Recomendados

martes, 19 de enero de 2010

SOBREDOSIS DE CUENTOS. Autora: LUCIA SCOSCERIA DE CAÑELLAS / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.


SOBREDOSIS DE CUENTOS
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de
[Encarnación (Paraguay)],
[Editorial El Mercurio],[2000].
.
Prólogo
* Sobredosis de cuentos de Lucía Scosceria de Cañellas, es una colección de relatos conmovedores que apuntan a la emoción relacionada con el amor, la traición, teñidos de angustias y fracasos.
* Se puede afirmar que sus personajes están aprisionados por un destino singular que los condena, de los cuales, algunos son violentos, inducidos tal vez por las circunstancias.
* Los relatos son ceñidos y un tanto fascinantes, detallan los ambientes con sencillez y profundidad.
* El título Sobredosis REVELA UNA AMABLE IRONÍA y sintetiza lo que es la obra, una sobredosis de pasión y desequilibrio enmarcadas en traiciones que no indignan por la inocencia sin descaro de sus motivaciones. Es evidente que lo fundamental de sus cuentos es que respiran nostalgias, encerradas en una caja de inocencia. Los relatos mantienen una cierta penosa tragedia, dulcificada por un modo de narrar que los transforman en hechos cotidianos.
* Interviene el aspecto fantástico en la historia del maniquí viviente, en el que un vecino de la tienda juraba que la había visto salir de la vidriera abrazada a un joven mago del pueblo, que le hablaba en noches de luna, además, según doña Lorenza, quien no creía en nada, pero sí estaba segura que era su mejor aliada en el negocio de la venta de ropas, pues prenda que se ponía era prenda que se vendía, sin embargo le tenía miedo, sin saber por qué y si la miraba sentía un escalofrío que le erizaba los vellos del cuerpo, tampoco debía olvidarse de taparle el rostro en noches de lluvia, especialmente si había truenos y relámpagos, porque de lo contrario, gritos terribles e histéricos retumbarían en toda la cuadra, durante la tormenta.
* Existen en los cuerpos escenas de traición y de amores prohibidos, señalada por el informe «Ausencia de espermatozoides» y otros términos que le hicieron saber que había sido descubierta.
* En algunos relatos, la vida se desliza con sorpresas y esperanzas «y en las noches de plenilunio se le quiebra la voz y me abraza fuertemente contra su pecho. Ella sabe que conozco el significado del hondo suspiro que se escapa de su garganta...!».
* Es así la vida en la realidad y en la ficción, muchas veces cae y se quiebra, y sólo es posible recoger con cuidado los recuerdos gratos esparcidos del perdido amor, vuelto inaccesible con el tiempo en los rudos senderos de la realidad.
* En varios cuentos está bien presente, como en la existencia, la estocástica, como diría Sarah Bernhart en su epístola imaginaria a Françoise Sagan:
* «No hay aduaneros en ninguna parte. La vida es grande, libre y divertida, la vida es asombrosa. Hay vientos, hay lágrimas, hay besos, hay locuras, hay deseos, hay remordimientos. Créame, si es capaz, ría. Porque hay un don más preciado que todos los demás: es la risa inalterable».
* La vida, ciertamente, es un misterio inquietante y nuestra respuesta audaz, pero efectiva es la risa, debe ser la risa, porque no se puede estar llorando todo el tiempo, a causa de las penas y tantas truncadas esperanzas.
* Es notable, pero en estos cuentos campea una visión amable, sobre un fondo de acontecimientos acuciantes. Lucía describe los hechos con espíritu realista, empapados en una tenue llovizna de despreocupación.
* Es indudable que la autora se perfila como una importante escritora de nuestro país, al ofrecernos esta notable sobredosis de cuentos.
Rómulo T. Perina - 19-01-2000
.
Voy a casa
-¿Te gusta ese color?
La voz de Claudia se eleva sobre el sonido de la música funcional que satura el amplio y atiborrado salón.
-Sí, Claudia -contesto lacónicamente mientras ella carga en el carrito del súper la caja de bonetes rojos que me había mostrado y me detengo a mirarla riendo picarescamente, pues sé que no le gusta que la llame Claudia.
Sus ojos claros ríen mientras se posan en alguien que está a mis espaldas, la curiosidad me impulsa a girar la cabeza para averiguar quién la hizo sonreír, pero antes de que pudiera completar el giro, la voz gangosa de Romina atropelló mi tímpano y la identifiqué plenamente, claro, con la identificación vino el desagrado que me producía su presencia, ya que siempre lograba que Claudia perdiese interés en mí y dedicase toda su atención a la obesa prima, cuya voz hacía juego con el rostro que Dios le había dado, el de un bagre total.
Tuve que soportar sus saludos estridentes y sus besos rimbombantes mientras trataba de deshacerme de sus brazos fofos y tintineantes por las múltiples pulseras que ostentaba siempre.
No sé qué dije, ella rió un instante y después se volvió hacia Claudia y se enfrascó en una conversación en la cual llevaba la voz cantante, sus labios se movían sin parar describiendo figuras ridículas, sus incipientes y velados bigotes le daban la apariencia de Aramís, uno de los tres mosqueteros y sus inflados mofletes subían y bajaban mientras hablaba, hablaba y hablaba. El carrito se llenaba de provistas, y yo, lógico, me aburría más que compadre obligado a ver las fotos de las últimas vacaciones de sus ahijados.
La gran puerta del súper llena de guirnaldas y productos brillantes me invitaba a traspasarla. Deseé ir a casa, prefería mirar la tele que aguantar a Romina y su voz horripilante, por lo que en un santiamén gané la calle y tomé el primer ómnibus que pasaba.
El sol caía como hierro fundido convirtiendo en chicle al asfalto caliente, sus silenciosas protestas se perdían en estelas grises semiazuladas.
Recordé que tenía en el bolsillo trasero de mi jeans un caramelo de menta. Lo encontré semiderretido, le saqué el colorido envoltorio y lo engullí. Una señora chiquita, de edad indefinida me miró reprobatoriamente cuando arrojé el papel al piso.
Me sentí cohibido con su mirada y no sabiendo qué hacer, me agaché y lo recogí. Lo arrugué y lo guardé en el bolsillo de mi remera amarilla. Ella me sonrió y con los ojos me felicitó por mi acción. Se sentó a mi lado y trabó una conversación baladí, las que se originan en los viajes entre personas desconocidas, yo le contestaba con monosílabos, y ella me hablaba de cosas que me interesaron.
-Yo me llamo Fabiana. ¿Y vos?
-Víctor -le contesté con una sonrisa. Fabiana me gustaba. Tenía una voz fresca y musical. Sus ojos eran negros y cálidos y dejaban escapar una gran simpatía. Era patente que yo le agradaba. Me sentí halagado, cuando terminó de contarme sobre su hija Sandra, cuya fotografía revelaba una gran belleza, yo también le conté cosas sobre mi familia. No muchas, pero sí algunas. Como lo que sufrimos cuando secuestraron a mi joven tío Rubén y cómo casi morimos todos de tristeza y pena cuando se halló su cuerpo muerto quince días después. Pero tuve que buscar otros temas porque no me gustó la humedad que adquirieron sus ojos cuando hablé sobre esa tragedia familiar, por lo que me despaché con todo sobre las vacaciones en la playa que había pasado días atrás con Claudia y Fernando.
-¿Cuantos años tenés? -era la quinta vez que me hacía esa pregunta que siempre yo evitaba contestar y le respondí preguntándole cuántos tenía ella.
Ella sonrió y preguntó:
-¿Dónde vas, Víctor?
-Voy a casa.
El ómnibus seguía andando, pero ahora se veían asientos vacíos.
Un mordisco en el estómago me dio el primer aviso. Tenía hambre. Mi último alimento había sido un chicle rosado que disimuladamente había tirado por la ventana abierta del colectivo horas atrás, cuando Fabiana dejó de mirarme unos instantes. El sol había recorrido un largo trecho hacia su dormitorio, sin perder el intenso calor del mediodía.
Fabiana se levantó y habló con el chofer, un hombre morocho y algo gordo con bigotes espesos como los próceres de mayo.
El hombre detuvo el vehículo y siguió conversando con ella. Me pareció que hablaban de mí, porque mientras gesticulaba volvió varias veces la cabeza para mirarme, la última vez que lo hizo, me sonrió, como si me conociera. Yo no le devolví la sonrisa.
Fabiana volvió a ubicarse a mi lado y me invitó a comer y beber algo en el bar de la próxima parada.
-¿Por qué no? -pensé, tenía hambre y ella era una compañía muy agradable.
El ómnibus se detuvo y la puerta delantera escupió a sus únicos ocupantes: el chofer, Fabiana y yo.
El bar era pequeño y en el fondo se encontraba el mostrador con la caja que expendía los tickets. Nos servimos empanadas de carne y de pollo, croquetas y gaseosas.
El chofer se dirigió hacia el teléfono público que dormía solitario en un rincón oscuro detrás del mostrador. Discó con dedos torpes. Se equivocó de número y con una maldición que atrajo la atención de un beodo que cabeceaba en una mesa del fondo volvió a intentar la llamada. Por fin pareció comunicarse. Comenzó a hablar gesticulando mucho con las manos y los ojos se le convirtieron en pantallas que no cesaban de abanicar como si tuviera un tic nervioso. Cuando se callaba, oyendo lo que le decían por el tubo, no apartaba la vista de nosotros. Nos miraba sin ningún disimulo, a tal punto que pensé que tendría algo que ver con Fabiana. ¿Estaría celoso de mí? Ella notaba que él nos miraba y parecía nerviosa.
Me dediqué de lleno a las empanadas, que dicho sea de paso, nunca las había comido tan ricas, le pediría a Claudia que me las preparara más a menudo.
Fabiana volvió a preguntarme dónde iba.
-Voy a casa.
-¿Queda lejos de aquí?
-¿Aquí? No sé.
El chofer seguía observándome y hablando por teléfono, mientras me miraba asentía una y otra vez, y sus ojos no se separaban de los míos. Por fin colgó el tubo y se ubicó en una mesa cerca de la puerta. No pidió nada y se entretenía haciendo bolitas con las migas de un pedazo de pan que sacó de una panera de mimbre que estaba sobre la mesa cubierta con un mantel rojo con cuadros blancos.
Me olvidé de él y seguí conversando con Fabiana. Ella era muy amigable y simpática, a pesar de que sus ojos negros se volvieron huidizos y parecía estar algo inquieta.
Cuando terminé de tomar la gaseosa entraron en el bar dos personas vestidas de policía.
Hablaron algunas palabras con el chofer, que me señaló directamente con el dedo índice, como si me acusara de algo.
¡Qué altos me parecieron los dos hombres cuando se acercaron a la mesa! Sé que el temor se reflejó en mis ojos y traté de ocultarlo, porque Fabiana me estaba observando con mucha atención y no quería que ella se diera cuenta.
-¿Conoce a esta señora? -dijo uno de los hombres y me puso bajo las narices la fotografía de Claudia que sonreía feliz a mi lado.
-Sí, es Claudia -repuse. No podía mentir, si ella estaba en la fotografía conmigo.
Todos respiraron aliviados mientras se miraban unos a otros.
Fabiana me sonrió y me dio un beso en la mejilla.
-Tendrá que ir con nosotros -me dijeron. No pude negarme. Miré a Fabiana. Juraría que unas lágrimas querían escaparse de los oscuros lagos, de un manotazo se las secó y me sonrió con la sonrisa más bella y serena del mundo.
-Chau, Fabiana.
-Adiós, Víctor, ya nos veremos -me dijo con un tono misterioso en la voz.
Subí a un auto oscuro con los dos policías. Viajamos en silencio hasta que uno de ellos encendió la radio y todo se llenó con el sonido de un chamamé. A mí particularmente no me gusta el chamamé, pero me guardé muy bien de mencionarlo.
El sol se había recostado en unas nubes rojas dándose un breve descanso después de andar todo el día, aprovechó para saludar brevemente a una estrella tempranera y con un gracioso descenso se despidió desapareciendo bruscamente tras un telón carmín y anaranjado.
El sueño tuvo que haberme vencido porque el chirrido de una súbita frenada me despertó abruptamente. La fachada risueña de rojos ladrillos de mi casa me saludó con las últimas luces del crepúsculo.
El rostro desencajado y las ojeras violáceas de Claudia me llamaron la atención. ¿Habría pasado algo? ¿Alguna desgracia? Fernando tenía los ojos marchitos y su mandíbula temblaba sin que pudiera controlarla. ¡Pobre! Así estuvo el año pasado cuando encontraron a su hermano muerto.
El temor, el dolor, la infelicidad que reflejaban los claros ojos de Claudia se evaporaron al verme.
Dio un grito mientras se desprendía de las manos de Fernando y corriendo se dirigió a mí y me tomó en sus brazos. Me llenó el rostro de besos y algunos vecinos aplaudían como si estuviesen viendo una obra de teatro con un final feliz.
Fernando me estrechó muy fuerte y aunque quiso disimularlo, unos broncos sollozos hicieron erupción de su pecho y los ahogó en el mío, mientras sentía que me asfixiaba entre sus brazos.
-¿Qué pasó, Claudia?
-Dejá de llamarme Claudia o de lo contrario no tendrás tu cuarta fiesta de cumpleaños -dijo con reproche mientras reía y lloraba al mismo tiempo.
-Sí, mamá -respondí mientras pensaba que no volvería a subir solo a un colectivo para volver a casa. Por lo menos sin avisar a papá y a mamá.
.
Rosas para María del Carmen
Miré los ojos llorosos de Mirna. Sentí que mi corazón se encogía e inflaba al mismo tiempo, como si mariposas inquietas quisieran salir revoloteando de él.
-¡Pero no la puedo encontrar! Estoy segura de que le pasó algo. -Y con un sollozo en la voz agregó-. ¡Algo muy malo!
No supe qué decirle, sólo la abracé muy fuerte tratando de regular mis fuerzas para no lastimar su delgado y frágil cuerpo. Su temblor se metió por ósmosis en mi piel, que reaccionó produciéndome miles de escalofríos que se dirigieron con maldad hacia mi columna vertebral.
Poco a poco logré calmarla. Entre hipidos me dijo que María del Carmen había salido con un hombre, cuyo nombre ella desconocía.
Nos sentamos en la mesa de un café de la calle Primavera, desierto a esas horas de la tarde. El frío no había podido introducirse a través de las transparentes puertas del local que dejaban ver personas que caminaban en la vereda encogidas sobre sus bufandas, mientras el viento convertía sus melenas en oscuras velas voladoras.
-Anoche me dijo que me contaría todo. Que me revelaría una cruel verdad. Fue imposible sacarle nada debido al llanto. Sólo dijo que estaba embarazada y que tendría su hijo pese a todo.
Las lágrimas volvieron a sumergir en cristalinas aguas sus grandes ojos negros.
-¡Sé que le pasó algo horrible! ¡Lo sé!
-Habrá viajado, no te desesperes, ya tendrás noticias de ella. Siempre fue medio tarambana.
Como si hubiese tenido una idea brillante agregué:
-Habrá ido con el hombre que la embarazó.
-No, no. Ya me dijo que no quería saber nada del tipo, que era un ser sin alma, un ser inferior. Que no se perdona haber tenido relaciones con él. Que fue sólo una vez y que estaba ebria. ¡Pobre! ¡Se la veía tan desesperada! Me repetía constantemente que me quería. Pero no apareció por mi departamento. Tampoco por tu casa, ni por la suya. Sus compañeras de facultad me comentaron extrañadas que no fue a estudiar por la tarde. ¡Ella! Que jamás falta a una cita de estudios.
Comenzó nuevamente a llorar. Trató de tomar el café, pero el temblor de sus manos hizo que se derramara gran parte en el platito blanco con ribetes dorados que inocente a todo reflejaba el brillo de las luces interiores del lugar.
La gente que paulatinamente iba entrando en el local nos veía con mirada curiosa por los sollozos que de vez en cuando se escapaban de la garganta de Mirna.
El sonido de su celular logró que se callara unos instantes. Con un brillo esperanzador en los ojos y con una gran ansiedad en la voz pronunció «¡Hola!» con tanta pasión que sentí pena por ella. Al instante se apagó la luz de su mirada y su sonrisa volvió a convertirse en la mueca triste que le ocupaba la cara desde la mañana en que no encontró a su amiga.
-¡Ah, bueno, si saben algo, por favor, háganmelo saber!
Volvió a llorar bajito, lamentándose como un cachorrito al que separan de su madre. Pensé que era mejor irnos a otro lugar. Ella se dejó llevar. Tomamos un ómnibus y después de media hora estábamos en mi casa alquilada. Lejos del centro, porque mi presupuesto no daba para más.
La llevé a la cama y le hice masajes en el cuello y la espalda. Se dejó acariciar como un gatito ronroneante, se aflojó entre mis brazos y se durmió.
Su sueño era inquieto, sus párpados se movían constantemente, sus labios resecos parecían murmurar frases ininteligibles.
Era hermosa, con los rasgos clásicos y suaves de las madonnas de la antigüedad. Su atractivo contrastaba totalmente con la belleza agresiva y exuberante de María del Carmen.
Las chicas se habían conocido en el primer curso de la facultad y se habían hecho amigas desde el primer día de clases. Eran polos opuestos. Mirna era callada y María del Carmen dicharachera. La una tan débil, la otra tan fuerte.
Recuerdo el primer día que vi a Mirna. Me pareció tan delicada como una copa de cristal, tan delgada como un junco, tan tímida que parecía algo insulsa. Pero después, cuando nos tratamos en el club universitario la conocí más a fondo. Sus sueños, su romanticismo, su concepto de la amistad. No me costó mucho, bah, casi nada, hacer que cayera totalmente rendida a mis pies.
Necesitaba tanto de un poco de afecto, de cariño, sentimientos que sin pecar de modesto tengo en abundancia. Bueno, yo se los di. Claro que sin que ella lo supiera se los daba a muchas otras mujeres que me lo pedían.
Pero la pequeña y anodina Mirna tenía sus ideas y cuando se enteró de una aventurilla que tuve, sin importancia, desde luego, me habló, como dijo ella, «con el corazón en la mano». Prefería dejarme libre si no me sentía maduro para una relación seria. Me hizo pensar mucho la chiquilla. Me di cuenta de que la amaba, era un amor sui generis no tan melodramático como algunos piensan, pero llegué a la conclusión que sería difícil vivir sin su cariño.
Claro que sé lo que decían de mí sus amigas. Que estaba interesado en su dinero, que era un mujeriego, que no podría ser fiel a ninguna mujer (¿Habrá alguien que lo sea?) y otras cosas más, pero el amor sólo ve lo que quiere ver y como ella me amaba la convencí de que yo era como ella quería que fuera.
Sus padres me habían dado el visto bueno. «Un joven con deseos de superarse es lo que necesita Mirna» habían dicho al saber que trabajaba y me pagaba mis estudios, así que entró en nuestros planes el casamiento. La boda sería antes de Navidad.
Pero la desaparición de su amiga había reavivado una depresión psicótica que había sufrido durante toda su adolescencia. No sabía qué hacer para sacarla del pozo y alzarle el ánimo.
María del Carmen era una morocha muy inteligente que profesaba una verdadera amistad hacia Mirna. Siempre me miró como al tercero en discordia, como si fuera un indeseable. No sé por qué le caía mal. Ella, en cambio, me gustaba, más de una vez fue protagonista de mis sueños eróticos. Sus voluminosos pechos que se adivinaban maduros y suaves como frutas en sazón me perseguían en noches insomnes. Su cintura superestrecha era la causa de que ellos sobresalieran tanto, llamaran la atención y le dieran el aspecto de una real hembra.
A pesar de que faltaba un mes para el invierno, mayo estaba caprichosamente caliente en esos días, la lluvia que no llegaba y el ambiente seco lograba que la temperatura alcanzase hasta 38 grados.
La fiesta en la discoteca organizada por el grupo de la facultad había sido un éxito. Todos se divertían bailando. Mirna reía en mis brazos, sus dientes parecían una calesita caleidoscópica bajo las luces sicodélicas que giraban en el techo. María del Carmen bailaba con Aldo, un admirador suyo que la había hecho tomar más de la cuenta. La gresca que se originó a la salida fue el detonante para que finalizase precipitadamente la reunión bailable.
La policía intervino, llevándose a los que no tenían documentos, (Aldo fue uno de ellos). Conduje el auto de Aldo hasta casa. Las dos chicas, que no estaban acostumbradas a las bebidas alcohólicas no podían caminar, parecían haber entrado en coma.
A Mirna la pude cargar fácilmente, era una pluma, no tendría más de 45 kilos. María del Carmen, más pesada, me exigió un esfuerzo mayor, pero logré alzarla y depositarla en el sofá de la sala. Su rostro estaba sonrosado y su boca semiabierta y juro que parecía sonreírme, pero no, tenía los ojos cerrados y la respiración rítmica de su pecho, me indicaron que estaba dormida. Su blusa transparente estaba abierta y dejaba ver sus dos magníficos y enormes senos apuntando hacia mi boca. No pude contenerme. Mientras la depositaba suavemente en el sofá, mi boca se prendió de sus pezones como si no tuviera voluntad alguna. Una voz extraña dentro de mi cerebro me decía que no debía hacerlo, pero en vez de seguir sus consejos, cual hambriento bebé, me posesionaba de uno y otro pezón, que succionaba con frenesí, con ternura, con ardor, con lujuria, con ansiedad, sin descanso. Trataba de apartarme de ella, pero en la semipenumbra sus senos ejercían una gran fascinación sobre mí, que cual sediento caminante en el desierto al ver el agua fresca del oasis, se sumerge en ella con frenesí. No podía apartarme, no podía separar mi boca de esos suaves y redondos manantiales de elixir tibio y deleitoso. Ella seguía dormida. Aunque no puedo asegurarlo, sólo la oía suspirar. A unos metros de nosotros, Mirna roncaba estrepitosamente.
No tuve noción del tiempo, un rayo solar inesperadamente husmeó por las rendijas de la puerta. ¡No podía creerlo! ¡No podía ser la aurora! ¡No podían haber pasado cuatro horas!
Pero sí. Como un ser hipnotizado que sale de un trance hipnótico volví a la realidad. Mi cuerpo desnudo -no recuerdo haberme quitado las ropas- se hallaba lleno de sudor mezclado con las secreciones de María del Carmen quien me pareció escultural en su semidesnudez. Le abroché la blusa después de luchar por introducir sus senos dentro de su corpiño, le bajé pudorosamente la pollerita corta que no alcanzaba a tapar ni la mitad de sus muslos y como un poseso me puse los pantalones.
Cuando terminé de abrochármelos, ella abrió los ojos y me miró a través de sus pestañas entreabiertas. Iba a pedir perdón, iba a susurrar algo, pero ella tomó una posición fetal en el sofá y cerró los ojos nuevamente.
Cerca del mediodía estuvimos todos de pie. María del Carmen no me dijo nada. Yo no sabía qué hacer. Ni siquiera sabía si ella se había dado cuenta de lo que había pasado entre nosotros en la madrugada. Yo creo que sí, porque antes no me hablaba mucho, pero ahora lo hacía sólo lo indispensable. Juro que nunca más pasó nada entre nosotros y que a Mirna la fui queriendo cada vez más, hasta rechacé a varias chicas, algo insólito en mí, por temor a ser descubierto.
Yo no puedo contarle a Mirna que el bebé de María del Carmen es mío. La perdería. Nunca voy a olvidar lo que pasó ayer. El timbre me sobresaltó en la madrugada.
María del Carmen me pidió permiso para pasar y antes de que dijera «mu» entró. Su cara estaba roja por el frío. La escarcha había dormido sobre algunas plantas raquíticas de mi jardín matándolas en un abrazo mortal.
Habían pasado cerca de tres meses desde que había vivido con ella un sueño terrible, caliente, en este mismo lugar. El recuerdo llegó a mi cerebro como las aguas virulentas de una catarata arrojándose al abismo. Sentí mi sangre correr alocadamente en mis venas y desembocar en lugares inoportunos.
Su voz fue más fría que la helada madrugada que rodeaba todo el paisaje.
-Siempre creí que fue un sueño, es decir, una pesadilla. Vos, libando de mis senos, yo, incendiándome con tus besos. Era un pensamiento prohibido, un sueño, un deseo recóndido. No lo supe hasta hace una semana. Ahora sí sé que todo fue verdad.
Me pasó un papel blanco donde entre otras cosas decía que un examen de embarazo daba positivo.
-No hubo ningún hombre este año. Sólo vos. Este bebé -señalando su vientre chato- no tiene ninguna culpa de lo que pasó. Es inocente. Al igual que Mirna. Pero vos -y su dedo índice me apuntó como si fuese un arma letal- sos culpable. Yo... -vaciló unos instantes- no lo sé. Pero como somos personas adultas debemos hablar. Mirna es la hermana que nunca tuve. Ella me quiere y confía en mí. A vos te adora. Me pregunto: ¿Debemos decirle la verdad?
Mi respuesta fue inmediata. ¡No! ¡No! ¡La perdería para siempre! Lloré, me disculpé, pedí perdón, imploré que no dijera nada. Pero todo fue en vano. Ella ya había decidido contárselo todo a Mirna.
-No debemos construir nuestra vida en una mentira -dijo como si fuera una actriz de telenovela.
Cerré los ojos y en un instante vi mi futuro. Sin Mirna. Mis ilusiones de trabajar con su padre truncadas y mi soledad sin fin.
No podía dejar que ella destruyera mi vida por su concepto de la amistad. Traté de detenerla. Ella se deshizo de mis brazos que querían impedir que se fuera. Comenzó a gritar, pero le tapé la boca con una almohada. No recuerdo cuanto tiempo.
La mano de Mirna me toma del cuello y me atrae hacia sí. Me acuesto a su lado. Se encoge entre mis brazos. Gira sobre su espalda y comienza a besarme. Nos amamos tiernamente, con delicadeza, con una suave pasión que recorre su camino sin prisas hasta llegar al desfiladero donde caerá lentamente al mar de la quietud.
Nos dormimos uno en brazos del otro.
Es un nuevo día. Desayunamos en silencio. Le acaricio la mano mientras me extiende la panera y me sonríe con la mirada lejana.
La llegada inminente de la primavera se nota en el frío jardín. El verde ha renacido como todos los años y se desdobla cual abanico con su amplia gama en las nuevas hojas que han brotado en las antiguas ramas desnudas de los árboles. El cielo, vestido de un prístino azul, se extiende como un techo infinito de luz.
Los rosales del jardín se hamacan aprovechando la brisa mañanera.
-Sé que encontraré a María del Carmen y me contará sobre su problema. Juntas lo resolveremos. Perdóname si ayer me puse algo histérica.
Le sonrío mientras salimos hacia la calle. Ella espera a que cierre la puerta y después de dar unos pasos por el sendero de rojos ladrillos se detiene y saca el celular de su carterita negra de nobuk, marca un número, mientras con una sonrisa dice:
-Tal vez hoy tenga suerte y me conteste.
Discó con decisión. Cada movimiento de sus entrenados dedos tenía la particularidad de ponerme mas inquieto.
Sus ojos soñadores se dirigieron hacia los rosales. Un objeto de color obscuro rechazaba con terquedad un rayo de luz. Era un celular.
Con curiosidad se dirigió hacia él. Antes de recogerlo su mirada me avisó que lo había reconocido.
Sus ojos negros miraron la tierra removida alrededor de los rosales y con increíble asombro se detuvieron en los míos.
No me detuve a dar explicaciones. Su grito rompió la mañana azul que sólo un terrible pesimista podía presagiar funesta.
Le dije adiós con mi pensamiento. Antes de girar la esquina pude ver su patética figura gritando, llorando, cavando con sus manos desnudas la mansa tierra que cubría los rosales, cuyas rosas mustias dejaban caer con suavidad sus pétalos claros y perfumados, como un póstumo adiós para María del Carmen.
.
Tu voz en los colores
Su rutilante envoltorio palidecía ante su ingrávida consistencia. ¿Debía asustarme? De hecho, fue así. No oí palabras ni voces, pero supe, no sé cómo, que debía desechar el temor.
Un carrusel de colores giraba como un danzarín de ballet, veloz y ágilmente, impidiéndome distinguir cada gama, cada tono que en su vertiginosa carrera se convertía en una mancha grisácea, verdosa o parduzca.
-¡Por favor, detente! -grité mientras el viento producido por sus vesánicos giros amenazaba con echarme al suelo, haciendo volar mis cabellos dividiéndolos en miles de guedejas en giros circulares y elípticos.
El movimiento fue decreciendo paulatinamente, cual montaña rusa que con avidez devora su conocido circuito perdiendo su fuerza en los tramos finales. Así pude apreciar un edén de espectacular lustror sin que la magnificencia de colores hiriese mis atónitos ojos.
Un círculo de urdimbre plateada como plenilunio en primavera se mecía frente a mí, hasta que su itinerario circular lentamente alcanzó un manso estado de quietud, peculiar, pues su campo magnético seguía enamorado del movimiento.
La silueta recordaba la figura de una mujer. Lenguas de tonos azulinos emergían de su garganta, de su pecho titilaban relámpagos verdes esmeraldas, mientras que el índigo alumbraba su cabeza.
-No temas, soy yo.
-¡Esa voz! ¡Era su voz! Un estremecimiento insolente se apoderó de mi cuerpo, pero afloró también un sentimiento de curiosidad genuina, previsible en todo ser humano ansioso de conocer arcanos vedados a la mayoría de los mortales.
-¿Eres tú? ¿Cómo pudiste llegar hasta aquí?
-Dejaste abierta una puerta por la que pude entrar. Es la puerta de la duda. Quisiera disiparla, pero mi energía se pierde con cada palabra que pronuncio. Así que... pregunta.
-¿Me sigues recordando? ¿Me has perdonado? ¿Cuándo nos volveremos a encontrar?
-Aquí no hay lugar para otro sentimiento que el amor. Siempre te amaré. El perdón se da por sí sólo y nos volveremos a ver cuando hayas cumplido tu misión.
El sonido que emergía del arco iris de colores se debilitaba rápidamente. Me sentí etérea, ingrávida, como si flotase entre las blandas y claras nubes del cielo. Una sensación de felicidad me arropó, y sus labios, aún sin verlos, supe que se posaron en mis mejillas. A pesar del brillo que palidecía lentamente, el ser insombre, evanescente, esperaba otra pregunta:
-¿Qué debo hacer, mamá?
-Escucha a tu corazón. Estás en camino... Te amo. Sigue siendo como esta flor, tierna, bella y perfumada.
El pimpollo de la rosa era perfecto. Lo tomé con delicadeza y extendí los brazos hacia los suyos, que adiviné bajo las lengüetas anaranjadas de luz en las que remataban sus dedos que se fusionaron con los míos. Luces rosadas me envolvieron y me inundé de un sentimiento gozoso que me sumergió en un éxtasis indescriptible, mientras volaba entre luces coloridas y figuras desconocidas y fantásticas. Una deflagración se produjo ante mis ojos y comencé a caer. En la caída el viento producía un gemido terrible, cada vez más estridente hasta que mis oídos parecieron explotar.
Abro los ojos y me encuentro con las formas familiares de mi dormitorio. ¿Fue un sueño? ¡Pero qué sueño! ¡Qué éxtasis!
Miro con tirria al raído reloj despertador. ¡Pobre! Volvió a cumplir con su deber. Con un manotazo pago vilmente su devoción, acallándolo, pues es el culpable de sacarme del paraíso en que me hallaba minutos antes ¿o fueron horas? Imposible saberlo. Pero la sensación de felicidad que había experimentado no me abandona del todo. Extiendo los brazos al cielo, como en el sueño, con la secreta esperanza de que sean tomados por la luz maravillosa que me había emocionado tanto.
El teléfono me vuelve a la realidad, como si hubiera estado en un trance hipnótico.
-No podré ir contigo al médico -es la voz de Julián, que habla en un susurro-. Mi mujer quiere que la lleve al nutricionista. No puedo negarme, ella sabe que tengo la mañana libre.
Con una lucidez increíble veo cuál es el camino que debo seguir.
Cuelgo el teléfono sin contestar.
Ya no abortaré. Tomo la rosa roja que se abre en la plenitud de su belleza sobre mi almohada, como un canto a la vida, y río como una demente mientras mis pies adquieren alas con las cuales bailo presa de una felicidad increíble.
.
Final del viaje
¡Me siento tan triste! Mis hermanitos y yo nos quedamos sin mamá. ¿Cómo ocurrió esto? No lo sé. Oí voces hablando, un batir de puertas y nunca más la vimos. El sonido molestoso y chirriante que ahora sé era de una camioneta nos acompañó hasta un lugar donde nos depositaron a los seis.
¡Claro que protestamos! ¡Por horas! Nuestros gemidos y llantos no conmovieron a las personas que nos miraban sin compasión. Bueno, no puedo medir a todos con el mismo rasero. La señorita Rumy, una morocha simpática que usaba lentes bifocales nos hablaba con voz dulce y suave, nos miraba con ternura, como si supiera lo que sentíamos en nuestra orfandad.
Como no queríamos tomar el biberón, (¡cómo pasar de un elixir tibio y dulce a una goma rígida y fría!) don Luis perdía la paciencia. (¿Qué quién es don Luis?) Un tipo antipático, calvo y obeso que se pasaba refunfuñando todo el día por cualquier motivo, pero como era el dueño del negocio, nadie decía ni mu. Su refrán preferido era «A mucha hambre no hay pan duro» y prohibía a Rumy que nos malcriara. También agregaba «ya comerán, verás», ella sonreía y negaba con la cabeza esperando la ocasión de alimentarnos, hasta que lo conseguía.
Esto pasaba de día, pero por la noche nuestros lamentos se oían sin cesar. ¡Cómo extrañamos a mamá! Su cuerpo suave y cálido, sus pechos cargados de delicias en cantidad suficiente para todos los hermanos. Pero alguien, no sabemos quién, nos arrancó de su lado y nos hundimos en la desesperación.
Pronto nos acostumbramos a la mamadera, mis hermanitos mucho antes que yo. Fui el último en aceptarla.
La señorita Rumy me daba una atención especial. Me susurraba cosas al oído, me rascaba con suavidad la cabeza y entonces yo me callaba, era tan simpática que dejaba de llorar y me relajaba entre sus brazos.
Una semana después, todos dejamos el biberón y tomábamos la leche de un platito. Mi visión, como la de mis hermanos, de confusa pasó a clara y pude apreciar con detalles las cosas que me rodeaban. Los objetos ya no me asustaban, se hicieron familiares, distinguía a cada uno de mis hermanos, que eran muy parecidos, sin dificultad. Fue una etapa de adaptación, en la que mi pena se atenuó.
Jugábamos desde muy entrada la mañana, rodábamos en el suelo con alegría. Mordíamos lo que encontrábamos, si era un objeto pequeño lo llevábamos como trofeo entre los dientes.
Pero esta efímera alegría se fue desvaneciendo rápidamente, ya que poco a poco iban desapareciendo mis hermanos, hasta que llegó el nefasto día en que quedé solo.
Recuerdo que llovía y los truenos producían ruidos tan terribles que me laceraban los oídos. Aterrado, trataba de esconderme buscando un lugar donde no pudiera oírlos. No tenía a ninguno de mis hermanos para superar el pavor que me producían los latigazos de luz seguidos de espantosos sonidos.
Si don Luis no aparecía por el negocio, la señorita Rumy me alzaba en brazos y me acunaba murmurando por lo bajo canciones que ahora no recuerdo, me sonreía constantemente. Me sentía protegido cuando ella estaba por los alrededores y olvidaba mi soledad.
Después de diez días de estar solo, comencé a acostumbrarme. Tempranito Rumy me traía la comida, me saludaba con efusividad y me hablaba de miles de cosas que no comprendía, yo me limitaba a morderle la muñeca suavemente con mis incipientes dientes y trataba de lamerle el rostro; ella reía y reía.
Una tarde oí una voz grave preguntando cuánto valía yo, no recuerdo qué contestó don Luis, pero el precio le pareció razonable al comprador, porque dijo que me llevaría con él.
Sentí que unas manos gordas me sacaron de la caja que era mi pequeño mundo y me depositaron en las de un extraño. Me tocó la cabeza con suavidad y dijo que yo era simpático.
Comencé a protestar tratando de que entendieran que no podría irme sin despedirme de la señorita Rumy. Que debía decirle adiós antes de partir. Pero nadie me hizo caso, tal vez nadie comprendió lo que yo decía.
¡Nunca más volvería a ver a la señorita Rumy! ¿Qué me depararía el destino ahora? Otra vez el desarraigo y lugares desconocidos a los que debía volver a acostumbrarme.
-Ahora haremos un viajecito. Portáte bien y dormí.
El hombre me puso en una caja cuya base tenía unos trapos suaves, me acurruqué ahí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Luego todo fue oscuro.
El ruido de un motor se elevó en el aire y se mantuvo en él mucho tiempo hasta que cesó abruptamente.
Voces desconocidas se oían fuera de mi caja.
-Cuidáte Andrés, no manejes tan rápido.
-Sí, querida, te prometo que no pasaré los ochenta kilómetros por hora.
-Chau, papá. Buen viaje.
-Adiós. Para el domingo estaré de vuelta.
Un zumbido se adueñó del recinto y sentí mover la caja en la que me encontraba, no tan incómodo, por suerte. Diez minutos después se apagó el sonido y volví a ver la luz. Oí decir sobre mí:
-¿Cómo estamos por aquí?
El hombre me ubicó a su lado, en el asiento. Se le veía contento, sus ojos brillaban con alegría mientras tarareaba una canción y conducía con destreza por la larga cinta asfaltada.
Sin darme cuenta emití un gruñido. No es que tuviera hambre, pero estaba asustado.
-¿Tenés hambre? Aguantá un poquito, que en el primer parador te voy a dar de comer.
No sé por qué me gustó su voz. Siguió cantando y me dormí.
Desperté al oír que se abría la puerta. El hombre me miró, me acarició la cabeza y dijo:
-Comé, que más tarde no podré quedarme.
La leche tibia despedía un delicioso aroma y activó inmediatamente mis glándulas salivales, la tomé con apuro. Juro que tenía un gusto estupendo ¿o habrá sido el hambre? No lo sé, pero en instantes dejé limpita la taza de plástico que tenía el dibujo de una vaquita marrón.
Cuando terminé de comer, rió con satisfacción, giró la llave en el tablero del auto y siguió la marcha.
El sueño se apoderó de mí.
Dormí todo el viaje. Me despertó una voz angelical que decía:
-¡Ay! ¡Es divino! Gracias, mi amor.
Unos hermosos ojos negros se clavaron en los míos, no sé por qué me hicieron recordar a la señorita Rumy. Me miraron con ternura mientras me llenaba de mimos y me acariciaba desde la cabeza hasta la cola. Creo que me enamoré de ella a primera vista.
-¿Cómo lo vas a llamar?
-Bichi, por ahora.
-¿No merezco algún premio?
Por lo visto que sí lo merecía, porque dejándome nuevamente en la caja en que me había traído, lo abrazó y lo besó largamente en la boca.
En ese mismo momento, a pesar de ser tan pequeño, conocí el terrible martirio de los celos. ¿Quién puso en mí esos sentimientos? ¡Qué sé yo! De golpe surgieron y ahí estaban, dejándome triste y con el acuciante deseo de que ella me acariciara sólo a mí.
Gruñí para que supieran mi disconformidad. Ambos me miraron y echaron al viento sus carcajadas.
-Bichi, no seas celoso. Andrés está sólo unos días conmigo, mientras que vos vas a estar siempre, siempre a mi lado.
Con esas palabras me conquistó definitivamente. Lo que yo necesitaba con desesperación era seguridad en mis relaciones afectivas. Tantas separaciones me habían lastimado, así que la miré a los ojos para darle a entender que la había comprendido.
Captó el mensaje, porque me tomó en sus brazos y me acomodó cerca de su pecho, mientras caminó con Andrés hacia una casa de madera blanca sumergida entre cocoteros de largas melenas amarillas.
-¡Mamá, mamá! -gritaba con adorable voz mientras yo me sentía un rey en sus brazos.
-María, dejá de gritar tanto.
Facundo y Rafael, sus hermanos, también me alzaron en brazos y todos se pusieron de acuerdo en algo: que yo era hermoso. Me sentí muy complacido con todos los cumplidos que recibía. ¡Cuánto aprendizaje en tan poco tiempo! Porque ese día también conocí la vanidad.
Entre todos buscaron una caja más grande para que me sintiera más cómodo, me dieron comida y se olvidaron de mí.
Los primeros días extrañaba a la señorita Rumy, pero rápidamente me resigné a su pérdida y le reservé un lugar entre mis recuerdos más placenteros -que eso sí- nadie me los podría quitar.
Pronto me acostumbré a mi nueva casa.
María era encantadora y me mimaba constantemente. Cuando iba a su trabajo, la extrañaba. Lloraba y gemía hasta que doña Pilar me hablaba y me hacía pasar la añoranza.
Me sentía particularmente feliz cuando María me llevaba a su trabajo porque así no me separaba de ella, pero Andrés, como jefe de la oficina, le prohibía hacerlo, lo que motivó que mi aprecio hacia él bajara unos cuantos grados.
Pasó la primavera y llegó el verano, mis rulos negros y suaves comenzaron a darme calor, para atenuarlo me acostaba sobre las frías baldosas de la sala y en horas de la siesta, cuando el sol quemaba la tierra, dormía arrullado por el canto de las cigarras bajo el frondoso mangal del fondo del patio.
¡Claro que María me lo prohibía! Ella me bañaba con un shampoo especial que era muy caro y no le gustaba que me ensuciara con la tierra. ¡Pero es que era tan fresca! ¡Y hacía tanto calor!
Andrés iba y venía a Asunción. De vez en cuando me saludaba, yo lo reconocía por el olor a colonia de pino, que era muy fuerte, mucho antes de que se hiciera presente en la casa.
La Navidad estaba llegando y pronto comenzaron los preparativos para la fiesta. Se armó el pesebre bajo el árbol de mango y yo quedé encargado, según doña Pilar, de cuidarlo.
Pero la Nochebuena fue triste porque Andrés no vino al pueblo. Tampoco llegó en Año Nuevo.
Cerca de los reyes volvió con muchos regalos, que ella no abrió a pesar de que él le rogaba que lo hiciera.
Ella me llevó a la oficina, creo que lo hizo como un desafío, pero él no dijo nada, pero oí como discutían. Ella recriminaba, él pedía perdón, ella decía que si su esposa lo había tenido en las fiestas ella debía tenerlo por una semana, él dijo que era imposible.
Por lo visto no fue así, porque cuando regresamos a la casa todo eran proyectos para pasar siete días de vacaciones en una playa frente al mar, María casi no me miró, se pasaba hablando con Andrés y dándole algún que otro beso como pago por lo que conseguía.
Pero no pudieron ponerse de acuerdo cuando María dijo que su madre debía acompañarlos, pues sus hermanos jamás dejarían que ella viajara sola con un hombre.
Andrés volvió a repetir la palabra imposible. Pero eso no le produjo ningún efecto ya que sabía como convertirla en todo lo contrario. Después de una breve discusión que finalizó con el mismo resultado que la primera, doña Pilar se convirtió en futura turista.
Andrés regresó a la capital de donde volvió con todo lo necesario para el viaje, incluido su bote, así podría dedicarse a su deporte preferido: la pesca.
María y su madre no hablaban de otra cosa que no fueran las vacaciones durante toda la semana. Me tenían cansado y mohíno con el tema.
Mi vieja amiga a quien creí desterrada en mi vida volvió a visitarme. La tristeza me envolvía y me llenaba de preguntas. ¿Volvería a quedarme solo? ¿Mi destino sería amar a alguien y que éste desapareciese de mi vida? Amaba a María, era todo para mí. Claro que también quería a doña Pilar, también me agradaban sus hermanos Facundo y Rafael, pero no era lo mismo. ¿Cuánto tiempo estaría solo? ¿Y si le pasara algo y no la volviese a ver?
Pero... ¡Milagro! María tampoco quiso separarse de mí y el día del viaje los pasajeros éramos cuatro: Andrés, María, doña Pilar y yo.
Claro que me pasé durmiendo casi todo el recorrido, que fue largo, primero llegamos a una ciudad llamada Ciudad del Este, cruzamos un gran puente y llegamos al Brasil.
Viajamos horas y horas, hasta que a la noche nos detuvimos en un lugar donde bajamos todo el equipaje. El auto quedó en el estacionamiento con el bote y nosotros subimos en una caja pequeña, cerrada, que me produjo pánico, llamada «ascensor».
Nos instalamos en un departamento muy amplio, con ventanas que daban al mar. En uno de los dormitorios estaban Andrés y María, y en el otro doña Pilar. Yo me quedé en la cocina, donde pusieron una caja grande y me pidieron que durmiera ahí.
Andrés salió a comprar algo para la cena mientras acomodaban las mujeres sus pertenencias en los placares. Llegó a la media hora con pollo asado calentito, me dieron todos los huesos y me di un festín.
¡Qué triste quedaba cuando iban a la playa! Estaba prohibido llevar animales, entonces debía quedarme. Pero por la tardecita, María me sacaba a pasear por la avenida Atlántica. Me encantó el sonido de las olas del mar, además conocí a varios congéneres que también caminaban y me miraban con mucha simpatía. Bueno, sí, es cierto, me molestaba un poco la correa que me pusieron al cuello, pero me acostumbré rápido, peor era quedarme encerrado.
La tarde del tercer día de nuestra estadía en el balneario, doña Pilar prefirió quedarse a ver la tele.
Quedé muy contento, pues no me gusta nada quedarme solo. Pero ella mintió. ¡Sí, señor! En vez de mirar televisión, se acostó toda la tarde, parecía enferma. Sí, creo que estaba mal, porque a la siesta fue al baño, enseguida se oyó un fuerte golpe y la vi caída como una muñeca desarticulada sobre las baldosas blancas y negras. ¡No sabía qué hacer! Para demostrarle mi solidaridad le di una lamida en la cara. Ella estaba blanca como la cera, pero consciente. Al rato se levantó y fue con pasos tambaleantes hasta el dormitorio. Gracias a Dios se durmió otra vez. Lo supe por sus ronquidos cuyos silbidos entrecortados parecían una locomotora subiendo una gran arribada.
Me dormí después de volver a roer unas patitas de pollo que había guardado cerca de la cucha.
Al anochecer, María volvió muy contenta, cantaba por lo bajo una canción brasileña. En tres días su tez trigueña se había vuelto bronceada y Andrés, que era blanco, estaba hecho un tomate con ojos y se estaba pelando. Doña Pilar se había levantado antes de que ellos llegaran y no contó nada de lo que le había pasado a la tarde. Después de cenar, todos salimos a pasear.
¡Cómo me agradaba el aire marino! La luna se bañaba en el mar y las nubes la perseguían sin mojarse, envolviéndola con sus tules sutiles y transparentes.
Compramos helados y nos sentamos cerca de la playa. Unos turistas preguntaron por mi nombre y mi raza a María, ella muy amablemente les contestó, me alabaron mucho y ponderaron la suavidad y la negrura total de mi pelaje. Todos coincidían en que lo más simpático de mi cuerpo era la punta blanca de mi cola y mis ojos negros.
Esa noche nos acostamos temprano, al día siguiente acompañaríamos a Andrés y a María a pescar en horas de la madrugada.
Antes de salir el sol ellos estaban preparados y llamaron a doña Pilar varias veces sin que ésta se levantase, por último, María abrió la puerta y entró.
A partir de ahí todo fue un caos donde reinó el llanto y la desesperación.
No entendí bien qué había pasado, pero las palabras «infarto», «corazón» y «muerte» las escuché muchas veces. María lloraba y lloraba y Andrés no sabía qué hacer. Atisbé por la puerta entreabierta. Doña Pilar yacía en la cama con los ojos extrañamente abiertos e inmóviles que miraban fijamente el techo. Andrés le tocó los párpados y se los cerró.
Andrés trataba de consolar a María, pero tardó mucho en lograrlo, reiteraba las preguntas sobre si podía quedarse sola, que fuera fuerte, que debía hacer discretos trámites para llevar el cuerpo de la finada hacia el Paraguay, que estaban en el extranjero y otras cosas que no recuerdo. Por fin se tranquilizó. Me tomó en brazos y lloró sobre mis orejas. Yo no sabía qué hacer, salvo mover mi cola que siempre había admirado y tratar de lamerle el rostro.
Ella por toda respuesta volvía a llorar y a gemir mientras llamaba a sus hermanos Facundo y Rafael y repetía como una letanía: «¡Nuestra mamita ha muerto!».
No sé cuánto tiempo pasó. Andrés volvió y habló con María, oí algunas frases, como que nadie debía enterarse, que se vería en problemas con su familia, con su trabajo y no sé qué cosas más, que no podía hacer los trámites legales.
Un amigo le había dado una solución, algo arriesgada, pero con suerte, evitaría el «escándalo». Yo no conocía esa palabra, no sé a qué se refería. Finalmente ella asintió.
Entre hipidos y lágrimas ella preparó las valijas y cargaron todo en el auto. Para mi asombro también bajaron a doña Pilar entre los dos como si estuviera durmiendo. Ya todos en el coche fuimos a un lugar donde había muchos cajones lustrados. Dos personas alzaron en brazos a doña Pilar y la metieron en una de esas cajas. Después la cerraron con fuegos azules que en forma de llamas salieron de unos artefactos que dejaron un olor nauseabundo en el aire. Se necesitó cuatro hombres para meterla en el bote donde la ocultaron con una lona amarilla.
Iniciamos el viaje para volver a casa. ¡Qué diferente a la alegría que sentíamos todos a la ida! Las canciones y las risas estaban muertas, habían ocupado su lugar el dolor y los quejidos de María que repetía «Mamita querida» a cada momento, las lágrimas se habían enamorado de sus mejillas y no podían dejar de surcar su rostro.
Pero los nervios y la tragedia no impidieron que dormitara a ratos como yo, vencidos por el cansancio. Sólo nos quedábamos para cargar combustible e ir al baño. El sol caliente de enero se metía por todos los rincones y parecía derretir el asfalto. Al doblar una curva, un policía de la ferroviaria hizo señas para que se detuviera el auto.
Andrés obedeció y con una sonrisa que no sé de dónde sacó, saludó al uniformado. Hablaron unos minutos, miró el carnet de conducir y lo despidió con un saludo tocándose levemente la cabeza. El más experimentado actor hubiera envidiado su actuación. Parecía un turista alegre y despreocupado que vuelve de las más alegres y felices vacaciones de su vida, sólo yo advertí las gotitas de sudor que perlaron su labio superior, único rastro delator de su miedo. Pero María no era tan fuerte. Tuvo que detener el auto en la calzada para que pudiera vomitar lo poco que había comido después de pasar por la estación policial.
Seguimos el viaje hasta que el horizonte se tragó al sol dejando heridas escarlatas en el cielo. Blancos lunares fueron apareciendo lentamente en el firmamento hasta que la claridad sucumbió ante la noche.
María seguía débil y con náuseas. Faltaba una hora para llegar a Foz de Yguazú. Yo sentía hambre, pero no me manifesté de ninguna forma, respetando el dolor de mi ama.
Era noche cerrada cuando Andrés detuvo el auto. Buscó un espacio para estacionar y se dirigió a él. A pesar de la oscuridad pude notar árboles por los alrededores, derramaban su sombra oblicuamente y con cierto desenfado en su entorno.
Bajaron del vehículo en silencio, olvidándose de mí. No pude evitar dar unos gruñidos y ladridos. ¡Caramba! Hay ciertas necesidades que no pueden esperar. También quería estirar las patas y acercarme a esos invitadores arbustos que me llamaban con susurros.
Como si hubieran leído mis pensamientos, me sacaron en silencio, no sin antes ponerme la correa. Después Andrés trajo del restaurant un recipiente vacío en el que cargó leche. Y me dejaron solo. Los vi dirigirse hacia una casa iluminada con carteles brillantes a unos cincuenta metros del coche, en la que se perdieron dentro.
Llegaban a mi hocico aromas riquísimos de carne cocida. Gruñí protestando un poco, pero al rato me callé, me acurruqué en la almohada que me habían puesto en el piso del vehículo y ahí me quedé. No puedo calcular cuánto tiempo pasó antes de oír los sonidos sospechosos. Agucé el oído, alcé mis orejas y oí claramente los ruidos. Sí, venían del bote. Subí al asiento trasero y vi dos figuras oscuras moviéndose en silencio, trataban de soltar la cadena que lo unía al auto, golpeando el candado.
Me puse a ladrar para alertar a mis amos, pero mis ladridos se perdían dentro del auto herméticamente cerrado. Con impotencia observé cómo empujaron por un pequeño declive el bote con su soporte con ruedas y lo ataron a otro coche. Eso sí lo vi bien. Era un volswagen de color crema, tipo escarabajo que ni siquiera tenía patente. Ante mis ladridos que nadie oía, los dos individuos desaparecieron y con ellos el bote de Andrés y el ataúd con doña Pilar adentro.
Cansado de ladrar en vano quedé en silencio con el hocico pegado al vidrio de la ventanilla hasta que, después de lo que me pareció un siglo, vinieron Andrés y María.
¡Cómo se puso mi ama! La había visto triste, enojada, alegre, indiferente, pero ahí la conocí colérica, histérica, en fin, desesperada. Todas estas pasiones en realidad tenían un origen válido. ¡Que se le muriera su mamá en pleno viaje de vacaciones era ya de por sí una desgracia! ¡Pero... que además se perdiera su cuerpo! Eso ya no tenía nombre. Las recriminaciones iban y venían hasta que fuimos a una casa donde se veía una bandera verde y amarilla.
Denuncias, telefonemas, llamadas a abogados, Facundo y Rafael llorando con su hermana y tratando de golpear a Andrés, como si éste tuviera la culpa de que le hubieran robado el bote. Pero la que se pasó de la raya insultándolo fue una señora cuya voz me resultó familiar. ¡Sí, claro! Cuando yo estaba en una caja, en Asunción, ella lo había despedido con cariño.
Nunca más apareció Andrés por la casa de María.
Su risa alegre tardó mucho tiempo en romper los cristales de los días, pero volvió a alegrar todos los rincones de la casa cuando pasó el tiempo y las heridas se durmieron en un limbo celeste.
Pero en noches de plenilunio, como la noche aquella, cuando me habla y me mima, se le quiebra la voz y me abraza fuerte contra su pecho. Ella sabe que conozco el significado del hondo suspiro.
.
.
Enlace a la GALERÍA DE LETRAS

No hay comentarios:

Publicar un comentario