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miércoles, 27 de enero de 2010

MAZORCA (LA ENVIDIA). Autora: RENÉE FERRER / Fuente: PECADOS CAPITALES. SIETE CUENTOS. COLECCIÓN NARRADORES PARAGUAYOS

(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
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MAZORCA (LA ENVIDIA)
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** Le dicen Mazorca porque es rubio y erguido y los mechones de pelo lacio que le caen a los costados de la cara semejan chalas resecas desprendidas en desorden. De los pantalones cortos bajan hasta los zapatos sin atar unas piernas robustas cubiertas de vello fino y pecas amarillas. Mazorca es solitario y seguro de su silencio, no despilfarra gestos inútiles ni confidencias, y entre sus compañeros de escuela le resulta fácil hacer prevalecer su opinión. Desde meses atrás suele merodear por el almacén de ramos generales que remata la fachada de la casa, apenas su madre se marcha sin decir adonde va. Con el propósito de entretener el tiempo libre de la criadita, pasa las horas hasta que la bisagra del portón les avisa que la señora está de vuelta y la niña tiene que volver al mostrador, dejándolo en el fondo del patio con una ambigua ansiedad en la boca. El mejor sistema para asegurar la prosperidad del negocio son las criadas, le escucha decir a su madre cada vez que llega con una muchachita de pelo amotinado y pies descalzos, desde alguna de las compañías que rodean aquella población con pretensiones de ciudad.
** Las chicas se quedan un tiempo, aprenden a comer correctamente, a bañarse todos los días, a contestar cuando se les habla levantando la vista, y después desaparecen sin que se mencione el motivo de su despido, a pesar de haberse aplicado al trabajo hasta la noche, cumpliendo con la exigencia de calzarse y poner buena cara a cuanto se les pide. Una siesta se esfuman sin anuncio, llevándose los vestidos nuevos que la dueña les costurea primorosamente o, luego de alguna de esas salidas misteriosas con la patrona, simplemente no vuelven más. Salvo los paseos crepusculares un poco antes de la ausencia definitiva, nada presagia el eclipse. Así son todas, rezonga la madre de Mazorca, cuando él le pregunta por ellas, agregando con una mueca que cierra el diálogo: Ninguna pondera lo que se les da.
** Rosalba había llegado de pequeña, con la cabeza gacha y los pasos chiquitos, esforzándose por no rezagarse demasiado. Apenas instalada, se supo que la abuela había muerto sin dejarla en custodia. La madre de Mazorca, ante la ausencia de parientes, la tomó de la mano y abandonó el velorio trayéndola consigo. Nadie la reclamó, ni ella se acuerda ya de aquella época. Empezó cebando el mate a los patrones un poco después de la amanecida, para terminar limpiando la casa entera antes de fritar empanadas tras el mostrador con un esbozo de mansedumbre en los ojos enormes. Era risueña, bien dispuesta y bastante linda.
** Desde el comienzo su permanencia en la familia despertó en Mazorca intrincados sentimientos. Le molesta su presencia, pero la extraña si no la ve. Cuando atisba desde el corredor el dormitorio de sus padres antes de irse a dormir, el pesar de que se acueste en su colchoncito, cerca de la cama matrimonial, le resulta insoportable. Hace ya tiempo que a él le vedaron la tranquilidad del sueño compartido, y el hecho de que ella ocupe su lugar le provoca el peor de los tormentos. Sin embargo, no pasa un día sin que vaya a buscarla aprovechando la falta de control: entonces le muestra figuritas provocativas atisbándole el rubor de las mejillas con el rabillo del ojo, le acerca al oído el labio prominente diciéndole cosas que la hacen retroceder, o la invita a subir a los árboles a destruir nidos y cazar gorriones. Tortolitas y gorriones que él atenaza con precisión frente a la vista azorada de la niña, y luego se los da, festejando el temor de su mirada castaña al verla salir corriendo con el pajarito muerto en una mano, como si ella lo hubiera acabado de matar.
** La primera vez que la tuvo enfrente, Rosalba le pareció una tacuara quebradiza de tan delgada. Pero ahora que empiezan a notársele los pechitos se le enardece la imaginación en cuanto se le acerca. Esos botones erguidos debajo de la blusa le humedecen la boca, como cuando se sienta a la mesa con hambre frente al plato servido. ¡Mazorca!, le grita la madre, si lo pesca abstraído en la contemplación.
** Él, que hasta entonces nunca se había quedado atrás en la competencia de trepar de rama en rama, desde hace un tiempo la deja subir primero para mirarle la bombacha. Una siesta, en plena carrera por alcanzar tres pichones que piaban sin cesar, a Mazorca le desconcertó ver sobre la blanca tela del calzón una mancha roja que le hizo pensar en las gallinas decapitadas para la fiesta de San Juan, goteando entre las varillas del sobrado. Esa fue la última vez que su madre dejó a Rosalba en la casa cuando salía. Te estás poniendo grandecita, y tenés que aprender a comportarte, le dijo una tarde, en tanto le estiraba la melena para atrás con un peine de hueso y dientes puntiagudos, atándole las mechas con destreza. Ese moño yéndose por el caminito de tierra hacia el borde del atardecer, bamboleándose suavemente en la nuca oscilante de Rosalba, acicatea los celos de Mazorca, que se muerde las ganas de saber adónde va, así vestida como una persona grande, y con su madre al lado. O es a él a quien un perro rabioso le muerde el despecho de quedarse fuera de la celebración. Una incógnita inca sus incisivos en la impotencia del muchacho que se refugia en la carbonera a rumiar los bordes de su soledad. ¡Si pudiera ir con ella; si por lo menos supiera adónde se dirigen! El encierro hace más grande el agujero de resentimiento que amenaza con tragarlo, pero Mazorca sabe mantener la boca cerrada mientras espera.
** Cada vez que ella se apronta, canturreando bajito sin saber que él la escucha, a Mazorca se le enrojecen las venillas de los glóbulos oculares enturbiándole el fondo de los ojos; aprieta la rabia que le desborda el labio amoratado y, maldiciendo la buena suerte de la arribeña, se interna en el monte con la honda cruel. Otras veces la ve partir desde la verja, con aquel airé de superioridad desentendida que el nuevo trato de la patrona incita, deplorando con ensañamiento esas ventajas que le llenan la cara de una expresión desconocida para él. Si pudiera seguirla, se lamenta, él se reiría también como ella, o, quizás, de ella. Cuando las ve doblando a las dos en la primera bocacalle como si fueran amigas, y desaparecer al poco rato tras la polvareda que arremolina el viento norte, vuelve a la casa despotricando contra su madre, quien se hace acompañar por esa chiquilina que no es ni siquiera su hermana, dejando a su propio hijo al cuidado de las gallinas. Ese verano, más de un huevo amaneció pisoteado en los nidales, y hasta un gallo sin cresta, una mañana.
** Con la reiteración de las caminatas, Rosalba se va poniendo más redonda y sonrosada; las piernas le centellean bajo las polleras cortas como la grupa de las potrancas que chapotean en el tajamar; la dejan dormir hasta más tarde sin la exigencia de atender el almacén, y hasta recibe doble porción de miel con queso todos los domingos. Cuidadito con hablarle a nadie, y mucho menos a Mazorca, le encarga la doña cada vez que parte de recorrida por los pueblos vecinos, dejándola llaveada en su cuarto con unas cuantas revistas viejas, hasta que yo vuelva. Sí, señora, acepta ella con un tonito que parece de juguete. Mazorca se enfurece al ver cómo aumentan los privilegios de Rosalba, en tanto crecen las obligaciones para él. La prohibición de aproximarse a ella vuelve más filosa la sensación de fracaso. Una señorita no puede andar subiéndose a los árboles como un varón, le corta de plano la madre, si el chico suelta una protesta airada. Ya vas a entender algún día.
** Una noche en que regresaron más tarde que de costumbre, la decisión quedó tomada: La próxima vez las seguiría para enterarse adónde iban a parar. A mí no me va a joder ninguna mujer, aunque sea mi madre, y mucho menos esa criada que lo tiene sin dormir desde que empezó a pintarse los labios.
** Al otro día, apenas oye la tranca del portoncito, alejado un buen trecho de las dos, Mazorca camina pausadamente sin perderlas de vista. Las mujeres, adelante, y él, por detrás, abandonan el pueblo, pasan frente al rancho de los Rejala, avistan el boliche de Carmela, la estancia de Don Pantaleón, por fin, el descampado. Cuando empiezan a confundirse con las sombras de la primera isleta, Mazorca percibe claramente ambas figuras ingresando a la aureola carmesí que rodea la construcción aislada, la soledad de afuera, la palpitante incertidumbre. Se queda quieto hasta que cierran la puerta, y luego, con suma precaución e igual silencio, se aposta en la ventana del costado, donde nadie pueda verlo, pegando al vidrio frío la frente hirviendo. Los ojos se le llenan de colores brillantes: luces tornasoladas titilan en el techo; la barra, contra la pared del fondo, se ve atestada de hombres que se embriagan frente a las botellas de caña o de cerveza; en algunas mesitas vacías hay vasos sucios, otras, varias mujeres muestran los pechos con las piernas laxamente cruzadas, o se pavonean entre los comensales, inclinándose casi hasta tocarlos al mostrarles los dientes. Le pareció reconocer bajo el revoque coloreado alguna cara, algún furtivo ademán, cierta expresión gastada por el cansancio. El jolgorio aumenta a medida que disminuyen las preguntas. Hay risotadas, alguna querella que su madre apacigua, vozarrones conocidos y murmullos extraños. De tanto en tanto, un hombre y una mujer se pierden en la penumbra lila de un pasillo sin final. Todo es confuso aunque totalmente claro.
** De pronto, dos palmadas convocan al silencio. La expectativa crece. Los parroquianos intercambian miradas complacientes, cierta tensión precipita la escena, en tanto un brillito de complicidad anima a la concurrencia. Cuando Rosalba aparece, con su vestido de seda azul abierto por delante, las miradas llamean y las bocas se inundan de un pegajoso estupor. La avidez en los rostros moja la comisura de los labios; los músculos se tensan; se dilatan las pupilas, mientras ella, insegura y sensual, avanza despaciosamente hasta el centro del salón. Mazorca siente unos colmillos obstinados zarandeando su rabia en el adentro más negro de sí mismo. Es la primera vez que la Madama presenta a la chica. El suspenso sube y se abulta el deseo: una primicia es una primicia. Desde el punto oculto donde está, las pupilas de Mazorca se dilatan también debatiéndose entre la impotencia y la incredulidad. ¿Por qué no puede entrar si ya es un hombre? Por un momento la determinación de abrir la puerta de una patada lo carcome, pero luego, una calculada curiosidad lo retiene.
** Rosalba ha cambiado tanto que a Mazorca le cuesta creer que sea la misma que hasta hace poco se espantaba de los pájaros muertos. Aquella ingenua timidez despliega ahora una larga sonrisa en la cara indecisa. Él oye las voces gordas, las groseras propuestas, la imperiosa actitud de su madre imponiendo juicio, señores, escucho ofertas. Las horas transcurren entre la puja y la jarana, entre la codicia y el empecinamiento viril, entre el temblor y la furia: la furia de no estar allí dentro para hacer prevalecer su voluntad y gritarle a su madre unas cuantas cosas.
** Ya se está enjuagando la luna los últimos restos de noche, cuando Mazorca ve desaparecer a Rosalba delante del vencedor, que, orondo tras su presa, se pierde en la oscuridad creciente del corredor. Lo que Mazorca no entiende es por qué si le lloran los ojos se le está mojando el pantalón. Recuerda las tardes soleadas robadas al trabajo de la chica, cuando la llevaba a cazar gorriones antes que su madre volviera: ahora sabía de dónde. En el pecho del muchacho una jauría de perros se disputa sus ansias de entrar y derribar al intruso de un sopapo, el ardor de ser él quien la tiene entre las piernas, la determinación de convertirse él también en un Principal algún día, para hacer su voluntad e imponerse a cualquiera a toda costa.
** Al rato, Mazorca ve salir al hombrón, que al abrir la puerta lo empuja sin darse cuenta dejándolo varado en el medio de la noche. Rosalba tarda un poco más. Desde mañana dormirás aquí, como las otras, le va diciendo su madre mientras se alejan.
** De vuelta del quilombo, con el canto de los gallos picoteando el alba, Mazorca derrama a puntapiés el agua de los chanchos en los patios vecinos; suelta los caballos del afortunado semental; rompe los vidrios de la escuela y de la iglesia; estrangula sigilosamente a las aves del gallinero ensombrecido; llega finalmente hasta el catre de Rosalba, y, presa de un rencor que lo incinera, arremete una v otra vez contra el cuerpo manchado, para perderse después tras los corrales hasta ver cómo se la llevan al día siguiente a su nuevo destino.
** En este asunto de las pasiones nadie puede asegurar nada por muchas conjeturas que se barajen; el corazón del hombre es un hato de culebras o un vergel de contradicciones, pero me inclino a pensar que aquella noche empolló en Mazorca su compulsiva afición por desflorar muchachitas arrebatadas de la infancia.
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Fuente: PECADOS CAPITALES. SIETE CUENTOS. COLECCIÓN NARRADORES PARAGUAYOS © de los cuentos, de los respectivos autores © de esta edición Editorial El Lector. Director Editorial Pablo León Burián. Tapa: Marcos Condoretty. Ilustración de tapa "Los 7 pecados capitales", de Jerome Bosch (El Bosco) (1450 - 1516), pintor medieval holandés, precursor del surrealismo cuatro siglos antes de que esta corriente apareciera. Ilustraciones interiores: Ricardo Migliorisi. Asunción-Paraguay. 2006 (117 pp.)
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INDICE
Introducción
LA AVARICIA - Takate'y - Ramiro Domínguez
LA GULA - Una noche en la Embajada - Bernardo Neri Farina
LA ENVIDIA - Mazorca - Renée Ferrer
LA PEREZA - Correr tras el viento – Alcibiades González Delvalle
LA LUJURIA - No quiero yo que se enoje - Pepa Kostianovsky
LA SOBERBIA - Informe sobre Antenor - Francisco Pérez-Maricevich
LA IRA - Miranda Catorce - Helio Vera
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INTRODUCCIÓN
SIETE ESCRITORES PARA SIETE PECADOS

Los pecados capitales fueron "seleccionados" por Santo Tomás (I-II:84:4): soberbia (orgullo), avaricia, gula, lujuria, pereza, envidia, ira. San Buenaventura enumeró los mismos. La cantidad concreta de siete fue establecida por San Gregorio el Grande y mantenida por la mayoría de los teólogos de la Edad Media. Escritores anteriores, como San Cipriano y Columbanus, hablaban de ocho pecados capitales.
** El término "capital" no se refiere a la magnitud del pecado sino a que da origen a muchos otros pecados. De acuerdo con Santo Tomás (II-II:153:4), "un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal".
** A cada uno de los pecados capitales se contrapone una virtud. Así, ante la soberbia tenemos la humildad; ante la avaricia, la generosidad; ante la lujuria, la castidad; ante la ira, la paciencia; ante la gula, la moderación; ante la envidia, la caridad, y ante la pereza, la diligencia.
** En este libro editado por El Lector, se reúnen siete escritores para escribir cada cual un cuento sobre un pecado capital específico. El volumen no es un tratado teológico ni filosófico. Es literatura pura, y desde ella se abre una visión de la realidad del Paraguay pasando por aquellos vicios estipulados por Santo Tomás como cabezas de otras tantas faltas, mortales y veniales.
** En estricto orden alfabético de sus respectivos apellidos, Ramiro Domínguez (la avaricia), Bernardo Neri Farina (la gula), Renée Ferrer (la envidia), Alcibiades González Delvalle (la pereza), Pepa Kostianovsky (la lujuria), Francisco Pérez-Maricevich (la soberbia) y Helio Vera (la ira), establecen una relación ficcionada (y no tanto) entre aquellos pecados que obsesionaban a los cristianos medievales (quienes no dudaban en cometer-los frecuentemente) y el escenario de nuestra historia y nuestro presente en el Paraguay, un país donde pecados o virtudes son tales según el cristal con que se mire, o la conveniencia coyuntural de individuos o colectividades políticas, intelectuales, gremiales, empresariales, sociales, barriales, deportivas, etcétera, etcétera, etcétera.
** Los siete pecados capitales dieron origen, en este caso, a siete cuentos congregados en este libro que asocia a narradores paraguayos poseedores de la virtud (¿o el pecado?) de escribir muy bien. Que lo disfruten. - EL EDITOR

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