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martes, 9 de febrero de 2010

INGAVI Y OTROS CUENTOS. Autor: RODRIGO DÍAZ-PÉREZ - Prólogo de CARLOS VILLAGRA MARSAL / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

INGAVI Y OTROS CUENTOS
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial Araverá, 1985.



PRÓLOGO
* No es impertinente comenzar esta sucinta reflexión sobre Ingavi y otros cuentos de Rodrigo Díaz-Pérez, que hoy publica la Editorial Araverá, con la aserción de su variedad, tanto temática como espacial. Residente en los Estados Unidos (Ann Harbor, Michigan) desde hace treinta y un años, histopatólogo señalado además de poeta, lingüista y narrador, Díaz-Pérez es igualmente pasajero incansable de intemperies y ciudades, y examinador diligente del profuso trajín humano. Entendedor del diverso mundo, en fin, Díaz-Pérez registra en sus narraciones circunstancias disímiles con la agudeza de opción propia del instruido en el oficio, a la cual debe agregarse esa suerte de sentido clínico, benévolo y riguroso al mismo tiempo, tan naturalmente ejercido por pocos médicos notables. Empero, tal visión cambiante no se detiene en los ámbitos de la acción o el tratamiento de los personajes: dueño seguro de sus procedimientos semánticos, Díaz-Pérez conforma su discurso a las peculiaridades coloquiales y la descripción matizada que cada narración exige por su cuenta; por ende, la secuencia planetaria de estos relatos está investida de la realidad física y verbal que corresponde, según el caso, merced a la cual acompañamos sin asombro, pero con horror o deleite o envidia secreta, al muchacho de Kansas, miembro de la Brigada Lincoln, en su paseo alucinado a través de la tarde madrileña percudida por las bombas fascistas; o al burlado mirón de catalejo en la ambigua calma de la campaña francesa, o a la guardia y la fuga ulterior del prisionero solitario, desde el campo de concentración sublunar en los fondos del Chaco, acuciado por gruñidos cósmicos y los desmanes de su propio pulso.
* Hasta aquí, quien se haya animado a recorrer este preámbulo sin conocer aún los cuentos de Díaz-Pérez, podría concluir que su autor practica una cómoda universalidad, que no sería sino la demostración de un cosmopolitismo demasiado evidente para ser auténtico. Es lo contrario: las raíces paraguayas siguen ejecutando sus oscuros trabajos en la savia, en la voz, en la angustia floral, en el fervor de Rodrigo Díaz-Pérez. La Villa Aurelia de su infancia, los pasillos astrosos y las sufridas salas del Hospital de Clínicas, las urgencias y combates de su juventud gravean desde entonces sobre su destino, comprometiendo sin reservas su intención y su palabra. Como en los otros escritores nacionales trasterrados, la nostalgia recupera en Rodrigo Díaz-Pérez su diáfana etimología: dolor del regreso; así lo certifica la mayoría de los once cuentos que integran el volumen, en los que reverbera, más allá de los referentes textuales, el signo de sangre y sueño de la escritura en el exilio: la pasión defendida y a la vez violada por la ausencia.
Son escasamente útiles los prólogos que demoran la lectura del libro presentado; no deseo que el mío arrastre esa equivocación. Sin embargo, me permito recomendar, por puro gusto personal, dos o tres de los relatos que componen la colección: Miiii Buenos Aaaires Queridooo..., sobrio texto abierto en el cual nos asomamos a un vértigo de odio y terror, casi sin precedentes en nuestra América; Alcándara Revisited, crónica veraz y fabulada de una cosa que, como la de quien esto escribe, no tiene sino el mérito de su puerta franca a la felicidad y la imaginación de los amigos, e Ingavi, parábola de la violencia cazada por la soledad, donde el castigo sin culpa se apaga ante la fraternidad de los desamparados.
* He escuchado a Augusto Roa Bastos repetir que la narrativa de un país no existe sólo porque concurran a ella uno o dos escritores, por más dotados que sean. Con Rubén Bareiro Saguier, Helio Vera, Osvaldo González Real, y hoy con Rodrigo Díaz-Pérez, cuyos cuentos salen por primera vez a la luz en su patria, estimo que la reciente literatura de ficción del Paraguay está ganando el contorno que merece nuestra libertad creadora en el destierro, interior o exterior.
CARLOS VILLAGRA MARSAL - La Alcándara, diciembre de 1985
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NOTA LIMINAR
De los once relatos que aparecen en este libro, seis de ellos son inéditos, en tanto que cinco aparecieron en ediciones sin difusión comercial; por ende, estos últimos no fueron leídos sino por error o mera curiosidad. Y uno de ellos, Promesa formal, vio la luz en Discurso Literario, de la Oklahoma State University. Decidimos entonces integrar este volumen, para darle una dimensión temporal, con cuentos aparecidos o no, que incluyen dos decenios de nuestro mundo de creación. Y si diis placet, esta vez la luz del trópico nos dará su aliento y vida, por intermedio del resplandor que denota el nombre mismo de la Editorial Araverá.
RODRIGO DÍAZ-PÉREZ, Ann Arbor, Michigan, setiembre de 1985.
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INGAVI
A Justo Pastor Benítez (h.)
* Serían las dos de la mañana cuando Chocho Benítez salió de su pieza para respirar aire puro. Hacía un calor asfixiante en el ranchito. Después de descansar o adormilarse por unas horas, salía habitualmente a dar una caminata alrededor del fortín. Conocía de memoria el mapa de la zona. Mil veces había planeado la fuga, con lujo de detalles. Nadie lo atajaba. Era un prisionero al que no odiaban. Por otra parte, todos creían que la selva le tendería su abrazo constrictor en caso de que escapara. Podía estarse todo el día en su cubil, que no preguntarían por él. «Decidite de una vez», se decía a sí mismo. Hacia el norte, a menos de cincuenta kilómetros, estaba Ravelo, ya en territorio boliviano. Era, sencillamente, cuestión de tomar el camino hasta Tacaparé, cruzar el estero de Palmar de las Islas, y listo. «Ojalá que el estero no esté anegado, ya que, de otra manera, voy a tener dificultades». Otra alternativa factible era dirigirse hacia el suroeste, hasta Gabino Mendoza. Estaba seguro de que los poblados bolivianos le ofrecerían albergue. Lo único que lo inquietaba era que nunca se supo una sola palabra de los tres soldados que desertaron del fortín. Simplemente se los tragó el silencio y el olvido.
Siguió caminando hasta llegar a la orilla del río, que parecía salido de madre. En otras ocasiones, sin embargo, se secaba, dejando un lecho de tierra caliza que se rompía en parcelas. El rielar de la luna dibujaba una hermosa superposición de imágenes en el agua. Se sacó los zapatones y se mojó los pies. De improviso oyó un crujido de hojas secas y se levantó con premura. Era el teniente Ramírez quien, cordialmente, se acercó y le dijo:
-¿Qué tal, Benítez?
-¡Hola! Veo que usted también anda con insomnio.
El teniente sacó de la chaqueta un paquete de cigarrillos y se lo tendió a Chocho. Poco después, la frente de ambos se iluminaba con el resplandor de un fósforo.
-En verdad, Benítez, comprendo su irritación. Yo no sé de qué lo culpan. Usted extraña a su familia... echa de menos sus estudios. -Se había establecido entre ellos una animada charla. Pero hablaban en voz baja, como si temieran ser escuchados.
-Le voy a contar, teniente, cómo sucedieron las cosas. Y le aseguro que no exagero. Yo estaba en el bar «La Bolsa» con un grupo de compañeros cuando, de repente nomás, paró un camión y bajaron varios soldados armados y un tipo gordito vestido de civil. Me tomaron del brazo con violencia, y no paré hasta Ingavi. Ni siquiera recuerdo de qué hablaba con mis amigos. -El teniente lo escuchaba con calma, sin hacer un solo gesto. Pero parecía sentirse incómodo. Por su parte, después de una nerviosa bocanada, Benítez prosiguió diciendo-: Si al menos supiese a qué se debe esta pesadilla. Pero... ¿Por qué? -dijo sus últimas palabras casi gritando.
El teniente no replicó. Él también se sentía frustrado. Llevaba ya dos años en Ingavi. La única comunicación del fortín con el mundo civilizado era el camión que, cada quince días, traía cartas, encomiendas y provisiones desde Mariscal Estigarribia. En Ingavi la vida consistía en hacer siempre las mismas cosas, en la conciencia casi permanente de irse muriendo poco a poco. La luna se había ocultado y Ramírez concluyó la charla diciendo:
-Mire, Benítez: le escribiré al comandante Francisco Feito, que es un hombre justo y sensato. Quizá lo pueda ayudar-. Sin saber por qué, a Benítez le produjo vergüenza lo que acababa de plantear el teniente. Flotando, tenaz en la calígine, el polvo chaqueño le irritaba la piel, le penetraba en los poros. Y los enormes paratodos adquirían una dimensión fantasmal. De pronto sintió la desolación de Ingavi. Hubo también un momento en que creyó escuchar una voz remota... como un eco musical. Sin proponérselo, levantó la mirada hacia el cielo.
Cuando la luna apareció de nuevo, iluminando todo el perímetro del fortín, reinaba una calma absoluta. La comandancia era una casita de media agua, pintada de blanco y con sólo dos piezas: una, la «recepción» donde el teniente Ramírez tenía su escritorio; la otra, el dormitorio con un catre y una mesita despellejada, después de tantos años de servir de soporte a la lámpara de kerosén. Las dependencias de la tropa constituían un largo, hacinado grupo de ranchos de techo de paja y pared de adobe, donde se alojaban los treinta y siete soldados del fortín.
A la mañana siguiente, un soldadito entró en la comandancia a dar su parte:
-Mi teniente, anoche vinieron los moros y robaron cantidad de provisiones. Rompieron además la transmisora y el acumulador. Hoy no pudimos hablar con Mariscal Estigarribia.
Por culpa de los indios moros y los jaguares, no habrá jamás completa tranquilidad en Ingavi. En medio del cósmico silencio de la noche chaqueña, se oían a veces rugidos escalofriantes o rumores furtivos. Y el terror, acrecentado por la soledad y la distancia, les ponía a los soldados los pelos de punta.
El teniente tomó la noticia con calma y ordenó a la tropa un patrullaje que cubriera un perímetro de cinco leguas; había dibujado un plano sobre la tierra, con rapidez y habilidad:
-Aquí está el río Timane. Un pelotón va a ir hasta la costa, cruzando por Puerto Warnes. Otro se dirigirá hacia Laguna y registrará las orillas. Un grupo menor, a las proximidades de Tacaparé. Yo, por mi parte, guardaré el camino a Gabino Mendoza. En el fortín se quedarán Benítez y siete soldados.
De noche volvieron los grupos, sin haber dado con los moros. El teniente fue a verlo a Benítez. Lo encontró en el patio de la comandancia, cerca del pozo, tomando tereré.
-Llevo ya tres meses en el Chaco -dijo Benítez, malhumorado-. En su última carta, mi señora me cuenta que mis compañeros se acaban de recibir de médicos. No puede ser que se hayan olvidado de mí...
-Lo siento de verdad, Benítez. Pero usted comprende que no tengo nada que ver con su situación. Espero que mañana tengamos un día más tranquilo.
Aunque eran las seis de la mañana, el sol picaba ya como si fuese mediodía. El teniente había ordenado a los soldados que se reunieran; con voz clara les dijo:
-Estamos sin radio y hasta la próxima semana no viene el camión. Lo mejor que podemos hacer es tratar de arreglar la trasmisora. Traigan el acumulador del camión; total no lo usamos y no hay nafta suficiente, siquiera para llegar a la frontera.
Pocos minutos después, había desarmado la radio pieza por pieza. Y con un primitivo soldador, calentado al rojo con el fuego de la cocina, fue uniendo los cables de la transmisora. Benítez lo observaba con curiosidad. El teniente Ramírez era sin duda inteligente, el hombre adecuado para estar al frente de un sitio como Ingavi. Seguía trabajando afanosamente cuando, de súbito, se detuvo y le dijo:
-Siento un intenso dolor en el vientre. -Lo llevaron inmediatamente a la comandancia y, lo acostaron en el catre de trama de su dormitorio. Benítez le sacó la camisa y le aflojó el cinturón. Lentamente le fue apretando la región del estómago, los intestinos, el hígado, el resto del abdomen. Había un dolor bien circunscrito en la parte inferior del vientre, hacia la derecha. Luego, con el oído, le auscultó los pulmones y el corazón. Después le tomó el pulso varias veces. El teniente sudaba copiosamente.
-Es apendicitis aguda, teniente Ramírez. Hay que operar ahora mismo.
-En mi escritorio hay un botiquín de emergencia. Desde Asunción me dijeron que tiene de todo, incluso instrumentos de cirugía. Por favor, verifíquelo usted mismo.
Recalde puso en una palangana desportillada todos los instrumentos que encontró y los hizo hervir. En el botiquín había hallado incluso una jeringa y anestesia local. Comenzó a operar. Mientras abría la piel, le caían de la frente gruesos goterones de sudor. Diestramente enjugaba la sangre con unas gasas improvisadas y ligaba los vasitos con los hilos de un carretel. Un soldado gua'i le sostenía los separadores. Cuando llegó al sitio que buscaba, vio que el apéndice estaba negro: era gangrena apendicular.
Pocos días después, el teniente Ramírez caminaba sin dificultad.
Eran solamente las dos de la mañana, pero ya llevaba caminadas como dos leguas. No se volvería atrás. En un momento dado, decidió que podía descansar un rato y se sentó sobre un tronco. De repente, sintió que se le congelaba la sangre: una sombra furtiva se iba aproximando.
-Benítez... no tema... soy yo. -Era Ramírez, quien poco después le estrechaba vigorosamente la mano.
-¿Cómo supo que me había escapado?
-Bueno, cuando usted me comentó la última carta de su señora, me di cuenta que había llegado el momento. Le traje una brújula, carne conservada y dos caramañolas de agua.
-Espero que no lo culpen por esto, teniente.
-Buena suerte, Benítez -se limitó a decir Ramírez.
-Muchas gracias -contestó aquel con voz extrangulada.
Cada uno fue avanzando despacio en dirección opuesta. Ya lejos, Chocho Benítez se detuvo para volver la vista: sólo pudo vislumbrar el monte oscuro. Y recomenzó su larga caminata.
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GENIO Y FIGURA
Vivía en casa de su prima Claudia y la verdad es que esta buena señora no sabía qué hacer con él. Sinforiano era definitivamente un vago. No había forma de que se levantara temprano por las mañanas; por las noches se esfumaba como por encanto. Era todo un problema. A eso de las once de la mañana -a veces un poco más tarde- exigía un copioso desayuno con su correspondiente bife a caballo. Después se ponía sus mejores ropas y salía a caminar. La mayor parte de las veces se dedicaba a perseguir a las cocineras del vecindario quienes, hartas de él, se quejaban a Claudia. Y era un círculo vicioso, pues a él se le importaba un comino las amonestaciones de su prima.
En varias ocasiones consiguió trabajo, y a los pocos días, a veces inclusive el mismo día, volvía quejándose de la gente tan mala que poblaba el mundo. «¡Figurate, querida prima, que decirme a mí que nací dormido! Yo no sé qué quiere la gente. ¿Esclavos? ¡Eso sí que no! A mí no me vienen con leyes ni horarios. Para algo soy tu primo y vos sabés lo que te quiero y cómo te recuerdo en todos los lugares que voy. Nadie como Claudia. ¡Mi bella prima!».
Físicamente él no era mal parecido. Cutis moreno, bigotes ladeados hacia arriba, barba cerrada y ojos oscuros, ágiles, que parecían moverse en sus órbitas a una velocidad fantástica, como midiendo las reacciones de las personas a quienes miraban, siempre listos para el ataque si fuera necesario. Tendría cerca de cuarenta años y era fuerte; capaz, cuando quería, hasta de tumbar un toro. Pero se cuidaba muy bien de malgastar su fuerza. Siempre decía «no estoy dispuesto a que la gente se crea que soy una presa fácil». Lo peor que podía decirle una persona inadvertida era que estaba calificado para hacer una obra o un trabajo de tal o cual envergadura. ¡Oh, no! Inmediatamente se quejaba de su cintura y de las balas que tenía metidas en las vértebras de arriba, desde la batalla de Nanawa. Y recitaba su larga historia de las veces que Irrazábal lo felicitó por su coraje y esfuerzo en el campo de batalla. Y concluía diciendo: «Y ahora, chamigo, quiere usted moverme las balas de lugar para hacer una cosa que no corresponde». Miraba a su alrededor y seguía: «Usted es un desconsiderado y un antipatriota».
Con sus estratagemas habituales, tenía corridos a muchos parroquianos quienes, confundidos por sus protestas frecuentes, terminaban por tenerle todo tipo de consideración, y algunos hasta cierta simpatía. Una de las vecinas, doña Jovita, no pudo con su gran corazón, y organizó una función a beneficio de él, «a quien la patria tanto le debía y por quien nosotros, los de Villa Aurelia, tenemos el deber moral de contribuir y hasta hacer lo imposible por obtenerle una pensión». Y esta señora era tan activa y la gente la quería tanto, que al último todos los meses se hacían contribuciones para ayudar a un ex combatiente lleno de honores, a quien la injusticia de la vida dejó de lado. Y así fue como empezó la buena fortuna de Sinforiano. Hasta el comisario del barrio lo invitaba los días patrios, y en una oportunidad le pidió que hablara el 29 de Setiembre, aniversario de la batalla de Boquerón. Sinforiano se vio negro, pues no sabía qué decir. Felizmente estaba «su abogado», el doctor Fernán (alias Nanán), quien le hizo parte del discurso y agregó (como buen abogado) nuevas gestas en su foja de servicios, lo que por cierto le daba más prestigio. Con emoción leyó Sinforiano su discurso. Al terminarlo, fue aplaudido hasta el cansancio. Estaba eufórico. Las maestras de la escuela le obsequiaron un ramo de flores que él, ni corto ni lerdo, puso en brazos de Fidelina, la bella vecinita para quien tenía todo tipo de elogios.
En el barrio, sin embargo, la gente hablaba. Las relaciones entre Sinforiano y su prima no eran del todo claras. Más de una vez, por razones que no se saben, los platos volaron en el aire y más de uno rozó la cara de Sinforiano. Se decía de todo. Que Sinforiano aprovechaba la ausencia de Miguel, el marido de Claudia, para tratar de obtener mayores ventajas en todos los campos. Que Claudia estaba hastiada de él pero que le tenía lástima. Que tenía un affaire con él o que no lo tenía y que lo odiaba a muerte. En fin, se oía de todo. Lo cierto es que Sinforiano salía cada vez menos y, al parecer, hasta había comenzado a ayudar a su prima dentro de la casa...
Una mañana, volvió Miguel furioso. En pocas palabras decidió el destino de Sinforiano:
-Vos te vas de esta casa ahora mismo, carajo -comenzó airadamente-. Tu hermano anda lo más bien y tiene un aserradero en Caaguazú. No hay derecho a que todo el mundo me pregunte de vos y que por último me hablen hasta burlándose de mí. ¡Te vas ahora mismo!
No bien terminó de hablar, abrió su cartera y le pasó un billete de mil guaraníes.
-Con esto -prosiguió Miguel-, llegás de sobra a Caaguazú y te buscás la ayuda de tu hermano Ambrosio.
Sucedió todo tan de improviso que tomó a Sinforiano de sorpresa.
-Yo no sé -dijo- qué significa esto. Pero si querés que me vaya me iré. Comprendo perfectamente que los chismes andan por todos lados, y por eso que no te culpo. Pero acordate: nunca más me vas a ver la cara y alguna vez sentirás lo injusto que fuiste al proceder así conmigo, sin cerciorarte de nada de lo ocurrido.
Mientras Sinforiano seguía hablando, Miguel ya había abandonado la escena y desde adentro comenzó a tirar pantalones, camisas, fajas de todos los colores, perfumes, jabones, zapatos, sombreros, en fin, todo el contenido del ropero de Sinforiano. Era increíble la cantidad de pilchas que había ido amontonando a través del tiempo. Lo último que salió volando fue una enorme valija de cuero, que era (cambian los tiempos) un obsequio de Miguel, quien esta vez no admitía nada que pudiera detener a Sinforiano un minuto más en Villa Aurelia. Lentamente comenzó éste la triste labor de poner las cosas en la valija. Estaba serio. Nunca tuvo una experiencia similar, tan humillante como ésta. El hecho de verse despojado de lo que creía que era de él -su cuartito lleno de perchas y recortes de revistas-, lo había apabullado. Se daba cuenta de que algo terrible le esperaba en un futuro próximo. ¡La selva! Y lo más bravo de todo, su hermano, a quien él tenía no sólo temor sino un odio de remota historia. Parecía increíble.
Nadie en el mundo lo despreciaba más que Ambrosio, su hermano de leche. No sabía en realidad si debía ir a humillarse en el obraje. Poseía, en el fondo, un tipo de dignidad muy peculiar.
Tenía, además, el dilema de aceptar los mil guaraníes e irse a la selva, o quedarse a iniciar un mundo de nuevas aventuras en otro barrio de Asunción. En realidad, nadie podría predecir qué terminaría haciendo.
Cuando estuvo listo, lavado y afeitado (no olvidaba jamás los detalles cosméticos) golpeó la puerta de la pieza de Claudia, quien salió hecha un mar de lágrimas.
-¡Sinforiano! -comenzó diciendo-. Te voy a extrañar. No sabés cuánto me duele todo esto, pero a lo mejor Miguel tiene razón. Es mi marido, sabés, la gente murmura, vos sabés...
Mientras hablaba, le puso en el bolsillo del saco un fajo gordo de billetes y lo abrazó. Sinforiano lloraba. Doña Jovita, la vecina, por una especie de telepatía sintonizó la cosa y también se vino. Abrazó a su vez a Sinforiano y le puso otro paquete en el bolsillo. Sinforiano no sabía qué decir. Su emoción era tan intensa que llamó a Miguel en medio de los arrebatos y de los llantos. Pero la cosa no salió bien, pues Miguel salió con un látigo. Había en sus reacciones una decisión tan violenta que, cuando Sinforiano lo vio con ese humor, salió como una saeta con su valija y tuvo el exacto tiempo de tomar el ómnibus que iba a La Asunción.
Ya dentro del ómnibus, se le ocurrió meter las manos en los bolsillos. Lo primero que hizo fue palpar el paquete que le trajo doña Jovita. Era más bien cuadrado y tenía una consistencia rara, fofa. Siguió palpando lentamente y sus dedos terminaron hundiéndose en una especie de jalea. Fue una gran desilusión para él.
-¡Carajo! Al último me falló la vieja. Bueno, pobre...
Siguió registrando los bolsillos y encontró el montón de billetes de Claudia. ¡Era una fortuna! ¡Increíble! ¡Como veinte de a mil! ¡Qué locura y qué tesoro de mujer! ¡Qué, diría Miguel si lo supiera!
* * *
Pasaron varios meses. Todo era silencio en casa de Claudia. Miguel había mejorado de posición y ocupaba ahora un nuevo empleo de inspector de carnes; era muy respetado. Como no tenían hijos, los domingos visitaban a varios sobrinos que vivían dispersos por la ciudad, y al final cenaban en alguna parrillada. Eran felices.
A veces le roía a Claudia unas ganas locas de saber algo de Sinforiano. No podía hablar con Miguel, pues éste se irritaba no bien se lo mencionaba. Una tarde, acuciada por la ansiedad, fue a la casa del doctor Fernán para saber si el abogado tenía noticias de «su cliente».
-Su primo, señora -dijo el doctor Fernán-, no se ahoga en un vaso de agua. No se preocupe. Ya se hará escuchar alguna vez, especialmente si necesita de ustedes.
No le gustó a Claudia la franqueza del abogado, pero este señor era penalista y trataba todo el santo día con pillos de todos los pelajes.
Una mañana, doña Jovita vino toda temblorosa y extasiada con una carta de Sinforiano, escrita desde «la selva». Se la leyó a Claudia, quien enseguida comenzó a llorar desconsoladamente. Estaba orgullosa. ¡Sinforiano en la selva! Trabajando de «sol a sol y sin desmayo». Era una carta dramática. En el fondo, Claudia se preguntaba quién podría habérsela escrito, pues no era precisamente la «forma de hablar» de Sinforiano...
* * *
Era la tarde del 24 de diciembre de 19... cuando, en medio de las celebraciones de Nochebuena, se escuchó la voz de Sinforiano. ¡Había vuelto al fin! Bien vestido, afeitado como siempre, perfumado, todo un caballero. Llegó llorando, muy dolido, de tal modo que Miguel se asustó y lo abrazó. Todo el mundo quedó emocionado, inclusive doña Jovita, quien estaba siempre al tanto de las cosas que sucedían en su vecindario. Sinforiano quería hablar y no podía. Algo había pasado, algo terrible sin lugar a dudas. Estaba trastocado de dolor. Por fin, en forma balbuciente pudo decir:
-¡Lo mató un tigre! ¡Sí, UN TIGRE! ¡Mi pobre hermano Ambrosio! Yo lo vi y no pude hacer nada. ¡Fue todo tan rápido!
Lloraba a lágrimas sueltas. Daba lástima verlo tan desgraciado en fecha solemne, como es la Nochebuena. Esa noche la pasaron muy tristes. Miguel le había perdonado enteramente cualquier rencor que pudiera existir y hasta le trajo una copa de caña blanca para «Fortalecer su ánimo».
-Comprendo tu dolor, chamigo -dijo muy condescendiente-, pero la verdad es que a veces la vida es así, llena de sinsabores. Al menos tu hermano murió con honor, en el campo del trabajo...
Sinforiano se sintió acompañado en sus pesares. Miguel lo ayudó a desempacar y, poco a poco, sacaron de la piecita todo lo que pudiese molestar a Sinforiano, quien así recuperó su viejo refugio familiar.
A la mañana siguiente, ya calmado, amaneció de buen humor y desayunó temprano con sus parientes. Miguel, tratando de ser aún más amable, le explicó:
-Te podés quedar en la piecita hasta que consigas trabajo o hasta que vuelvas a Caaguazú. De aquí nadie te va a echar esta vez, ahora menos que nunca, que ya se arreglaron los malentendidos y vos estás solo en el mundo...
Miguel terminó sus palabras de consuelo con lágrimas en los ojos. Era violento y emotivo. Sinforiano lo miró compungido, y muy circunspecto le contestó:
-Gracias, Miguel -después lo abrazó.
Claudia, que había asumido un papel más bien pasivo durante la etapa de reconciliación, al último dijo:
-Para eso están los parientes -y sonrió con dulzura.
* * *
Hacía un calor tremendo, el típico de diciembre. Por las tardes, al kaaru pytû, en la casa de Claudia, y casi en todo el vecindario, la gente sacaba las sillas al patio para refrescarse un poco y descansar del calor húmedo. Sinforiano no perdía la oportunidad de mencionar -en forma casi obsesiva- a su hermano, víctima de las garras del tigre. Esa noche -todos atendían- contó cómo le dio sepultura, a la sombra de un ñandypá, y le puso una cruz como Dios manda. Y grabó su nombre con una navaja...
En medio de una paz cada vez más agradable, pasó una semana. Sinforiano, muy respetuosamente, iba ganando puntos y era bien querido de todos. Después de la cena, como siempre, salieron al patio. Claudia habló, sin dirigirse a nadie en particular:
-Mañana es el último día del año. Haremos chipa guasu; tenemos un buen vino de la colonia Independencia para celebrar la entrada del año nuevo con alegría. Vos serás el invitado de honor -dijo, dirigiéndose a Sinforiano.
-¡No sabés, prima querida, qué hondo me tocás con ese tu generoso corazón!
Después de una calma breve se escuchó un ruido en el portón. Era quizá algún vecino. Se levantó Claudia y fue a ver. La luna llena le alumbraba la cara sonriente. De repente se escuchó un grito de Claudia, desgarrador, intenso. Era increíble. En el portón estaba Ambrosio, de carne y hueso. Había venido para celebrar el año nuevo con sus parientes de La Asunción.
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PROMESA FORMAL
(Cortesía de «Discurso Literario»-Oklahoma State University.)
* Yo no sé a qué se debe el prurito de querer escribir esta especie de confesión, pero en realidad en la vida no todo tiene explicación satisfactoria y la lógica de un acto cualquiera, cuando las causas del mismo han pasado, a nadie interesa: es pura historia, hojarasca o polvo. O una montaña remota cubierta de humo y niebla. Pero de toda forma, mis hermanos se ocupan de mí y cargan la tinta más de lo debido y soy yo, en última instancia, el punto nodal, la sal y la pimienta de las innumerables murmuraciones familiares. Me acostumbré con los años a ser la oveja negra o amarilla que deshonra el clan. Y ello no es culpa mía. Es más fuerte que yo (en realidad me gusta la cosa) y he prometido con seriedad hacer cambios importantes en mi ruta y en mis hábitos y lograr así, con enorme esfuerzo y brío titánico, revertir el problema, participar en un nuevo plano vital y ser aceptable para mi familia, a quien desde luego respeto y aprecio por encima de muchas linduras. Al menos eso creo. En realidad, yo quisiera que me dejaran en paz, que no se entrometieran en mis actos personales. Pero comprendo: no soy independiente y me es imposible sobrevivir como me gusta si me cortan el cordón umbilical o si me rebelo abiertamente, lo que no haría jamás, me gusta la buena vida y me consumo en el placer. Ayer vino Mario, mi hermano. Llegó del cortijo extremeño. Me dijo que yo me estaba devorando gran parte de mi herencia en parrandas y juergas con los escritores, que según él (¡qué disparate!) me aceptan en sus bohemias porque soy desprendido, o como él dice, dilapidador Por otro lado, Mario tuvo el descoco de enumerar mis debilidades.
Uno por uno, como si fuera una lección aprendida de memoria, fue detallando mis nidos amorosos en Mesonero Romanos, Noviciado y San Bernardo. Para calmarlo, le hice una promesa nacida desde el fondo de mi desdicha. Dejaría todo. Yo pensé que me produciría una pena enorme renegar de toda una forma de vida y verme obligado a tomar mis cazallas y cervezas sólo, en algún jardín del Retiro, como si fuera un pingüino en un zoológico tropical. Concluyó su visita y me dijo contundentemente que debería reencauzar los pasos hacia una existencia higiénica. ¡Gran consejo a esta altura de mi vida! Debo tratarme y curarme, y me habló del doctor Mellado -recién llegado de Viena- que recetaba unas pociones y ungüentos mercuriales o arsenicales, no recuerdo bien de qué minerales habló. Debo admitir que me asustó con las complicaciones de mi enfermedad cuando me dijo textualmente: «verás la muerte de cada parte de tu cuerpo, se te caerán a pedazos las vísceras y si dejas avanzar la enfermedad, no podrás hacer nada para defenderte». ¡Esto asusta a cualquiera, coño! Y conociendo por el Duque de Peñalba lo serio que es el doctor Mellado en dichos campos secretos, creo que debo hacerle caso a Mario en este punto. Prometo pues una enmienda. Tomaré la vida con total responsabilidad, lo que no es fácil en mi caso. Me reconozco íntegramente impredecible y a lo mejor hasta algo insensato. Ya en la puerta, al salir, siguió Mario augurando lúgubres sucesos: que nuestras posesiones en Badajoz están a punto de ser rematadas, en cuyo caso nos quedaríamos con lo que saliese del remate, y después a lo que diga Dios y aguantaremos. Lo acompañé hasta la esquina (para que se fuese de una vez) y habló de finanzas de nuevo: «cada duro que gastes en adelante, deberías sopesarlo, pues van siendo más escasos los recursos. Los árboles de alcornoque tienen la corteza más fina cada año y todo allá se vuelve terra extrema et dura para la familia». Estábamos solos en la calle del Marqués de Urquijo. Levantó la voz y concluyó mirándome con firmeza: «Hacer, una vida que te aleje de las tentaciones, y de una vez por todas aceptar que estás enfermo por causa de las mujeres. Tu mal no es en el fondo tan malo, pues una vez pasada la etapa aguda, resta un largo tiempo de vida que hasta puede ser benigno».
¡Cuántas cosas me dijo Mario! ¡Cuántos sustos me dio! Y no era cuestión de hacer oídos sordos. Después de todo es mi hermano y sé que bien me quiere. Me defendí como pude. Le dije que recordara que más de una vez fuimos juntos a Mesonero y gozamos de la Lucila, de la misma Lucila de ojos azules... Debo reconocer que yo caí con mala estrella. Al cabo de un mes, comenzó a agrietarse mi fortuna, ¡lo recuerdo tan bien! Pero, ¿por qué yo? Le inquirí repetidamente a Mario, y nada. Estaba más sano que un toro antes de corrida. Y ahora él se me presentaba como un santo varón, comedido y receloso. Para él, las mujeres no eran todo, sino una mínima porción vital. Cabrón, a lo mejor impotente, ¡coño! Recuerdo que me siguió predicando: «Tú, Pepe, que posees cultura y culminaste los estudios en la Universidad Central mientras nosotros, tus tres hermanos, nos pudríamos de aburrimiento controlando los bienes del lagar, puedes corregirte. Por las tardes, te vas al Ateneo o al teatro. Posees el francés, y con tiempo y el apoyo de nuestros amigos, podrás hacer una vida académica admirable. Es más -siguió-, podrías ir a casa de Viriato en Burdeos y hacer algo útil como él, enseñar, escribir, pasear por las Landas, lo que te permitiría alejarte de esta proterva compañía». Yo sé que Mario tenía razón. Tengo el alma destrozada. Trataré de dormir con alguna píldora de bromuro y mañana será otro día...
Me desperté con ganas de hacer algo diferente. Puse los libros en orden. Mi apartamiento, que tenía tres piezas en un tercer piso del Barrio de Argüelles, era un verdadero desastre. Como si hubiesen dormido varios caballos y desparramado los muebles, los libros, la ropa, todo. Y comencé la faena. Si reformas había de hacer, por casa comenzaría. Utilicé un cajón viejo de basurero y allí fueron a parar todas las pertenencias innecesarias. Llamé a Paco, el de la portería, y por un duro fue dejando espacio y haciendo lugar para los muebles. Casimira, la mujer de Paco, se encargó de los pisos y de la ropa. Después de trabajar los tres durante todo el día, mi habitación y la sala de estar quedaron irreconocibles. Podría recibir a cualquier amigo y no sentir vergüenza (como siempre me sucedía, y me pasaba un buen rato dando excusas) y con Paco envié una noticia a Mario para que viniese cuanto antes, sin explicarle la causa de mi apuro. Compré mi ejemplar de «El Debate» y con una taza de café, hice tiempo hasta que viniera. Al cabo de una hora, poco más o menos, llegó Mario. Golpeó la puerta varias veces, con nerviosismo. Traía el rostro desencajado, pues Paco nada le dijo de mis razones. Por fin, le abrí y no pudo creer nada de lo que vio. Fue de pieza en pieza exclamando exageradas notas de admiración. Se llegó hasta mí y me dijo: «¡vamos festejar este primer paso de tu existencia renovada!»
Bajamos y nos llegamos a la taberna de don Manrique. Pedimos cognac (hacía frío, pleno diciembre) y seguimos hablando. Mario tenía planes a montones para mí. Hasta pensó que sería mejor que me fuera al cortijo y que me ocupara allí de los libros de asiento y si me sobrara tiempo, escribir, hacer un plan de reformas para salvar lo último que nos quedaba. Le expliqué, como mejor pude, que para eso no eran mis estudios y que si yo fuera al cortijo, sería para descansar y por sobre todas las cosas, para pensar qué hacer con mi vida, ya que después de todo, mis veinte y cinco años, sólo indicaban el comienzo. Estábamos en dicha plática cuando inesperadamente entró en la taberna una hermosa niña, de no más de veinte años (yo al menos, no le daba más de eso) y se sentó próxima a nuestra mesa. La miré fijamente y me pareció que podría seguir adelante. Yo nunca me equivoco en estos negocios. Pero estaba con Mario. Primera confrontación con una inesperada realidad asombrosa y estupenda. Mario me miró con dureza. Y yo, haciendo de tripas corazón, permití que se sentara a su mesa otro parroquiano, a quien miré con una mezcla de odio y de envidia. ¡Pues ayer nomás, otra hubiera sido mi actitud! Mario me lanzó una mirada de aprobación.
Como si fuera un profesor de moral en el liceo, dijo con tono austero:
-Poco a poco, comprenderás que no es tan perentorio ni importante conquistar a la primera mujer que se te aparece en una taberna. Comprendo -continuó, como si no existiera nada a su derredor, y estábamos a medio metro de una belleza devastadora y despampanante-, que no es fácil. Al contrario, las tentaciones son numerosas cuando hay crisis en el mundo, pero yo te ayudaré y reconquistarás tu poderío, tu personalidad se integrará en el marco que le corresponde.
-Gracias, hermano. Comprendo lo que dices. Hablé sin pensar y casi mecánicamente, como entre sueños. En realidad, si bien le charlaba aprobatoriamente, yo seguía embelesado con la niña. Sus facciones eran diferentes y la hacía del norte, gallega quizá, no lo sabía, pues mi estudio era obstruido por la emoción. Era esbelta, de nariz respingada y hasta se parecía a una de las bellezas que visitaba al marqués de Cuevas cuando la mujer de este noble amigo viajaba por giras de beneficencia a través de las provincias, con el séquito real.
Mira, Pepe, a mí también me gusta la hula esa, está muy bien, de acuerdo. Pero me contengo y me sobran fuerzas para resistir...
No le respondí. Pensaba en las confesiones de Lucila y estaba totalmente convencido de que Mario era impotente. O al menos neutro. En el fondo, sentía compasión por él y su abstención, ya que después de todo no estudiaba para seminarista. Yo era diferente, ¡lo podía intuir al ver pasar las yeguas de raza! ¡Dios mío, cada ejemplar de pedigrí en los desfiles de la Gran Vía!
Esa noche fui a casa de Cansinos. Estaba escribiendo un artículo para Helios. Cuando Cansinos empezaba a escribir, nada lo detenía. Sin embargo, estaba furioso. En una lista de autores le habían robado la s a su apellido y estaba desconsolado. Traté de calmarlo y respondió con ira:
-¡Pero sucedió en HELIOS! ¡En nuestra revista! ¡Es cosa del colombiano que anda por ahí!
-Rafael -le dije-, he cambiado. Soy otra persona. No me reconozco y no me creía capaz de tan enorme coraje.
Rafael interrumpió su escritura y me dijo:
-Hombre, has cambiado tantas veces, que quisiera ahora ver cuál es el cambio que con tanta solemnidad anuncias.
-Te explicaré después. Vamos a cenar, pues lo que te quiero explicar demanda tiempo y calma.
Fuimos al Restaurant Inglés. Cansinos cambió de humor y comenzó a hablarme en francés. Le expliqué mis problemas y en forma concluyente me dijo:
-Todo está en tus manos. Cada cual con sus problemas. No puedo dar yo consejos y sé que en última instancia tú harás lo que te dé la real gana.
Cada vez que tenía un problema, lo visitaba. Era un hombre de inmensa cultura y se unía siempre a nuestro grupo. Pero él tenía razón. Me escuchaba y me decía la verdad. Él sabía que yo no era fácil. Y me lo decía sin ambages. Me despedí de Cansinos y escogí una calle al azar, total me daba lo mismo. No tenía interés en llegar a casa, donde nada me esperaba. Cuando pude darme cuenta, después de una hora de zigzagueo me entré a una taberna y pedí una copa de ojén. Yo era el único en toda la enorme habitación. Mi entrada en las tabernas era algo casi instintivo. Pude hacer un autoanálisis ayudado por el silencio. La meditación comenzó a darme cosquillas. Mario tenía razón. No podía, o al menos no debía seguir derrochando la vida, mi propia vida. Dejaría el tabaco, las bebidas (después del próximo ojén que es perentorio para seguir meditando) y trataría de olvidar las mujeres. Y comenzaría de una vez por todas la etapa de recuperación de mi identidad. Iría al campo, me llegaría al cortijo. Me pondría al tanto en el manejo de la finca y sería yo quien en adelante revisase los números y distribuyese las ganancias (si las hubiese). ¡Hermosas reflexiones y magníficos proyectos! ¿Cómo es posible que no me hubiera dado cuenta antes? Mario era un santo. Me abrió los ojos. En adelante el orden y sólo el orden. ¿Cómo es posible que yo, doctor de la Universidad Central, fuese un parásito de la sociedad? ¡Jamás! Pagué la cuenta, pues ya iba amaneciendo y estaban cerrando. Dejé un duro de propina. Bailó el tabernero de alegría y me trató de señor nobilísimo. Me dijo que yo era de muy buena familia, sin lugar a dudas. Por lo menos un conde. Le di otro duro. Me gusta que me reconozcan mis méritos reales. Me fui a casa para descansar. Me sentaba mal el ojén. El sereno me abrió el portal y me acosté vestido. Quedé profundamente dormido. Tuve un sueño raro. Estaba en Extremadura, el lugar exacto no recuerdo. Varias zagalas me seguían. Una de ellas era bien formadita y de bellas facciones. Me acerqué y le dije:
-¿De dónde eres?
Me respondió con una sonrisa cautivamente y se perdió en una nebulosa indecisa y remota. Cuando me desperté, me di cuenta -atando memorias- de que la niña del sueño era la que estaba en la taberna ayer no más, al mismo tiempo que Mario me gruñía. Y me entraron unas ganas locas de volver a verla. Porque esto es diferente. Esta niña es ya un sueño y mis promesas no pertenecen a dicho mundo de cosas inefables. Yo sabía dónde estuve con Mario. Volvería. Sí. Buscaba a la misma hora. Ahora me iría con Manolo, a quien le gusta la vida alegre casi tanto como a mí. Fui a su casa... y no estaba. Me atendió Antonio, con su natural timidez. No. ¡Con Antonio a ningún lado! Le dejé el recado a Manolo y me fui a la taberna. Estaba con la sincera ilusión o esperanza (da lo mismo) de volver a ver a la moza del sueño. No es por nada. Lo juro. Sólo para hablarla y saber algo más de su vida (que nada sabía, sino que era muy bella). Me atraen las cosas impensadas. Y ésta era una de ellas...
Entré al bodegón, que parecía más oscuro que de costumbre. Una lámpara de gas en una esquina, dibujaba impalpables, tenues figuras de los parroquianos. Unos bebiendo cerveza, otros con copas alargadas libando con zacalla u ojén. La concurrencia no hacía alboroto y era posible amadrigarse en una esquina sin ser fastidiado por retumbos aturdidores. Miré por todos lados. Lo hacía con verdadera ansiedad y hasta con pena y no vi rastros de la zagala. Pocas veces sucede que un concurrente vea totalmente desconocido en su esfera de acción, en su hábitat. Con ánimos de recuperar la imagen extraviada cuya semblanza se hacía obsesiva (debo reconocerlo) tomé coraje (para estas circunstancias no soy tan fuerte, prefiero que mis acciones no requieran la ayuda de nadie, eso es feo) y me llegué hasta el tasquero:
-Perdone señor -la voz me salía insegura y velada-, ayer por la tarde vi una mujercita muy bonita, diría un pimpollo, de muy buenas proporciones...
Bruscamente me cortó las palabras el tabernero y casi agresivamente me dijo:
-Pues figúrese usted, si tuviera yo que guardar los pasos y las marcas de cada furcia que asoma por estos lugares, pues...
Esta vez lo interrumpí yo. Sé cómo hay que tratar a estos títeres, y a este caballo lo domo con arte. Saqué el portamonedas de mi chaqueta y le hice brillar dos duros, sin violencia. Su rostro se iluminó y parecíamos amigotes del mismo corral.
-Bueno, hablemos pues. Ya sé... es la Mercedes, de Noviciado. Deme usted sus señas y se las haré llegar.
Poco después, llegó Manolo, contento, con su fuerte acento andaluz que aún no se le había desteñido. Pidió un cognac. Lo calentaba con su mano derecha y lo olía con fruición. De ojos vivaces, cejas pobladas, cutis mediterráneo, era una bella compañía. Miró las paredes de la taberna. Le gustaba el color gris del muro rústico. Hablamos un buen rato.
-Figúrate cuánta historia ha pasado por aquí.
-Y la que aún no ha llegado, que se está engendrando -le dije.
-Bueno, algo la hacemos nosotros todos los días, ¿no te parece?
-No sé. Se me ocurre que cada tasca es como Pombo. Sólo que falta la pluma que describa lo que va acaeciendo...
Poco después, salimos a pasear por los alrededores. Lo esencial era entrar en calor. Antes que ir por el Parque del Oeste, decidimos caminar por Buen Suceso. Me gustaba esa pátina de los viejos edificios, descascarados y grises. Pero tan acogedores. ¡Tanta vida! Caminábamos con cuidado pues las veredas rotas hacían difícil una total abstracción. Comenzó a lloviznar. No nos quedaba el recurso de detenernos en lo de Viriato, pues nos había abandonado por Burdeos. Transitaban mujeres de todo tipo con paso más bien precipitado. Algunas muy atractivas. Manolo lanzaba sus requiebros poéticos con harta frecuencia pero sin vistas a obtener favores, lo hacía sencillamente porque le gustaban las mujeres. Mientras caminábamos, me iba recuperando del sermón de Mario, que me seguía calentando el cerebro. Manolo no estaba con ganas de hacer locuras, al menos esta noche. Era alegre y me hacía mucho bien su compañía. Mi recuperación, sin embargo, cosa muy relativa. Nada más que una promesa a mí mismo y... a Mario. No había aún pasado por una prueba trascendente. Yo sabía que lo que dijo Mario tenía mucho de cierto. Pero quien camina en el abismo, sólo precisa un pequeño empujón y ¡zas! se repite el golpe... No. No sería ése mi caso. Me aguarda toda una vida y el siglo recién comienza. ¡Al que se fue, todavía lo estamos saludando! ¡Y el que comienza, se viene con tan bellos colores!
Me despedí de Manolo en la esquina de la Calle del Rey Francisco y retorné hacia Marqués de Urquijo, caminando pausadamente. Con cierta fatiga, ascendí los pisos que conducen a mi habitación. Iba pensando: la soledad, qué pesada se pone a medida que vuelan los años. Durante mi vida de estudiante, jamás se me ocurrió cavilar de los días y meses que se fugan como relámpagos... Mercedes, a la que apenas vi, no es sino un recuerdo, esfumado e incierto. Viriato, profesor en Francia, mis hermanos, dispersos en provincias. La vida en Madrid requiere compañía. Quizás fuese cierto en cualquier parte del universo, ¡pero mi experiencia es aquí, en Madrid! Fríos inviernos, tristes y el viento del Guadarrama. Y la monotonía de no saber qué hacer mañana que me distraiga, que sea diferente... De súbito, al llegar a mi puerta, me di cuenta de que no estaba solo. La niña del sueño me estaba esperando. ¡La misma! Sin decir palabra, la sujeté de las manos por un rato. Después abrí la puerta y entramos. Era la misma. Se reía vaga y remota. Seguí soñando por largo rato y prometía no despertarme nunca más.
1982-83
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de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES
en el
www.portalguarani.com

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