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lunes, 19 de julio de 2010

LUIS HERNÁEZ - DONDE LADRÓN NO LLEGA - Presentación: JESÚS RUIZ NESTOSA / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES


DONDE LADRÓN NO LLEGA
de LUIS HERNÁEZ
Editorial El Lector
(BIBLIOTECA PARAGUAYA),
Asunción-Paraguay, 1996
Tapa: Luis Alberto Boh
Como presentación:
La ficción como reflejo de lo real,
por Jesús Ruiz Nestosa, diciembre de 1995
OBTUVO EL PREMIO LITERARIO ROQUE GAONA 96
Edición digital: Alicante :
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** El relato de este libro está ubicado en los últimos tramos de la expulsión de los jesuitas de todos los territorios del Imperio Español, que concluyó en 1767.-
** DONDE LADRÓN NO LLEGA, no es una novela histórica. Más que buscar una relación pormenorizada de los hechos, Hernáez ha indagado en la vida cotidiana y en los sentimientos más profundos e íntimos de sus personajes buscando desentrañar el valor humano de aquella aventura, el objetivo del autor ha sido captar lisa y llanamente la aventura humana.-
** Luis Hernáez, en su relato no agota las sugerencias de un lugar que posee el misterio, la energía y la fascinación que poseen muy pocos lugares en el mundo. Lo que ha querido hacer es recuperar el sentido de lo cotidiano a través de una anécdota, para lo cual debe vencer un doble obstáculo. Por un lado se enfrenta con todos los inconvenientes de la creación literaria, en cuanto a la construcción de la historia, de una estructura narrativa, de un lenguaje apropiado para narrar las acciones que componen el drama y encontrar las correspondencias literarias de la realidad. Por el otro, se enfrenta a la presencia física, real, tangible, imponente de aquellos vestigios que se han proyectado hasta nuestros días y que pugnan no solo para mantenerse en pie, sino también para lograr su propio espacio incluso dentro de la obra literaria. – JESÚS RUIZ NESTOSA, extracto de LA FICCIÓN COMO REFLEJO DE LO REAL.
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LA FICCIÓN COMO REFLEJO DE LO REAL

** Debo confesar que mientras leía el libro de Luis Hernáez estaba tentado a interrumpir de pronto la lectura y hurgar en mi archivo de fotografías de las Reducciones Jesuíticas de Trinidad para buscar, en aquellas imágenes, la clave de la trama. No lo hice un poco por respeto al autor, otro poco por no romper el sutil suspenso que crea a través de sus páginas y que es mantenido hasta el último momento. Además, de haberlo hecho, no habría logrado descifrar, de manera adelantada, aquella sorpresa que nos guarda y devela en las últimas líneas. Hay que reconocerlo, Hernáez es uno de los pocos escritores de nuestro medio que maneja con habilidad tal elemento.
** Pero, antes de hablar de ello, hay otras cosas más importantes en torno a este relato cuya acción está ubicada en los últimos tramos de esa lenta agonía que concluyó en 1767 con la expulsión de los jesuitas de todos los territorios del Imperio Español.
** En primer término, no es una novela histórica aunque haga referencia a hechos históricos y a personajes que de alguna manera dejaron una huella bien marcada como el caso de Prímoli (el arquitecto de tantos templos), Doménico Zipoli (compositor de las célebres Vísperas Solemnes), Antón Sepp (también músico) y tantos otros. Pero todos son mencionados como de pasada, tal como habrá sido en una sociedad basada en la igualdad con las naturales excepciones de las jerarquías administrativas.
** El autor no tiene ninguna intención de ofrecer una visión del proceso histórico por el cual pasó aquella experiencia tan notable y que aún hoy día sigue despertando la curiosidad y el interés de tantos investigadores. Ni siquiera aventura -a pesar de que la tentación es grande- de ofrecer una interpretación de aquellos «reales motivos» por los cuales Carlos III tomó tan drástica decisión.
** Más que buscar una relación pormenorizada de los hechos, Hernáez ha buscado ir más lejos. Ha indagado en la vida cotidiana y en los sentimientos más profundos e íntimos de sus personajes, buscando desentrañar el valor humano de aquella aventura que terminó de manera tan sorprendente y absurda. O mejor: se extinguió sin guardar proporción con la verdadera escala de su significado.
** Hernáez tampoco participa de la polémica, tan antigua como la historia misma, sobre la relación que tuvieron los jesuitas con los indígenas, el choque cultural, la organización económica y política de aquellos pueblos, etcétera. No es que el autor esté ajeno a la discusión, sino simplemente la aparta porque es evidente que ella no figura en sus planes. Se enfrenta a hechos consumados a los que busca, a través de la ficción, darle su justa dimensión humana. ¿Qué otra cosa puede hacer la literatura? Y, además, ¿no es acaso esta también una manera de escribir historia? Si uno de los objetivos de la Historia es, precisamente, ayudarnos a comprender mejor el destino que corrieron los pueblos, es evidente que el intento de captar la cotidianidad de la vida, con sus grandes y pequeños dramas, es un camino tan válido y efectivo como la relación pormenorizada de cifras, datos, fechas de las grandes batallas que llenan las páginas de tantos libros.
** En otras palabras, el objetivo del autor ha sido captar, lisa y llanamente, la aventura humana. Dicho de esta manera parece un tanto obvio, o una perogrullada. Pero, en realidad, eso que puede ser considerado tan simple, tan elemental y tan próximo, es, sin embargo, lo que se olvida con suma frecuencia. De las Reducciones tenemos decenas de datos sobre su organización política, su organización económica, la presencia de la religión en todos los actos de la vida, la educación, la práctica de las artes, etcétera. Pero nada sabemos de cómo vivían día a día, cómo se levantaba el sol por encima del caserío, cómo se relacionaban entre sí los pobladores de una misión. Tenemos un conocimiento muy científico de aquella experiencia y casi ninguno a nivel humano. Tanto es así que olvidamos con frecuencia -si es que alguna vez lo averiguamos- que las Reducciones tuvieron unos ciento setenta años de vida. Vale decir, es el mismo tiempo que ha transcurrido en nuestro país desde la Independencia Nacional hasta nuestros días.
** Por encima de todas estas consideraciones extraliterarias se encuentra el libro como tal, como obra tautológica, que debe explicarse por sí misma y a través de sí misma, apoyándose única y exclusivamente en sus valores esenciales. Y es aquí donde encontramos la mano del autor, aquella misma que descubrimos en su primera novela: «El destino, el barro y la coneja».
** Para este caso reinventa un lenguaje, una estructura y un discurso diferentes. En su primera novela el lenguaje contenía un flujo de violencia porque del mismo modo eran sus personajes y las situaciones que enfrentaban. En el presente caso su lenguaje se vuelve fluido, claro, sencillo, acorde con un estado de vida que transcurre en un quimérico equilibrio. Sus personajes están sumidos en un grado de pureza e inocencia a pesar de los sentimientos que experimentan y de las pasiones por las cuales se dejan llevar. Hecho que los hace aún más humanos y también más inocentes.
** En cuanto a la estructura, Hernáez apoya su relato en dos extremos temporales: el presente en 1767, meses antes del real decreto de Carlos III, rey de España, y mucho tiempo atrás, en las mismas Reducciones de Trinidad. El hilo conductor será un indígena, Bernardino, quien se encuentra en Asunción, trabajando al servicio de un encomendero, dedicado a explotar el negocio del tabaco.
** El presente y el pasado irán alternando en un juego muy preciso y delicado, ya que de manera casi imperceptible se irán acercando hacia un final por un lado previsible: la expulsión de los jesuitas de todos los territorios españoles de acuerdo a los documentos que todos conocemos, mientras que por el otro los personajes nos llevarán a un desenlace sorpresivo. Es gracias a esto que el interés y el suspenso se mantienen hasta la última página.
** Por último, deseo hacer algunas consideraciones extraliterarias para aquellos lectores que tengan en sus manos este libro y no hayan estado nunca en las ruinas de Trinidad, ubicadas a unos 420 kilómetros al sureste de Asunción (Paraguay).
** Luis Hernáez, en su relato, no agota -felizmente- las sugerencias de un lugar que posee el misterio, la energía y la fascinación que poseen muy pocos lugares en el mundo. Lo que el autor ha querido hacer es recuperar el sentido de lo cotidiano a través de una anécdota, pequeña si consideramos la magnitud de aquella empresa. Y no es trabajo fácil después de haber estado en ese sitio, ya que es allí donde se percibe el tamaño del desafío; la imaginación retrocede y todo intento de recreación de aquella época se inmoviliza.
** Quienes acompañamos, a través de muchos años, las lentas excavaciones que pusieron al descubierto el Templo Mayor y las numerosas Casas de Indios, como el Campanile, el templo pequeño y el cementerio, podemos certificar que, al trasponer los límites de la Reducción, nos encontramos pisando una tierra que fue apisonada por los pies descalzos de miles de indígenas que participaron en una experiencia única dentro de la historia de la humanidad, y que estamos mirando los mismos muros que un día miraron los ojos de Prímoli. Nada de esto puede resultar gratuito.
** En otros términos, el autor debe vencer un doble obstáculo. Por un lado, se enfrenta con todos los inconvenientes de la creación literaria en cuanto a la construcción de una historia, de una estructura narrativa, de un lenguaje apropiado para narrar las acciones que componen el drama y encontrar las correspondencias literarias de la realidad (la real y la inventada) para verterla en los moldes de la obra. Por el otro, se enfrenta a la presencia física, real, tangible, imponente de aquellos vestigios que se han proyectado hasta nuestros días y que pugnan no sólo por mantenerse en pie, sino también para lograr su propio espacio incluso dentro de la obra literaria. Y eso no es trabajo fácil. Pienso que Hernáez no habrá escapado de tales dificultades. Pero felizmente ha logrado lo que se proponía. Y ello puede comprobarlo cualquier lector en las páginas que siguen. - Jesús Ruiz Nestosa - Asunción - diciembre de 1995

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- 1 -
El sol comenzaba a teñir de rojo la inflada panza del nubarrón que flotaba sobre la planicie extendida hacia el este, más allá de la bahía, y encima del agua todavía permanecían jirones de bruma grisácea cuando Bernardino bajó por la barranca trastabillando en la penumbra.
Pisó la arena mojada y un escalofrío recorrió su cuerpo casi desnudo, un chapuzón le libraría del sudor pegajoso de la noche (ahora que ya había salido de su cuerpo el calor que el tabaco le metió adentro en la inmensa barraca) pero agitar el agua le obligaría a caminar buscando otro remanso con peces somnolientos y el hambre comenzaba a apretarle (prefería no ir con su mujer a la cuadra-comedor donde comían el resto de los encomendados).
Se paró un momento en el borde del agua y miró maravillado, como si fuera la primera vez, la extensa amplitud de la bahía que temblaba suavemente como el cuarto trasero de la res recién faenada cuando se la pone a orear, y vio cómo ese plomo gris ceniciento se iba tiñendo de rojo hacia el oriente y cómo comenzaban a resaltar aquí y allá algunas chispitas brillantes reflejando el sol naciente.
Arriba de la barranca el caserío de Asunción lucía adormecido, despertando perezosamente de la noche cálida, abombada por esos misterios cercanos que introducían los siseos del bosque que estaba allí nomás, casi metido entre los muros mohosos, entre los negruzcos techos de paja, perfilando las calles, irrumpiendo golosamente en los patios, y hacia la derecha, emergiendo solitaria y perfilada sobre el fondo del cielo más oscurecido por la cercanía de la luz, la torre del campanario de la Catedral comenzaba a filetearse de sol.
Bernardino extendió el mazo de cañas en la arena y eligió la más afilada, nadie las tenía mejores. Cortaba las tacuaras el primer día de la luna nueva y las dejaba colgando para desangrarlas durante todo el cuarto creciente. Después las calentaba (sin quemarlas, todos lo saben pero pocos pueden hacerlo porque no es fácil), calentarlas, pensó mirándolas con orgullo, hasta que alcancen la dureza para comenzar a afilarlas, recién entonces y no antes, porque afilarlas antes haría que su filo no fuera duradero, o que el peso no estuviera equilibrado.
Bernardino sabía que sus cañas eran perfectas, y que en ellas podía confiar más que en las agujas dobladas que usaban los blancos, cómo no se morían de vergüenza sentados horas y horas como viejas haraganas esperando a que el señor pacú se decidiera a entregarse, ¿cómo no tenían vergüenza?
Subió sobre un tronco que se adentraba en el agua y miró en la superficie calma el reflejo de su cuerpo oscuro, tan diferente a esa carne blanca que parece a punto de derretirse en cualquier momento.
La claridad del día naciente daba una extraña luminosidad a la arena del fondo, el agua de la bahía estaba tranquila y hacia un costado, muy alto en el cielo, vio venir una bandada de loros brillantes de sol en la altura, alborotando el espeso silencio del amanecer con sus gritos destemplados.
Con el rabillo del ojo presintió más que vio un destello plateado que se perdía debajo del tronco y sus nervios se tensaron, con el brazo levantado sujetó la tacuara afiladísima y sintió toda su piel enardecida; ni siquiera respiró durante unos segundos (sus ojos penetrando el agua) va a salir otra vez, va a salir otra vez... Como un rayo bajó su brazo y la tacuara perforó el agua limpiamente y fue a clavarse en el lomo del pacú que comenzó a agitarse desesperado al sentirse herido y que lo estiraban sacándolo del agua, inexorablemente.
Así como por las tardes, asomado en el alto ventanuco de la barraca disfrutaba con gusto la ilusión de libertad, Bernardino saboreó ahora golosamente una alegría tremenda, alegría que estaba por encima del hambre que podría satisfacer, por encima de la tranquilidad de saber qué dar de comer a Salustiana, por encima del orgullo con que la abrazaría después mientras se bañaban juntos en la bahía en tanto, clavado en la tacuara, el pacú gotearía lentamente por su vientre abierto sobre la arena, por encima de muchas otras cosas... En realidad su pecho se agrandó con esa alegría profunda porque se creyó casi dueño del mundo al comprobar, una vez más, que era fuerte, que era poderoso, pero eso, lo sabía muy bien, duraba sólo un momento.
La enorme barraca donde se almacenaba el tabaco estaba asentada casi en el borde de la pendiente de tierra roja tallada por los raudales, a [13] tres manzanas de la Casa Fuerte hacia el este, y desde allí, a través de un ventanuco elevado (hasta donde llegaba todas las tardes trepando por la montaña de fardos amontonados), Bernardino podía ver la boca de la bahía y, más allá, la serpiente plateada del río que dando un recodo se perdía hacia el norte, hasta confundirse con la bruma del horizonte.
La parte sur del río no la podía ver porque la tapaban las casas de la costanera y la iglesia, con sus paredes blancas coronadas por el mohoso techo de tejas y un poco más atrás el Colegio de los Padres, con su patio interior encerrado por murallas altas y que parecía rebosar de naranjos. Las casas de la costanera tendían sus sombreadas galerías para protegerse del despiadado sol del oeste.
Cada atardecer antes de ir a su casa Bernardino trepaba hasta su ventana y desde allí creía respirar con más libertad, alejado de todas las ataduras de abajo. La respiración caliente del vientre de la barraca llegaba hasta él chupado por la ventana y lentamente comenzaba a retirar de su cuerpo el calor del tabaco.
-El tabaco te mete el calor en el cuerpo y no te das cuenta pero las hojas tienen una fiebre que se te contagia -le había dicho Casiano el primer atardecer-. No se siente, y sales al aire fresco y es malo: el calor se queda adentro por mucho tiempo y hay que hacerlo salir despacio, despacio... Nunca te mojes cuando estás caliente de tabaco... Te da pasmo.
-También te hincha las venas -Feliciano, el viejo indio que cada día se veía más viejo y agotado, espantó con un manotazo el enjambre de mosquitos que le rondaba la cara brillante de sudor reflejando la última claridad del sol sobre la bahía- y al poco tiempo te hace temblar.
Bernardino permanecía en su mirador hasta mucho después de haber entrado el sol, cuando comenzaban a borrarse del cielo las últimas manchas rojizas tratando, día a día, de prolongar lo más posible su ilusión de libertad. Este era el único lugar que sentía totalmente suyo, hasta que le descubrieran, pensó más de una vez, hasta tanto.
Y luego bajaba apresurado, asiéndose de los fardos para no caer en la oscuridad y se escurría por el costado, mimetizado entre las sombras, hasta su choza, resistiéndose a la tentación de acercarse a la ventana iluminada del Almacén, al lado de la Tienda del napolitano.
Pocos encomendados quedaban en Asunción y la mayoría de los indios eran ya trabajadores independientes. El sistema había ocasionado muchas injusticias, muchos excesos, pero más de una vez los independientes añoraron los tiempos pasados, enfrentados a su nueva realidad, aunque más libre igualmente dura.
Bernardino no se acercaba más al Almacén porque era el lugar adonde todos iban, decía, para soltar las porquerías que tenían adentro, como el calor del tabaco, sobre el vaso de caña.
Ya una vez había tenido problemas allí, con el negro Jeremías que estaba borracho, el pobre Jeremías, pensó después, que estaba todavía un escalón más abajo que él en el gallinero de Asunción. Las gallinas de arriba se cagan en las de abajo, le había dicho Casiano esa noche cuando a él todavía le latía la cabeza de rabia, el español se caga en la cabeza del criollo y el criollo nos caga a nosotros, entonces por suerte nosotros tenemos a los negros y así podemos cagarle en la cabeza a alguien.
-Lástima que sean tan pocos.
Casiano había expelido el aire en una risa silenciosa y le dijo: no estés tan enojado.
Después de poco más de un mes de estar en lo de don Venancio comenzó a costarse con Salustiana y les dieron una chocita en el borde del barranco.
Salustiana también estaba en la casa en encomienda y clasificaba el tabaco. Mientras trabajaban varias veces Bernardino la tocó haciendo ver que era sin querer y ella solamente sonreía bajando la mirada hasta que una vez, al tocarle los dedos, escuchó las risitas de las otras muchachas y se dio cuenta de que había algo y se animó y le habló.
La noche que la abrazó sintió que se introducía en el mismo ambiente calcinado de la barraca, el olor de la mujer onduló enardecido entre los calores del tabaco y lo enloqueció sorbiéndolo hasta vaciarlo encerrado en la afelpada carne tibia y palpitante.
En la nueva choza lo primero que hizo fue colgar, al lado mismo de la puerta, el rebenquito, «su padre», el único recuerdo que le quedaba de su otra vida, porque el peine de hueso de Rosa ya se había diluido en pequeñas escamas.
-Yo allá solía cantar; José í me acompañaba con el arpa y Rogelio con la guitarra.
-¿Allá?
-En la Reducción, digo.
Con la misma tacuara afilada abrió el vientre del pescado y lo vació, Salustiana se acercó y se bañaron en las aguas calmas, allá arriba la gente comenzaba a moverse y el sol era una pelota anaranjada que comenzaba a subir.
Hacia las cuatro de la tarde del día anterior Bernardino había visto cómo Feliciano vomitaba sangre. Después habían sacado al viejo de la barraca casi a rastras y el caporal separó las hojas manchadas de la sangre y las tiró en un rincón con más pena, había pensado Bernardino, que la que sintió cuando ordenó que llevaran a Feliciano afuera.
Al atardecer no subió hasta su ventana porque no podría sentirse feliz. Cuando llegó a la choza de Feliciano el viejo ya había muerto y la india que vivía con él estaba como adormilada, ausente, como si se hubiera cansado de llorar, como si ya le hubiera alcanzado verdaderamente la garra del dolor y miraba sin ver, dándose cuenta de lo que en realidad le estaba pasando.
-Yo pienso que don Venancio no nos quiere -le dijo a Salustiana esa noche-. Ni siquiera vino a ver qué le pasó a Feliciano.
-El Paí dice que nos quiere. Dice que es como nuestro papá que nos quiere y nos enseña.
Bernardino pensó que no era así pero no tuvo ganas de responder. Sus ojos se fijaron en «su padre» colgado al lado de la puerta, era una mancha alargada, más oscura que la mancha de la pared en penumbras y pensó: con razón aquella vez mamá lo volvió a molestar a «mi padre», por lo visto sabía muy bien lo que encontraría afuera de la Reducción.
-Mamá, hoy estuve hablando con Sinforiano... -le había dicho al volver de los corrales- ¿Sabes lo que dicen de mí por ahí?
Rosa lo había mirado con sus ojos enrojecidos, siempre enrojecidos e irritados, y no había contestado enseguida, ¡ah!, cuánto amaba a ese hijo amado, a ese muchachito hermoso, fuerte y orgulloso que era su hijo, y cuánto le dolía lo que sabía que le iba a decir, claro que sí, una y otra vez ella misma lo había escuchado, Bernardino era el hijo del pecado, así mismo lo decían, hijo del pecado, hijo del pecado, hijo del pecado.
-Yo sé, mi hijo, lo que dicen...
Bernardino se enfureció cuando la vio llorar y ahora lo recordaba, con el corazón retumbándole en el pecho volviéndolo a vivir, y con las entrañas encogidas de rabia.
-¡Me voy a ir de aquí, mamá...! -había gritado enceguecido por el odio- ¡Nadie podrá atajarme aquí!
Y ella había azotado la espalda de su hijo querido con el rebenque de cuero.
Bernardino nunca más volvió a decirle a Rosa que saldría de la Reducción... y no saldría, desde luego, mientras ella viviera, porque jamás la abandonaría: el castigo del Padre Roque era quedarse en Jesús o la exclusión, y Rosa no quería la exclusión, quería quedarse entre los Padres aunque tuviera que pasarse la vida en Jesús tiñendo, aunque su hijo no pudiera pisar jamás Trinidad.
Salustiana había subido un rato antes y el sol comenzaba a remontar en el cielo cuando Bernardino, con la piel inundada de gotitas de agua, subía la barranca hacia las chozas y escuchó el redoble del tambor en la Plaza de Armas, convocando a los vecinos.
Al pasar por la choza de Feliciano miró con curiosidad, un rato antes habían venido para llevar el cuerpo del muerto y ahora el silencio se enseñoreaba de la choza solitaria.
Caminó apresurado por la callejuela del costado de la iglesia, mezclado entre los que iban a la plaza, el tambor seguía sonando con insistencia enervante en tanto el llamado se repetía una y otra vez, una y otra vez.
Don Venancio también se sumó, apurado y abrochándose los últimos botones de la pechera, malditas sean las malditas ocurrencias del señor Gobernador, pensaba, que tan intempestivamente le habían arrancado de su amodorrada rutina matinal.
El pregonero subió a una tarima arrimada al muro de la iglesia y leyó la convocatoria del Gobernador. Bernardino se perdió muchas palabras pero algo pudo entender: pedían voluntarios para ir a una incursión armada hacia el sur.
-¿Hacia el sur...? -preguntó sintiendo que se le humedecía la piel.
Casiano se abrió paso hasta él.
-¿Oíste, Bernardino?
-¿Al sur, dijo?
-Al sur.
-¿Para qué?
-Yo qué sé. Nadie quiere decir nada pero parece que es algo jodido. Anoche en el Almacén el Alférez González estaba borracho y habló mucho, puede ser peligroso, carajo, dijo.
-¿Al sur?
-Vamos a hacerlos correr a esos hijos de puta, dijo.
Pobre Feliciano, pensó ese atardecer Bernardino en su ventana, pobre amigo Feliciano, si el anó hizo la cruz sobre mí ¿por qué te moriste tú?, ni siquiera te pusieron las velas, y recordó la cara de cera de su madre, hecha de ceniza recortada contra la penumbra roja de la Capilla de los Muertos en ese otro mundo lejano.
Debía volver a las Misiones y no podía desaprovechar esta oportunidad: no estaba bien que las cosas quedaran como estaban, debía llegar a Trinidad y corregirlas, de una vez y para siempre.
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- 2 -
Sabía muy bien el Padre Damián cuánto se arriesgaría volviendo a plantear la situación a su viejo Superior, nunca le resultó fácil el trato con él y más difícil sería ahora, habiendo asumido ya el anciano una postura firme pero se compadeció de los jóvenes.
-No lo hagas, Damián -le había dicho el padre José-, y no me digas: pienso que debo hacerlo, porque ya lo sé, todos los Padres, uno por uno, lo pensamos pero... El padre Roque es decidido, es tenaz... y cree firmemente en lo que hace.
-Siempre es posible razonar un poco más.
-Desde luego, querido amigo - no pareció muy convencido-, es posible razonar y razonar, sobre todo cuando no es uno el que debe tomar la decisión. El padre Roque no está apartando un ápice de las normas que...
-Yo también soy de los que piensan que el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado.
-¿Tú también?, ah, Damián, tú también, tu decir humilde me sorprende... -los ojos le brillaron divertidos pero en sus manazas se notó el nerviosismo-. Puedo darme cuenta de que es inútil que insista.
-Lo es, padre.
-Desde un principio lo supe, ¡cuánto te conozco, hijo...!
-Discúlpeme si le incomodo, padre Roque -dijo después-; tal vez no debería hacerlo pero me siento obligado... Creo que es mi obligación interceder por ellos -no puedo decidir si esos ojos de agua ríen, lloran o están muertos, pensó y sintió que el sudor brotaba en su frente-, padre, Jacinto siempre ha sido un buen muchacho, y Rosa...
-Todos estos amados hijos nuestros son buenos, padre Damián, hasta que dejan de serlo.
Percibió la amonestación en la ironía y la tuvo en cuenta, era la caída de la tarde y el sol doraba el pasto de la gran plaza central de Trinidad, toda salpicada de liriecitos blancos.
En la galería sus pasos sonaban asordinados, caminar sobre estas piedras es agradable, recordó que una vez había comentado con entusiasmo el padre Jaime, parece que te comunicaran... (había dudado un momento tratando de dar con la palabra apropiada) una textura, eso mismo, dura o blanda, no importa, diferente. Oh, padre Jaime, pensó apesadumbrado, cómo añoro tu amable presencia, qué diferentes son todas las cosas cuando se las mira con ojos dulcificados por la caridad.
El padre Roque se detuvo un momento antes de abrir la pesada puerta que daba al patio de la casa de los padres, ubicada en una cabecera de la plaza, y se volvió para pasear sus ojos una vez más por la gigantesca mole de la iglesia en construcción, piedra roja enrojecida por el sol del ocaso, que se erguía como un rubí patético ante el fondo verdísimo del monte y el azul del cielo que poco a poco se iba oscureciendo y su rostro, lo pudo notar Damián, se distendió en un gesto de altivez que no alcanzó a dominar.
-Jacinto es un buen tallador, ciertamente -murmuró después, sentado en el sillón de madera frente a su mesa de trabajo mientras Damián se trajinaba con la lámpara de aceite en la habitación que, por no tener ninguna abertura hacia el oeste, estaba ya sumida en espesas sombras-. El mejor que tenemos, sin duda alguna, pero no puedo disculpar una falta tan grande; estas son cosas que debemos cortar de raíz... Él es un hombre casado.
-Lo sé, padre, tiene familia... -no se animó a mirarlo-, pero para ellos todas estas cosas son diferentes...
Roque permaneció un momento silencioso. En Asunción, hacía ya mucho tiempo, tantos años que en él ya no quedaba nada de aquel jovencito huraño que había sido, una vez había recriminado agriamente a su amigo Baltazar Guerrero que no pusiera empeño en cuidar de la salud moral de sus encomendados.
-Los visto bien y los alimento, Roque -caminaban por el fresco patio del Colegio que la Compañía tenía en Asunción y en el aire se percibía el olor del agua de la bahía cercana-. Conmigo están mejor que con muchos de mis vecinos...
Llegaron hasta la verja que rodeaba el patio y asomándose vieron a las lavanderas que golpeaban las ropas en tablones casi sobre el agua y a un grupo de indios jóvenes que sin pudor, a escasos metros de las mujeres, se bañaban desnudos riendo a carcajadas.
-Lo sé, amigo mío -se sentía cansado-. Pero también es cierto que viven en una promiscuidad pecaminosa que no trae ningún bien para sus almas...
-¿Almas? -le había interrumpido Baltazar risueño- ¿La tienen?
Demasiado bien conocía Roque a su amigo para pensar que hablaba en serio pero era una forma de hacerle saber su pensamiento: seres como nosotros... sí, por cierto, pero...
-Quiero pensar, padre Damián, que en verdad no cree eso que están dejando entrever sus palabras... Es como si usted pensara que nuestra labor aquí se reduce a construir templos...
Ahora sí Damián percibió claramente el enojo del anciano y deseó borrar su indiscreción.
-Jacinto es un hombre bueno, padre... La tentación fue más fuerte que él y no pudo vencerla.
La Tentación, pensó Roque entrecerrando los ojos, la negra sombra de la Bestia con sus chirriantes pequeñas patitas de cerdo... la piel se le erizó en la nuca pero alejó las agigantadas sombras de su pensamiento con viveza, su mente estaba con Dios, el que hizo el Cielo y la Tierra, el que debilita los enemigos y los dispersa.
Y después nada, nada más, nada más, se desesperó Damián, como si yo, ni Jacinto, ni nadie existiera...
-No me escuchó, Jacinto... Todo parece indicar que tendréis que salir de aquí...
-Pero ella va a tener un hijo de mí, Paí... ¿cómo va a hacerla ir de aquí ahora que va a tener un hijo? Que me eche a mí, si es tan necesario; yo no voy a permitir que a ella la maltraten.
Damián le miró con pena.
-Recé mucho anoche -estaba debilitado por la larga noche de insomnio y ardiendo de remordimientos que no alcanzaba a explicar con claridad-. Recé también por tu esposa y por tus hijos...
-No entiendo lo que él nos quiere hacer, Paí.
-El hijo que Rosa va a tener es hijo del pecado.
Jacinto dejó el pequeño mazo sobre la piedra rosada que estaba tallando y Damián sintió que se le atenazaba el corazón de tristeza cuando vio rodar por su mejilla curtida una lágrima gorda que bajó arrastrando polvareda rojiza.
-Estas cosas así no andan, Paí... No hay razón para que se nos haga esto... Si yo tengo un hijo con Rosa no es porque no le quiero más a mi esposa, Paí, todos saben eso demasiado bien... A Rosa aquí no le va a faltar nada, si se queda entre nosotros, digo, y a mi hijo tampoco, ¿por qué, entonces, se tiene que ir?
Esa noche en su cuarto Damián se consumía en la desazón, su pecho encendido de rebeldía por momentos, aunque se empeñaba en evitarlo, se hundía en la desesperanza, ¡qué lejos quedaba en la perspectiva de su vida la ingenua seguridad de sus años mozos...! Nunca había dudado de su elección de abrazar la vida misionera pero ahora, ahora... oh Dios, ¿qué es lo que estamos haciendo?, se dijo cerrando fuertemente los ojos y expeliendo el aire ardiente de su pecho.
La impotencia le dolió. Fue un encuentro con la realidad que, en tanto no pensara en ella, creía inexistente. Le dolió tanto o más que el desarraigo: los largos años vividos en este mundo al otro lado del mundo no eran suficientes para alejar las añoranzas: su madre, sus amigos, las angostas calles tortuosas de su pueblecito encaramado en la abrupta ladera de la sierra y el frío, oh, el frío, cuánto añoraba ese aire helado y cristalino, el frío, el frío... Ni siquiera los sufrimientos del viaje, que a tantos otros compañeros habían signado con una marca imborrable, podían igualarse con la profunda tristeza de su desarraigo.
No había sabido qué contestarle a Jacinto esa mañana aunque con claridad recordaba lo que era pertinente decir, la Compañía luchaba por la reivindicación de los indios, seres humanos no inferiores ni diferentes... Su frente se inundó de sudor y el aire se le hizo irrespirable, ¡qué fácil es enviar...!, el sollozo fue casi un bramido en su pecho, id y enseñad, destruid lo que encontréis y diluid los pedazos aventándolos a los cuatro vientos...
Salió a la galería con arcada y se enfrentó a la noche profundísima y cálida, millones de estrellas temblaban en el cielo transparente y el corazón se le hizo un puño en la garganta.
Las casas de los indios, en el otro lado de la gran plaza, eran un abigarrado amontonamiento de sombras perforado solamente por las luces de los faroles de aceite que había en las cabeceras de las largas galerías soportadas por pilares y hermosos arcos tallados.
Los movedizos discos de luz hacían resaltar los arcos de piedra cercanos que, a medida que se iban alejando, se desdibujaban fundiéndose en un abombado plano de sombra.
Las habitaciones de los indios estaban en perfecta quietud, duermen confiados, pensó Damián, duermen entregados a la misericordia de nuestras manos. Una sensación de culpa le atenazó el corazón: no estaba siendo fiel a los compromisos que había asumido, estaba permitiendo que el pensamiento maligno dominara su voluntad, estaba dejándose ganar por la soberbia, por el estúpido orgullo de creerse el único poseedor de la verdad. Cerró los ojos fuertemente sintiendo sus párpados calientes de fiebre y apoyó la frente en la rugosa superficie de piedra de la arcada, necesito creer firmemente que todo lo hacemos por Dios, pensó, porque de otra forma no tendríamos perdón...
-La vida, mi querido Damián, es una serie de otras cosas además de las que vosotros, los pensadores, pensáis... Hay un lado práctico que se os escapa y que nosotros, los viejos vyros, aprendimos con los años de vivirla... -la risa surgió callada del pecho poderoso de José cuando reinició su tarea de pulir la curvada pieza de madera.
-Nunca pensé que fuera un vyro.
-Desde luego, no lo soy. Pero a veces tengo la impresión de que lo piensas...
Damián no quiso contestar porque el buen humor de su amigo casi le resultó afrentoso, lo quisiera o no, el padre José a veces llegaba a escamarlo con su seguridad, con la firmeza de su carácter, con su tremenda fuerza vital, no pierdas el tiempo en cavilaciones inútiles, solía decirle, ¡es tanto lo que tenemos por hacer...!
Salió del taller de carpintería y pensaba dirigirse hacia el templo en obras, donde muchos indios trabajaban levantando los gruesos muros de piedra rosada, pero no se animó. La mampostería de la nave y los pilares estaba apenas insinuada, pero la cabecera había llegado a la altura de la bóveda y los pedreros desbastaban ya la piedra para definir la ornamentación. Entre ellos estaría Jacinto, lo sabía bien, y no tuvo valor para encontrarse con él. Los pedreros trabajaban las piedras que se montaron con la grosura que permitiera desbastarlas para definir las formas primorosas dibujadas por Juan Antonio, su gran amigo, que sucedió al padre Forcada en la conducción de la obra proyectada, muchos años antes, por el Hermano Juan Bautista.
Desde la plaza pudo escuchar la ininterrumpida sucesión de martillazos, algunos livianos y ligeros (de los pulidores), otros pesados y que sonaban lejanos, acompañados por los truenos profundos y retardados que producían los trozos desprendidos al caer en la tierra apisonada, muchos metros más abajo.
Decidió ir directamente a su estudio pero sintió que lo tomaban por el brazo.
-No busques ocupaciones todavía -José tenía aún ceñido el delantal de trabajo sobre la sotana y con el bordillo se secaba el sudor de la frente, a tan temprana hora de la mañana ya sudaba así, copiosamente-. Hablemos ahora un poco más.
-No alcanzo a acallar mis dudas, padre -le dijo después Damián.
-¿Quién te dijo que puedes dudar?
Damián no hizo caso al tono de broma con que su amigo intentó conciliar la conversación.
-Los interrogantes se presentan a toda hora y los relego, los relego una y otra vez hacia el fondo de mis pensamientos: no encuentro nunca el valor para enfrentarlos... Me temo que no quiero saber la respuesta que puedo llegar a dar a mis preguntas...
José dejó en el borde de la pileta de piedra tallada el porongo que había usado para beber. Un hilillo de agua se deslizó marcando un trazo fino de color rosa oscuro sobre las uvas apetitosas entrelazadas por pámpanos sinuosos con granadas y hojas de palmera.
Al irse pacificando la superficie del agua abombó y achicó sus rostros reflejados sobre el fondo del cielo increíblemente azul. José introdujo la punta del dedo y al retirarlo las ondas del agua destrozaron las imágenes superponiéndolas con el cielo, para luego volverlas a presentar mezclándolas, multiplicadas por mil.
-Esto hacemos -indicó la pila con un gesto-. Mira esta imagen que es una, y al mismo tiempo muchas. Es la misma y no lo es. Esta imagen deshecha es la misma pero trabajada, multiplicada por mil, enriquecida... -José sonrió y se encogió de hombros- Y eso es todo.
Damián permaneció silencioso; su malhumor le impidió lucir la galanura que su amigo esperaba.
José suspiró.
-Venimos a modificar sin cambiar, este es un juego de palabras muy hermoso y me agradaría que lo recuerdes. Venimos, te decía, a multiplicar por mil las ansias yacentes en estas almas dándoles de beber las aguas que no se acaban, y eso es lo único que importa. Parece una simpleza pero no lo es. Son cosas que sabemos y vivimos pero que a veces, inesperadamente, se nos escapan, y esto tómalo como una recriminación -tomó al joven por el brazo y lo condujo (¿cómo a un niño?) hacia su estudio, que estaba al lado de la casa de los padres-. Y además de toda esta provechosa enseñanza vas a escuchar un consejo de este viejo que, aunque bromee con eso, lo sabes, no es ningún vyro: no permitas que las dudas lleguen a agobiarte hasta el ahogo. Es un lujo que no podemos permitirnos nosotros, los obreros de Dios.
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