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sábado, 13 de marzo de 2010

PANCHO ODDONE - SIETE CUENTOS INDECENTES - Prólogo: HELIO VERA / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES


SIETE CUENTOS INDECENTES
Autor: PANCHO ODDONE
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
[Pombero], 1999.


Prólogo
** Pancho Oddone ha sido afortunado en la elección del título de esta nueva incursión en el género de la narrativa: «Siete cuentos indecentes». Es que ellos son, intrínsecamente, eso: indecentes. Y esto que digo es una constatación y no una denuncia escandalizada. Es que el libro contiene historias cuyos protagonistas se rigen por reglas opuestas a las que recitan gravemente -aunque no las cumplan- los buenos burgueses, esos sujetos aburridos y grisáceos que se atiborran con las revistas que se ocupan de los personajes de moda, mientras urden planes para seducir a la mucama (o al chofer según el caso) del vecino, y la mejor manera de engancharse con alguna de las mil y una formas de vivir a costa del Estado.
** Ignoro si el título revela algunos sórdidos subsuelos de la atormentada psiquis del autor. No estoy seguro de ello. Toda afirmación al respecto sólo podría navegar en las aguas profundas de la conjetura, donde la adivinanza substituye a la comprobación y la intuición al raciocinio. Por eso debemos tomar con prevención al primer malvado que diga que la atenta lectura de los cuentos ofrece suculentas revelaciones a los devotos de la secta de Freud y de Jung; y que un congreso de miembros de esta fauna barullenta haría una fiesta con el análisis de algunos de los textos aquí presentados. Esta misma precaución tendrá que adoptarse ante aquel que trate de adivinar en el texto matices autobiográficos, dotados de un maquillaje superficial que apenas consigue apaciguar esas persistentes sospechas.
** Pero dejemos de lado estas hipótesis alocadas y retornemos a lo más obvio: los siete cuentos reunidos en este libro. Lo indecente es el signo que preside a los protagonistas y a los desenlaces. Aquí tenemos al adúltero contumaz que, después de disfrutar las mieles del amor ilegal, recibe su merecido con la milenaria Ley del Talión; al pícaro que vive un romance veraniego con la hija de un amigo y que, como era de esperar, después de embriagarse con la aventura, despierta a la dura realidad; la dulce adolescente que parece víctima de un complot para ser presentada como una asesina y que termina revelando oscuros aspectos de su verdadera personalidad; el marido que padece sus cuernos con la resignación enfermiza de un masoquista hasta que, acicateado por el alcohol, realiza un gesto tan heroico como inútil; la mujer que cree haber encontrado el amor de su vida -un mestizo bello y ardiente-, con quien realizará sus más alocadas fantasías hasta que, cuando éste resuelve dejarla reacciona con un coraje inesperado; el encuentro clandestino entre el patrón y la secretaria, en un coqueto departamento bonaerense, episodio que también concluye con un castigo sórdido y ejemplar, que pareciera dispuesto por el destino; las extrañas circunstancias por las que debe pasar un fugitivo de la represión política argentina, en su afán de poner tierra de por medio.
** La mentira, la cobardía, la humillación, la inconsecuencia y la traición campean a lo largo del libro que, a la postre, se convierte en un catálogo de diversos aspectos de la condición humana. La lectura deja, por esa suficiente razón, un sabor excitante y perturbador. Los cuentos están excelentemente escritos, dentro de un estilo que ignora los tediosos recursos del realismo mágico, la épica latinoamericana o las exploraciones del subconsciente.
** Sin descuidar la belleza del lenguaje, el autor nos propone un género que aplica a la crónica los métodos de la ficción. Quedará siempre la duda acerca de la verdadera naturaleza de los cuentos: cuadros de la vida real organizados con los recursos de la literatura o fabulaciones que aprovechan con éxito ciertos retazos de la cotidianeidad. El género ofrece enormes posibilidades a los escritores que se hallan de vuelta de las pompas y de las glorias del post-boom, y Pancho Oddone ha sabido internarse, con éxito, en este sugerente terreno, con la seguridad de un avezado explorador. La decencia, de seguro, no le hubiera sido de mucha ayuda para ello.
Helio Vera. .
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Una pregunta infantil

** Anita nos guió por Berlín. Era la encargada de relaciones públicas de la empresa con la cual intentaba negociar un contrato para mi compañía. Su comportamiento era pulcro, eficiente, preciso. Representaba la juventud alemana nacida después de la guerra, protagonista del crecimiento incesante de una gran nación.
** Exhibía, con recato, unas piernas largas y perfectas, un pecho alto y firme que pretendía asomarse por el discreto escote de su vestido y el pelo enmarañado y salvaje, sobre un rostro limpio de monja, como las que pintaba Hans Memling.
** Alicia, mi mujer, no se dejó engañar, aceptó con buena educación y desconfianza sus gentilezas, observó recelosa las ligeras liberalidades de humor que intercambiaba conmigo, y no tuvo ninguna duda que se estaba tramando una infamia, cuando le informé que su vuelo a Roma partía esa misma tarde. Agregué que no tenía más alternativa que postergar el mío hasta el fin de semana, a pedido del presidente de la empresa anfitriona.
**Volvimos al Hotel Kempinski como tres esfinges silenciosas, dispuestos nosotros a continuar el juego hasta el fin, y Alicia proyectando algún recurso heroico que pudiera desbaratarlo. El silencio implicaba una inequívoca comunicación subliminal, destinada a patentizar transparencia afectuosa, a la vez que complicidad culpable. Así suele ser la vida.
** Yo amaba a Alicia. Le había pedido que participara del viaje, sólo que no pude prever la presencia de Anita, ni los ominosos sucesos de los cuales fui finalmente víctima.
** Preparó su equipaje en silencio, me miró a veces con un relámpago de reproche en sus ojos negros, circunstancia que ignoré mientras fingía revisar papeles de la compañía. Letras y números aparecían como un remolino de confusas fantasías incomprensibles. Me sentí culpable, más exactamente, un hijo de puta, pero tuve el valor de continuar hasta el fin.
** Anita condujo el auto hasta el aeropuerto comentando banalidades que a nadie le interesaban. Quedó a una discreta distancia, después de una insincera y efusiva despedida y yo acompañé a Alicia hasta la sala de abordaje. Mientras la conducía solícito del brazo, me confió dulcemente que jamás me perdonaría.
** Esperamos que el avión partiera, atormentados por una tensión insoportable. Anita condujo el auto con imprudencia hasta el centro de la ciudad, trepamos impacientes en el ascensor del hotel hasta el piso noveno, abrimos la puerta del departamento con manos temblorosas, nos atropellamos al entrar mientras nos quitábamos la ropa y con un grito de walkiria, heroína de la leyenda de los nibelungos saltó sobre mí, me estrujó, golpeó y violó enloquecida de pasión, violencia despiadada y ensañamiento inmisericorde. Me sentí morir. Pensé en Alicia e imaginé que su venganza había comenzado.
** La noche fue el marco misterioso del acoso constante y tormentoso de la muchacha, que parecía decidida a terminar con mis ingenuas trivialidades de macho indomable. Una cruel mentira. Hizo lo que quiso y lo hizo bien, anuló mis iniciativas, desarrolló su propio proyecto erótico y recorrió mi cuerpo con precisión artesana, absorbiendo sin descanso cualquier expresión de vida, que pudiera proclamar mi mentida independencia de obrero del sexo. Fui dominado, expoliado, destruido y castigado. Si hubiera tenido algún coraje me habría refugiado en el baño, fuera de su alcance. No pude, no quise o no tuve la suficiente valentía como para aceptar mi cobardía. La noche se confundió con el frío azul del amanecer, que iniciaba la imperiosa rutina de un nuevo día. Mi fatiga era una historia incorporada definitivamente a la experiencia imperdonable de la derrota. Anita cumplía su misión con una helada pasión profesional y el resultado fue devastador.
** Los negocios se complicaron y debí viajar a Hamburgo. La compañía insistió en que la encargada de relaciones públicas me acompañara como traductora y secretaria. En los proyectos de la compañía parecía estar incluido el exterminio de un salvaje de las pampas chatas, por obra de una descendiente de Odín.
** Comprendí que Alemania hubiera decidido batirse contra una importante parte del mundo. En el espíritu indomable de Anita adiviné la eficiencia y la voluntad de un gran pueblo, finalmente derrotado por la proletaria mediocridad de la producción masiva y el primitivo salvajismo ruso.
Desde Hamburgo traté de comunicarme con Alicia en Roma. Era lunes, habían transcurrido cinco días desde su partida y en el Hotel Excelsior el recepcionista me dijo que no se hospedaba nadie con ese nombre. Me pidieron un segundo apellido y sus datos de soltera. Yo sabía que era contrario al orden y la costumbre que hubiera dado sus apellidos de soltera. El resultado fue previsiblemente negativo. Alicia no estaba donde debía estar. Había desaparecido. Curioso y sorprendente.
** Las reuniones de negocios ocupaban menos del diez por ciento del tiempo útil. El resto del día y durante la noche Anita se alzaba como una diosa terrible y demoníaca al pie de la cama, contemplaba con serenidad y objetivos alarmantes el campo de batalla, en el cual un sudamericano extraviado sucumbiría sin remedio.
** Propuse aprovechar el tiempo libre para recorrer la ciudad y sus alrededores. Pedí al conserje del Hotel Atlantic un mapa de la región y organicé una rutina turístico-cultural, con el objeto de poner distancia entre la intimidad del hotel y mi persona, sometida invariablemente a vejámenes indescriptibles cuyos detalles omito por mero prejuicio conservador.
** La falta de información sobre Alicia ensombreció aun más mi caótica situación personal. Llegué a pensar que una extraña confabulación había cambiado el rumbo de mi viaje, porque si bien participé de la maniobra destinada a pasar algunos días con Anita, jamás imaginé que sería precipitado a una maratón erótica, que terminó sustituyendo el sencillo objetivo comercial, que me había llevado a Europa.
** No supe cómo cambiar el curso de los acontecimientos. Carezco de la personalidad suficiente como para imponerme al acoso de una mujer como Anita, seguramente como consecuencia de una formación indulgente con las inclinaciones primarias de la gente en general, y de las mías en particular. Esta conducta, derivada de mi incapacidad para rechazar las hipótesis del placer, generó vendavales incontrolables en mi vida privada, y me aproximó finalmente a un epílogo dramático.
** La cosa llegó a su clímax en Travemunde, localidad de veraneo sobre el Mar del Norte. Anita me desvistió en una playa solitaria, azotada por vientos helados. No tuve ninguna posibilidad de pedir auxilio, terminé con pulmonía en un hospital bellísimo y aséptico, y con enormes marcas moradas el pecho, el estómago y el cuello, que recordaban las fotografías del domador del Circo de Moscú, destrozado por sus leones. No parecían consecuencia del frenesí amoroso de una muchacha con rostro de ángel.
** Insistí en mis llamados a Roma. Esta vez al consulado y a un amigo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Italia. Prometieron hacer una investigación para localizar a mi mujer. Alicia era mi verdadero gran amor. Quizá un poco fría y circunspecta, con una ternura medida, casi tímida, incapaz de desbordes ni violencias. Instalado dolorosamente en la cama del hospital viví una regresión culpable. La pulmonía y las grotescas condecoraciones, ganadas sin gloria ni esfuerzo, constituían la expresión tumefacta de una sanción justa, por el desvarío desleal con el cual había atropellado los finos sentimientos de mi mujer.
** Durante los días en que permanecí internado, Anita montó guardia junto a la puerta de la habitación. En el pasillo. Aprecié su solidaridad cómplice, pero le rogué al médico que no la dejara entrar. Inmovilizado por los tubos de oxígeno estaba indefenso y desconfiaba de su prudencia. Llamaron del consulado en Roma. Habían localizado a mi mujer. Una información ambigua. No mencionaron ningún hotel a pesar de mi insistencia, estaba bien y no debía preocuparme. Pobre Alicia, no quería preocuparla a ella, mi pulmonía podía provocarle una crisis de consecuencias imprevisibles. Jamás volvería a actuar locamente.
** Una semana más tarde fui dado de alta. Anita me condujo en silencio hasta Hamburgo. Llegamos al hotel y me acompañó hasta la habitación. No entró. Sentí un alivio injusto. Una especie de condena cobarde.
** Al día siguiente llegué a Roma. Tomé un taxi hasta el consulado. El cónsul fue amable y extrañamente circunspecto, dijo que Alicia estaba instalada en una casa de la calle Andrea Dona. Tomé un taxi y le di la dirección.
** -Bello posto -comentó el chofer.
** No sabía lo que diría a mi mujer. No había previsto ninguna historia extraordinaria, para justificar los moretones, todavía de un color azulado tendiendo a rosa pálido. Soy un canalla, pensé, tal vez debía decirle la verdad. Pero la verdad generalmente implica una locura de lamentables consecuencias. Alicia me amaba. Me propuse dedicar los próximos meses a la reconstrucción de nuestra relación. Sería una tarea de buenos modales, un poco de ternura y mucho amor.
** El taxi se detuvo ante una puerta enorme de madera labrada.
** -¿Esta es la dirección?
** -Eco, signore.
Toqué un timbre que sobresalía de la boca de un león de bronce, con ojos que me parecieron cargados de humor. Abrió la puerta un empleado, vestido con un mandil a rayas grises y negras.
Pregunté por mi mujer. Me hizo repetir el nombre, mientras me observaba de arriba a abajo con mirada innoble, sutilmente burlona. Me habían dicho que los italianos no tenían respeto por nada. Apenas por el Papa. El mucamo me cerró la puerta en la cara con una sorprendente firmeza, después de decirme que esperara.
** Pagué el taxi que arrancó rápidamente y desapareció. Me sentía intrigado y desconcertado. No conocíamos a nadie en Roma. El mucamo volvió y me indicó que entrara. El jardín y la casa se correspondían con la belleza imponente de la puerta. Alicia estaba sentada en una amplia reposera tapizada a rayas amarillas y blancas que hacía juego con otras, dispersas por el jardín. Estuve por avanzar rápidamente para abrazarla pero una sensación inquietante me detuvo. Un señor de pelo entrecano ocupaba otra reposera cercana y me sonreía con simpatía.
** -Alicia -dije- no entiendo nada.
** -Es fácil de entender. Voy a aclararte todo rápidamente. Me abandonaste por esa puta y vine a Roma. Conocí a Carlo Cavallerosi. Vivo con él.
** Sentí que me precipitaban por la Garganta del Diablo en las Cataratas del Yguazú. Quedé atontado. Imaginé que era una broma. Algo en sus ojos me indicó que no se trataba de una broma. Se miraban con ternura. Yo había quedado al margen de la historia. No podía ser. Me estaba castigando. Lo tenía merecido, pero los castigos tienen un límite. Aparentemente vivía en ese palacio y con ese tipo. La mosquita muerta. Fría y sin pasiones. ¿Tan rápido? ¿Por qué no? ¿Nunca había conocido a Alicia? Pero me amaba y yo también a ella. Era un disparate, una estupidez. Una locura.
** Entonces fue cuando el pequeño perro lanudo se me acercó y me orinó en el zapato. Lo miré con rabia. Al perro y a Alicia.
** -¿Por qué me hiciste esto? -dije.
** Ambos miraron al perro. Nunca llegaron a saber a quién había hecho la pregunta.
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«Las cosas no terminan así»

** «Esta gringa me tiene podrido». La cara morena, se le amorataba de rabia. Después de una larga carrera de Don Juan exitoso la tipa vino a complicarle la vida. El jefe intentó prevenirlo, pero no quiso creerle. Siempre había salido bien de los compromisos. El problema era que esto ni siquiera parecía un compromiso. Era peor, pero no podía definirlo.
** El jefe le dijo: «Eligio, esa rubia le va a dar problemas. Tiene ojos de loca». Eligio se rió, porque los ojos de Eileen, eran azules como los del jefe. Eso fue al principio. Después el jefe no habló más del tema.
** Como siempre, los problemas vienen del silencio. Cuando ya no se puede hablar o cuando uno está dispuesto a hablar y antes de empezar sabe que será inútil. Hablar entonces no es conversar. Tampoco discutir. Apenas una forma de odiarse. Porque la gente no quiere admitir que las cosas terminan. La gente. En realidad, a Eligio no le importaba la gente. Sólo las mujeres.
La gringa vino a complicarle la vida. Al principio fue una condecoración que lució con orgullo. A los cuarenta años recién cumplidos, coronel de aviación, rico y con la confianza del jefe, tenía el mundo en las manos. También era guapo y macho. Así decían las mujeres. Las que se habían acostado con él y las otras, que de alguna manera pensaban hacerlo o fantaseaban con la idea.
** Terminó de afeitarse. Se miró en el espejo del baño y aprobó el resultado. Eileen lo observaba desde la cama. Ajena a las reflexiones de Eligio, adivinaba que todo se moría.
** Era una hermosa mujer. Apenas había superado la barrera de los treinta. ¿Por qué una barrera? Porque a los treinta las mujeres cambian. Como después de los cuarenta. Sobre el mundo y la vida de las mujeres después de los cincuenta Eligio no sabía nada. Nunca había accedido a esa nebulosa impenetrable. Las mujeres a los cincuenta llevan mucha carga de tristeza, dolor, soledad y obligaciones. Eligio pensaba que habían pasado la etapa de considerarse mujeres. Por lo menos, él no las miraba como tales. Las mujeres eran otra cosa. En todo caso, debían ser otra cosa. Objetos para el placer, para el orgullo, para la afirmación de poder. Para el sexo.
** La gringa había sido un triunfo. Se la presentaron en la embajada. Estaba de paso. Sólo una turista. Después decidió quedarse. Llevaban ocho meses juntos. ¿Ocho meses? No, mucho más. Parecía toda una vida. Le había destruido la existencia. Ella no lo criticaba. Opinaba sobre todo y sobre todos. Machistas, decía. ¿Y qué? Le replicaba Eligio, los de tu país deben ser putos. Apelaba a la brutalidad para salir del paso. Para salvarse y no zozobrar, porque se ahogaba. La mujer quería hacerlo pensar y a él no le importaba pensar. Solamente hacer el amor. Como al principio.
** Fue una linda locura. La noche de la fiesta la invitó a volar a la estancia. Una aventura para la gringa sentirse en la negra oscuridad del cielo del Chaco, mientras la pequeña luz verde de la cabina le permitía, apenas, descifrar el perfil de Eligio. Un mestizo hermoso. Un centauro audaz y provocativo que penetró con su mirada, hasta el punto más vergonzoso e inconfesable de su sensibilidad. La desvistió lentamente, con los ojos negros y terribles, entre más de doscientas personas, el ruido, los olores y el calor. Eileen descubrió que el calor excitaba los sentidos en lugar de embotarlos. No podía ser de otra manera, porque el resultado fue ese vuelo a mil metros de altura en una frágil avioneta, tomada de la mano del hombre que acababa de conocer. Una locura. Suavemente le acarició la mano. Se multiplicaban los minutos y el deseo.
** Si hubiera podido, le hubiera hecho el amor en la cabina de la avioneta, mientras volaban rodeados de una oscuridad impenetrable. No hablaron. El ruido monótono del motor parecía el ronroneo indefinido de un gato, con expectativas inescrutables. Eileen inventó la sorprendente figura, porque desde niña le gustaba identificarse con los gatos. El ronroneo tenía una cualidad erótica.
** Eligio no hablaba. Concentraba la vista en misteriosas imágenes invisibles, cuya aparición debía ser consecuencia del cumplimiento de las órdenes que había impartido por radio.
** Algunas luces, como perlas incandescentes, brillaron sobre el horizonte. Una sonrisa distendió la cara de Eligio. Llegamos, dijo. Se volvió apenas y la miró. Todavía no podía creer que la gringa le hubiera hecho caso. Le propuso el viaje a la estancia como si le propusiera un viaje a la luna. Una fantasía de fin de fiesta. Pero la gringa aceptó y por primera vez Eligio pensó que se había enredado con una mujer diferente.
** Tres semanas más tarde descubrió, sorprendido, que esa mujer podía lograr cualquier cosa. No porque fuera una gran amante, aunque lo era. Tampoco porque fuera inteligente. Sabía enfrentarse a esa condición. Su extraña energía provenía de una cualidad indefinible, difícil de expresar y casi insoportable.
** Un sometimiento primitivo, antiguo y poderoso, le recorría la mente, la columna vertebral y le producía una inquietante laxitud en los brazos y las piernas. Como si fuera un niño, manejado con cariño y a la vez con firmeza por una mujer desconcertantemente irreal. Madre, niñera, gobernanta, amante, hija.
** «Gringa de mierda -dijo Eligio- me quiere dominar».
Cuando llegó a esa conclusión Eileen ya lo dominaba. Las primeras semanas fueron de pasión. Eligio la llevaba a la cama y Eileen fingía escapar. Eligio la perseguía, supuestamente enloquecido por el deseo. La diversión, excitante, implicaba un rito erótico terrible y deseable, por innecesario. El juego terminaba con una posesión violenta, angustiosa, desesperante, en cualquier habitación de la casa, en la cocina o en el sótano.
** Eileen imponía las condiciones. Eligio las aceptaba desconcertado y las vivía con una extraña inquietud. Se sentía incapaz de rechazar el juego.
** Advirtió que no podía manejar la relación. La gringa gritaba, lloraba, gozaba y gemía. Ni siquiera se divertía. Eileen se quedó en la estancia. Eligio viajaba a la capital por su trabajo y porque quería alejarse de la mujer. Viajaba solo, conduciendo su avioneta o con Maciel, el piloto.
En Asunción, la vida adquiría una sensación de sólida realidad. Se reunía con sus antiguas amantes, comía con ellas, se divertía, hacía el amor y fingía que la gringa no existía. Pensaba que todo había sido una fantasía y que nadie lo esperaba en la estancia. Pero no era una fantasía y la impaciencia por volver le resultaba insoportable.
** Eileen trazó un límite imaginario a su alrededor y definió su mundo privado. En el centro, como motivo, condición, principio y fin de todas las cosas, instaló a Eligio. Él no lo sabía.
** Si hubiera escuchado una descripción de ese Eligio que Eileen había ubicado en el centro de su mundo, no lo hubiera reconocido. Eileen estableció un abismo imaginario, pero vívidamente real, entre el pasado y el futuro. El desorden inevitable ocurrió por ignorar que Eligio concebía solamente el presente. No el pasado, y mucho menos el futuro.
** Imaginar el futuro le resultaba una carga intolerable. Como vivir la misma vida dos veces.
** De manera que Eileen, sin razón ni justificativo, comenzó a vivir hacia el centro de su mundo. Por su parte Eligio luchó por preservar una vida libre en la periferia, lo cual le permitía fantasear con la hipótesis de la fuga.
** No se decidía a llevarla a Asunción y decirle que todo había terminado. Era imposible. ¿Por qué imposible? Se hacía esta pregunta cuando viajaba a la ciudad. Tenía la respuesta cuando volvía a la estancia y era envuelto por su piel blanca, casi traslúcida, y los ojos azules, que parecían penetrar asombrados las historias baratas de la semana, con sus buenas, saludables e intrascendentes antiguas amantes. Se sentía humillado y vejado, en su amenazada independencia de macho montaraz.
** Eileen nunca preguntó qué hacía en la ciudad. Tal vez no le interesaba, lo cual agregaba una cualidad despectiva al desinterés por las actividades de su amante, cuando no estaba a su lado.
** La relación entre la gringa y el mestizo se convirtió en interdependencia neurótica. Eligio era feliz con ella, pero no la soportaba.
** Eileen llegó a convencerse de que nunca se iría de la estancia. Eligio satisfacía las fantasías que había perseguido inútilmente en sus aventuras sentimentales. Era su hombre. La expresión contenía una poderosa carga posesiva, más allá de la anécdota erótica.
** No importaba la realidad del amado, sin duda diferente a la imagen elaborada por la fantasía. Cuando Eligio se iba, para asumir sus responsabilidades en la ciudad, no se sentía abandonada. El hombre continuaba a su lado. Un fantasma vivo, poderoso e inmaterial, que existía solamente para su satisfacción.
** El tiempo también transcurrió para Eileen. Sólo que las expectativas, las frustraciones y el deseo, se orientaron en sentido inverso al de su amante.
** Se propuso demostrarle que la vida era una sola. Lo que ocurría ahora y ocurriría en el futuro, formaba parte de la historia escrita en el misterio de un tiempo remoto, sin que ellos hubieran tenido participación consciente, ni voluntad alerta para cambiar las decisiones.
** Una noche los peones escucharon rumores en el desierto y el capataz dijo que los subversivos estaban cerca. Eligio ordenó que los hombres se armaran y transmitió por radio la información al Comando en Jefe. Se paseaba por la galería escrutando inútilmente la oscuridad, buscando algún indicio que delatara la presencia del enemigo.
** La gringa se dedicó a preparar una buena comida. Cuando estuvo lista lo buscó.
** Eligio se sentó en el comedor, irritado por la fría indiferencia de la mujer, ante la hipótesis de circunstancias terribles. «Vivís en la luna» dijo, y golpeó el revólver sobre la mesa con gesto dramático. La mujer disimuló una sonrisa. «No va a pasar nada, no llegarán. No está previsto». Eligio se negó a considerar qué era lo que podía estar o no previsto y por quién.
** La noche transcurrió en un silencio tenso, apenas alterado por el lejano ladrido de perros salvajes. Al amanecer llegó un jeep del ejército con un teniente y dos soldados. La marcha de los subversivos había sido detenida a cincuenta kilómetros de la estancia. El teniente dijo: «Eran pocos y se desbandaron. Los buscan, pero seguramente ya cruzaron el río».
** La gringa miraba el horizonte. Eligio se sintió vencido. En el atardecer de ese día, resolvió terminar su relación con la mujer.
** «Esto no puede continuar» -dijo desde la cama, mientras ella se desvestía. Eileen lo miró. Vaciló un momento, terminó de desvestirse y se acostó a su lado. Eligio se volvió hacia el otro lado evitando su contacto. «Las cosas no terminan así» -dijo la mujer.
** Al día siguiente Eligio le dijo que preparara sus cosas, porque volvían a la ciudad. Impartió algunas instrucciones a su capataz y llamó a Maciel. «Vamos a Asunción».
** Eileen no hizo ningún comentario. No protestó, ni trató de cambiar la decisión. Sabía que el destino se preocupaba por definir los hechos profundos o intrascendentes de la vida.
** La avioneta carreteó pesadamente en la pista de pasto y se elevó sobre el desierto bajo un sol de fuego. Eligio conducía, Maciel a su lado, se revolvió inquieto en el asiento, acosado por una premonición, desde que se dio cuenta de lo que ocurría. Eileen acumulaba un pesado silencio, en el asiento posterior.
** -«Me voy a librar de vos, gringa. Yo soy hombre para vivir solo». -La voz se mezclaba con vibraciones mecánicas y alboroto de bielas. El viento silbaba por las ventanillas de la avioneta.
** Eileen dijo, suavemente: «Las cosas no terminan así. El destino. ¿Sabés, Eligio?»
** Entonces fue cuando el hombre sintió el frío cañón del revólver en la nuca. Recordó el 38, olvidado sobre la mesa del comedor. El disparo le rompió el cuello y la cabeza cayó hacia adelante. El cuerpo de Eligio se aplastó sobre los controles y el avión entró en picada.
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Enlace a la versión digital del libro Siete cuentos indecentes en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

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