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viernes, 12 de febrero de 2010

DELIRIOS Y CERTEZAS. Autora: CHIQUITA BARRETO BURGOS / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.


DELIRIOS Y CERTEZAS
Autora: CHIQUITA BARRETO BURGOS
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial Torales Kennedy and Asoc., 1995.

Escribo, porque al hacerlo me reconozco, me perdono y me acompaño.
Ana Chassini

LA NIÑA DEL VIOLÍN
Teresa trabajaba con la familia León desde los dieciocho años. Hacía veinte.
Le pagaban bien. Le trataban bien.
Hasta le compraron un terreno y le ayudaron a construir una casita, para que tuviera un techo donde guarecerse de la llovizna otoñal de los años y no se humedeciera de congoja sus hábiles manos ni se nublara por el desamparo su eficiencia doméstica.
Era como de la familia.
Sin embargo, Teresa le guardaba a su patrona un profundo rencor, como un río subterráneo, hábilmente disimulado en comiditas de enfermos y tecitos preparados con veneración casi amorosa a la señora eternamente indispuesta e irrealmente hermosa.
A dos años de trabajar en la casa, Teresa tuvo un amante, el único de su vida: fue un romance a oscuras, porque el hombre llegaba y se iba en la penumbra, y sólo le dejaba el susurro de su voz en las telarañas del sueño, su olor vagando en el cuarto y el manantial lechoso entre las piernas.
La patrona vislumbró algo en el andar dormido de Teresa y una madrugada, cuando el visitante nocturno salía sigiloso por el largo corredor oscuro, la señora disparó un tiro al aire y las visitas terminaron para siempre.
El hombre cuya única identidad eran la voz de lluvia y el olor vegetal, no volvió nunca a poblar el laberinto de los sueños de Teresa ni a sembrar semillas desatinadas en el surco incierto de su vientre.
Ella no se preguntó jamás si aquellos latidos descompasados de su corazón, el temblor de sus enaguas mojadas con olor de ajenjo, o el terremoto suave que ponía en su garganta aullidos de agonía era amor, pero sintió sus entrañas llenársele de muertes con la ausencia del desconocido.
Ambas mujeres envolvieron el secreto compartido en un paño de silencio. No hubo comentarios, como si la noche no hubiera registrado en su seno de terciopelo oscuro ese estallido corto y seco.
****
A los cuarenta años la señora León iba perdiendo las esperanzas de tener un hijo y lo comentaba dolorida con la muchacha que después de tantos años de servicio en la casa era la depositaria de infinitas confidencias.
Los León conocían su discreción y confiaban ciegamente en su fidelidad, tanto, que ambos confidenciaban con ella y no tenían reparo en ventilar en su presencia sus conflictos más íntimos.
****
Desde que terminó su casa después de largos meses de asombro por cada hilera de ladrillos, y cada viga de madera misteriosa de selva, por cada abertura cerrada con su carga de cegueras puerta afuera, Teresa pasaba los fines de semana allí, generalmente tirada en la cama chupando a sorbos lentos su mate de leche y canela y rememorando con intensidad sus lejanas noches de amor.
El discurrir del tiempo fue dejando diminutas marcas en el mapa solitario de su cuerpo y gotas agridulces en su alma.
Una mañana como tantas otras que fue a llevarle un tecito de tilo a la señora, recostada lánguidamente en la amplia y espléndida cama matrimonial, descubrió en el rostro de porcelana una finas arrugas y se le ocurrió cobrarle aquel maldito tiro. Inventó la primera mentira de su vida; con fingido pudor, en tono compungido le dijo a la mujer:
-Señora, no sé como decirle, a mi edad... me da tanta vergüenza, pero ustedes son mi única familia y tarde o temprano lo van a descubrir... estoy embarazada.
Se restregó los ojos simulando secar unas lágrimas ausentes y esperó su reacción.
Vio como una ráfaga de honda ternura cruzaba el pálido rostro de lirio.
La dama de porcelana marchita dejó el té sobre la mesa de noche, la envolvió con una mirada húmeda desde las piernas de azuladas venas pasando por las manos toscas hasta detenerse en el pozo de insondable oscuridad de los ojos que miraban algún punto inexistente, la atrajo hacía su pecho y la abrazó largamente.
****
Se contrató otra criada para que la futura madre no se fatigara.
****
Teresa fue aumentando gradualmente la almohadilla con que disfrazaba su vientre liso y la volvía casi sagrada ante los ojos de la patrona, en cuyas entrañas los años de espera inútil, había plantado una apagada congoja.
No sabía qué final tendría su farsa, pero la disfrutaba. Cuando llegara el momento tal vez desaparecería por un tiempo, para regresar con alguna historia conmovedora.
No le interesaba el final.
Era tan opaca su vida, tan perdida entre platos repetidos semanas tras semanas, el favorito de la señora, el predilecto del señor y ella sin ninguna historia, tan confiable y juiciosa...
Gozaba melosamente fingiendo un andar lento y pesado, sonriendo secretamente a su imagen reflejada en los espejos de la alcoba matrimonial, en los ventanales de vidrios, en los pulidos pisos, y hasta recuperó la memoria de aquel delicioso olor que el rencor había arrinconado en alguna esquina de sus escasos recuerdos.
Sin embargo, con el correr sin pausa de los días fueron disminuyendo las delicias que le ofrecía su gravidez ficticia, obligándola a detener sus pensamientos en el irremediable momento de la verdad.
Un lunes, dos semanas antes del tiempo calculado para el parto de mentira, después de dos noches de insomnio, regresaba temprano a su lugar de trabajo, decidida a contar en algún momento de ese día la verdad.
La tonta historia llegaría a su fin ese día.
¡Cuánta tristeza desvestida de pudor deberá extender como un mapa, y señalar en su intrincada geografía el itinerario de su inútil mentira, para pedir comprensión!
¡Cuántas puertas deberá abrir corazón adentro, para hacerse entender!
Apresuró sus pasos para alcanzar la entrada de servicio, se sentía bien llegando antes que la nueva criada -la mirada de aprobación de la patrona le proporcionaba un placer extra-. Se detuvo sorprendida: bajo la exuberante cascada lila de la santa rita en flor, y la silueta aún imprecisa de las casuarinas se hallaba un bulto extraño: era un gran canasto de mimbre, de lo que usan en las panaderías, cubierto con una franela rosa.
Intuyó su contenido y se le desbocó el corazón; las piernas trenzadas de gruesas sogas azules se le volvió de trapo, y un relámpago estalló en su mente. Por un segundo, pensó en alguna trampa tendida por alguien que conocía su secreto.
Respiró profundamente llenando sus pulmones del aire fresco de la mañana y retornó a la vida, a ese lunes, a esa hora. Miró la calle desierta, el sol asomando como una margarita de oro y se abalanzó sobre el gran regalo y emprendió el camino de regreso a su casa con su cargamento de milagro.
Era una niña recién nacida y un violín.
****
Después del parto siguió trabajando en la casa de los León y su hija se integró sin sobresaltos a la familia.
****
Con el tiempo la niña se convirtió en una virtuosa del instrumento y recorría el mundo ofreciendo conciertos, siempre acompañada del señor y la señora León, sus protectores, quienes con la maternidad de Teresa también llenaron sus anhelos de tener descendencia.
Nadie pregunto sobre el origen del magnífico violín, pero en las noches de vigilia a Teresa le vagaba en la cabeza como un planeta desquiciado, la incandescencia de la clave.
****
Para el Concierto de la Tierra, en Río de Janeiro, venciendo su terror a los aviones, Teresa, acompañó a su hija.
Salió por única vez del pequeño territorio conocido. Y por única vez vio a su niña del violín, como le gustaba llamarla en lo hondo de su corazón, ejecutando el instrumento, ante un gran público que le escuchaba embelesado. Ella también se entregó al sortilegio del sonido. Sintió erizársele la piel por la caricia melódica, sus carnes enteramente atravesadas por las sonoras flechas disparadas desde el arco mágico por las manos brujas de su niña. Tuvo conciencia que su cuerpo perdía peso; con los ojos cerrados fue levitando mientras la música se alejaba y una gran puerta se abría ante ella; un tropel de imágenes volaban acompañándola y un lánguido placer la envolvió como una manta de plumas, al transponer el umbral luminoso.
Las figuras difusas se hicieron claras y concretas: bajo los párpados cerrados por un peso intolerablemente dulce, surgieron recreadas su infancia solitaria, su juventud brincando como aceite hirviente en las venas, el amante desconocido apaciguando sus ansias y luego aquel rencor viscoso amargando su saliva por tanto tiempo.
En el preciso momento de ser tragada por la silenciosa y oscura galería supo la verdad: vio el canasto con su niña en el amanecer amarillento y escuchó aquellas palabras que en los momentos de reposo de sus lejanas noches de amor se le pegara al oído como algo misterioso: STRADIVARIUS.

EN LO OSCURO
* María Pía nunca supo quién fue su madre; de apenas unos días de vida fue abandonada por ella en la vía pública y recogida por la hermana cocinera de la Orden de las Teresas a las cinco de la mañana cuando ésta iba al mercado absorta en sus alegres soliloquios con Dios.
La Superiora arrugó la nariz asociando con quién sabe qué pecados de lujuria a la bebecita arrugada, hambrienta y llorona.
Objetó argumentos aparentemente irrebatibles y dijo: ¡no! aunque en el fondo de su ser sintió un extraño cosquilleo se mantuvo firme con el ¡no! Consultó con el obispo y llamó a una junta a los cooperadores y hasta se reunió con las autoridades civiles y políticas y siguió diciendo ¡no!.
Sin embargo, la niña se quedó en la congregación, porque no hubo razón más fuerte que el silencio obstinado de la cocinera que se volvió sorda y muda ante las explicaciones más exhaustivas sobre los reglamentos, los deberes y las obligaciones de la orden.
Ganó la batalla y luego la guerra.
Y María Pía como la bautizaron en una solemne y sencilla ceremonia, creció entre los aromas de perejil y cebollas, el tufillo del café y la leche derramada, la salsa untuosa recorriendo pasillos y corredores, la menta y el toronjil, el clavo de indias y la vainilla, acunada por el mullido y tibio colchón del regazo inmenso de la cocinera, que a veces en las noches calmaba su desasosiego de niña abandonada con sus pechos castos y vacíos, ofreciendo a Dios su placer de madre sustituta y entregándose entera a ese éxtasis de comunicación tripartita.
María Pía tampoco sabe quién le fue sembrando las hijas en el vientre, pero es feliz desde la punta de los pies hasta la cabellera enmarañada, por haber participado en semejante milagro.
En las noches de su madurez ya no espera ninguna visita que reviente las burbujas de su sangre caliente y espesa, pero siente que el cansancio resbala por su cuerpo como una cascada tibia, al rememorar ese tiempo de prodigio y gozo.
Recuerda nítidamente los olores: el aliento a miel y la piel de alhucema. A veces de azúcar quemada, pegándose a sus enaguas de lienzo blanqueadas con lejía y perfumadas de pacholí.
A María Pía la castidad le revienta las costuras del corpiño, le pone ritmo a sus caderas, le agrega leñas al fuego de sus ojos. Sus hormonas se disparan ante las miradas entornadas y sus nalgas duras se mueven invitando a revisiones más rigurosas.
-¿Quién es el padre del hijo que estáz esperando? Pregunta la superiora con su acento madrileño.
-No sé, siempre es oscuro y no le veo -responde María Pía con su vocecita aún infantil.
-¡Quién ez el padre de tu hijo! Exige la superiora
-No sé. Viene en lo oscuro
-Tienez velaz en tu cuarto, por qué no la prendez
-La prendo, pero él la apaga y no me deja verlo.
-Erez una pérdida, hija, y tendráz que hazerte cargo de tu vida. Cuando te percatez que no ez tan fácil criar un hijo, con velaz o sin ellaz vaz a descubrir quien llega en lo oscuro.
Recuerda el olor y el suave chisporroteo de la vela apagada con la yema de los dedos mojados de saliva. No voltea la cara para ver quién la apaga, no le importa.
****
A María Pía sólo le enseñaron a leer y escribir y la cocinera le dio principios de aritmética elemental, como ella, elemental como ambas.
Aprendió casi instintivamente todos los secretos de la buena cocina, las exquisiteces del bordado y el arte del lavado y planchado.
Su destino era ser cocinera. No discutir ni discurrir sobre apologética. Ni ser maestra.
Cuando su gravidez fue notoria abandonó la casa de las monjas, pero éstas no la desampararon; ellas orientaron sus manos hacendosas para que pudiera sobrevivir con lo que sabía hacer: vendían el pan crujiente que horneaba María Pía, hacían publicidad a las habilidades que tenía María Pía, para dejar esplendorosa de blancura y almidón, sábanas y manteles.
El primoroso bordado de María Pía se hizo famoso y desde lejanos lugares le llegaban pedidos para ajuares de novias.
María Pía contrató una ayudante para satisfacer todos los encargos y luego otra y otra más: 20 kilos de pan de molde, 1.000 pancitos chic para el sábado; una torta gigante de doscientos quilos para la hija del gobernador que se casa el viernes. Dos manteles con 24 servilletas de lino blanco, media docena de sábanas con fundas, bordadas y almidonadas para el jueves 4 de abril y hoy ya es lunes y ese pedido lo retiran a la mañana.
¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Se me reventó la bolsa, llamen a mi madre, la hermana cocinera, apúrense que me estoy partiendo en dos, apúrense a preparar el almidón y almidonen suavemente el juego de cama blanco y celeste y los tres manteles de lino crudo, pongan a hervir agua, quemen la palangana nueva, pongan los manteles bien estirados al sol y recojan antes de que parezcan cuero seco, doblen sin arrugar mucho para que sea fácil planchar.
¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Mis huesos se están quebrando, no quiero ninguna partera sólo mi madre, la hermana cocinera.
¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Un terremoto me está destrozando las entrañas!
Llega la cocinera de las teresas con la enorme blanda panza bamboleándose y los ojos chiquitos y ahogados en lágrimas, llega la superiora con su autoridad asfixiada por una argolla de ternura y llega en una explosión de puerto una marinera arrugadita y roja y echa sus anclas en medio de tantas mujeres conmovidas y desconcertadas.
La superiora olvida la apologética y la gramática, la cultura helénica, los poemas homéricos y los misterios de la trinidad y trata de recordar cómo se corta el cordón umbilical de un recién nacido.
La noticia corre y el obispo en persona llega con su regalo una hora después. La presidenta de la comisión cooperadora teresiana también se hace presente con una bolsa llena de ropas, el secretario del gobernador llega en un jeep repleto de presentes para el recién nacido, y el intendente y su señora esposa, y la comisión de políticos desahuciados y las solteras en reposo, y los últimos anacoretas y los filósofos de fin de siglo y los retirados de la vida mundana y los payasos de un circo de paso también hicieron llegar sus regalos.
Llegaron tantos que la comisión de emergencia nacional construyó al día siguiente un galpón cerrado pero con buena ventilación y luz para guardarlos.
El confitero de la esquina mandó un vale para retirar durante cuarenta días masas y facturas y chocolate caliente y la peluquera de la esposa del gobernador se trasladó con todo su equipo y mobiliario hasta la casita de María Pía para cuidar su cabello que nunca conoció otra tijera más que la de la hermana cocinera.
María Pía tuvo una hija y otras más, abriendo las puertas de las semanas, los meses y los años y dejándola destrancada por las noches para sumergirse en lo oscuro en la gelatina olorosa de miel, alhucema y azúcar quemada que ablandaba sus huesos y derretía su corazón, sin variar la respuesta cuando le preguntan por el padre de las niñas.
Se acomodó suavemente a la vejez, como a los juegos en lo oscuro, pero cuando llega por las rendijas de su puerta el olor de azúcar quemada los recuerdos le brotan como luciérnagas. ¿Quién impregnaba sus enaguas y su piel con ese olor?
A María Laura, María Eugenia, María Candela y María Victoria, le revienta la risa como capullos al amanecer, con las historias de excesos que cuenta su madre con voz apacible.

LA GUITARRA

A mis hermanos: Julio César, Augusto, Juan, Aníbal, Nemecio y Mirta.
* Desde hace algún tiempo, Manuel Barrientos, acaricia de vez en cuando la guitarra. Comenzó por bajarla del gancho del techo donde estuvo colgada más de medio siglo, la limpió y le dio brillo con un lustre casero preparado por él mismo y la volvió a colgar arropada con un gastado camisón de su mujer, dejándola como una anciana trapecista suicida a quien todos miran con asombrada tristeza sin animarse a descolgarla; después compró las cuerdas y renovó las clavijas y desde entonces, una vez al mes arrastra hasta el sitio de la ahorcada la única y enclenque mesa, coloca encima una silla en idénticas condiciones y la baja con inusitada delicadeza, sintiendo los ayes de sus cuerdas como un lamento que se le escapa del pecho. Todavía no se atreve a pulsarla. Todos los días sin que nadie se percate ablanda las articulaciones de sus dedos con salmuera casi caliente. Hace tantos años que renunció al encanto de su son que hasta le parece que fue en otra vida. Desde que murió Naito, su compañero de infancia; juntos recibieron la citación para presentarse como movilizados para la guerra del Chaco el 31 de julio de 1.932 y al día siguiente, antes de la salida del sol ya estaban en la comisaría de su pueblo con el corazón bailando una danza confusa de euforia y tristezas, acompañados de su infaltable guitarra.
Un día particularmente frío de agosto llegaron al Chaco, y la fosforescencia de la primera luz de la mañana les hizo pensar simultáneamente a ambos en un campo lunar sin la presencia de Santiago conduciendo a la virgen y el niño.
Naito como él era el único varón en una familia de mujeres solas, sus madres eran muy amigas y las hermanas de ambos pasaban a ser como una prolongación de sus brazos, tan dispuestas a cumplir o llevar a cabo cualquier tarea, relevándolo a ellos de toda actividad que significara cierta contrariedad o esfuerzo.
Durante las sucesivas revueltas y revoluciones los dos eran protegidos como si sólo sus vidas tuvieran valor, y las mujeres, aun las niñas, lo hacían junto a las madres sin ningún resentimiento, pero cuando llegó la movilización para la guerra, ellas fueron las primeras en decidir que no era posible esquivarle el bulto a semejante responsabilidad, y los dos aceptaron ir sin verbalizar sus sentimientos confusos y contradictorios.
Naito, siempre fue tan frágil, era un muchacho flaquito de mirada transparente y triste. Cantaba como un gorrión, como si su garganta estuviera lubricada de miel, y Manuel pulsaba la guitarra sacando de las cuerdas unos sones tan brillantes que aún en las noches de tormentas producían una extraña claridad.
Era totalmente diferente de Naito: alegre, bromista y mujeriego, con unos ojos tan claros y líquidos y una risa que se derramaba sobre las cosas como si fuera a cubrir de color y alegría todo el suelo que pisaba. Se amaban con un cariño tan sólido, que creían poder protegerse de cualquier desgracia con solo pensarse.
Ambos formaron parte del tercer escuadrón de caballería, y a pesar de que sus camaradas y jefes les daba un trato especial, por ser cantores, Naito enfermó de tristeza.
La canción «Golondrina Fugitiva»su favorita, salía de su garganta cada vez más húmeda de sal. Cantaba ausentándose con su voz, mientras sus ojos de lánguida transparencia navegaba en un río tibio que no llegaba a desbordarse. Ni siquiera su gemelo del alma lograba arrancarlo de ese mundo donde Naito se ensimismaba mirando hacia dentro, entregándose a la contemplación del lejano cuadro hogareño.
Una mañana se levantó y contó con una voz diferente, casi risueña el sueño que tuvo, luego abrazó a su guitarra como aprisionando una cintura y comenzó a rasguearla; las notas de «golondrina» brotaron como miel derramada sobre una superficie de cristal y su voz sonó aguada de transparencia. En la segunda estrofa la guitarra cayó blandamente, desprendiéndose del abrazo con un rasguido lastimero, su hermano del alma corrió a socorrerlo, él le miró con sus grandes ojos y le dijo:
-En el sueño de anoche la bala me destrozó el corazón -y cerró los ojos como atacado de un sueño repentino.
Esa noche Manuel Barrientos, fue alcanzado por una granada que le dejó las dos piernas inútiles para siempre, pero no le mató la capacidad de festejar la vida como una fiesta irrepetible.
Después de dos años en el hospital, volvió a su valle con el recuerdo de Naito, como una herida incurable pero decidido a rendirle el homenaje, el único posible: su insobornable alegría.
El día de su boda colgó la guitarra y nunca volvió prestarle ninguna atención.
Hace un año tuvo un sueño en el que se encontró con Naito, y en el pequeño tiempo del sueño transcurrió la vida completa de ambos; vagaron por los arroyos, por los bosquecitos de guavira y ñangapiry y los campos comunales -que ya no existen-, de su infancia; quemaron mboroviré junto a las protectoras mujeres de su tribu; fabricaron la primera guitarra con la caparazón de un tatú, y las cuerdas de alambres; sintieron la emoción del primer pantalón largo, la desazón de la adolescencia y la languidez temblorosa del primer encuentro amoroso; llevaron serenatas y compartieron la responsabilidad de ser cabeza de familia, reventaron las primeras ampollas de sus manos y se refrescaron mutuamente las espaldas ardidas de sol, juntos recibieron en Casanillo los fusiles sin balas que les fue entregado, Naito absurdamente tiró el arma y desapareció por un instante para retornar endomingado de camisa y pantalón blancos, y pegando su boca al oído de Manuel le invitó a salir de la formación, caminaron sin que sus pies tocaran el suelo hasta un campo de arroz, allí le entregó una hermosa guitarra y le dijo:
-Te espero allá para una serenata -y Manuel Barrientos se despertó llorando.
Desde entonces esta desentumeciendo sus dedos y sus recuerdos y sabe que el día que pulse de nuevo la guitarra irá a reencontrarse con Naito, el amigo que no soportó la guerra.
.
DE-LIRIOS

Si luchamos contra las injusticias ya estamos realizando milagros...
(Victoriano Centurión, dirigente campesino)

«Los lirios son plantas herbáceas, vivaz, de la familia de las iridáceas, con hojas radicales, erguidas, ensiformes, duras, envainadoras y de tres a cuatro decímetros de largo; tallo central ramoso, de cinco a seis decímetros de altura; flores terminales grandes, de seis pétalos azules o morados y a veces blanco; fruto capsular con muchas semillas, y rizoma rastrero y nudoso.» Lee en silencio moviendo apenas los labios.
Siempre sintió fascinación por esta planta. Desde el vientre de su madre cuando aún era un pez de memoria cósmica creyó tener algo de ella; en la medida que fue creciendo en esa agua blanquecina y comenzó a mover los brazos y las piernas diminutas percibía esas extremidades como las cintas verdes que son sus hojas. Su rancho es un bote varado en un mar de lirios azules, morados y blancos, que con su lánguido perfume nocturno convierte en lana suave sus músculos agarrotados de cansancio; florecen también con modestia los hediondos, esos lirios tan bellos y tan tristes con sus seis pétalos azules y amarillos prisioneros en su olor nauseabundo.
Envuelto en esa mezcla de olores, mientras sus ojos descansan en la superficie azulamarillo de la alfombra de pétalos, rememora aquella cacería. Desde el fondo de su ser siente subir un líquido tibio que brota del gotero diminuto de sus ojos mojando su cara morena con una lluvia salada de ternura y nostalgia por los que cayeron: Estanislao, Mario, Secundino, Gumercindo, Adolfo, Feliciano, Reinaldo, Federico, Concepción y Fulgencio. Los imagina abrazados como hermanos queridos en alguna fosa ignorada. Era él quien debía ser cazado pero su cuerpo, una vez más, se opuso a la muerte con tanta fuerza, que produjo el milagro de extraviar a los perseguidores. Tras sus pasos brotaban estos herbáceos ya florecidos y su aroma llenaba de congoja y desconcierto a los acosadores, que iban abriéndose camino a machetazos.
Veía desde su escondite, como apenas dejaban un claro para dar un paso volvían a brotar más profusas aún y las hojas amputadas parecían látigos teñidos de sangre. Dentro de esa maraña sanguinolenta donde los rasguños y las lágrimas se llenaban de flores poniendo en el aire un olor dulzón y triste llegaron, con su jauría de perros. Por un momento perdió las esperanzas; una perra corrió directamente hacia el matorral que lo escondía -tan precariamente que más que un fugitivo condenado a muerte parecía estar jugando- y en vez de ladrar denunciando su presencia gimió como lastimada un momento, y luego se marchó con la cola entre las piernas. Pasaron sin percatarse de su presencia.
Fue entonces que supo con certeza que su cuerpo no era solamente un amasijo de músculos, con una red de nervios, venas y huesos envueltos en cristal líquido, sino además estaba compuesto de lirios y palabras nunca pronunciadas, de intensos miedos, de heroísmos, cobardías y posibilidades de gozo corriendo por canales misteriosos.
Recibió el primer signo de milagro cuando maniatado lo dejaron en el cuartito destinado a los interrogatorios.
Mientras decidían, truco mediante, quien elegiría la forma de matarlo después de ser interrogado, el prisionero mirando el extenso mandiocal desde la ventana de su improvisada prisión no podía convencerse que ese día era el último de su vida: siempre supuso que la muerte le daría alguna señal antes de venir a buscarlo y hasta ese momento no había percibido ningún indicio de su cercanía; sin embargo no tenía escapatoria; los verdugos estaban sorteando su vida con un mazo de barajas y quien ganara el juego decidiría de qué manera acabar con él. Cerró los ojos resignado a morir a destiempo, cuando sintió que sus ligaduras se aflojaban como si se hubiera reducido el tamaño de su cuerpo, se paró y la soga cayó blandamente, entonces saltó por la ventanita y echó a correr en zigzag entre los liños despeinados. Segundos después todos corrían tras él recriminándose unos a otros no haberle puesto una bala en el corazón en el momento oportuno, y entre las órdenes gritadas con furia escuchó que alguien ingenuamente decía: -él co tiene luego un paje muy poderoso, y la bala no le entra en el cuerpo. Sólo alguien que tiene un poder más poderoso puede acabar con su vida -otra voz agregó. El que se le enfrente no debe mirarle a los ojos, porque su mirada tiene magia. Las voces fueron acalladas por dos sonoros manotazos, y un crujir de dientes rotos; él corría aturdido por los ladridos furiosos de los perros, los estallidos ininterrumpidos de las balas y el humo de pólvora que teñía de gris el atardecer poniendo en su garganta un cosquilleo que pugnaba por convertirse en estornudo, hasta que sus pies entorpecidos de cansancio tropiezan con una mata y cae y queda allí enroscado como una serpiente, y a medida que los escucha acercarse se le vuelve veleta el pensamiento. Quiere creer que sus compañeros están a salvo, por lo menos los niños y las mujeres; escucha el fragor de su sangre bombeada por el corazón que salta dentro del pecho como un gran pez agonizante; recuerda el pizarrón como una superficie líquida donde navegan las tres proposiciones escritas y el nombre de quienes se inscribieron para llevarla a cabo. La decisión unánime de que un grupo llegara a la capital a reclamar con las formalidades del caso el pedazo de tierra que generosamente había parido el maizal, amarillo en ese entonces por las espigas florecidas, la melena rizada de las alubias peinada por la brisa del amanecer y la certeza fugaz de estar en el camino apropiado. Más que ver imagina el tropel azorado de los soldaditos arrastrados a aquella persecución. ¡Cuántos de los que corren tras él serían como sus hijos y como los hijos de sus vecinos!: pobres, atorados de necesidades e injusticias; impúberes arreados en canchitas de potreros o boliches sin memorias, y siente con más fuerza aún que la tierra no debe ser sólo el pedacito minúsculo de la sepultura sino el espacio preñado de bienestar posible, fue entonces que vio el monte de lirios florecidos tras sus pasos y descubrió que los arañazos se iban llenando de flores rojas y que el milagro era posible, por segunda vez en tan poco tiempo.
La claridad del día se fue y una lluvia torrencial desaguó el cielo entre rayos y centellas poniendo unos lamparones súbitos en la negrura del montecito que había logrado alcanzar arrastrándose como un lagarto desde el mandiocal mientras en sus oídos zumbaba el tambor de su corazón mezclado a los gritos de sus perseguidores.
Vencido por el cansancio se acomodó en el hueco de un árbol caído y entró en un profundo sueño; le despertó una mano que le sacudía del hombro con suavidad, era una mujer que le llevaba noticias y comida; así se enteró que hacía tres días que estaba dormido y que la batida inexplicablemente se había trasladado a otros sitios.
Durante dos semanas, esa mujer de quien sólo sabía que en medio de la angustia de la balacera y los allanamientos había dado a luz, sola y a los apuros, un sabio pequeñín que lloraba en sordina, le mantuvo informado y alimentado, le contó de los muertos y del miedo oscuro que se instaló en las gargantas como un líquido viscoso y asfixiante. Él tratando de corresponder tanta generosidad le ofrecía hierbas prodigiosas que aquietan la tristeza, para que no se le cortara la leche, emplastos de grasa de animales silvestre para los retorcijones de barriga, raíces milagrosas para dolencias múltiples del cuerpo y del alma, oraciones para desagusanar terneros, curar ojeos y aliviar el dolor de muelas; cortezas aromáticas para sahumerios del buen amor. Le enseñó las claves para descifrar el canto de los pájaros y el comportamiento de los animales domésticos, le escribió en el suelo las palabras sacramentales para deshacer la envidia y exorcizar embrujos malignos, y una noche guiado por ella se acomodó en la baulera de un auto y salió a buscar asilo.
Por las rendijas del capó destartalado vio la bóveda de terciopelo azul oscuro sembrada de perlas y diamantes como un muestrario de joyero y supo que volverá para morir sin sobresaltos bajo ese mismo cielo estrellado; esa certeza aquietó su pulso, licuó su saliva espesa, languideció sus párpados y le condujo al territorio del sueño.
Todavía dormido llegó hasta una embajada y quince días después voló aturdido, sobre espesas nubes de algodón a un país donde los pobres vivían amontonados en los cerros hasta que cualquier día eran arrastrados por temporales furiosos con sus cachivaches de latas y sus niños eternamente resfriados.
El sitio duró tres meses y los niños de «campo lirio» -como le bautizaron las gentes al lugar- perdieron el hábito de jugar y comer frutas silvestres, horrorizados por los pájaros de metal que llenaban de temblor sus frágiles huesos y taponaban sus oídos con una cera de silencio y sólo se sabía de sus existencias por el zumbido de abejas con que tarareaban bajo las camas con los labios apenas despegados «pan y bolito querosén iyescaso no hay caso, no hay caso, no hay caso».
Las mujeres grávidas enterraron sus sietemesinos muertos de susto entre las matas de lirios y los ancianos se echaron a dormir en los campos arados que esperaron inútilmente las semillas.
El lirio fue proscripto por el general en florerías y en clases de botánica y floricultura; también fueron desterradas antiguas costumbres como la serenata y el rosario cantado; el tupaitu y la misa de gallo.
Muchas palabras del diccionario y algunos léxicos populares fueron halladas culpables de sedición y condenadas por los jueces a varios años de cárcel; unas cuantas murieron en prisión y otras salieron muy debilitadas sin ánimo para prestar ningún servicio; por lo tanto los habitantes tuvieron que inventar en su reemplazo señas y morisquetas que también fueron condenadas y al final sólo quedó un silencio incómodo que poco a poco fue llenándose de nuevos y quebradizos vocablos cuyos significados a nadie importaba, porque eran fugaces, y podían ser cambiados según la ocasión y la conveniencia. Pero el general también fue proscripto por otro general de sonrisa campechana y cabellos teñidos, en una noche de fiesta patronal entre tanques y morteros, mientras un cantante de boca de durazno cantaba boleros para delicia de romanticonas viejas que le escuchaban embelesadas desde los balcones.
Entonces las puertas cerradas por tanto tiempo se abrieron y la risa salió a la calle a sentarse en los bancos de plazas, para que los fotógrafos la capturaran con sus cámaras, las lágrimas se cristalizaron en los rostros como diamantes sin pulir y alguien puso en las manos de San Blas una pantalla gigante de caranday, para espantar el calor de tantas velas prendidas a su nombre borrado del santoral y súbitamente reivindicado como patrono milagroso.
Entre quienes entraron en tropel alegre, embriagados por el perfume de los jazmines y las madreselvas, y el bultito de recuerdos guardados en los resquicios profundos de sus memorias, también él regresó.
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Cada vez con más frecuencia el invierno se demora en sus huesos, pero su corazón de primavera florece entre tantos lirios, recogidos a brazadas llenas para ser enviados en furgones refrigerados a los centros urbanos, y, envueltos en celofán y cintas poner color y aroma a grises oficinas o adquirir un lenguaje propicio para el amor o los adioses -por aquellos niños silenciosos que cantaban con los labios apenas despegados debajo de las camas «pan y bolito...» convertidos en mujeres y hombres, con sueños simples y rotundos. Siente que el aire se llena con la sonoridad de sus risas, y entra en su sangre como un sonajero de promesas que poco a poco se aquieta mientras cae la noche y el cielo se llena de puntos brillantes como un muestrario de joyero.
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  • La niña del violín / En lo oscuro / La guitarra / Me eligió a mí (a Nimia) / La pruebera / Insomnio (a Luli) / Espanto / De puro susto / Medianoche / Jaque mate / Querida Elsa / Se cubrió de silencio / Única decisión / Re-cuerdos queridos / Un lindo nombre / De golpe y porrazo / De-lirios / Juan Laguna / Catarsis
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