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jueves, 11 de febrero de 2010

TROFEOS DE LA GUERRA Y OTROS CUENTOS PICARESCOS. Autor: HELIO VERA - TROFEOS DE GUERRA y LEYENDA DE LOS PRIMORDIALES / Fuente: www.heliovera.com


TROFEOS DE LA GUERRA
Y OTROS CUENTOS PICARESCOS
Autor: HELIO VERA
(Enlace a datos biográficos y obras)


TROFEOS DE GUERRA
** El pelo era largo y sedoso, y el sol de la tarde le arrancaba breves estrellas doradas. Toto Armendáriz lo desplegaba orgullosamente, los extremos sostenidos por dos férreas pinzas: el índice y el pulgar de cada mano. Y se inflaba como un sapo. -Nunca encontraré uno más largo. Ni creo que exista. Fijáte bien. Para un pelo púbico, su longitud era, en verdad, excepcional. ¿Veinte centímetros? ¿Treinta? Tenía algo de la cabellera resplandeciente de una walkiria, el pelo grueso de un San Bernardo, la barba alborotada de un fakir, los bigotes erizados de una morsa. Pero Toto tenía razón. Era un récord. Digno de la guía Guinness, con su catálogo de curiosidades. Esta vez, la colección se había enriquecido con una pieza única. ¿De qué nido había sido arrancado? Su voz tuvo un tono de estudiada nostalgia. -Ella se fue. Y no creo que nunca vuelva a verla. Me resumió brevemente la aventura. Los detalles no son importantes ni merecen el honor de los pormenores. Era una extranjera, tal vez norteamericana, tal vez canadiense, a quien había conocido en la calle. Ella le preguntó una dirección. Servicial, la invitó a llevarla en su auto. Hizo de guía de turista. Le hizo conocer la ciudad, la llevó a cenar y, por último, fueron a parar a una discoteca. De allí, a un apresurado motel de San Lorenzo, en cuya entrada le guiñaba una inequívoca luz roja. Ella estaba borracha y reía escandalosamente. No me detendré en lo secundario, en el oscuro apareamiento en una pequeña habitación flanqueada por espejos, bajo una moribunda luz rojiza. Ella gritaba en inglés, seguramente obscenidades. ¿Qué otras cosas podía decir? Desde la pared, los altavoces vomitaban una cumbia desaforada que les impedía escucharse. Toto no pudo disminuir la intensidad del ruido: no encontró en el panel, ubicado bajo la mesita de noche, el dial. Pronto llegó a la conclusión de que no valía la pena perder el tiempo.
** Después, a lo suyo. Tuvo que encender la luz, porque no podía trabajar con la que iluminaba débilmente a la habitación, de un diabólico tono rojizo. Se dirigió al pubis y comenzó a escudriñarlo con la minuciosidad de un joyero, pinza en ristre. La exploración manual hacía cosquillas a la gringa y todo su cuerpo se estremecía con las carcajadas. Finalmente, quedó adormilada. Gracias a ello, Toto pudo encontrar la pieza ideal, nítida y airosa, como una elegante palmera, en medio del espeso y fragante matorral. No esperó más. Con un tirón, la arrancó de su sitio. La gringa pegó un aullido y se incorporó, sobresaltada. Pero la pieza ya había ingresado a su albergue: el tubo de plástico que la esperaba, hospitalariamente, en la otra mano. Ella rió estúpidamente y volvió a dormir. Amanecieron en ese lugar, abrazados. De mañana, temprano, la llevó a su hotel, en el centro de Asunción. Volvió a verla esa noche, pero ya no pasó nada, salvo un encuentro amistoso. Se limitaron a beber un par de cocteles, en la barra del restaurante del hotel. Toto se retiró enseguida. Al día siguiente, se despidieron frente a la puerta del edificio. Ni siquiera se ofreció a llevarla al aeropuerto. Se estrecharon las manos, como dos personas que acaban de conocerse. Miró al techo y reflexionó, con voz neutra: -Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba. No hace falta extenderme en una explicación que ya es obvia a esta altura del relato: la pasión privada de Toto era su colección de vellos púbicos. Empedernido solterón sin hijos a quienes mantener, había consagrado a este hobby los diez últimos años de su vida. Era relativamente barato, si es que se omiten los obligados gastos de la conquista: el ablandamiento con obsequios, los ritos gastronómicos, la champaña, los moteles escondidos. Por lo demás, los instrumentos eran mínimos: una pinza de cejas, el monóculo de un joyero, una lupa y un bolígrafo para estampar las indicaciones indispensables. La clasificación y ordenamiento no exigía mucho tiempo. En un cuaderno se hallaban las explicaciones que juzgaba imprescindibles para situar el hallazgo en su debido contexto histórico. Un sistema de seguridad mantenía la colección fuera del alcance de los chismosos. La ocultaba de miradas ajenas una caja de cartón, disimulada bajo diarios viejos y papeles sin valor. A su vez, la caja se confundía con otras exactamente iguales, en un alto anaquel dentro del cubículo del revelado de negativos, en un rincón apartado de su laboratorio de fotógrafo profesional, sobre la alborotada avenida Perú, a unos doscientos metros del Mercado de Pettirossi. Había una dificultad: no todas las mujeres se prestaban a contribuir. Algunas sospechaban vagamente que, a través de la posesión del pelo, quedarían para siempre en las manos de Toto, mediante quién sabe qué diabólicos hechizos. Entonces no había más remedio que refinar los oscuros mecanismos de la persuasión. Algunas veces, debía apelar a trucos, fintas y maniobras. En otras ocasiones, tuvo que arrancar los pelos sin previo aviso, con un acto brutal y decisivo. Pero lo ideal era el consenso, el libre consentimiento. Solo así podía trabajar con tranquilidad. La operación seguía pasos medidos y rigurosos. Primero había que escudriñar la región, tibia y escondida. Se requería para ello de la oscura paciencia del minero que busca la veta aurífera en una galería casi en tinieblas, la vista larga del ave de rapiña que sobrevuela la vasta sabana en busca de su presa. Una vez ubicada la pieza, la pinza hacía el resto, con un certero tirón. Después de arrancada, la instalaba dignamente dentro de un tubo de plástico negro, de los que se usan como recipientes de películas fotográficas. Un rótulo perpetuaba un nombre -el de la propietaria- y una fecha: la del día en que el trofeo fue arrancado gloriosamente de su blando lecho.
** Pero eso no era todo. Toto había desarrollado una compleja teoría sobre las relaciones entre el pelo y la personalidad de su propietaria. Era un arbitrario apéndice personal a las complejas teorías de Freud y Lacan, seguramente indigno de ser presentado a un congreso de psicología. Según Toto, el pelo delataba el carácter, las apetencias más intimas, las oscuras fobias y las tendencias fundamentales de su personalidad. -Podés adivinar el carácter de cada una. Basta con prestar atención, Claro, es indispensable una lente de aumento. Por los detalles En su mano brotó una enorme lupa. El ojo derecho creció detrás del vidrio como un globo amenazante. Parpadeó. Con una pinza de cejas extrajo un pelo rubio, corto y duro. Lo extendió sobre un vidrio rectangular, cada punta sostenida por una moneda. -Fijáte. Persona de convicciones firmes. Tenaz, pero de pocas miras. Una cuadrada. Después, la pinza alzó un largo pelo lacio, típico de una mestiza. El negro era pleno, exacto. Azabache y ébano, pero flexible y suave al tacto. -No hay dobleces. Pertenece a una persona leal. Firme en sus afectos y en sus inquinas. Puede ser peligrosa. Es una sujeta de cuidado, capaz de matar por su hombre.
** Sacó otro. Rizado y negro, pero corto. Lo puso cuidadosamente bajo las dos monedas. Acercó la lupa y meneó la cabeza. Después me la pasó, para que yo también mirase. Confieso que el pelo no me decía nada. Pero Toto explicó: -¿No ves? Es retorcido, como un rayo que cae. Señal de un carácter de perros. Mujer de malas vueltas. Intratable. No le gusta nada. Obsesiva. Abrí un tubo al azar. Miré en su interior. Lo extraje cuidadosamente con la pinza. -¿Y este? También rizado, pero con suaves espirales, sedosas y rubias. -Engañosa. ¿No te das de su aspecto artificioso? Se esconde detrás de una imagen de inocencia. Una Shirley Temple. Pero en el fondo alienta el alma de una fiera. Es míster Hyde bajo la docta apariencia del doctor Jekyll. -Este es largo y grueso. Negro. Y no es de tintura. -¿A ver la fecha? Claro. Una argentina. De origen italiano. Unas noches de placer amistoso y ya se quiso poner posesiva. Me puso normas y condiciones. Mientras entonaba el himno de la sumisión iba preparando el potro del verdugo.
** -Uno corto y fino, apenas una pelusa. Negro. -Son las más peligrosas. Gringas de pelo negro. Como Hitler. Alma de Satanás. No hablan: ladran. Otro. Esta vez, rojizo y grueso. Meneó la cabeza, con aire de comprensiva decepción. -Pecosa y de cara colorada. Se enfurecía fácilmente. Pero después se ponía como una seda. Un modelo de ternura. Era como una hoguera que se apagaba y encendía. Muy complicada. Otro más. Ahora platinado y ondulante. Tenía una facha de estudiada distinción. -El color es falso. Como ella. Si te fijás bien, la raíz es negra. Se teñía. Quería parecerse a Marilyn Monroe, en todo. Vivía una ilusión, engañándose a sí misma. Me dejó una duda: de dónde sacó que Marilyn se teñía los pelos del pubis. El coleccionista es un obseso de la posesión. Tener la pieza anhelada lo es todo, aunque ella permanezca invisible para los demás. Es la base de su sentimiento de superioridad sobre el resto del mundo. Toto no era la excepción. Bajo la voz apagada y los modales medidos de un cuarentón de apetitos declinantes bullía el alma del cazador nocturno. Ese secreto orgullo lo hermanaba con personajes muy distintos: el magnate japonés que compra los cuadros más caros del mundo, solo para contemplarlos en la soledad de frías salas blindadas, protegidas contra incendios, terremotos y bombardeos nucleares; el silencioso filatelista que escudriña estampillas bajo una luz furiosa; el apache feroz que cuelga las cabelleras de sus enemigos en la entrada de su tienda, en la boca del dilatado desierto, el imperio del polvo y de la piedra, del cactus y de los espejismos.
** Estábamos sentados en el patio interior de la casa donde funcionaba su estudio fotográfico, bajo un espeso pergolado de santarritas. La quietud y el aire transparente no aminoraban el ruido infernal de la avenida. Toto me relataba sus últimos hallazgos. Sobre una mesa, había colocado una gruesa caja de cartón. De allí fue sacando varios tubos de plástico, que alineó, como un escuadrón de soldados, sobre la madera. Fue entonces cuando enarboló el tubo que guardaba el récord de la colección. Me pareció que su gesto era también el eco de otros gestos. Era la bandera que los infantes de marina levantaron en Iwo Jima, la cruz gamada nazi ondeando sobre el Arco de Triunfo, el pabellón soviético sobre la puerta de Brandemburgo. Yo estaba -no había duda- ante el non plus ultra, la gloria inextinguible del coleccionista. La pieza cumbre, la maravilla soñada. Su posesión explicaba todas las demás, justificaba todas las búsquedas. Debía ser el vello púbico más largo del mundo. Lo extendió sobre el vidrio, bajo las infaltables monedas. Lo miré. Yo también quise participar de esa gloria secreta, de ese prodigio de la creación. Lo tomé con mis manos temblorosas. El sol le arrancaba destellos dorados. Era como abrazar a la Venus de Milo, como rozar la tela de la Mona Lisa con la yema de los dedos. Lo extendí, sosteniéndolo entre los dedos índice y pulgar -imité como pude la pulcra minuciosidad de Toto- para admirar ese hallazgo, en el aire caliente de la tarde. Durante algunos segundos participé de la victoria estelar del coleccionista. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado. Algo inquietó al perro de Toto, y un ladrido estalló casi bajo mis pies. Solté la joya. Un golpe de viento lo arrancó de mis manos y, como una mano invisible, lo elevó en el aire. El largo pelo comenzó a volar majestuosamente. Pendón, barrilete, zeppelin, ala delta, majestuosa crin de un potro salvaje echado al galope. Toto manoteó en el aire con desesperación, tratando de cazar la esquiva presa, pero el viento la empujaba cada vez más lejos, hacia el fondo del patio. La perdió de vista cuando, en algún momento, ésta dejó de reflejar los rayos del sol. Reapareció de repente, planeando bajo el pergolado como un águila que busca su presa. Los chorros de luz que pasaban entre las hojas le hacían destellar fugazmente. A veces volvía a oscurecerse, cuando entraba nuevamente en la zona de sombras. Durante un instante, como un desafío, como una promesa, el pelo navegó delante de la nariz del coleccionista, y luego descendió lentamente, casi a ras del suelo. Toto se zambulló en el aire, con un impresionante estirón de rugbista, pero un golpe de viento levantó de nuevo a la joya, alejándola de sus manos anhelantes. En cuatro patas, la cara deformada por la angustia, Toto la vio brillar, rubia y fulgurante, cuando dejaba la zona cubierta por la santarrita y comenzó a ascender al cielo, a las blancas nubes lejanas, al cielo azul y transparente, hasta que una definitiva corriente de aire la llevó para siempre.
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LEYENDA DE LOS PRIMORDIALES
V
* Vagaron durante milenios por el desierto, con paso lento y desmañado, bajo un sol de oro fundido. Tenían los ojos absortos de los desatinados y la piel cuarteada por el aire candente. Los escasos matorrales espinosos les arrancaban trozos de carne y delgados hilos de sangre. No permanecían mucho tiempo en un lugar. Hechiceros y rabdomantes decidían el momento de abandonar un ojo de agua barrosa y salobre para buscar otro, que siempre resultaba ser tan mezquino como el anterior. Eran pocos centenares, agrupados en clanes que se odiaban unos a otros. Se identificaban con toscas esculturas de piedra que evocaban los animales que conocían: escorpiones, ratas, hienas, buitres, serpientes, lagartos y ciempiés. Durante el día gruñían y se arrojaban piedras y excrementos de hienas y de buitres. De noche, dormían en el flanco de las dunas o sobre el basalto, todavía hirviente, que comenzaba a helarse con el crepúsculo. Comían alimañas y algunas raíces, lo que podían arrancarle a la arena. Cuando cazaban víboras o lagartos disputaban los trozos mientras intercambiaban insultos y pullas agraviantes. No pocas veces las palabras eran acompañadas de golpes de maza. Su única fiesta era el solsticio de verano, que les anunciaba días más cortos y noches más frescas. Durante toda esa jornada se cubrían con ceniza y se arrojaban lluvias de escamas de reptiles mientras gritaban hasta desgañitarse. Era el único día del año en el que la vida del clan era regida por el júbilo. Los demás quedaban bajo el dominio de divinidades subterráneas que aconsejaban el suicidio mediante el infalible procedimiento de pisar una serpiente. Así se aseguraba la resurrección en un territorio de frescas arboledas, con frutos blandos y carnosos colgando al alcance de la mano, con arroyos y cascadas por todas partes. Allí los cuerpos carecían de sombras porque no había sol para proyectarlas.
** Creían que sus antepasados habían llegado de la remota estrella que después los astrólogos de la Mesopotamia bautizaron como Aldebarán: un territorio de peñascos helados, agudos como lanzas, que se duplicaban en otro mundo idéntico y, como aquel, también lejano e inalcanzable en el vasto cielo negro. En algún momento, sus hermanos vendrían de allí para llevarlos de vuelta al hogar perdido, cosa que los hechiceros pregonaban a veces como un castigo y a veces como una salvación.
* La palabra hombre era, para ellos, lo masculino. Y también sinónimo de ser humano, género del que se excluía a las mujeres, objetos prescindibles que solo servían para un placer apresurado –un acto mecánico parecido al despiojamiento o al cumplimiento de las demás funciones de la rutina biológica– que los ancianos recomendaban para la buena digestión y para ahuyentar las pesadillas. Servían también como elemento de trueque en el comercio, para obtener cántaros, pieles sin curar, amuletos de colmillos de hienas o la simple información sobre cómo llegar en tropel al próximo ojo de agua. La prueba infalible de la hombría era ganar el aborrecimiento de los demás. Por eso no puede extrañar que su juego favorito haya sido uno cuyo nombre traduzco arbitrariamente como "hágase odiar". Consistía en provocar el desagrado y hasta la furia de los demás. Para ello empleaban todos los medios imaginables: no contestar a una pregunta o responder con un oscuro palabrerío que no significaba nada; arrojar arena sobre la carne que el vecino estaba a punto de comer; comparar a otro con un escorpión, el peor de los insultos; simular un tropiezo y caer aparatosamente sobre un vecino. Las muertes producidas por este juego regulaban el crecimiento del grupo. Cuando se practicaba entre miembros de distintos clanes, desataba guerras interminables de estudiada ferocidad. La victoria era señalada por la destrucción del tótem del clan enemigo. Las pieles y las mujeres jóvenes eran el botín. Los vencedores conservaban algunos prisioneros para devorarlos después; los demás eran sacrificados inmediatamente. Nadie sabe cuándo esta práctica dejó atrás los movedizos muros de candente arena blanca y comenzó a extenderse, por imitación o por contagio, a otras tribus de las fronteras del desierto. Tal vez alguno de los jugadores fue capturado en una batalla. Tal vez una de las mujeres fue entregada a cambio de una bolsa de dátiles y después fue rodando de mano en mano a través de trueques sucesivos: por un par de mulas primero; por una camella vieja después. Y así cada vez, hasta que sus amos se hastiaban de su carácter, lo que probablemente ocurría muy pronto, y la volvían a entregar a un nuevo propietario. Quizá alguien, expulsado de su clan por insoportable, encontró refugio en un grupo de desprevenidos habitantes de los bosques. A cambio de su vida les enseñó a jugar. Algo se sabe de que una vez, enloquecidos por el hambre, se atrevieron a cruzar los límites del desierto para internarse en tierras a las que temían, detrás de los médanos innumerables. Allí fueron hostigados por hombres feroces que mataban tigres a lanzazos y emboscaban elefantes en los desfiladeros cerrándoles el escape con grandes piedras que arrojaban desde las alturas. Debieron regresar precipitadamente a las dunas. No fueron perseguidos. Los feroces cazadores de la selva prefirieron sentarse a esperar la muerte de los paquidermos, precedida por largos berridos de agonía devueltos por un eco atronador. Debían apresurarse para no tener que disputar su alimento con los gusanos y las aves carroñeras Oscuras caravanas llevaron el juego de oasis en oasis y, con él, a uno o varios jugadores. Sorteando dunas ondulantes y duros pedregales se fueron aproximando al mar, donde volvieron a tener la misma noción de infinito que habían sentido en su patria arenosa, solo que ahora esa vastedad sin límites era líquida y azul. Es seguro que el jugador debió ser encadenado a la hilera de remos de una embarcación. Para él habrán sido los golpes más furiosos y los insultos más soeces del cómitre. Navegó (¿navegaron?) en medio de una lluvia de vómitos y latigazos mientras cruzaban ese otro desierto, salado y frío. Hubo -estoy seguro- una tormenta aterradora en truenos y en olas negras que se desplomaban sobre la nave como pesadas piedras espumosas. Crujía el maderamen bajo los latigazos del huracanado viento nocturno. Después, quizá conmovido por los alaridos de terror de los tripulantes, Dios aquietó el aire y apaciguó las olas. Pasó la tormenta y pronto el sol comenzó a brillar entre las nubes.
* Y así, en una mañana luminosa, el pesado (¿los pesados?) desembarcó en un puerto lejano, tambaleante y aturdido. Vio un pueblo de casas blanqueadas con cal que parecían colgadas de un cerro y, sobre el muelle, un grupo de marineros que desafinaba canciones obscenas con voz en cuello. Era un sitio escondido entre los acantilados, pero allí nacían caminos que llevaban al corazón del continente. Así llegó el juego al resto de la raza humana. Pronto causó estragos y desató verdaderas pestes de ojeriza entre pueblos que antes convivían fraternalmente. La inquina y la hostilidad levantaron guerras que diezmaron poblaciones enteras. Vastos mares humanos comenzaron a desplazarse, empujándose unos a otros, a lo largo del continente sembrando el terror en toda Eurasia. Germanos, vándalos, hérulos, godos, ostrogodos, burgundios, suevos, vikingos y después mongoles, hunos, otomanos, seljúcidas y otomanos. Y también cruzados, inquisidores y cazadores de brujas. La pesadez invadió los continentes, escaló montañas, atravesó los campos y se instaló en las ciudades. Alimentó la desconfianza, avivó los fanatismos, abonó la codicia, la envidia y el egoísmo y nutrió las mil formas de la estupidez. Fueron vanos todos los esfuerzos por reducir su virulencia. Cada vez que arreciaba la oposición, sabía mimetizarse bajo los más sorprendentes disfraces: la política, la fe, la ciencia, el patriotismo, el arte. Desarrolló formas solapadas o temerarias de resistencia. Adquirió, por la vía de la selección natural de la especies, un grueso caparazón de crustáceo o caimán que le volvió invulnerable a las súplicas, a los denuestos y a los anatemas. Así emergió, fuerte y maligna, de todos los intentos por sepultarla. Hoy se halla fuertemente enraizada en todas las naciones, habla todas las lenguas y convive con todas las razas. Se halla tan poderosamente arraigada que muchos creen que forma parte de la naturaleza humana. Ya nadie se acuerda de que, en un principio, hubo solo un juego.
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