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jueves, 4 de febrero de 2010

MANUSCRITO ALUCINADO: (LAS MUJERES DE MANUEL) Autor: MARIO HALLEY MORA / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes




MANUSCRITO ALUCINADO:
(LAS MUJERES DE MANUEL)
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Ediciones Comuneros, 1993.
.
* No recuerdo muy bien lo que decía el certificado de defunción de mi madre en cuanto a las causas de su ascensión al Paraíso, pero cualquiera haya sido el mal apuntado, el médico se equivocó porque yo tengo la certeza de que mamá murió de miedo, no de un terror súbito y fulminante, sino de uno largo, permanente y corrosivo que al fin acabó con ella. Todo se debió a la inclinación de la casa.
* Estaba ubicada sobre la calle Humaitá, en los alrededores del arroyo Jaén, que la culta ciudadanía asuncena se ha encargado de poluir hasta la podredumbre: el mismo donde Julio Correa vio un inocente barquito de papel y escribió un poema, cosa de otros tiempos, porque si un niño de hoy pone un barquito de papel en el agua, no navega, sino se disuelve en los innombrables ácidos de la miseria humana. La calle era solitaria y húmeda, con moho verdoso creciendo entre las junturas del empedrado y las aceras de piedra losa, de nuevas inmaculadamente blancas y desde que tengo memoria, de un color marrón fecal nada propicio a contemplaciones estéticas. Frente a casa, una larga muralla carcomida e impregnada de humedad ocultaba un malezal salvaje que se disputaban ratas y gatos, y al borde de los cordones de la acera, corría el consabido arroyito de agua verdosa procedente del reventón de hediondos pozos ciegos. Mi madre heredó la casa de su padre. En realidad no fue herencia, sino regalo de bodas del abuelo, increíblemente contento de que su única hija consiguiera marido y le diera libertad para ejercer su viudez a todo vapor hasta culminar su alocada primavera de libertad sobre el cuerpo desnudo y gordo de una vecina ninfómana. Siempre me pregunté si el ataque cardiaco vino antes del orgasmo o vice versa. Lo cierto es que la espantada ciudadana entregó sus primicias a un hombre razonablemente vivo y tuvo que sacudirse de encima un cadáver. Pero eso es historia. Que sigue cuando nací yo, Manuel Quiñonez, también único hijo de madre abandonada y padre ausente, conforme a lo que me contaba mamá sobre lo canalla que fue mi padre que la abandonó en pleno embarazo. Yo dudaba en creer la historia así como contaba mamá, porque desde mi infancia, el vecindario susurraba que mi padre no se fue, sino lo llevaron en una helada madrugada de agosto enfundado en una camisa de fuerza y echando espuma por la boca, una versión que siempre me empeñé en bloquear en mi mente, acaso por el oculto temor de que algún gen paterno y deteriorado se haya instalado en mi cerebro, y está allí, como la granada de mano que aquel excombatiente del Chaco guardaba en su ropero y un día explotó y se llevó al desaprensivo héroe y a media familia.
* En todo caso, nunca dejé de preguntarme la razón por la cual los dos hombres en la vida de mi madre, su padre y su esposo, coincidieran en el enfermizo deseo de poner la mayor distancia posible entre ellos y ella, uno muriéndose de veras y otro posiblemente muriendo en vida. Algún defecto de carácter debió tener la pobre y santa mujer.
* Sorprendentemente, mi madre recordaba poco a su padre, pero sí con frecuencia salía de su silencio, caía en una verborragia alegre de cotorra feliz, y me hablaba del tío Jorge, tío de ella, no mío, hermano de mi abuelo. El tío Jorge parece haber sido todo un personaje. De joven, de aquellos que la gente mayor llamaba «cajetillo» y los más finos «calavera». Según los recuerdos de mamá, que fluían torrenciales cuando del tío Jorge se trataba, iba siempre vestido con elegancia extrema y sin un peso en los bolsillos, viviendo feliz a expensas del hermano, mi abuelo, que parecía tenerle un cariño especial al vago de su hermano. Experto en bailar tangos y boleros y en los tiempos de sequía económica «Profesor de Guitarra y Baile-Tango-Foxtrot- Boleros-Pasodobles» según anunciaba a las «niñas y jóvenes de la Sociedad» en los diarios, mi madre le perdonaba todos sus pecados, y tengo entendido que ese cariño privilegiado al tío convirtió después su memoria en algo vivo y querido, por la forma que hablaba de él, y ahora que recuerdo, porque las tontas anécdotas que me contaba eran las pocas cosas que coloreaban su vida gris de hija única de un padre posiblemente severo, y después de esposa abandonada. Suelo pensar frecuentemente que mi madre mantenía vivo el recuerdo del tío porque creaba en su interior un país de ensueño, feliz y divertido donde iba a refugiarse, a bailar en sus fantasías la música que no bailó jamás, y acaso tener romances con galanes que nunca conoció. Alguna vez le oí decir suspirando a mamá que el tío Jorge fue para ella el «Embajador del mundo perdido».
* «La Guerra del Chaco lo encontró con edad más que suficiente para ir a combatir -contaba mi madre- y el muy pícaro que nunca logró pasar más allá del primer curso de la Escuela de Comercio, se agenció de alguna manera la profesión de Contador Público, y se presentó a la Intendencia del Ejército, de donde salió convertido en Oficial de Administración, orgulloso de su uniforme y sus botas, luciendo su elegancia marcial por las calles de Asunción, sin tarea más heroica que contabilizar las raciones de galleta, locro y carne conservada que iban al frente o que se entregaban a los deudos de los muertos y a las familias de los Oficiales combatientes. Terminada la guerra, se ingenió para participar en el Desfile de la Victoria, y yo, una niña -decía mi madre- lo veía sobresalir por su apostura y gallardía sobre aquella tropa polvorienta y casi andrajosa que pasaba recibiendo una lluvia de flores de las damas del palco oficial. Era un tremendo pícaro -contaba mi madre- pero en el fondo, inocente e inofensivo»
* «Yo era muy niña en aquellos años -seguía mi madre- y adoraba al tío Jorge, que jamás llegaba a casa sin traerme el obsequio de una muñeca, una caja de caramelos o cintas o encajes de Paris que nadie averiguaba donde y cómo conseguía. Traía discos nuevos que ponía en la Victrola y me enseñaba a bailar. Mi padre se burlaba de su elegancia, de sus trajes de casimir o de tussor, sus zapatos de charol de agudísima punta, sus cuellos impecablemente duros y prolijos y sus corbatas de increíble buen gusto. «Yo no sé de donde saca plata este tipo para vivir en ese tren» decía mi padre, y por si acaso, ponía llave al cajón de su escritorio. Pasaron los años, envejeció, se ajó un poquito en su elegancia. No era ya joven y caía en el error de fingir que lo era, y papá decía que su hermano andaba haciendo el ridículo. Y entonces llegó la Revolución de 1947, otra aventura guerrera con la que creyó repetir la vida fácil y el privilegio del uniforme. Pero se equivocó el pobrecito porque no quedó a administrar provisiones sino le dieron un feo uniforme de miliciano, le pusieron un birrete colorido en la cabeza, y como un viejo gallo de pelea lo mandaron a combatir».
* En este punto del relato de mamá, que yo transcribo de memoria tal vez no muy fielmente pero sí en lo esencial, las palabras de endurecían en su garganta, se mordía los labios, se le enrojecían los párpados y la historia quedaba trunca.
* Llegué a conocer el fin del tío Jorge por don Anselmo.
* -Cayó prisionero -me contó-. Dicen que le ataron a un árbol, lo castraron en carne viva, le metieron los trozos en la boca y murió asfixiado por sus propios testículos.
* Incluyo en este manuscrito a la persona del infeliz tío Jorge, porque con mi madre, aprendí que la memoria de los seres queridos que se fueron, es una energía interior que nos viene de fuentes sobrenaturales que nunca conoceremos del todo. Carmen lo certificaría después como verán en este manuscrito. Mamá no fue feliz ni con su padre, ni con su esposo, ni siquiera conmigo. Fue feliz con la memoria del tío Jorge, y afirmaba que la visitaba en sueños, y ella era jovencita y el tío elegante como Fred Astaire y bailaban zapateando en una nube. Toda su cara amanecida y gastada se iluminaba de dicha contándome esos sueños. Nunca dejé de sentir ciertos persistentes sentimientos de celos desde niño. Toda la capacidad de cariño de mi madre parecía agotarse con el tío Jorge, y sus ternuras conmigo venían como de compromiso, por algún fugaz aviso de su conciencia, de que allí tenía un hijo. Es cierto que alguna vez, ya cuando era adolescente, mi madre me preguntó «por qué no te dejas querer». Cíclicamente, a lo largo de mi vida, suelo preguntarme qué quiso decir mi madre y hasta ahora no encuentro explicación. Una persona quiere, y no es necesario que la otra lo permita.
* Pero volvamos a la casa, que fuera herencia anticipada de mi abuelo a mi madre. El amable lector que no conoce nuestra bella ciudad y tenga un poquito de capacidad de observación, habrá sacado la conclusión, como yo la saqué, que en los primeros años de este siglo vinieron algunos arquitectos o constructores sicilianos, o lombardos o napolitanos que se pusieron a construir casas inspiradas en las de la Patria lejana. Algunos dieron en el clavo y muchas de las construcciones pretenden hoy alzarse a la categoría de patrimonio cultural del país. Pero yo tengo la sospecha que junto a tales respetables artistas apareció también como la chusma del gremio, arquitectos de media cuchara u oficiales albañiles devenidos en espurios arquitectos que sedujeron a la burguesía de la mitad para abajo e inundaron la ciudad de casas inspiradas en los chorizos, generalmente un largo corredor de baldosas y pilares, perpendicular a la acera, y abriendose a los corredores una ristra de habitaciones cuyo número solo estaba limitado por el presupuesto del dueño o porque el lote de terreno se acababa. Cocina al fondo y baño al fondo y a la derecha. Un aljibe, un espacio para el jardín frontal donde generalmente crecía un ubicuo jazmín-mango y unos carotos irreductibles, y una escalerilla que conducía al portón sobre la acera. Así era la casa, sala al frente, dormitorio en el centro y comedor en el tercer chorizo de la ristra que mi abuelo otorgó a mi madre.
* La casa que empezó a inclinarse. Porque el terreno vecino contenía una casa abandonada, con las puertas y ventanas clausuradas con tablones, silenciosa, obscura y siniestra. Mi madre me solía contar lo que le contaba a ella su padre, que allá por los años treinta, quizás después, vivía allí un joven matrimonio; que hubo una historia de celos y el hombre mató a la esposa y luego se suicidó. Después del doble sepelio, apareció un anciano de afligido aspecto y cinta de luto en [14] la manga del saco, posiblemente padre de la mujer asesinada, acompañado de unos trabajadores que cerraron herméticamente la casa, y nunca más hubo allí una señal de vida.
* Aunque señales fantasmales sí. Por las noches y pared de por medio. Acostado, de niño, con mi madre, oíamos ruidos extraños, como de cubiertos que se ponían en la mesa, pasos, de pronto voces, algunas veces gemidos y llantos y golpes de muebles que caían. En ocasiones, especialmente después que cumpliera los 14 años y empezaba a tener fantasías pasionales, me parecía escuchar una voz femenina que pronunciaba mi nombre, con cierta urgencia de llamada. Mi madre rezaba y yo arropado en mi cama sentía que todo estaba bien y el miedo lejos. Pero mamá ahuyentaba su terror con inacabables ave marías y padre nuestros que fluían incansable de sus labios. Aquellos ruidos se hicieron tan rutinarios que acabamos por aceptarlos como naturales y perder el miedo, hasta el punto en que yo, ya en la adolescencia, cuando sentía que entre aquella sinfonía sobrenatural me llamaban por mi nombre sin imaginar que era Carmen, solía invitar a amigos y compañeros de colegio a pasar la noche en la habitación de atrás, orgulloso de tener una casa fuera de serie, con una vecindad de lastimeras almas en pena que a veces parecían llamarme desde la eternidad. De paso, aquella diversión me servía de test para determinar el grado de coraje de mis amigos. Al presentarse los ruidos fantasmales, unos sencillamente salían disparados rumbo a la terrestre normalidad de sus casas, otros palidecían pero el viejo amor propio funcionaba y se atrevían a permanecer en vela, dejándome un poco frustrado porque nadie mencionaba lo de la llamada. Ahora que recuerdo, ninguno de mis amigos aceptó una segunda invitación.
* Aquel fenómeno sobrenatural, fue al fin, la causa indirecta de que nuestra casa se inclinara progresivamente, y progresivamente fuera matando a mi madre.
* Pero ya llegaremos a eso. Porque debo hacer primero la confesión de un atrevimiento que ahora que lo memorizo, marcó desde mi niñez esta especial vivencia (¿desvarío?) que es mi vida de adulto, al que contribuyeron con eficacia don Anselmo, don Otto y la libidinosa doña María y en especial Carmen y las otras mujeres. Me introduje clandestinamente en aquel santuario del dolor y de la tristeza. Tenía quizás trece o catorce años, edad que se dice del despertar de las pasiones y aunque no se dice pero yo sé, es también del despertar de las curiosidades urgentes, sean por los erizantes secretos que oculta una falda femenina como por las interioridades subyugantes de una casa vacía con un tesoro de aventuras, sobresaltos y escalofríos. El adulto, viejo o anciano que afirma no haber mirado por una cerradura alguna esplendorosa intimidad femenina o explorado jamás una casa abandonada, miente.
* Por el frente era imposible entrar, pero el hecho fue que desde el techo de la letrina familiar era posible deslizarse a los fondos de la casa misteriosa. Y así lo hice una siesta de verano, de un brillante sol que hacía imposible toda convocatoria de aparecidos, protagonistas de las obscuridades espesas de la noche. Fue fácil forzar un ventanal que iluminaba la cocina. Por allí me introduje, y de la cocina, encontré el camino al interior de la casa.
* Fue como penetrar en un mundo extraño, y me equivoqué con el sol que brillaba afuera, porque dejaba intactas las sombras que parecían solidificadas de la casa abandonada. Había una sala con rastros de haber sido lujosa, con muebles y sillones cubiertos de polvo y en el piso una alfombra que había perdido sus colores. En las paredes numerosos cuadros con marcos que tal vez fueran dorados, todos con pinturas de flores, pensamientos y violetas en graciosos jarrones, un clavel enorme que parecía querer desprenderse del marco, un rosedal florecido bajo el sol de primavera, lirios sobre un fondo obscuro y de prestancia casi funeraria recibiendo el haz de luz de una ventana, narcisos que se miraban en un transparente estanque, un cantero de margaritas en flor. Flores y luz irradiando de los viejos cuadros como si la delicada feminidad de aquella desgraciada esposa quisiera imponerse en todos los detalles de la sala, que se completaba con una suerte de hornacinas abiertas en las paredes, con polvorientas figuritas de porcelana, doncellas y pastores, gnomos querendones, un molinero obeso y de mejillas de manzana y damas de elegancia versallesca que hablaban de delicadezas de mujer, con una sola excepción, un cuadro distinto sobre una falsa [18] chimenea, casi una réplica masculina y grosera a la abundancia floral, pues representaba un grupo de soldados harapientos y esqueléticos que empujaban tratando de hacer rodar un férreo cañón en un terreno pantanoso y espeso.
* Recuerdo nítidamente un piano en la sala. Vertical y negro, con la tapa abierta, como si quien tocara por última vez sus teclas interrumpiera su música solo por un instante y no para la eternidad inesperada que acechaba en un día de tragedia. Recuerdo también la partitura sobre el piano, la Serenata, de Schubert. Entonces, en mi mente adolescente que ya había sido agredida por la literatura atroz de Vargas Vila, sin entregar su inocencia hasta entonces, tomó una forma idealizada aquella difunta que reclamaba paz en las noches fantasmales. Joven, amaba las flores, amaba la música. Complaciente, permitía a su marido violar el delicado equilibrio de su sala con sus soldados cadavéricos en el pantano maloliente y un feo cañón inmovilizado en el barro.
* Sobre el piano, dos fotografías en marcos gemelos plateados. Sacudí el polvo de una de las fotografías, era ella, y tenía una dedicatoria:
* «A mi amado esposo Carmen» con una letra pulida y perfecta que ya no se ve y cuya tinta azul se había vuelto violeta. El otro retrato era del esposo. «Con cariño, Pablo», lo que se dice, una dedicatoria a la carrera y sin compromiso. No pude sino forjarme entonces, la imagen de uh hombre frío, formal, disciplinado, enamorado de glorias bélicas e inexpresivamente formalista, con brevedad castrense. Un personaje conflictivo, especialmente para la dulce tañedora de la serenata de Schubert. ¿No habrá sido un militar? -me pregunté entonces.
* Dudoso, porque la fotografía era de un hombre de civil, de no más de treinta años. Un rostro huesudo, sin carnes, ascético, como imaginamos que fuera el Dr. Francia, mirada cruel incluida.
* Toqué casi nada, atacado como estaba de una carga reverencial en el alma. Salvo la fotografía de Carmen, que me la llevé, y un grueso cuaderno de tapas rojas con un inevitable diseño en relieve dorado de una flor, y un nombre: Carmen Sosa. Tengo la fotografía hasta hoy, miles de años después de aquella incursión. O mejor dicho, ella me tiene a mí.
* * * *
* «Alguna vez llegará. Llegará en las sombras. Y habrá un propósito que engendra luz. En la espera no pasa el tiempo. El tiempo es un poro de mi piel». Esta fue uno de los pensamientos (poemas?) escritos en el cuaderno de Carmen.
* La historia de fantasmas perdió con el tiempo su episodio original, que fue olvidado, y empezó a tejerse la leyenda de un «entierro» de los tiempos de López, custodiado por almas dolientes que no hallarían la paz si algún afortunado no encontraba el tesoro. Aquello interesó a una especie muy característica de la Sociedad paraguaya, hombres sombríos y enflaquecidos en la pasión del oro oculto, que se pasan la vida recopilando historias de fantasmas, aparecidos y espectros que hacen sonar invisibles cadenas, con una variante zoológica de perros sin cabeza y relinchos de caballos de batalla enloquecidos. La torpe codicia concebía aquellas manifestaciones sobrenaturales como «señales» de la existencia de una riqueza enterrada.
* A oídos de uno de esos personajes llegó distorsionada ya, el rumor de las andanzas de ultratumba de la casa vecina, y al frente de una pandilla de fanáticos como él, se introducía a altas horas de la noche en la casa abandonada y procedían a cavar con tanto frenesí que el edificio se llenó de hoyos, los hoyos de agua subterránea, y los cimientos de ambas casas, la de los fantasmas y la de mi madre, empezaron a apoyarse en tierra fofa y removida. Consecuencia de la fallida aventura de los buscadores de tesoros, fue que la mansión espectral se derrumbó, y la casa de mi madre, como una torre de Pisa de los extramuros asuncenos, empezó a inclinarse. De los pilares y maderamen caía un fino polvillo, las paredes se adornaban de rajaduras de caprichoso diseño, y no había puerta que encajara en los quicios. Ahí empezó la corrosiva angustia que terminó por llevar a mi madre al otro mundo. Especialmente por las noches se percibía que la casa se iba inclinando hacia atrás, como la gorra sobre la frente de un soldado acalorado que va llevando la visera hacia la coronilla. El estallido de una baldosa en el corredor, la queja metálica de una canaleta de hojalata, el deslizamiento de una teja, el crujido de un tirante o el rechinar de una viga, nos despertaba para salir despavoridos a la seguridad del patiecito ladero. Día a día, la inclinación era más evidente y si algo caía al suelo, resbalaba hasta la pared medianera. Mas tarde, también los platos y los vasos en la mesa de la cocina tendían a deslizarse y mi madre hubo de poner un trozo de madera para sujetar su máquina de coser que cuando ella trabajaba deslizábase por la pendiente.
* Los sucesivos sustos nocturnos fueron minando la resistencia de mi madre. Alguna vez insinué que nos mudáramos. «Ni loca» me respondió, y me repetía su teoría de que los cimientos encontrarían un plano rocoso y cesaría nuestro tormento. Pero ni ese optimismo sirvió de bálsamo. La casa que la pobrecita había heredado se moría y parecía querer llevarse con ella a su propietaria.
* Entonces sucedió. Una noche de julio soplaba un fuerte y helado viento del sur, cuyas ráfagas arremetían en tandas sucesivas contra las paredes de la casa. Aquellos empujones nos tenían insomnes, alertas a cada arremetida del viento y a los quejidos de la vieja estructura, cuando se presentó otro sonido, ominoso, distinto, subterráneo, lo más parecido que he oído en mi vida al estertor de agonía de una casa. El piso se inclinó y nuestra cama se deslizó por la pendiente hasta detenerse contra la pared. Entrenado como estaba en tantos zafarranchos de desastre salté de la cama y salí al pequeño patio. Volví la vista y mi madre no estaba. Vacilé y solo volví cuando el gorgoteo subterráneo cesó. La casa aparecía más inclinada que nunca, y mi madre, en la cama, estaba muerta. Tenía entonces diecinueve años, y cursaba el primer año de la facultad de Derecho.
* * * *
* «Acaso él venga de la soledad. La soledad es el vientre colmado de una mujer de luto». Carmen, en su cuaderno.
* Solo en el mundo, abandoné la casa, que terminó poco más tarde de derrumbarse. Pero no me fui del vecindario. Don Anselmo, el almacenero del barrio que me conocía de niño y para no aburrirse me enseñó a jugar ajedrez, panzón, sucio y bondadoso, me ofreció una pequeña habitación en el fondo de su casa, y por añadidura comida, con la entusiasta aprobación de doña María, su esposa, que lloriqueó algo como «que no tenemos hijos» mirando con reproche a su marido que empezó a rascarse los testículos, como si allí residiera la vergüenza de su vida, agravada por el hecho de que doña María era una mujerona morena y aun joven con grandes pechos como capaces de suministrar leche a todo un orfanatorio y caderas anchas y generosas que parecían hechas para parir bebés por camadas. Aclaré al principio que no tenía con qué pagarle, y me respondió que lo lógico en mi situación era que buscara trabajo, que le pagara cuando lo consiguiera, y que debía preocuparme de continuar mis estudios. Doña María hacía gestos aprobatorios. Y además -decía don Anselmo- que debía buscar un abogado que abriera la sucesión de mamá para heredar lo que quedaba de la casa, que algo valdría. Todo un alma de Dios, buenote como eran todos los almaceneros panzones, de los que tenían un cartelito entre latas de durazno y mortadelas que decía que «hoy no se fía mañana sí» pero fiaban siempre, antes que los coreanos los convirtieran en una especie en extinción. Me instalé allí y salí a buscar trabajo. Que fue más difícil de lo que suponía, porque mi preparación de estudiante de primer año de Derecho no me capacitaba mucho, además no escribía a máquina ni sabía inglés. Debo aclarar que cuando mi madre vivía, recibía [25] cada fin de mes un cheque que nos ayudaba a sostenernos en ajustada austeridad. Mi madre era poco en todo. Comíamos poco, me hablaba poco, me contaba poco de su padre y de su marido, y solo parloteaba mucho cuando se desataba el aguacero de sus recuerdos del querido tío Jorge. Además, yo transitaba las calles cuando no estaba en la escuela o el Colegio, haciendo trabajitos como entregar paquetes de una imprenta y llevar pedidos de un Almacén al Por Mayor y Menor. Nunca averigüé de donde venía y quien mandaba el cheque, de suerte que no tuve modo de contactar con aquella misteriosa fuente de ingresos, informar del tránsito de mamá y sugerir respetuosamente mi persona, Manuel Quiñonez, como destinataria del envío mensual. Lo curioso del caso es que al morir mi madre, la ayuda cesó. Sospecho que mi madre se llevó a la tumba un episodio secreto de su vida, posiblemente relacionado con la camisa de fuerza en que metieron a mi padre. De ahí mi búsqueda de trabajo.
* Conocedor de mis fracasos, don Anselmo me recomendó a un amigo suyo, «un alemán algo tilingo», me dijo, que necesitaba un ayudante y tenía un extraño oficio, arreglaba muñecas y restauraba maniquíes en un tallercito montado en su casa, sobre un callejón impregnado de olores cuya procedencia mejor no averiguar, cercano al Hospital de Clínicas, despreciado, el callejón de trasmano, por las farmacias de todo pelaje y magnitud que se amontonan voraces en torno a ese antro de dolor y necesidad que es el Hospital.
* Cuando llegué al taller de don Otto, la puerta estaba abierta, de modo que entré en el galponcito penumbroso, uno de esos lugares donde la luz parece negarse a penetrar salvo para trazar una línea de sol pálido donde se mueve un mudo festival de polvos movedizos, y allí no había nadie, salvo una colección de ojos azules, violetas, verdes y obscuros que me miraban desde mesitas, estantes e incluso desde el suelo, y en otros estantes, lastimeras muñecas polvorientas y ajadas con las cuencas de los ojos vacías, mutiladas y espectrales, como cadáveres en una improvisada catacumba de la inocencia. Y los maniquíes sin los ropajes, de pie en sus pedestales, fingiendo en las sombras una asamblea de bellezas congeladas en una última pose seductora. Por asociación de ideas, me vino a la memoria la lúgubre sala de la casa de los fantasmas.
* Llegó don Otto, y a primera impresión que tuve fue que con lo de «alemán medio tilingo» mi benefactor se había quedado corto. Era tilingo entero y quizás más. Es lo que pensé antes de conocerlo mejor. Flaco, rubio, con huesos forrados de fibra más que de carne, de pelo herrumbroso y erizado, ojos pequeñitos perdidos en la profundidad de las cuencas protegidas por cejas torrenciales color arena, se había dejado crecer un bigote que en ambos extremos apuntaban hacia abajo, como si quisiera disimular su tipo nórdico con ese bigote de chino. No demostró ninguna molestia por mi intrusión en el taller.
* -¿Muchacho? -Su voz ronca venía cabalgando sobre una bocanada de caña fuerte.
* -Soy el recomendado de don Anselmo. Manuel Quiñonez.
* -Ya, ya. ¿Le trataron bien?
* -No había nadie en la casa, don Otto.
* -Me refiero a ellas.
* Desconcertado miré a mi alrededor.
* -¡Ellas, las chicas! -repitió con mayor énfasis y aliento más espeso.
* Sospeché que se refería a los maniquíes. Borracho o loco, o más bien borracho y loco fantaseaba con las muñecas de hielo. Que lo [28] hiciera si le venía en ganas -me dije entonces- siempre que resultara inofensivo. Yo necesitaba trabajar, y no sabía lo que sé hoy, que cada uno tenemos una respuesta a la soledad, y todas son válidas.
* -Son mi familia, vienen y se van -decía don Otto- se van más bellas de lo que vinieron. Donde quiera que se vayan, recuerdan con nostalgia al viejo Otto.
* Acariciaba un maniquí y me informaba.
* -Esta es Gladys. Le tuve que borrar de la cara una fea arruga de amargura. Parece que tuvo amores con un hombre casado, la pobrecita.
* Tuve que pasar toda la mañana conociendo a Gloria, la divorciada, a Matilde «que tenía esa expresión dura porque fue violada por su padre» según me informaba, para agregar después con voz bajita para que Matilde no oyera que el shock de la violación «la volvió tortillera»; y a Nancy La Defraudada que nunca podía tener un hijo porque a los seis meses perdía el bebé, y a Rosana y a Beatriz y a Silvia, coincidentemente todas protagonistas de historias tristes y desgarradoras cocinadas en las profundidades de aquel cerebro saturado de alcohol que parecía abrirse en una rendija tenue por donde escapaba una poesía que por ser poesía no necesita ser cuerda ni hace loco a nadie.
* Pero pensé seriamente que por mi salud mental, en la que no confiaba mucho por el posible antecedente de mi padre enfundado en una madrugada de agosto en una camisa de fuerza, debería buscar una ocupación algo más convencional y un patrón un poco más juicioso, pero con esos remilgos no hallaría los medios para pagar cama y comida a don Anselmo. Además, un poco permeable a las fantasías de don Otto encontré cierto atractivo levemente pecaminoso en el fetichismo del alemán que elaboraba para aquellos bellos rostros de yeso y pintura una imaginaria impronta de humanidad herida. Un poco más tarde descubrí lo seductor de caer en tales fantasías, cuando me di cuenta de que al fin, yo también tenía mi propio fetiche, la fotografía de la dulce Carmen y su cuaderno de apuntes. Desde entonces fui más paciente y comprensivo con los delirios de don Otto.
* Los delirios de don Otto. Durante las noches, como sobremesa de nuestras cenas de pan, mortadela y vinos ácidos en cuyo linaje no figuraba una sola uva, me contaba que sacaba a pasear por las noches a las chicas. Reían felices como cotorras, decía, y después reflexionaba que la alegría de la libertad, del paseo por las calles, devolvía la inocencia y borraba penas de la memoria. Me aclaraba muy serio que las llevaba, en grupo bullicioso, por «los lugares de esta ciudad que enseñan algo». La zona de la Terminal de Ómnibus a veces, donde la niñez derrotada mostraba su rostro más angustioso y doliente, o el Mercado 4, con sus carniceras gordas, el barro podrido sobre los asfaltos, las prostitutas niñas, los chicos que aspiran cola de zapatero para fugarse del abandono y los laberintos apiñados de ese mundo donde se oferta una desgarrada pobreza para comprar un día de supervivencia; la Plaza Uruguaya donde desteñidas putas fofas y desdentadas ofrecían su carne corrompida en hórridos hoteles de camas crujientes, colchones que huelen a claudicación y una roña como de vida podrida manchando las paredes y obscureciendo obscuros pasillos y tambaleantes escaleras. Me decía el pobre viejo que les mostraba a las chicas esas miserias, porque la vista de la derrota ajena consuela la pequeña derrota propia. Y que subían las calles empinadas que conducen a la escalinata de Antequera, encontrando en cada esquina travestis patéticos, exhibiendo sus atuendos provocadores, sus maquillajes monstruosos, sus pechos inflados, sus minifaldas que no insinuaban el tibio misterio de una vulva cálida sino la pesadumbre sin fin de un pene inútil y la barbarie de un trasero transformado en órgano sexual. Algunos de ellos desafiantes, otros tímidos y acechando clientes desde la sombra de tinta china de los últimos naranjitos de la ciudad cambiante.
* -Les hace bien la vista de esas miserias -decía don Otto-. Vienen reconciliadas con su propio dolor.
Don Otto me enseñó los secretos del rejuvenecimiento de los maniquíes y de la reconstrucción de las muñecas mutiladas por la tierna ferocidad de las mamitas niñas. No tenía familia y la historia de su vida era un misterio, porque me contaba, generalmente en estado de borrachera aguda lindante con el delírium trémens, y sucesivamente, que fue soldado en Stalingrado, oficial del Afrika Corps de Rommel, capitán de un submarino negro que tenía pintada una U enorme en el casco. Más tarde olvidaba dichos antecedentes y se convertía en un heroico agente doble que había salvado muchos judíos haciéndoles cruzar la frontera suiza, y enamorando y seduciendo en la jornada a través de bosques de pinos y desfiladeros obscuros a todo un catálogo de Ruths, Judhits, Miriams y demás bellas hijas de Israel que se rindieron con gratitud a sus encantos viriles. Un día que se levantó de la cama todavía con el temblor mañanero del bebedor que no arremetió contra el primer vaso, y con menos nostalgias marciales, me dijo que había sido maquillador jefe de la Ópera de Berlín, cosa que me parecía más creíble, especialmente cuando se divertía en envejecer o rejuvenecer, entristecer o alegrar, dar un toque de sombría amargura o de iluminada inocencia a un rostro de maniquí, con algunos diestros trazos de su pincel.
* No me fijó sueldo sino sencillamente dividía puntillosamente en dos partes los ingresos de la semana y me entregaba mi mitad, que con frecuencia era la mitad de nada, porque arreglar muñecas y remendar maniquíes y repintar sus hermosos rostros no era un oficio de mucha demanda, pero como me dejaba mucho tiempo libre, puse un cartelito de «se enseña aritmética y castellano» y para sorpresa mía, acumulé en torno mío un alumnado de como de diez avergonzados taraditos en edad escolar traídos por sus frustradas mamás. Obtuve así una buena renta semanal que ofrecí a don Otto dividir también en dos, con el resultado sorprendente de que con algún resto de su hidalguía germana se ofendió a muerte, como si hubiera agraviado su hombría tocándole indecorosamente el trasero.
* Pude pagar mi pensión y continuar dificultosamente mis clases en la facultad, tomando en préstamo libros y alcanzando síntesis de las lecciones que era fotocopias de fotocopias, y todo hubiera transcurrido en paz, si no hubiera perdido mi virginidad, masculina y heterosexual, se entiende, en la forma tan vergonzosa como ocurrió.
* * * *
Enlace al texto completo de
Manuscrito alucinado "Las mujeres de Manuel" en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
.
Enlace al CATÁLOGO POR AUTORES
del portal LITERATURA PARAGUAYA
de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES en el

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