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jueves, 4 de febrero de 2010

LOS HABITANTES DEL ABISMO. Autor: MARIO HALLEY MORA - Exordio: ROQUE VALLEJOS / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.



LOS HABITANTES DEL ABISMO
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Ediciones Norma Bresanovich, 1989.
EXORDIO
* En el virtual espacio (si existiere) entre el «realismo mágico» (Arturo Uslar Pietri) y lo «real maravilloso» (Abel Posse), se instalan estas narraciones de Mario Halley Mora. Esto responde más que a una adscripción a modas o escuelas contemporáneas, a la filiación de un impulso intelectual que intenta salvar (con todos los riesgos), la frontera potencial que delimita la imaginación de la fantasía.
* Es cierto que es muy sutil, convencional y hasta arbitrario diferenciarlas, y que ello obedece fundamentalmente a las respuestas que se den a ópticas filosóficas o teorías estéticas afines, pero si la fantasía es el último tramo de la imaginación y si se la puede connaturalizar con el sueño antes que con los resultados de las representaciones sensoriales y la memoria reproductiva, ella es el ámbito genuino de este libro. Wolfgang Kayser, llamaría a esto «actitud narrativa», por cuanto la misma deviene de la «relación del narrador con el público y con la materia» (objetividad). Y porque ello establece el vínculo esencial con el estilo de la obra.
* Pero se caería en un error si se pensara que «pivotear» la fantasía, en una narración, confina a ésta, ineluctablemente, a los dominios claramente circunscriptos de la «literatura fantástica», en sus diversas modalidades.
* Lo que el narrador paraguayo pretende es la comprehensión empática de realidades fantásticas y no la mera aprehensión de fantásticas irrealidades. [II]
Decía Aldo Pellegrini que: «La realidad y el hombre son dos procesos que transcurren paralelos y parecen destinados a no encontrarse jamás».
* J. B. Vico, podría explicar esta aguda observación, como consecuencia de la imprecisión de lo real, que para el pensador napolitano «es justamente todo lo contrario de lo claro y lo distinto». Buscar un punto de coincidencia, parece ser la empresa, unas veces, prometeica, otras veces epimeteica de este libro.
* Los hitos que enmarcan el recorrido de estas ficciones pueden ser nítidamente enumerados así: lo real mágico, lo mágico real, lo «real maravilloso».
* Mas el objetivo de Halley Mora no es referencial (la naturaleza, el medio, el hábitat) sino central: el hombre real, que no es precisamente el hombre «normal», ya que como señaló C. G. Jung, corrientemente, este está concebido como hombre «propiamente ideal».
* Además Halley Mora percibe con lucidez que el destino no procede «humanamente». Por lo contrario, despliega una conducta irracional e incongruente. Y cuando el destino humano desborda sus propios cauces, su energía inmanente «se estanca y se vuelve destructiva».
* Esta es la clase de seres que visualiza el narrador paraguayo, que no se conforma con la imagen superficial que estos proyectan, porque la seguridad aparente referida al comer y el dormir, esconde una dimensión acallada, pero no por ello menos feroz, de ambiciones frustradas, apetencias insaciadas y rebeldías contenidas.
* Poner en la lupa sus causas, formas y efectos, inventariar sus modos, sus tipos, sus géneros, son los cometidos del narrador.
* «Los habitantes del abismo», es una obra que enfoca más que «todo lo de siempre», «todo lo de nunca» de la realidad paraguaya, es decir, que da cabida a lo que se supone y por eso no se dice, a lo que se imagina y por eso se descuenta. Sólo que el «descontar»de Halley Mora, no es la asunción displicente y pasiva de un asentimiento tácito, sino un intento serio de [III] acendrar la realidad que emerge de la resta de la realidad vivida menos la realidad no vivida, que el autor certeramente, la intuye no menos viviente por ello.
* «Descontar», también, supone una «decomposición» del lenguaje, una inversión del flujo narrativo, un imperativo comienzo por lo último, un tratamiento «sincrónico» de la materia, que explique por su estructura los procesos de cambio histórico-temporales que la precedieron y no a la inversa.
* El «abismo» es precisamente en esta narración el sitio donde no existe el «tiempo histórico», donde sigue imperando la cronología de los ritmos de la naturaleza, pero donde, por otra parte, el espacio se transforma y con él, inexorablemente la substancia de la realidad, con la irremediable tensión que ello apareja para la conciencia de los que viven los términos de la contradicción («los habitantes»). La lucha absurda por querer transformar el espacio y sus elementos y querer, sin embargo y contrariamente, detener el tiempo, es la clave angustiante de este cuento, que marca el ritmo de los demás. Pero esta clave no está abordada metafísicamente, sino a través de sus expresiones y símbolos sociales, culturales y políticos. El contrasentido de instituciones obsoletas, las ritualizaciones contraculturales, las prácticas y costumbres subcivilizadas aparecen denunciadas en el discurso narrativo, no ideológica sino moralmente, no programática sino histriónicamente, no racional sino estéticamente. No está, por ello, la obra construida sobre la lógica sino sobre los sueños. Su textura, consecuentemente, en su mayor parte, es paradojal, tiene la calidad irracional del anticuento.
* En la cuentística de este narrador, es esta obra, su aportación más significativa, más honda, más original. Pero lejos de cerrar un ciclo narrativo, ofrece, más bien, la impresión de abrir otro, como si toda su obra fuera una red expandida de vasos comunicantes, que no se ocluyen nunca, sino que multiplica sus contactos, funda nuevos parentescos, e incorpora nuevos valores. Hecho, por lo demás, harto explicable en un autor de la talla de [IV] Halley Mora, que ha encarado su vasta obra como un «proceso» a la realidad paraguaya, con las falencias propias a esta clase de trámite, pero, también, con hallazgos de piezas excepcionales, que no le son ajenas, y que resultan indispensables e insustituibles en la compulsa histórico-cultural de un pueblo.
* Padre de su propia obra, tanto como hijo de la misma, Mario Halley Mora, es uno de los escritores más representativos del Paraguay contemporáneo.
ROQUE VALLEJOS
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LOS HABITANTES DEL ABISMO
* Hubo cierta conmoción cuando con el camión que aparecía periódicamente -la última vez, seis meses antes- llegó la nota con la firma del Presidente del Directorio autorizando el traslado a Asunción de don Nicanor Pérez.
* En realidad, no era un traslado lo que se había resuelto, sino sucedió que allá en la Casa Matriz alguien había recordado que don Nicanor ya tenía como 81 años, y cerca de sesenta como empleado de la firma. Bien podía ser que le esperara una jubilación de sueldo completo, y una fiestecita de despedida, y el obsequio de un reloj de oro, una máquina de lujo de medir el tiempo, que a los 81 años sirve para nada.
* Para más, y para irritación de todos, don Nicanor se negaba a marcharse. Nadie podía rechazar una resolución sacrosanta de la Casa Matriz. De la Casa Matriz, nada menos. Y no sería aquel viejo arrugado y caprichoso y senil quien pudiera interferir la armoniosa maquinaria, aceitada con obediencia y espíritu empresarial.
* -Es que no tengo dónde ir... -se quejaba.
* -Tus parientes...
* -Me habrán olvidado, o ya no están. Hace más de cincuenta años que estoy aquí. Soy de aquí. Soy de aquí. Soy esto. -Y abarcaba con la mirada las polvorientas oficinas, los depósitos de mercaderías, los inacabables mostradores delante de las inclinadas estanterías.
* -Con la Firma no se discute -le decían. Y no era una sola voz, sino un coro de voces, donde se distinguía la voz ronca de don Anselmo, Gerente de Sucursal. La voz tabacal de don Narciso, Contador General, y la voz del Jefe de Depósitos, y otras voces atornilladas a la Firma.
* -¡Soy Jefe del Depósito A! -se defendía don Nicanor.- ¿Quién cuidará del Depósito A? ¿Quién va a hacer el inventario mensual, en triplicado? ¿Quién, quién, quién?
* Entonces todos se azoraban. No habían pensado en ello. ¿Qué sería del Depósito A sin el control responsable de un Jefe que hiciera mensualmente un inventario por triplicado?
* Fueron en tropel detrás del Gerente General que corría a su oficina para darle una nueva lectura a la carta de la Casa Matriz. El gerente General la volvía a leer y los demás la leían por encima del hombro del Gerente General. Se miraron extrañados. La carta no decía palabra alguna sobre quién reemplazaría a don Nicanor en el puesto de Jefe del Depósito A. Era consternante. La propia Casa Matriz produciendo una quiebra en un orden de cincuenta años, de más de cincuenta años.
* -Señor Gerente General -decía don Narciso, el Contador General, rascándose las peludas cejas como siempre hacía cuando algo le preocupaba-. Sugiero que con el debido respeto elevemos a la Casa Matriz una nota rogando aclaración sobre el punto. Don Anselmo reflexionaba profundamente, y dijo lo que siempre decía cuando no tenía nada que decir.
* -Racionalicemos.
* Era como una señal, una clave para que todos callaran y esperaran los resultados de la racionalización que se producía en el cerebro del señor Gerente General. Por fin, don Anselmo continuó:
* -Existen varios hechos...
* Cabezas calvas, cabezas grises, cabezas blancas asentían al unísono. Varios hechos.
* -El primero, que don Nicanor regrese a Asunción -un dedo se elevaba significando el primer hecho.
* -El segundo -otro dedo-. No tenemos órdenes con respecto a la Jefatura del Depósito A.
* -El tercero -otro dedo-. Que debemos enviar una carta solicitando instrucciones.
* -El cuarto -cuatro dedos-. No tenemos forma ni de enviar la carta ni de enviar a Asunción a don Nicanor, porque el camión ya se fue y sabe Dios cuándo volverá. Señores... ¿alguien tiene una idea de la solución que podamos dar a este asunto?
* Se levantó una mano. Era la forma ritual de pedir la palabra.
* -Si me permiten... -era don Pablo, el Tenedor de Libros-. Estamos dramatizando mucho -al decirlo se arrugaba con timidez, temeroso de haber sido demasiado audaz.
* -¡Explíquese! -la orden del Gerente General era tajante.
* -Sucede que... -vaciló, aspiró aire, se atrevió-. Bien mirado, no es mucho trastorno que el Depósito A quede sin Jefe.
* Le miraron escandalizados.
* -Como hace cuarenta años está vacío -susurró el Tenedor de Libros.
* Un coro de protestas llenó la polvorienta oficina del Gerente General. Este levantó la mano, requiriendo silencio.
* -Para conocimiento del señor Tenedor de Libros -la voz de don Anselmo era helada- lo importante no es que el depósito contenga algo, sino que sea Depósito. Está allí ¿no? Es parte de la Sucursal ¿no? Forma parte de la Firma ¿no? Es nuestro trabajo ¿no?
Todos asintieron con energía, y un rumor de aprobación se alzó en el despacho, con mayor acento en don José, Jefe del Depósito B, don Rubén, del Depósito C y don Aníbal, del Depósito D, que también estaban vacíos.
* -Es que sólo pensaba que... -débilmente, don Pablo, el Tenedor de Libros, trataba de defenderse.
* -¿Está poniendo en duda las atribuciones de la Casa Matriz? -le cortó don Anselmo.
* -No, no, no -repetía aterrorizado don Pablo.
* -¡Entonces no se hable más del asunto del [4] Depósito A!
* -Pero queda el problema de qué hacer con don Nicanor -dijo don José.
* Otra vez reinó el silencio confuso, dudoso. Una mano se levantó.
* -Tiene la palabra, don Aníbal -concedió el Gerente General, dirigiéndose al Jefe del Depósito D.
* -Me pregunto si en los estatutos no hay algo referente a esta cuestión.
* -¡No tenemos estatutos! -le replicó don José.
* -Pero los tiene la Casa Matriz -intervino irritado don Pablo- ¡Y puede aplicarse a una Sucursal! -Miró a su contendor con aire vidrioso, y de reojo a don Anselmo, a ver si ese había anotado un punto.
* -Racionalicemos -decía don Anselmo. Y el silencio se aposentó. Don Anselmo prosiguió: -Es un hecho que la Casa Matriz tiene sus estatutos. Pero... ¿Alguien está enterado si los estatutos de la Casa Matriz dicen que una Sucursal tiene atribuciones para aplicar esos estatutos?
* Todos bajaron la vista, avergonzados de no conocer los estatutos de la Firma. Don Anselmo tampoco los conocía, pero estaba en Juez y allí se quedaba, aunque le resultaba molesto que todos estuvieran esperando que dijera algo aclaratorio.
* Oportunamente para él, el reloj de pared dio las siete campanadas de la tarde.
* -Hora de cerrar -dijo don Anselmo, y la antigua maquinaria empezó con el ritual de medio siglo, y un poco más.
* Don Pablo se marchó a vigilar que los dependientes de mostrador hicieran su correspondiente balancete del día, mientras el sereno cerraba cuidadosamente las cuatro puertas que daban al exterior, todas con doble cerradura y además, la barra de hierro de seguridad. Don Narciso fue a instalarse en la Caja, a vigilar el arqueo y comprobar que los ingresos coincidieran con los balancetes diarios. Más tarde recibiría el «parte del día» de los depósitos A, B, C, y D, para entregar después copia de la carpeta de documentos al Tenedor de Libros, y los originales y la suma recaudada al Gerente General, el único que tenía la combinación de la Caja fuerte. Ese día estaba un poco desconcertado porque no atinaba a resolver si debía recibir o no el «parte diario» del inestable don Nicanor, Jefe del Depósito A. Decidió recibir el «parte» y ponerle debajo una observación a modo de constancia, no sea que fuera acusado después de negligencia o de imprevisión.
* Poco a poco el ceremonial diario se cumplía hasta que la enorme nave del Almacén de Ramos Generales fue quedando vacía y silenciosa. Como correspondía, los dependientes fueron los últimos en marcharse, y don Anselmo, el Gerente General, después de comprobar personalmente la seguridad de las puertas bien cerradas, hizo un gesto de asentimiento al sereno, y este apagó las luces.
* Durante mucho tiempo, el sereno dormía en un catre, dentro del inmenso almacén, con sus estanterías obscuras y sus mostradores rajados. Pero unos 25 años atrás, descubrió que era supersticioso, y que el vasto recinto parecía una catedral muerta. Además, había crujidos provenientes de las estanterías y del mostrador. Y ese olor de cebollas podridas no resultaba muy agradable al olfato. En la obscuridad, las docenas de escobas puestas en un barril, le parecían brujas de erizada cabellera contemplándolo desde las sombras. Además, aquellas oxidadas latas de carne conservada y sardinas dejaban escapar vapores que brillaban, como almas en pena salidas de sus ataúdes. Los arruinados fardos de tabaco parecían latir como corazones asustados, y el en un tiempo agradable aroma de la alfalfa, se había convertido en olor a estiércol. Entonces decidió llevar su catre al Depósito D, cuya llave tenía en su llavero múltiple, y allí durmió desde entonces, sin cuidarse mucho de que todos daban por sentado que seguía durmiendo en lo que llamaban la «nave», sin conocer nunca la razón de esa denominación fluvial.
* Esa noche, en el sector Viviendas del Personal nadie podía dormir, desvelados por el problema que había venido a poner una tuerca suelta en los engranajes de la maquinaria que funcionó bien durante cincuenta años, y más de cincuenta años. El más insomne era el causante de este evidente malestar general, don Nicanor. Previendo que el disgusto le produciría dispesias y flatulencias nocturnas, sólo cenó una taza de infusión de hojas de naranjo con leche, y dos galletas. Evitó el ataque de los gases, pero no pudo conseguir conciliar el sueño. De modo que se levantó, cruzó el gran patio de descarga bordeado por un lado por la mole del almacén, y por los cuatro sombríos depósitos A, B, C y D, que formaban juntos los tres lados de un cuadrángulo. El cuarto lado correspondía al sector de Viviendas del Personal, una estrecha fila de casitas dormitorios, entre las cuales sobresalía, por más grande y cómoda, la vivienda del Gerente General.
* Don Nicanor cruzó el gran patio, tomó por el pasadizo de Acceso de Vehículos y salió por el portón al camino, o a la calle, o a como se llamara ese enorme trozo de carretera arenosa que pasaba por delante del Almacén de Ramos Generales. Don Nicanor cruzó la calle y se detuvo allí donde debía estar la acera opuesta, pero no estaba, porque sólo estaba la alambrada de La Propiedad, y más allá de la alambrada, un matorral raquítico y algunos árboles de troncos delgados y flexibles que habían sobrevivido después de...
* -¿Después de qué...? -se preguntaba don Nicanor, que había estado en la Sucursal desde que se fundara. Miró La Propiedad desolada e interminable, bajo aquella luna llena de agosto, un poco fría para sus huesos.
* -Después del fracaso -se contestó a sí mismo- recordando que... ¿cuántos años hacía? Incontables años. La Propiedad (¿15.000 hectáreas? No lo recordaba muy bien) fue adquirida por una firma, o no, por alguna entidad de vaya a saber qué parte del mundo para instalar allí una Comunidad Rural Modelo (se sorprendió de lo [7] bien que recordaba) con familias de refugiados (o ¿«apátridas»? Podía ser) que en alguna parte de Europa, Hungría o Polonia, o algunos de esos países que siempre estaban en guerra, habían quedado sin país. Vendrían a instalarse allí con sus tractores, sus carros de cuatro ruedas, sus caras rubicundas bajo anchos sombreros y sus mujeres gordas y silenciosas con un pañuelo en la cabeza. Y sembrarían toda la tierra, construirían sus viviendas de madera cepillada, y tendrían corrales para sus lecheras y graneros y caballos de tiro y pozos de agua con sus bombas de viento. Se oiría de noche el prometedor crujido de los maizales y se vería de día perderse en el horizonte el verde ondular del trigal. Quinientas familias, nada menos. En la Casa Matriz de la Firma, alguien pensó que el negocio estaba en instalar la Sucursal en la acera de enfrente de aquel emporio por nacer, y sin perder tiempo levantaron aquella mole del Almacén de Ramos Generales, en rigor, Almacén de Ramos Generales-Frutos del País-Acopios y Suministros, con sus Secciones de Almacén, Ferretería, Tejidos y Artículos para el Hogar, sus cuatro depósitos, el Acceso de Vehículos con su báscula y sus Oficinas Generales estratégicamente ubicadas para ver por la ventana sur el patio de descarga, por la ventana norte la calle, y por un mirador interior, con vidrios, la nave comercial. También habían proporcionado el camión Dodge, de 7 toneladas con su correspondiente conductor que había muerto como treinta años atrás, y desde entonces el camión empezó a podrirse en el patio de descarga, reposando sobre sus llantas, porque las gomas estaban hecha tiras.
* La Comunidad Rural Modelo jamás nació. La Propiedad que fuera en principio una apretada floresta padeció de las incursiones que la devastaron. La primera, como 25 años atrás, de los «madereros», que traían tropas de hacheros y cortaban los árboles grandes y se llevaban los troncos en aquellos poderosos camiones. Después llegaron los «leñeros» que acabaron con lo raquítico que habían dejado los «madereros», y finalmente los «carboneros» que cortaban a machetazos lo que quedaba. Con las lluvias, los raudales arrastraban grandes, espesas sopas de barro, y La Propiedad se volvió desolada y arenosa.
* Pero el Almacén de Ramos Generales persistió, o lo olvidaron allá en la Casa Matriz, o pensaron que desmantelarlo era más caro que sostenerlo, y allí quedó, con su personal envejeciendo y muriendo, su báscula trabada hacía decenios, el camión podrido en el patio y las mercaderías cubiertas de moho y de polvo en las estanterías, donde de vez en cuando estallaba misteriosamente una lata de duraznos en almíbar, ocasionando que el Tenedor de Libros tomara nota, lo comunicara por escrito al Gerente General, que providenciaba para el Contador General que asentaba en sus libros la pérdida.
* Don Nicanor miró la mole obscura donde había llegado a los 22 años, y se sintió orgulloso. La Casa Matriz no podía quejarse. No era culpa de la Sucursal que la Comunidad Rural Modelo no se fundara y que los «refugiados» no vinieran. Pero nadie podía decir que la Sucursal no funcionaba como una máquina aceitada, cumpliendo puntillosamente con todos los rituales, aunque los Jefes de Depósito no tuvieran nada que inventariar, la báscula nada que pesar, la Caja una sola moneda de que dar cuenta y los libros Mayor y Diario sólo contuvieran fechas y vacías sus columnas. Pero eso sí, siempre al día
* La Sucursal se justificaba a sí misma, como un dinosaurio en paz con su conciencia de dinosaurio. De menor importancia era que La Propiedad fuera un erial interminable y que la erosión había secado los arroyos. La Sucursal estaba allí, funcionaba, emplazada en aquella altura donde terminaba una cuesta del camino y empezaba el descenso, como una atalaya dominante de un vasto contorno, aunque ese contorno estaba vacío en diez leguas a la redonda.
* Por cierto -se decía don Nicanor- a veces se sentía el peso de la soledad (¿o la futilidad?) pero eran sólo momentos fugaces de pesimismo, o de depresión. No le habían mandado a contemplar paisajes, sino a trabajar en la Sucursal, y lo había hecho. Nadie podía reprocharle nada.
Habían pasado así algo más de cincuenta años. A veces, la novedad y el alboroto rompían la armoniosa comunidad de disciplina empresarial (cuyo celoso custodio era el Gerente General, al mérito, mérito) cuando aparecía el camión de la Casa Matriz, con un chofer gordo y un auxiliar de Contaduría imberbe, que traía algunas notas y se llevaba una carpeta con las novedades del semestre. Después todo volvía a la normalidad.
* Una sola vez, conforme recordaba don Nicanor, se produjo la intrusión de aquellos japoneses sobre un alto y monstruoso vehículo lleno de engranajes por debajo, y llevaban rifles e incontables cámaras fotográficas, y se detuvieron delante del Almacén, descendieron del vehículo y entraron en tropel, parloteando palabras de una sola sílaba. La esperanza de vender algo galvanizó a todos, y hasta el sereno rompió la consigna de permanecer de guardia en el patio de descarga para asomar curiosamente la nariz en la nave. Pero eso sí, todos tuvieron la elegancia de no mostrar el desencanto cuando sólo pidieron agua para el radiador del monstruo motorizado. Después volvió la monotonía.
* ¿Monotonía? -se reprochó don Nicanor. Aquello no era justo. No podía entregarse a la chochez de llamar «monotonía» al trabajo de toda su vida. La Casa Matriz había creado la Sucursal. La Sucursal era la responsabilidad de todos, y entre todos la tenían funcionando. Era lo que se esperaba de ellos, y lo que ellos hacían. Las calificaciones estaban de más, se decía don Nicanor.
* Un dolor lacerante le atenazó el pecho. Era la tercera vez que le sucedía en una semana. Pero este dolor era distinto, porque contenía un elemento final, un desprendimiento desgarrante. Le ordenaban marcharse. ¿Adónde? ¿Acaso había otro lugar donde la vida era posible además del Almacén de Ramos Generales? ¿Vida? ¿Acaso le ofrecían vida? ¡Le estaban ofreciendo muerte! La voluntad de la Casa Matriz era que muriera. Semejante conclusión lo deslumbró. Con paso tardo regresó a su dormitorio. Tomó una cuerda, le hizo un lazo que se pasó por la cabeza, trepó a una silla y ató al extremo de la cuerda a la viga. Dio un puntapié a la silla y murió.
* Don Pablo, el Tenedor de Libros, tampoco podía dormir. Sabía que había tenido razón en su discusión con don José, pero pasaron por alto la lógica de su razonamiento. Estaba irritado. Vivía irritado. No se trataba de irreverencia contra la Firma ni con la Casa Matriz -Dios me guarde- sino de algo más denso, más indefinible, que estaba de nuevo allí, y le hacía murmurar «no tiene sentido». Se sorprendió de que aquella voz fuera la suya, y las tres palabras también suyas. Pero de que las había dicho, las había dicho. ¿No tiene sentido qué? Debo estar perdiendo el juicio. Con mis setenta años... a ver si me vuelvo un anarquista.
* Se levantó de su lecho desplazando las frazadas tibias que se las puso a manera de manta, sobre los hombros. Se calzó los zapatos y salió afuera, con una obscura sospecha de que el «sentido» podía estar allí mismo. Oyó que el viento batía una puerta abierta. Era la de la vivienda de don Nicanor. El pobre viejo está durmiendo en una corriente de aire -se dijo- y fue a cerrar la puerta. Entonces vio a don Nicanor, colgado del techo, y con la silla volcada a sus pies. Algo denso e indefinible se removió en su estómago, tal vez en su conciencia. Levantó la silla y fue a colocarla modosamente alineada contra la pared, en el extremo más alejado de la pieza.
* Cuando volvía a su vivienda, sólo tenía una idea larval de la razón que le había movido a desarticular el testimonio del suicidio, la silla. Larval -se decía mientras se acostaba en su lecho y se arropaba con la frazada-. Larval, ahí estaba, tenía adentro una larva. ¿De qué? No lo sabía, pero estaba creciendo, le estaba inundando. Se durmió con el temor de tener una pesadilla, como solía suceder en los últimos tiempos.
* Todos, incluido el sereno, menos los cuatro dependientes que debían permanecer en sus puestos en el mostrador, se apiñaban en la oficina del Gerente General, y don Anselmo leía la nota que se enviaría a la Casa Matriz cuando hubiera forma de enviarla.
* -Señor Presidente del Directorio. Casa Matriz. Asunción. Con inmensa pena, cumplo en comunicar para lo que hubiere lugar, el fallecimiento de nuestro jefe del Depósito A, señor Nicanor Méndez, con lo que estimo respetuosamente y, salvo mejor parecer de la superioridad, que se dé por cancelada la atenta Nota que ordenaba su traslado a la Capital. Como providencia de emergencia, que ruego a la Presidencia disimular si se tratara de impertinencia o extralimitación de funciones, he tomado las medidas del caso para que el señor José Quiñónez, Jefe del Depósito B interine la jefatura del Depósito A hasta nuevas instrucciones de la Casa Matriz. Con la solidaridad y la pena de todos los señores funcionarios de esta Sucursal hemos procedido a dar cristiana sepultura al leal servidor de la Firma, cuyo espíritu de trabajo y gran calidad humana nos queda como ejemplo y legado para seguir dando a la Firma, lo mejor de nuestros esfuerzos. Atentamente. Anselmo Gamarra. Gerente General.
* La concurrencia aprobó con reverentes inclinaciones de cabezas. Pero por primera vez, no había unanimidad.
* -Señor Gerente General -era don Pablo- quiero felicitarlo por el correctísimo contenido de la nota de la Casa Matriz -vaciló muy poco- pero allí no está toda la información.
* -¡Cómo que no! -ladró don Anselmo, que se había pasado toda la mañana con la laboriosa escritura de la nota.
* -La Firma debe saber... -insistió don Pablo.
* -La Firma debe saber -le interrumpió don Anselmo- que don Nicanor está muerto.
* -¡A los efectos administrativos del caso! -completó don Narciso, el Contador General.
* -¿Qué diferencia hay entre uno que muere de un paro cardíaco y otro que se suicida? -exclamó don José, el del Depósito B, interino del A.
* Don Pablo suspiró hondo. La larva, estaba allí, mordiéndole las entrañas, sacando brillo a olvidadas espadas.
* -Que se labre un acta y que conste mi desacuerdo con el texto de la nota -consiguió articular al fin, sintiéndose de paso irremediablemente lanzado a lo desconocido.
* Aquello fue como una bomba. En cincuenta años nunca había sucedido nada igual. Don Pablo se sintió como el escarabajo caído en un hormiguero.
* -La nota no dice nada de la forma en que murió don Nicanor -insistió.
* -¡Fue un suicidio! -le replicó don José- ¿Ha de ser nuestra sucursal la que arroje una mancilla sobre la Firma propalando a diestra y siniestra que uno de sus empleados se suicidó? ¿Y qué importancia tiene un suicida de 81 años?
* El apoyo fue unánime, y general la mirada de rencor colectivo que caía sobre don Pablo. Pero la larva le decía que ya estaba en el punto de no retorno.
* -No fue un suicidio. Fue un crimen -argumentó con arrojo.
* La segunda bomba había caído con mayor intensidad que la primera. Se desataron las furias, la oficina se llenó de gritos y aullidos enloquecidos. El Gerente General alzaba las dos manos como ofreciendo rendición, pero en realidad estaba pidiendo silencio. Por fin el alboroto se atenuó, cesó, y en las envejecidas caras donde se habían aposentado cincuenta años de pacífica formalidad, había rictus de ira, rubores acalorados, palideces asesinas.
* -¡Esto es terrorismo contra el buen nombre de la Firma! -aulló sin poder contenerse don José, cuya autoridad moral se veía aumentada al tener dos depósitos a su cargo.
* Don Anselmo volvió a pedir silencio. El silencio cayó, tenso como nunca se había visto en la oficina de la Gerencia General.
* -Racionalicemos -don Anselmo, y después de una larga pausa continuó-. Debemos pensar en primer lugar, en el prestigio y el buen nombre de la Firma. No somos ni policías ni jueces. Somos leales servidores de la Firma. ¿De acuerdo?
* Asentimiento colectivo y miradas hostiles a don Pablo.
* -Lamentamos mucho -su voz se había vuelto paternal- la desaparición de nuestro querido don Nicanor. Y eso es todo lo que la Firma espera de nosotros. Espero que el querido don Pablo sepa comprenderlo por el bien de todos.
* Miró a don Pablo con mirada mansa, la sonrisa amistosa y las palmas abiertas, como un pastor bonachón que pide arrepentimiento a un pecador.
* -Fue un crimen -se repitió tozudamente don Pablo.
* Contemplando los desconciertos, los asombros y las iras que le rodeaban, don Pablo se sintió extrañamente eufórico. Nunca había conocido una sensación semejante y se preguntó si en eso consistía el estar vivo.
* Tenía la certidumbre de que don Nicanor se había suicidado. Y recordaba su impulso de alejar la silla. No tenía idea de la razón de semejante proceder, pero sí tenía idea del alborozo interior que sentía allá adentro, donde la larva estaba triturando hierros con mandíbulas potentes.
* -Racionalicemos...
* La mirada de don Anselmo se clavaba en don Pablo con una extraña intensidad que atemorizaba. Pero la voz era controlada.
* -Don Pablo -dijo- ¿en qué se funda para creer semejante horror?
* -Don Nicanor estaba colgado de la viga. La única silla de la habitación estaba muy lejos, en su correspondiente lugar. Don Nicanor no se colgó. Lo colgaron. [14] Todos Uds. son testigos que la silla estaba donde debía estar. Recuerden cuando el sereno dio aviso, acudimos en tropel. Y no había silla, ni nada a qué subirse.
* Gozaba interiormente de intensa felicidad. Adivinaba la presencia de una sensación de culpa, un embrión de culpa en aquellos que habían visto la evidencia que no querían ver.
* -¿Y qué se supone que debemos hacer? -era la voz de don Anselmo, que se alzó en medio del silencio, porque las otras voces se habían acallado, atemorizadas por esta aventura que les estaba llevando tan lejos de la normalidad.
* -Redactar una nueva nota a la Firma, formando de todo lo sucedido, y alertándola de que entre nosotros hay un asesino. Si no lo hacen, me lanzo al camino hasta encontrar un policía.
* Ese día, las actividades de la Sucursal fueron un desastre cuyo recuerdo avergonzó a todos hasta el último día de sus vidas. Dos de los dependientes olvidaron firmar los formularios de las ventas del día, el Cajero no sabía a qué atenerse con respecto a rendir cuentas, porque don Narciso, que debía recibirlas, estaba padeciendo de su diarrea nerviosa, y al Gerente General le sobrevino una laguna mental donde se hundió la combinación de la Caja Fuerte. El sereno olvidó poner en las cuatro puertas las barras de seguridad, y don José andaba enloquecido buscando entre las pertenencias del difunto don Nicanor la llave del Depósito A. La perfecta maquinaria de cincuenta años y algo más se reveló ese día enmohecida, bufante, trabada.
* Fue un alivio cuando la iniciativa personal de don Anselmo se impuso sobre el desorden, obligándose el Gerente General a violar algunas reglas y perdonar ciertas faltas en aras del restablecimiento del orden, o de algo parecido al orden, amenazado por la demencial actitud de don Pablo. Ya era noche cerrada cuando se retiraron a sus viviendas.
* Don Pablo permanecía despierto, felizmente despierto, ebrio de esa sensación nueva que se había apoderado de él, que trataba de definir, y sólo encontraba una palabra algo insípida: júbilo. Un desmesurado júbilo, como sintió cuando niño, cuando se estaba ahogando en aquella laguna, y pateaba hacia arriba, superficie estaba siempre lejos, muy alta, pero lo logró y saco la cabeza, y respiró aire. Respiró júbilo, como le estaba ocurriendo ahora.
* A la mañana, lo encontró el sereno. No estaba acostado en su cama. Estaba desparramado, descuartizado como por uñas y dientes múltiples y enloquecidos, como si se hubieran turnado para matarlo una y otra vez, como lo había hecho el sereno cuando era soldado, y se turnaba con sus camaradas para violar a aquella mujer, que se cansó de gritar, o murió, no recordaba bien.
* «Posdata: Lamento informar al señor Presidente que a poco de redactar la presente nota, se produjo el fallecimiento de nuestro querido Tenedor de Libros, don Pablo Aguilera, por causas naturales atribuibles a la penosa impresión causada por el fallecimiento de don Nicanor Pérez, ya comunicado más arriba. Igualmente don Pablo Aguilera ha recibido cristiana sepultura. Espero instrucciones con respecto a la vacancia producida en la Teneduría de Libros».
* Don Anselmo estampó una media firma a la posdata, dobló cuidadosamente la nota, la ensobró y la guardó en el cajón de su escritorio, a la espera del camión que llegaría aproximadamente en seis meses, para llevársela a la Casa Matriz.
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EL JUICIO DE DIOS
* Había fracasado -por segundo año consecutivo- en los exámenes de ingreso en la Facultad de Ingeniería, y se me abría la triste perspectiva de un año más de espera, entre cursillos de ingreso más o menos eficaces y la tornería de mi padre, que no me reprochaba el fracaso, pero decía que mientras tanto hay que hacer algo útil, y me instalaba al pie del torno más pequeño, en el aburrido trabajo de fabricar bujes y pulir bielas.
* La situación no se presentaba muy placentera.
* -Trabajas por el techo y la comida -decía papá, si bien debo reconocer que los sábados me entregaba algún dinero para «diversiones», cuya suma aumentaba con las furtivas aportaciones de mamá que sencillamente, se limitaba a depositar en los bolsillos de mi campera, algunos billetes extras, que provenían de «sus ahorros» de misterioso origen, porque en verdad, ella no trabajaba en nada, es decir, era ama de casa, y lo lógico era colegir que tales ahorros se debían a su sabiduría de administrar el dinero que le proporcionaba mi padre para los gastos del día.
* Fue entonces cuando se presentó aquel hombre de rostro cadavérico a ofrecerme un trabajo extra. Era dueño de un viejo ómnibus, Volvo Diesel, que quería fuera llevado, rodando, claro, a Puerto Empalme, como a 240 kilómetros de Asunción, sobre el río, allá en el litoral Norte. Me ofreció una suma bastante tentadora, y también la bienvenida aventura de conducir aquel armatoste, y de paso romper la rutina del taller y del torno.
* Más tarde, las cosas no parecieron tan atractivas, cuando fui a echar un vistazo al vehículo. De gomas, estaba bien, pero todo lo demás era poco menos que una ruina. Los tapizados de los asientos rotos y los cristales rajados cuando no ausentes. Además, olía a cosa vieja, como olería el cadáver de un camión.
* -Mecánicamente está bien -me dijo el hombre cadavérico- se le hizo un cambio de aceite, limpieza de filtros y un ajuste de caja de velocidades.
* Probé el mastodonte dando una vuelta a la manzana. Los frenos eran bastante holgazanes, y la dirección tenía tendencia a desviarse a la izquierda, pero me dije con optimismo que con la ayuda de Dios podría llegar a destino. Sin embargo, la confianza casi se diluyó cuando el hombre cadavérico me dijo:
* -El problema es que no lo podrás llevar por la ruta asfaltada...
* La razón era simple. El vehículo había estado como diez años parado. No se habían renovado los papeles municipales ni fiscales, y ni siquiera tenía placas de identificación. Además, estaba en tan ruinosas condiciones que en el primer puesto de la Policía Caminera me sacarían de circulación, de tal suerte que si quería llevarlo a Puerto Empalme, debía tomar la carretera diagonal, poco menos que una sugerencia de camino donde se daban todas las condiciones para hacer fracasar la empresa, arenales larguísimos, arroyos sin puentes, tramos barrosos interminables, y huellas en las picadas del monte que despreciaría un conductor de carretas.
* Mi afán de aventura y mi deseo de liberarme del torno paterno, triunfaron. Acepté el compromiso. Debería llegar a Puerto Empalme, embarcar el vehículo en una chata. Y ahí terminaba mi trabajo. Me enteré más tarde que la chata lo conduciría río abajo hasta Puerto Alemán, donde el ómnibus sería usado para el transporte de los agricultores de un vasto contorno de Puerto Alemán, sobre el río, donde existían almacenes, una farmacia, ferretería, tienda y hasta una casa de artículos electrónicos. En verdad, el ómnibus había sido adquirido por la Cámara de Comercio de Puerto Alemán, si así puede llamarse a una sociedad pequeñita y amorfa de comerciantes interesados en vender, especialmente en épocas de acopio.
No expresé mis dudas sobre la eficacia del servicio que podría prestar el ómnibus recorriendo caminos vecinales, porque eso no me concernía en absoluto. Mi trabajo -y mi aventura- era llevar aquella ruina rodante a Puerto Empalme.
* Examiné sin mucho celo el equipo de viaje. Rueda de auxilios, un gato hidráulico que perdía aceite, herramientas y un gran cajón de madera conteniendo repuestos, unos pocos nuevos y otros evidentemente usados y al fin de su existencia útil. Mi madre agregó por su cuenta un botiquín de primeros auxilios, y como dos docenas de botellas de agua mineral. Esto, porque desde que había visto en la televisión una documental de Cousteau, había madurado un entrañable horror al agua contaminada.
* Me puse en marcha a las tres de la mañana, hora de poca vigilancia policial, no fuera que la aventura terminara en su comienzo, por el celo de algún inspector de tránsito, y salía ya de los límites de la ciudad y encaraba el primer tramo de ripio en las afueras, cuando estaba saliendo el sol. Sólo más tarde, comprobé que el aparato de radio del tablero no funcionaba. No alivió mi irritación que dijera carajo tres veces y diera puñetazos al mudo receptor de radio. Olvidaba agregar que los 240 kilómetros sobre ruta asfaltada, se convertían en 310 por la diagonal.
* El viejo Volvo se portaba bastante bien, y el motor respondía con potencia, si bien soltaba una humareda espesa y negra, y la caja de cambios hacía ruidos extraños, dándome ocasión de distraerme un poco haciendo el catálogo mental de los mismos. En primera, sentía un latir de diente roto y dolorido. En segunda un gemido cual moribundo pidiendo confesión. En tercera el camión iba a tirones, dudando entre ir adelante o detenerse. En cuarta se afinaba, con un zumbido casi jubiloso de tomar velocidad. La quinta nunca la usé, porque había que ponerla al alcanzar los sesenta kilómetros por hora, y estaba seguro que aunque condujera por el asfalto, sería una hazaña alcanzar los cincuenta.
* Calculé que ya me había alejado como 180 kilómetros de Asunción, y cuando estaba ponderando la «nobleza» del vehículo que había arremetido contra arenales profundos, galopado sobre roca dura y agresiva, hundido hasta los ejes en el barro sin darse por vencido jamás, salvo las veces que yo me detenía a orinar o a agazaparme tras un yuyal, cuando me di cuenta que el humo del escape ya no era negro, sino azulado, y el motor ya no se mostraba tan vigoroso como al principio. Sin embargo, logré cruzar un arroyo bastante ancho, pero de piso arenoso y plano, y allí el ómnibus se declaró derrotado. Tosió, masculló obscenidades de hierro y se detuvo con un gorgoteo, como dicen que hacen los degollados.
* Había pasado por parajes distintos, bellos algunos, pero tocados todos por la desolación de los campos y los bosques cuando ningún camino ofrece perspectivas a la aventura de sembrar y cosechar. Ranchos aislados y minúsculos; algunos chicos cazando palomas con sus honditas de goma elástica, carreteros de mirada baja y expresión hostil cuando tenían que ceder la huella al contrincante rugiente. Paisajes hermosos pero tristes, en los que se adivinaba el cauce de los arroyos por el mayor acento del verde de la vegetación. Y gente ausente, salvo aquellos desdibujados hombres sentados en largos bancos a la sombra de una enramada frente al rancho que ostentaba su bandera blanca, que no era señal de paz ni de armisticio, sino de que había «expendio de bebidas». Así, en plural, aunque las bebidas se reducían a poderosa caña clandestina.
* Examiné el motor impetrando que mis conocimientos mecánicos adquiridos en la tornería alcanzaran para hacer un diagnóstico, y reparar el daño. Lo primero no fue difícil: la junta estaba quemada. Reponerla era más difícil, comenzando por hacer una apuesta contra el destino, revisar el cajón de repuestos, y encontrar allí una junta nueva. La encontré. Todo lo [42] demás sería un tedioso trabajo de aflojar decenas de tuercas, extraer la tapa y reponer la junta quemada. Calculé que me llevaría tres días.
* Empece a sentirme optimista cuando comprobé que en los alrededores había gente. Cuatro ranchos de adobe que parecían apretujarse unos contra otros, como para defenderse de la vacía soledad del vasto, verde y silente contorno. Alrededor, dos o tres vacas lecheras de ubres arrugadas, gallinas que picoteaban libres, y pequeñas parcelas sembradas al modo que los economistas llaman agricultura de subsistencia, y más bien resultaba de supervivencia.
* El primero que se aproximó a ofrecer ayuda fue don Nicasio, hombre avejentado que no parecía hecho de carne, sino de fibras tirantes, sin un solo diente en la boca, que poca falta le hacían, porque nunca sonreía. Le agradecí su buena disposición, y él se limitó a asentir y marcharse. Más tarde, cuando empezaba a obscurecer, se presentó una joven mujer de lindos cabellos rubios que si hubieran conocido de champúes resplandecerían, pero de hecho estaban resecos y enmarañados. Tenía todos los dientes hasta donde podía verse, un bebé en brazos y los pechos erguidos, llenos de leche, observé con cierto escozor libidinoso. Dijo llamarse Nila, Nila-í, supe después. Dijo ser hija de don Nicasio, y que su padre decía que si pasaba la noche en el ómnibus los mosquitos me comerían vivo, que uno de los ranchos estaba deshabitado y podía acomodarme allí. Acepté la oferta y fui a instalarme en la tapera.
* Obscurecía y no tenía idea de cómo hacer para dormir, cuando se presentó ña Casiana, otra vecina, portando una gruesa manta, una vela de sebo y a sus dos hijos. Carmen, rolliza y mofletuda, y Liborio, que debía ser de otro padre, porque era tan alto y esbelto como redonda y torpe era su hermana. Agradecí su amabilidad a ña Casiana, que sonrió y murmuró un «Jesús pero si es zoncera» y se marchó después de tender la manta en el piso de tierra apisonada y de encender la vela. Los dos jóvenes se quedaron, curiosos, reflexioné entonces; interesados, lo sé ahora. Liborio no era un gran conversador, pero demostraba mucho interés en conocer la naturaleza de la avería del motor, el tiempo que me llevaría componerla y si necesitaba ayuda, todo un rosario de preguntas que respondí cortésmente, que sí, que era verdad que mi destino era Puerto Empalme. Su hermana, apenas pasada la adolescencia, escuchaba absorta, como si de mis respuestas dependieran sus vidas. Tiempo después, supe que en cierto modo, era así.
* Se fueron, me acosté sin apagar la vela y usando mi campera como almohada, sintiendo en carne propia que en cuanto al acoso de los mosquitos, el ómnibus sin cristales no tenía gran diferencia con aquella tapera sin puertas ni cristales ni nada parecido en las ventanas.
* El cansancio me adormecía cuando la silueta de Nila-í se dibujó en la puerta, a la luz de la vela. Traía un plato de comida, algo así como un guiso donde flotaban algunos fideos, porotos blancos y unos trocitos de carne. La cuchara apenas tenía la mitad del mango. Sólo entonces me di cuenta del hambre que tenía. Comí con apetito, y dejé que Nila-í me mirara comer, recostada en el marco de la puerta.
* Terminado el yantar, dudé si aquella comida traída por la silenciosa muchacha, la debía pagar o agradecer. Buscaba la billetera en los bolsillos de mi campera, cuando ella, recogiendo el plato, me decía:
* -No.
* Se marchaba y salía por la puerta cuando se volvió y preguntó:
* -¿Cierto que se va hasta Puerto Empalme?
* Era la segunda vez que me interrogaban sobre mi destino.
* -Cierto -le dije.
* Me pareció que quería decir algo, pero que lo pensó mejor y se fue sin agregar nada.
* Apenas amanecía, cuando apareció de nuevo Nila-í, con un jarro de espeso mate cocido apenas endulzado, y dos trozos de chipá de gomoso almidón. Los dejó sobre la mesa y se marchó. Tomé aquel desayuno y me dirigí a encarar mi trabajo de mecánico. El sol prometía ser inmisericorde, y no me resultó extraño que Nila-í apareciera de nuevo trayendo para mi uso un sombrero pirí ancho y algo usado ya. Supuse que había adoptado el papel de hada madrina.
* Cruzamos el patio del rancho vecino, y allí estaba lo que fue alguna vez un hombre, un hombre sin edad, o con la edad del dolor humano, tendido en un catre, despierto, con los ojos abiertos, pero tan inmóvil que ni movía las pestañas cuando las moscas se posaban sobre sus ojos lagañosos. Evidentemente sufría de parálisis, pero de un tipo que inmoviliza también el alma. ¿A qué profundidad de la resignación había llegado para entregarse hasta a las moscas?
* -Es don Quitó -me informó Nila-í con su lenguaje corto y seco-. Venía borracho. Se cayó de la carreta y la carreta le rompió su espinazo.
* Ese mismo día me enteré que aquella señora que desplumaba una gallina era ña Jacinta, esposa del inválido, y que tenían dos hijos, Acela y Amancio, que estaban en el bañado cortando adobe.
* Cuando llegué al ómnibus me llevé una sorpresa. Don Nicasio me estaba esperando, sentado en el suelo. Sobre un trozo de alfombra que había encontrado en el interior del vehículo, el nervudo viejo había dispuesto mis herramientas con un orden impecable. Una enfermera no lo hubiera hecho mejor con los instrumentos de un médico cirujano.
* -Gracias -le dije.
* -Es para que se vaya enseguida -me respondió con acritud.
* Apretaba los labios sin dientes, como si lo importante para él fuera que arreglara el motor y saliera a la disparada. Manías de viejo, me dije, y empecé la tarea.
* No es nada fácil aflojar tuercas que llevan veinte años sosteniendo hierro contra hierro, y el trabajo se complicaba por las inadecuadas herramientas que disponía. Pero me estaba dando maña. Y además tenía ayuda. El más diligente, hábil y forzudo era, Liborio, que se metió en mi trabajo como si se hubiera jurado ser útil o morir. Confieso que dos de cada tres tuercas que se aflojaban no cedieron a mis fuerzas, sino a las de Liborio, que tenía unas manos enormes y unos brazos flacos pero duros como acero. Su gorda hermanita tampoco se dejaba estar, cebando incansablemente el tereré con que combatíamos el calor y que se suponía prevenía contra la insolación y la deshidratación. En todo caso, calmaba la sed.
* Trabajamos toda la mañana y no avanzamos mucho. La maldición de los motores es que para desmontar una pieza hay que desmontar tres que dificultan la tarea. Pero Liborio ayudaba, y hasta se había conseguido una vara tubular de hierro, que había sido un trozo de arado, que servía de palanca a nuestras casi inútiles llaves inglesas. Don Nicasio no cesaba de mirar con el aire impaciente de «a ver si cuándo terminan», y Nila-í, sentada bajo un naranjo agrio, sacaba el pecho blanco y rotundo y amamantaba a su bebé.
* Al mediodía comprobé que la gallina sacrificada por la esposa del paralítico era en mi homenaje, o para darme fuerzas, según se mire. Mi almuerzo, que tomé en la mesa de la buena señora puesta a la sombra de un mango, y cuidando de dar la espalda al pobre enfermo, consistió en un nutritivo puchero de gallina, con dos trozos de mandioca suaves como manteca. No comían conmigo. Me miraban comer, una situación que siempre resulta algo molesta, pero razonaba entonces que no era momento ni lugar para remilgos de ninguna naturaleza.
* Ña Jacinta me miraba inquisitivo desde el otro extremo de la mesita. Esperaba oír de un momento a otro la consabida pregunta sobre mi destino en Puerto Empalme. Pero ya lo sabía, porque la pregunta que seguía era: -¿Va a tardar demasiado para arreglar su camión?
* -Dos o tres días -dije con optimismo. Injustificado, porque de hecho tardé 12 días.
* Al retomar mi trabajo por la tarde, tuve dos nuevos ayudantes, hijos de ña Jacinta, Acela, que de mala manera arrebató a Carmen su tarea de servir el tereré. Tenía cómo imponerse, pues era alta, robusta, con enérgicos pómulos indios y porte casi varonil y espigado. Si no fuera por los pechos y cierta gracia al caminar, en Asunción podría pasar por un travesti. Toda una ruda trabajadora de los ásperos bañados, amasadora del barro rebelde y cortadora de adobes. Me dio lástima la gordezuela Carmen, desplazada de su apasionada tarea poco menos que por la fuerza bruta. Y no sentí extrañeza cuando Nila-í, al ver el papel que asumía con insolencia Acela, le diera al bebé que lloraba unas palmadas en las nalgas en vez de darle el pecho, y se marchara con aires de enojo.
* Comencé entonces a intuir que en aquel paraje abandonado de Dios, estaban aflorando inesperadas tensiones. Aquellos viejos querían que me fuera lo más pronto posible. Los jóvenes se desvivían por ayudar. Los motivos se abrieron paso lentamente en mis razonamientos. El resorte que soltó las tensiones era yo, o mi vehículo. Pero la razón última estaba en Puerto Empalme, a cientos de kilómetros de allí, donde terminaba esa carretera que me estaba matando, y se abría la ancha perspectiva de la vía fluvial, sin límites al norte y al sur. Aguas arriba, la oportunidad, y aguas abajo, más allá de donde el río se precipita al Paraná y el Paraná desemboca en el Río de la Plata, la aventura.
* Yo era la tentación para los jóvenes y la maldición para los viejos que quedarían librados a su suerte. Sin los jóvenes, la tierra moriría de hastío, y los viejos de necesidad.
* ¿Quién diablos, con perdón de Dios, me había arrastrado a esa situación?
* El breve caserío estaba allí desde el principio del tiempo. Forzando el concepto, era una comunidad, un trozo de humanidad que estaba destinado a vivir o sobrevivir, siguiendo el indoblegable curso del destino. ¿Debemos intervenir para alterar el curso de las cosas? ¿Cómo es que el bien para unos es el mal para otros? ¿Cómo es que la libertad se funda en la desesperación de los abandonados?
* Todo lo que presumía se confirmó esa noche, después de consumir la cena que con talante rencoroso me trajera Nila-í. Me aprestaba a acostarme, cuando entraron sin mayor ceremonia Liborio y Amancio. Como que yo estaba sentado sobre mi frazada en el piso, se sentaron en cuclillas, frente a mí, con sus miradas escondidas en la sombra de las alas de sus sombreros.
* -Queremos ir a Puerto Empalme -dijo Liborio.
* -Podemos pagar -agregó Amancio.
* Metían las manos en los bolsillos, sacaban rollos de astrosos billetes, y lo ponían en el piso, frente a mí.
* El fajo de billetes de Liborio era mucho mayor que el de Amancio. Adiviné más que vi la mirada asesina de Amancio, y no me sentí inclinado a apostar por la integridad de Liborio. Decidí aplastar lo que podría ser una larva de violencia.
* -Guarden su dinero -les dije- si los llevo no será por dinero.
* Vacilantes, embolsaron su dinero.
* -¿Pero nos vas a llevar? -inquirió Liborio.
* -No sé -respondí sinceramente.
* -¿Por qué no ha de hacernos ese favor? -insistía Amancio.
* ¿Favor? ¿A quién? ¿Contra quién? ¿Con qué derecho?
* -Quiero dormir -dije, me acosté, les di la espalda y apagué la vela. Oí el rumor de sus ropas cuando se iban, elásticos como gatos.
* Pero no dormí, porque cuando empezaba a hacerlo, sentí compañía sobre la frazada. Era Acela, cuyas manos me hurgaban la entrepierna. Mi vida sexual, hasta entonces, había sido algo promiscua para un joven [48] de 21 años. Pero a través de ella había aprendido que todo consistía en poseer a una mujer. Esa noche aprendí algo nuevo y atemorizante: que uno puede ser poseído por una mujer, que después de dejarme exhausto hasta el desfallecimiento, pegó un salto, se arrodilló, desnuda en la frazada, y me susurró:
* -¿Me vas a llevar a Puerto Empalme?
* De modo que era eso -murmuré- y volví la espalda. Pero la aventura de esa noche no terminó ahí. Al instante siguiente de marcharse aquella insaciable amazona, estalló afuera el alboroto. Me asomé curioso. Dos hembras luchaban como gatas y se escupían insultos increíbles. Acela y Nila-í.
* Me acosó la necesidad urgente de terminar con el maldito motor.
* Parte de la mañana siguiente la dediqué a curar, con el botiquín de primeros auxilios de mi madre, un terrible arañazo que dividía en dos las mejillas de Nila-í. Sólo pude desinfectar y vendar sabiendo con cierta frustración que aquella cara requería unas suturas, o empezaría a volverse vieja en torno a una cicatriz. Mientras fungía de paramédico, Nila-í me clavaba los ojos en la cara.
* -¿Me vas a llevar a Puerto Empalme?
* -No sé. Y por favor, no se te ocurra hacerme compañía esta noche.
* -Soy mejor y más limpia que Acela. Y tengo leche.
* Me produjo una revulsión profunda. Sexo con leche, de lo sublime a lo bestial. Sexo con lactancia tardía y viciosa. Se adueñó de mí el asco. Por mí mismo porque la idea me había excitado. Pero la rechacé, consciente de que toda esa oferta malsana respondía a un poderoso anhelo de libertad. Dios perverso, qué problemas nos planteas.
* -¡Guárdate tu leche para tu bebé! -le respondí de mal modo.
* El bebé.
* -¿Quién es el padre?
* Se encogió de hombros como diciendo que podría ser cualquiera.
* Terminé la inexperta curación, unté la herida con una pomada de antibiótico, puse gasas desmañadas y cinta adhesiva encima. Recordé que un pedicuro que me extrajo una uña encarnada me recomendó que no mojara la herida, e hice la misma recomendación a la muchacha. Después fui a trabajar con el motor, con el ferroso don Nicasio sentado a la sombra, Liborio y Amancio esperando impacientes, y Acela, la de nombre de cierva esbelta y sexualidad de tigresa, con el tereré listo, ante la mirada llorosa de Carmen, observando a prudente distancia.
* Trabajamos duro hasta el mediodía y sintiendo hambre me encaminé al rancho de ña Jacinta, dando por sentado que lo de la sopa de gallina se repetiría. Pero no era así.
* -No hay comida -me dijo de mala manera.
* -Le voy a pagar, ña Jacinta.
* -Si le hago comida, capaz que le pongo veneno.
* Me miraba con odio. Ya estaba enterada. Yo le iba a arrebatar a sus hijos. Al menos eso pensaba ella.
* Salvó la situación Amancio, que escamoteó de su madre un poco de miel de caña y un trozo de queso maloliente, y me los trajo.
* Durante las noches siguientes, las visitas de Acela se repitieron. A veces no sentía ganas, otras sentía asco, y además experimentaba el bloqueo que se produce cuando se tiene conciencia de ser observado desde las sombras. Observado por Nila-í. Quería rechazar a aquella hembra caudalosa, pero no lo hacía, me entregaba a ella, quizás por el temor de llegar alguna vez a Puerto Empalme con la mitad de la cara en ruinas.
* Ña Casiana, la madre de Liborio y de Carmen, también me negaba comida, lo que ya no fue problema, porque Acela se había adueñado de mí, y entre sus obligaciones incluyó la de alimentarme hasta el hartazgo con huevos fritos en grasa de cerdo, y grandes cantidades [50] de mandioca. Era su ejercicio de un señorío sobre mí, pero era un señorío del tipo que no se acepta, sino del que se huye.
* Sucedieron hechos que parecían querer conducir a desbordes de la violencia, como cuando don Nicasio molió a palos a Nila-í, que protegía a su bebé contra su vientre, se inclinaba y ofrecía la espalda sumisa a los garrotazos del padre. O como cuando pude ver a la obesa Carmen, arrodillada sobre sal en el piso de su rancho, y a Liborio arrebatando con fuerza de las manos de su madre una fusta que ella blandía contra el hijo, y perdía la fusta y caía al suelo, desparramando sus viejas trenzas desechas.
* Ña Jacinta exudaba rencor, sabiendo que su hija dormía conmigo, y que Amancio lo hacía en el ómnibus, con un gesto terminante de comunicación rota con la madre.
* El clima se había vuelto espeso y el aire me parecía irrespirable. Pecador y fornicador por añadidura, rogué a Dios que me ayudara a terminar con el estúpido motor. Y se sucedieron días de tenso trabajo, hasta llegar al día aquel en que don Nicasio no estaba haciendo su guardia permanente a la sombra del árbol. Pregunté por él y me dijeron que había salido a cazar con su rifle. Un miedo frío trepó por mi espinazo cuando me enteré de que el sombrío viejo tenía un rifle, y el temor creció cuando a lo lejos sonaron disparos y fue como un zumbido que pasó sobre mi cabeza. Caí sentado instintivamente.
* -Es una avispa -me dijo Liborio. Amancio asentía. Era una avispa. Pero los tres sabíamos que era una bala. Un mal tiro o un buen tiro de advertencia. Trabajamos desde entonces, hasta de noche.
* Finalmente, asenté la tapa sobre la nueva junta y empezamos a apretar tuercas con afiebrado frenesí. Dos días después el trabajo estaba terminado. Era ya de noche, y recién entonces se me ocurrió averiguar si la batería había conservado su carga. Conecté los polos con un alambre, y saltaron unas chispas debilitadas. Sólo Dios sabría si en la batería había fuerza para girar el motor de arranque. No hice la prueba esa noche, ni fui a la tapera. Quedé a dormir en el ómnibus, rogando que no apareciera Acela.
* Sentado en uno de los asientos rotosos, cavilaba. El problema de los jóvenes que querían marcharse y de los viejos que no aceptaban la condena a la soledad, ya me había sobrepasado.
* ¿Arrancaría el motor con la débil batería?
* ¿Llevaría a mis desagradables pasajeros?
* Entonces, las cosas se iluminaron, y cerrando los ojos y uniendo las manos cargué sobre las espaldas de Dios toda la responsabilidad.
* Sí el motor arrancaba con la batería saldría disparado a la mayor velocidad posible. Si no arrancaba, necesitaría de todo el que tuviera voluntad y fuerzas para empujar el ómnibus. Todos, mujeres, Carmencita, y aquellos grises habitantes de los bañados con los poros llenos de arcilla. Arrancaría así el motor, y que subieran todos los que querían marcharse de aquella lenta asfixia. Me liberarían para liberarse.
* Amanecía.
* Me senté al volante, introduje la llave de contacto y la giré. En el tablero se encendieron lucecitas verdes, rojas y amarillas.
* Aspiré todo el aire que necesitaba mis pulmones, y tiré del botón de arranque...
.
Enlace al ÍNDICE del libro Los habitantes del abismo en la GALERÍA DE LETRAS del PORTALGUARANI.COM
Exordio / Los habitantes del abismo / Diálogo del tiempo / El preso / El juicio de Dios / La quiebra del silencio / El rally / Las llaves de la sombra
.
de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES en el
www.portalguarani.com

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