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martes, 9 de febrero de 2010

EL SÉPTIMO PÉTALO DE VIENTO. Autor: RUBÉN BAREIRO SAGUIER / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.


EL SÉPTIMO PÉTALO DE VIENTO
Autor: RUBÉN BAREIRO SAGUIER
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital a partir de la de
Cuentos de las dos orillas,
Asunción (Paraguay),
Editorial Don Bosco, 1998, pp. 115-237.

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EL OJO DE LA LECHUZA
En recuerdo de Petrus
* Bueno, lo de la borrachera no tiene nada que ver, era... como decir, natural. Cuando volvimos, ya sin él, tenía la garganta reseca como lecho apagado de río. Fue en ese momento que llamó Manuel:
* -Conversemos tranquilamente una botella; vas a ver, viejo, que te sentirás más tranquilo.
* La cosa es que aquel domingo de noche, hacia las once, el final flotaba en el ambiente. Laica, que hasta esa mañana pasaba el santo día al pie de la cama, mirándole con sus ojos acuosos, se negaba a entrar; olisqueaba el aire, como si se percatara de una presencia invisible, para nosotros, aullando bajito. Y los médicos se volvían cada vez más serios. Hacia la medianoche se pusieron a fumar con mayor frecuencia, sobre todo Blunstein, y a impacientarse con las preguntas angustiosamente impertinentes de los que rondábamos entre el living y la cabecera. Los síntomas evidentes comenzaron hacia la una de la madrugada. Las ligeras contracciones de todo el cuerpo, las pausas luego, entre la absorción y la expulsión del oxígeno. En los interminables segundos todos mirábamos ansiosamente la vejiga negra, siguiendo con pasión afligida esa especie de fatal partido contra la sombra, el invencible adversario, temiendo en cada pase que el balón se quedara sin aire. Blunstein volvía a auscultarle:
* -El corazón responde...
* Pero su rostro estaba lejos de la expresión burlona que tenía cuando estaban juntos, lanzándose constantes pullas. Laica pasaba y volvía a pasar frente a la puerta, como tratando de impedir la entrada de alguien a quien se dirigía con sus intermitentes y suaves aullidos; me di cuenta que rengueaba.
* Fue entonces que me acordé de lo que él me había dicho alguna vez; la verdad es que le había oído repetir en más de una ocasión. Fui en busca de una linterna y me dirigí al patio. El fresco de la madrugada me produjo un escalofrío; sentí a los gatos oscuros rascarme el espinazo, y me di cuenta que tenía la camisa pegada a la espalda, pese al aire acondicionado de la pieza. Crucé la semipenumbra de las baldosas y me encaminé hacia el sitio en que los árboles podrían cobijar a la lechuza. Mis pasos se ablandaron sobre la tierra suave del amanecer. Pese a la relativa claridad, el aire algo turbio velaba el resplandor de Venus sobre mi cabeza: arasy, la madre del día, aparecía empañada en la lechaguada del cielo. La oscuridad se espesaba cerca del mangal, que recorrí largamente, dando tajos con el haz filoso de la linterna. El gomero fue más fácil, con sus grandes hojas lustrosas; el guayabo, luego, el aguacate, los dos limoneros, hasta la endeble palmera y las matas de los ligustros. Nada. Nada más que el canto mojado de los grillos y el olor vegetal mezclado con el del amanecer, subiendo desde la tierra, atravesando mi cuerpo, impregnándolo íntegro. Luego se me ocurrió que podía estar en las cornisas, en las salientes del tejado, en la cabecera de las canaletas, sobre el muro que separa del patio de los vecinos y hasta quizá en el rosal que enmaraña la verja de hierro. El maldito bicho no aparecía por ningún lado. Me sentí un poco ridículo haciendo caso a aquello que bien pudo haber sido una de sus habituales bromas. Su carácter, sus creencias, no estaban de acuerdo con aquella superstición. Formado a golpes de duro trabajo, de esfuerzo férreo, sólo creía en lo que era posible realizar o comprobar palpablemente. Esta actitud le había convertido en un racionalista, un poco cínico, descreído y siempre burlón. Sus dioses eran la ciencia, los progresos de la técnica, el átomo, los vuelos espaciales... De su infancia pobre y de sus comienzos difíciles nunca hablaba; yo me enteré por los comentarios velados de sus hermanas. Miré mi reloj; se acercaba la hora del lobo, y me apresuré a volver a la habitación.
* Yo sé que él hubiera comprendido muy bien lo de la curda; el mejor homenaje, me animo a decir. Él habría pensado lo mismo, y hasta hubiese participado, como aquella noche memorable en Viena, en que terminamos cantando las operetas de Strauss, bamboleándonos tomados de los hombros sobre la Ringstrasse. Cuando volvíamos, ya sin él, yo estaba con el ánimo por el suelo. Sentía las mucosas empapadas por el olor blancuzco de las flores castigadas por el calor de la siesta. Las coronas de los amigos, de los empleados, del compadre... La primera en llegar fue la de los abogados, ¡que cinco días antes ni siquiera lo conocían! Me dan ganas de vomitar cada vez que pienso. En el panteón fue difícil colocarlo en el sitio; el cajón era más ancho que la abertura y no pasaba por la escalera que desciende al sótano. Me atajé para no carcajear ante ésta su última broma; muerto de risa que estaría él sintiendo el desasosiego de los del cortejo. Terminamos dejándole arriba, provisoriamente, que así y no asado, porque debía tener la cabeza hacía allá y los pies hacia el otro viento. ¡Por lo mucho que le hubiera importado! Una vez estirada la pata, da lo mismo el oriente que el poniente, hubiera dicho él.
* -Éste es el mejor vino que se produce en el país, Auslese, cerca de la frontera con Hungría; es de la familia del Tokay, pero más fino...
* Georges servía los vasos que multiplicaban los destellos con la presencia del líquido ambarino.
* -¡Qué bouquet...! -insistía nuestro anfitrión, moviendo el vaso, ritual y solemnemente, entre el labio superior y las fosas nasales.
* Me apercibí que él seguía, como hipnotizado, los reflejos de las copas, en fino cristal de Bohemia, desde hacía un rato. Y cuando nos dimos cuenta, ya metía una en el bolsillo, mientras Georges nos contaba de cuando dirigió la orquesta filarmónica, con motivo de la reapertura solemne de la Ópera de Viena.
* -El 14 de diciembre... -decía Georges-, y el Presidente de la República estaba en el palco de honor...
* Y él moviendo la cabeza ceremoniosamente, mientras guardaba la copa, acariciándola como a un niñito, protegido por la penumbra discreta del restaurant, y nosotros atajándonos la risa, con temor de que el adusto y bondadoso Georges se diera cuenta. Pero éste seguía dirigiendo la orquesta filarmónica, en presencia del Presidente de la República Austríaca, y de Haydn y Mozart pasaba a Mahler, de Schönberg a Alban Berg, y ya andaba por Webern.
* -No faltó ninguno de nuestros grandes, grandes... -insistía Georges.
* Y el cansancio de las flores marchitas, su olor pegajoso, cuando volvíamos, ya sin él. Hasta que, por suerte, me llama Manuel, que no había podido ir al entierro, por lo del trabajo, o la reunión o no sé qué.
* -Lo siento mucho, viejo, pero a vos te hace falta un trago, así entre nosotros, pero largo...
* En efecto, yo tenía la boca reseca.
* En el Camping de Berlín nos volvió a hablar de la lechuza. En verdad, él nunca hablaba de la muerte, no parecía preocuparle, con tanta vitalidad que tenía. O si se refería al tema, lo hacía siempre en tono irónico, incluso irreverente. «Me encontré con la noticia de varios fiambres frescos», me escribía en una carta cuando regresó de la gira. Aquella noche en Berlín habló, excepcionalmente, de la muerte, y en otro tono. El Camping estaba situado en la proximidad del límite entre ambas zonas; se veían los alambrados de púas y varios miradores. Por la noche se oían los tiros, de hostilizamiento sin duda, para demostrarse mutuamente que no serían tomados desprevenidos. El tiroteo le impresionó. Le recordaba un episodio en que la casa quedó entre dos líneas de fuego de las facciones enemigas, durante un levantamiento de la marina contra la policía, o viceversa.
* -Anita lloraba y yo le retaba, pero me di cuenta que mis palabras eran más bien para calmar mi propio miedo..., miedo por mí, por mamá, por Anita, por mis otros hermanos, todos encerrados en una jaula de fuego. Fue la ocasión en que sentí revolotear cerca a la muerte...
* Luego de una pausa pensativa agregó:
* -El día que yo muera aparecerá la lechuza, van a verla ustedes...
* -¿Por qué? -pregunté, intrigado por las alusiones al mismo tema que ya le había escuchado en otras ocasiones.
* -Porque esa noche la vi revolotear en el árbol frente a nuestra ventana -dijo enigmático.
* Volví a inquirir, sin resultado; y al comprobar su reserva súbita, no quise insistir.
* Sé que no sólo hubiese aprobado el homenaje, sino que hubiera terminado cantando una opereta con nosotros, brazo con [120] hombro y haciendo eses por la calzada desierta del amanecer. Como aquella noche en la Ringstrasse, luego que nuestro director de orquesta nos dejó. El bueno de Georges, luego de cenar, nos llevó a enseñar el sitio de su apoteosis, el 14 de diciembre, cuando en presencia de Su Excelencia...
* -Fíjense la belleza imponente; es del 19, pero inspirada en el más puro estilo Renacimiento. Desde su fundación hasta el funesto Anschluss fue el templo sin rival, el ombligo del mundo musical, el centro al que venían a consagrarse los más grandes compositores o directores... Lloré sobre sus ruinas, y viví su resurrección gloriosa el 14 de diciembre... Fue mi venganza personal, porque sufrí con mi pueblo la humillación. Pagué caro por haberme negado a dirigir la función cuando ese loco renegado vino a escupirnos; pero él no era austríaco, sino bávaro. Mi venganza, luego de la larga noche de los escondrijos y de Dachau...
* Después de la exaltación inicial, la voz de Georges toma un tono pastoso, y su mirada se vuelve triste. Comprendemos que no puede seguir hablando de aquello que le sigue doliendo, pese a su triunfo del 14 de diciembre. Lo vemos partir, melancólico, sobre la Ringstrasse, con un halo de luz sobre la cabeza al pasar frente a su templo de la Ópera. Y nosotros entramos en un «weinstube» cercano, para celebrar su triunfo del 14 de diciembre.
* -Yo no bebo si no es en cristal de Bohemia -decía él sacando del bolsillo la copa robada-: es nuestro triunfo sobre los bávaros. Lo del jarrote no es nada, ésta es de cristal, y en las narices del más grande director de orquesta que tiene la República de Viena...
* Y seguimos celebrando la apoteosis del Auslese, más fino que el Tokay, por la Ringstrasse, cantando valses de Johan Strauss-padre, o trozos de las operetas de Johan Strauss-hijo, más fáciles de entonar que los trozos de Mahler o de Schönberg, dirigidos por nuestro entrañable amigo ocasional y gran director, Georges Master.
* Posiblemente él no hubiese creído en lo que pasó con la copa aquella. Fue el día de su operación. El médico salió con el rostro sombrío de la sala de intervenciones, en la que le habían estado carneando durante casi seis horas. Detrás venía el doctor Blunstein que había asistido y ayudado a la operación. Movió lentamente la cabeza, como respuesta a nuestras miradas ansiosas. Blunstein buscaba algo por el suelo, quizá el recuerdo de los momentos gratos compartidos con el amigote.
* -Pero se podrá hacer algo, Doctor...
* Un seco y cortante:
* -¡Nada! -nos heló la sangre.
* A mí estas cosas me secan el gaznate. Cuando regresamos, ya un poco sin él, fui a buscar un vaso para saciar la sed que me quemaba la garganta. En ese instante preciso me acordé de la copa vienesa. Cuál no sería mi sorpresa al encontrarla rota, al lado del jarro de cerveza, al fondo de la cristalera en donde nadie mete la mano. A menos que esto de la copa de cristal lo haya soñado, después de la curda con Manuel.
* Cuando volví de mi excursión, la atmósfera de la habitación estaba tensa en extremo. Los movimientos de la vejiga del oxígeno se volvían de más en más espaciados. Llegué a contar... no me acuerdo cuánto, antes de que dejara de moverse. Blunstein se puso a auscultarlo, con un gesto de desesperada contracción en el rostro; el otro médico se había dado cuenta ya, y parecía hasta aliviado. Pero nadie en la pieza quería comprender, nadie parecía admitir lo que ocurría.
* -Me mira, ves, me mira... -clamaba Carina, excitadísima, levantándole el párpado derecho.
* -Late, doctor, ¿verdad? -afirmaba María, tratando de sacarle una imposible respuesta al fiel Blunstein.
* Fue entonces que me acordé del laurel de España, en el fondo del patio. Ya en el corredor oí los primeros sollozos, los de Carina, su mimada, a los que siguieron los otros, confundidos con los aullidos de Laica, ahora ya sin sordina. Atravesé el patio hasta el ángulo de la muralla, a la izquierda, en donde el arbusto eleva el color verde oscuro de su sigiloso follaje. ¿Cómo había podido olvidar que el laurel es una planta habitada, que puede atraer a la lechuza? El haz de mi poderosa linterna penetraba con dificultad en la oscuridad compacta del ramaje. Lentamente, pacientemente fui revisando parte a parte el árbol, cada grupo de hojas, al norte, al sur, al este, al poniente sobre todo; abajo, entre medio, más arriba: el tronco, las ramas, la copa... La copa resplandece mientras Georges dirige Mahler en el escenario iluminado, de espaldas a la sala en penumbra, pendiente de los movimientos exactos de la batuta del maestro. De nuevo el haz desde abajo. La raíz no existe. La savia sube con la luz, tallo, nudo, nudoso, corteza, follaje, cima, copete. Ni flor ni fruto. El verde oscuro se vuelve más inminente, y relumbra al paso del destello sobre las hojas. Peciolo, lóbulo, foliolo, lámina, limbo, disco, aurícula, costilla, vena, nervio, rabillo, filodio, botuto, cabillo... Repítalo de nuevo. Dentada no, ni aserrada, ni palmeada; tal vez escotada, o entera, o lanceolada, o acicular. Aovada, niño, corrige la voz autoritaria. Y mi linterna sigue subiendo como si hubiese adquirido vida propia. Cuando me doy cuenta, el haz de luz había sobrepasado la cima del laurel, y su movimiento automático había arrastrado consigo mi mirada hasta un ángulo de casi noventa grados sobre mi cabeza, hacia el poniente. De golpe, un punto luminoso atrajo mi atención; se desplazaba lentamente en una órbita muy superior a la máxima de un avión...
* En todo caso, lo del jarro de cerveza es verdad, y sigue intacto. Fue en una «Hochbrau» de Munich, una noche de sábado. Salchicha con mostaza y morcilla blanca y cerveza, naturalmente, mucha cerveza. Los parroquianos empezaron a corear los sones marcados por la ruidosa orquesta, a balancearse en sus asientos, los brazos en el hombro del vecino, y nosotros con ellos; reinaba una alegría pesada, de cerveza en sábado de noche.
* -Cuántos de estos pacíficos gordos alegrotes habrán sido miembros de la S. S... -lanzó él de repente.
* Y a la noche en la Ringstrasse volvimos a acordarnos de la frase, cuando Georges habló del «loco renegado» que comenzó su carrera política en una cervecería como aquella -quizá ésta misma-, en Munich. La bulla seguía, y cuando nos dispusimos a marchar, comenzó una riña entre dos rubicundos bebedores inflamados por los aires marciales mezclados con el jugo de cebada. En ese momento vi el jarrote de un litro con la H B en azul oscuro sobre el fondo grisáceo, y me pareció natural llevarlo como recuerdo; me había vaciado cinco semejantes, y me consideraba con derecho a tener uno, no sé, como trofeo, o para pavonear con los amigos. Lo disimulé bajo la campera y salimos. Todo el mundo estaba muy excitado con la pelea de los borrachotes, y las robustas meseras muy ocupadas en separarlos.
* Digo «caboche», lo que me viene, como hubiera podido decir «camello» o «mierda», o «pacholí». El repugnante olor de esas flores marchitas, mezclado con el de las velas, el cloroformo y los saludos; las caras adustas -¡tantos rostros extraños!-, moqueantes unas, rígidas otras, de circunstancia, las más. Y siempre los mismos gestos, las mismas palabrejas susurradas, y el otro que se contesta «mejor así, el pobre descansó», y yo moviendo la cabeza como un muñeco mecánico, y las inmensas ganas de decir: ¡qué carajo te importa!, como traduciendo las palabras de él, siempre tan ajeno a estos convencionales transportes baratos. Creo haber conocido bien su panadentro como para estar seguro que toda esta escenografía le causaría la misma sensación de asco.
* Era en Boston, el otoño pasado. El médico rubio y corpulento salió al encuentro de nuestra larga espera de casi seis horas, y nos escupió su «nathing», que fue retumbando por los blancos corredores del hospital; fríos, asépticos corredores maculados por una sola palabra. Blunstein, detrás del cirujano, más pequeño, como contraído, fija la mirada hacia abajo, como buscando algo por el suelo, quizá el recuerdo de los momentos gratos compartidos con el amigote. Cuando el médico empezó a explicar lo de «las varias células afectadas...», me acordé de la copa primero, y después de la lechuza. Volvimos al hotel, ya un poco sin él, y a los diez minutos la llamada de Carina. Por ella supimos que se había roto la copa de cristal de Bohemia, sin que nadie supiera cómo ni cuándo.
* -Hace media hora que la encontré hecha añicos, al lado del jarrote de cerveza, en el fondo del cristalero, en donde nadie mete la mano...
* Cuando volví de mi excursión inútil, la atmósfera de la habitación estaba tensa en extremo, pero nadie en la pieza quería comprender, nadie parecía admitir lo que ocurría.
* Fue entonces que me acordé del laurel de España, en el fondo del patio. Ya en el corredor oí los primeros sollozos, los de Carina, su mimada, confundiéndose con los aullidos de Laica ahora ya sin sordina. Atravesé el patio hasta el ángulo de la muralla, a la izquierda, en donde el arbusto eleva el color verde oscuro de su sigiloso follaje. ¿Cómo había podido olvidar que el laurel es una planta habitada?
* Me iba, ya sin él, a buscar el sueño de alguna lechuza entrevista en medio del ramaje verde oscuro, en el fondo de un patio, mientras los disparos ponían estrellas de miedo en la noche temblona. Me apliqué a tallar cuidadosamente el árbol, rama por rama, subiendo mi cuchilla por el tallo; hoja por hoja, montándola en cada vara, en cada latiguillo. Al llegar a la copa, la batuta marca los compases exactos: Georges da la espalda a la sala en penumbra, y él guarda sigilosamente un puñado de estrellas en el bolsillo, cerca del corazón. Las hojas me devuelven los destellos. Desde algún lugar de la noche me llega un aroma de flores o de frutos maduros. Apago la luz de la linterna, y el olor húmedo, antiguo de la tierra me traspasa. El relente espejea entre las hojas y el titilar sube, sube hasta confundirse con el cabrilleo de las estrellas. Venus, en su esplendor rutilante, anuncia la inminencia del día, y el este comienza a empalidecer como la corteza de un huevo próximo a quebrarse. Sigo la búsqueda, y la resaca me devuelve los fragmentos del naufragio; una ristra de palabras botánicas, una reprimenda y la voz de él evocando una lechuza que no está en ninguna parte. El haz de luz sobrepasa la cima del laurel y se pierde, inútil, en un cielo que va reduciendo el parpadeo de las estrellas, alechando el fulgor supremo del lucero. Nada; nada más que el olor vegetal del sereno, y el fucilo fugaz de un aerolito sobre la lenta, la irremisible resurrección del día.
* Y de regreso del cementerio, ya del todo sin él, me invadía un enorme cansancio, un hastío infinito, y el olor persistente de las flores podridas de los abogados. Sentía en la garganta la inmensa placa de latón reseca, hasta que me llamó Manuel, y me insistió:
* -Te paso a buscar en media hora. Ya puse a refrescar varias botellas de Auslese que me sobran en la bodega...
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EL SÉPTIMO PÉTALO DE VIENTO
Para Lariza, exactamente el séptimo
* ¡Usted verá señor! Bajo el sol naciente, Estambul es una repetida sucesión de techos dorados. Desde el Bósforo es posible descubrir a esa hora una encantada ciudad de oro, en la que cada cultura que la fue haciendo, cada pueblo que la fue amasando, ha ido dejando un rasgo de su propia belleza. Una ciudad múltiple, legendaria... Usted verá, es muy hermosa Estambul. No en balde la llaman la reina, desde la antigüedad... Muy hermosa...
* Envuelta en un aire de dignidad ajada, la dama pronuncia las palabras con un tono en el que la nostalgia se mezcla al entusiasmo. Su distinción de señorona en decadencia se acentúa cuando agrega:
* -Yo hacía el viaje muy a menudo, hace años... Claro, los barcos eran más... más espaciosos, más cómodos, más suntuosos; la travesía era una fiesta, una cascada de alegría... Pero lo mismo, ya verá que le va a gustar mucho. Nada más que la entrada por el Bósforo con el primer sol de la mañana vale el viaje...
* Su voz ronca de tabaco y añoranza arrastra una larga estela de reminiscencia, y el brillo mirífico de los ojos se adentra en las pupilas, como acariciando el mundo incandescente de los recuerdos, una ciudad dolorosamente guardada en el territorio del sueño.
* Desde la cubierta del barco veo resplandecer más los ojos de la honorable expendedora del pasaje que los techos de la ciudad insignificante que comienza a deslizarse en la orilla del estrecho bajo un tímido sol. En vez de las mil cúpulas doradas prometidas por la dama, veo desfilar edificios de cúbico mal gusto o casas sin personalidad alguna. De golpe, al doblar una punta coronada por una jaula de cemento, aparecen los muros imponentes de una fortaleza. «Rumeli Hisari», oigo que le anuncia el pasajero de al lado a su mujer. Allí está, en efecto, la inmensa mole de piedra construida en el espacio de un pellejo de buey, gracias a la astucia con que Mohamed el Conquistador burló la amenaza prepotente del último Constantino. A partir del toque mágico de Rumeli Hisari comprendo mejor el revoloteo en los ojos de mi distinguida consejera. El sol comienza a afirmarse en un cielo azul intenso; adolescente y dorado chorrea desde el oriente, cumpliendo una vez más la parábola de la marcha otomana sobre Bizancio, el rito histórico de la toma de Constantinopla. Es una súbita visualización de abstracta separación entre una Edad y otra con que los eruditos tajean el curso de la historia. El centelleo de un techo primero, el destello de diez cúpulas después, la ráfaga de cien alminares y techos y cúpulas y alminares dorados se despliegan en matices resplandecientes que van del oro a la miel, del cobre al topacio, del diamante al verdín. Y allí está, frente a mí, en todo su esplendor, la legendaria Bizancio, la imperial Constantinopla con sus «basyleus» fijados en la desmesurada estática mirada de sus triunfales mosaicos. Y en forma aún más evidente, la reluciente sede de la Sublime Puerta de los Califas, con la cimitarra del Bósforo al costado y el Cuerno de Oro en el extremo.
* El deslumbramiento no se detiene en el desembarcadero de Galatá. Me persigue, en creciente, por las calles tortuosas, sucias, caprichosas, bellísimas de la ciudad heteróclita y múltiple. Puente romano por el que la cultura helénica penetra en la Edad Media y llega hasta los confines eslavos. Gran Bazar del tiempo, en cuyo laberinto de callejuelas y pasadizos entre Oriente y Occidente anduvo trajinando todo el mundo antiguo, medieval y moderno, para dejar a su paso la intrincada red de una historia marcada por los signos más diversos de pueblos y dioses, lenguas y costumbres, de los más distintos rumbos, raíces y horizontes.
* Deslumbramiento que va cobrando cuerpo, agrandándose de asombro en asombro, de mezquita a mezquita -alminares hasta torcer la vista-, de antiguas iglesias a museos, de palacios a torres, del callejón retorcido a la imponente explanada del hipódromo de Septimio Severo. Deslumbramiento que se hipertrofia ante la Ayasofía de Constantino, expresión armónica de la Sabiduría del Creador, y de su contrarréplica, la Mezquita Azul del Sultán Ahmet, testimonio de la Superioridad de Alá. Y Tokapí, presencia de Mohamed, el fundador. Y el Gran Bazar, en el mismo riñón del Gran Bazar del Mundo, Bizancio, Constantinopla, Estambul, encrucijada de la historia, ombligo de la rosa de los tiempos. Las columnas de pórfido rojo vienen de Heliópolis; las de pórfido verde, de Baalbeck; los mármoles que recubren las paredes proceden de Éfeso, de Delfos, de las islas del mar de Mármara; los pergaminos, de Pérgamo. Esta columna transpira; la porcelana de Saladem cambia de color al ser mordida por el veneno; esa puerta ha sido fabricada con un pedazo del arca bíblica; las seis piezas en estrella de porcelana azul rabioso datan de la dinastía Ching; éste es un pelo de la sagrada barba del profeta; ésta la sagrada huella de su pie; aquí el primer Corán; la mismísima llave de la Meca; los huesos de la mano de San Juan; el temporal sin tiempo del susodicho apóstol; el velo de la Santa Virgen, tantas veces paseado en procesión ante las narices ansiosas de los sitiadores de Constantinopla; la trompeta de Josué; el cuerno del carnero de Abraham; un tronco del viñedo de Noé, el justo, el patriarca del vino... Restos del naufragio del tiempo, arrastrados por las incesantes olas de la violencia y de la codicia que, flujo tras reflujo, destruyen sin tino y conservan con avidez. Ronda laberíntica de creencias, cada una la fe verdadera. «Fíjense en la eclosión del espacio que explota en llave de los arcos como manifestación irresistible y triunfal de la divinidad. Fíjense en la multiplicidad infinita de las puertas que, todas, llevan a Dios... El iconostasio de la iglesia inicial fue ligeramente desplazado hacia la izquierda, para que el mihrab apunte la dirección exacta de la Meca, a fin de que la oración vaya derecho a la fuente de la verdad divina...»
* Ciudad de oro, cierto, pero también de oropel, de chafalonía; la escoria que sobrenada en este viejo crisol cansado. Admirable trono en oro decorado de esmeraldas, rubíes y perlas; maravilloso diamante cuchara -«86 kilates, el 3.º del mundo». Y justo al salir, junto a la higuera incrustada en el ciprés, resulta aún más dolorosa la expresión desolada de los ojos infantiles, fijados en los mosaicos del hambre, la mendicidad disfrazada, la tarjeta postal, la miseria con cáscara de baratijas.
* «Guven Berberí. Sabri Sert 8911». De golpe reparo en el insignificante letrero. Un vistazo hacia el interior de la tienda adosada a uno de los flancos del Gran Bazar me trae a la evidencia de mi cansancio vagabundo, a la maraña de mi pelo, a mi barba de varios días. Los sillones parecen confortables, la sombra acogedora promete una pausa al castigo del sol rajante de la calle. Despatarrado en el asiento, luego de un profundo suspiro de alivio, me doy cuenta que el barbero, cortésmente parado a mi lado en el espejo, aguarda mis instrucciones. No entiende mi francés; mi incipiente inglés resulta aún más ineficaz para transmitirle mi deseo. Comenzando la lengua universal de los ademanes, gestos y señas, me exclamo en voz alta:
* -¡Cómo le explico exactamente...!
* -¡Pardiez!, pues me lo explica simplemente en nuestra fabla.
* Mi sorpresa es tanto más grande cuanto que me parece estar oyendo a algún personaje salido de las páginas del Quijote. Al tiquiteo preponderante de la tijera se suma luego la voz arcaica del peluquero, en un discurso que por momentos me cuesta seguir, perdido entre los vapores de las toallas calientes, del cansancio y los de las expresiones y palabras raras de mi interlocutor monológico.
* -Símbolo de la totalidad, de la perfección, pero de una totalidad ansiosa, de una perfección angustiada: el paso de lo conocido a lo desconocido, o viceversa...
* Me esfuerzo por comprender las ráfagas que me llegan, y por emitir algunos gruñidos, algunos monosílabos intermitentes que den cuenta de mi vaga presencia. Y de nuevo capto:
* -De los siete pétalos que posee la rosa del tiempo, uno es el de la eternidad...
* En distintas ocasiones, mirando en el espejo veo que sus ojos recorren mi perfil con una atención insistente que no deja de turbarme. Pero él, indiferente, prosigue:
* -En la intersección de los pétalos está el dilema de elegir la dirección exacta, no en el sentido matemático, sino en el del azar necesario...
* Es posiblemente en ese momento, o quizás después, que me lanza la pregunta. Cuando le contesto que Moisés Pereira, interrumpe el tijereteo y se queda mirándome largamente, con una leve sonrisa en los labios. Cuidadosamente pasa del perfil a la protuberancia que remata el arco de la nariz, de la comba de la frente a la distancia que separa los ojos, a la barba, a las orejas. Concluye la minuciosa inspección con aire satisfecho y retorna su discurso:
* -Llegar al corazón del viento implica la marcha; no la elección de un camino, sino la andadura en una dirección. Por eso se trata de una totalidad en movimiento, que nos devuelve siempre al centro, del cual nunca salimos. La semilla viaja lejos, en el viento o sobre el mar, subrepticia y segura; a menudo el fruto cambia en la apariencia, se adapta sutilmente: el matiz de un color entre una piel y otra piel, el espacio de un sonido entre una letra y otra letra... Pero la diáspora es una sola e inmensa rosa, con pétalos por todas partes, como el viento...
* Moshe Perera se calla, pensativo. ¿Él mismo me había contado su nombre? O quizá yo lo soñé, esa tarde calurosa en que, a orillas del Gran Bazar, dialogué largamente con el cauce de algún brazo atrofiado de mi sangre, o con la sombra escondida de su voz, patente de golpe en la de este barbero que descubrió el reflejo de mi perfil en el espejo del suyo.
* -Tú eres de los que han perdido la huella. Pero por más que te han inculcado el olvido de la dirección, no han podido borrar la memoria remota del sendero. Si no, no estarías aquí. Tus antepasados se hicieron «cristianos nuevos», mientras los de la rama hermana emprendían, una vez más, el camino de la diáspora, negándose a aceptar la impostura. Pese a algunas peripecias menores, hasta entonces ambas comunidades habían vivido en perfecta armonía, en mutuo respeto marcado por recíprocas aportaciones y acuerdos de cooperación. Para no citar sino a algunos antepasados, registrados en el libro familiar, recuerdo al estrellero Rabí Isaac de Toledo, autor de Astrolabio Redondo y de Relogio del Agua; a Jehuda Ben Mosa, alfaquín de Su Majestad, ambos colaboradores próximos del Rey Sabio en la época del apogeo cultural de la ciudad; al Rabí Don Mayr, constructor de templos y consejero de don Pedro I. No hay que olvidar que la guerra de Granada, con la que culminó la ocupación árabe de la península, fue financiada por otro ascendiente nuestro, Abraham Senior, administrador de las rentas reales, juntamente con Isaac Abrahanel, originario de Portugal. Ya ves cómo nos pagaron poco tiempo después. Regularmente recurrían a la pericia financiera de los nuestros para solventar sus interminables guerras; la de la reconquista, en gran medida la ganamos nosotros. Nos prohibían el cultivo de la tierra y el oficio de las armas; nos toleraban las actividades financieras, que sus principios «condenaban», pero hipócritamente nos utilizaban y se beneficiaban con ellas. Para nosotros era una manera de defendernos, un arma para preservar la identidad de nuestro pueblo, tan siempre perseguido y castigado. Existe una página en el Libro de nuestras tradiciones que está escrita con números. Interpretándola, nuestros antepasados se hicieron fuertes en este dominio, por necesidad de conservación. Para conservar ese segundo país que mana leche y miel, en el que estaban arraigados desde siglos. La ingratitud, la incomprensión altanera y prepotente les montó a la cabeza luego que se sintieron fuertes, paradójicamente después de derrotar al más endeble de los soberanos musulmanes, Boabdil, que entró a la historia por el lánguido sendero de las lágrimas. Los antepasados que debieron reiniciar el anda-anda habrían sentido a fondo la estocada de la expulsión, por la índole profundamente injusta, traidora contra una comunidad perfectamente asimilada en su lugar. Tanto más ruin que habían contribuido poderosamente a la construcción de algo que consideraban, a justo título, como propio. El fanatismo es un vil excremento de la prepotencia. Hasta el momento del triunfo sobre el Islam lo llevaban como un bocio interno, atravesado en el gaznate, sin que -salvo excepciones- se viera mucho por fuera; incluso lo usaban, envuelto en piel de tolerancia, para utilizarnos mejor. Cuando redujeron al moro -gracias a la ayuda de los nuestros-, el coto les creció hacia afuera, se les hinchó el cuello como una boa, y la intolerancia dictó las medidas represivas. No tengo ningún reproche que hacer a los que, como tus antepasados, disimularon sus convicciones y creencias para sobrevivir... en el sitio. Era una táctica que se venía utilizando desde lejos, y que en distintas ocasiones había permitido [134] salvar a los nuestros. Existe toda una doctrina que justifica la práctica, basada en válidas interpretaciones de los libros. Y al fin de cuentas, fue hasta cierto punto un juego de parte y parte; gran cantidad de los «cristianos nuevos» siguieron ejerciendo las funciones que tenían antes de la forzada conversión. Esto no disminuye un ápice al cortejo de horrores que comportó la nueva situación. Más que la desgarradura de la nueva diáspora -que al fin de cuentas mantuvo sus raíces-, fue lamentable la suerte de los conversos. La saña los acosó, sobre todo con la tristemente famosa inquisición, coordenada por Fernando, quien por su madre descendía del converso Enríquez, y montada por ese monstruo renegado que se llamó Torquemada. La marca pública de la infamia contra los inhabilitados hacía revivir los tiempos del cautiverio en Egipto y preanunciaba los progroms y los campos de concentración. El camino que va de la Plaza de Zocodover, escenario de los autos de fe, a los quemaderos de la Vega se llenó de sangre y de espanto; las estrechas callejas de Toledo se cubrieron de afrenta con las procesiones de los condenados, porque era necesario que la humillación fuera pública. De golpe, el pueblo con más mezclas en la historia de la época, enarbolaba el principio de la «limpieza de la sangre», adefesio jurídico que con su homólogo de la «pureza de la fe», instauraban un racismo digno de sus sanguinarias manifestaciones contemporáneas. Juan Huarte de San Juan («en el cerebro del pérfido judío hay una tendencia inextirpable al mal»), no desmerecía a Lueger o a Alfred Rosenberg. A través de la delación, la tortura, las presiones de toda laya, la gangrena del Santo Oficio fue contaminado todo, no sólo el ámbito religioso, sino el político y el social, para que «con el tiempo no se oscureciera la memoria de los que venían de judíos y se pudiera distinguir la calidad de los hombres nobles». ¡Qué amarga ironía la de estas palabras altaneras cuando se piensa que los dos más grandes poetas místicos de la lengua castellana, Teresa de Ávila y Luis de León, eran descendientes próximos de judíos conversos! Sarcástica respuesta del destino -no tan azarosa- a la inicua «persecución al marrano».
* Como ves, la situación de los que transigieron fue aún más penosa que la de los que partieron. La adhesión a una creencia bajo presión carece de alma, nace muerta. Lo que de momento puede salvar, a la larga suele liquidar. La clandestinidad como forma de resistencia conduce, con el tiempo, a la muerte por asfixia. La amnesia cultural es una de sus formas. Ves, tú ya no sabías nada; el tiempo había borrado de ti todo vestigio del pasado. Pero como el tiempo es una rueda, de golpe estás aquí, para aprender de nuevo, para enterarte; la corriente del azar necesario que mueve esa rueda cumple un ciclo natural y te devuelve al centro del des-olvido. El mayor de los hijos de Moshe, rabino, así como el segundo, lapidario, se marcharon. El tercero, médico, y el último, funcionario, se quedaron en la casa, que no pudieron conservar. Por una carta agregada al libro familiar, se supo que el menor de los Perera se enroló posteriormente en la Armada de un tal Pedro de Mendoza y se embarcó para el Nuevo Mundo. En la misma misiva se cuenta la infamante desposesión de la mansión de los Perera, una de las más hermosas de la Judería de Toledo. Fue ésta una herida que el tiempo no ha conseguido restañar.
* La casa está allí, cerca de la Sinagoga Mayor, que aún se halla en pie; luego de ser iglesia y establo del ejército, hoy es monumento para embeleso de turistas indiferentes, ajenos al símbolo agredido por el fanatismo incendiario de Vicente Ferrer, pisoteado después por los cascos de la caballería. La casa está allí, mientras que tú y yo estamos aquí, y no en el patio embaldosado de nuestra morada, en el corazón de la aljama toledana, escuchando la cantinela melodiosa de la fuente central y gozando de la frescura, el aroma, los colores de los geranios, los claveles y las rosas que bordean la fuente y el naranjo, y resguardan la base de las columnas que sostienen las arcadas del corredor. Dicen que nuestro pueblo, originario del desierto, está condenado a soñar eternamente con el agua. Así como los proscriptos peregrinos del Éxodo hicieron brotar el agua de las rocas del desierto, nuestros [136] antepasados que llegaron al oasis de Toledo colmaron el sueño incandescente, realizaron el espejismo del agua en la alberca del patio. En el centro canta noche y día la fuente decorada de conchas, rodeando los tazones, las pilas, el chafariz y la gárgola de mármol blanco entallado. Es el patio central, el del naranjo, por el árbol que a un costado de la pila embalsama por abril toda la casa con el olor del azahar. Allí el atardecer apacienta rebaños con vellón de roja púrpura, mientras la luz declinante va combinando entre sí los colores de los azulejos de la galería, detrás de las arcadas, y enredando las filigranas oro y azul trenzadas en el alarce del artesonado. Allí los nuestros habían reconstruido las noches de palmeras y el aceite de oro, de los que habla el Libro:
«Derramándonos unos a esta tierra y otros a diversas partes.

Y nos los de esta tierra ficimos esta casa.
Siendo tu brazo fuerte y poderoso
acabamos esta casa para bien
en días buenos y años fermosos.
El día de acabada fue grande y agradable...»
* Así celebra el Libro familiar la fundación de la morada. La calma anida en las habitaciones que rodean el patio, protegidas del calor por la sombra fresca del corredor y el follaje que acaricia el canto de la fuente. Entre este rincón del edén y el bullicio de la calle hay un zaguán ornado de mayólicas, de semipenumbra y de helechos verdeoscuros, limitado por la cancela de hierro, bordada por los mejores forjadores toledanos. Al traspasar las rejas se sale a una callejuela que parte de la del Ángel y se retuerce, viborea hasta alcanzar la Plaza de la Cava. Para llegar a la Sinagoga cercana se atraviesa la Alcaná, con sus bazares [137] de colores y olores y destellos infinitos. En ella se dan cita los tapices de Persia y de Irak con las joyas del Asia Menor y los aljófares de Golconda; las sedas de Tonkín con los chales de Cachemira; los cueros repujados de Córdoba con las alhajas luminosas de Venecia; las cerámicas irisadas de las islas con los paños de Cuenca y las lanas cálidas de Aragón; las mallas metálicas de Milán con los aceros damasquinados de Toledo; la plata, el oro, el azabache con el ámbar, el coral, la esmeralda. Allí se juntan, se confunden, se entremezclan la mirra con el almizcle, la algabia con el incienso, el estoraque con la alhucema, el bálsamo con el opopónaco, el gábano con la cananga, la esencia con la resina, en vaharadas intermitentes desde las cazoletas, los pebeteros, los pomos, el papel de Armenia, los franchipanes, los sahumadores, en incesantes oleadas de aromas que atraviesan el aire, envuelven a los transeúntes e impregnan los toldos abigarrados que protegen de la intemperie los abarrotes y las vendejas. Por allí se desparrama la ciudad en la que nuestros antepasados encontraron la misma tonalidad de la miel madura derramada sobre las piedras del atardecer jerosolimitano. Las crónicas más verosímiles demuestran que llegaron a esta nueva Jerusalem en tiempos de Nabucodonosor, huyendo del cautiverio en Babilonia, en épocas de la destrucción del primer Templo. Vinieron buscando otra tierra que mane la leche y la miel, y en una colina que concentra idéntica luz, fundaron Toledo, que en hebreo quiere decir historia o generaciones. El mapa de la ciudad añorada es reproducido así en símbolo místico, gracias al aire y a la luz, al agua y al viento, al calor y al color, esa mezcla de miel y de leche con el primer crepúsculo del día, de fuego y de oro con el último... Pero empujada por el amor, la imagen reflejada salió del espejo y se volvió el objeto mismo.
* -Pero Moshe -me animo a interrumpir el entusiasta ditirambo-, ¿y la tierra prometida? Tú, integrante de la diáspora, ¿no has ido a Israel?
* -Sí, Moisés. He recorrido largamente las tierras descritas por el Libro. He visto a los jóvenes hacer brotar de nuevo el agua de las piedras del desierto. He bajado desde Kiryat Shemona hasta Elath sobre el Mar Rojo; he estado en Gaza y en Nazaret, en el Mar Muerto y en el Mar de Galilea, en las alturas del Golán y en la península de Sinaí, y en Tel Aviv y en San Juan de Acra y en Belén y en Haifa y en Bersheba, y naturalmente en Jerusalem, la ciudad de la Paz, en donde busqué, en vano, la aljama, la Vega, esa curva del Tajo, la calle del Ángel... En ninguno de esos sitios, que por lo demás me conmovieron, en ninguno he encontrado la casa que se abre con la llave que hace casi 500 años trajo consigo Rabí Moshe, como presencia indestructible de la mansión de los Perera en la Judería de Toledo. La casa que aprendimos a querer, de generación en generación, a conocer en sus más mínimos detalles, distribución de las piezas, sitios de los muebles, matices de la luz en el patio a las distintas horas del día, lugar de las plantas, color y reflejo de los mosaicos, música del agua en la fuente, espesor de los muros... ¿Sabes?, hay un libro minucioso que inició el Rabino Moshe Perera el día que abandonó la casa y comenzó el largo y doloroso exilio; un libro que seguimos escribiendo, o andando, nosotros sus descendientes, en el interminable camino de la nostalgia toledana...
* Abriendo un cofre en cuero repujado extrajo un libro encuadernado en piel de un rojo manoseado por el tiempo, y una enorme llave de hierro forjado, con un paletón de nutridos dientes y un anillo con adornos de complicado arabesco. Me produjo un sobresalto ver esta pieza de ferretería aquí, en este lugar...
* Cuando hablamos de lo que yo andaba buscando, me miró fijamente y me aseguró que él podría ayudarme a encontrarlo. Caminamos un rato por la hormigueante avenida central del Gran Bazar. Levemente me apretó el brazo para señalarme una estrecha calleja a la izquierda; luego tomamos a la derecha, y como a 50 metros, de nuevo a la izquierda, un minúsculo pasadizo en pendiente que conducía a una puerta al fondo de tres peldaños. El hombre que nos abrió tenía un vago parecido con Moshe.
* -El primo Shimon, el primo Moisés...
* Nos estrechamos las manos como si nos conociéramos de toda la vida. En la semipenumbra de la habitación, en el centro distinguí una mesa iluminada, en la que se mezclaban instrumentos diversos con cintas y trozos de metal precioso. Cuando mis ojos se acostumbraron a la escasa luz lateral, pude ver las vitrinas contra la pared del fondo, colmadas de sortijas, collares, pendientes, brazaletes, broches, coronas, alfileres, cadenas, medallones... Y a mitad de camino, detrás de la silla de Shimon, un estantecillo de tres repisas abarrotadas de piedras brillantes de todos los colores y tamaños. Al moverme, las repisas titilaban, chisporroteaban; las agujitas multicolores me herían las pupilas hasta hacerme entornar los párpados. Moshe le explicó brevemente al primo enjoyelador, y éste empezó a recitar con monótona convicción, al tiempo que iba tomando sucesivamente las piedras del estantecillo hacia el cual había tornado su silla. Me preguntó dos o tres cosas antes de enfrascarme en su concentrado monólogo.
* -El diamante representa la limpidez, la perfección, la dureza, pero sus reflejos son fríos y no siempre benéficos. Su dureza corta, raya, hiere...
* Tomó otra en la mano y prosiguió:
* -La esmeralda, gota de luz verde capaz de atravesar las tinieblas, arrastra las nacientes luces de la primavera. Acuosa y lunar, se opone a lo ígneo y solar. De ahí sus connotaciones infernales. En sus funciones homeopáticas puede actuar de manera nefasta sobre las manifestaciones ectónicas...
* Volvió a cambiar de piedra.
* -El zafiro es su contrario: celestial, por su calor se inscribe en el azul y se emparenta con el elemento aire. Inmaterial y profundo, es un coágulo, inexistente de vacío acumulado. Exacto, puro y frío... No, no me parece...
* Volviéndose con otra pieza en la mano me hizo dos nuevas preguntas, y prosiguió:
* -¡Ah, el rubí!, piedra de la sangre, carbón encendido de la pasión, embriaga sin contacto. Emblema de la dicha, ha sido designada como piedra de los enamorados. Pero del amor sin tristeza y sin lujuria... Además, puede fácilmente convertirse en sanguaza.
* Hizo otra pregunta y, revolviendo las piedras, continuó, cada vez más concentrado en su soliloquio:
* -Tampoco el atormentado coral, árbol del agua, víscera de la luz sanguinolenta... No, ni la turquesa, ni el lapislázuli... Otro color, otra esencia...; el ámbar podría ser. Magnético hilo que une la energía individual a la fuerza cósmica, es el elemento que da el color al rostro de los héroes y de los ascetas...
* Shimon se interrumpió y me pidió descripciones más precisas, color de los ojos, de la piel, del pelo, curva de la sonrisa. Su índice pirueteó varias veces sobre las repisas, como una mariposa, antes de posarse en la flor violácea de una piedra. La tomó y mirándome de frente, retomó su discurso, ahora en tono categórico.
* -Amatista, porque es la combinación del rojo y el azul, la gota en que se unen la fiebre y el sueño, el instante preciso en que la luz se vacía en la penumbra, y viceversa. El cielo y la tierra en comunión exacta. El eterno recomenzar, ¿entiendes?
* -Sí -dije, y en efecto, me parecía muy claro.
* Shimon se levantó, llegó hasta la vitrina del fondo, tomó una pieza y mostrándomela dijo, en tono cada vez más convencido:
* -Esta pieza es un trazo sin raíz ni cabeza, sin comienzo ni fin, en la línea del color de la piedra. Pero un trazo con alma, capaz de encarnarse. En ciertas culturas de la antigüedad, para designar vida y serpiente se utiliza la misma palabra.
* Volví a asentir; me parecía exacto. Mostrándome los engarces de amatista que de trecho en trecho cortaban la serpiente de oro viejo, Shimon prosiguió:
* -Siete: símbolo de la totalidad, de la perfección, del paso de lo conocido a lo desconocido. Los siete ojos de Javeh, de que habla el profeta Zacarías. Las siete ramas del árbol de la luz, del árbol de la vida. Y no creas que es una fijación cultural nuestra; es universal. Los siete colores del arco iris no hacen sino testimoniar la plasmación de la luz, así como la materia vibra en las siete notas de la escala diatónica. A ti te toca descubrir el sonido, el color, así como la dirección que parte de la intersección de los siete pétalos del viento. Pero no puedes equivocarte...
* Al separarnos en el embarcadero de Galatá, luego de un apretado abrazo, le pregunté a Moshe si alguna vez había pensado en ir a Toledo. Muy concentrado, como escrutando sus pensamientos, me contestó:
* -Desde hace 500 años -el libro lo dice- cada Perera se formula la pregunta y sueña con ese retorno. Pero ninguno ha ido nunca... y creo que no irá jamás. No es el temor de que la llave no funcione en la cerradura. Como has podido comprender, la casa existe. Pero cada uno de nosotros fue agregando palabras para describirla mejor. Y hoy ya no sabemos si la casa es la misma, o si la fuimos recreando en las páginas del libro rojo comenzado por nuestro antepasado el día inicial del exilio...
* Cuando el barco se alejaba, Estambul parpadeaba con los mil y mil ojos que, de lado y lado, me acuchillaban. Las cúpulas y los alminares se perfilaban en el resplandor que montaba de la ciudad como una niebla dorada. Por encima pendía una filosa luna de cimitarra. «Es natural...», me oí decir. El Bósforo iba aplacando lentamente los ojos luminosos de la costa. «Asia a un lado, al otro Europa...», me subió a la memoria desde algún banco del colegio. Tímidas estrellas se encendían cerca de la luna, ahora repetida en el mar. Poco a poco una bruma lechosa se iba apoderando del agua, de mis recuerdos borrosos, de ese sueño difuso en Estambul, Constantinopla, Bizancio, Jerusalem, Toledo. De vez en cuando me llegaban los fuegos de artificio tranquilo de algún barco que iba a la quimérica ciudad, y desde arriba los de Venus, por donde transitaba la serpiente dorada con sus siete ojos color violeta. Cuando llegamos al Mar Negro me invadió la convicción de que nunca más volvería a ver Estambul, como mi primo, el rabino peluquero Moshe Perera no vería jamás su Toledo espejismo. Pero uno y otro seguiríamos soñando siempre con ésta y aquella, como yo esa noche marinera en que soñé que estuve en Estambul. Y que la llave que me enseñó en el cofre repujado un hombre con el reflejo de mi perfil en el costado de su rostro, era la misma que pendía en la hornacina en casa del abuelo Moisés Pereira, esa enorme pieza de hierro con el anillo adornado en arabesco y de complicada dentadura, cuyo origen se desconocía en la familia, cuya historia había sido olvidada, quizá voluntariamente...
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Enlace al ÍNDICE del libro El séptimo pétalo de viento en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
El ojo de la lechuza
El séptimo pétalo de viento
Noches de Veracruz
El sueño incompleto de Philibert
El Líder y el angelito
La Ley
Guarnipitán, el río
Reunión de familia
De cómo el tío Emilio ganó la vida perdurable
Matación de la víbora plateada y resurrección de su sangre
Licantropía
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Enlace al CATÁLOGO POR AUTORES
del portal LITERATURA PARAGUAYA
de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES

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