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viernes, 21 de mayo de 2010

JORGE ROLÓN LUNA - NOCHE DE LUNA NEGRA Y OTROS RELATOS / BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES (LIBRO DIGITAL 100%)



NOCHE DE LUNA NEGRA Y OTROS RELATOS
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de
[Asunción (Paraguay)],
Editorial Arandura, 2000.

A MANERA DE PRÓLOGO

** Ante todo, debo reconocer algo: este libro tiene, por así decirlo, miga, o, si se quiere, tiene jugo; en otros términos, es suculento. He disfrutado leyéndolo y espero disfrutar ahora escribiendo sobre él. Ante mi mente se yergue, en primer plano, el desafío de dos preguntas trascendentales: ¿qué se espera de un prólogo (mi experiencia en el menester de escribir prólogos es todavía exigua)?; es la una, y la otra, ¿por dónde empiezo?
** Respecto a la primera pregunta, presumo ahora que Saint-Beuve fue el primer lector que practicó profesionalmente la crítica literaria, y barrunto que lo que se espera que practique en este prólogo es una suerte de crítica. La crítica literaria tradicional (la llamada, como señalan Schneider, Junod y Hermann, «lansoniana») pretende, en oposición a la caprichosa subjetividad saint-beauviana -rendidas excusas por el horrendo neologismo-, explicar la obra de un modo objetivo partiendo del estudio de las fuentes: todo lo que sea posible conocer acerca del autor, de su historia personal, de su medio ambiente, de sus influencias artísticas e intelectuales, de sus circunstancias históricas y sociales, etcétera, constituye un elemento de juicio para la comprensión de sus textos, que, en esta medida, es relativamente «científica» o «seria». Lejos de mí tal pretensión. En primer lugar, porque debo admitir una cierta ignorancia sobre la biografía y los antecedentes de mi estimado amigo y ex alumno Jorge (qué pedante de mi parte, «ex alumno»; pero es que así fue como lo conocí, mediante un singular curso que desarrollamos unos cuantos alumnos y yo a lo largo del año pasado: las noches de los días tradicionalmente dedicados a Marte y a Júpiter -los martes y los jueves, para decirlo bien, claro y pronto-, cultivamos, a lo largo de varios meses, la filosofía, investigando sobre el pensamiento de cuantos descarriados se han dedicado a este extravagante menester a lo largo de la historia desde los tiempos de los físicos milesios hasta los días del criticismo kantiano). En segundo lugar, porque no me apetece; creo que es mejor ir directo al grano.
** Y ahora retorna a mi mente la segunda pregunta, que es tal vez la más difícil de las dos. Pero no me arredro: Audaces fortuna juvat, timidosque repelit; estos cinco latinajos fueron siempre mi divisa. Y como éste es mi prólogo, y, por ende, puedo hacer en él lo que se me antoje, entonces, caprichosa y arbitrariamente, decido comenzar con una copa de jerez bien frío -con un buen aperitivo, quiero decir- cada una de las historias que integran este volumen. Vamos a ello.
** No me voy a extender en interpretaciones: he hablado de aperitivos, no de pluscafés. Meramente, modestamente, quiero generar la expectativa, el ansia y el suspenso respecto de cada una de estas piezas en esa suerte de conejillo de Indias o animal de laboratorio que es el lector (dicho sea sin ánimo de ofender). Empecemos por el siniestro y nauseabundo «Cuento medieval», en el cual la tensión se resuelve en un vómito emblemático que no es sólo una expresión de asco ante el hecho físico de la suciedad, sino ante el hecho político de la sociedad, valga el juego analógico de palabras, y no sólo ante la degradación de la materia -la basura-, sino ante la degradación del espíritu en ambos términos del binomio productores-comedores (de basura). En esta mórbida alegoría, la putrefacción de los desechos cumple una función simbólica con respecto a la putrefacción no menos ostensible del entorno humano de todo el vecindario, que, a su vez, es un símbolo de toda la civilización en esta etapa de su decadencia y de su podredumbre cadavérica. Pese a ser un relato de denuncia del desorden social, no es lo que cabría llamar un relato «políticamente correcto» desde el punto de vista de la intelectualidad oficial, de izquierdas ni de derechas, en la medida en que no cifra esperanza alguna en una presunta función soteriológica de los oprimidos -las aves de rapiña y los gusanos necrófagos son tan repelentes como la misma carroña-, por un lado, y, por otro, en la medida en que explicita la impunidad de la corrupción lucrativa en el mundo posmoderno del darwinismo social -en lo que mi amigo Carlos Valdemar llamaba «el Imperio de los Mercaderes»-. No diré más sobre esta historia porque creo que ya he dicho demasiado: no hay nada más detestable que esos prólogos que cuentan de antemano el final de los relatos a los que anteceden -al menos, así lo creo yo, y, por ende, intentaré evitarlo en lo sucesivo.
** Pero vamos a lo nuestro. Continuaré con el divertido y depravado «Friends to be friends: la bella y el perdedor», tragicomedia en la cual el sorprendente happy end -en el fondo, nada happy, si a ello vamos-, consiste en que, mediante la astucia y el ingenio, pero, sobre todo, mediante la falta de escrúpulos, un «perdedor» deviene «ganador» -ganador de una bella-; la inmoraleja de esta anti-fábula podrían ser los cinco latinajos de mi divisa, o, en otros términos: «pase lo que pase, conviene apostar fuerte». ¿Final feliz? El lector lo dirá. Para mí, debajo de la alegría maníaca de la fiesta del triunfo, está la depresión de la soledad íntima y la mentira, la desolación, la mezquindad que yacen bajo la alegre euforia del placer -desolación y mezquindad que, pese a quien pese, no nos llevarán nunca a renunciar al placer (espero), consuelo a un tiempo pobre y magnífico del mortal.
** La tercera historia que nos ofrece el libro lleva por título: «Acerca de la existencia del Diablo», y se sitúa en la zona penumbrosa que media entre los territorios del más crudo naturalismo y la fascinante tradición de la literatura fantástica. Es deliberadamente ambigua, y admite por igual explicaciones naturales y sobrenaturales. La aparente inmoraleja se sitúa a manera de epígrafe al inicio del relato; la inmoraleja más profunda (ninguna fábula -o, en este caso, anti-fábula-, brinda una sola y unánime enseñanza) deberá descubrirla el lector. Una sola pista: carpe diem.
** La cuarta historia es la historia de «Adalberto Bogado: poeta, cuentista y ensayista (1965-1999)», relato que, más allá de los interesantes suburbios narrativos que contiene, se centra en la patética condición corpórea del artista, en su finitud, en su vita brevis y en el hecho de que, muchas veces -veleidades del público, mutismo de las musas-, ni siquiera es cierto que ars longa. La concreción pedestre de la cirrosis hepática se mezcla con la inefable inasibilidad del talento -en este caso, irónicamente puesto en duda-, o (por abordar otra faceta) de la inspiración. La vieja imagen romántica del artista maldito, ebrio e incomprendido, que termina sus días prematuramente en una infecta cama de hospital, o que voluntariamente pone fin a su vida de una manera brusca, da el toque preciso de amargura a un cóctel suavizado -aunque también acidulado- por un -ácido- humor. Ni el escritor, Adalberto Bogado, ni el meta-escritor, el escritor que escribe sobre el escritor, un invisible y omnipresente Jorge Rolón, escapan a los ecos de la triunfal carcajada de la muerte: la historia deja el presentimiento de que la finitud es invencible, de que toda lucha contra ella es vana y de que este mismo libro -incluyendo el prólogo- es un quijotesco y vanidoso absurdo. Flota en ella el sobrecogedor, pero entrañable, mensaje del Eclesiastés: Vanitas, vanitatum et omnia vanitas.
** La penúltima narración, «Todo un lunes», es un microcosmos preñado de subrelatos. Al menos, hay dos que podrían constituir sendas historias autónomas: la de «Nina Tragasables» y la del «Tierno»; pero se adivinan muchas más que flotan en el ambiente contaminado de tabaco. Mas, ¿qué digo? Esta característica no es privativa de «Todo un lunes»: en realidad, en más de un relato hay, como ya dije antes, suburbios narrativos, que no han sido desarrollados en plenitud. Más de uno de estos cuentos podría encontrar una expresión más cabal bajo la forma de una novela. No diré nada sobre la indolencia y la pereza de quien (Jorge) decidió abreviar las cosas, en primer lugar porque yo no soy quién para dar sermones a este respecto (mi naturaleza impaciente también me lleva a rehuir el trabajo de hormiga de la novela), en segundo lugar porque puede tratarse de una iniciativa ecológica (se requiere menos papel, ergo se talan menos bosques) y en tercer lugar porque el resultado es excelente; personalmente, aprecio -y cultivo- el buen gusto de dejar al lector con la miel en los labios -y de estimular su imaginación, en lugar de enterrarla bajo una tonelada de datos (aunque hay ciertas toneladas que valen la pena)-. En la primera página de «Todo un lunes» hay una melancólica declaración de apático hedonismo muy acorde con la sensibilidad llamada «posmoderna», la que concluye con un «Qué asco. O qué asco yo»; llamo al lector la atención sobre ella porque no deja de tener cierto deprimente encanto otoñal. Pero, sobre todo, porque tal vez resume el espíritu de todo el libro, que es el de la nocturna vida que todo bohemio conoce: la triste alegría, la alegre tristeza fugitiva del placer sin horizontes y del beber la vida a grandes tragos, como buen vaso de whisky o buena cerveza, sin pensar en la resaca de la Muerte.
** El libro se cierra con una historia cruda y sanguinaria, «Noche de luna negra», relato del inframundo turbio de la cachaca, de los quilombos, de la corrupción de los miserables, por un lado, y, por otro, del dorado estiércol de la no menor degradación de los supuestos «niños bien» y del sector «respetable» de la ciudadanía. Pero me detengo aquí: no quiero arruinar el banquete con tanta profusión de aperitivos. Ya me he extendido en exceso.
** Sí, me he extendido más de la cuenta, pues veo que ya llevo varias páginas de computadora, y no quiero detener demasiado al lector hambriento. ¿Qué más decir de este libro? Que nadie se salva. Que el lodo cae por igual sobre todos. Hombres viciosos y mendaces, mujeres estúpidas o presas de furor uterino, ricachones sucios, pobretones infectos y hasta observadores imparciales -como cierta recurrente voz en off con la que, un tanto asqueado, el lector suele, a pesar suyo, identificarse-, todos marchan a los acordes de una orquesta idiota y sin sentido, que es la de la vida, ofreciendo el espectáculo penoso de su abyección, de su absurdo, de su estupidez, de su cobardía o, no pocas veces, de su tibia, repelente y flácida medianía moral, que huye por igual de la grandeza del Bien y de la gloria del Mal, pero que se embriaga, para olvidar su miseria -o para deleitarse aún más en ella-, consuetudinariamente, en un desfile pomposo y grotesco que es el de la Historia, tanto la de la especie como la del individuo. Jorge no salva de su sátira a nadie, y a nadie confía la tarea de la redención del género humano. No hay en este libro enseñanzas morales -antes bien, «inmorales», en el mejor sentido- ni esperanzas. Pero, en todo caso, hay que reconocerlo, se percibe en el libro que, en esta letrina que es el mundo, es preferible estar del otro lado, del lado de los grandes perdedores en el juego de la vida, del lado de esos guiñapos que deambulan por los bares del destino, ebrios de caos y de desolación, antes que del lado de los respetables ganadores bienpensantes que tienen bien limpios la conciencia, el hígado y las uñas. Los primeros, al menos, muestran su miseria sin hipocresías, sin máscaras, sin patéticas pompas. La merecen, y ella los merece, y no se engañan, y, en ese sentido, son auténticos, y no llevan maquillaje para ocultar el acné o la lepra o las arrugas. Brindemos por ellos, y por nosotros, todos los que vendemos nuestras almas, si no por un plato de lentejas, al menos por una botella de cerveza (o de buena caña). Y llevemos con nosotros, entre tanta inmoraleja, la certidumbre final de que no estamos impolutos, antes de abandonar las suciedades y las ficciones de este libro para regresar a las suciedades y las ficciones de la vida. ¡Salud! Y bon appétit.
MONTSERRAT ÁLVAREZ - Junio de 2000

CUENTO MEDIEVAL
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** A veces uno quisiera ser un gato. Para ser inteligente, elegante, soberbio, silencioso, ágil; para ser alimentado por nada, dormir todo el día, vagabundear por las noches y tener de cuando en cuando sesiones de sexo salvaje. Y para no ver ni entender tantas cosas.
** Como algunas de las tantas que han cambiado en este país últimamente. No siempre para mejor, por cierto. Hoy ¿vivir? requiere de ciertas precauciones antes inimaginables. Para mí, por ejemplo, es importante saber que el camión recolector de basuras pasa por mi barrio los martes, jueves y sábados (a la mañana). Jamás pensé que algo tan trivial como eso pudiera interesarme. A mí... ¿qué carajo podría importarme algo relacionado con bolsas de basura? Ni siquiera me preocupo por mi salud. En realidad pocas cosas me interesan de un tiempo a esta parte. Pero es que últimamente mi vereda se andaba convirtiendo en un punto de reunión de vacas, caballos, perros y gatos callejeros, y lo peor: de moscas. Moscas de todo tipo y tamaño, especialmente de las coloridas y ruidosas. Y asquerosas.
** Cada vez que dejaba mis bolsas a la espera del camión recolector, la historia se repetía. Basura desparramada por todos lados: papel higiénico usado, restos ennegrecidos de yerba, patas de pollo, condones, esqueletos de pescado, zoquetes (estoy hablando en sentido literal), latas y más latas de cerveza, bananas podridas (las compro y luego las tiro sin comer, no sé por qué tengo esa maldita costumbre de dejar verduras, hortalizas y frutas pudrirse en mi heladera). Y yo no sabía quién puta era el responsable del destripe de mis bolsas. Y semana tras semana lo mismo sucedía.
** Yo andaba de malas con mis vecinos. Por un lado con los mauseros de enfrente, con quienes había tenido varios entredichos con respecto a su maldita costumbre de lavar sus autos mau ofertados impunemente en plena calle al estruendoso son de cachacas variadas; por otro, con los dos viejos de al lado, con quienes me había puteado unas cuantas veces pues los había sindicado públicamente como los responsables indubitados de varios intentos de envenenamiento de mi gato Adso, quien gracias a Dios, tiene (tenía) siete vidas. Estar malquistado me impedía desgraciadamente indagar acerca de estos llamativos hechos pues ni me hablaba con estos seres. Y estos distinguidos vecinos debían tener información, pues siempre se salvaban de la patoteada a los sacos de desperdicio -dije yo- porque se la pasaban el santo día en la calle y en la vereda delante de sus casas: los mauseros, ora lavando sus autos infinitas veces como ya me molesté en contar, ora tomando interminables rondas de tereré (y meando en la calle, siempre, por supuesto) con sus secuaces cachaqueros, quienes concurrían de manera exasperantemente regular a esta informal playa de venta; y los viejos, atornillados a sus sillas que a su vez estaban clavadas a su vereda, esperando sus muertes y enterándose de la vida del prójimo, pasatiempo que compartían con los mauseros. Algo debían saber. Pero juré que renunciaría a mi aguinaldo antes que hablarles.
** Un día decidí investigar por mi cuenta. Tuve que llamar a mi oficina y decir que estaba enfermo. Demás está decir que nadie me creyó. Es que últimamente eso se había vuelto algo muy común. Catarros, indisposiciones estomacales, gripes, infecciones de garganta. Pero en realidad siempre eran resacas. Todos lo sabían y a nadie le importaba, salvo al jefe, pero éste no podía hacer nada porque no le convenía ponerse mal conmigo. Es que siempre me pedía que le presente alguna bandida de las que yo conocía por ahí y varias veces hasta amaneció en mi misma cama con alguna de ellas. Me odiaba pero no podía prescindir de mis amistades femeninas y de mi sepulcral y proverbial discreción. Sí, había caído muy bajo. No era otra cosa que un vulgar y despreciable rufián. Tanta bajeza y ruindad eran parte integrante del ambiente cultural del país, me decía constantemente, para intentar mantener vivo ese resquicio de dignidad que yo creía aún me quedaba.
** En esta oportunidad también tenían razón mis compañeros de infortunio laboral, porque la noche anterior estuve bebiendo como un demente. Al volver a casa llegué a tientas a la cama. Tenía fija la vista en el helicóptero; sufría el aire caliente que me tiraba y sudaba aceite o algo parecido, hasta que me quedé dormido con la vista fija en el pesado girar de esas aspas. No sé cuánto tiempo después sentí cómo todo tipo de desperdicios se metían entre mis ropas, sepultándome en la cama, ahogando mi boca, deslizándose entre mis ojos, colándose por mi nariz, taponando mis oídos. Nunca sentí algo así. Una auténtica Náusea. Sentí que podría vomitar hasta mis entrañas y mi propio cerebro. Aguanté, porque si abría la boca esta Náusea podría vaciarme, definitivamente. Sentí a Adso en mi cuello sorprendido y asustado por mis convulsiones. Lo así con tanta fuerza que sentí un mordisqueo en mi brazo. Desperté. Menos mal. Aún superado de conciencia y obsesionado por mis alucinaciones, sólo pensé en descifrar ese misterio.
** Me levanté y abrí todas las puertas y ventanas de la casa. No le venía mal ser un poco oreada. Ya estaba siendo un lugar insalubre últimamente. Me instalé en el balcón con vista directa hacia las cinco bolsas de polietileno que contenían mi basura personal. Al rato estaba yo desde mi atalaya mirando fijamente ese canasto que ya me habían robado cuatro veces. Sí, me los habían cortado desde la base, supongo que con un cortahierros. Es que la calle estaba dura y la gente se ingeniaba para sobrevivir. En realidad fueron otros canastos los que me robaron. Aunque de repente pienso que el mismo ladronzuelo que me robó el último canasto guardabasuras me lo vendió de nuevo. Era tan barato. Tal vez se lo robaron a otro tipo.
** Bueno. Estuve así casi toda la mañana sentado, ahorcando a mi gato y tomando jarra tras jarra de tereré. Soportando estoicamente esos ritmos tropicales. Y vendedores. Aspiradoras, frutas, hortalizas, anatómicos, medias, regaderas, trapos de cocina, pescado, desodorantes de ambiente; quedarse en la casa era casi como ir al supermercado, con la diferencia de que estos vendedores no aceptaban tarjetas de crédito. Tampoco faltaron los que me quisieron encajar rifas, o quienes estaban haciendo alguna colecta para comprar no sé qué cosa para la casa parroquial, ni gente con alguna receta de algún ignoto médico, pidiendo dinero para compra de medicamentos. Uno de ellos prácticamente me compelió a comprar unos bolígrafos amenazándome sin muchas vueltas con dedicarse a robar si es que no contribuía yo a la venta mínima que tenía fijada para esa mañana. Tremenda responsabilidad social que no rehuí. Estas agresivas nuevas técnicas de marketing me dejaron un poco sorprendido, aunque supuse que estaban dictadas por el mercado.
** Aproximadamente a las 11:07 de aquella mañana me percaté de que era fin de mes, y día de cobro. El alcohol nunca es buen compañero, seguro. Al menos en lo que atañe a estos avatares de la responsabilidad. Me vestí mal que bien y rumbeé hacia la parada de ómnibus más próxima pues a esa altura no tenía ni para un taxi. Llegué sin aliento pero pude evitar que Melquiades, el girador, abandonara ese lugar sin pagarme. Calixto, el usurero, estaba ahí nomás, dispuesto a efectivizar mi cheque al tradicional 1,5 %. Todo un servicio social.
** Por suerte se me veía mal, aunque todos sabían la razón. Esta vez el jefe se tomó el atrevimiento de decirme que si esto seguía me iba a descontar el magro salario que el descarado me pagaba. Me pareció ese día que a mis compañeros ya empezaba a importarles este asunto y que empezaban también a odiarme por considerarme un privilegiado que faltaba cuando se le daba la gana. Sin embargo, todavía no se explicaban el notorio odio de mi jefe y la ausencia de represalias. Así que decidí dejar para la próxima semana mis indagaciones. Al día siguiente volví del trabajo y ni me molesté en espantar a las moscas ni en patear a los gatos y perros que se arremolinaban alrededor de mi canasto guardabasuras una vez más profanado. ¡Gracias a Dios no me lo robaron ese día! Al menos.
** Los días se sucedieron con la ineluctabilidad y la inanidad de siempre. En cuanto a mis bolsas de basura, el jueves lo mismo, el sábado también. La cuadra hedía. La semana siguiente esperé a que llegue el martes a ver si agarraba a los misteriosos esparcidores de basura. La misma historia de la vez pasada: vendedores, tereré, cachaca, con el agregado que tuve que soportar ver a los viejos de al lado tirar dos mitades de sandía a la calle campantemente. Empecé a sospechar de esos viejos gorrinos, así que me escondí para observar. Pero luego de un par de horas, mis bolsas continuaban aún intactas y el canasto guardabasuras, también, inexplicablemente. ¿Y si no eran ellos? Un poco más tarde el tereré empezó a hacer efecto así que en un momento dado no tuve otra alternativa que dirigirme raudamente al baño. Cuando volví mi vereda parecía el vertedero de Cateura. Corrí hacia fuera, miré a ambos lados, alcancé la esquina; nada, el crimen perfecto. Comencé a estar seguro de que algo tenían que ver mis refinados vecinos y a pensar en mear desde el balcón la próxima vez. Eso me pasaba por hacerme el civilizado. En este país.
** La vida siguió transcurriendo y los días se siguieron sucediendo. Nada había cambiado en el cosmos y mis bolsas de basura sufrían la misma suerte de manera regular. El siguiente martes me dispuse nuevamente a faltar, así que la noche del lunes concurrí con inmensa tranquilidad de conciencia a un bar de música y bebí como si aguardara el fin del mundo el día siguiente, idea bastante grata, por cierto.
** En la mañana, desperté, di de comer a Adso y me repantigué en una silla plegadiza para observar desde el balcón el transcurrir de otra mañana de suspenso y cachaca. Pensé que si seguía en esto terminaría amando mi trabajo. A las diez de la mañana ya hacían 35 grados y el gato ya me había mordido tres veces, el pobre, ya que mi única diversión era ahorcarlo de tanto en tanto. Casi se había quedado sin cuello a esa altura de la mañana. La última vez que corrió ya no lo fui a buscar. El calor aumentaba y yo ni siquiera podía amortiguarlo ya que mis afanes investigativos me habían llevado a prescindir del divino tereré.
** Estaba pensando en el gato justamente cuando vi aquello. Me sentí transportado a la Edad Media. Una horda de niños desarrapados dirigidos por una mujer aún más desarrapada y roñosa. Los niños harapientos iban asolando todas las bolsas de basura del barrio (no todos tenían esos canastos guardabasuras, los vecinos de enfrente, por ejemplo, dejaban sus bolsas en el piso, se habían cansado de que se los roben una y otra vez) bajo la atenta mirada de aquella mujer con aspecto casi animal y de mis vecinos de enfrente y de al lado quienes sólo parecían preocuparse de no ser victimizados ellos. Había uno que era tan chiquitito que supuse que había aprendido a caminar el día anterior. Rompían las bolsas sin mucho trámite, hurgaban dentro de ellas o las vaciaban alzándolas en el aire para hacer caer su contenido. Se apoderaban de las botellas vacías, de pedazos de cables, de frascos de todo tipo, de zapatillas reventadas, y si la mujer no los miraba, se llevaban a la boca los restos de comida que encontraban. Sobre todo si era pan. Juntaban cosas inimaginables. Yo, por mi parte, les era muy provechoso por las latas. Para algo sirvo, pensé. La mujer corría de vez en cuando a zarandear y a izar del cabello a alguno que se metía algo en el bolsillo o cuando descubría a alguno comiendo. La comida la guardaba ella, para después, imaginé. Yo empecé a vomitar. Después de un rato se reunieron en la esquina a clasificar los productos. La basura de la basura, lo inservible de lo inservible, lo podrido de lo podrido, dije yo. Ellos por lo visto no pensaban igual. La mujer metió en su bolsa lo que le pareció rescatable y siguió su camino doblando la calle. Los niños andrajosos siguieron a la mujer luego de finiquitar una mitad de sandía donada por mis vecinos los envenenadores de gatos. Enseguida, los perros comenzaron a esparcir más y más lo que los niños harapientos y la mujer harapienta dejaron. Todo esto a la vista de unos gatos que aguardaban expectantes. ¿Es esto lo que llaman reciclaje los ecologistas? No, gracias. Mejor dicho, supongo que no.
** Quedé petrificado por vaya a saber uno cuánto tiempo. No me animaba a sacar la vista de mi techo y sus tejas. Mi rostro vultuoso podría romper cualquier espejo en ese momento. Regresé al mundo real, terrorífico, absurdo y cruel cuando sentí a mi gato Adso de vuelta y lo vi lamiendo el vómito; recibió una patada y yo salí a buscar cigarrillos. Ahora espero los martes, jueves y sábados para sacar mi basura. Lo dejo para el exacto momento en que pasa el camión recolector, si es que no están de huelga otra vez. Conseguí sin muchos problemas con mi jefe trabajar a la tarde. «Tengo algunas cosas que atender a la mañana», le dije. Me miró sorprendido, «pero qué va a tener nada que atender éste», habrá pensado. «Es que las cosas ya no son como antes, son peores» -le dije, adivinando sus dudas- y fui a por una cerveza. Hacía rato que me sentía absolutamente incapaz de cambiar este maldito mundo, o de convertirme en un gato.

NOCHE DE LUNA NEGRA

** Ahí estaba él. Ascencio. Vuelto a ultrajar. ¿Quién más? Tal vez alguien como él. El Doctor ése lo miraba con un rostro que destilaba una extraña mezcla de sadismo y condescendencia. El Doctor, sin embargo, estaba más que nunca en las antípodas de Ascencio. Éste era su momento de gloria, de hacer historia. Los flashes de los fotógrafos que eran como latigazos de un aciago flashback para Ascencio, eran para el Doctor como rayos de luz divina que lo elevaban definitivamente al altar de este mundo. El otro cielo al Doctor no le importaba en este momento un carajo. Los gritos, ¡los aplausos!, los rugidos, acercaban al Doctor al orgasmo, mientras Ascencio, anonadado, emprendía vuelo hasta aquella noche donde todo pareció empezar.
** Aunque en realidad todo empezó mucho antes, cuando nació en ese miserable rancho campañero. Así, envuelto en trapos, empezaba la historia de Ascencio. Cuna, no. Juguetes, no. Ni hablar de babysitter, de sonajero, de leche en polvo especial, de purecito de manzana para bebé, ni de papita para bebé. Ni papá. ¿Escuela?, un segundo grado salvado que tampoco le permitió aprender a leer. ¿Noviecita? Para qué si ya dormía con sus hermanas en la misma cama desde que entendió algo. Nada de campamentos juveniles, centro de estudiantes, papá me voy al rally con los perros, dentista, hilo dental y Colgate, kermesses, viaje de fin de curso a Camboriú, computadoras, anoche estuve chateando boludo, buzo Adidas, despertarse a las 12, intercolegial, CIMEFOR, champión Nike.
** Sí muchos parásitos, caries y dolores de muelas, piques sempiternos, carachas, letrinas, tajos, comisaría campaña con su mamá a cualquier hora para decirle otra vez al comisario que el chongo le garroteó otra vez a su mamá o le pateó todo mal a él, arrear vacas, pies cuarteados, cuartel con sargento que le rompió la cabeza con la culata porque se duerme en la guardia carajo. Ni hamburguesa, ni mayonesa, ni milanesa; ¿helado de cereza?, ¿tarta de frambuesa?, ¿cerveza? No: locro..., todos los días durante años, cururú, a veces caí ladrillo; y, caña..., bien blanca. En fin, nada y todo.
** Y ahí estaba él, acribillado por flashes, rodeado de rostros satisfechos, sonrientes, de tipos trajeados que ahora por fin podían meter mano a sus celulares; -¡pobrecitos!- la audiencia de hoy fue tan larga... El fiscal, con pose de ganador y complaciendo a fotógrafos y camarógrafos en todo momento, acababa de pedir 25 años de cárcel para Ascencio: «Para eso me pagan, para defender a la sociedad». Y era la primera vez que esto se hacía delante de todo el mundo; Ascencio y el Doctor estaban siendo parte de la historia.
** Un tiempo antes de todo esto, con 28 años (la misma edad de quien pediría luego se le aplique todo el rigor de la ley), Ascencio podía agradecer al Dios que dicen que es de todos que por lo menos no estaba desempleado. Desde su arribo al puterío de la terminal, unos diez años atrás, cuidó autos delante de ese banco que quedaba en la esquina de la plaza. Primero como ayudante de Severiano, alias Caí pyjharé. Después, él quedó como dueño absoluto de esas dos cuadras cuando Severiano se ahogó en el río, más por el alcohol que por el agua, un domingo obviamente caluroso e inclemente. No fue fácil. Otros barriobajeros como él le echaron ojo a ese precioso territorio céntrico. Fue un poco de poner el pecho, otro poco de poner presencia, de soportar intimidaciones, de salir airoso de aquel Tramontina que no se le hundió lo suficiente en su espalda en aquella noche de cachaqueada. Y tener cuates policías. Pero también todos los bancarios eran sus cuates. Realmente se impuso en el mercado. Era uno de los mejores en eso de chulear a los agentes de tránsito en su maldito papel de vigilar si todo automóvil estacionado tenía el ticket correspondiente. Por un mil o un dos mil podías dejar tu auto a cargo de Ascencio, que no había cepo que te coloquen ni grúa que te lleve el auto en el día entero. La reventa de las fichas de estacionamiento y el lavado de autos eran sus extra. Compartido con zorros y con canas, por supuesto. La lluvia le cagaba, así como los sábados y los domingos. Era imposible ir a cuidar autos a la cancha, los territorios estaban siempre perfectamente delimitados, así como el suyo, que nadie osaba ultrapasar. Como perro de la calle que era, meaba -y a veces más que eso- por ahí en los alrededores de ese pleno centro lleno de hedores, demarcando de paso sus dos cuadras; las dos cuadras de su banco y de su hotel.
** En esos tiempos algo de efectivo le sobraba, y hasta llegó a tener una piecita con su tele, su ventilador de pie, su equipo de sonido -un espectáculo- con karaoke y todo. Le pasaba algo a sus dos mitaí que deambulaban por ahí también, de repente se iba a la cancha y como todo un señor comía asadito con Coca Cola; a veces, hasta se subía en taxi.
** Todo esto duró hasta aquel día en que desembarcaron directamente de la campaña sus dos hermanas supérstites y se le instalaron. Un punto de inflexión determinante en la historia de Ascencio.
** Odiaba a sus hermanas porque le vinieron a despojar de su bienestar, de su tranquilidad y de su independencia. Y por varias razones más. Muy rápido empezaron a putear y muy pronto Estanislaa y Esmilda se hicieron conocidas en el ambiente como Cara de puta vieja y como Cara de puta joven, respectivamente. A veces estas descaradas hasta llevaban algún arriero a la piecita. Ascencio, el pobre, hasta llegó a escuchar una vez por ahí que alguien decía a sus espaldas: «nderacore, si te vas en el kilombo siempre la Madama te dice por las hermanas de Ascencio: 'trabajan bien estas dos, entró nomá mi rey, no te vaja rrepentir'». Para completar el cuadro, le robaban plata, le descompusieron su equipo de sonido, empeñaron su tele para pagar alguna de sus innumerables cuentas.
** La piecita -su piecita- pronto sirvió apenas para dormir. A veces ni para eso. Se quedaba a farrear por ahí o a emborracharse en la placita de enfrente al banco, hasta que llegaba la hora de ejercer su noble oficio de cuidar autos. Ya apenas aparecía por ahí. Llegó a odiar a ese lugar alguna vez tan querido.
** Aquella noche aceptó ir con algunos socios a un kilombo. Estaba animalmente ebrio, por eso cedió, es que los kilombos le recordaban de la existencia de sus malhadadas hermanas. Montaron a un enorme ómnibus y descendieron ni bien divisaron una refulgente y abigarrada esquina que marcaba el inicio de toda una cuadra llena de tugurios. Pero estaban buscando uno en particular, había sido. Fueron caminando cruzándose con decenas de personas que gritaban, corrían, pateaban escuálidos niños que aspiraban cosas, escupían, vomitaban, meaban, ofrecían alguna mercadería, reían, hablaban, subían a taxis, hacían señas a policías, les estiraban hacia adentro, comían chorizos y asaditos, tomaban cervecita, pululaban sin cesar.
** Toda la cuadra estaba ocupada por humildes y humeantes parrillitas y sus respectivos parrilleros; había que esquivarlas, lo mismo que a las personas y a los perros que se desparramaban por doquier. Hasta que llegaron al burdel en cuestión, iluminado por una luna negra de neón, y subieron. Quedaba en un segundo piso y había que subir por una escalera pegada a la pared. Ascendieron chapoteando porque la escalera parecía una catarata debido a que los parroquianos salían a mear en el descansillo de la escalera y el ácido líquido descendía a borbotones hacia la calle.
** Ascencio entró tambaleándose y a tientas en el salón iluminado por unos débiles focos negros y rojos. Se podía adivinar, sin embargo, que el lugar estaba lleno de gente. Se respiraba eso. Al fondo de un escenario de tablones ruidosos y sin barnizar, un tipo amanerado vestido con una camisa con volados y chaleco al tono -también con volados- estaba diciendo cosas en un micrófono. Luego entraron unas bailarinas que fueron abucheadas y silbadas durante todo el show. De un lado del escenario se escuchaban gritos y del otro lado también. Las bailarinas, vestidas de paraguayas al comienzo, terminaron la polka completamente desnudas, recogieron sus vestidos y se retiraron. No lograron acallar las rechiflas en ningún momento, a pesar de haber puesto mucho empeño y de un juego de luces a cargo de personajes que prendían y apagaban los focos alternativamente. Siguieron varios números más: un grotesco can-can que incluía un desvestirse por turnos de parte de las coristas, un travestí que hizo un playback de I will survive, una tortilleada al son de New York, New York en versión cachaca.
** Pero el público parecía estar esperando otra cosa. Volvió una vez más al escenario el amanerado y retomó el micrófono. El público reaccionaba arrebatado a cada palabra dicha por el animador. De verdad parecía estar animando a los presentes. Los ensordecedores gritos de la concurrencia, sin embargo, continuaron hasta que algo dijo el amanerado porque se hizo un silencio de catacumba. Inmediatamente, las débiles luces se apagaron, por un momento. Luego, una solitaria luz roja iluminó del proscenio un ángulo oscuro: de ahí emergieron dos mujeres ataviadas con minifaldas y blusitas con diseños tigrescos que comenzaron a contonearse frenéticamente al son de una cachaca de Los Guardianes del Amor.
** ¡Qué puta, justo el tema preferido de Ascencio! Ni bien el temazo de Los Guardianes empezó a destilar sus primeros acordes también él se puso a bailar y el presentador amanerado saludó la presencia: «de este magnífico grupo de estudiantes de la Facultad de Ingeniería que despiden de su soltería al amigo Vicente en la noche de hoy». Las pendejas empezaron a embolarse. Aplausos, gritos, piipuus y nuevamente el silencio del público que seguía atentamente el stripin. Ascencio, eufórico pidió al oído del mozo un vaso de vino «con Fanta profesor».
** Las pendejas empezaron a besuquearse y a toquetearse en el escenario de tablones. Paró la música y las estrellas de la noche comenzaron a sacarse la ropa interior con movimientos cadenciosos. Sólo se escuchaba el rechinar de los tablones. Las luces tiritaban frenéticamente rojas a lo lejos, de la mano de los dos personajes instalados cerca de los interruptores. Repentinamente, una de ellas, la menos gorda, se irguió y se dirigió a la expectante platea. Miró en todas las direcciones una y otra vez hasta que eligió a uno. Eligió a Ascencio. Le alargó su mano y Ascencio subió al escenario con el aliento del público. Sin dejar su vaso de tinto con Fanta, Ascencio fue bailado, rozado y estrujado por la puta-dancer-streaper. Las rápidas manos de la susodicha dejaron sin pantalón a Ascencio que sólo se dejó llevar por los movimientos de su partner quien pronto lo tuvo atornillado sobre ella, atenazado por sus piernas. El público deliraba y el espectáculo continuaba. La porno-actriz se puso de cuatro y Ascencio no hizo más que adecuarse a la nueva coyuntura. La pareja halló que esa era la posición políticamente correcta por lo que el acto continuó por varios minutos y a Ascencio no le importó nada, ni siquiera el público que seguía a sus espaldas todo el espectáculo.
** Hasta que del grupo de estudiantes de Ingeniería saltó a escena un rubito con inequívoco aspecto de clasemediero. El individuo en cuestión venía bajándose los pantalones, ora mirando a sus socios, ora fijando la vista en Ascencio, hasta que arremetió encarándolo a traición, al estilo coreano, mientras éste, absorto y mudo de rodillas prescindía del resto del mundo, hasta ese momento. El rubito encastró en la primera estocada a la que siguieron varias, mientras Ascencio, anonadado, y la puta -puteando a voz en cuello-, trataban de zafar, prisioneros ambos del apretuje de cuerpos y del acoplamiento perfecto que ahora dejó de ser placentero para convertirse en una trampa de la que no se podía huir. Mientras, como era de suponer, la canalla gritaba y reía. El rubito se hamacaba y reía mirando hacia sus compinches que festejaban todo este asunto. Pero lo que hizo que Ascencio encontrara esa fuerza sobrehumana que todos nosotros hallamos en ciertos momentos de la vida fue aquel flash que azotó el aire por un segundo. Cerca del paroxismo, Ascencio irguió violentamente su espalda, abandonando el cálido cobijo de la ninfa y arrojando al rubito fuera del escenario. Acelerado por el mismo diablo, recogió sus ropas y atravesó como un rayo el salón echando exactamente dos biombos multicolores a su paso hasta aquella ansiada puerta.
** La joda siguió en el kilombo. Sus socios no encontraron a Ascencio aunque lo buscaron por los alrededores incansablemente. Los estudiantes de Ingeniería siguieron bebiendo rodeados de putas.
** Desde algún oscuro recoveco, Ascencio esperó y esperó. Cuando llegó la hora, volvió a mirar sus bolsillos para asegurarse de que tenía suficiente. Al pasar por una de las parrillitas se hizo subrepticiamente de un cuchillón. Subió al taxi. Al taxista le extrañó la orden, pero Ascencio, que estaba absolutamente sobrio y lúcido le dijo que eran sus cuates y que por favor no les deje escapar.
** Vagaron por un buen rato detrás de aquel vehículo hasta que sus ocupantes se cansaron de dar vueltas y de arrojar latas de cerveza por toda la ciudad. Para desgracia del rubito, justo él bajó primero. Ascencio descendió en la esquina siguiente y caminó pegadito a las murallas de las casas mientras observaba cómo el rubito tenía ciertas dificultades para abrir el portón. En realidad nunca llegó a abrirlo. En cambio lo abrieron a él en 38 partes, según el informe del forense leído por el Doctor durante el juicio. También se la cortaron en 8 pedacitos, de acuerdo con el mismo informe leído por el funcionario mencionado más arriba. También le mearon en la cara y además tenía clavada una botella de sidra en la parte posterior, para decirlo elegantemente. Siempre según los registros oficiales.
** Ascencio vagó como un insomne sin que nadie lo moleste y con el cuerpo embadurnado en sangre por horas y horas, hasta que salió el sol y a un policía, agenda en mano, se le ocurrió pedirle su cédula. No la tenía, se le había caído en un kilombo, le dijo al uniformado, que anotaba todo en su agenda. La patrullera llegó en un minuto, pero ningún policía se animaba a acercársele. Aún tenía el cuchillón en su mano derecha. Después de un rato llegaron los refuerzos solicitados y de la camioneta con luces en el techo bajó un ropero de dos metros que sin mediar palabra le aplastó a Ascencio una cachiporra en la cara. Sólo despertó unos días después; cuando lo hizo vio al Doctor delante suyo. No recordaba nada, salvo una luna negra de neón.
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