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jueves, 22 de julio de 2010

MARIO HALLEY MORA - CITA EN EL SAN ROQUE (Prólogo: MARIO VARGAS LLOSA )/ Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CENVANTES

CITA EN EL SAN ROQUE
Autor:
MARIO HALLEY MORA
© Herederos de Mario Halley Mora,
Editorial El Lector,
Colección Homenaje Nº 4
Director editorial: Pablo León Burián
Diseño de tapa: Marcos Condoretty
Asunción-Paraguay 2005
Edición digital:
BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CENVANTES
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Escribir, para mí, es perdurar en el tiempo, en la memoria de mi gente. Es aliarse al infinito para trascender por medio de las palabras, de las ideas, de la creación pura.
Les aseguro que escribir es una aventura inigualable. Es como sumergirse en miles de retratos para insuflar de vida al papel, para volar hasta lugares y tiempos insondables hasta que la imaginación se canse.
Mediante mis obras, tuve en mis manos existencias, pasiones, caracteres, sensaciones, alucinaciones. Viví con y en mis personajes. Algunas veces yo los moldeaba. Otras, fueron ellos los que me impusieron sus propios temperamentos, los que me utilizaron como instrumento de sus caprichos y deseos. Sus particulares pensamientos. Pero cómo me enriqueció esa experiencia, esa convivencia.
Hoy, aprovechando el silencio, suelo conversar con aquellas criaturas mías, a las que puedo encontrar en cualquier rincón de esta Asunción que en muchas de mis obras me brindó su complicidad de ciudad sugerente, incitante y fascinante. MARIO HALLEY MORA.
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VOCABULARIO
AGUAÍ :
Guaraní. Fruto nativo del Paraguay. Figurado: Victima de un asesinato.
KUÑA MACHO : Guaraní-Español. Mujer masculinizada, viril, luchadora.
OPAREÍ : Se diluye, se esfuma, se agota por sí solo. Se aplica a conflictos que no terminan.
POMBERO : Guaraní. Folklore. Duende maligno de la noche.
PLATA YVYGÜY : Guaraní-Español. Tesoro escondido de los invasores de la Guerra de 1865-1870.
PYRAGÜÉ : Guaraní. Literalmente: pies peludos cuyos pasos no se perciben. Delator, informante de la policía.
LECAYÁ : Guaraní. Persona mayor en general. Patrón, el que manda o administra.
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LA LECCIÓN DE UN MAESTRO
A MANERA DE PRÓLOGO

De un artículo de MARIO VARGAS LLOSA,
en el diario ABC, del domingo 7 de noviembre de 1999,
Sección Piedra de Toque y bajo el título de
«La Mentira de las Verdades».
Fragmento cuya transcripción
es ocurrencia exclusiva del autor.

...la historia cuenta (o debería contar) verdades, y la ficción siempre es una mentira (solo puede ser eso), aunque a veces, algunos ficcionistas -novelistas, cuentistas, dramaturgos- hagan esfuerzos desesperados por convencer a sus lectores de que aquello que inventa es verdad («la vida misma»). La palabra «mentira» tiene una carga negativa tan grande que muchos escritores se resisten a admitirla y a aceptar que ella define su trabajo. Sin embargo, no hay manera más justa y cabal de explicar la ficción que diciendo de ella que no es lo que finge ser la vida, sino un simulacro, un espejismo, una suplantación, una impostura, que, eso sí, logra embaucarnos y nos hace creer aquello que no es, acaba por iluminarnos extraordinariamente la vida verdadera. En la ficción, la mentira deja de serlo, porque es explícita y desembozada, se muestra como tal desde la primera hasta la última línea. Ésa es su verdad: el ser mentira. Una mentira de índole particular, desde luego, necesaria para todos aquellos seres a los que la vida tal como es y como la viven no les basta, porque su fantasía y sus deseos le piden más o algo distinto, y, como no pueden obtenerlo de veras, lo obtienen de mentiras, gracias a ese delicado y astuto subterfugio: la ficción. Es decir, la vida que no es, la vida que no fue, la vida que, por no serlo y por no quererla, la inventamos, la vivimos y gozamos en ese sueño lúcido en que nos sume el hechizo de la buena lectura.
Las técnicas en que se construye una ficción están, todas, encaminadas a realizar esa operación que es un motivo recurrente de los cuentos de Borges: contrabandear lo inventado por la imaginación en la realidad objetiva, trastrocar la mentira en verdad. Y los recursos primordiales de toda ficción, para que ésta simule vivir por cuenta propia y nos persuada de su «verdad», son el narrador y el tiempo, dos invenciones o creaciones que constituyen algo así como el alma de toda ficción. El narrador es siempre un personaje inventado, sea un narrador omnisciente que emula a Dios y está en todas partes y lo sabe todo, o sea un narrador implicado en la acción, y, por lo tanto, un personaje limitado por su experiencia en la hora de dar testimonio. En todo caso, del narrador -de sus movimientos en el espacio, el tiempo y los planos de la realidad- depende todo en una ficción: la coherencia o incoherencia del relato, su autonomía o dependencia del mundo real, y, sobre todo, la impresión de libertad y autenticidad que transmiten los personajes o su incapacidad para engañarnos como tales y aparecer como meros muñecos sin libre albedrío, a los que mueven los hilos de un titiritero y hace hablar un mismo ventrílocuo.
El narrador no es separable de la ficción, es su esencia, la mentira central de ese vasto repertorio de mentiras, el principal personaje de todas las historias creadas por la fantasía humana, aunque en muchas de ellas, se oculte y, como un espía o un ladrón, actúe sin dar la cara, desde la sombra. Inventar un narrador es inevitablemente, mentir, aunque en su boca se ponga verdades, porque las verdades históricas -los hechos fehacientes y concretos- se viven, no se cuentan, no tienen narradores, existen independientes de las versiones que sobre ellos puedan rivalizar, en tanto que los hechos de las ficciones solo existen en función y de la manera que determina quien los cuenta. Por eso el narrador es el eje, la columna vertebral, el alfa y el omega de toda ficción. Inventar un narrador -una mentira- para contar las verdades biográficas como lo ha hecho Edmond Morris en su biografía, es contaminar todos esos datos tan laboriosamente recolectados en sus catorce años de esfuerzos, de irrealidad y fantasía, y hacer gravitar sobre ellos, la sospecha (infamante, tratándose de un libro de historia) de la adulteración. Inventar un narrador es, por otra parte, desnaturalizar sutilmente la razón de ser de una biografía que se supone debe estar centrada sobre la vida y milagros del biografiado. Porque el narrador -los narradores- pasan a ser los personajes centrales de la historia, como ocurre siempre en las ficciones: esa egolatría está prohibida a los historiadores esclavos de las verdades de lo sucedido. Es privilegio de los propagadores de mentiras, narradores de irrealidades que, a veces, parecen muy realistas.
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CITA EN EL SAN ROQUE
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1. Cualquier parecido de los hechos y personajes de esta novela con hechos y personajes reales, es solo eso, parecido.
2. ¿Por qué el doble discurso ha ser privilegio exclusivo de los políticos?
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CITA EN EL SAN ROQUE
CON LA PALOMA AZUL
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UNO
* Los diarios y los comunicadores de la radio lo llamaban barrio marginal. Marginal, qué palabra doliente, pensaba Manuel. Viene de margen, de lo que está al costado, afuera, empujado de la geografía de la realidad. Su barrio era marginal, él vivía en el barrio marginal y entonces él, Manuel, era un hombre marginal. Pero no había edificado la casa marginal, cartón, plástico, chapas de zinc herrumbradas por gusto de vivir en el barrio marginal, sino porque ese pedazo de terreno era el único que quedó libre cuando la multitud ansiosa avanzó como un raudal humano para ir aposentándose poco a poco, como el agua se aposenta en tierra seca, donde cada uno podía y donde cada uno cabía, delimitando su solar con cuatro estacas y levantando allí la casita que no era casita, sino refugio, casi un campamento instalado en la ruta de la necesidad, simple, provisoria, desarmable y portable, listo a ser desmantelado cuando el río crecía o cuando la autoridad ordenaba. Por eso no podía llamarse casa. La casa es el lugar donde uno se instala, y se vuelve hogar, y hasta se puede poner una maceta frente a la puerta, con algo que florezca. Que florezca, porque las flores frente a la puerta dan una sensación de pertenencia, y de permanencia. Él llegó retrasado. En realidad, llegó después que la carrera terminara, de la que no participó porque solo miraba con curiosidad y vio al final de la estampida el trozo que quedó libre. Por eso su pedazo de terreno no era un pedazo de terreno, sino más bien era un resto de pedazo de terreno, un colgajo de terreno que nadie quiso porque quedaba encerrado entre el murallón y la zanja, una situación nada cómoda, porque el muro no permitía el paso del sol, aunque bien mirado tampoco permitía el paso de la lluvia, y la zanja no le permitía el paso a él para salir al sendero, que tampoco era sendero sino el canal por donde fluía al río un hilo verdoso de agua espesa, cloacal y maloliente, pero servía de sendero, y dificultad (de salir al sendero) que superó colocando aquel tablón inclinado, tan inclinado que resultaba un marginal que salía de su casa marginal, patinando sobre una tabla lisa, una manera de salir al sendero que se hizo costumbre y hasta juego, porque aprendió a deslizarse con cierta elegancia y más de un chiquillo aplaudía su airoso porte cuando resbalaba sobre el tablón, con los brazos abiertos, como un alambrista de circo. Claro que la subida era menos garbosa, porque subir un plano inclinado era más difícil que bajarlo.
* De la casa, o del refugio, no podía sentirse orgulloso ni avergonzado. Porque era algo provisorio como provisoria su suerte de haber venido a pasar allí, entre la zanja y el muro. No podía hablar de paredes y techo como debe tener una casa, sino de un agujero, de cueva, como para el lobo que se refugia de la tormenta de nieve, como había leído en una novela de Jack London. Claro que allí dentro había instalado un ropero que le costó una enormidad y el esfuerzo solidario de los vecinos subirlo por el tablón, y una mesita de hierro, y un brasero a carbón y un catre de lona, la lámpara de kerosene y la máquina de escribir que había rescatado del hundimiento de la escribanía, pero esas cosas no hacían una casa sino eran apenas bártulos de viajero, de hombre de paso, como el lobo solitario de la novela cuyo instinto apuntaba su hocico siempre al norte, porque en el norte siempre hay algo que se debe alcanzarse. Tampoco hacía casa de la cueva el estante de libros rescatados de la ruina de su casa, que armó cruzando una tabla sobre dos ladrillos, ni el espejo en la puerta del ropero, que no era un sesgo de vanidad que justificara llamar casa a un refugio, sino porque el espejo ya estaba ahí, formando parte del ropero cuando lo consiguió en un depósito abandonado. De modo que el espejo no era un lujo sino simplemente un espejo, a veces molesto, porque muchas veces, cuando se miraba en él, no le gustaba lo que veía. Un hombre de treinta años que, lo reconocía, debía estar en otra parte, pero que estaba allí, en el refugio, no porque había venido sino porque lo habían traído. Ortega y Gasset ya había escrito sobre las circunstancias que hacen al hombre, pero se quedó corto y se olvidó de las circunstancias que empujan al hombre. Y fueron las circunstancias las que lo trajeron al refugio. Pero de paso, nada más que de paso, porque analizando bien las cosas, si bien vivía en un andrajoso vecindario marginal, no era un hombre marginal, no entraba en el modelo de hombre marginal. No era analfabeto, el alcohol le daba náuseas, no fumaba marihuana ni olía cola de zapatero ni aspiraba ni se inyectaba polvos mortíferos. No había venido de ningún valle campesino de tierras muertas y arroyos cegados por la deforestación y la erosión. La razón de que a los treinta años se encontrara viviendo en el refugio, era un misterio para él mismo, algo que no debiera suceder, pero sucedió. Su empleo como dactilógrafo «protocolista» en una escribanía desapareció cuando al escribano le quitaron el registro a causa de aquella escritura donde se vendía por tercera vez la propiedad embargada. Bueno, ese fue el argumento para casarle el registro, pero él supo que la verdadera razón era que el escribano se entusiasmó con el candidato equivocado, el que ganó en las urnas y perdió en los tribunales, y las ondas de choque arrasaron con el escribano, con la escribanía y con su empleo. Lo malo es que casi al mismo tiempo perdió también a su madre, que podía estar viva y cobrando los intereses de su dinero si la Financiera no le robara el dinero, los intereses y las ganas de vivir. Así que se apagó por esa mezcla de pena, resignación y furia que son una mezcla demasiado tóxica para los ancianos, dejándole solo en este mundo, sin empleo, sin madre, sin casa (siempre vivieron en alquiler) y sin herencia. Dios sabe que había buscado empleo, y le pedían currículum, y él ponía bachiller contable, dactilógrafo veloz, 75 palabras por minuto, soltero. Le decían que «le llamaremos» pero nunca le llamaron. Tal vez porque no ponía Inglés y Computación, que parecían ser los pasaportes al bienestar del trabajo. Como tampoco podía blasonar que había leído mucho y de todo y tenía cierta cultura algo desordenada y poco metódica, cosa irrelevante, porque la exigencia no era cultura, sino especialidad.
* Recurrió a algunos amigos, pero descubrió que cuando el hombre está de luto, desempleado o enfermo, los amigos desaparecen. Se mudó a una pensión e intentó trabajar por su cuenta: «Se hacen copias a máquina.» «Se enseña a niños atrasados.» «Se gestiona cobros a morosos.» Nada resultó. Las copias se hacían con computadoras, a los niños atrasados ya no les enseñaban las viejas y sabias maestras jubiladas, ahora los llevaban a los sicólogos como si la taradez infantil fuera de la siquis y no de la mente y de los cobros a morosos se encargaban los abogados. No pudo pagar más la pensión y se mudó a la parroquia, donde el cura le puso un catre en la sacristía, pero tuvo que irse de allí cuando cambiaron al cura por otro más joven y menos caritativo, y quien le dijo que la sacristía era para el sacristán y él no lo era, además él traía su propio sacristán. Y fue así que vino a parar en el caserío marginal, dejando atrás la vida sedentaria del buen pequeño burgués, con empleo, casa alquilada, mamá, comida y cama, y con la vida sedentaria pero conformista, a Claudia, su novia, cuyo amor se fue desvaneciendo en proporción directa a la caída social y financiera del amado, hasta que en un rapto de sinceridad le manifestó que una chica debe tener expectativas, y que él, como expectativa era mas volátil que un espejismo en el desierto. Fue de ese modo que el pequeño burgués conformista cayó un escalón y se convirtió en desolado proletario sin trabajo.
* «Cuando el pobre no tiene trabajo, debe recurrir a la imaginación e inventarse un trabajo» le había dicho una vez el cura, el que le acogió en la sacristía, no el que lo echó de allí. Recordando el consejo, maquinó muchos proyectos minúsculos, de supervivencia. Hacerse panchero, vendedor de loterías, afilador de cuchillos con un artilugio hecho de ruedas de bicicleta y piedra esmeril, pero no tenía capital y tenía vergüenza, porque caer tan bajo es una cosa y exhibir la caída otra que duele más. Por eso amaba su refugio, que no era refugio, sino escondite.
* Hacerse ladrón, descuidista o asaltante eran otras alternativas, pero se reconocía demasiado cobarde para la empresa. Un vecino de cara patibularia le ofreció el trabajo de vender marihuana y cocaína y le dijo que la cosa era tan sencilla como merodear por los alrededores de los colegios, las discotecas y los pubs y que los clientes caían solos, pero rechazó la oferta, no porque estaba contra la Ley sino porque ponía la Ley contra él. Reflexionando sobre la cuestión, concluyó con cierta honestidad intelectual, que no rechazaba esas formas de vida marginal por virtuoso. Los rechazaba por miedo. Le tenía un terror visceral, profundo, a la cárcel, que concebía como un infierno pavoroso donde algún patán asesino lo haría marica a la fuerza y lo tomaría por mujer. Así que de la misma manera que no podía financiarse un trabajo honesto, tampoco tenía el coraje para ninguna acción deshonesta. La impotencia completa. Pudo salirse de ella cuando una vecina que vivía en el caserío y era prostituta en los alrededores de la plaza Uruguaya, le ofreció ayuda a cambio de ayuda. Ella le daría dinero de sus ganancias y él tendría que funcionar como «su respeto». No comprendió mucho del asunto y menos en qué consistía el respeto objeto del intercambio, hasta que entendió que el respeto que busca una mujer sola es la compañía de un hombre, el privilegio de tener una pareja protectora, fuerte. Puta para muchos hombres, pero mujer de uno solo. La oferta le pareció muy complicada, y por añadidura no alcanzaba a entender para qué diablos una prostituta que ya lo había perdido todo necesitaba respeto. Además, Rosa, que así se llamaba la chica, era gorda y fláccida y bien podía ser una bolsa de Sida. Ella, enojada, había insistido en su oferta, ofendida por el rechazo, proclamando que muchos hombres querrían ser su respeto, pero ella lo había elegido a él, porque era un churro deseado por las colegas del oficio.
* Churro, en el argot orillero significa atractivo. Mirándose en el espejo, se inclinaba a darle la razón. Entre todo lo perdido, le habían quedado el cabello negro y ondulado y todos los dientes. En lejanos momentos felices, Claudia, su novia, le había dicho que tenía los ojos húmedos y tiernos de un galán árabe. Su cuerpo no estaba mal, delgado y esbelto y su madre le solía decir que era el vivo retrato de su abuelo, gallardo capitán en la Guerra del Chaco. Que fuera deseado por las putas, como dijera Rosa, fue para él una novedad y al mismo tiempo una revelación. También podía ser deseado por mujeres menos arrastradas, por chicas estudiantes alocadas en plena efervescencia carnal de la revolución sexual, por solteronas solitarias y hasta por casadas insatisfechas, las que le llevarían ser «gigoló». Pero había dos problemas, el primero, que las herramientas de trabajo eran vestimentas decentes, elegantes y a la moda para concurrir a los centros nocturnos y el segundo que era incurablemente tímido con las mujeres. Proveerse de ropa adecuada era un imposible. Vencer la timidez y adquirir la desenvoltura de Robert Redfort en Propuesta Indecente una hazaña más allá de sus posibilidades.
* La prudente distancia que ponía entre él y las mujeres quizás se debiera a la celosa custodia que hasta su muerte ejerció sobre él su difunta madre, que no cesaba de proclamar la santidad del hogar y el hogar, su hogar, como una isla de decencia en el mar de la perdición que se agitaba en las calles de una Asunción que en su juventud era una ciudad inocente y ahora era más pecadora y perversa que Sodoma y Gomorra juntas, capaz de llevar a las peores inclinaciones a su amado hijo único. Pero en medio de esa virtud maximalista, la buena señora no dejaba de comprender que un adolescente tiene necesidades y urgencias sexuales y que una inactividad forzosa podía llevar al muchacho a una pasividad vergonzante. Alguna vez, Manuel le escuchó a su madre decirle a una vecina que la adolescencia es el punto crítico en que el muchacho se vuelve hombre o se vuelve puto. De modo que había decidido hacerle hombre, pero dentro de la castidad del hogar. Durante mucho tiempo, Manuel sospechó que la costumbre de su madre de emplear sirvientas jóvenes y sin mucha vocación de castidad, lozanas e insinuantes, tenía la finalidad ulterior de proveerle en casa de los placeres menos prohibidos y peligrosos que los de la calle. Incluso, la excesiva facilidad con que las fámulas incursionaban en sus noches, le llevó a la casi convicción de que había de por medio un acuerdo rentable para las muchachas y placentero para él. Pero -pensaba ahora Manuel- el resultado estaba resultando bastante negativo. Se sentía bien hombre, aplausos para mamá, pero no había aprendido los mecanismos de la conquista sexual. Se había acostumbrado a la mesa servida, por decirlo de alguna manera y si había un sujeto viviente absolutamente inepto para ser «gigoló», era él.
* Descartada la alternativa no le quedaba otro camino que seguir cavilando, y entre tanto, sobrevivir, porque al fin de cuentas no todas las circunstancias son negativas y deshacen, y bien podían acontecer circunstancias positivas que hicieran algo para mejorar su suerte. Si desde hasta la energía eléctrica hasta el planeta -pensaba- siempre tienen polos opuestos, por qué no ha de tenerlos la vida, o la suerte, como se quiera.
* Cavilando, su vista se detuvo en el estante de libros que le recordaban el viejo bienestar hogareño. Casi todos eran novelas, buenas novelas como los consideraba el escribano, que siempre fue un buen lector, y los buenos lectores se caracterizan por regalar buenos libros, no acumularlos en las bibliotecas para que reúnan polvo, según decía el buen señor cuando terminaba de leer algo bueno que le gustaba tanto que con generosidad, le obsequiaba a él el buen libro, que a él gustaba al principio porque le gustaba al patrón y después empezó a apasionarse en la lectura. Aunque «apasionarse» no era la palabra exacta. Leía mucho porque tenía mucho tiempo disponible. Iba poco al cine, o a la cancha de fútbol, porque a su madre no le gustaba quedar sola en la casa, y por lo tanto él disponía de un ocio casero que empleó leyendo y le gustó al final. Fue como aprender a caminar solo. Por añadidura, además de los libros regalados por el escribano, tenía también aquellos que él salvara del desastre de la escribanía, algunos textos de José Ingenieros, Ortega y Gasset, Unamuno, y hasta una colección de Freud y otra de criminalística y sociología. Los había leído todos, sin comprender mucho, pero aprehendiendo lo sustancial, entre el interés de enriquecer sus conocimientos y el aburrimiento de la prosa pesada y académica.
* No acertó al principio, a comprender por qué en sus cavilaciones en la búsqueda de soluciones de emergencia, su atención se había fijado en los libros. Y entre los libros en las novelas. Las novelas cuentan historias. Las historias están en todas partes, y bien podía él recoger una y escribirla. La dificultad estaba en que nunca hizo nada parecido en su vida, porque como dactilógrafo «protocolista» escribía siempre la misma cosa a 75 palabras por minuto, las mismas fórmulas de cosas y personas que negociaban en el marco de la Ley y que no exigían imaginación sino memoria. Una memoria tan profesionalizada que a veces le parecía que se había contagiado a la máquina que parecía crepitar sola. Y si bien él estaba seguro de tener buena memoria, no podía garantizar que tuviera imaginación. Pero bien se podía probar. Las historias novelables volaban en bandadas a su alrededor, en ese submundo de miserias que era el caserío miserable, la máquina de escribir no se había enmohecido y no llevaría mucho esfuerzo el cambio de estar sentado y cavilando a estar sentado y escribiendo.
* Volvió atrás y comenzó de nuevo lo que estaba pareciendo un proyecto. Elevarse de dactilógrafo a escritor. Buscar una historia. ¿Dónde? Obvio, en el mundo, y el mundo empezaba al final del tablón resbaladizo. El caserío marginal era una gran historia que podía contener pequeñas historias, y estaban al alcance de la mano. Todo le pareció más fácil de pronto, hasta que llegó a la cuestión práctica, o mejor dicho, a la pregunta inevitable. ¿Qué compensación material le daría el oficio de escribir historias? Volvió a su método de razonamiento. De la pluma del escritor nacen los libros. Los libros se venden. El escritor cobra. Pero para que el escritor cobre los libros, éstos deben ser buenos y merezcan editarse. Entonces, él debía ser un buen escritor cuyos libros merezcan editarse. ¿Y cómo se consigue eso? Misterio.
* Pero no tanto. Había leído en una revista dominical de no recordaba bien qué diario, quizás de la pluma de Vargas Llosa, nada menos, que el escritor hurga en la realidad para fabricar otra realidad, un mundo fantástico que es de mentira porque es inventado, pero que se aproxima a la realidad porque el invento nace de la observación y de la experiencia. Por tanto, el buen escritor es un gran mentiroso, y si llegaba ser grande, ilustre y publicado era porque su mentira resultaba tan perfecta que se parecía a la realidad, o por lo menos, daba un testimonio veraz de la realidad.
* En tanto y en cuanto a la realidad, pensaba Manuel, allí, en su refugio, estaba saturado de una realidad cruda, asfixiante, que también podía llamarse pobreza, o miseria. No sabía nada de política ni de economía, y sólo de paso, escuchando en la radio llamadas de gente desesperada o leyendo los diarios artículos en los que los comentaristas decían que la «desigualdad social» creaba multitudes harapientas, o así le parecía, sacaba la conclusión de que el «barrio marginal» que él habitaba, era el producto, o acaso el subproducto, del fracaso político y de la injusticia económica, que indudablemente existen, como lo probaba el hecho de que él mismo, Manuel Arza, había resbalado hasta el refugio, sin oportunidad alguna de asirse a nada que detuviera la caída. O quizás no fuera tanto así, y Manuel Arza no fuera sino un incapaz. Pero no, se replicaba él mismo. Un incapaz debe ser un sujeto ignorante y sin preparación. No sabía inglés ni computación, y si bien eso lo hacía casi un analfabeto de estos tiempos, podía desempeñarse en otras actividades menos exigentes si le daban una oportunidad, pero no se la dieron nunca o no supo pedirla. Un incapaz también debería ser un sujeto insensible, y él no lo era. Tenía, por el contrario, un buen corazón, y recordó que en aquella manifestación de estafados bancarios que iban a aullar su indignación frente al Parlamento, estaba la viejecita proletaria de negro, flaca y arrugada, con una cara noble de virgen María anciana, de ojos hundidos, que portaba un cartel que la había puesto en las manos, pidiendo cárcel para los ladrones. Al verla, casi lloró, por la pena que le causaba la anciana, y porque también le recordaba a su madre.
* En ese punto, que estaba pareciendo un punto muerto, su memoria evocó el Bar San Roque, donde acostumbraba cenar, pollo con ñoquis, el plato más barato, cuando tenía dinero. Y allí había una mesa donde se reunían los escritores y escritoras y poetas, que él suponía eran los responsables de dar testimonio de lo que estaba pasando para mal o que no estaba pasando para bien. No eran por cierto seres de otro mundo sino personas tan ordinarias como él, bebían mucho y comían poco, hablaban sin pomposidades académicas y discutían de todo de modo algo ruidoso. Gente tan normal, que si él se atrevía y se sentaba en la mesa, podía pasar por un escritor más. Se sintió satisfecho, porque en tratándose de empezar, ya tenía aspecto de escritor. Lo que quedaba por hacer era descubrir qué hay debajo del aspecto de un escritor, cómo piensa, cómo maquina sus historias, cómo urde la trama y de dónde saca sus personajes. Tenía que ir a averiguarlo al bar San Roque.
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DOS
* La gente salía del rezo de la tarde cuando se encaminaba al bar San Roque. Envidiaba a esa gente tan elegante que concurría a misa. Pero no envidiaba solamente la vestimenta airosa de la grey, sino la expresión de contento que parecían haber recogido allí dentro, en contacto con Dios, la Virgen y la comunión. Su madre no había sido muy estricta en eso de obligarle a concurrir a la misa, y sostenía que el contacto con Dios se podía hacer en cualquier forma, aun en el recogimiento de la casa. Podía ser una creencia sincera o un método para que el hijo único de la madre enferma no anduviera por las calles y cayera en tentaciones. Él había intentado muchas veces comunicarse con Dios, pero parecía que cada vez que lo hacía Dios estaba ocupado en otra cosa y no conseguía comunicación. No tenía fe, pero envidiaba a las personas que la tenían, no sabía bien si por la expresión de paz que traían al salir de la iglesia o por la buena vida que les permitía lucir elegantes para ir a ella. Es fácil tener fe cuando la vida te trata bien, pensaba.
* En el San Roque no había mucha gente a esa hora. Revisó sus bolsillos. El dinero alcanzaba para una empanada con pan y hasta podía darse el lujo de una gaseosa. La concurrencia no era numerosa a esa hora, y la mesa de los escritores estaba vacía, cosa que no le sorprendió, porque solían aparecer más tarde, y porque la verdadera noctambulidad bohemia empieza como a las once de la noche. Sin embargo, podía ya hacerse una idea, o encontrar algunos de los escritores que llegaban en cualquier momento del día, pedían una cerveza, todos fumaban pensativos o escribían notas en las servilletas de papel. No observó a ninguno y ya estaba pensando que su inversión temprana en la empanada y la gaseosa había sido en vano cuando le llamó la atención la llegada de una dama que parecía del gremio, en primer lugar por su falta de maquillaje, sus cabellos desordenados y su vestimenta deliberadamente estrafalaria, con aquel vestido de tejido casero que no vestía sino colgaba de su cuerpo hasta los tobillos, sus zapatillas de tenis, y el inmenso bolsón indio que colgaba de sus hombros con una correa, capaz de contener todos los abalorios de una mudanza permanente. La reconoció porque le había visto en fotografías en los diarios y en vivo en televisión, con motivo del lanzamiento de no recordaba bien si de una novela, un libro de historia o de poemas. Era indudablemente una escritora, y le pareció que después de todo había tenido suerte aunque quedaba el delicado asunto de abordar a la dama, que hubiera sido hermosa si no se hubiera decidido a ser profesionalmente fea.
* Sin que ella lo pidiera, después de que depositara su deforme bolsón en una silla, y como si fuera un rito de todos los días, apenas se sentó ya apareció el mozo con un alta copa de una bebida misteriosa, verde, donde flotaban pedazos de hielo, y una rodaja de limón se equilibraba en el borde del vaso y del vaso se alzaba un tubito de plástico. Chupó un sorbo, hurgó en las profundidades de la bolsa y sacó un grueso cuaderno con hojas manuscritas que empezó a revisar, encontró algo que debía corregir y buscó obviamente una lapicera, revolviendo el amasijo de cosas que contenía el bolsón. Notó Manuel que no la encontraba y recordó que allí mismo, en el San Roque, un escritor había dicho que lo que menos usan los trabajadores de la pluma es un vulgar bolígrafo. De manera que si la dama era escritora, no tenía pluma, y él sí lo tenía y ese hecho tendía un tenue puente para el contacto. Decidió cruzarlo porque él tenía una Parker, residuo de tiempos mejores. Se levantó, se acercó a la dama y se la ofreció con su mejor sonrisa. Ella agradeció con una mueca amable, pero demasiado pronto se desvaneció cuando su mirada se trasladó de la Parker a su facha, que ya había rendido tributo a la indigencia. Vestía todavía un traje, pero era consciente de que si bien un traje hace respetable a los hombres, un traje viejo y manchado, por más que sea traje, es un irrebatible índice de decadencia y caída. Sintió la acostumbrada vergüenza que le había acompañado desde que perdió el empleo, su mamá y su casa. Volvió a su mesa cautamente mientras la dama usaba su lapicera, pensando que en algún momento ella se levantaría, le devolvería la pluma, y si andaban bien las cosas, podía iniciarse una conversación. Así sucedió en efecto, porque al cabo de casi media hora, ella terminó con su bebida y sus correcciones. Metió el cuaderno en el bolsón, pagó la consumición y se acercó a su mesa con la lapicera en la mano. Miró con aire crítico el pequeño plato donde aún quedaba unas migas de pan y alguna carne picada desprendida de la empanada... y no le devolvía la lapicera. Sus enormes ojos pardos debajo de las cejas espesas sin depilar parecían taladros luminosos que le examinaban por dentro.
* -Usted no es lo que parece -dijo la mujer sin mucha ceremonia.
* -Nadie es lo que parece -respondió Manuel.
* -Buena observación, joven. Gracias por la lapicera -y le pasó la Parker.
* -Puede quedarse con ella, señorita. No me sirve de mucho.
* -Usted no parece en condiciones de regalar nada. Si me regala la lapicera, busca algo a cambio. ¿Ya pagó su cena? -Conservaba la lapicera en la mano
* -No, pero puedo pagarla. Gracias.
* Aun tenía la lapicera en la mano. Sus ojos como faros inmisericordes tenían ahora un brillo divertido.
* -¿Qué quiere de mí? No. No me responda. Digamos que yo quiera algo de usted. Veo en usted a alguien que fue y que ya no es. ¿La bebida? ¿La droga? ¿El juego?
* -No, simplemente que no sé inglés y computación.
* -Es una manera de decir que es un desocupado.
* -Usted es escritora. La conozco.
* -Y estoy en funciones. Me interesan los personajes contradictorios. ¿Puedo sentarme?
* -Por favor. ¿Yo soy un personaje contradictorio?
* -Por el momento solo un personaje. Es educado y se viste mal. Podía ser un empleado bancario pero luce como un mendigo. Hasta podía ser un caballero pero cena basura.
* -Es usted buena observadora, señorita, pero pasemos por alto lo que soy y hablemos de lo que quiero ser.
* -¿Y qué quiere ser?
* -Escritor, como usted.
* -Empieza mal regalando su lapicera.
* -Tengo una máquina de escribir 75 palabras por minuto.
* -Eso no le hace escritor. Generalmente es al revés. A veces se piensa 75 minutos para encontrar una palabra. A propósito, me llamo Elena.
* -Y yo Manuel. ¿Es difícil ser escritor?
* -Depende. Primero debe encontrar algo digno de contarse. Después ponerse a escribir. Supongo que el escritor es como un testigo algo irreverente que está dando testimonio. Cuenta lo que está en su cabeza, crea los personajes y los hechos, y cuando nos los crea, recuerda, los sigue, los observa, relata, se compadece, se burla. A veces es cínico, otras poético. Yo suelo soñar que soy una paloma azul volando sobre la gente, mirando todo, anotando todo en mi memoria de pájaro.
* Manuel la observó, asombrado de que la definición de la chica coincidiera con sus reflexiones. Un poco mayor que él, o de su misma edad, pero si se maquillara, parecería mucho menor que él. Cara bonita, nariz griega. Cuando sonreía asomaban dientes pequeños y brillantes. No podía saber qué clase de cuerpo ocultaba la túnica. En los dedos no tenía anillos pero no podía colegir que no fuera casada porque de la misma manera que como escritora no tenía pluma como esposa no llevaría anillo, por olvido o por feminismo militante, como esas casadas modernas que no usan el apellido del marido. Ella ya se había sentado y dejado el bolsón sobre una silla. Hizo una seña al mozo con un código secreto que sólo conocían los dos y éste apareció poco después con dos vasos de la misma bebida verde. La invitación implicaba la permanencia del contacto. Probó la bebida, fresca, algo de menta, o de anís, o de coco tenuemente alcohólico. No alcanzaría a darle náuseas. Curiosa, la escritora que se consideraba una paloma azul. Raro simbolismo, porque la paloma tiene muchos significados. A veces es la paz y otras la libertad. La paloma azul debía significar para ella la libertad, la libertad de observar, recordar, experimentar y crear volando en los vientos de la imaginación. «Quisiera yo tener esa riqueza interior que vuelve a una chica común una escritora, una testigo, un ojo que hurga y una mente que percibe más allá de la realidad y su superficie prosaica.»
* -¿Ya tiene algo escrito? -preguntó Elena.
* -No. Solo anoche decidí ser escritor.
* -Cuénteme cómo llegó a una vocación tan repentina.
* Su mirada no era malsana, ni curiosa. Era una de esas personas que pueden sonreír con la mirada, y sus ojos tenían un brillo amistoso. Invitaban a la confidencia. Además, Manuel cayó en la cuenta de que hacía mucho tiempo no hablaba con nadie, y lo que guardaba dentro pesaba. Así que contó todo, que Ortega y Gasset había quedado corto, el escribano equivocado de bandera y líder, su empleo, su madre. El desplome y el aterrizaje forzoso entre el muro y el sendero que no era sendero del barrio marginal. No supo si atribuir a la bebida o al genuino interés de la mujer la libertad que había adquirido su lengua y la facilidad con que se abrían las puertas de su vergüenza. La mujer le miraba con ojos perspicaces. Un gorrión callejero soñando convertirse en paloma azul. Pero las palomas azules deben tener ojos de halcón. Este individuo tenía los ojos mansos de un conejo perseguido. No interrogaban. Pedían socorro.
* -Es obvio que adivinó que yo soy escritora. Es un buen observador. ¿Cómo llegó a esa conclusión?
* -La vestimenta, sus maneras desinhibidas, el cuaderno de apuntes, y no tiene lapicera. Además la vi por televisión.
* -Hábleme de su barrio marginal.
* -Es sucio y miserable. Muchos mosquitos que chupan sangre. Mucha gente que ya no tiene sangre ni para los mosquitos. Los hombres son generalmente borrachos, las chicas se prostituyen, las mamás que ya no pueden prostituirse llevan a sus hijos a las esquinas con semáforo. Conozco una señora que alquila su bebé. Y al bebé le dan un somnífero para que aguante. Y eso apenas es lo que se ve. No se ve la frustración, ni la derrota ni la resignación ni el rencor. Pero se los siente, se los percibe, se los respira.
* -¿Cómo se adaptó a todo eso?
* -No me adapté. Quedé clavado allí. Y la gente me acepta, porque el único sitio donde no se discrimina es la pobreza, pero eso no es un mérito. Aceptan hasta a los travestís. La comunidad perfecta. Todos son infelices y aprendieron a compartir la infelicidad. Casi se diría que me siento feliz como miembro igualitario de una sociedad de infelices.
* -¿Nunca luchó por conseguir algo?
* Recordó que había conseguido el empleo en la escribanía porque el escribano era primo lejano de su madre. Y las sirvientas complacientes. No, nunca había luchado por nada. Su madre no le había enseñado a luchar, sino a recibir todo como algo natural. Del cielo caía maná y la miel venía en botellas.
* -Pocas veces. Sinceramente, pero como usted dice, soy un buen observador y leí muchas novelas. Además soy bachiller comercial y dactilógrafo.
* -Y un buen observador. Puede que nos necesitemos mutuamente.
* -¿Vamos a escribir juntos?
* -No, por Dios. Le voy a dar un trabajo. Anote todo lo que ve, lo que observa, desnude a la gente, zambulla en la miseria, anote, anote y tráigame sus notas. Creo que le educaron bien, pero le quitaron todo para ser perfecto. Pintorescos los hombres que son perfectos porque no son nada. Pero al menos veo que le dejaron sensibilidad. Sea sensible, abra sus ojos, sus oídos y sus poros. Pero escúcheme bien, no use la imaginación si es que la tiene, use los ojos. Mire y apunte. ¿Tiene buena letra?
* -Escribo a máquina.
* -Muy bien. Escriba a máquina, pero no escriba una novela. Escriba la vida. Y si descubre algo dramático y real, cuénteme a su manera, así como sucede, sin darse aires de literato. Nada de imaginación, la verdad nada más. Ahí tiene su trabajo.
* -Se supone...
* -Se supone que le debo pagar. Le estoy leyendo la mente. Le daré dinero, que veo que es su necesidad más urgente. Pero le pongo una condición. No use el dinero para mudarse de su barrio. Además, Manuel, no le voy a hacer, rico ni mucho menos. Sólo le ayudaré a sobrevivir, y estoy convencida de que el trato lo dejará contento, porque si me perdona, creo que usted es un destinado a sobrevivir.
* -Usted no tiene pelos en la lengua, Elena.
* -Tampoco quiero tenerlos en la pluma. Sólo he publicado una novela. Me fue bien. Pero, entre nosotros, es una novela alambicada, postiza, porque no cuenta la vida como es sino mis sueños, y mis sueños no le interesan a nadie. La gente quiere estremecimiento, sobresalto, escalofríos, espanto y burla, desafío y denuncia, y quiero ser una escritora comprometida. ¿Comprometida con qué?... se está preguntando. Comprometida con la denuncia social. Con lo que usted representa, con el olor de derrota que trae, con el mundo que está empezando a conocer. Una paloma azul que lo ve todo, lo asimila, lo sufre y lo escribe.
* Con un movimiento casi reflejo, Julio se olió la manga del traje. Olor de derrota para la paloma azul. Era su olor de siempre. No. Era un olor nuevo, o bien mirado, o bien olido, un olor viejo, de cloaca, como el de los vapores de la pobreza, los vahos de la miseria, el aliento del hambre y los miasmas de la enfermedad. El barrio marginal se le había pegado al traje. El descubrir que estaba ofendiendo el delicado olfato de la escritora reflotó su vergüenza. Llevar encima la pobreza ya era bastante duro, pero andar por ahí oliendo mal, demasiado.
* -¿Hacemos trato? -la voz de Elena le devolvió a la realidad.
* -Hecho, Elena.
* -Se ha quedado serio de repente.
* -No, me he quedado triste de repente, y avergonzado. Usted es bastante cruel. Desnuda al prójimo. No es una paloma, parece un buitre.
* La chica rió, divertida.
* -Es lo que quiero que haga con los demás, desnude a la gente, Manuel. Y si le ofendí le pido perdón.
* Mientras pedía perdón sin ningún sesgo de arrepentimiento en el rostro, hurgaba su bolsón. Extrajo varios billetes, billetes grandes, deslumbrantes, como para un centenar de cenas con menú a elección.
* -Esto es para empezar. Nos veremos aquí los lunes y los viernes, a las 7 y media de la tarde. Si tardo, me espera, tráigame sus notas.
* Se levantó y se marchó llevándose la lapicera Parker, sin ninguna ceremonia, enfundada en su deforme vestido de tela hasta, con el bolso colgado del hombro y con pasos largos y enérgicos, poco femeninos, dejando sobre la mesa los billetes.
* Manuel aún no había asimilado del todo la fulminante velocidad de lo que le estaba ocurriendo. Valía y tenía conciencia de su valor. Paloma azul que no teme a los vientos. Hizo un resumen mental. La mujer se llamaba Elena, podía ser hermosa y trataba de ser fea. Casi masculina, tal vez fuera lesbiana. Tenía dinero, pero podía ser dinero del marido, del amante o del papá, porque un sólo libro publicado, y rechazado por la propia autora, no hace rico a nadie, pero la vuelve persistente y luchadora. Se decía escritora y lo era quizás por vocación, o por vanidad o por la combinación de vocación más vanidad más dinero y andaba en busca de verdades amargas de la vida para implantarlas en la imaginería de su narrativa. Era por ello, Elena, inteligente, próspera, y tan rica que podía comprar espacio, tiempo, y ahora su cerebro, el suyo, el de Manuel, para satisfacer su vocación y elaborar sus libros. O para escribir sus novelas. ¿Qué papel tenía él en todo esto? Ordeñar su infortunio, cosechar dolores ácidos que espigaban en su entorno, y proveerlos a Elena. Pensó que no era momento de perder tiempo en reflexiones. Lo importante era el momento, SU momento, bastante satisfactorio, porque le habían dado dinero por un trabajo que no atinaba a saber si sabría hacerlo. Pero bien mirada, no era cosa del otro mundo. No era un explorador que debía internarse en la selva, él vivía en la selva, o, mejor aún, él era parte de la selva. Pagó su consumición en el bar y salió a la calle, dispuesto a empezar su trabajo. Caminó hacia la plaza Uruguaya, y se detuvo en una esquina, tratando de encontrar el motivo de por qué, no su inteligencia, sino su instinto, le indicó la plaza Uruguaya como punto de partida. La respuesta no tardó en presentarse. Las plazas tienen su identidad en Asunción, la plaza Italia fue por mucho tiempo la última estación de los veteranos de la Guerra del Chaco, que se reunían allí a esperanzarse por sus haberes de héroes y para compartir borrosas memorias de batallas ganadas para nada. La plaza Rodríguez de Francia era como un mundo de sosiego sitiado por las casas de empeño, y en sus bancos los ladrones contaban sus billetes mal ganados en sus nocturnas incursiones a casas dormidas y los usureros y cambistas tecleaban en sus maquinitas de calcular. En el centro, los artesanos, improvisados soldados de la batalla entre la economía y la ecología, trabajaban y eran desalojados periódicamente de sus ocupaciones de los «espacios verdes» que no eran verdes, sino grises y pardos como la necesidad. Pero allí estaba también el Panteón Nacional de los Héroes, con su guardia de soldaditos aburridos de uniformes de gala demasiado grandes para su postura de niños soldados, y donde algunos turistas, más curiosos que interesados en historia, asomaban las narices con falso recogimiento para contemplar los restos de hombres que habían soñado un país mejor, que ellos, los turistas, y los héroes tampoco, veían por ninguna parte. Frente al Puerto de Asunción, la plazoleta del Puerto, mezcla de plaza, estacionamiento, cargadero de camiones y feria de baratijas y frituras donde habían instalado el busto de Isabel La Católica, acaso más como castigo que como premio, para que contemplara desde el purgatorio del bronce cagado de palomas el estropicio que había causado ayudando a Colón a lo que pomposamente llaman hoy el encuentro de dos culturas. Pero la plaza Uruguaya era distinta, instalada frente a una estación vacía de un ferrocarril de trenes muertos, ceñida por vías de tranvías definitivamente ausentes, abrumada por la oferta desesperada de vendedoras de loterías con bebés en brazos, acalorados en verano o azules de frío en invierno, trajinada por prostitutas que llevaban a los clientes a lóbregos hoteluchos en habitaciones mohosas; dormidero, la plaza, de vagos y reposo de borrachos. Ahí estaba lo que Elena, novelista de denuncia, quería. No le costaba mucho esfuerzo de imaginación adivinar lo que Elena buscaba, la desgracia de los otros para su gratificación de artista, eso, si entendía bien lo que quería significar «denuncia», cosecha de paloma azul. Si por alguna parte debía comenzar su nuevo trabajo, la plaza era el ideal punto de partida, porque en cierto sentido, era el propio ombligo que Asunción contemplaba absorta, como esos Budas que contemplan su barriga desmesurada y sonríen bobamente.
* Por añadidura, la plaza Uruguaya era como el centro y la muestra de un acelerado cambio de la ciudad de Asunción, hasta poco antes pacífica y pacata, con sus comercios tradicionales, sus vitrinas iluminadas y sus calles arboladas en el llamado microcentro, la parte más antigua de la ciudad. Las cosas declinaron con celeridad. Los barrios bajos, por siglos contenidos en sus fronteras. apretadas entre el río y la ciudad empezaron a crecer al galope de los flacos corceles de la pobreza. Hombres y mujeres «marginales», y más aún, niños, invadieron el otrora elegante microcentro, iluso de alzarse en corazón de ciudad moderna y dinámica, y empezaron a nutrirse de la urbe en decadencia. Lavadores de autos, cuidadores de autos, mendigos, vendedores ambulantes, vendedoras de hierbas medicinales, de frituras saturadas del humo del gasoil, familias enteras organizadas en clan para mendigar, prostitutas que ocultaban su tosquedad rural con exagerado maquillaje, travestís agresivos armados de puñales para repeler la repulsión de los vecindarios ofendidos, como hormigas ansiosas se distribuyeron por calles, plazas, iglesias, galerías, esquinas con semáforos donde los niños pequeños pedían llorando y los más crecidos limpiaban vidrios amenazando. La ciudad se deterioró, se proletarizó por lo más bajo, por lo más mísero, el centro huyó a la periferia elegante de Villa Morra, los grandes comercios se marcharon a municipios vecinos, los supermercados hiperdimensionados acabaron con los almacenes amables y empezaron a amenazar a los mercados donde la pobreza trataba de encontrar una salida comercial; las lujosas tiendas, temerosas del robo y del asalto y hartas de inspecciones fiscales cerraron y se inició la inevitable decadencia. La fealdad de la pobreza destruyó aceras, canceló vitrinas y apagó los faros, devastó arboledas y jardines. La multiplicada gente pobre, que antes vivía en el bajo y del bajo, siguió viviendo en el bajo, pero también aprendió a vivir y a campamentarse en el alto, y la ciudad añosa claudicaba al sitio de la pobreza, y más aún, se empobrecía, porque de pronto, la cultura o incultura del bajo se volvía dominante, y la ciudad iba cediendo. La plaza Uruguaya era la síntesis de esa caída de una ciudad, un país que se sostenía sin mucho decoro en el Tercer Mundo, y caía inevitablemente en el Cuarto, si tal cosa existe.
* Y así, ciudad enferma, de corazón herido, Asunción entera se fue sumiendo en el miedo y la indiferencia. Miedo al asaltante, al ladrón desesperado, al «caballo loco» descalzo y veloz, al violador saturado de pornografía, al mendicante cínico que tocaba los timbres de la casa con una receta falsa para otra falsa enfermedad terminal de una madre que no existía en un hospital que tampoco existía. En las paradas de ómnibus, que parecían refugios de combatientes sitiados dispuestos a defenderse espalda contra espalda, las viejas apretaban el monedero contra el corazón y se despojaban prudentemente de cadenillas y de anillos. Los letreros de «se alquila» o «se vende» eran como resignada aceptación de la pobreza inevitable y maquillaron de tristeza las casas que fueron alegres, iluminadas. Los negocios fueron bajando sus cortinas metálicas sujetas con cadenas y gruesos candados. Las esquinas que fueran de reunión de las «barras» de amigos y de citas juveniles, ahora tenían vigilancia de policías ceñudos acorazados con chalecos antibalas. Las calles vecinales, empedradas, se fueron llenando de basuras. Las pinturas se resecaban y crecía el moho de la humedad en las paredes, las hierbas en la acera y las aguas pútridas en los charcos. Los enflaquecidos perros, otrora mascotas querendonas, se lanzaron a las calles en jaurías bullangueras y hostiles, rasgando con uñas y dientes las bolsas plásticas de basuras. Se retiraron bombillas para ahorrar en energía y se dejaron de regar los jardines para ahorrar en agua. Asunción, que antes respiraba alegría, respiraba pobreza y la pobreza saturaba todo, recluía a la gente mayor que se congregaba frente al aburrimiento del televisor, y al mismo tiempo, cuando llegaba el crepúsculo vespertino, se percibía el silencio tenso de la espera, antesala de una vida nocturna viciosa, alcohólica, desenfrenada, sexual y sensual, motorizada por el auto potente y homicida, y donde humeaba la marihuana, tronaba el rock aturdidor y los polvos mortíferos enardecían las narices o circulaban por las venas, todo un universo de decadencia y desesperación que despertaría cerca de la media noche para convocar a los jóvenes, a la generación de la noche que llegaría al amanecer depositando en las aceras la basura humana de adolescente borrachos, de chicos y chicas drogados, de ojos vidrioso que no alcanzaban a distinguir la calle que conducía a casa, y se sentaban en los zaguanes, en los portales, a esperar el regreso de la realidad que había huido al galope la de la fantasía inyectada, o aspirada.
* Sólo en la periferia alta de la ciudad, en los barrios residenciales, muchos de ellos ya amurallados y refugiados en fortalezas vigiladas por guardias privadas armadas, crecían en altura y en lujos las comunidades de privilegiados, de los que se hacían rico aumentando la pobreza de los demás, la nueva aristocracia de los políticos verborrágicos enriquecidos, los contrabandistas de élite protagonistas de la noche elegante y de las páginas de Sociales en colores de los diarios, los banqueros milagreros capaces de meterse en los bolsillos todo un banco con ahorristas incluidos. Impunes a un control perverso, y una Justicia caída en la baratura política seccionalera.
* «Tiene razón el escribano» se decía Manuel, recordando las ínfulas histórico-sociológicas de su antiguo patrón, ahora arruinado. Condenaba a Asunción, la única ciudad fluvial que daba la espalda al río, su padre secular. Dejó el espacio vacío entre el río y la ciudad, y en esa tierra de nadie, castigada por las crecidas y desolada por las bajantes del río, se instaló el pobrerío, el barrio marginal, similar pero distinto a las favelas, las callampas y las villas miseria de otras ciudades. Similar en la pobreza extrema y la vida subhumana, pero distinta en su ubicación. Las otras ciudades empujaban a la pobreza a la periferia de los cerros, los arenales y los pantanos. Asunción la alberga en su corazón. «Asunción, cuna de la civilización de América y madre de ciudades» como decía su pomposa credencial histórica, nunca fue capaz de asumir su orgullosa condición de urbe portuaria. Se alejó de la costa, la costa se volvió bárbara, se nutrió con la pobreza que crecía, y la pobreza empezó a invadir la ciudad.
* Pero en la plaza no encontró nada interesante, las callejeras de siempre, los mendigos dormidos, los chicos harapientos que destrozaban los jardines compitiendo por una lata vacía de cerveza devenida en pelota de fútbol. Una remodelación reciente había repuesto los faroles, y todos permanecían milagrosamente enteros. Pero ése no era tema para Elena, ni para nadie. Decidió volver sobre sus pasos para sentarse de nuevo en la mesa del San Roque para meditar sobre todo lo nuevo y lo inesperado que le estaba sucediendo. Le pareció curioso que cuando pensara en Asunción pensara en la plaza Uruguaya y cuando pensara en el corazón y la conciencia de la ciudad, pensara en el San Roque, bar se hacía decir, pero era algo más, posada, asamblea de amigos, estación de paso, reposo del poeta insolvente que encontraba la amabilidad de una mesa y cena y cerveza «por cuenta de la casa», auditorio del debate de los intelectuales, la polémica de los bohemios y de los fanáticos del fútbol, refugio del funcionario público escapado por media hora de su prisión burocrática, mesa arrinconada para dirigentes políticos que proclamaban en voz alta sonorizada por la cerveza sus excelsos ideales, o susurraban en voz baja sus maquinaciones perversas y sus conspiraciones heroicas. Allí, en el viejo establecimiento vivían los latidos del corazón asunceno, y estaban presentes los fantasmas del pasado, de poetas gentiles que escribieran sonetos en las servilletas de papel, o de aquel historiador pintoresco y genial de prosa bizantina y complicada, el editor lírico que creía negocio la edición de libros y terminaba aceptando el oficio como un calvario de masoquista del que no se salía sino con la muerte, el escultor, el humorista de humor amargo como la caricatura de la derrota; soñadores de libertad y democracia y sindicalistas mercenarios, los dueños de la ilusión y los esclavos de la codicia. El bar San Roque, la inteligencia, la picardía, el talento, la astucia y la cultura que se negaba a morir o claudicar, encontraban su síntesis. Por sobre sus viejas mesas se entrelazaban manos solidarias o amorosas, y por debajo de las mesas pasaban de manos los dineros de la corrupción, del soborno y del fraude. Hombres buenos, hombres malos, pillos que vivían de todos los vicios e inocentes que creían aún en la virtud y los principios, ilusos impenitentes, lírico aferrados a la verdad y la belleza y garroteros de profesión y de convicción. Talentosos y mediocres, fanáticos de lo azul, de lo escarlata que dejaban afuera sus banderas y dentro se volvían amigos para la coyuntura y el provecho. Viajeros recién llegados a la ciudad que se detenían en el San Roque porque allí estaba el punto de partida. Pero a esa hora del día el San Roque, aún no tenía su catálogo de humanidad y volvió sus indagaciones inexpertas a la plaza Uruguaya. Podía ser digno de anotarse, la ambulancia que llegó aullando y se llevó a una vendedora de lotería que había caído golpeada por un coche. Lo anotó mentalmente, porque no tenía libreta y la lapicera se la había llevado Elena. Volvió sobre sus pasos y se encaminó a los bajos cruzando las vías y llegando de paso a un almacén donde adquirió un cuaderno de veinte hojas y un lápiz Fáber número dos. Un buen cuaderno de papel obra primera y un lápiz de lujo. También una resma de papel oficio para la máquina. Ya que empezaba a trabajar, debía hacerlo a lo grande. Eso lo había escuchado alguna vez en una conversación olvidada, cosa que parecía socorrida e irrelevante, pero fue el escribano quien le hizo notar la diferencia de trato que recibe el viajero cuando llega a un hotel. Si su valija es de cartón, no le dan pelota los botones, si de cuero o de marca, o una Samsonite, el trato era para un señor, con mayúsculas. Siempre hay que llegar con una valija de lujo. Y empezar.
* Esa noche no podía dormir. Había anotado en el cuaderno lo de la mujer y la ambulancia. Lo pasaría a máquina mañana, aunque no tenía esperanzas de que el episodio se convirtiera en un capítulo dramático en una novela. Claro que Elena podía inventar la desgracia de una madre fracturada inmóvil en un hospital, penando por sus siete hijos que quedaban abandonados en casa, y estarían esperando su cena, esperando en vano, porque allí había siete hijos pero ningún papá, porque de hecho, los papás del barrio marginal se podía dividir en categorías, los más numerosos, los papás ausentes, y los presentes, que llegaban borrachos a casa, si llegaban, y nunca portaban la cena para la familia, sino acudían a dormir, o a pedir dinero para más cerveza o a copular para aumentar la familia. Se sobresaltó de pronto, al comprobar que al imaginar lo que imaginaría Elena, estaba imaginando él mismo, y empezó a preguntarse si para ser escritor, bastaba dejar vagar la mente. Le pareció demasiado fácil. En alguna parte habría una trampa. Las palomas azules vuelan alto. Y se durmió.
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  • Vocabulario
  • La lección de un maestro - A manera de prólogo
  • Cita en el San Roque con la paloma azul // Uno // Dos // Tres // Cuatro // Cinco // Seis // Siete // Ocho // Nueve // Diez // Once // Doce // Magdalena.

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