falta el algodón? Las dejamos no más trabajar en cueros, pueden andar así en la chacra, pero cuando se presentan a la autoridad tienen que ser decentitas, quizás con vestido ajeno pero decentes. Algunas suelen llevar esos faldones de cuero que comienzan a usar nuestros soldados, pero les gusta más un typoi, aunque sea ajeno. Y con eso o sin nada se ve a la legua cuál es joven, pero con estas dos no hay caso. Tienen demasiadas faldas y sombreros, por eso van desde Limpio a Luque con montado, con caballo bueno que les tira ese carrito que las lleva a las dos.
* Mi comandante las recibe allí con su cara de vinagre.
* -¿Quién dirige la casa? -les pregunta.
* -Ella -dice la más joven (veo ahora que es joven) señalando a su mamá.
* -¿Por qué no salieron del partido? -está gritando.
* -No teníamos orden.
* -¡Tenían que haber salido sin orden, pues!
* Después se calma un poco más mi comandante; él tampoco no sabe bien qué hacer. Le dijeron para evacuar a las otras, pero de las extranjeras no le dijeron nada. No le dieron órdenes de dejarlas ni órdenes de mandarlas para la cordillera.
* Así que duda un poco cuando las dos le preguntan qué van a hacer, y al final les firma un pasaporte, les dice que vayan a prepararse porque tienen que salir mañana para Piribebuy. Las dos se quedan muy tristes y le preguntan qué van a hacer con sus empleados, una chica de quince y un hombre mucho más viejo que yo. Que vayan también, dice mi comandante, y hace el pasaporte para los cuatro. El viejo muy contento, porque solo no sirve para nada; parece que lo tienen en su servicio de ellas de pura lástima...
* Mientras tanto, podemos descansar. La francesa conoce una casa vieja, que ella alquiló una vez, cuando estuvo el Luque. Dice que ha de estar desocupada y así es. Podemos instalarnos cómodamente, las dos mujeres con sus dos criados y yo que las he de acompañar.
* (Dicen que para mañana he de recibir más dos soldados, pero ahora estoy sólo.) Hacen una buena cena y me convidan bien, por suerte, hace más de un día que estoy a naranjas no más. Después comienzo yo a trancar las puertas, no sea que se me vayan a escapar, y también hay demasiado movimiento por la calle. Toda clase de gente. Desde mi ventana veo los arsenaleros llevando como pueden sus máquinas, quieren embarcarlas para Tacuaral, pero no sé si hasta allí van a llegar; son demasiado grandes los fierros esos.
* Con la falta de animales quisieron llevarse los nuestros, y menos mal que los contenté con una mula y nada más, porque sin montados no hacemos nada. Tengo que llevar a las mujeres hasta Piribebuy, pero si perdemos los caballos no hay caso, esas dos no saben andar a pie. Pero si no llegan voy a ser responsable, y entonces me paso sin dormir cuidando la carreta y las provistas y los bichos que tenemos.
* A eso de las once de la noche llega un oficial muy joven y asustado. Con el sombrero en la mano, me pregunta qué clase de gente somos. Yo le contesto que voy acompañando a las dos francesas, y entonces me pregunta si como residentas o destinadas. Yo le contesto que no sé; que me dieron órdenes de llevarlas y que parecen gente de dinero. Entonces el oficial me pide permiso para colgar su hamaca en nuestro corredor y le digo que sí, ¿acaso voy a negarme a un superior? Él, seguramente, piensa que voy llevando gente muy importante, y puede ser. Por lo menos no son creídas; apenas ven que vino el oficial se levantan para servirle mate amargo, pero él quiere usar nuestra agua para lavarse una herida de la pierna llena de gusanos. Yo le recomiendo un poco de sal, y después la criadita le consigue una venda; el oficial está contento. Y nosotros también, porque resulta mejor tener una casa con oficial; últimamente no se respeta más los clases. Oficiales un poco más, pero tampoco se les obedece tanto. El soldado es como el ratón que sabe cuando dejar el barco; antes que el capitán ya se dan cuenta. Nadie les dice nada, incluso se les prohíbe preguntar, pero como los ratones meten su hocico por aquí, por allá, y enseguida saben lo que pasa. Antes que el superior. Y cuando la situación se pone mal son los primeros en rajarse, o en tratar de rajar. Y ahora parece que van haciendo sus cosas lentamente, sin ganas, con ánimo de dejarse agarrar, porque saben que están cerca. Tratan de ir quedando rezagados, disimuladamente, esperando que en cualquier momento los alcancen. Y nosotros nos rabiamos de balde, pero cuando el soldado no quiere, no se puede. Apaleamos a uno o a otro, pero cuando el soldado no quiere, no se puede.
* Y eso es lo que le pasa al pobre alférez. Se levantó bien temprano, a la mañana, llamando a sus soldados por su nombre, pero ni la mitad le respondieron. ¿Y qué va a hacer? Capaz que si se va a buscarlos, cuando vuelve, se le fueron los que ahora están con él. No hay caso. El pobre muchacho está bastante asustado, porque a lo mejor lo van a castigar por eso, van a pensar que no cuida a sus soldados. Pero la verdad es que los soldados quieren irse del barco y entonces estamos de más los sargentos, los oficiales y todo. Y menos mal que tiene con qué entretenerse, porque a lo mejor o si no le entraba en la cabeza dejarnos sin montados. Todo el mundo mezquina los caballos, es lo que más se quiere, porque sirve para montar, para vender, para comer. Al principio nadie pensaba así, pero ahora una res ya se carnea para 400 o 500, incluso se come el cuero, y entonces carne de caballo nunca viene mal -peores cosas se comen.
* Entonces se fue no más el alférez sin saber que hacer y nosotros desayunamos bien (no son yopy las francesas) y después comenzamos a marchar. La mamá en la carreta, porque parece que le agarró la fiebre. La señora a caballo (monta bastante bien) y los soldaditos al costado. Me dieron dos antes de salir y me parece bien; solo desde luego que no podía, metido entre tanta gente. Yo tengo que llevar mi sable desenvainado, por las dudas, porque los soldados van tomando caña por la calle. La criadita se asusta de sus zafadurías, mis soldados se ponen nerviosos por la forma en que nos miran, oigo que un recluta dice, frente a la iglesia, que ya perdimos la guerra. En otros tiempos iba a denunciarle, como es mi deber, pero ahora ya no tengo tiempo y me dijeron bien que cuide a mi partida y nada más.
* Ha de ser así porque me creen viejo. Y la verdad, parezco bastante viejo, pero soy fuerte. Lo único que, como decía mi difunto padre, se me atrasan las cosas. Primero quería ser paí, pero se cerró el Seminario. Cuando se abrió, ya no tenía más ganas. Después, quería ser militar; entré en la Jefatura Política como ayudante, pero el Jefe me tenía siempre en la oficina, por mi buena letra, para que le haga los informes. Y después llegó la guerra, pero muy tarde, y entré como cabo, y me ascienden a sargento ahora que... ahora que se acaba la guerra, porque se acaba. No he de repetir eso por ahí, por supuesto, pero esos soldados que vimos en Luque venían concluídos, y ellos vieron lo que nos pasó en las Lomas Valentinas. Ahora ya ni tienen miedo de decir en público que perdimos; esperan seguramente que en cualquier momento nos capturen los brasileros, como también esperan estas dos señoras, que tratan de andar bien conmigo para ver si las dejo escaparse en vez de conducirlas para donde ellas no quieren. Y mis soldados, ¡ni hablar! Al menor irrespeto les aplico los bastonazos de ordenanza, y ellos saben eso y no abren la boca, pero yo sé también lo que ellos piensan; para algo soy viejo. Viejo pero no tanto como se creen, pero mejor que se lo crean así, con tanta gente mala que anda por allí. Pyragués que reciben ración doble y tienen que justificar su ración doble y entonces inventan historias de la gente inocente, y así terminan mal algunos. Demasiados, más bien. Por eso ya les tengo dicho a mis soldados que voy a cintarear al que hable sin permiso. Nadie va a escucharles nada que por ahí se pueda entender mal; es por su propio bien y el de nosotros todos.
* Y así llegamos tranquilos y sin decir macanas hasta la estación de Areguá, donde nos fuimos a la casa de unos señores Gelly para descansar y mi francesa nos mató una cabra. Nosotros comimos con ganas mientras nos miraban. Parecen moscas. Cuando comienza el asado comienzan a llegar: mujeres, criaturas y hasta ciegos. Yo no sé como hacen los ciegos para llegar hasta el fuego, pero llegan.
* Y allí comienzan todos. Yo tengo un hijo enfermo. Hace días no comemos, che ama. Un poco para mi mamá. Pero si se convida a uno hay que convidar a todos y entonces pasamos hambre todos, con la gran cantidad que va llegando hasta Areguá. Cuando salimos de Luque no eran pocos, pero se nos fueron juntando más en el camino. Gente de todos los partidos, mujeres y criaturas por lo más. También llevan enfermos y hasta inválidos; van en unas hamacas colgadas de tacuaras que llevan sobre los hombros dos o tres. Hay las que llevan sus criaturas sobre el hombro; otros van en carretilla (los más enfermos). También alguno que otro joven con muleta, pero muy pocos, porque los muleteros son los que salieron de los hospitales vivos, y de los hospitales casi siempre se sale muerto. A mí me quisieron cortar la pierna por una zoncera, pero no me dejé; me cuidaron algunas mujeres que me atendieron bien y aquí estoy, caminando, mientras que esos pobres mozos están sin pierna. A mí me dan lástima, pero hay que hacer así: hay que darles una patada como a los perros que se acercan a la mesa porque o sino es peor. A la vieja le molesta un poco cuando pego un grito, pero después se van y ya quedamos tranquilos y podemos hasta preparar un poco de la sobra para el viaje. Al soldado asunceno yo le veo meter un poco de comida en su bolso, y entonces yo lo llamo aparte para hacerle tirar ese pedazo de carne, decirle que no he de tolerar esas desvergüenzas.
* El mitaí tiene mucho miedo, cree que lo voy a castigar. Pero no lo voy a castigar, no es necesario, lo importante es que tenga miedo, porque si le doy dos o tres planazos con el sable a lo mejor le resulta liviano y yo tampoco quiero estropearlo porque lo necesito entero en el viaje.
* Mi soldado tiene miedo; parece que se va a poner a llorar. Yo apresto el sable; le digo que incline el tronco. En eso, la mujer comienza a quejarse. Es una mujer que ya había visto en el camino, lleva sobre la cabeza una pañoleta azul. Me dice que no lo mate, por favor, que el chico apenas tiene sus once años. A mí me da risa, porque no lo pensaba matar, ni siquiera golpear, y le digo que se salvó esta vez gracias a la señora, pero que la señora no lo va a cuidar todo el tiempo como su mamá, y que la próxima vez lo voy a sablear de lo lindo y encima lo voy a partear para que lo lleven a la Mayoría y lo tengan encepado allá; eso sí que lo asusta, porque los mitaí lo tienen mucho miedo al caraí. Recuerdo una vez allá en el campamento, que los reclutas hacían cualquier cosa para no pasar delante de la Mayoría, porque le tenían mucho miedo. Así que le di un buen susto. Y a la señora también le digo que no se meta más con la autoridad y se pone a chillar. Dice que demasiado cerca luego estamos de la Navidad para ser tan malo, que recuerde un poco. Grita y llora y parece que se ríe: debe de estar completamente loca. Esta es una de las que habrá pasado la semana pasada en Lomas Valentinas; dice que muchas se volvieron locas con los cambá que les tiraban bomba sobre bomba y el cabo que les hacía recoger los pedazos para usar como metralla. No sé cómo hizo para venir desde allá, no es de las que sabe andar a pie, tiene los pies todo cortados y los zapatos seguro que los perdió en algún estero y no le han de permitir comprar zapatos nuevos (si es que encuentra) porque va de destinada. Debe ser por eso que está loca, la gente se está poniendo demasiado loca últimamente. A cada rato una que dice que no, que no puede más y que no camina más, que siga el resto caminando, y entonces hay que cintarearla un poco pero a veces ni así; hay que arrastrarla o subirla en una carreta por la fuerza, hasta que se le pase el malhumor. Y tener que caminar cargado y encima arrastrando mujeres es demasiado; suerte que me dieron solamente dos, han de ser personas importantes, porque o sino las mandaban caminando con el resto. Deben ser amigas del cónsul, seguramente, que ahora se fue también a la cordillera para hablar con caraí, porque la orden era que todos, hasta los extranjeros, se muevan. Y el cónsul parece que estaba más tranquilo en la Asunción, quería quedarse, pero al final caraí le dijo le pueden agarrar los enemigos. Así por lo menos comentó mi comandante en Luque; él se divirtió viendo la cara enojada del francés, que no quería irse porque era diplomático, decía, pero al final se fue como los otros, porque nosotros no queremos retobados...
* A él no le van a contestar así no más.
* Lástima que tenga gente mala alrededor; esos son los que nos perjudican a todos. ¡Si caraí supiera! ¿Pero quién se lo va a decir? Uno se llega a la Mayoría para dar un parte cualquiera y ellos le hacen esperar una hora, de puro gusto, y después un oficial le hace decir a uno todo lo que quiere decirle al Gobierno... quizás para asegurarse de que no viene una queja... Y yo no creo que sea de él la historia; él es un hombre muy sencillo. Cuando se pasea por el campamento sin sus oficiales suele hablar con nosotros, nos pregunta qué pasa, y allí le podemos hablar sinceramente, decirle todo lo que queremos y nos escucha. Pero ahora anda muy preocupado, tiene que rezar bastante por todo lo que nos está pasando, no lo vemos más. Y entonces aprovechan los otros, nos castigan de balde, todo por denuncias falsas... Una vez estuve a punto de irme a la Mayoría personalmente, para contarle...
* -¡Neike, pues!
* ¡Pero qué se ha creído!
* Le digo que se vaya y no se va; se queda no más mirándome, como si no entendiera, como si el sargento fuera él. Parece que quiere hacerse cargo de mis soldados, porque se pone a hablar con el asuncenito hasta que me le voy encima y comienza a entender.
* Retrocede mirándome, mirando al soldadito.
* Yo termino por perder la paciencia y les dejo encargado que si vuelve a aparecer por aquí los castigo a los tres, a ella y a los dos reclutas. Les dejo dicho que cuiden bien nuestra provista y nuestros caballos, pero al día siguiente nos falta uno. Por la noche vino un oficial y lo llevó; los dos mitaí demasiado asustados estaban para llamarme antes de entregarle, puede que ni siquiera haya sido oficial.
* ¡Paciencia!
* Por lo menos tengo cocinera, no puedo quejar.
* Mi comandante me mandó para la cordillera sin darme provista y como estaba tan de piré vaí no le quise recordar que tampoco vamos a tener la recompensa que nos habían prometido y por ahora no vamos a oír hablar de patacones durante meses. Menos mal que las dos señoras tienen: comemos de lo que ellas nos dan. Incluso creo que me ofreció dinero, no sé si entendí bien, pero ha de ser que saben por diplomáticas que hace meses no cobramos, pero no les puedo ya aceptar. ¡Vaya a saber si no es una trampa o qué! Puede que me esté tanteando y que después me denuncien, o que se enteren por ahí, o que quieran que las deje ir para la Asunción, para los brasileros que ya están allá... Que las acompañe, porque solas no pueden ir para ningún lado, pero con tantos espías yo no voy a hacer ni aunque me den 100 onzas, no quiero morir ajusticiado. Basta una sospecha para que te arresten y otra para que te hagan lancear. Encima duele con las criaturas que tenemos en el ejército, que no tienen fuerza con la lanza, y te pueden dejar medio rematado, como el que vimos por el camino, que según contaba lancearon ayer y todavía hoy se sigue retorciendo. Así que prudencia, compañero, nada de tonterías. Si nos han de agarrar los brasileros nos agarran no más, y de mí no tienen nada que quejarse, porque las trato bien a estas mujeres que no me van denunciar. Paciencia y a seguir el camino cuando pare de llover; desayunados hemos de andar mejor.
* Pareció que iba a llover todo el día, las dos francesas se preparaban para descansar. Parece que están con fiebre, o se hacen; no sé. Pero a eso de las nueve de la mañana paró la lluvia y tuvimos que avanzar. La villa se convierte en un loquero con el plagueo de las viejas. ¿Cuántas serán? Miles. Llenan los corredores de las casas, llenan los patios, salen de los portones para llenar las calles, quejándose de que van a morir con este barro que no les deja caminar y que por favor, por amor a Dios, las dejen descansar un rato más, por lo menos hasta mediodía, o hasta que baje el agua del estero, que según han contado está crecido como un mar.
* Y, la verdad, creció.
* Llegamos caminando por el barrio sucio; tenemos ganas de volver aunque sea arrastrados cuando vemos el Paso Reventón que se confunde con la laguna de Ypacaraí con tanta agua.
* -Llévelas del otro lado -dice el oficial.
* ¿Dónde está el otro lado? Son leguas de aguas y camalotes y víboras. Pero el oficial no está para discusiones, tiene que cumplir la orden y dice que conozco el pago y tengo que enfilar para el lado del banco que queda a la derecha del puente y que no puedo reconocer con la creciente. Pero parece que acierto porque el remo marca una vara de agua, nada más, y entonces las hago bajarse del bote para subir a los caballos que nos siguieron nadando. Yo voy delante, mostrándoles el paso, pero de tanto en tanto se me pierde el caballo de entre las piernas porque entré en un pozo. No entiendo como el animal aguanta, ahora los caballos ya no tienen fuerza y es muy raro un animal como este, metido hasta la cincha en el estero por tanto tiempo, sin flaquear ni enojarse. El bicho aguanta, fuerte como un tronco, y, al fin puedo dar con el camino que me lleva hasta el puente, cuando ya pensaba que no iba a llegar. Acerté por tanteo, probando y aprendiendo por la fuerza, porque con crecida así no hay vado. Lo único que se puede es encomendarse a Dios y pedir que no te lleve la correntada fuerte del canal y tratar de ganar la otra orilla.
* El oficial sigue creyendo que soy el práctico, sigue creyendo que encontré el camino y trata de seguirlo. Casi me divierto viendo como cae en los pozos, como se desconcierta su gente cuando tratan de hacer lo que hice yo. Nosotros ya estamos cómodos bajo el puente y los criados fueron a buscar leña seca para hacer un mate. La francesa más vieja con un chucho que le suenan los dientes. Debe ser porque el sol salió muy fuerte después de tanta lluvia y fueron horas en el cruce. Por suerte tenemos horas para descansarnos, falta todavía demasiado para que crucen todas. Hemos de acampar seguramente de este lado del Paso Reventón para pasar la noche y entrar recién mañana en Tacuaral. Son todavía demasiadas para pasar por un vado que no existe, donde alguna quedará, pero no la del pañuelo azul, que no se ve del barro, que se viene corriendo a donde estamos, a la sombra del puente.
* Viene gritando como de costumbre, pidiendo que le preste mis soldados. Las dos francesas también me piden por favor que los mande para buscar a la señora que quedó en la correntada. Yo les doy permiso y vamos entre todos para ver lo que se puede hacer.
* Cuando llegamos, ya no es necesario: alguien la agarró del rodete y la trajo a la orilla. Había perdido el pie en alguna parte y no supo nadar, pero la pescaron a tiempo. Después le dieron caña pero no hubo caso: se les murió. Habrá sido del susto, porque cuando la sacaron del agua estaba viva, yo la vi.
* Esa noche pasamos de velorio: la señora en el pasto, bien vestida, con unas pocas velas que el viento apaga y ellas tratan de encender. Alrededor los rezos y las lamentaciones. Todas nos vamos a morir, dicen, ella no es la única. Para qué la guerra, para qué las hacen dejar sus chacras y las arrean como ganado para las cordilleras para morir de hambre allá. El oficial mira, con animo de acariciarlas, pero no se anima a interrumpir los rezos. Además, son demasiadas y demasiado enojadas; no se les puede hacer nada por ahora. Encima quieren que mande por el paí de Tacuaral, pero con esta oscuridad no hay caso; los soldaditos no se quieren ir y nosotros tampoco los queremos obligar, dicen que el espíritu anda suelto.
* Cuando amanece estamos más cansados que nunca, pero la enterramos como debe ser y comenzamos a marchar para la villa, que está irreconocible. Alguien dejó baúles en la estación (a lo mejor creyeron que todavía podían mandar por tren) y los abrieron. La gente corre, no se puede imponer el orden. Parecen hormigas todos juntos, todos encimados, los mismos oficiales meten mano en el reparto, pegan a los soldaditos para quedarse con las joyas. Pasan corriendo, riéndose, gritando, llevándose una manta, una enagua de mujer para mercarla. En el entrevero, y mientras yo me hacía a un lado de la calle para orinar, un sargento se me llevó dos caballos. Yo me enojé de veras y el tipo me dijo que tenía orden de conseguir caballos y si no le daba mis caballos me iba a denunciar. Yo le dije que podemos ir inmediatamente a la Comandancia, los dos para denunciarnos, y entonces se iba a ver quien valía más. El tipo me dijo que no me había visto, que pensó que eran de un particular y que si ya estaban tomados iba a rebuscarse otros caballos. Por lo visto que mentía. Pero al cabo de un tiempo [32] vuelve el desgraciado y con orden escrita. Se lleva mis caballos para el auxilio dejándome uno solo, el que monto yo. ¿Cómo voy a subir las cordilleras con los demás a pie? La más vieja soponcia a cada rato, la hija parece que también está enferma. Así que el único remedio es buscar animales en Caacupé, como le digo a ella y me da los patacones para animales y carretas.
* Aprovechando que tenemos alto en Tacuarales, voy hasta Caacupé. Desde la boca de la picada hasta la villa, son puras gentes y animales muertos. Incluso criaturas. Hay las que no tienen brazo o pierna; deben ser las que llegaron arrastrandose desde Lomas Valentinas, donde los tuvieron varios días bajo el bombardeo de las corazas y el fuego de su fusilería moderna, que larga siete tiros sin necesidad de cargar. Después se les vinieron encima con la caballería riograndense, toda de caballos frescos y hombres sanos. Llegaron a pocos pasos de la Mayoría, dicen que, pero allí les salieron al paso hasta los paralíticos del campamento y los hicieron retroceder. Pero se les vinieron de nuevo a la carga y allí desbarataron nuestro ejército. Se dijo incluso que lo habían muerto (esa fue la noticia que puso tan nervioso a mi comandante en Luque) pero no era cierto. Él, con unos pocos, pudo atravesar el Ypecuá para ganar Caacupé (ahora fue por unos días a Cerro León, pero vuelve enseguida a Caacupé, donde tiene que juntársele la gente de los demás partidos). Yo, sinceramente, cuando salí de Luque, pensé que lo mataron y pienso que mi comandante pensaba igual; recién ahora sé que no está muerto.
* Y no sé qué pensar.
* Me hallo de que no pudieron agarrarlo esos cambá del diablo; nadie quiere que le maten a nuestro Mariscal. Pero también es cierto que la guerra ya dura demasiado y que la gente se queja y así ya no se puede pelear. Cierto es que al soldado nadie le pregunta lo que le gusta ni lo que no le gusta para ordenarle, pero así no se puede. Se puede usar de la ordenanza con rigor pero, cuando todos se van, ¿para qué sirve? Son demasiados ya los amontados, los que se van perdiendo, se van rezagados para desertar cuando pueden... No sé... Puede que el caraí, cuando venga a la villa, les levante un poco la moral. ¿Para qué me he de preocupar? Tengo que obedecer no más y esperar que me pase lo mejor. Ya viví demasiado para preocuparme de una bala que si tiene que alcanzarme me alcanza. Lo único que no quiero es ser ajusticiado, eso no. Pero los espías tampoco me hacen caso y hasta me tratan bien. Me preguntan medio desconfiados para qué la carreta, les digo lo que quiero decirles. Aunque lo único que no hay por la villa son carretas de alquiler. Ni caballos. Y me vuelvo para Tacuaral medio triste, y encima veo al otro que se lleva mis encomendadas.
* A veces también es triste ser viejo, uno tiene que aguantar la insolencia de los jóvenes. El mozo casi pasa sin mirarme, como si no me conociera. Yo le digo que tengo el pase para llevarlas; él dice que vamos a arreglar con el comandante. Sabe que no puede hacer eso, y la verdad es que, si era más joven, le arreglaba las cuentas. Pero no puedo ahora, con mis años, y tengo que seguir no más al sinvergüenza que se consiguió la carreta y animales que no pude conseguir y que se va llevando a mis dos francesas y criados. Los soldaditos no van a hacer nada; están esperando que reaccione yo. Yo les digo que sigan adelante, para Piribebuy, y así seguimos todos juntos, pasamos por Caacupé sin detenemos, las dos mujeres con pañuelos sobre las narices a causa del olor. El sargento joven se pasó riendo, pero ahora comienza a preocuparse. Seguramente, las mujeres le dieron plata y, como consiguió movilidad, se vinieron con él pensando que me había muerto en el camino o qué sé yo. Puede ser. Pero ahora tendrá que explicarle qué significa eso de conducir gente sin el pase. Si quiero perjudicarlo en grande, le digo al superior que los pesqué desertando; ahí va a ver el atorrante. Pero entonces los comprometo a todos, hasta a los soldaditos, y no quiero hacer eso. No quiero que a todos los castiguen. Así que voy a contar lo que pasó no más y que se vea este sargento, no hace falta meter a nadie más en esto.
* Conste que si me pongo estricto puedo hacerlos castigar a todos, que parecen precisados de correctivo. ¿Qué significa eso de ponerse a marchar sin esperarme? ¿Qué significa meter extraños en la partida sin mi permiso? La del pañuelo azul viene en la carreta, tranquilamente. Debe ser muy amiga de las francesas; debe ser gente pudiente y se conocieron en las fiestas que hicieron antes, cuando había tiempo y ganas para bailes. Cuando me vio llegar se puso blanca, me pidió que no la haga bajarse. ¿Y acaso que mando yo?, le dije, ustedes hacen lo que quieren...
* Y ahora que nos vamos acercando a la plaza de Piribebuy comienzan a respetarme de nuevo, porque el encargado soy yo y tendremos que presentarnos al Jefe de la guarnición. Tratan de adularme pero no les hago caso, dejo que sufran un poco más para que aprendan otra vez. ¿Qué voy a denunciar a una mujer sin juicio? La de azul está medio loca: nos ha venido siguiendo desde que nos vimos la primera vez, sabiendo bien lo que puede pasarle si doy parte.
* Antes de llegar a la comandancia la haga bajarse de la carreta, por las dudas, no conviene que nos vean llegar todos juntos.
* Cuando llegamos, todavía faltan muchos por llegar y podemos presentarnos al Superior sin esperar demasiado. Él me pregunta por las dos francesas y le digo lo que sé: que el comandante de Luque tampoco sabía quienes eran y las mandó evacuadas para la cordillera para que el Gobierno disponga como más conviene. ¡Qué problema!, me dice, aquí tampoco tenemos órdenes todavía. Entonces nos ponemos a averiguar mientras ellas dos esperan afuera, y resulta que son esposas de dos franceses fusilados en San Fernando, allá por el mes de agosto. Familia traidora, dice mi mayor.
* Yo recibo mis órdenes de incorporarme a la Guardia de Urbanos de la guarnición en cuanto sea posible y ocuparme de las tres hasta que llegue mi relevo. Tengo que decirles que preparen su viaje, porque se van destinadas a Yhu, y los criados también se van con ellas. (No es para castigar a los criados, sino porque ellos no tienen adonde ir).
* Las tres andan muy juntas, seguro que sabían desde el primer momento que iban destinadas, la de azul también. La de azul seguramente piensa que me engaña, pero ya sé. ¿Para qué amargarla? Tiene que marchar a Yhu dentro de poco, quizás mañana mismo, Dios sabe lo que le espera por allá.
* Hoy puede hacer lo que quiere. La dejo andar sin guardia, incluso, porque a mi soldado de Luque lo tengo de ordenanza a mi servicio y el asunceno no es guardia. Hago como que no veo cuando ella le entrega unos zarcillos de oro al asunceno, cuando se sientan juntos a comer una comida como hace tiempo no veo. No le voy a decir una palabra al mitaí, no conviene que sepan que acabo de enterarme que es su hijo de ella.
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HOY
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CASAMIENTO DE CONVENIENCIA
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CASAMIENTO DE CONVENIENCIA
* Está insoportable, dice la tía Julia pero esta vez no le importa a María Rosa que la tía Julia la llame insoportable, aunque sabe muy bien que cada vez que la llaman insoportable viene una paliza, antes o después, pero esta vez está dispuesta a seguir con el berrinche y no se deja vestir y el zapatito no le calza porque, al tratar de ponérselo, el botoncito se le va para adentro y le lastima el pie, y eso le viene bien a María Rosa que no está dispuesta a dejarse vestir como su mamá, la Merceditas, que también tendría ganas de patalear como María Rosa, pero que se deja abotonar con aire resignado los miles de botones de un vestido blanco que le queda ajustado a pesar de la reforma, porque viene a ser el vestido que llevó hace tiempo su hermana, también para el casamiento.
* A María Rosa le gustan los casamientos. Allí está la foto en la mesa de la sala. Es la única mesa presentable de la casa, por eso la pusieron en la sala, al lado de un sofá prestado. El marco no llega a ser de plata, pero tiene un trabajo un tanto elaborado, y eso lo convierte en un marco especial. Y la foto es de lo más especial: una mujer joven, que a María Rosa le parece muy linda. Alguna vez vas a ser así, le han dicho a la nena, y ella se imagina de blanco, como la tía Julia de la foto de familia. Es posible que no recuerde la fiesta, pero de tanto representársela recuerda. Recuerda sus zapatos nuevos, los dulces que le dieron, recuerda hasta el color de la torta. Se recuerda mirando la foto donde, con la tía Julia y el novio, aparecen ella y su mamá y su papá. Quiere ser así cuando sea grande, como la mujer del traje largo, pero esta vez está furiosa con la tía Julia y no se deja peinar y llora por cualquier cosa. Está enojada con todo el mundo y es por eso que la tía, pobre, no le da una paliza como se merece porque está insoportable. No es que María Rosa sea tan insoportable; ella solamente se porta mal con la tía Margot. La tía Margot es una mujer muy servicial, en opinión de la familia, pero María Rosa no quiere saber nada de ella. En realidad, no es su tía, pero tiene que llamarla así porque es una señora buena, que siempre se ocupa de vos y no podés ser malcriada ni malagradecida. Y la nena obedece pero, cuando puede, hace de las suyas. Cuando puede, hace pipí en el cine. Cuando puede, derrama el chocolate -un chocolate caliente, demasiado caliente, y que le quemó la boca varias veces, pero la tía Margot se lo sirve para que se vea que le da todos los gustos. ¡Qué paciencia tiene, cómo se ocupa de la nena! Pero la nena entiende más que la familia, acepta lo que los grandes no quieren admitir, no acepta lo que no quiere aceptar. No es mucho lo que puede hacer, pero le queda el derecho a la protesta y sabe aprovecharlo. Lo aprovecharía mejor si, en vez de la tía Julia, la vistiera la tía Margot, pero la tía Margot (¡tan servicial!) se ocupa de vestir a la mamá. La nena quedó en manos de la tía legítima, sabiéndose que, con la otra tía, el escándalo sería mayor.
* Está bien calculado, por supuesto, pero no quiere decir que el berrinche del angelito sea poca cosa. Ya la peinaron dos veces y tuvieron que volver a peinarla, tuvieron que arreglarle el moño, tuvieron que ajustarle, otra vez, el cinto. Agarrada del borde de la mesa de la sala, grita como si la estuvieran matando. Si no tuviera los ojos velados por las lágrimas, podría mirar la foto que le gusta tanto, otra vez, para ver a su papá tan elegante, con su traje azul marino, como ella nunca lo ha visto. Ella lo suele ver de entrecasa, a veces en piyamas, y cuando se trata de visitar a su papá no se resiste y se deja peinar aunque le duelan los tirones del peine y pide que le pongan agua de colonia. Le parece muy divertido esperar, aunque sea al sol, mientras la gente dice ¡qué calor!, y ella casi asfixia a un cachorrito recogido de la calle, besuqueándolo. Tiene que mostrárselo a su papá antes de que crezca, porque los perritos chiquitos son todos lindos, pero cuando crecen pueden ser feos como el perro de al lado. A María Rosa le gustan las filas porque suele haber chicos y entonces ella puede ponerse a jugar tuca'e hasta que su mamá, la Mercedes, le estira los tongos. No suele estirarle los tongos porque sí, pero a veces la mamá está muy nerviosa, como cuando tienen que formar fila bajo el sol. Y no es que la señora sea muy nerviosa, sino que tiene razón. Hay cosas que María Rosa no puede entender, pero al final de la fila hay una mesa, y mientras que ella se queda parada hablando con los nenes, la señora tiene que pasar un momento en la habitación de al lado y, cuando sale, suele estirarle los tongos a María Rosa por cualquier cosa. Eso no le duele mucho, porque enseguida ven a su papá, que se fue al cuartel cuando ella era muy chica y no puede acordarse y que tendrá que pasar un tiempo más en el cuartel antes de volver a la casa, para vivir con ella.
* Eso le contaron a María Rosa y ella cree también que su papá es militar por el anillo que lleva. Todos los militares llevan anillo; ella no distingue entre militar y policía; le parece que los uniformes son iguales. Y, aunque no estén uniformados, cree poder distinguirlos por los anillos. Por eso le tomó simpatía, al principio, al hombre que bajó del auto, un enorme impala que se estacionó frente a la casa. Todo el barrio salió a mirar el auto, que desentonaba en un barrio tan pobre, pero nadie se atrevió a rayarle la pintura, porque sabían de quién era. Sabían, además, otras cosas. Eso porque la casa era del tipo de la construcción culata yoguai: una sucesión de habitaciones, un corredor al costado. Mercedes recibía al hombre en el corredor (no lo hacía pasar en la pieza) y la muralla divisoria era baja, permitiendo fisgar a la vecina de al lado. Entonces podía oír las largas conversaciones de pocas palabras y larguísimos silencios y los gritos de María Rosa que trataba de llamar la atención del visitante, a quien, por el anillo, había considerado militar como su papá. A la nena le parecían divertidas las visitas que ponían tan nerviosa a la mamá, pero terminó poniéndose de más en más insoportable. Es que los chicos, como decía la tía Margot, adivinan todo, y hasta el momento no hay problemas, pero cuando entre en la escuela y los demás nenes le digan la verdad, te podés imaginar, querida...
* Y así la pobre Mercedes, que ya tenía bastantes problemas, tenía que tener también problemas anticipados, como si ya no le bastara con tener que recorrer las oficinas de personajes importantes que le hacían decir que no estaban después de haberle hecho esperar horas y horas. A veces la recibían inmediatamente, pero podía resultar peor, porque entonces comenzaban los comentarios de una mujer tan joven como usted no puede pues estar tan sola y es demasiado linda y las demás proposiciones que Mercedes no aceptaba aunque tenía que hacer milagros para pagar (con atraso) el alquiler de la casa que, más que casa, era rancho, y aunque el dueño no quisiera reconocerlo y se negara a hacer las reparaciones necesarias como terminar con las goteras o reponer la canaleta demasiado vieja que no permitía que corriera el agua que se acumulaba en el techo y que caía más por dentro que por fuera de la casa. Sus bordados y demás trabajitos la ayudaban a medias, porque en el barrio la evitaban todos, aunque no por recibir otro en la casa teniendo marido como decían para justificarse. Nadie se quería meter con la Mercedes y siempre se buscaba algún pretexto. Casi fue una lástima que se casara (por segunda vez) porque así terminaban los pretextos. Una solución conveniente, para los adultos, pero que no convencía para nada a la nena, que pensaba convertirse en el infierno de su nuevo papá.
* Vamos a ver si puede mandar en su casa, decían los vecinos con evidente buen humor, en casa de herrero, cuchillo de palo. Hablaban del hombre del impala y del anillo que a María Rosa le recordó el anillo de su papá. Pasear en auto le había resultado divertido la primera vez, pero enseguida se cansó. Más bien, le siguió gustando, pero era muy terca y, cada vez que el hombre la invitaba a dar una vuelta, ella decía que no, y aunque el paseo pudiese terminar en una heladería, y a la nena te gustasen los helados, que estaban por encima de las posibilidades de la mamá. Así que casamiento de conveniencia para todos, como no se cansaba de repetir la tía Margot, quien, dicho sea de paso, tuvo que ver bastante en el asunto.
* Nadie conocía bien los tejemanejes de la tía Margot, demasiado comadre y servicial solamente por cálculo o por capricho, ni por qué el impala, antes de aparecer frente a la casa de María Rosa por primera vez, había pasado largo tiempo estacionado frente a la casa de la tía Margot. El caso es que la señora participó en el asunto, y eso es lo que María Rosa parecía intuir; daba la impresión de que trataba de vengarse de quien le había robado la mamá, y que le atribuía mayor culpabilidad a la mujer que al hombre. No sin cierta razón, ya que el inspector Benítez (era policía, por eso llevaba un anillo parecido al de los militares, aunque el papá de María Rosa no era militar como ella creía) era un hombre muy tímido cuando no podía mandar. Le había echado el ojo a la Mercedes, que le parecía bien como señora, pero no se atrevía a llegar a la casa, temiendo, con razón, un desprecio. Así se lo explicó a doña Margot, señora que se llevaba bien con la policía y que podía querer a la gente a su manera. A la Merceditas no la quería para eso (había sido intermediaria de relaciones dudosas), sino que le parecía bien que una mujer sola tuviese hombre porque le podía pasar que, como otras, después de hacer rebotar a cuantos se le acercaron con buenas intenciones, terminara casándose por cualquiera, por necesidad. Le pareció muy serio el inspector Benítez, un mozo de intenciones serias y que la podía proteger, ¿cómo iba a andar esa criatura sin papá? Doña Margot tenía experiencia, no era como la pobre Merceditas, demasiado joven, que se creía lo que le decían cuando le decían que una semana más. Si la Mercedes no hacía lo que desde luego no iba a hacer esos señores importantes que le prometían la libertad de su marido nunca lo iban a dejar salir. Iban a dejarlo preso, como tenía que quedar un hombre que no tenía consideración por su familia, ¿cómo se fue a meter en un asunto político tan feo? Pero esto no pensaba decírselo a ella, pobre Mercedes, que se hacía ilusiones esperando que saliera de la cárcel su marido, de un momento a otro, y que perdía su tiempo mientras dejaba pasar una oportunidad así. Hay que tener paciencia, fue el consejo de la comadre. El inspector estaba muy desalentado, pero tenía que esperar, ¿acaso ya no lo había recibido? Lo admitió en la casa después de larga espera, y la visita tenía más de visita de pésames que de relación sentimental, con la nenita malcriada que le saltaba entre las piernas y le arrugaba todo el traje de hilo recién planchado y que tenía que aguantar para quedar bien con la mamá. Hay que tener paciencia. El inspector la tuvo después de la primera visita a la Mercedes, conseguida mediante la insistencia de tía Margot, que le tenía cariño a la Mercedes (la quería, porque o sino la hubiera rehuido, como el resto del barrio, para no comprometerse). Y al cabo de cierto tiempo las visitas fueron más frecuentes y la mamá se mostraba más amable, aunque la chiquilina se portaba cada día peor, y no sabia cómo la iría a sujetar después del casamiento. Casamiento gracias a la intervención de Doña Margot, directora de escuela con una fea fama de alcahueta, que convenció a la Mercedes de que no ganaba nada con despreciar a un hombre que podía vengarse en su marido preso. Las negociaciones fueron largas y la vecina que las oyó las repitió casi literalmente, pero algunas insisten en que Mercedes se casó de apuro (en el fondo le envidian que haya conseguido un marido así). Otras dicen que fue por pura conveniencia y que se olvidó de su pobre marido, que lleva años preso sin proceso.
* Nadie disculpa a la Mercedes, quien tampoco tratará de disculparse contando que habló con su marido, y que al preso le pareció conveniente el matrimonio porque no se sentía capaz de amparar a sus mujeres y una casa sin hombre nunca se respetó en el barrio (merodeadores y ladrones las habían molestado más de una vez). El preso le aconsejó casarse de nuevo, ¿pero cómo iría Mercedes a explicárselo al barrio sin dejar peor a su marido? Podrían perdonarle que perdonara la infidelidad (supuesta) de Mercedes, pero no que la empujara a un nuevo casamiento, aunque no hubiera otro medio. Ella, por su parte, detestaba al inspector Benítez, pero, como él había prometido interceder por el perseguido político (promesa quizás falsa), pensó que hacia lo correcto aceptando la proposición matrimonial.
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* A María Rosa le gustan los casamientos. Allí está la foto en la mesa de la sala. Es la única mesa presentable de la casa, por eso la pusieron en la sala, al lado de un sofá prestado. El marco no llega a ser de plata, pero tiene un trabajo un tanto elaborado, y eso lo convierte en un marco especial. Y la foto es de lo más especial: una mujer joven, que a María Rosa le parece muy linda. Alguna vez vas a ser así, le han dicho a la nena, y ella se imagina de blanco, como la tía Julia de la foto de familia. Es posible que no recuerde la fiesta, pero de tanto representársela recuerda. Recuerda sus zapatos nuevos, los dulces que le dieron, recuerda hasta el color de la torta. Se recuerda mirando la foto donde, con la tía Julia y el novio, aparecen ella y su mamá y su papá. Quiere ser así cuando sea grande, como la mujer del traje largo, pero esta vez está furiosa con la tía Julia y no se deja peinar y llora por cualquier cosa. Está enojada con todo el mundo y es por eso que la tía, pobre, no le da una paliza como se merece porque está insoportable. No es que María Rosa sea tan insoportable; ella solamente se porta mal con la tía Margot. La tía Margot es una mujer muy servicial, en opinión de la familia, pero María Rosa no quiere saber nada de ella. En realidad, no es su tía, pero tiene que llamarla así porque es una señora buena, que siempre se ocupa de vos y no podés ser malcriada ni malagradecida. Y la nena obedece pero, cuando puede, hace de las suyas. Cuando puede, hace pipí en el cine. Cuando puede, derrama el chocolate -un chocolate caliente, demasiado caliente, y que le quemó la boca varias veces, pero la tía Margot se lo sirve para que se vea que le da todos los gustos. ¡Qué paciencia tiene, cómo se ocupa de la nena! Pero la nena entiende más que la familia, acepta lo que los grandes no quieren admitir, no acepta lo que no quiere aceptar. No es mucho lo que puede hacer, pero le queda el derecho a la protesta y sabe aprovecharlo. Lo aprovecharía mejor si, en vez de la tía Julia, la vistiera la tía Margot, pero la tía Margot (¡tan servicial!) se ocupa de vestir a la mamá. La nena quedó en manos de la tía legítima, sabiéndose que, con la otra tía, el escándalo sería mayor.
* Está bien calculado, por supuesto, pero no quiere decir que el berrinche del angelito sea poca cosa. Ya la peinaron dos veces y tuvieron que volver a peinarla, tuvieron que arreglarle el moño, tuvieron que ajustarle, otra vez, el cinto. Agarrada del borde de la mesa de la sala, grita como si la estuvieran matando. Si no tuviera los ojos velados por las lágrimas, podría mirar la foto que le gusta tanto, otra vez, para ver a su papá tan elegante, con su traje azul marino, como ella nunca lo ha visto. Ella lo suele ver de entrecasa, a veces en piyamas, y cuando se trata de visitar a su papá no se resiste y se deja peinar aunque le duelan los tirones del peine y pide que le pongan agua de colonia. Le parece muy divertido esperar, aunque sea al sol, mientras la gente dice ¡qué calor!, y ella casi asfixia a un cachorrito recogido de la calle, besuqueándolo. Tiene que mostrárselo a su papá antes de que crezca, porque los perritos chiquitos son todos lindos, pero cuando crecen pueden ser feos como el perro de al lado. A María Rosa le gustan las filas porque suele haber chicos y entonces ella puede ponerse a jugar tuca'e hasta que su mamá, la Mercedes, le estira los tongos. No suele estirarle los tongos porque sí, pero a veces la mamá está muy nerviosa, como cuando tienen que formar fila bajo el sol. Y no es que la señora sea muy nerviosa, sino que tiene razón. Hay cosas que María Rosa no puede entender, pero al final de la fila hay una mesa, y mientras que ella se queda parada hablando con los nenes, la señora tiene que pasar un momento en la habitación de al lado y, cuando sale, suele estirarle los tongos a María Rosa por cualquier cosa. Eso no le duele mucho, porque enseguida ven a su papá, que se fue al cuartel cuando ella era muy chica y no puede acordarse y que tendrá que pasar un tiempo más en el cuartel antes de volver a la casa, para vivir con ella.
* Eso le contaron a María Rosa y ella cree también que su papá es militar por el anillo que lleva. Todos los militares llevan anillo; ella no distingue entre militar y policía; le parece que los uniformes son iguales. Y, aunque no estén uniformados, cree poder distinguirlos por los anillos. Por eso le tomó simpatía, al principio, al hombre que bajó del auto, un enorme impala que se estacionó frente a la casa. Todo el barrio salió a mirar el auto, que desentonaba en un barrio tan pobre, pero nadie se atrevió a rayarle la pintura, porque sabían de quién era. Sabían, además, otras cosas. Eso porque la casa era del tipo de la construcción culata yoguai: una sucesión de habitaciones, un corredor al costado. Mercedes recibía al hombre en el corredor (no lo hacía pasar en la pieza) y la muralla divisoria era baja, permitiendo fisgar a la vecina de al lado. Entonces podía oír las largas conversaciones de pocas palabras y larguísimos silencios y los gritos de María Rosa que trataba de llamar la atención del visitante, a quien, por el anillo, había considerado militar como su papá. A la nena le parecían divertidas las visitas que ponían tan nerviosa a la mamá, pero terminó poniéndose de más en más insoportable. Es que los chicos, como decía la tía Margot, adivinan todo, y hasta el momento no hay problemas, pero cuando entre en la escuela y los demás nenes le digan la verdad, te podés imaginar, querida...
* Y así la pobre Mercedes, que ya tenía bastantes problemas, tenía que tener también problemas anticipados, como si ya no le bastara con tener que recorrer las oficinas de personajes importantes que le hacían decir que no estaban después de haberle hecho esperar horas y horas. A veces la recibían inmediatamente, pero podía resultar peor, porque entonces comenzaban los comentarios de una mujer tan joven como usted no puede pues estar tan sola y es demasiado linda y las demás proposiciones que Mercedes no aceptaba aunque tenía que hacer milagros para pagar (con atraso) el alquiler de la casa que, más que casa, era rancho, y aunque el dueño no quisiera reconocerlo y se negara a hacer las reparaciones necesarias como terminar con las goteras o reponer la canaleta demasiado vieja que no permitía que corriera el agua que se acumulaba en el techo y que caía más por dentro que por fuera de la casa. Sus bordados y demás trabajitos la ayudaban a medias, porque en el barrio la evitaban todos, aunque no por recibir otro en la casa teniendo marido como decían para justificarse. Nadie se quería meter con la Mercedes y siempre se buscaba algún pretexto. Casi fue una lástima que se casara (por segunda vez) porque así terminaban los pretextos. Una solución conveniente, para los adultos, pero que no convencía para nada a la nena, que pensaba convertirse en el infierno de su nuevo papá.
* Vamos a ver si puede mandar en su casa, decían los vecinos con evidente buen humor, en casa de herrero, cuchillo de palo. Hablaban del hombre del impala y del anillo que a María Rosa le recordó el anillo de su papá. Pasear en auto le había resultado divertido la primera vez, pero enseguida se cansó. Más bien, le siguió gustando, pero era muy terca y, cada vez que el hombre la invitaba a dar una vuelta, ella decía que no, y aunque el paseo pudiese terminar en una heladería, y a la nena te gustasen los helados, que estaban por encima de las posibilidades de la mamá. Así que casamiento de conveniencia para todos, como no se cansaba de repetir la tía Margot, quien, dicho sea de paso, tuvo que ver bastante en el asunto.
* Nadie conocía bien los tejemanejes de la tía Margot, demasiado comadre y servicial solamente por cálculo o por capricho, ni por qué el impala, antes de aparecer frente a la casa de María Rosa por primera vez, había pasado largo tiempo estacionado frente a la casa de la tía Margot. El caso es que la señora participó en el asunto, y eso es lo que María Rosa parecía intuir; daba la impresión de que trataba de vengarse de quien le había robado la mamá, y que le atribuía mayor culpabilidad a la mujer que al hombre. No sin cierta razón, ya que el inspector Benítez (era policía, por eso llevaba un anillo parecido al de los militares, aunque el papá de María Rosa no era militar como ella creía) era un hombre muy tímido cuando no podía mandar. Le había echado el ojo a la Mercedes, que le parecía bien como señora, pero no se atrevía a llegar a la casa, temiendo, con razón, un desprecio. Así se lo explicó a doña Margot, señora que se llevaba bien con la policía y que podía querer a la gente a su manera. A la Merceditas no la quería para eso (había sido intermediaria de relaciones dudosas), sino que le parecía bien que una mujer sola tuviese hombre porque le podía pasar que, como otras, después de hacer rebotar a cuantos se le acercaron con buenas intenciones, terminara casándose por cualquiera, por necesidad. Le pareció muy serio el inspector Benítez, un mozo de intenciones serias y que la podía proteger, ¿cómo iba a andar esa criatura sin papá? Doña Margot tenía experiencia, no era como la pobre Merceditas, demasiado joven, que se creía lo que le decían cuando le decían que una semana más. Si la Mercedes no hacía lo que desde luego no iba a hacer esos señores importantes que le prometían la libertad de su marido nunca lo iban a dejar salir. Iban a dejarlo preso, como tenía que quedar un hombre que no tenía consideración por su familia, ¿cómo se fue a meter en un asunto político tan feo? Pero esto no pensaba decírselo a ella, pobre Mercedes, que se hacía ilusiones esperando que saliera de la cárcel su marido, de un momento a otro, y que perdía su tiempo mientras dejaba pasar una oportunidad así. Hay que tener paciencia, fue el consejo de la comadre. El inspector estaba muy desalentado, pero tenía que esperar, ¿acaso ya no lo había recibido? Lo admitió en la casa después de larga espera, y la visita tenía más de visita de pésames que de relación sentimental, con la nenita malcriada que le saltaba entre las piernas y le arrugaba todo el traje de hilo recién planchado y que tenía que aguantar para quedar bien con la mamá. Hay que tener paciencia. El inspector la tuvo después de la primera visita a la Mercedes, conseguida mediante la insistencia de tía Margot, que le tenía cariño a la Mercedes (la quería, porque o sino la hubiera rehuido, como el resto del barrio, para no comprometerse). Y al cabo de cierto tiempo las visitas fueron más frecuentes y la mamá se mostraba más amable, aunque la chiquilina se portaba cada día peor, y no sabia cómo la iría a sujetar después del casamiento. Casamiento gracias a la intervención de Doña Margot, directora de escuela con una fea fama de alcahueta, que convenció a la Mercedes de que no ganaba nada con despreciar a un hombre que podía vengarse en su marido preso. Las negociaciones fueron largas y la vecina que las oyó las repitió casi literalmente, pero algunas insisten en que Mercedes se casó de apuro (en el fondo le envidian que haya conseguido un marido así). Otras dicen que fue por pura conveniencia y que se olvidó de su pobre marido, que lleva años preso sin proceso.
* Nadie disculpa a la Mercedes, quien tampoco tratará de disculparse contando que habló con su marido, y que al preso le pareció conveniente el matrimonio porque no se sentía capaz de amparar a sus mujeres y una casa sin hombre nunca se respetó en el barrio (merodeadores y ladrones las habían molestado más de una vez). El preso le aconsejó casarse de nuevo, ¿pero cómo iría Mercedes a explicárselo al barrio sin dejar peor a su marido? Podrían perdonarle que perdonara la infidelidad (supuesta) de Mercedes, pero no que la empujara a un nuevo casamiento, aunque no hubiera otro medio. Ella, por su parte, detestaba al inspector Benítez, pero, como él había prometido interceder por el perseguido político (promesa quizás falsa), pensó que hacia lo correcto aceptando la proposición matrimonial.
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