LA REVOLUCIÓN DE LOS COMUNEROS
DE CASTILLA Y EL LEVANTAMIENTO DE LOS
COMUNEROS DEL PARAGUAY
Autor: VIRIATO DIAZ-PEREZ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición especial de Editorial Servilibro
Para ABC COLOR,
Colección Imaginación y Memorias del Paraguay (11)
© De la introducción: IGNACIO TELESCA
Editorial Servilibro,
Asunción-Paraguay,
2007, 118 páginas
DE CASTILLA Y EL LEVANTAMIENTO DE LOS
COMUNEROS DEL PARAGUAY
Autor: VIRIATO DIAZ-PEREZ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición especial de Editorial Servilibro
Para ABC COLOR,
Colección Imaginación y Memorias del Paraguay (11)
© De la introducción: IGNACIO TELESCA
Editorial Servilibro,
Asunción-Paraguay,
2007, 118 páginas
INTRODUCCIÓN
1721-1735: PARAGUAY SUBLEVADO
** Estamos acostumbrados a comprender el trasfondo de las revueltas comuneras como la disputa secular de los asuncenos contra los jesuitas, pero nos olvidamos la razón de ser de esa contienda: la lucha por la mano de obra indígena.
** En el Paraguay colonial existían dos modelos para controlar y disponer de los indígenas: el sistema de la encomienda y el de las reducciones. Las primeras reducciones, sin embargo, fueron pensadas para agrupar a los indígenas encomendados, y es así como surgen los “pueblos de indios”: Ypané, Altos, Itá, Yaguarón, por ejemplo. La novedad introducida por los jesuitas fue la de que los indígenas que pertenecían a sus reducciones no irían a trabajar en las encomiendas de los asuncenos.
** No olvidemos que Paraguay era una provincia que dependía del Virreinato del Perú, era extremadamente pobre y estaba aislada del centro del poder que era Lima. En estas circunstancias, la mano de obra indígena era vital para la subsistencia de la población, y los jesuitas tenían muchos indígenas a su cargo. Para los años de las revueltas, entre 1721 y 1735, de los 55.000 indígenas que había en la provincia los jesuitas poseían 48.000. Con estos datos, no es difícil comprender porqué los asuncenos no veían con buenos ojos a la Compañía de Jesús, y se los acusara de ser la causa de su ruina económica.
** Además, no debemos olvidar que las encomiendas no eran eternas, sino que duraban por dos generaciones y tenían que volver a otorgarse a nuevos vecinos, y la persona encargada de otorgar las nuevas encomiendas era el mismo gobernador. Es decir, éste tenía en sus manos la posibilidad de “beneficiar” a algunos y “perjudicar” a otros. Es claro que con cada nuevo gobernador, dos grupos irían a formarse, el de los beneficiados y el de los perjudicados, acusando siempre estos últimos al gobernador de favoritismo. Estos dos grupos unirán fuerzas cuando los beneficiados no sean ninguno de los asuncenos, sino la misma Compañía de Jesús.
** Ya tenemos, entonces, los ingredientes políticos y económicos que encenderán la mecha de las revueltas comuneras.
** Sin embargo, y anca está de más insistir, los verdaderos protagonistas, los indígenas, están ausentes del relato. Ellos eran los verdaderamente explotados, y la económica no es la única forma de explotación. Demás está decir, que los indígenas tampoco se mantuvieron pasivos, sino que su estrategia fue siempre la de huir tanto de los "pueblos de indios" como de las reducciones jesuíticas. Un dato puede resultar ilustrativo: en 1761, veinticinco años después de las revueltas comuneras, la población indígena de la provincia del Paraguay, incluidos "pueblos de indios" y reducciones jesuíticas, representaba el 63% de la población total. Veinte años más tarde, en 1782, y habiendo ya sido expulsados los jesuitas del territorio español, esta misma población indígena sólo llegaba al 31 % de la población total. No hubo ningún genocidio indígena, ni una ola migratoria europea, sino que los indígenas aprovecharon las circunstancias propicias para escaparse de sus respectivos pueblos y mezclarse con el resto del campesinado pobre y mestizo que vivía desparramado en los campos del Paraguay. Pero esta historia, aún espera su historiador, o historiadora.
** Las revueltas de los comuneros, sin lugar a dudas, son un hito en la historia del Paraguay. A pesar de esto, es uno de los temas menos investigados en nuestro medio. La obra de Viriato Díaz-Pérez fue pionera en Paraguay y es el resultado de unas conferencias que pronunció en el Instituto Paraguayo entre mayo y octubre de 1921. Aunque parezca increíble, no mucho más se ha investigado sobre el tema. Poseemos dos conferencias, una de Justo Pastor Benítez en el II Congreso Internacional de Historia de América de 1937, y otra de Julio César Chávez en el III Congreso Internacional de Historia de América de 1961. Otros autores, como Susnik y Garavaglia, entre otros, han abordado el tema en obras mayores brindando nuevas interpretaciones; sin embargo, el único libro que aborda específicamente el tema con cierta profundidad fue escrito en inglés y por un puertorriqueño, Adalberto López (The Revolt of the Comuneros, 1721-1735, Cambridge, 1976), del cual no hay traducción castellana.
** Por las razones mencionadas, la re-edición de la obra de Viriato Díaz-Pérez tiene un objetivo doble: por un lado, rescatar una obra capital de nuestra historiografía, y por el otro incentivar a los investigadores nacionales a que sigan profundizando en este aspecto tan central de la conformación del Paraguay.
VIRIATO DÍAZ-PÉREZ Y SU OBRA
** Viriato Díaz-Pérez nació en Madrid en 1875 y se doctoró en Filosofía y Letras en la Universidad Central de la capital española cuando tenía 25 años. Formó parte de la famosa generación del 98, y trabajó intensamente en la vida intelectual madrileña de esos años; se carteaba, por ejemplo, con el autor de PLATERO Y YO, Juan Ramón Jiménez. Estaba también relacionado con el Paraguay a través de la familia Campos Cervera, y al punto que Hérib, padre, se casa con Alicia Díaz-Pérez, hermana de Viriato. Este hecho, y el que haya sido nombrado en 1903 Cónsul General del Paraguay en Madrid, cambiaron los intereses y los rumbos de Viriato Díaz-Pérez.
** Para 1906 ya lo tenemos en Paraguay e inserto dentro de la elite intelectual asuncena. A semanas de llegar fue nombrado director del Archivo Nacional de Asunción y a él se debe la encuadernación de cinco mil volúmenes con los documentos del archivo. Este trabajo lo puso en estrecha relación con otro gran intelectual de la época, Juansilvano Godoy; fruto de esta relación fue el casamiento de Viriato con Leticia, hija de Juansilvano.
** Viriato también se desempeño como director de la Biblioteca Nacional y estas actividades se complementaban con la docencia y con la labor periodística. Tanto fue su aporte a la Universidad Nacional, que ésta lo nombró Doctor Honoris Causa. Su obra escrita es extensa y variada, alcanzando los 30 volúmenes: abarca temas de lingüística, filosofía, literatura, ética, e historia, entre otros. Como bien diría Efraim Cardozo, "pocos se entregaron, de entre los extranjeros, tan completamente a la docencia cultural como Viriato Díaz-Pérez".
** Cuando Viriato Díaz-Pérez ofreció sus conferencias en el Instituto Paraguayo en 1921, ya hacía quince años que estaba al frente del Archivo Nacional, por lo tanto conocía y manejaba toda la documentación que se hallara en dicho repositorio a la perfección. Si bien por la naturaleza de una conferencia hablada no hay notas a pie de páginas ni citas a documentos específicos, podemos, sin lugar a dudas, dar por supuesto que todo su escrito está basado en una sólida documentación.
** Sin embargo, la originalidad de la obra de Viriato Díaz-Pérez y su aporte más claro es el de ubicar las revoluciones comuneras en el contexto de los levantamientos americanos y peninsulares. Su mayor aporte, entonces, es llamar la atención sobre el hecho de que es imposible comprender en su totalidad las revueltas comuneras paraguayas si a éstas no se las relaciona con las de las comunidades españolas en el siglo XVI.
** Entonces nuestro autor va conduciéndonos muy pedagógicamente dentro de su esquema. Nos introduce en la España del 1500, y nos explica cómo estaba organizada la sociedad en esa época. Analiza con nuevos ojos la figura de Carlos V y hasta llega a afirmar que su grandeza, para España, fue fatal. Argumenta Viriato Díaz-Pérez que toda la actividad de Carlos V se hizo de cara a Europa y de espalda a España y América. Esto hizo que no se atendieran los reclamos de las comunidades, las cuales terminaron levantándose a lo largo de toda la península. Con fina agudeza nos introduce dentro del "sentir comunero" compartiendo las cartas que entre los mismos líderes se enviaban.
** Luego de explicar el surgimiento y la represión del movimiento comunero peninsular en el siglo XVI, da el salto y nos ubica en el contexto americano. Sólo así, insiste Viriato, vamos a comprender más acabadamente lo sucedido en Paraguay. Revolución comunera que desarrolla en los dos últimos capítulos de la obra y resume brillantemente lo acontecido entre 1721 y 1735.
** Sin embargo, él es consciente de que está sólo abriendo la temática, invitándonos a tomar la posta. En sus palabras: "Porque para una exacta comprensión de los hechos que integran el caótico período durante el cual se produce la célebre Revolución Comunera del Paraguay, sería preciso realizar una revisión de los numerosos problemas no resueltos y de las emergencias no suficientemente estudiadas, que rodean al interesante momento histórico".
** Podemos afirmar, por lo tanto, que la lectura de la obra de Viriato Díaz-Pérez no sólo es fundamental para todos a quienes nos interesa la historia del Paraguay, sino también para aquellos investigadores que quieran arrojar nuevas luces sobre este tema central de nuestro pasado.
NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN
** Hemos seguido la primera edición de 1930, cuyo título era Las "Comunidades peninsulares" en su relación con los levantamientos "Comuneros" americanos y en especial con la "Revolución Comunera del Paraguay", de 290 páginas y editada por la Librería Internacional, que pertenecía a Santiago Puigbonet y estaba ubicada en la calle Palma 78. Se han actualizado la ortografía y la puntuación. Como ésta es una edición con fines principalmente divulgativos se ha tenido que acortar el texto, aunque no en gran medida. Puntos suspensivos entre corchetes ((...]) significan que se ha cortado algún párrafo. Los últimos capítulos que se refieren a la revolución comunera en Paraguay se han mantenido tal cual la edición original. Por otro lado, el prefacio de esta presente edición figuraba al final de la edición de 1930.
IGNACIO TELESCA
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ÍNDICE
Propósito: Rubén Bareiro Saguier - Carlos Villagra Marsal
Introducción ( Ignacio Telesca)
Prefacio
Capítulo I: Estado cultural de España en los días de las Comunidades
Capítulo II: Estructura de la Comunidad
Capítulo III: El conflicto entre la libertad y el autocratismo
Capítulo IV: Los Comuneros y Carlos V
Capítulo V: El movimiento comunero
Capítulo VI: Las germanías de Valencia
Capítulo VII: Continuación del movimiento comunero, hasta Villalar (23 de abril de 1521)
Capítulo VIII: Villalar en la historia de la libertad
Capítulo IX: La Revolución Comunera del Paraguay (Antecedentes)
Capítulo X: La Revolución Comunera del Paraguay) (Desarrollo)
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CAPITULO III
EL CONFLICTO ENTRE LA LIBERTAD Y EL AUTOCRATlSMO
El democratismo en las páginas de Las Partidas y en las del Fuero Juzgo.– La libertad religiosa en la España anterior a los Austrias.– La Pragmática de Arévalo, de 1443, documento único en la historia del siglo XV.– La sorprendente tolerancia religiosa hispana de la época.– La Intolerancia, como la Inquisición y el Absolutismo, penetran en España desde el extranjero venciendo enormes resistencias internas.– Carlos V y el extranjerismo. Una contemplación inusual del grande y fatal Emperador.– La dinastía austriaca.– Carlos V aunque representativo de la casa Austria-Borgoña, no es un austríaco sino un francés.– El afrancesamiento hispano debido a la casa de Borgoña, según Antón del Olmet.– Incompatibilidad de las tradiciones liberales peninsulares y el autocratismo de Carlos V.– Incomprensión del pueblo español por parte del Emperador.– Torpeza de los primeros actos de éste.– Aristocracia y favoritismo.– La protesta castellana.– El burgalés doctor Juan Zumel, símbolo del descontento.– En Burgos se repite el Juramento del Cid.
Hemos entrevisto resplandores de libertad, gestada en las viejas asambleas populares de Castilla y León, iluminando las tinieblas del siglo XII. Hemos oído hablar de fueros y derechos y comprobado la entereza y tenacidad con que los recabaron, el pueblo y las distintas instituciones organizadas frente al señor feudal, omnipotente e inaccesible en otras naciones. Y hemos especialmente señalado, – literatura y lirismo aparte – cómo dicho sentimiento de sana y honesta libertad venía entretejido fuertemente y bien de antiguo en el alma íbera trasuntándose en sus costumbres, leyes e instituciones.
Le hemos encontrado en las pergaminosas páginas de Las Partidas, como pudimos hallarle en los vetustos folios del Fuero Juzgo visigodo, el código venerando, donde el curioso de nuestros días podría descubrir entre la torpeza y balbuceo de la ruda y tosca fabla [4] romanceada, antiquísima, anticipaciones de un democratismo desconcertante.
«La Ley govierna la cibdad – dicen aquellos remotos legisladores de los Concilios de Toledo – e gobierna a omne en toda su vida, e así es dada a los barones cuemo a las mugieres; e a los grandes cuemo a los pequennos; e así a los sabios cuemo a los non sabios; e así a los fijodalgo cuemo a los villanos e que es dada sobre todas las otras cosas por la salud del principe e del pueblo, e reluce cuemo el sol en defendiendo a todos» (Ley 3; t, 2; lib. I).
Y dicen también, (en la Ley 2, t. 1º «fecha en no octavo concello de Toledo», vale decir en el año 653) estas palabras estupendas:
«Faciendo derecho el rey, debe aver nomme de rey: et faciendo torto, pierde nomme de rey. Onde los antiguos dicen tal proverbio: rey serás, si fecieres derecho, et si non fecieres derecho, non serás rey...».
¡Y hay quienes se obstinan en dudar – autenticidad aparte – hasta de la posibilidad del famoso y discutido juramento aragonés, existiendo antecedentes como los de estas indubitables palabras!
Pero aun hemos visto más; a saber: cómo hasta la misma libertad religiosa que algún día llegaría poco menos que a extinguirse en la Península – cuando los Felipes hicieron de ella la ciudadela del catolicismo contra la heterodoxia – cómo hasta la misma tolerancia, aún hacia los credos exóticos y entonces aborrecibles de los grupos orientales perseguidos, tuvo en España su honroso momento de gloriosa realidad del que hay tan interesantes vestigios en las leyes, en las costumbres, en la literatura. Existe, por ejemplo, aunque casi nunca sea mencionada, la célebre Pragmática dada en Arévalo, en 1443, por Don Juan II de Castilla. «Es un documento único en la historia del siglo XV», según dice Nido y Segalerva (y nosotros diríamos único en la historia antigua) en el cual el rey castellano toma bajo su guarda «como cosa suya e de la sua cámara – tales son sus palabras – el amparo del pueblo judío».
¡Qué distancia entre los sentimientos hispanos de esta famosa Pragmática, y los romanistas y ultrapirenaicos [5], que ya desde los Reyes Católicos, se infiltran en el ambiente nacional, hasta adueñarse de él, transformarle y hacerle propicio a la persecución, la intolerancia y el Santo Oficio!
Pues bien, y una vez más quede ello consignado: merced a aquella antigua tolerancia, y al calor de aquella prístina libertad, defendidas con energía y tesón por reyes y súbditos, fue creándose, aun entre los obstáculos gigantescos de la Reconquista, la grandeza hispana y hasta fue posible que se destacasen los reinos españoles entre los demás de su tiempo.
Sin macular, sin menoscabar en nada su piadoso y sincero cristianismo, supieron los antiguos reyes hispanos convivir humanamente con propios y extraños. Y supieron algo mas, que posteriormente vino a ser cosa inconcebible: ser hospitalarios con aquellos sabios emigrados de Oriente que en sus libros de ciencia importaban los secretos, ignorados en Europa, de las viejas civilizaciones índica y egipcia, caldea y helénica, árabe y hebrea, haciendo de Sevilla, Toledo y Córdoba, emporios sorprendentes de cultura, y de España puerta por donde penetra el saber oriental en Europa.
Venían entonces a las hispanas Academias, célebres en la cristiandad, los estudiosos de otras naciones y de ellas salían hombres que, como Silvestre II, el Pontífice, habían sido educados en España por moros y judíos, los cuales podían ser españoles en una patria aun tolerante, amplia y común. (Nido y Segalerva. La libertad Religiosa, Madrid, 1906).
Era entonces proverbial la hispana tolerancia, de la que – entre otras autoridades – hablan extensa y calurosamente Renan y Michelet, en varias de sus obras (El porvenir de la Ciencia, Averrores y el Averrorismo, La Bruja), cómo eran proverbiales sus libertades; porque ¡oh ironía de los tiempos! todavía el Santo Oficio, no había penetrado en tierra española, ni aún se había encendido en ella el odio a los judíos, ni a la «herejía», odio, que – observemos y registremos el hecho curioso y significativo –, se introduce en la península, infiltrándose por Aragón, con el rey Don Fernando, y transmitido desde el Mediodía de Francia, donde ya se había ensañado con los Albigenses y otros creyentes desgraciados.
Vino, pues, de afuera a Castilla, el virus de la intolerancia, como el mal del absolutismo, como las tendencias antidemocráticas, contra las cuales se levanta en movimiento de protesta nacional la cruenta guerra de las Comunidades. Y penetró no sin resistencia este mal del despotismo anti-íbero, transmitido por la extranjería y por el romanismo primero por una debilidad lamentable que constituye la única sombra del reinado de los Reyes Católicos y, finalmente, por designio del destino que, al extinguir la vida y la razón de los que habían de ser nuestros gobernantes, hace posible el advenimiento de monarcas extraños a nuestro suelo, tradiciones y anhelos históricos.
Del primero y más grande de ellos, el Emperador Carlos Quinto, vamos a ocuparnos en esta ocasión, sino extensamente, tampoco al modo usual – permítasenos decirlo, ya veremos en razón de qué –; hay un aspecto de su personalidad que es para nosotros de imprescindible necesidad estudiar, si hemos de pretender explicarnos algunas características del momento histórico que venimos investigando.
En cuanto a la originalidad a que aludimos, claro está, que no será nuestra, sino de la escuela, por así decirlo en que vamos a apoyarnos. Maestro inimitable, en ella es el brillante escritor don Fernando Antón de Almet, Marques de Dos Fuentes, en cuya obra Proceso de los Orígenes de la Decadencia española, vamos por un momento a inspirarnos.
De los hechos que sostiene el culto investigador Antón de Olmet – con más bríos y también con más arte y modernidad que otros émulos suyos – podría deducirse y afirmarse que un torpe e intempestivo extranjerismo vino siempre en España a interrumpir, a desviar, el curso natural de la verdadera historia nativa; extranjerismo que más de una vez reaparece en nuestro pasado, ya en los días de Alfonso VI con la introducción del Rito Romano que altera la estructura íbera de la Iglesia española e inicia instantáneamente las persecuciones religiosas; ya en el reinado mismo de Isabel y Fernando, a quienes acusa Olmet de haber contribuido a introducir en España el absolutismo, (con el Santo Oficio, el Monarquismo absorbente y la expulsión de los judíos), y el espíritu romanista y cesáreo.
Claro está, que aun hubiera sido excusable en homenaje a indiscutibles virtudes y elevados anhelos que todos conocemos, el atenuado autoritarismo de estos reyes españoles; o, de los que en lo sucesivo hubieran podido ir armonizando – al modo hispano – las tradicionales libertades y la especial organización de los estados españoles, con las nacientes tendencias de aquella época en Europa, encaminadas, como es sabido, hacia el monarquismo absoluto, hacia la constitución de grandes imperios, el primero y más extenso de los cuales había de ser el del mismo Carlos V.
Pero, es curioso y digno de ser mencionado, el hecho de que, España tuviera la desdicha de ver contrariados sus más íntimos y arraigados anhelos históricos y étnicos por mano extraña que en holocausto a intereses nebulosos y ventajas no pocas veces quiméricas y más bien de índole externa, que fundamental e íntima, vinieron a deshacer de golpe y sin compensación positiva la penosa y sabia labor de la raza a través de los siglos, desviándola de sus ideales y torciendo el curso claro y natural de la Historia.
Sería de una vulgaridad imperdonable, y de un simplismo unilateral, anacrónico en nuestros días de historia y critica con pretensiones cienticistas, el incurrir en la defensa de figuras históricas, o en ataques a personalidades excelsas, por lo demás definitivamente consagradas por el inapelable tribunal de los siglos. Grande y genial fue Carlos V. Su figura en la historia universal es única: no cabe acerca de ella ni el líbelo ni el panegírico; pudiera decirse acerca de este genuino héroe carlilano que la grandeza de su gesta integral le colocó más allá de la censura y de la loa, pues fue la de un verdadero hombre representativo y simbólico. Los hechos de sus días son grandiosos cuando no decisivos; las hazañas de sus súbditos, estupendas, fantásticas, rayanas en lo maravilloso de los libros de Caballería; las que el César acomete y gloriosamente remata, brillantes y transcendentes... Grande este monarca, en suma, en su vida hazañosa, que supera en lo rutilante mismo, la de un clásico Imperator pagano, lo es también en su muerte en el retiro monacal del caserío extremeño de Yuste, donde el que fuera Majestad Cesárea quiere contemplar sus funerales en vida, y se desprende, no ya de todo poder terreno sino de esta vida misma, con la grandeza alegórica de una parábola cristiana, evocando en los espíritus a través de los siglos, la meditación, como una página de Kempis...
Pero, en realidad, por encima de todo, por sobre la grandeza histórica y estética de este Emperador, padre de Felipe II, está, desde el relativo pero también respetable punto de vista hispano, el hecho incuestionable de que, para España, su misma grandeza fue fatal.
Ha dicho, con razón, el erudito historiador y crítico, Picatoste, en su Estudio sobre la grandeza y decadencia de España en el Siglo XVII (Parte II) que: «En los hechos históricos como en los físicos, hay que tener en cuenta el impulso primitivo, y, la velocidad adquirida. Una pequeña variación de la aguja lanza un tren por un nuevo camino, precipitándolo tal vez un pequeño impulso: una pendiente llega a ser, al final, una fuerza enorme. Carlos V fue el primer impulso: su política fue la aguja que varió la dirección de nuestra patria, equivocadamente».
Nada más cierto. En realidad y desde un punto de vista elevado no fueron malos ni mediocres gobernantes los Austrias. Grandes fueron Carlos V y Felipe II; Felipe III y Felipe IV fueron reyes caballerescos, cultos, artistas, laboriosos, y no exentos de bondad... Pero aquella desviación inicial de que hablamos, les fue conduciendo por rumbos, peligrosos por lo menos, y desde luego contrarios a los que se diría la historia tenía reservados al pueblo español.
Y como pequeñas causas engendran grandes efectos, ocurre pensar en esta ocasión, si no podría incluirse entre estas pequeñas concausas que habían de producir los tristes efectos de nuestra decadencia, la violenta aniquilación de las Comunidades; la separación del pueblo español de la causa, sagrada otrora para él, de las empresas nacionales y de los negocios públicos; su alejamiento – forzoso en un monarquismo absoluto – de los ideales que dejan entonces de ser populares para devenir políticos y de Estado, y pierden así, en lo sucesivo, para el pueblo de las Cortes y de los Fueros – enemigo del gubernamentismo rígido y teocrático – aquel interés que le prestó otrora la coparticipación democrática en las empresas y luchas de sus reyes.
Carlos V, a manos del cual vamos a ver cómo caen aniquiladas las Comunidades y con ellas las antiguas libertades españolas, aun con todo su genio, hay que atreverse a decirlo, no era, no podía ser el hombre que reclamaba en aquella hora grandiosa y solemne – henchida de anhelos gestados desde el misterio del pasado –, el pueblo español, que nada tenía que resolver en Europa, y al que, por lo contrario, el destino le emplazaba frente al Africa, que le había invadido ( ¡Testamento de Isabel la Católica! ) y le colocaba entre las manos el dilatado imperio del mundo Americano...
Carlos V era un monarca obsesionado con la idea del predominio en Europa: la idea más opuesta a las del testamento de Isabel la Católica; y a ella lo sacrificó todo. Dice a este propósito Weis (España desde el reinaldo de Felipe II. Madrid, 1843): que consumió su vida persiguiendo la quimera de la monarquía universal; y es cierto.
En realidad todos sabemos que, en vez de hacer único y verdadero centro de su sistema imperialista, España, que por el Atlántico comunicaba con América, por el Mediterráneo con Africa, y por los Pirineos con Europa, gobernó, pudiera decirse, con los ojos puestos en Flandes, verdadero eje de su política. Ésta le obliga a trasladarse de los Países Bajos a España, de España a Italia, de Italia a Francia, de Francia a Alemania, reuniendo asambleas, presentando batallas cercenando, si era preciso, libertades en toda la Europa, una gran parte de la cual dependía de sus órdenes.
Y esta obsesión del predominio en Europa, que viene a la península, evidente es, con la casa de Austria-Borgoña, y que había de contribuir tan poderosamente a la ruina de España, es a la vez concausa que influye necesariamente en el descuido, ya que no en el atraso, de nuestra obra civilizadora en América; porque los problemas del Nuevo Mundo para los monarcas extranjeros en España, fueron por lo general y en cierto sentido, cosa secundaria.
Hechas estas aclaraciones en conjunto, veamos ahora, finalmente, los antecedentes necesarios para comprender cuál fue y cuál tenía que ser, en España, la actitud del primer Austria-Borgoña, y cómo esta actitud tenía que provocar el levantamiento Comunero y la ruina de las Comunidades, señalándose ya bien visiblemente en el polarismo de la Historia de España, aquella desviación inicial que tan lamentables resultados había de producir en el porvenir patrio.
Carlos I de España y V Emperador de Alemania, hijo de Doña Juana llamada la Loca y de Felipe el Hermoso, y, por tanto, nieto de los Reyes Católicos y de Maximiliano de Austria y María de Borgoña, no era español, sino nacido en Gante (1500) y allí criado sin jamás haber puesto los pies en España donde su abuelo Don Fernando, en carta célebre, se lamentaba de no haberle nunca visto.
Se le denominó a este monarca, de Austria, a causa de su ascendencia paterna, pero en realidad, estudiando sus orígenes se ve que bien poco habría en Don Carlos que justificase el apellido. Antón de Olmet, le denomina en virtud de esto, Borgoña, apoyándose en razones indiscutibles. Felipe el Hermoso padre de Carlos V, ya había sido criado en los estados de Doña María de Borgoña, su madre, sin apenas conocer a su padre el Emperador Maximiliano. Era su idioma el francés; francesa su guardia y franceses el oficio y etiqueta de su Casa, dicha de Borgoña, así como era borgoñona la orden del Vellocino, llamado «Toison» en Francia. Como en casi todas las casas reales, se dio en esta de Borgoña una tónica histórica: la tendencia al predominio y a la intervención, a la ambición y al despotismo.
Esta Casa, que no obstante denominarse de Austria, es francesa por su espíritu y tendencia, por su habla y tradiciónes, es la que en realidad se sentará en el trono de los Alfonsos y de los Fernandos, en España. La influencia de ella lejos de germanizar, por así decirlo y como podría suponerse a la península, la afrancesa. Como el idioma de la Casa de Borgoña es el francés, con él – dice Antón de Olmet –, en párrafos que extracto y sobre los que ruego especial atención –, vendrán a España ya desde Felipe el Hermoso, «todos esos barbarismos o por mejor decir galicismos cuyos orígenes se desconocen hoy, hasta el extremo de que algunos de ellos son empleados por alarde de estilismo. De entonces provienen el bureo, que es el bureau; como el chapeo, (que es el chapeau), manteo (manteau) y el meson. De aquí el Sumiller de Corps, el Contralor y el Grefier. De aquí el cadete, como el fruitier, el busier el potaier, el furrier, el guarda manguier, y en fin, el castiller y el acroi... De aquí el gentilhombre, por camarero, de aquí la Guardia de Corps, llamada borgoñona, para ingresar en la cual se exigía ser borgoñón, siendo forzoso hablar la lengua walona, con cuyo cuerpo fueron reemplazados los Continuos, así llamados por su servicio permanente, al lado siempre de la persona del Rey.
«El francés pasa a ser en cierto modo lengua oficial de los monarcas de España. No solamente es la lengua de la guardia personal, Guardia de Corps, sino que en francés se escriben, y esto aun perdura, los nombramientos oficiales de Caballeros de la Orden del Vellocino, esto es, de la Toison. En francés son redactados los decretos que se dirigen al gobierno de Flandes...».
«De esta manera será la cruz de Borgoña, esto es, las aspas de San Andrés, la que lleven, en lugar de los castillos y las barras, las banderas del Ejército español de mar y tierra, como será el Vellocino de Borgoña «la Toison d’or» la que colgará del cuello de los monarcas de España, desde entonces, preteriendo y humillando la Orden gloriosa de Santiago de la Espada, creada, en memoria del Apóstol nacional, a cuyo grito heroico e invencible reconquistaron los españoles la patria íbera, en ocho siglos de cruzada».
«En vano el pueblo español se quejará a Carlos I, que prefiere apellidarse V, de mantener y acrecentar en nuestra patria esa Casa de Borgoña, fastuosa y costosísima, sobreponiéndola a la Casa de Castilla».
«El espíritu francés de la llamarla Casa de Austria... se impondrá a todo y saltará por todo. Franceses, llamados aquí flamencos, son los Lannoy, son los Croy, de Carlos V, son los señores de Chievres... Esta turba asoladora será la Corte que traerá Carlos I, cuando venga como a país conquistado a recoger la herencia del Rey Católico. El Rey de España no habla el español... El espíritu del nuevo soberano no está en España, ni lo estará jamás. Su abuelo Maximiliano ha muerto, y él ha sido elegido: todo su afán está en marchar a coronarse. En vano es que las Comunidades castellanas le supliquen que no se ausente de sus reinos. El «Imperator», el «César», el «Augusto» y «Rey de Romanos» no conoce más leyes ni más fuente de derecho que el capricho, según los cánones del Derecho Romano»
«Las relaciones entre el Rey y las Cortes quedan rotas, violados todos los preceptos que regulaban la función legislativa de Castilla. El rey de España sale para Alemania. Carlos I no será más que Carlos V».
«Pero no será por eso un alemán; Carlos I no será sino un francés antifrancés... La Casa de Borgoña, esto es Carlos I, que continúa atribuyéndose el Ducado... vuelve en el César a rivalizar audaz, pretendiendo con el Ducado la intervención en los negocios franceses».
«De esta manera, Francia entrará en nosotros. El despotismo francés será implantado».
«A la protesta de las Comunidades, al alzamiento de Castilla pisoteada, al grito unánime de las libertades patrias, responderá el César declarándoles la guerra, ahogando en sangre el movimiento, estrangulándolo, decapitando a Padilla, a Bravo y a Maldonado, ejecutando a aquel obispo rebelde, último representante del clero íbero, de la Iglesia nacional, de los Prelados feudales españoles, no los de Corte, sino los de Diócesis, que cabalgaban al frente de sus tropas, sembrando el pánico en las huestes agarenas, peleando por su Patria».
«Es que la Casa de Borgoña, conoce ya cómo se hacen estas cosas; tiene ya hecha la mano a estas andanzas. Ella ya sabe cómo se huellan los Fueros, y lo que vale la ley ante la fuerza; ha practicado durante dos centurias, la humillación de todos los privilegios, y sabe cómo Brujas y Amberes y Bruselas, ciudades libres, Repúblicas insignes, han inclinado sus potentes cervices y han soportado el dogal del tirano. Y así hará Carlos de Borgoña en España».
«Cuando las Cortes de Castilla, las más rebeldes, las únicas audaces contra los desafueros del déspota francés se opongan a la prevaricación de los Ministros extranjeros, a las impúdicas depredaciones de los Chievres; y alcen su voz arrogante los Grandes y los Prelados (haciendo causa común con la nación y triunfando entre éstos la Iglesia Nacional sobre el influjo del clero romanista) ambos serán, los Prelados y los Grandes, arrojados para siempre de las Cortes, violando así, como dijo Jovellanos, el precepto más antiguo de la Constitución nacional...».
* * *
Ahora bien; ¿cuándo y cómo se produce el inevitable conflicto que había de degenerar en la sangrienta Guerra de las Comunidades y Germanías? Teniendo presente lo que entre líneas revela el cuadro que acabamos de trazar, y siguiendo a de Olmet, puede decirse que el conflicto se plantea desde los primeros momentos de la llegada de Carlos a España y en la forma que era de esperar dada la incompatibilidad absoluta entre el modo de ser y regímenes políticos hispanos y del nuevo gobernante.
El gran hispanista irlandés Martin Hume (Historia del pueblo Español) estudiando esta época ve en Carlos V, el flamenco, el extranjero, que ignora no sólo el español, idioma de sus súbditos, y las leyes del suelo que va a gobernar, sino hasta el carácter, cualidades y virtudes de sus habitantes. «No cabe duda – dice – que Carlos vino a España, en un principio, con una idea muy falsa del país y del pueblo, a quien le habían inducido a mirar como una nación de semisalvajes, que podía ser gobernada mejor por flamencos... ».
Nada tan exacto como estas palabras. No había sido el primero, ni había de ser el último gran mandatario absoluto que se equivocase ante nuestro extraño pueblo. Como Carlos V, siglos más tarde, otro genial e invicto emperador, el gran Napoleón, había de fracasar por la misma incomprensión y el mismo prejuicio.
Nacido, criado y educado, Carlos V, en Flandes, joven inexperto, rodeado de una corte orgullosa y fastuosa, y en poder del noble Guillermo de Croy, señor de Chievres, su ayo, que despreciaba las letras y detestaba a España (contra la que peleó en Italia al servicio de reyes franceses) no era de esperar de su parte otra cosa que las torpezas que acompañaron sus primeros actos de gobierno en España, que fueron enormes.
No bien noticioso de la muerte del Rey Católico, su abuelo, se hace proclamar en Bruselas y contra toda norma en España, Rey de Castilla y Aragón, y obrando como tal se dirige al Rey de Francia, Francisco I, al que denomina «Padre y Señor» contrariando espinosísimas cláusulas de documentos españoles. Por otra parte, sin moverse de Flandes, y dilatando indefinidamente su ida a España ya comienza a disponer en unión del ambicioso ayo Guillermo de Croy, de los cargos y destinos de Castilla, como si tratase de privado patrimonio... Un año tarda en venir a España, entrando en Valladolid el 18 de noviembre de 1517, y a los 18 años de edad, rodeado de una numerosa corte de consejeros y palaciegos flamencos, orgullosos e insolentes.
Aquel joven monarca, que como tal se presentaba y titulaba, no sabía que para ser admitido en su regia autoridad en España, necesitaba el imprescindible reconocimiento formal y solemne de las Cortes, y el juramento aquel – uno de aquellos juramentos íberos – que se acostumbraba a prestar al iniciar cada reinado. Procuraron – aunque sin conseguirlo – los nobles flamencos, esquivar la antigua y venerada costumbre que para ellos no era sino vana «formalidad embarazosa e impertinente» según gráfica frase de Lafuente. Por fin, en enero de 1518, se celebraba una sesión preparatoria en el Convento de San Pablo de Valladolid (que aun hoy existe) a la que concurrieron los Procuradores y diversos representantes del Reino. Grande fue la sorpresa y más grande la indignación que produjo entre estos representantes, encontrarse tan augusta Asamblea invadida por el funcionarismo flamenco.
Carlos V, en efecto, había continuado repartiendo prebendas entre sus amigos de Flandes y así resultaban monstruosidades tales como la de venir a ser sucesor del gran Jiménez de Cisneros en la dignidad de Arzobispo de Toledo, primado de las Españas, el joven de veintitrés años Guillermo de Croy, sobrino de Chievres; otro flamenco, Sauvage, el más odiado de la comitiva, Canciller mayor de Castilla; y así los demás agregados a la camarilla extranjera.
Fue entonces cuando surgió la figura netamente castellana, más aún, típicamente burgalesa de aquel famoso Doctor Juan Zumel, símbolo y voz del general descontento.
Era Zumel, diputado por Burgos «hombre enérgico, vigoroso y firme» y no vaciló en exponer claramente la queja contra la intromisión de aquellos ambiciosos en la nacional asamblea, a la que agraviaban. Las amenazas – incluso la muerte – que de los poderosos flamencos partieron, fueran bastantes a disminuir los bríos de cualquier espíritu que no fuese el de Juan Zumel. Este respondió afirmándose con entereza en sus palabras. Los demás procuradores hicieron causa común con él y decidióse formular una petición al Rey. Los consejeros de éste se manifestaron sorprendidos de que se presentaran peticiones antes de tener conocimiento de lo que el Rey pensaba ordenar. A ello contestó Zumel estas palabras:
Bueno será, que S. A. esté advertido de lo que el reino quiere y desea, para que haciéndolo y observándolo, se eviten contiendas y alteraciones.
Aquellas enérgicas palabras eran la voz de Castilla, voz que, de haber sido escuchada, quién sabe si no hubiese cambiado el destino de España. Para Carlos V no aparecieron sino como la presión de una insólita y punible osadía...
Por fin se celebró la sesión regia, el 3 de febrero de 1518. En ella, Carlos de Austria-Borgoña juró explícita y terminantemente guardar y mantener los fueros, usos y libertades de Castilla; los mismos y las mismas, que ¡oh vergüenza e ignominia! habían de ser aniquiladas por sus propias manos de déspota y perjuro...
Y he aquí un hecho asombroso, algo inesperado, que aparece un incidente de romance y que fue empero una realidad.
En aquel juramento había de producirse un verdadero caso de avatar – valga la palabra –, de revivencia, de atavismo, o mejor de ancestrismo misterioso y simbólico.
¿Recordáis cuando en la misma legendaria ciudad de Burgos don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, tomara su triple juramento al Rey, en Santa Gadea?
Bien. En esta misma sede de la vieja Castilla, solar de España, otro burgalés se levanta en igual ocasión, como en aquella ceremonia solemne, y ante Carlos V, como Rodrigo Díaz, ante Alfonso VI, con la grandeza de una figura de leyenda manifiesta que, se esquivan algunas cláusulas. Este burgalés, es el diputado don Juan Zumel, que insiste en que jure el monarca todo, en términos explícitos:
A ello contesta el rey «un tanto demudado»: Esto juro.
Observad que estamos ante el segundo juramento de un monarca y que este monarca es Carlos V. Pues bien: esta frase no llega aún a aquietar a los procuradores castellanos que la califican de ambigua, y sólo es aceptada, teniendo en cuenta que el nuevo rey no puede expresarse en castellano.
En la entereza de los hombres que así procedían hay quienes no han visto grandeza, y sus anhelos hay quien los reputara secundarios. Así se escribe la historia.
CAPITULO IV
LOS COMUNEROS Y CARLOS V
Las grandes figuras guerreras y los pueblos.– La política del Imperio y España.– Las razones de Estado y las de la Libertad.– Clarividencia de los Comuneros.– Lo que representa la derrota de éstos según el hispanista Hume.– Las peticiones de los representantes castellanos exteriorizan una vez más el sentimiento democrático peninsular.– Reclaman contra los procedimientos de la Inquisición; el abuso de las Bulas; la cesión de bienes al clero y la provisión de cargos desde Roma.
Débil atención concedida por el Rey a los asuntos españoles.– Nuevas dificultades de Carlos V en Aragón.– Descontento general.– La lucha para obtener subsidios.– Sumas ingentes extraídas de España.– Carlos es proclamado emperador de Alemania.– Nuevas arbitrariedades.– Menosprecio hacia los emisarios de Toledo y Salamanca.– Cortes galaicas.– Carlos parte para Alemania.– Indignación popular.– El ideal Comunero según las peticiones de la Junta Santa de Avila.– Un programa de liberalismo: puntos de vista sobre economía nacional, garantías ciudadanas, moralidad política, libertad de creencias, humanidad para con los indios, autonomía nacional en lo religioso, igualdad de derechos, etc.
Ante los hechos extraordinarios que llenan de gloria el transcendente reinado del Emperador Carlos V, sus admiradores experimentan el natural deslumbramiento que en el impresionable espíritu humano producen esas figuras esplendorosas, que imprimen sobre los pueblos huella potente, dominándoles o transformándoles.
Y acontece, que dicha explicable admiración se presta en ocasiones a disculpar y aún a justificar los momentáneos eclipses de lucidez y las desviaciones accidentales, en homenaje a la grandeza del esfuerzo integral realizado. No por otra razón, historiadores de nota, tratan por ejemplo como en un plano secundario y penumbroso, del nefasto influjo que ejerció sobre España la dirección desorbitada, errónea y peligrosa, que a pesar de la oposición por parte del pueblo, imprimió la política europeísta, de Carlos V, adversa totalmente al antiguo espíritu patrio.
Por elevados que fueran los anhelos internacionales del César y por brillantes que pudieran aparecer sus empresas de superdominio en el viejo mundo, no fue cosa secundaria como algunos creen, ni excusable frente a razón alguna, el aniquilamiento del antiguo y glorioso régimen tradicional español. No lo fue para la Europa misma, donde pudo cooperar o influir en los acontecimientos generales más beneficiosamente una España a la antigua usanza, que la sometida al régimen de los Felipes. No lo fue, sobre todo, para la nación española hasta entonces grande y respetada pero no aborrecida, y que en breve desviada de su verdadera ruta, comenzó a decaer. Y no lo fue tampoco – según veremos en los últimos capítulos – para el naciente mundo americano que, hallado y poblado mediante el esfuerzo y, aunque se afirme lo contrario, el idealismo hispano, debiera haber sido ante todo y sobre todo el sagrado primordial objetivo de la labor civilizadora española, en el aporte general humano.
Por otra parte, ante ninguna razón de las llamadas de estado – tenebrosas y ominosas no pocas veces – ni ante ninguna conveniencia de momento, puede ser jamás secundaria cosa alguna que contraríe los fecundales beneficios de una sana libertad, o que engendre la violencia y el dolor, o que afecte la libre evolución de un pueblo, sino, por lo contrario, cosa esencial y principalísima. Entenebrecer los claros y nobles sentimientos de autónoma y libre existencia de una nación es siempre peligroso; entorpecerlos es dañino; pretender extirparlos es fatal. Ellos son fuente de vitalidad para el total organismo. Así, antes que primar sobre Italia o Francia, o sobre los Países Bajos o Alemania; antes que hacer predominar en Europa un dogmatismo religioso sobre otro, o una política frente a su contraria, la nación española necesitaba para el desarrollo ulterior de sus grandes ideales y el acertado cumplimiento de su misión de pueblo transmisor de cultura, el pleno goce de sus propias íntimas libertades, de su autonomía espiritual ideal y política, conquistada a costa de tan nobles y sostenidos esfuerzos a través de los tiempos.
Y pocas veces más claramente que en los días de la protesta comunera, se transparentó en la vox populi, la extraña y divina intuición que tan a menudo se menciona.
A modo de interesante presentimiento, y con la fuerza de un verdadero fenómeno de conciencia de las cosas, algo y aún mucho de esto entrevieron y adivinaron aquellos hombres que desde sus agrupaciones populares, sus Comunidades y sus Germanías, lanzaron la voz de alerta primero, formularon con clarividencia sus reclamaciones y burlados por último se armaron contra el amenazante despotismo que había de aniquilarles para su desgracia y la de su patria.
Ya vimos en el acto de la jura de Carlos V en las Cortes, cómo la voz del diputado Zumel se levanta en la solemne asamblea exigiendo por dos veces al monarca el juramento de que serían respetadas las véteras libertades patrias. Es que se sabía lo que ellas habían costado y lo que representaban para el porvenir y se dudaba de que ellas no hubiesen de ser violadas. Es que se había visto con sorpresa y disgusto la prisa y precipitación del joven mandatario por declararse rey sin contar con la voluntad de sus súbditos y sin detenerse ante la consideración de que aún vivía la recluida reina madre Doña Juana, aquejada de dudosa dolencia, que aún hoy es un misterio. Que una turba de rapaces y ambiciosos flamencos se repartían, como en tierra conquistada, los dineros y dignidades de la nación, hollándolo todo: respetos, tradiciones y normas. Es en suma, que se veía amenazado por doquier, el viejo y sabio equilibrio hasta entonces existente en España, entre el poderío de la realeza y los derechos de las ciudades y los ciudadanos.
Y se temía, en suma, con razón, la catástrofe que representaría el atropello de las antiguas instituciones, de los viejos fueros y libertades tan heroica y noblemente recabados; el retroceso que ello implicaría, que representaría mucho más desde el punto de vista patrio y de la verdadera vida íntima nacional, que un predominio nebuloso y un imperialismo brillante pero aleatorio sobre los demás pueblos de la tierra.
Los que al historiar el período de Carlos V, no han querido o no han sabido ver en el movimiento de las Comunidades otra cosa que un levantamiento local de relativa transcendencia, tal vez puedan conocer la historia del resto de Europa, pero están incapacitados por su ceguedad para comprender la de España.
Para ésta, con la derrota de los Comuneros, según afirma el gran hispanista Martín Mume «queda muerta por más de 290 años la esperanza de un gobierno representativo».– ¡Y esto es algo grave en la historia de un pueblo! Tanto, que al pueblo hispano, este algo, a manera de un mal que corroe y no mata, fue sumiéndole en la decadencia de todos conocida.
No había empero de llevarse a cabo fácilmente la tarea de cercenar ten nobles y antiguos derechos.
Las sostenidas pretensiones de los llamados Comuneros, y la trágica defensa de ellas, nos lo demostrará, como nos lo evidenciará la nobleza esencial de los designios y la justicia de la causa de estos Comuneros el examen de las quejas que formularan, más significativas en su desnuda sencillez que si hubieran sido ataviadas con la elocuencia de doctos comentaristas. Apartándonos por un momento de críticos e historiadores podemos saber qué eran realmente estos Comuneros y cuáles fueron sus anhelos, porque poseemos sus exposiciones al monarca. Por ellas nos es dado comprender, sin interpolaciones de criterios extraños, cómo pensaban acerca de la cosa pública aquellos luchadores. Por estas sorprendentes peticiones se nos revelará, de una parte, cuáles eran los abusos contra los que se protestaba; y de otra hasta dónde se elevaban en aquellos obscuros ciudadanos la capacidad ideológica y moral y la comprensión transcendente de las cosas.
Tales peticiones nos revelarán asimismo, una vez más, la existencia de una tradición liberal ibérica que se exterioriza siempre que le es posible, y que late lo mismo en las toscas frases del Fuero Juzgo, o Las Partidas, que en los acuerdos de las diversas instituciones hispanas, más o menos populares, y que irán superviviendo hasta los días epopéyicos de las mismas Cortes de Cádiz...
Antes de que se redactaran las peticiones de que vamos a ocuparnos ya habían formulado otras los procuradores o representantes de las ciudades en las Cortes de ValladoIid que jurara Carlos V.
En ellas se solicitaba en primer término, que la ilustre madre del monarca firmase todas las provisiones juntamente con el Rey, y en primer lugar, como propietaria que era de la corona, y exigiéndose, según sus propias frases de los representantes, que «fuese tratada como correspondía a quien era señora de estos reinos». Y como es lógico suponer que no se pide lo que se posee, hay que admitir que si los representantes tal dijeron fue necesario. No insistiremos sobre el punto, que revela oscuras facetas en la brillante personalidad del joven rey.
Otras significativas reclamaciones, de entre las ochenta y ocho que se le dirigieron al monarca, sí exigirán, por nuestra parte, alguna atención. Eran éstas principalmente:
«...4ª.– Que confirmara el Rey las leyes, pragmáticas, libertades y franquicias de Castilla, y jurara no consentir que se estableciesen nuevos tributos;
6ª.– Que los embajadores de estos reinos fuesen naturales de ellos;
8ª.– Que no se enajenase cosa alguna de la corona y patrimonio real; – Que mandase conservar a los Monteros de Espinosa sus privilegios acerca de la guardia de su real persona;
16ª.– Que no permitiese sacar de estos reinos, oro, plata ni moneda, ni diese cédulas para ello;
39ª.– Que mandara proveer de manera que en el Oficio de la Santa Inquisición hiciese justicia, guardando los sacros cánones y el derecho común, y que los Obispos fuesen los jueces conforme a la justicia;
42ª.– Que mandara plantar montes por todo el reino y se guardaran las ordenanzas de los que había;
48ª.– Que tuviese consulta ordinaria para el buen despacho de los negocios, y diese personalmente audiencia, a lo menos dos días por semana;
49ª.– Que no se obligase a tomar bulas, ni para ello se hiciere estorsión, sino que se dejara a cada uno en libertad de tomarlas;
53ª.– Que ninguno pueda mandar bienes raíces a ninguna iglesia, monasterio, hospital, ni cofradía, ni ellos lo puedan heredar ni comprar, porque si se permitiese, en breve tiempo todo sería suyo;
57ª.– Que los Obispados, dignidades y beneficios que vacaren en Roma volviesen a proveerse por el Rey, «como patrón y presentero de ellos» y no quedasen en Roma;
60ª.– Que mantuviera y conservara el reino de Navarra en la Corona de Castilla, para lo cual le ofrecían sus personas y haciendas...».
* * *
De este articulado se desprenden conclusiones honrosísimas para aquellos viriles representantes que en breve habían de convertirse en airados Comuneros.
Por lo pronto amparaban los derechos de una mujer: la propia madre del rey.
Querían conservar su régimen tradicional, prefiriéndolo como resguardador de derechos nacionales.
Se oponían a las dilapidaciones del tesoro.
Exigían, nada menos, que el Tribunal de la Inquisición hiciese justicia no a la manera tenebrosa que le era peculiar, sino de acuerdo con los cánones y el derecho común; y se oponían a que la autoridad inquisitorial romanista primase sobre la nacional de los Obispos.
En verdad que estas palabras y este criterio vendrán a resultar sorprendentes para los numerosos escritores más o menos hispanófobos que nunca han querido ver en España otra cosa que el país del Santo Oficio. Pero fueron, sin embargo, palabras y criterio netamente hispanos; es más: de la antigua y gloriosa iglesia española, la iglesia ibérica de los Concilios y de la Reconquista, liberal y patriota, suplantada por la romanista, y por la espeluznante Inquisición, contraria al espíritu peninsular.
Pretendían también aquellos representantes amparar cierta libertad de creencias, protegiendo al ciudadano contra las bulas abusivas. Y atajábanle el camino a la Iglesia en su tendencia poco evangélica de acumular bienes, afirmando que si se le permitiera – observad la expresión castellana y cruda – «en breve tiempo todo sería suyo». No olvidemos, cuando oigamos hablar de la España «frailuna» que estas palabras fueron posibles en unas Cortes del año 1518, en la nación que había de pasar a la historia con la triste característica de ser el «antro monacal» de Felipe II, y de Carlos el Hechizado.
Querían asimismo aquellos procuradores del año 1518, que las dignidades eclesiásticas fuesen provistas por el Rey, volviendo así por los derechos de la iglesia nacional.
Solicitaban, finalmente, que el regio mandatario concediese audiencia personal a la usanza hispana; y, que conserve el reino de Navarra, para la cual le ofrecían sus vidas y haciendas... Y es de observar que los mismos que con tanto trabajo acordarán después subsidios al Rey, para sus contiendas europeas, y que hasta los negarán en ocasiones, ofrecen cuando es preciso su propio peculio, y su vida, para el logro de una empresa que estiman nacional.
Fueron algunas de estas medidas aceptadas, por lo menos aparentemente, por parte del Rey. Y cabe hoy creer, que de haberlas puesto en práctica consagrándose primordialmente al gobierno de los reinos peninsulares inspirándose en el célebre testamento de la Reina Isabel y los prudentes consejos de Cisneros, hubiera salvado a España, fundamentando el natural Imperio Ibérico, y no el artificioso europeo, y acaso hubiera encauzado más beneficiosamente el curso de la Historia. No estaba en su genio el hacerlo.
Su obsedante preocupación de dominio en Europa, en perjuicio evidente de España y del Nuevo Mundo, le desvió de tan magnífico destino que sacrificó – como suele acontecer entre los héroes de su temperamento – al estruendo de una gloria estéril y a los sinsabores de una ambición superhumana insaciable.
Así, pues, celebradas las Cortes castellanas, necesitó el monarca presentarse aun ante los aragoneses para el reconocimiento por parte de ellos. Y también, – no lo olvidemos – para recabar subsidios. Pero, solamente después de vencer nuevas resistencias los obtuvo. También allí le fue preciso jurar como en Castilla, que respetaría y guardaría los fueros y privilegios del reino.
De Aragón pasó a Cataluña donde la oposición fue aun más violenta, negándose los catalanes a reconocerle en tanto viviese Doña Juana, la madre. Aceptado, al fin, aunque «de mala gana» según dice Lafuente, de allá hubiera regresado dispuesto a inaugurar verdaderamente su gobierno, ya reconocido en los diversos estados, si un acontecimiento que a él le pareciera fausto, aunque para los españoles, en realidad fue funesto, no hubiese venido a reagravar todavía la ya penosa marcha de los sucesos.
Y fue, que estando el Rey en Barcelona, se recibió la noticia, sensacional en Europa, del fallecimiento de Maximiliano de Austria, Rey de Romanos, Emperador de Alemania y abuelo del Rey.
Por este fallecimiento podía la corona imperial de Alemania pasar a poder de Carlos que resultaría así el Primero de este nombre en España y el Quinto en Alemania. Vencidas grandes y complicadas intrigas y poderosas rivalidades – entre ellas la de Francisco I, de Francia, que tan perjudicial había de ser posteriormente a España – fue, en efecto, Carlos reconocido Emperador.
Indudablemente había en tan extraordinario acontecimiento motivos más que suficientes para hacer perder la fría y reposada visión de las cosas.
Pocas veces habría de presentarse caso semejante en la historia. Y comprensible es, el influjo que el excepcional evento ejerció en nuestro gobernante. Quien no debiera haber sido otra cosa que Rey de las Españas comenzó de inmediato y sin contar con la opinión de sus súbditos peninsulares, a denominarse Majestad. Era ya el Emperador: la «Sacra, Católica, Cesárea, Majestad» que había de guerrear más tarde hasta con el Papa.
Ni los estados españoles, ni los dilatados y fabulosos dominios del Nuevo Mundo, le interesarán en lo sucesivo gran cosa, a no ser – ¡oh fuerza prosaica del oro! – para obtener urgentes recursos que recabará en Castilla, Aragón y Cataluña y que destinará inmediatamente a sus negociaciones en Europa, engendrando en España desconfianzas, que no se extinguirán. Así – observa acertadamente el hispanista Hume – durante el resto de su vida, la tribulación principal del Emperador será obtener dinero de España... Sabe ya bien, ésta, que sus doblones serán arrojados por mano del César al lago sin fondo de las inacabables contiendas europeas...
Y es curioso observar, cómo mediante una de esas paradojas que suele brindar el azar, cuando el Rey Carlos era solemnemente reconocido como sucesor de Maximiliano en el legendario solio que le proporcionaba preeminencia sobre los demás príncipes de la cristiandad, los Estados de España le aceptaban trabajosamente, previos sendos juramentos, escatimándole su auxilio las Cortes...
Es que el estado de cosas engendrado en España no podía ser más deplorable a consecuencia de las numerosas torpezas cometidas desde los primeros momentos. Reinaba el descontento por doquier. Los favorecidos flamencos eran insaciables, habiendo acaparado las dignidades y el dinero. En corto espacio de tiempo, dos millones y quinientos cuentos de maravedies de oro – suma entonces fabulosa – habían sido extraídos de la península. Los célebres doblones de los Reyes Católicos llamados de «a dos» – por tener dos caras emigraban de España. Por entonces, se origina la irónica coplilla con que se saludaba la posesión de aquellas monedas acuñadas con el oro más puro de Europa y que decía:
Salveos Dios
ducado de a dos,
que rnonsieur de Xevres
non topó con vos...
Pues bien; en tan difíciles momentos Carlos V colma la medida anunciando que necesitaba partir para Alemania, reclamando nuevas sumas para los gastos de su coronación y comunicando que reuniría Cortes en Santiago de Galicia, lugar desusado y excéntrico.
Es por estos momentos cuando estalla la sangrienta revolución de las Germanías, que estudiaremos a su tiempo, y cuando fermenta la agitación de las Comunidades. Tanta es la anormalidad, que estando el Rey en Valladolid, el Ayuntamiento le pide ante la general efervescencia, desista de su viaje a Alemania. Por toda respuesta, el Rey acelera obstinadamente su salida sin querer escuchar a los emisarios de ciudades tan importantes como Toledo y Salamanca. Les hace decir dará audiencia en Tordesillas, pueblo a seis leguas de la Capital.
Entonces se produce un motín en ésta, que es sofocado con tremendos castigos. Todo ello al inaugurar un reinado, y contra las quejas de un pueblo que lo que pedía era no le abandonase su soberano.
¡Qué palabras podrían describir, entre otras anormalidades del momento, la de la humillante peregrinación de los tenaces emisarios castellanos que desoídos por el Rey y malamente recibidos ante el maléfico favorito Chievres, el de los doblones, no desisten de su comisión y atraviesan España, jadeando hasta Santiago! ¡Vientos de orgullo y absolutismo comienzan a marchitar a la sazón las viejas tradiciones señoriales ibéricas!
Las Cortes en Santiago (Marzo de 1520) trasladadas por temores de la camarilla a La Coruña (25 Abril), terminan sin otros resultados que la obtención de los consabidos nuevos subsidios. Y clausurada la asamblea, el Rey embárcase para Alemania.
Y es, entonces, cuando estalla el general alzamiento, la lucha cruenta que en la Historia de España se denomina Guerra de las Comunidades.
Los partidarios, héroes y mártires de este movimiento, denominados Comuneros, serán los esforzados defensores beneméritos de los derechos populares, que las Comunidades fueran gestando siglo tras siglo. Estos Comuneros, voz del Municipio, del Concejo, escribirán una página de gloria, que aun ocultada por unos, oscurecida por otros, y en parte, ignorada por muchos, siempre representará un título de honor en la historia de la democracia universal, a la vez que una mancha en el blasón de los Austrias-Borgoña, creadores en España del despotismo organizado.
Y ahora ya, antes de describir el aspecto dramático de la lucha y el desesperado esfuerzo que en pro de nobilísimos ideales se realizara, interrumpiendo por un momento el orden cronológico de los hechos, examinemos el ideario social, moral, y político de estos luchadores. Y para deducir cual fuera éste, consultemos las propias palabras de ellos, para lo cual ningún documento será más revelador que las peticiones formuladas por la Junta Santa, de Avila. Eran las principales, éstas.
«Que el rey volviera pronto al Reino para residir en él como sus antecesores, y que procurara casarse cuanto antes para que no faltara sucesión al Estado;
Que cuando viniera no trajera consigo flamencos, ni franceses, ni otra gente extranjera, ni para los Oficios de la Real Casa, ni la guarda de su persona, ni para la defensa de los Reinos;
Que se suprimieran los gastos excesivos y no se diera a los grandes los empleos de hacienda ni el patrimonio Real;
Que no se cobrara el servicio votado por las Cortes de La Coruña contra el tenor de los poderes que llevaban los diputados, ni otras imposiciones extraordinarias;
Que a las Cortes se enviasen tres procuradores por cada ciudad; uno por el clero, otro por la nobleza, y otro por la Comunidad o estado llano;
Que los procuradores que fuesen enviados a las Cortes, en el tiempo que en ellas estuvieran, antes ni después, no puedan por ninguna causa ni color que sea, recibir merced de sus Altezas, ni de los reyes sus sucesores que fuesen en estos reinos, de cualquier calidad que sea, para sí, ni para sus mujeres, hijos ni parientes, so pena de muerte y perdimiento de bienes.
Y deseando recalcar bien el espíritu de esta petición; añadíasele la explicación que sigue: ...Porque estando libres los procuradores de codicia, y sin esperanza de recibir merced alguna, entenderán mejor lo que fuese servicio de Dios, de su Rey, y el bien público...
Que no se sacara de estos Reinos oro ni plata labrada ni por labrar;
Que separara los consejeros que hasta allí había tenido y que tan mal le habían aconsejado, para no poderlo ser más en ningún tiempo y que tomara a naturales del Reino, leales y celosos, que no antepusieran sus intereses a los del pueblo;
Que se proveyeran las magistraturas en sujetos maduros experimentados, y no en los recién salidos de los estudios;
Que a los contadores y oficiales de las Ordenes y Maestrazgos se tomara también residencia para saber cómo habían usado de sus empleos y para castigarlos si lo mereciesen;
Que no consintiera predicar Bulas de Cruzada ni composición, sino con causa verdadera y necesaria, vista y determinada en Cortes y que los párrocos y sus tenientes amonesten, pero no obliguen a tomarlas;
Que a ninguna persona, de cualquier clase y condición que fuese se diera en merced, indios, para los trabajos de las minas y para tratarlos como esclavos, y se revocaran las que hubiesen hecho;
Que se revocaran igualmente cualquiera mercedes de ciudades, villas, vasallos, jurisdicciones, minas, hidalguías, etc., que se hubiesen dado desde la muerte de la reina Católica, y más las que habían sido logradas por dinero y sin verdaderos méritos y servicios;
Que no se vendieran los empleos y dignidades;
Que se despidiera a los Oficiales de la Real Casa y Hacienda que hubieran abusado de sus empleos, enriqueciendo con ellos más de lo justo, con daño de la República o del Patrimonio.
Que todos los obispados, y dignidades eclesiásticas se dieran a naturales de estos Reinos, hombres de virtud y ciencia, teólogos y juristas, y que residan en la diócesis. »
Que anulara la provisión del Arzobispado de Toledo; hecha en un extranjero sin ciencia ni edad;
Que los señores pecharan y contribuyeran en los repartimientos y en las cargas reinales, como cualquiera otros vecinos.
Que tuviera cumplido efecto todo lo acordado al Reino en las Cortes de Valladolid y La Coruña.
Que se procediera contra Alonso de Fonseca, el Licenciado Ronquillo... y los demás que habían destruido y quemado la villa de Medina.
Que aprobara lo que las Comunidades hacían para el remedio y la reparación de los abusos...».
* * *
A la simple exposición de las anteriores peticiones se comprenderá que no debieron ser redactadas sin que verdaderas exigencias del alterado ambiente, les diese carácter de necesidad nacional; y que no pudieron ser concebidas al mero impulso de un vulgar interés utilitarista de obtener ventajas. Se observará por lo contrario, en cierto modo, en ellas algún contorno de lo que hoy se denominaría un programa político; programa, por desgracia, de una política que se deseaba ver realizada, ya que les estaba vedado el implantarla a quienes la proponían. Venía a ser el articulado un tanto inconexo de un plan de gobierno que se desea, en el cual, sin la literatura por lo general mendaz, de los documentos de la política de oficio, se reclamaban clara y rústicamente, pero también clarividente, medidas, reformas, y leyes convenientísimas, relacionadas con la administración pública y la hacienda, la moralidad política, el problema religioso y canónico, el ejercicio de la justicia, el trato de los nuevos súbditos de América, la igualdad de derechos entre las clases sociales, etc., etc.
Y justo es reconocer que en estas peticiones, formuladas por los Comuneros en momentos de pasión y de lucha, predominó un espíritu de cordura y de serenidad tal, y un criterio tan humanitario, que distingue honrosamente al célebre documento, entre otros más o menos parecidos, ya que no son precisamente característicos en los días de reclamaciones populares, gratos a la demagogia, ni el comedimiento ni la cordura.
Se protestaba en este documento de los gastos excesivos; exigíase se estableciese la responsabilidad a los funcionarios de cualquier categoría; se proponía no confiar las magistraturas sino a personas experimentadas y respetables.
Pedían los Comuneros en punto a sus libertades políticas la persistencia, en las Cortes, de los tres clásicos representantes: del Clero, la Nobleza y la Comunidad o estado llano. Y exigían para los representantes la prohibición de recibir mercedes por su oficio, deseando que éste fuere libre en lo posible «en servicio... del bien público».
Proponían por otra parte una suerte de igualdad social reclamando «que los señores pecharan y contribuyan... como cualesquiera vecinos».
Con humanitarismo superior a la época, e inspirándose en el antiguo criterio hispano exteriorizado tan gallardamente por los Reyes Católicos, extendían sus manos compasivas hacia los indios del Nuevo Mundo, súbditos del Rey al igual de ellos y tan hombres libres como ellos, y reclamaban en beneficio de tan lejanos hermanos, el que no pudiesen ser utilizados en las minas entregados como esclavos...
¡Qué interesante problema evocan estas nobles y avanzadas palabras, este «abolicionismo» tan espontáneo, de la España de los Comuneros! ¡Qué duda aporta a la vieja y apasionada controversia que dejó para siempre establecida como verdad inconcusa, la ferocidad y crueldad españolas para con el aborigen!
Precisamente, de la España de esta época salieron los más discutidos conquistadores; y mal se compadece lo de que en Castilla, reclamasen piedad para con los indios y en América no la conociesen, hasta el punto de proceder como fieras, según afirmó el lamentable y fanático Las Casas...
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